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Arendt.
Como lector de Hannah Arendt siempre me ha interesado indagar sobre los motivos y
experiencias que llevaron a la joven filósofa a dar un giro de la fenomenología
heideggeriana a la teoría política. Sin duda fue la guerra y la condición de sujeción del
judaísmo al antisemitismo en Europa. Ella misma expresó que las verdaderas experiencias
políticas del siglo XX no habían sido las múltiples formas que habían adquirido los Estados
modernos, sino la guerra.
En este texto me propongo argumentar que hay dos fenómenos que influyen en las
condiciones de producción de la reflexión política de Arendt entre las décadas de 1930 y
1940: las figuras del exiliado y el paria y los campos de concentración. A partir de ellos es
posible pensar una distinción entre lo que llamaré comunidad humana y comunidad
política, cuya diferencia esencial es la ley como esencia de la segunda y su producción de la
identidad jurídica del ciudadano. Así, el exiliado solo puede ser aquel que ha sido
expulsado de la comunidad política y despojado de su identidad jurídica. En cambio la
figura del paria es la del abandonado por la comunidad humana y que en esa experiencia
enfrenta la soledad más aguda.
La comunidad humana y la comunidad política son dos peldaños del peregrinaje humano en
el mundo. La primera antecede a la segunda al grado de no existir posibilidad alguna de
fundar un Estado en el que se prescinda de la comunidad humana como su cimiento. La
conceptualización de la comunidad humana pasa por la integración de la condición del
animal laborans y el homo faber, la vida y el trabajo: en el tránsito del uno al otro, a través
de la función significante del lenguaje, se constituye la corresponsabilidad como hecho
fenomenológico de compartir el mundo con otros. La vida política, para Arendt, solo puede
surgir donde los humanos no están atados a la contingencia de la vida y la durabilidad del
trabajo. El ser político es una producción, un efecto antinatural que sólo puede ser
producido por el hombre y que busca la integración de las diferencias en la igualdad de
derechos, aunque esta intensión puede mutar en las formas de la dominación total.
Para Platón, Dion encarna la figura del exiliado y representa un esfuerzo incansable de
justicia y bondad. En su madurez humana e intelectual, Platón llegó a la conclusión de que
todos los regímenes de su tiempo gobernaban mal las Ciudades-Estado, hundidos en la
corrupción y en la atrofia de sus legislaciones (Cartas, VII: 326a), convicción que lo
empuja a embarcarse en su primer viaje a Siracusa. Sabemos que el tirano Dionisio el Viejo
pronto se aburrió del experimento político de Platón y lo devolvió a Atenas, teniendo que
soportar en su paso por la isla de Aegina una alífera condición de esclavo, no sin antes ser
testigo del exilio involuntario de su discípulo y amigo Dion. Ambos habían sido expulsados
del mismo territorio y por el mismo tirano.
Es interesante el que tanto Platón como Dion, después de esa agria experiencia, intentarán
volver a Siracusa una y otra vez, el primero para ser el preceptor del filósofo rey y el
segundo para establecer, por la vía de la revuelta, las condiciones necesarias para fundar un
nuevo régimen político, más sabio y más justo, descrito por Platón en los siguientes
términos:
Ni Dión ni ningún otro aceptaría voluntariamente un poder que sería eternamente funesto para él y
para su raza, sino que tendería más bien a una constitución y a un sistema legislativo verdaderamente
justo y bueno, conseguido sin ningún tipo de matanzas o destierros (Cartas, VII: 350c).
No os sobresaltéis por el miedo ante mí, temerosos de mi aspecto salvaje; antes bien, apiadaos de un
hombre mísero, solitario, abandonado aquí y arruinado, sin amigos, y habladle, si es que habéis
llegado en calidad de amigos (Filoctetes, 225).
[…] !A pesar de encontrarme en este estado, a ninguna parte han llegado noticias mías, ni a mi patria
ni a sitio alguno de la tierra helena! (Filoctetes, 225)
[…] Y yo me consumo, miserable, desde hace diez años ya, entre hambre y sufrimientos,
alimentando esta enfermedad que nunca se sacia (Filoctetes, 310).
Esta estampa de Filoctetes supone que él asume que su nombre ha sido borrado de la
memoria de sus seres amados, como si nadie le recordara ni lamentara más su ausencia a
efecto del paso del tiempo, como si la soledad fuese una bestia que se alimenta de los
recuerdos. Esta condición de Filoctetes es similar a la de los niños expuestos en un bosque
o a la orilla de algún rio y cuya sentencia es la muerte y el olvido, excepto cuando aparece
algún otro para recogerlo y criarlo -como sucede con el pequeño Edipo-.
¿Qué hay de distinto en estos dos atenienses, Platón y Sófocles, que hace que su forma de
representar al relegado sea tan distinta? En la fuerza lírica de Sófocles es el poder de la
divinidad la que abandona a Filoctetes y la que después le ordena volver con los aqueos, en
cambio, en la experiencia de Platón es la polis la que lo expulsa. De tal modo que no tiene
las mismas implicaciones simbólicas ser desarraigado de una comunidad por la violencia
divina que ser expulsado de un territorio por el poder humano: el primero es un
acontecimiento mítico, el segundo es completamente político.
Como Dion, el exiliado siempre tendrá la oportunidad de enfrentar la decisión de volver
aunque no sea bien recibido: si se ha sido exiliado por la voluntad de los hombres no habrá
reparo en oponerse y esforzarse por restituir su condición de ciudadano. En cambio,
Filoctetes tiene que esperar la voluntad de la divinidad para que pueda ser rescatado de su
soledad: entregado al abismo del olvido no hace ningún esfuerzo por regresar a su patria,
asume su sino y solo se esfuerza por mantenerse vivo. Mientras que Dion es movido por el
sentido de justicia y la convicción platónica de la ley como una herramienta de la misma, a
Filoctetes lo inmoviliza la esperanza de no ser olvidado.
El fantasma de la soledad acecha a aquel que comienza a adentrarse en la experiencia de ser
un paria. En una carta de Hannah Arendt a Martín Heidegger, fechada por la filósofa hacia
el otoño de 1930, le confiesa el terror que experimentó al imaginar cómo él y Günther Stern
-su futuro primer esposo- se alejaban tras abordar un tren mientras ella se quedaba sola de
pie en el andén. Al estar frente a Heidegger, Hannah recuerda que
…en ese mismo momento se me cruzó por la mente la imagen de cómo tú y Günther estaríais juntos
en la ventanilla y yo, en el andén, y no pude esquivar la diabólica claridad de lo que veía. Perdona.
[…] Sino: yo llevaba unos segundos delante de ti y tú me habías visto de hecho, habías alzado
fugazmente la vista. Y no me reconociste. Cuando era una niña, mi madre, jugueteando neciamente,
me asustó una vez de esta manera. Yo había leído el cuento del enano “Nariz”, cuya nariz crece tanto
que nadie lo reconoce. Mi madre hizo como si eso me ocurriere a mí. Aún recuerdo perfectamente el
terror ciego con que gritaba una y otra vez: pero si soy tu hija, soy Hannah… Algo parecido sucedió
hoy.
Y luego, cuando el tren ya casi se puso en marcha. Y ocurrió tal como, de hecho, yo había pensado
enseguida, o sea, sin duda, como yo había querido. Vosotros dos arriba y yo sola y totalmente inerme
ante la situación. Como siempre me sucede, no me quedo más remedio que consentir, esperar,
espera, esperar… (Heidegger y Arendt, 2000: 63)
Pocos eran los que aún recordaban su nombre cuando eligió la muerte en aquellos primeros días de
otoño de 1940, los que para muchos de su origen y su generación marcaron el momento más oscuro
de la guerra: la caída de Francia, la amenaza de Inglaterra, el pacto todavía intacto de Hitler y Stalin
cuya consecuencia más temida en ese momento era la estrecha cooperación de las dos fuerzas de
policía secreta más poderosas de Europa (Arendt, 1990: 139).
Aunque para ella el nombre de su amigo había sido prácticamente olvidado, si es que
alguna vez fue verdaderamente conocido entre los lectores alemanes de la primera mitad
del siglo XX, su suicidio abre las fronteras cerradas de España para los refugiados que lo
acompañaban, lo que no solo tendrá una consecuencia humana sino también política en
tanto que la muerte de Benjamin se da como una excepción: no muere para ser definitiva y
completamente olvidado, sino para permitir que otros accedan a la condición definitiva del
exilio.
La diferencia entre el primer relato, sobre Heidegger, y el segundo es que en la muerte de
Benjamin podemos identificar claramente un motivo político. El primero es solo un
episodio sobre la laceración que dejó la fuerza del amor entre un profesor antisemita
alemán y su estudiante judía. En esa carta lo que pesa es el olvido ante una espera
interminable, el síndrome del paria que se sabe desarraigado, abandonado, y solo le queda
rendirse ante la espera. “Como siempre me sucede, no me quedo más remedio que
consentir… y esperar”, enfatiza Arendt: el paria tiene la cualidad de aceptar su destino, no
le forcejea, no le rebate ni lo desdeña; se entrega a él sólo para dejar que se adueñe de su
condición humana.
El segundo relato es el de un intelectual judeo-alemán que se suicida a consecuencia de un
cansancio que ya no aguanta el paso acechante de sus perseguidores. Como Dion o Platón,
Benjamin es afectado por el espectro de la legalidad, persigue a la ley en espera de la
justicia, va de una frontera a otra utilizando instrumentos de identidad jurídica y será a
causa del influjo aplastante de esa ley que no lo reconoce que terminará suicidándose.
Como exiliado no persigue el paso del tiempo, no se da a la espera, no reconoce los signos
de su destino, sino que se deja expulsar por la fuerza de la ley.
En tiempos de guerra, ¿de qué manera estas dos formas de entender la condición del sujeto
escindido de la vida en común influyen en la construcción de la reflexión política de
Arendt?, ¿se veía a sí misma como una exiliada o como una paria? En un pasaje de su
conocida obra crítica sobre el totalitarismo Arendt se refiere a la comunidad judía como
“parias” y “advenedizos” (Arednt, 1998: 107-119). Es un exordio interesante a su análisis
sobre los orígenes del antisemitismo en Europa, pues caracteriza al pueblo judío en el siglo
XVIII como una comunidad que orbita en torno a los nacientes Estados modernos europeos
y al que se le permitirá su incorporación gradual a las distintas dinámicas de la vida
política.
Lo que es interesante es que pensó que esta condición de extranjería nunca dejó de ser un
factor determinante en la construcción de la identidad del judaísmo moderno en Europa. Y
todavía más interesante es que a las figuras destacadas de ese nuevo judaísmo, al que
Arendt llama “nueva forma de humanidad”, las califique con la “excepción” como adjetivo:
Los judíos de excepción de la riqueza se consideraban como excepciones al destino común del
pueblo judío y eran reconocidos por los Gobiernos como excepcionalmente útiles; los judíos de
excepción de la cultura se consideraban ellos mismos excepciones del pueblo judío y también seres
humanos excepcionales, y eran reconocidos como tales por la sociedad (Arendt, 1998: 112).
En el caso de Aristóteles se trata del primer libro de la Política. Ahí se refiere a la polis
como una forma de comunidad (koinōnía), pero con la particularidad de ser aquella que
integra a todas las demás. La comunidad cívica busca un bien mayor para todas las
comunidades que la integran, pero al iniciar así su reflexión a Aristóteles no le preocupan
los motivos éticos de la instauración de la polis, sino distinguir entre aquel hombre que
tiene la capacidad de administrar una casa, un conjunto de esclavos o una comunidad, de
aquel que tiene la función de gobernar (politikós) la ciudad. Que toda comunidad tiene un
fin específico significa que los hombres pueden generar cierta forma de organización con
un fin productivo, por ejemplo artesanal o agrícola, por lo que cada forma de la comunidad
tendrá una finalidad distinta. La comunidad cívica, de acuerdo a Aristóteles, tiene un fin
supremo a los fines particulares de cada comunidad y las integra (la felicidad, por ejemplo.)
(Política, I, 1252a).
De alguna forma las ideas de lo justo y lo injusto son una abstracción en el lenguaje, un
constructo del habla, que se erige sobre la experiencia natural del dolor y el placer, propios
de la vida orgánica sensible. Es como si en la reflexión de Aristóteles encontráramos la idea
de un adentro y un afuera de la ley: la exterioridad, aquello que no es alcanzado por el
dominio de la ley, es la pura vida es su manifestación más cruda (la zoé); el adentro de la
ley es la vida dominada por el habla y su campo de producción (el bíos).
Por otro lado, la reflexión de Hobbes a mediados del siglo XVII encuentra ciertos puntos de
comunión con Aristóteles, aunque en una lectura atenta del filósofo inglés la idea de una
comunidad pre-civil puede resultar en una contradicción de términos, pues toda forma de
comunidad es ya una organización civil. Para Hobbes la comunidad no se origina en el
movimiento natural de la vida, sino en respuesta a la necesidad y ésta es una experiencia no
natural. Es decir, la principal necesidad del hombre es la seguridad y ésta se produce a
partir del vínculo sensible con el mundo: el agrado y el desagrado como experiencias
sensibles que motivan lo deseado o lo indeseado. Es necesario distinguir en Hobbes entre
naturaleza y necesidad, ya que aquello que dio en llamar Estado de Naturaleza es la
conjunción de ambas: la necesidad es una forma de articular el conjunto de las experiencias
sensibles que ocasionan en el cuerpo los objetos exteriores (Leviatán, I, 1) y que pueden ser
expresada en el lenguaje (Leviatán, I, 5).
Esta tesis materialista de Hobbes lo conduce a la formulación de los principios con que
explica el origen de la vida social y de la conformación del Estado. Según Hobbes el ser
humano ha tenido que superar un Estado de Naturaleza en el que la búsqueda de la
satisfacción de los bienes necesarios para la vida conduce sus deseos a una confrontación
constante y una lucha sin tregua. Lo ilustra aduciendo a un estado de “guerra de todos
contra todos”, en el que impera la supremacía del más fuerte. En el Estado de Naturaleza
“el hombre es el lobo del hombre” (Homo homini lupus est), y en estas condiciones es
imposible generar una fuerza común y sin ésta tampoco hay “ley” ni Estado. En esta fase de
la existencia humana, “la vida del hombre es solitaria, pobre, malévola, brutal y corta.”
(Leviatán, I, 13)
Como es de esperarse, por la lógica del argumento, este estado de guerra solo puede ser
superado en la renuncia a los deseos humanos a través del establecimiento de acuerdos
orientados por el interés común. Esto trae como consecuencia el surgimiento de los pactos
y del establecimiento de normas y preceptos de ley que organizarán la vida social: aquello
que Hobbes evocará como un Estado de Derecho y que sustituye el violento ambiente del
Estado de Naturaleza. El instrumento, o “la invención más noble de todas” (Leviatán, I, 5),
que permite el paso del Estado de Naturaleza al Estado de Derecho es el lenguaje. La
comunidad, por tanto, es un constructo que se produce en la capacidad humana de hablar
para expresar su necesidad y garantizarse para sí un entorno seguro para satisfacerla.
¿Cómo lee Arendt estas dos posiciones? Hay dos textos en los que puede observarse esta
discusión con mucha claridad: La condición humana y ¿Qué es la política? En La
condición humana puede partirse de la diferencia entre el ser social y lo político, la cual
radica en la condición gregaria del primero, como algo consustancial a toda forma de vida
en la animalidad, y la posibilidad de la acción en el segundo. Quizás sería más claro afirmar
que Arendt distingue entre el estar juntos y el actuar juntos. Aunque el ser social y lo
político no sean lo mismo, en el actuar común están co-presentes (Arendt, 2005: 51).
El ámbito del estar juntos es propio de un conjunto de seres vivos que comparten un
espacio en la tierra, lo co-habitan. El estar es propio de la condición que vincula a la labor
con el trabajo. El animal laborans es el actor del esfuerzo de la labor que no es otra cosa
sino el dominio de la vida sobre el cuerpo: nacer, respirar, alimentar, reproducir y parir,
dormir, morir…
La vida es un proceso que en todas partes consume lo durable, lo desgasta, lo hace desaparecer, hasta
que finalmente la materia muerta, resultado de pequeños, singulares y cíclicos procesos de la vida,
retorna al total y gigantesco círculo de la propia naturaleza, en el que no existe comienzo ni fin y
donde todas las cosas naturales giran en inmutable e inmortal repetición. (Arendt, 2005: 118)
Ante esta concepción cíclica de la vida la experiencia humana antepone la linealidad del
tiempo biográfico en tanto posibilidad de auto narrar la experiencia de la vida. Solo para el
hombre tiene sentido hablar del principio y del fin, pues sólo él puede representar el nacer y
el morir como extremos del acontecimiento de la vida (Arendt, 2005: 44).
Esta invención de la narración es ya una forma de instrumentalidad sobre la vida que abre
una brecha entre la necesidad puramente biológica y la praxis humana. Para el animal
laborans la vida sólo acontece, para el homo faber la vida es una representación en forma
de praxis: el trabajo le da un sentido enteramente distinto a la relación del hombre con el
mundo que no es el de la contingencia de la ciclicidad de la vida. En esa linealidad del
tiempo el mundo adquiere un carácter de durabilidad, como si el trabajo del homo faber
buscara contener el imperioso movimiento de la naturaleza (Arendt, 2005: 166).
Desde luego, la narración de la vida no sería posible sin la invención del lenguaje. Arendt
observa que la conocida definición de Aristóteles del hombre como un animal político
carece de sentido si no se la hace acompañar de una comprensión del hombre como “ser
vivo capaz de discurso” (Arendt, 2005: 54). El trabajo permite la aparición de la comunidad
humana en tanto conjunto de seres hablantes capaces producir a través del trabajo todo
aquello que hace más llevadera la laboriosidad del mundo.
Por otro lado, Arendt hablará de la comunidad política como una invención propia de los
griegos y cuya expresión más elaborada, la polis, se hizo potencial en la posibilidad que
tuvieron los hombres para reunirse y hablar entre ellos. La comunidad humana puede
utilizar el lenguaje para representar el mundo y narrar su historia, la comunidad política lo
utilizará con la finalidad de actuar de manera conjunta.
Del mismo modo que para Aristóteles, Arendt concibe a la familia como la forma más
elaborada de la comunidad humana que se distingue del carácter público en que se funda la
vida política de la polis. Si hay aquí un elemento que distingue entre el campo de lo privado
y lo público es que en la privacidad de la vida doméstica “los hombres vivían juntos
llevados por sus necesidades y exigencias. Esta fuerza que los unía era la propia vida, que,
para su mantenimiento individual y supervivencia de la especie, necesita la compañía de los
demás” (Arendt, 2005: 56).
Del mismo modo que Aristóteles y Hobbes, en La condición humana Arendt piensa que la
condición gregaria de los humanos atraviesa por un proceso de transformación que va de la
vida en su expresión más natural a formas de relación y organización cada vez más
complejas estructuradas en, y por, el lenguaje. Arendt agrega que el paso de la familia a la
polis implica el proceso de construcción de la igualdad política: “La polis se diferenciaba
de la familia en que aquella solo conocía iguales, mientras que la segunda era el centro de
la más estricta desigualdad” (Arendt, 2005: 57). Entiende la comunidad humana como una
forma de exaltación de las diferencias que se produce y reproduce en el entorno de la
cultura, las tradiciones, la historia, etc. La comunidad política, por otro lado, y su carácter
enfático en la libertad, promulgan el sentido de la igualdad sustentada en la construcción de
una ley común. No la ley moral de las diferencias en la tradición de las comunidades
humanas, sino la ley en tanto expresión unívoca de hablar y actuar entre iguales (Arendt,
2005: 51).
Entre los primeros fragmentos que componen la edición de Ursula Ludz de ¿Qué es la
política?, esta distinción entre comunidad humana y comunidad política se hace explícita
cuando Arendt afirma que:
La política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos. Los hombres se organizan
políticamente según determinadas comunidades esenciales en un caos absoluto, o a partir de un
caos absoluto de las diferencias. En la medida en que se construyen cuerpos políticos sobre la
familia y se los entiende a imagen de ésta, se considera que los parentescos pueden, por un lado, unir
a los más diversos y, por otro, permitir que figuras similares a individuos se distingan las unas de las
otras. (Arendt, 1997: 65)
En este pasaje del fragmento 2 podemos observar cómo para Arendt la comunidad humana
antecede a las formas políticas de organización, esas “comunidades esenciales”
desorganizadas y que se definen cada una por la diversidad de sus costumbres y el arraigo a
sus diferencias. La familia aparece aquí como un esfuerzo casi natural de la sociabilidad
por construir la igualdad entre los diversos a partir de la analogía de sus semejanzas. Esto y
no otra cosa constituye para Arendt el problema del parentesco como un constructo de la
vida pre-política. El lazo de filialidad es casi como un deseo que conduce a los hombres “a
la perversión fundamental de lo político, porque, a través de la introducción del concepto de
parentesco, suprime, o más bien pierde, la cualidad fundamental de la pluralidad” (Arendt,
1997: 39), entendida ésta como el arraigo de la vida a la diversidad de la condición natural
del hombre.
Es en este sentido que afirma que en la condición natural de la vida al hombre no le precede
el pronombre de la diversidad, los hombres, sino el singular el hombre en que se afianza la
absoluta diferencia respecto al otro. Pero en la comunidad política el pronombre los
adquiere todo su poder semántico al convertir al lenguaje el hecho de la pluralidad de la
vida política. Fuera de ese campo de representación sólo queda el vacío de la existencia
desnuda y, en un esfuerzo de teología política, el mundo no existe sino como una
experiencia apolítica:
El hombre creado a semejanza de la soledad de Dios es la base del hobbesiano “state of nature as a
war of all against all”. Es la guerra de uno contra todos los otros, que son odiados porque existen sin
sentido — sin sentido para el hombre creado a imagen de la soledad de Dios. (Arendt, 1997: 40)
La respuesta del humano a esa condición de soledad es la historia, la linealidad del tiempo
en que se narra el acontecimiento de los hombres en su tránsito por el mundo. En esta tesis
se asoma la asombrosa fragilidad de la semántica de la vida en común pues abre la
posibilidad de la integración de las comunidades humanas en las comunidades políticas,
pero al mismo tiempo también hace posible su exclusión de las mismas: ¿es posible
regresar a una comunidad al estado de la soledad de Dios?, ¿es posible dejar a un grupo de
humanos en estado de abandono, privados de la semántica de la vida política, de la
igualdad, de la memoria? Quizás no sea sólo coincidencia el que Arendt pensara al pueblo
judío en la condición de paria y en el esfuerzo constante de integrarse en una comunidad
política.
El antisemitismo en Europa abrió para el pueblo judío las puertas de un mundo sin ellos,
más allá del cual solo sería posible el abismo de la soledad. La Hannah Arendt de Los
orígenes del totalitarismo ve al pueblo judío como una comunidad humana sin territorio,
como si, de alguna forma, estuviesen abandonados en el mundo y su destino fuese el del
eterno refugiado. Aquella sentencia de posguerra que expresara Jean Paul Sartre -el infierno
so los otros- parece adquirir la profundidad de su sentido en la narración arendtiniana del
antisemitismo:
El infierno ya no es una creencia religiosa ni una fantasía, sino algo tan real como las casas, las
piedras y los árboles. Aparentemente nadie quiere saber que la historia contemporánea ha creado una
nueva clase de seres humanos: la clase de los que son confinados en campos de concentración por
sus enemigos y en campos de internamiento por sus amigos (Arendt, 2007: 265).
El poder de la historia humana para contener la embestida de la soledad de Dios y llenar a
los hombres del sentido de la vida en común también conlleva el poder de producir las
figuras y territorios de la exclusión. La expulsión de un pueblo de un territorio lo enfrenta
al problema de la vida apolítica, un “paria consciente” -en expresión de Rohn H. Feldman-.
Y este es un proceso que, de acuerdo con Arendt, no es propio de la Alemania Nazi sino
que inició en el siglo XVIII con la Ilustración: la historia del surgimiento y consolidación
del Estado moderno fue acompañada del esfuerzo de las comunidades judías por ser
asimiladas por esas comunidades políticas y a efecto de la dificultad de poder constituirse
como una de ellas (Arednt, 1998: 47-180).
El “ciudadano posible” no solo es aquel que se esfuerza incansablemente por ser asimilado
en la comunidad política, también es aquel que puede ser generado por la propia comunidad
política y este es un proceso inherente a la dinámica de producción de la fábrica política. En
su ensayo sobre Walter Benjamín Hannah Arendt lo explica de la siguiente manera:
Ninguna sociedad puede funcionar correctamente sin una clasificación, sin una disposición de las
cosas y los hombres en clases y tipos ordenados. Esta clasificación necesaria es la base para toda
discriminación social, y la discriminación, no obstante la actual opinión sobre lo contrario, es tanto
un elemento constitutivo del reino social como la igualdad es un elemento constitutivo de lo político.
El punto es que en la sociedad, todos deben responder la pregunta: qué soy (diferente de quién soy) y
la respuesta, obviamente, nunca puede ser: Soy único, no por la arrogancia implícita sino porque la
respuesta carecería de sentido. (Arendt, 1990: 141)
En este pasaje Arendt intenta explicar cómo la fama póstuma de hombres brillantes suele
estar anticipada por una vida atormentada. El genio de estos hombres se produce en su
esfuerzo por consolidar esa singularidad que los hace únicos. Como si la lucidez que trae
consigo la potencia cognitiva del genio tejera consigo el casi nulo reconocimiento de los
otros. Y ahí está el meollo de la integración política: asimilar o no al otro, reconocerlo
como un igual, como un incomprendido o como un enemigo. La fábrica política produce
esas diferencias como si corriera el riesgo de hundirse nuevamente en la soledad de Dios.
Una promesa es como un utensilio mágico que necesita ser dicho o escrito, hacerse en la
palabra para poder existir. Quizás es por ello que el enemigo no pude responder con otra
cosa que no sea la violencia, una explosión de furia irracional. Por ejemplo, en aquellos
años en que Arendt escribía sobre el “ciudadano posible” también pugnaba por la creación
de un ejército judío para combatir a Hitler y los nazis (Bernstein, 2015: 157-158).
Tras la invasión de las fuerzas alemanas en Polonia el régimen Nazi estableció como
medida tutelar la creación del barrio judío: el gueto de Varsovia. El gueto no implicó sólo
el aislamiento de los judíos o la concreción de las medidas raciales de las leyes de
Núremberg, sino la suspensión de derechos políticos a los judíos polacos. Con el gueto se
estableció un primer movimiento no sólo de exclusión sino de exilio al cerrar su acceso a
finales de 1940. Esta política establece un aclara distinción de clases sociales: el ciudadano
y el nacional; aquel que goza de plenos derechos políticos y es considerado un ciudadano
alemán no debía, por ningún motivo, mezclarse con el ciudadano de segunda clase (Arednt
2010: 344).
Este esfuerzo de deshumanizar al otro es visto por Arendt como un intento de dominación
total (Arendt, 2010: 385-423), como la aspiración del totalitarismo a crear un humano
único, una raza unificada o descubrir mecanismos de dominación de la naturaleza:
Los campos son concebidos no sólo para exterminar a las personas y degradar a los seres humanos;
sino también para servir a los fantásticos experimentos de eliminar, bajo condiciones científicamente
controladas, a la misma espontaneidad como expresión del comportamiento humano y de transformar
a la personalidad humana en una simple cosa, algo que ni siquiera son los animales; porque el perro
de Pavlov, que, como sabemos, había sido preparado para comer no cuando tuviera hambre, sino
cuando sonara una campana, era un animal pervertido (Arendt, 2010: 533).
Es en este sentido en que el totalitarismo alemán puede definirse como una forma de
gobierno en la que cabe la posibilidad de no esperar nada del otro: el campo de exterminio
hace desaparecer la espera de lo inesperado al anular la capacidad de los humanos para la
acción.
Los campos del totalitarismo Nazi son una fábrica de lo apolítico donde el acto mismo de
matar ha sido deshumanizado. En el acto mismo de asesinar -digamos, en otras
circunstancias que no sean las del campo de exterminio- implica reconocer la humanidad de
aquel que ha sido asesinado y cuyo cuerpo queda detrás, encontrarse cara a cara y
reconocer su muerte y dar razón de él como un objeto de la memoria. En el campo de
exterminio no existe tal operación simbólica:
El horror auténtico de los campos de concentración y exterminio radica en el hecho de que los
internados, aunque consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente aislados del mundo de
los vivos que si hubieran muerto, porque el terror impone el olvido. Aquí el homicidio es tan
impersonal como el aplastamiento de un mosquito (Arendt, 2010: 538-539).
Si pensamos ese camino que llevó a Arendt del gueto a la impersonalidad de la muerte en el
campo de exterminio encontraremos que la diferencia entre la comunidad humana radica en
un tipo particular de identidad normativa. El eje normativo de la comunidad humana es la
identificación moral -en este caso ante la muerte- que se funde con su universo de
tradiciones y costumbres -ahí el cadáver es aún un otro, una forma de la alteridad-. En el
Estado la comunidad se identifica en la coerción de la ley y su mandato impersonal: la ley
no es un otro, la ley no es nadie. De esta forma, morir al abrazo de la comunidad humana
conlleva el compromiso simbólico de la comunidad: el campo de exterminio priva a los
humanos de este privilegio.
Así, el campo de extermino puede ser entendido como un proceso de reversibilidad del
tiempo histórico cuya meta es la reinstauración de la vida apolítica de una comunidad y que
va de la anulación del sujeto de derecho al agotamiento moral de la comunidad humana
(Traverso, 2001: 93). Paradójicamente, es esta posibilidad la que termina por revelar la
condición política de la comunidad totalitaria, pues aún en el horror de este acontecimiento
se debe reconocer como algo absolutamente inesperado (Traverso, 2001: 84).
En 1946, al terminar la guerra y abrirse la posibilidad de volver a Europa para los judíos
sobrevivientes, Arendt expresaba a su maestro Karl Jaspers el anisa que produce en la
conciencia del exiliado la posibilidad de que el fantasma del totalitarismo aún rondara
Europa, pues “sí los judíos deben poder quedarse en Europa, no será en tanto que alemanes
o franceses, etc., como si nada hubiera pasado. […] Esto será únicamente si somos
bienvenidos en tanto judíos” (Traverso, 2004: 200). Arendt parecía expresar a su maestro
que si las comunidades políticas europeas no estaban dispuestas a asimilar a la comunidad
judía, con su tiempo e historia comunes, quizás sería mejor permanecer exiliados. El exilio
no retorna al hombre a la experiencia de la soledad, pues aún conserva la consciencia del
tiempo de la comunidad humana. En cambio el paria atraviesa el umbral de lo apolítico
pues más allá de los límites de la temporalidad histórica de la comunidad humana está la
atemporalidad de la soledad de Dios.
Bibliografía
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--- (1997) ¿Qué es la política? Barcelona, España: Paidós
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