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De la comunidad humana a la comunidad política en la fenomenología política de Hannah

Arendt.

- Javier Edgar Tapia Navarro, Universidad Salesiana México-

“Las promesas son la forma específicamente humana de ordenar


el futuro, por lo que es predecible y fiable en la medida en que
esto es humanamente posible.”
H.A. La condición humana

Como lector de Hannah Arendt siempre me ha interesado indagar sobre los motivos y
experiencias que llevaron a la joven filósofa a dar un giro de la fenomenología
heideggeriana a la teoría política. Sin duda fue la guerra y la condición de sujeción del
judaísmo al antisemitismo en Europa. Ella misma expresó que las verdaderas experiencias
políticas del siglo XX no habían sido las múltiples formas que habían adquirido los Estados
modernos, sino la guerra.

En este texto me propongo argumentar que hay dos fenómenos que influyen en las
condiciones de producción de la reflexión política de Arendt entre las décadas de 1930 y
1940: las figuras del exiliado y el paria y los campos de concentración. A partir de ellos es
posible pensar una distinción entre lo que llamaré comunidad humana y comunidad
política, cuya diferencia esencial es la ley como esencia de la segunda y su producción de la
identidad jurídica del ciudadano. Así, el exiliado solo puede ser aquel que ha sido
expulsado de la comunidad política y despojado de su identidad jurídica. En cambio la
figura del paria es la del abandonado por la comunidad humana y que en esa experiencia
enfrenta la soledad más aguda.

La comunidad humana y la comunidad política son dos peldaños del peregrinaje humano en
el mundo. La primera antecede a la segunda al grado de no existir posibilidad alguna de
fundar un Estado en el que se prescinda de la comunidad humana como su cimiento. La
conceptualización de la comunidad humana pasa por la integración de la condición del
animal laborans y el homo faber, la vida y el trabajo: en el tránsito del uno al otro, a través
de la función significante del lenguaje, se constituye la corresponsabilidad como hecho
fenomenológico de compartir el mundo con otros. La vida política, para Arendt, solo puede
surgir donde los humanos no están atados a la contingencia de la vida y la durabilidad del
trabajo. El ser político es una producción, un efecto antinatural que sólo puede ser
producido por el hombre y que busca la integración de las diferencias en la igualdad de
derechos, aunque esta intensión puede mutar en las formas de la dominación total.

En un tercer momento, la lectura de Arendt del totalitarismo, y en particular del nazismo,


puede estudiarse como el transcurso de una regresión de la condición humana, como un
proceso de deshumanización que va de la expulsión del enemigo de la comunidad política
(al suspender sus derechos políticos) al esfuerzo por desaparecerlo como comunidad
humana (el campo de exterminio). Por último, esta reflexión me condujo a ensayar una
interpretación de la temporalidad como experiencia de la comunidad humana y la
instauración de un orden del tiempo y de la ley como construcciones de toda comunidad
política.

Parábola del exilio

A pesar de su aparente proximidad existe un abismo semántico que separa al exiliado de


aquel que sufre la condición de paria. El primero es aquel que ha sido expulsado del
territorio, que en su condición experimenta una escisión entre su identidad como sujeto y su
identificación con las estructuras de la vida política. El segundo es aquel que está solo,
aquel que sufre la melancólica experiencia de haber sido abandonado. La condición del
exiliado es la exclusión, la del paria el desarraigo. El primero es des-sujetado de la ley, el
segundo es separado de la otredad.

La figura del exiliado es producida por la maquinaria de la fábrica política. El surgimiento


de la ley como instrumento que regula la vida en común, al instaurarse, genera los espacios
y figuras de la exclusión. Esto se debe a que un orden fundado en la ley delimita la
construcción de la identidad del individuo que se sujeta a él, generando por su propia
inercia la identidad de aquel que, por ese mismo motivo, no será incluido dentro de la
comunidad política. Muchas de esas figuras de la exclusión pueden quedar orbitando al
sistema político como satélites, sobre todo si le generan algún beneficio, incluso sucede que
pueden llegar a ser tolerados y hasta integrados al sistema. Pero, también cabe la
posibilidad de que sean expulsados y sometidos a la condición de exilio.
La figura del paria, por otro lado, es mucho más ancestral al surgimiento de las
comunidades políticas. El paria no es expulsado por un orden de ley, sino por la comunidad
misma o, peor aún, por Dios. La condición de paria es mucho más violenta y fulminante
que la del exiliado, por una sencilla razón: la ley humana no ha existido desde tiempos
inmemorables, ha sido creada en un tiempo y espacio específicos por un grupo de
individuos y siempre está expuesta a su extinción. En cambio la comunidad y sus dioses
existen desde antes de la invención de la ley y siempre podrán sobrevivir a ella. Es decir,
aun siendo un exiliado siempre cabrá la posibilidad de poder volver a la comunidad (exista
o no la ley que expulsa), pero si se ha sido desarraigado de la comunidad ya no habrá a
donde volver y al paria solo le quedará esperar desde su soledad a que Dios o la comunidad
le permitan volver. Dicho de otro modo, el exiliado siempre tendrá a su favor la posibilidad
de que alguien espere su regreso, en cambio la del paria es la única condición en la que
cabe la posibilidad de ser olvidado y que no quede nadie a la espera de su retorno. Esto se
traduce en una formula práctica simple: siempre que haya alguien (algún otro) que espera,
siempre habrá un motivo para volver, de lo contrario no queda nada sino la soledad o la
muerte.

En el pensamiento político griego, aquel en el que Arendt explora el origen de la reflexión


occidental sobre lo político, el problema de la naturaleza del sujeto escindido de la vida en
común estaba latente. En la abundante narrativa de la experiencia griega, el exiliado es
expulsado de la polis. La tensión que se genera entre la voluntad de acción y la irrestricta
fuerza de la ley produce la figura del exiliado como la de aquel que no encaja en un orden
político determinado. Es esta la caricatura de Platón y Dion expulsados de Siracusa. La
figura opuesta es la de Filoctetes abandonado por Odiseo.

Para Platón, Dion encarna la figura del exiliado y representa un esfuerzo incansable de
justicia y bondad. En su madurez humana e intelectual, Platón llegó a la conclusión de que
todos los regímenes de su tiempo gobernaban mal las Ciudades-Estado, hundidos en la
corrupción y en la atrofia de sus legislaciones (Cartas, VII: 326a), convicción que lo
empuja a embarcarse en su primer viaje a Siracusa. Sabemos que el tirano Dionisio el Viejo
pronto se aburrió del experimento político de Platón y lo devolvió a Atenas, teniendo que
soportar en su paso por la isla de Aegina una alífera condición de esclavo, no sin antes ser
testigo del exilio involuntario de su discípulo y amigo Dion. Ambos habían sido expulsados
del mismo territorio y por el mismo tirano.
Es interesante el que tanto Platón como Dion, después de esa agria experiencia, intentarán
volver a Siracusa una y otra vez, el primero para ser el preceptor del filósofo rey y el
segundo para establecer, por la vía de la revuelta, las condiciones necesarias para fundar un
nuevo régimen político, más sabio y más justo, descrito por Platón en los siguientes
términos:

Ni Dión ni ningún otro aceptaría voluntariamente un poder que sería eternamente funesto para él y
para su raza, sino que tendería más bien a una constitución y a un sistema legislativo verdaderamente
justo y bueno, conseguido sin ningún tipo de matanzas o destierros (Cartas, VII: 350c).

Es decir, un régimen en el que el exilio no es necesario pues la sociedad es regulada por la


verdadera justicia. Por otro lado, esta visión platónica contrasta con la del viejo Sófocles al
retratar con maestría la figura del paria en su representación de Filoctetes, ese héroe
enfermo, melancólico y tiste, abandonado por sus compañeros en la isla de Lemnos durante
el viaje de los aqueos a Toya. Diez años después de ser abandonado, enfermo de soledad,
Fioloctetes se lamenta ante Neoptolomeo al verlo:

No os sobresaltéis por el miedo ante mí, temerosos de mi aspecto salvaje; antes bien, apiadaos de un
hombre mísero, solitario, abandonado aquí y arruinado, sin amigos, y habladle, si es que habéis
llegado en calidad de amigos (Filoctetes, 225).
[…] !A pesar de encontrarme en este estado, a ninguna parte han llegado noticias mías, ni a mi patria
ni a sitio alguno de la tierra helena! (Filoctetes, 225)
[…] Y yo me consumo, miserable, desde hace diez años ya, entre hambre y sufrimientos,
alimentando esta enfermedad que nunca se sacia (Filoctetes, 310).

Esta estampa de Filoctetes supone que él asume que su nombre ha sido borrado de la
memoria de sus seres amados, como si nadie le recordara ni lamentara más su ausencia a
efecto del paso del tiempo, como si la soledad fuese una bestia que se alimenta de los
recuerdos. Esta condición de Filoctetes es similar a la de los niños expuestos en un bosque
o a la orilla de algún rio y cuya sentencia es la muerte y el olvido, excepto cuando aparece
algún otro para recogerlo y criarlo -como sucede con el pequeño Edipo-.
¿Qué hay de distinto en estos dos atenienses, Platón y Sófocles, que hace que su forma de
representar al relegado sea tan distinta? En la fuerza lírica de Sófocles es el poder de la
divinidad la que abandona a Filoctetes y la que después le ordena volver con los aqueos, en
cambio, en la experiencia de Platón es la polis la que lo expulsa. De tal modo que no tiene
las mismas implicaciones simbólicas ser desarraigado de una comunidad por la violencia
divina que ser expulsado de un territorio por el poder humano: el primero es un
acontecimiento mítico, el segundo es completamente político.
Como Dion, el exiliado siempre tendrá la oportunidad de enfrentar la decisión de volver
aunque no sea bien recibido: si se ha sido exiliado por la voluntad de los hombres no habrá
reparo en oponerse y esforzarse por restituir su condición de ciudadano. En cambio,
Filoctetes tiene que esperar la voluntad de la divinidad para que pueda ser rescatado de su
soledad: entregado al abismo del olvido no hace ningún esfuerzo por regresar a su patria,
asume su sino y solo se esfuerza por mantenerse vivo. Mientras que Dion es movido por el
sentido de justicia y la convicción platónica de la ley como una herramienta de la misma, a
Filoctetes lo inmoviliza la esperanza de no ser olvidado.
El fantasma de la soledad acecha a aquel que comienza a adentrarse en la experiencia de ser
un paria. En una carta de Hannah Arendt a Martín Heidegger, fechada por la filósofa hacia
el otoño de 1930, le confiesa el terror que experimentó al imaginar cómo él y Günther Stern
-su futuro primer esposo- se alejaban tras abordar un tren mientras ella se quedaba sola de
pie en el andén. Al estar frente a Heidegger, Hannah recuerda que

…en ese mismo momento se me cruzó por la mente la imagen de cómo tú y Günther estaríais juntos
en la ventanilla y yo, en el andén, y no pude esquivar la diabólica claridad de lo que veía. Perdona.
[…] Sino: yo llevaba unos segundos delante de ti y tú me habías visto de hecho, habías alzado
fugazmente la vista. Y no me reconociste. Cuando era una niña, mi madre, jugueteando neciamente,
me asustó una vez de esta manera. Yo había leído el cuento del enano “Nariz”, cuya nariz crece tanto
que nadie lo reconoce. Mi madre hizo como si eso me ocurriere a mí. Aún recuerdo perfectamente el
terror ciego con que gritaba una y otra vez: pero si soy tu hija, soy Hannah… Algo parecido sucedió
hoy.
Y luego, cuando el tren ya casi se puso en marcha. Y ocurrió tal como, de hecho, yo había pensado
enseguida, o sea, sin duda, como yo había querido. Vosotros dos arriba y yo sola y totalmente inerme
ante la situación. Como siempre me sucede, no me quedo más remedio que consentir, esperar,
espera, esperar… (Heidegger y Arendt, 2000: 63)

En esta escena el fantasma de la soledad se allega a la joven filósofa: podemos imaginar a


Hannah sola, de pie en el andén, viendo cómo aquel tren se lleva a los seres amados, del
mismo modo en que podemos también imaginar al joven Filoctetes con su arco, de pie
sobre la arena, viendo cómo se alejan las naves. Desde luego, resalta el hecho de que en
esta carta la asociación entre el recuerdo de un relato materno, y un susto, coincidan con el
temor de que aquellos hombres no sean capaces de reconocer su rostro y se aterroriza ante
la constatación empírica de que el olvido es una consecuencia potencial de los vínculos
humanos.
Este relato es casi un signo funesto del futuro inminente: tres años más tarde Hannah
Arendt dejaría Alemania para residir en París, huyendo una y otra vez del acecho del
antisemitismo hasta instalarse finalmente en Nueva York en 1940. Más aún, en el invierno
de aquel primer año de exilio en París Arendt intercambia correspondencia con Heidegger
para pedirle razón de los rumores de su antisemitismo. Aquel Heidegger que se declaró en
una carta de 1933 como un antisemita político (Heidegger y Arendt, 2000: 64), digamos
pragmático, no era sino la confirmación de que aquel rostro amigable del maestro y amante,
que al verla no la reconoce, se había transformado en un monstruo. El rostro es aquí un
punto de reconocimiento que permite el anudamiento del lazo social, pero del mismo modo
en puede hacerlo la mirada también desconoce, desanuda al abrir para la experiencia social
el campo inescrutable del olvido.
El mismo año en que Arendt llega a Nueva York, al acercarse el otoño, su fatigado amigo
Watler Benjamín se quitó la vida en la frontera entre Francia y España. De él escribiría más
tarde:

Pocos eran los que aún recordaban su nombre cuando eligió la muerte en aquellos primeros días de
otoño de 1940, los que para muchos de su origen y su generación marcaron el momento más oscuro
de la guerra: la caída de Francia, la amenaza de Inglaterra, el pacto todavía intacto de Hitler y Stalin
cuya consecuencia más temida en ese momento era la estrecha cooperación de las dos fuerzas de
policía secreta más poderosas de Europa (Arendt, 1990: 139).

Aunque para ella el nombre de su amigo había sido prácticamente olvidado, si es que
alguna vez fue verdaderamente conocido entre los lectores alemanes de la primera mitad
del siglo XX, su suicidio abre las fronteras cerradas de España para los refugiados que lo
acompañaban, lo que no solo tendrá una consecuencia humana sino también política en
tanto que la muerte de Benjamin se da como una excepción: no muere para ser definitiva y
completamente olvidado, sino para permitir que otros accedan a la condición definitiva del
exilio.
La diferencia entre el primer relato, sobre Heidegger, y el segundo es que en la muerte de
Benjamin podemos identificar claramente un motivo político. El primero es solo un
episodio sobre la laceración que dejó la fuerza del amor entre un profesor antisemita
alemán y su estudiante judía. En esa carta lo que pesa es el olvido ante una espera
interminable, el síndrome del paria que se sabe desarraigado, abandonado, y solo le queda
rendirse ante la espera. “Como siempre me sucede, no me quedo más remedio que
consentir… y esperar”, enfatiza Arendt: el paria tiene la cualidad de aceptar su destino, no
le forcejea, no le rebate ni lo desdeña; se entrega a él sólo para dejar que se adueñe de su
condición humana.
El segundo relato es el de un intelectual judeo-alemán que se suicida a consecuencia de un
cansancio que ya no aguanta el paso acechante de sus perseguidores. Como Dion o Platón,
Benjamin es afectado por el espectro de la legalidad, persigue a la ley en espera de la
justicia, va de una frontera a otra utilizando instrumentos de identidad jurídica y será a
causa del influjo aplastante de esa ley que no lo reconoce que terminará suicidándose.
Como exiliado no persigue el paso del tiempo, no se da a la espera, no reconoce los signos
de su destino, sino que se deja expulsar por la fuerza de la ley.
En tiempos de guerra, ¿de qué manera estas dos formas de entender la condición del sujeto
escindido de la vida en común influyen en la construcción de la reflexión política de
Arendt?, ¿se veía a sí misma como una exiliada o como una paria? En un pasaje de su
conocida obra crítica sobre el totalitarismo Arendt se refiere a la comunidad judía como
“parias” y “advenedizos” (Arednt, 1998: 107-119). Es un exordio interesante a su análisis
sobre los orígenes del antisemitismo en Europa, pues caracteriza al pueblo judío en el siglo
XVIII como una comunidad que orbita en torno a los nacientes Estados modernos europeos
y al que se le permitirá su incorporación gradual a las distintas dinámicas de la vida
política.
Lo que es interesante es que pensó que esta condición de extranjería nunca dejó de ser un
factor determinante en la construcción de la identidad del judaísmo moderno en Europa. Y
todavía más interesante es que a las figuras destacadas de ese nuevo judaísmo, al que
Arendt llama “nueva forma de humanidad”, las califique con la “excepción” como adjetivo:

Los judíos de excepción de la riqueza se consideraban como excepciones al destino común del
pueblo judío y eran reconocidos por los Gobiernos como excepcionalmente útiles; los judíos de
excepción de la cultura se consideraban ellos mismos excepciones del pueblo judío y también seres
humanos excepcionales, y eran reconocidos como tales por la sociedad (Arendt, 1998: 112).

Esas figuras de la excepción brotaron de un esfuerzo incansable de asimilación, como en el


caso de Bnejamin. Para Arendt los judíos del siglo XIX son un ejemplo de tenacidad en su
esfuerzo por ser asimilados socialmente y recibir el reconocimiento de su persona en la
identidad política europea. Los orígenes del judaísmo moderno son retratados por Arendt
como el esfuerzo de una comunidad humana por ser reconocida como parte de una
comunidad política, ¿por qué?, porque “el camino del paria y del advenedizo eran ambos
caminos de extremada soledad…” (Arendt, 1998: 113), coyuntura ante la que todo judío
debía tomar una decisión.
De alguna forma, creo que Arendt nunca dejó de pensarse a sí misma como una exiliada de
una comunidad política y cuya comunidad humana nunca pudo ser asimilada en su
totalidad, como si la condición de paria persistiera a pesar del frágil reconocimiento de sus
derechos políticos. Justo ahí aparece el enigma sobre el origen de la comunidad.

De la comunidad humana a la comunidad política

A partir de esta distinción entre el exiliado y el paria es posible pensar el origen de la


reflexión arendtniana sobre la comunidad. Está claro que lo que distingue a una comunidad
política de una comunidad humana es la ley como agente constitutivo de la vida en común.
El ciudadano es la expresión en singular de la comunidad política. La comunidad humana
extiende sus raíces en la producción cultural y de identidades que se reproducen en el
acontecer de la vida diaria: la comunidad humana, con sus normas y costumbres, se
encamina a encarar el tránsito por la vida y exaltar al mismo tiempo sus diferencias. La
comunidad política, por el contrario, produce la igualdad a través de la ley y tiende a
integrar las diferencias: la comunidad política absorbe e integra a las comunidades humanas
para producir un efecto artificial de igualdad sin afectar los movimientos de conservación
connaturales a toda comunidad humana.

Las fuentes de esta distinción en la obra de Arendt se encuentran en su lectura de la Política


de Aristóteles y el Leviatán de Thomas Hobbes, cualquier lector o estudioso de la obra de
Arendt reconoce esta influencia. A partir del primero se construirá su reflexión sobre el
papel de la familia como una institución social que permitirá el surgimiento de la
comunidad política. En cuanto a Hobbes, me centraré en su distinción entre la sociabilidad
por institución y por adquisición que depende, a su vez, la diferencia entre el Estado de
Naturaleza y el Estado de Derecho. Ambas reflexiones determinan en Arendt un esfuerzo
por pensar una condición pre-política de las comunidades humanas.

En el caso de Aristóteles se trata del primer libro de la Política. Ahí se refiere a la polis
como una forma de comunidad (koinōnía), pero con la particularidad de ser aquella que
integra a todas las demás. La comunidad cívica busca un bien mayor para todas las
comunidades que la integran, pero al iniciar así su reflexión a Aristóteles no le preocupan
los motivos éticos de la instauración de la polis, sino distinguir entre aquel hombre que
tiene la capacidad de administrar una casa, un conjunto de esclavos o una comunidad, de
aquel que tiene la función de gobernar (politikós) la ciudad. Que toda comunidad tiene un
fin específico significa que los hombres pueden generar cierta forma de organización con
un fin productivo, por ejemplo artesanal o agrícola, por lo que cada forma de la comunidad
tendrá una finalidad distinta. La comunidad cívica, de acuerdo a Aristóteles, tiene un fin
supremo a los fines particulares de cada comunidad y las integra (la felicidad, por ejemplo.)
(Política, I, 1252a).

En su búsqueda de los orígenes de toda comunidad Aristóteles da con la casa y la familia


como una forma de “comunidad constituida naturalmente para la vida de cada día”
(Política, I, 1252b). Es interesante que Aristóteles identifique el origen de la familia como
comunidad en una suerte de proceso “natural” de la vida que busca la conservación de los
miembros que la integran y a partir de la cual se genera la distinción entre aquel que manda
y aquel que obedece, pero además explica que la aldea es una forma derivada de la
comunidad familiar que integra un conjunto de casas. A su vez, la integración de varias
aldeas dará como resultado a la ciudad.

Del origen de la familia a su consecución en la aldea o la ciudad la diferencia entre una y


otra será que en la primera predomina el arraigo a una necesidad de preservación, mientras
que en la segunda se da satisfacción a necesidades “no naturales” (Ibid.). Este proceso de
integración gradual de las “formas primeras” de la comunidad responde a un movimiento
esencialmente constitutivo de la vida que, incluso, se comparte con otros seres vivos. Pero
aquello que en el ser humano lo saca de ese movimiento natural y le permite constituir
formas más complejas de organización con necesidades artificiales es la posibilidad que
tiene nuestra especie de manifestar a través del habla aquello que le parece benéfico o
perjudicial (Política, I, 1253a).

De alguna forma las ideas de lo justo y lo injusto son una abstracción en el lenguaje, un
constructo del habla, que se erige sobre la experiencia natural del dolor y el placer, propios
de la vida orgánica sensible. Es como si en la reflexión de Aristóteles encontráramos la idea
de un adentro y un afuera de la ley: la exterioridad, aquello que no es alcanzado por el
dominio de la ley, es la pura vida es su manifestación más cruda (la zoé); el adentro de la
ley es la vida dominada por el habla y su campo de producción (el bíos).

Por otro lado, la reflexión de Hobbes a mediados del siglo XVII encuentra ciertos puntos de
comunión con Aristóteles, aunque en una lectura atenta del filósofo inglés la idea de una
comunidad pre-civil puede resultar en una contradicción de términos, pues toda forma de
comunidad es ya una organización civil. Para Hobbes la comunidad no se origina en el
movimiento natural de la vida, sino en respuesta a la necesidad y ésta es una experiencia no
natural. Es decir, la principal necesidad del hombre es la seguridad y ésta se produce a
partir del vínculo sensible con el mundo: el agrado y el desagrado como experiencias
sensibles que motivan lo deseado o lo indeseado. Es necesario distinguir en Hobbes entre
naturaleza y necesidad, ya que aquello que dio en llamar Estado de Naturaleza es la
conjunción de ambas: la necesidad es una forma de articular el conjunto de las experiencias
sensibles que ocasionan en el cuerpo los objetos exteriores (Leviatán, I, 1) y que pueden ser
expresada en el lenguaje (Leviatán, I, 5).

Esta tesis materialista de Hobbes lo conduce a la formulación de los principios con que
explica el origen de la vida social y de la conformación del Estado. Según Hobbes el ser
humano ha tenido que superar un Estado de Naturaleza en el que la búsqueda de la
satisfacción de los bienes necesarios para la vida conduce sus deseos a una confrontación
constante y una lucha sin tregua. Lo ilustra aduciendo a un estado de “guerra de todos
contra todos”, en el que impera la supremacía del más fuerte. En el Estado de Naturaleza
“el hombre es el lobo del hombre” (Homo homini lupus est), y en estas condiciones es
imposible generar una fuerza común y sin ésta tampoco hay “ley” ni Estado. En esta fase de
la existencia humana, “la vida del hombre es solitaria, pobre, malévola, brutal y corta.”
(Leviatán, I, 13)
Como es de esperarse, por la lógica del argumento, este estado de guerra solo puede ser
superado en la renuncia a los deseos humanos a través del establecimiento de acuerdos
orientados por el interés común. Esto trae como consecuencia el surgimiento de los pactos
y del establecimiento de normas y preceptos de ley que organizarán la vida social: aquello
que Hobbes evocará como un Estado de Derecho y que sustituye el violento ambiente del
Estado de Naturaleza. El instrumento, o “la invención más noble de todas” (Leviatán, I, 5),
que permite el paso del Estado de Naturaleza al Estado de Derecho es el lenguaje. La
comunidad, por tanto, es un constructo que se produce en la capacidad humana de hablar
para expresar su necesidad y garantizarse para sí un entorno seguro para satisfacerla.

En este punto es pertinente mencionar la distinción que establece Hobbes entre la


comunidad por institución y por adquisición (Leviatán, II, 17). La comunidad por
adquisición es la más antigua y se origina en las relaciones de dominación, es decir, es una
forma resultante de la violenta inercia del Estado de Naturaleza. En esta forma de
organización el amo somete a su voluntad y por la fuerza a los otros. La comunidad por
institución, por el contario, no resulta de la fuerza sino del sometimiento voluntario de los
hombres a un amo o asamblea (Ibid.). A esta comunidad resultante de la sujeción voluntaria
de los hombres es a lo que Hobbes llama comunidad política o Estado político. La
diferencia entre ambas es, sin duda, el origen de la ley que instaura el Estado de Derecho: la
voluntad del dominador o la voluntad de los dominados.

Es difícil identificar, tanto en la reflexión de Aristóteles como de Hobbes, cómo se da ese


salto de la comunidad arraigada a las necesidades de la vida orgánica a la comunidad
política. Ambos parecen coincidir en que el lenguaje es esa capacidad propia del humano
que le permite trascender sus ataduras a la vida biológica. Pero también coinciden en que
las relaciones de dominación (Amo-Esclavo, Rey-Siervo) son consustanciales al proceso
mismo de producción de la vida social.

¿Cómo lee Arendt estas dos posiciones? Hay dos textos en los que puede observarse esta
discusión con mucha claridad: La condición humana y ¿Qué es la política? En La
condición humana puede partirse de la diferencia entre el ser social y lo político, la cual
radica en la condición gregaria del primero, como algo consustancial a toda forma de vida
en la animalidad, y la posibilidad de la acción en el segundo. Quizás sería más claro afirmar
que Arendt distingue entre el estar juntos y el actuar juntos. Aunque el ser social y lo
político no sean lo mismo, en el actuar común están co-presentes (Arendt, 2005: 51).

En La condición humana Arendt realiza un ejercicio fenomenológico orientado por la


pregunta sobre la actividad humana, ¿qué hacen los hombres en el mundo?: viven,
producen y actúan; “labor”, “trabajo” y “acción”, trinomio que se explora conceptual y
fenomenológicamente en lo que la filósofa llamó vita activa.

El ámbito del estar juntos es propio de un conjunto de seres vivos que comparten un
espacio en la tierra, lo co-habitan. El estar es propio de la condición que vincula a la labor
con el trabajo. El animal laborans es el actor del esfuerzo de la labor que no es otra cosa
sino el dominio de la vida sobre el cuerpo: nacer, respirar, alimentar, reproducir y parir,
dormir, morir…

La vida es un proceso que en todas partes consume lo durable, lo desgasta, lo hace desaparecer, hasta
que finalmente la materia muerta, resultado de pequeños, singulares y cíclicos procesos de la vida,
retorna al total y gigantesco círculo de la propia naturaleza, en el que no existe comienzo ni fin y
donde todas las cosas naturales giran en inmutable e inmortal repetición. (Arendt, 2005: 118)

El animal laborans es el hombre puramente desnudo, gregario en la manada, primitivo,


incapaz de fundar una comunidad porque lo único que lo vincula a sus semejantes es ese
conjunto de necesidades animales que forman parte del ciclo interminable de la vida. El
animal laborans es el organismo vivo, movimiento incapaz de ser representado, es
absolutamente contingente e insignificante, digamos, profundamente romántico.

Ante esta concepción cíclica de la vida la experiencia humana antepone la linealidad del
tiempo biográfico en tanto posibilidad de auto narrar la experiencia de la vida. Solo para el
hombre tiene sentido hablar del principio y del fin, pues sólo él puede representar el nacer y
el morir como extremos del acontecimiento de la vida (Arendt, 2005: 44).

Esta invención de la narración es ya una forma de instrumentalidad sobre la vida que abre
una brecha entre la necesidad puramente biológica y la praxis humana. Para el animal
laborans la vida sólo acontece, para el homo faber la vida es una representación en forma
de praxis: el trabajo le da un sentido enteramente distinto a la relación del hombre con el
mundo que no es el de la contingencia de la ciclicidad de la vida. En esa linealidad del
tiempo el mundo adquiere un carácter de durabilidad, como si el trabajo del homo faber
buscara contener el imperioso movimiento de la naturaleza (Arendt, 2005: 166).

Desde luego, la narración de la vida no sería posible sin la invención del lenguaje. Arendt
observa que la conocida definición de Aristóteles del hombre como un animal político
carece de sentido si no se la hace acompañar de una comprensión del hombre como “ser
vivo capaz de discurso” (Arendt, 2005: 54). El trabajo permite la aparición de la comunidad
humana en tanto conjunto de seres hablantes capaces producir a través del trabajo todo
aquello que hace más llevadera la laboriosidad del mundo.

Por otro lado, Arendt hablará de la comunidad política como una invención propia de los
griegos y cuya expresión más elaborada, la polis, se hizo potencial en la posibilidad que
tuvieron los hombres para reunirse y hablar entre ellos. La comunidad humana puede
utilizar el lenguaje para representar el mundo y narrar su historia, la comunidad política lo
utilizará con la finalidad de actuar de manera conjunta.

Del mismo modo que para Aristóteles, Arendt concibe a la familia como la forma más
elaborada de la comunidad humana que se distingue del carácter público en que se funda la
vida política de la polis. Si hay aquí un elemento que distingue entre el campo de lo privado
y lo público es que en la privacidad de la vida doméstica “los hombres vivían juntos
llevados por sus necesidades y exigencias. Esta fuerza que los unía era la propia vida, que,
para su mantenimiento individual y supervivencia de la especie, necesita la compañía de los
demás” (Arendt, 2005: 56).

Este vínculo de la familia con las necesidades de la vida desaparece en la actividad de la


polis, ya que en ésta se produce la esfera de la libertad. Lenguaje y libertad son estrechos en
la conformación de la polis pues se basa en la posibilidad de hablar ante la asamblea como
un rasgo de la ciudadanía en el mundo antiguo. Ser libre implica una forma de ser, una
condición de la vida, que solo es posible ahí donde el hombre no está atado a la necesidad
biológica o al trabajo. Ante el pater familias se calla, ante la asamblea se habla.

Del mismo modo que Aristóteles y Hobbes, en La condición humana Arendt piensa que la
condición gregaria de los humanos atraviesa por un proceso de transformación que va de la
vida en su expresión más natural a formas de relación y organización cada vez más
complejas estructuradas en, y por, el lenguaje. Arendt agrega que el paso de la familia a la
polis implica el proceso de construcción de la igualdad política: “La polis se diferenciaba
de la familia en que aquella solo conocía iguales, mientras que la segunda era el centro de
la más estricta desigualdad” (Arendt, 2005: 57). Entiende la comunidad humana como una
forma de exaltación de las diferencias que se produce y reproduce en el entorno de la
cultura, las tradiciones, la historia, etc. La comunidad política, por otro lado, y su carácter
enfático en la libertad, promulgan el sentido de la igualdad sustentada en la construcción de
una ley común. No la ley moral de las diferencias en la tradición de las comunidades
humanas, sino la ley en tanto expresión unívoca de hablar y actuar entre iguales (Arendt,
2005: 51).

Entre los primeros fragmentos que componen la edición de Ursula Ludz de ¿Qué es la
política?, esta distinción entre comunidad humana y comunidad política se hace explícita
cuando Arendt afirma que:

La política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos. Los hombres se organizan
políticamente según determinadas comunidades esenciales en un caos absoluto, o a partir de un
caos absoluto de las diferencias. En la medida en que se construyen cuerpos políticos sobre la
familia y se los entiende a imagen de ésta, se considera que los parentescos pueden, por un lado, unir
a los más diversos y, por otro, permitir que figuras similares a individuos se distingan las unas de las
otras. (Arendt, 1997: 65)

En este pasaje del fragmento 2 podemos observar cómo para Arendt la comunidad humana
antecede a las formas políticas de organización, esas “comunidades esenciales”
desorganizadas y que se definen cada una por la diversidad de sus costumbres y el arraigo a
sus diferencias. La familia aparece aquí como un esfuerzo casi natural de la sociabilidad
por construir la igualdad entre los diversos a partir de la analogía de sus semejanzas. Esto y
no otra cosa constituye para Arendt el problema del parentesco como un constructo de la
vida pre-política. El lazo de filialidad es casi como un deseo que conduce a los hombres “a
la perversión fundamental de lo político, porque, a través de la introducción del concepto de
parentesco, suprime, o más bien pierde, la cualidad fundamental de la pluralidad” (Arendt,
1997: 39), entendida ésta como el arraigo de la vida a la diversidad de la condición natural
del hombre.

Es en este sentido que afirma que en la condición natural de la vida al hombre no le precede
el pronombre de la diversidad, los hombres, sino el singular el hombre en que se afianza la
absoluta diferencia respecto al otro. Pero en la comunidad política el pronombre los
adquiere todo su poder semántico al convertir al lenguaje el hecho de la pluralidad de la
vida política. Fuera de ese campo de representación sólo queda el vacío de la existencia
desnuda y, en un esfuerzo de teología política, el mundo no existe sino como una
experiencia apolítica:

El hombre creado a semejanza de la soledad de Dios es la base del hobbesiano “state of nature as a
war of all against all”. Es la guerra de uno contra todos los otros, que son odiados porque existen sin
sentido — sin sentido para el hombre creado a imagen de la soledad de Dios. (Arendt, 1997: 40)

La respuesta del humano a esa condición de soledad es la historia, la linealidad del tiempo
en que se narra el acontecimiento de los hombres en su tránsito por el mundo. En esta tesis
se asoma la asombrosa fragilidad de la semántica de la vida en común pues abre la
posibilidad de la integración de las comunidades humanas en las comunidades políticas,
pero al mismo tiempo también hace posible su exclusión de las mismas: ¿es posible
regresar a una comunidad al estado de la soledad de Dios?, ¿es posible dejar a un grupo de
humanos en estado de abandono, privados de la semántica de la vida política, de la
igualdad, de la memoria? Quizás no sea sólo coincidencia el que Arendt pensara al pueblo
judío en la condición de paria y en el esfuerzo constante de integrarse en una comunidad
política.

La disolución de la comunidad humana: el “ciudadano posible”

El antisemitismo en Europa abrió para el pueblo judío las puertas de un mundo sin ellos,
más allá del cual solo sería posible el abismo de la soledad. La Hannah Arendt de Los
orígenes del totalitarismo ve al pueblo judío como una comunidad humana sin territorio,
como si, de alguna forma, estuviesen abandonados en el mundo y su destino fuese el del
eterno refugiado. Aquella sentencia de posguerra que expresara Jean Paul Sartre -el infierno
so los otros- parece adquirir la profundidad de su sentido en la narración arendtiniana del
antisemitismo:

El infierno ya no es una creencia religiosa ni una fantasía, sino algo tan real como las casas, las
piedras y los árboles. Aparentemente nadie quiere saber que la historia contemporánea ha creado una
nueva clase de seres humanos: la clase de los que son confinados en campos de concentración por
sus enemigos y en campos de internamiento por sus amigos (Arendt, 2007: 265).
El poder de la historia humana para contener la embestida de la soledad de Dios y llenar a
los hombres del sentido de la vida en común también conlleva el poder de producir las
figuras y territorios de la exclusión. La expulsión de un pueblo de un territorio lo enfrenta
al problema de la vida apolítica, un “paria consciente” -en expresión de Rohn H. Feldman-.
Y este es un proceso que, de acuerdo con Arendt, no es propio de la Alemania Nazi sino
que inició en el siglo XVIII con la Ilustración: la historia del surgimiento y consolidación
del Estado moderno fue acompañada del esfuerzo de las comunidades judías por ser
asimiladas por esas comunidades políticas y a efecto de la dificultad de poder constituirse
como una de ellas (Arednt, 1998: 47-180).

Ante la experiencia del campo de internamiento o de concentración, Arendt escribió en


1943 sobre los judíos que “no sólo somos ciudadanos posibles, también extranjeros
enemigos presentes” (Arendt, 2007: 266) En esa condición no puede pensarse solo como un
paria sino también como un exiliado, como una entidad política que ha sido expulsada del
territorio y enfrenta la responsabilidad de dar un sentido al sin sentido de esa experiencia de
exclusión.

El problema de la fragilidad de la libertad es la cuestión que se asoma en la condición de


paria del pueblo judío (Arendt, 2007: 275-277) y con ella la pérdida de la pertenencia a la
comunidad política y eventualmente a la posibilidad de hablar entre iguales. La paradoja
que podemos encontrar aquí es que la comunidad política, en su búsqueda de la igualdad,
necesita inventarse a aquel otro del que podrá distinguirse para afianzar su identidad.

El “ciudadano posible” no solo es aquel que se esfuerza incansablemente por ser asimilado
en la comunidad política, también es aquel que puede ser generado por la propia comunidad
política y este es un proceso inherente a la dinámica de producción de la fábrica política. En
su ensayo sobre Walter Benjamín Hannah Arendt lo explica de la siguiente manera:

Ninguna sociedad puede funcionar correctamente sin una clasificación, sin una disposición de las
cosas y los hombres en clases y tipos ordenados. Esta clasificación necesaria es la base para toda
discriminación social, y la discriminación, no obstante la actual opinión sobre lo contrario, es tanto
un elemento constitutivo del reino social como la igualdad es un elemento constitutivo de lo político.
El punto es que en la sociedad, todos deben responder la pregunta: qué soy (diferente de quién soy) y
la respuesta, obviamente, nunca puede ser: Soy único, no por la arrogancia implícita sino porque la
respuesta carecería de sentido. (Arendt, 1990: 141)
En este pasaje Arendt intenta explicar cómo la fama póstuma de hombres brillantes suele
estar anticipada por una vida atormentada. El genio de estos hombres se produce en su
esfuerzo por consolidar esa singularidad que los hace únicos. Como si la lucidez que trae
consigo la potencia cognitiva del genio tejera consigo el casi nulo reconocimiento de los
otros. Y ahí está el meollo de la integración política: asimilar o no al otro, reconocerlo
como un igual, como un incomprendido o como un enemigo. La fábrica política produce
esas diferencias como si corriera el riesgo de hundirse nuevamente en la soledad de Dios.

Si la división de clases es inherente a la comunidad política no hay forma de evadir la


producción del otro de la exclusión. Arendt parece seguir a Carl Schmitt en este asunto,
pues tras de esa aporía está la función política de promesa: el enemigo es aquel con quien
no se puede pactar, el amigo será reconocido como el destinatario de una promesa por
cumplir (Bernstein, 2015: 43-87). Es decir, Arendt insiste en que la política no es posible
sin la promesa como una forma de pacto entre dos hombres. El acto de prometer implica
que aquel que recibe la promesa sostendrá la esperanza de que ese pacto sea cumplido. La
invención del excluido es la identificación de aquel otro con quien no se está dispuesto a
pactar, aquel que no puede ser objeto de una promesa.

Una promesa es como un utensilio mágico que necesita ser dicho o escrito, hacerse en la
palabra para poder existir. Quizás es por ello que el enemigo no pude responder con otra
cosa que no sea la violencia, una explosión de furia irracional. Por ejemplo, en aquellos
años en que Arendt escribía sobre el “ciudadano posible” también pugnaba por la creación
de un ejército judío para combatir a Hitler y los nazis (Bernstein, 2015: 157-158).

Volviendo al tema de la promesa, en el terreno de lo humano la natalidad es siempre una


nueva promesa en tanto que un nacimiento implica siempre una nueva posibilidad. Arendt
habla del nacer como un milagro y de éste como aquello donde cabe lo inesperado: el
recién nacido es un milagro porque “cabe esperarse de él lo inesperado” (Arendt, 2005:
207) El nacimiento es un acto de amor entendido como la concreción de un futuro
anticipado, es la esencia de la promesa en torno a su lectura del San Agustín (Arendt, 2001:
25-34)

El comienzo, la posibilidad de poner algo en movimiento, es el fundamento de la acción


como esencia de la comunidad política. Y sucede que, como en la práctica griega de
exposición de los recién nacidos que no eran deseados, una nueva vida también puede ser
expuesta a la exclusión: puede decidirse no esperar nada de ella y abandonarla, negarle la
posibilidad de entrar en movimiento para producir lo inesperado (Bárcena, 2006: 179-202).

En ese sentido, el totalitarismo sería la única forma de la comunidad política en la que es


posible no esperar nada de una comunidad humana. Esto convierte al enemigo en el otro de
la no promesa y al negarle la posibilidad de actuar se degrada su humanidad. La des-
humanización entendida como el proceso de reversibilidad de la condición humana en la
que se invierte el sentido de la linealidad del tiempo de la historia y se intenta devolver a
los humanos a la condición de insignificancia del animal laborans.

La sistematización de la muerte en los campos de exterminio es sólo la fase final de la


compleja fábrica de deshumanización diseñada por los nazis y que va del gueto a la cámara
de gas. Si bien el fin práctico del sistema de exclusión y exterminio de los nazis era matar
judíos, su sentido político fue el de negar al pueblo judío no sólo la posibilidad de
constituirse como una comunidad política sino además hacerla desaparecer como
comunidad humana. Su sentido político es el de producir al “ciudadano posible”, a los
“individuos sin Estado”.

Tras la invasión de las fuerzas alemanas en Polonia el régimen Nazi estableció como
medida tutelar la creación del barrio judío: el gueto de Varsovia. El gueto no implicó sólo
el aislamiento de los judíos o la concreción de las medidas raciales de las leyes de
Núremberg, sino la suspensión de derechos políticos a los judíos polacos. Con el gueto se
estableció un primer movimiento no sólo de exclusión sino de exilio al cerrar su acceso a
finales de 1940. Esta política establece un aclara distinción de clases sociales: el ciudadano
y el nacional; aquel que goza de plenos derechos políticos y es considerado un ciudadano
alemán no debía, por ningún motivo, mezclarse con el ciudadano de segunda clase (Arednt
2010: 344).

Ese ciudadano de segunda clase después sería desplazado a campos de concentración y ya


desde su existencia en el gueto se lo obligaba a utilizar su fuerza de trabajo en favor de la
industria alemana. Suspender los derechos políticos de los humanos y utilizarlos como
fuerza de trabajo supone retirar a esa comunidad su capacidad de acción para mantenerlo en
su condición de homo faber. Para Arendt este es un rasgo característico de todo régimen
totalitario, pero con los campos de exterminio construidos por los alemanes al final de la
Segunda Guerra Mundial se dio un paso más en el proceso de deshumanización, pues ya no
se buscaba anular los derechos políticos de una comunidad o usarla como fuerza de trabajo,
sino hacerla desaparecer.

Este esfuerzo de deshumanizar al otro es visto por Arendt como un intento de dominación
total (Arendt, 2010: 385-423), como la aspiración del totalitarismo a crear un humano
único, una raza unificada o descubrir mecanismos de dominación de la naturaleza:

Los campos son concebidos no sólo para exterminar a las personas y degradar a los seres humanos;
sino también para servir a los fantásticos experimentos de eliminar, bajo condiciones científicamente
controladas, a la misma espontaneidad como expresión del comportamiento humano y de transformar
a la personalidad humana en una simple cosa, algo que ni siquiera son los animales; porque el perro
de Pavlov, que, como sabemos, había sido preparado para comer no cuando tuviera hambre, sino
cuando sonara una campana, era un animal pervertido (Arendt, 2010: 533).

Es en este sentido en que el totalitarismo alemán puede definirse como una forma de
gobierno en la que cabe la posibilidad de no esperar nada del otro: el campo de exterminio
hace desaparecer la espera de lo inesperado al anular la capacidad de los humanos para la
acción.
Los campos del totalitarismo Nazi son una fábrica de lo apolítico donde el acto mismo de
matar ha sido deshumanizado. En el acto mismo de asesinar -digamos, en otras
circunstancias que no sean las del campo de exterminio- implica reconocer la humanidad de
aquel que ha sido asesinado y cuyo cuerpo queda detrás, encontrarse cara a cara y
reconocer su muerte y dar razón de él como un objeto de la memoria. En el campo de
exterminio no existe tal operación simbólica:

El horror auténtico de los campos de concentración y exterminio radica en el hecho de que los
internados, aunque consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente aislados del mundo de
los vivos que si hubieran muerto, porque el terror impone el olvido. Aquí el homicidio es tan
impersonal como el aplastamiento de un mosquito (Arendt, 2010: 538-539).

Si pensamos ese camino que llevó a Arendt del gueto a la impersonalidad de la muerte en el
campo de exterminio encontraremos que la diferencia entre la comunidad humana radica en
un tipo particular de identidad normativa. El eje normativo de la comunidad humana es la
identificación moral -en este caso ante la muerte- que se funde con su universo de
tradiciones y costumbres -ahí el cadáver es aún un otro, una forma de la alteridad-. En el
Estado la comunidad se identifica en la coerción de la ley y su mandato impersonal: la ley
no es un otro, la ley no es nadie. De esta forma, morir al abrazo de la comunidad humana
conlleva el compromiso simbólico de la comunidad: el campo de exterminio priva a los
humanos de este privilegio.
Así, el campo de extermino puede ser entendido como un proceso de reversibilidad del
tiempo histórico cuya meta es la reinstauración de la vida apolítica de una comunidad y que
va de la anulación del sujeto de derecho al agotamiento moral de la comunidad humana
(Traverso, 2001: 93). Paradójicamente, es esta posibilidad la que termina por revelar la
condición política de la comunidad totalitaria, pues aún en el horror de este acontecimiento
se debe reconocer como algo absolutamente inesperado (Traverso, 2001: 84).

La fábrica del tiempo


En la distinción arendtinana entre comunidad humana y comunidad política existe una
observación fenomenológica sobre la asimilación del tiempo. En las comunidades humanas
y políticas la temporalidad se asoma en como un instrumento: este tiempo mecánico es la
reificación de la consciencia del espacio mundano y se está en consonancia con la narración
como instrumento del homo faber.

En el animal laborans, por el contrario, la vida está determinada por el tiempo de la


existencia que no es otra cosa que la degradación cíclica de la vida. El tiempo de la soledad,
del acontecimiento de la vida en singular. Esta experiencia del tiempo no puede ser
compartida y mucho menos significada. El animal laborans no tiene consciencia de la
otredad, tampoco del tiempo compartido o de la historia. Esta es la razón de su condición
apolítica. Si con la aparición del trabajo el hombre comienza a ser verdaderamente hombre
es porque el trabajo modifica la experiencia del tiempo en el animal laborans: el trabajo
pone en común la fuerza renovadora de la corresponsabilidad.

En la dialéctica del tiempo de la vida y el tiempo del trabajo se produce la comunidad


humana. Ambas formas de la temporalidad aparecen en los análisis fenomenológicos de
Heidegger antes de Ser y Tiempo (González, 2008: 243-310): lo que para él es una
experiencia del tiempo vulgar con la que el hombre organiza su vida diaria, para Arendt es
uno los elementos imprescindibles de la arquitectura de la fábrica política. El tiempo para
Heidegger conlleva la mundanidad, para Arendt la mundanidad no puede prescindir de la
pluralidad.

Cada comunidad humana funda su propia forma de temporalidad en la historia como


narración de su memoria. El mundo está lleno de una diversidad de experiencias de este
tipo y la comunidad política intenta unificarlas en el tiempo de la ley. Fundar una
comunidad política conlleva instaurar un orden del tiempo y un orden de ley en el espacio
de un territorio.

En el orden político la igualdad no es producida sólo por la apropiación colectiva de la ley,


sino también por la consciencia de compartir un tiempo y un espacio con otros, aun cuando
no exista nada que compartir en la dinámica de la cotidianeidad o aún sin siquiera tener
conocimiento de la existencia de esos otros. La consciencia de la condición de ciudadanía
es una forma de mitigar la soledad de vida. La democracia, y no el totalitarismo, es la forma
de la comunidad política que aspira a la integración del tiempo de las comunidades
humanas sin desparecerlas.

En 1946, al terminar la guerra y abrirse la posibilidad de volver a Europa para los judíos
sobrevivientes, Arendt expresaba a su maestro Karl Jaspers el anisa que produce en la
conciencia del exiliado la posibilidad de que el fantasma del totalitarismo aún rondara
Europa, pues “sí los judíos deben poder quedarse en Europa, no será en tanto que alemanes
o franceses, etc., como si nada hubiera pasado. […] Esto será únicamente si somos
bienvenidos en tanto judíos” (Traverso, 2004: 200). Arendt parecía expresar a su maestro
que si las comunidades políticas europeas no estaban dispuestas a asimilar a la comunidad
judía, con su tiempo e historia comunes, quizás sería mejor permanecer exiliados. El exilio
no retorna al hombre a la experiencia de la soledad, pues aún conserva la consciencia del
tiempo de la comunidad humana. En cambio el paria atraviesa el umbral de lo apolítico
pues más allá de los límites de la temporalidad histórica de la comunidad humana está la
atemporalidad de la soledad de Dios.
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