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(Filosofía antigua.) La secta cínica tuvo por fundador a Antistenes, discípulo de Sócrates, de
quien tomó la rígida sobriedad que llevó todavía más adelante que su modelo. En vez de
imitar la prudencia que caracterizaba a su maestro, afectaba una virtud severa que sólo
respiraba orgullo. Presentábase en público cubierto con una mala capa, la barba larga y
descuidada, y apoyado en un palo. Desechaba todas las comodidades de la vida, despreciaba
las riquezas, la reputación, las dignidades, en una palabra, todo lo que buscan los hombres
con más avidez.
Tenía por máximas que la virtud solo basta para la felicidad; que quien la posee no tiene que
desear más que el valor; que consiste siempre en acciones y nunca en palabras; que toda
ciencia y arte son inútiles; que el filósofo debe acomodarse a las leyes de la naturaleza y no
a las de los hombres, y que siendo solamente él capaz de distinguir lo que merece alguna
afección, si trata de casarse debe escoger una mujer digna de su amor para reproducirse en
sus hijos. Pero esta última máxima no tardó en caer en desuso entre sus sectarios, quienes
prefiriendo el título de cosmopolitas al de ciudadanos, sacudieron la dependencia
consiguiente a los vínculos del himeneo y justificaron el nombre de cínicos (en griego perros)
que caracterizaba perfectamente la impudencia de que hacían alarde. «Dáseles este nombre,
dice Ammonio, antiguo comentador de Aristóteles, a causa de la libertad de sus expresiones
y de su amor por la verdad; pues se nota que el instinto del perro tiene algo de filosófico y
que le sirve para distinguir a los hombres, ladrando a los extraños y acariciando a los de la
casa. Los cínicos de la propia manera acogen y acarician la virtud, y a los que la practican,
en tanto que reprueban las pasiones y vituperan a los que se entregan a ellas, aunque estén
sentados en un trono.»
Para dar una idea de la diferencia que había entre la manera de pensar de aquel, y la de
Diógenes, su discípulo, bastará referir el hecho siguiente. Atormentado Antístenes por la
enfermedad que causó su muerte, exclamó una vez: «¡Qué me podrá librar de los males que
sufro!» Y como se hallase presente su discípulo, presentándole un puñal dijo: «Mira lo que
te libraría.» A lo que Antistenes contestó: «Yo hablo de mis padecimientos y no de la vida.»
Esta contestación, digna de un discípulo de Sócrates, prueba que Antistenes consideraba al
cuerpo como la prisión del alma y que no quería libertarla de aquella. Mas Diógenes no tuvo
la paciencia de su maestro; así es que no pudiendo sufrir la fiebre que le atormentara, se dió
la muerte reteniendo el aliento.
Sería prolijo referir todos los errores en punto a moral, a que el orgullo, la sutileza de
imaginación, y el afán de singularizarse, lanzaron a los sucesores de Antistenes, quienes sin
duda en otros tiempos hubiesen podido ser ciudadanos útiles a su patria. Sin embargo, no se
debe dar crédito a todas las imputaciones que se les han hecho; así es que si Diógenes, por
ejemplo, fue expuesto a la burla y al menosprecio público en Atenas; si fue calumniado por
hombres que no querían o no podían creer en la virtud, se vió más tarde vengado por Epicteto,
que propuso por modelo su firmeza de alma a cuantos quisieren vivir independientes de los
reveses de la fortuna.
Los cínicos no atribuían bienestar alguno a las riquezas, y lejos de murmurar de los males
que afligen a la humanidad, los consideraban, según dice Arriano, como medios de
manifestar las más nobles cualidades del alma. «Sabéis, dice este escritor ¿cuáles son los
deberes de un cínico? ser insultado y golpeado y amar a los que le insultan y maltratan;
considerarse como padre y hermano de los demás hombres; llevar con paciencia los males
en la adversidad considerándolos como pruebas dispuestas por Júpiter, y a la manera que
Hércules sufrió resignadamente los trabajos que le hizo pasar Euristeo. Así es como deberá
conducirse quien aspire a llevar el cetro de Diógenes. Un día este filósofo, continúa Arriano,
en un violento acceso de fiebre exclamaba a cuantos encontraba: »Insensatos, ¿a dónde
corréis? vais a ver un combate de atletas y no tenéis curiosidad por presenciar un combate
entre el hombre y la calentura.»
Hay que convenir, sin embargo, en que era extremada la vanidad de los cínicos, quienes
afectando dominar sus pasiones no ocultaban su orgullo y se exponían a la burla del público.
El nombre de cosmopolitas que sustituyeron al de ciudadanos parece indicar que profesaban
el celibato, y así nos lo da a entender Arriano en el siguiente pasaje: «¿Debe el verdadero
cínico buscar los lazos del matrimonio o huir de ellos? La única ventaja que podría
proporcionarle aquel estado, sería hacer participantes de su doctrina a su mujer y a sus hijos.
Más un cínico debe consagrarse al universo; es un médico que el cielo envía para alivio de
los males: ¿y cómo podría dedicarse con entera solicitud a sus funciones, si tuviese que
atender a los cuidados domésticos consiguientes por necesidad al matrimonio? El hombre ha
nacido para la sociedad, y esta es el dios del cínico. ¿Puede compararse la frívola ventaja de
educar dos o tres miserables criaturas con la muy importante de vigilar la conducta de los
hombres y enseñarles lo que deben evitar, procurar o despreciar? Epaminondas, que murió
sin hijos, ¿no fue más útil a su patria que tantos otros tebanos padres de una numerosa
familia? Priamo, que tuvo cincuenta hijos indignos, ¿fue acaso más útil a la sociedad que
Homero? No nos admiremos, pues, de que el sabio no quiera casarse ni tener hijos. ¿Y sabéis
cual debe ser en punto a política la ocupación del cínico? No deberá ser sin duda la que
concierna a Atenas, Corinto o Roma, sino la que abrace a la humanidad entera; ni la que trate
de la paz o de la guerra, y de la hacienda del Estado, sino la que se ocupe de la felicidad o
del malestar, de la libertad o de la esclavitud de los hombres.» De esta manera justifica
Arriano el celibato de los cínicos.