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El ensayo: desenterrador de ideas

Por: Juan David Torres Duarte

Desde Michel de Montaigne hasta Bertrand Russell, el ensayo ha sido el vehículo en que las ideas brotan por
fuerza de la lógica. Un género que depende de sí mismo.

En 1675, en su Búsqueda de la verdad, el filósofo Nicolás Malebranche escribió una invectiva contra Michel de
Montaigne —padre del ensayo— que versaba de este modo: “No sólo es peligroso leer a Montaigne por
diversión, porque el placer que obtenemos de él involucra nuestros sentimientos, sino también porque ese
placer es más criminal de lo que pensamos. Ese placer nace de la concupiscencia, y no hace más que entretener
y fortalecer las pasiones; la manera de escribir de este autor es agradable sólo porque nos conmueve y porque
despierta nuestras pasiones de una manera imperceptible”.

Criticando a Montaigne, quizá sin saberlo, Malebranche había descrito con detalle su más refinada fortaleza: el
placer que produce su lectura y que es, en parte, la esencia del ensayo. Montaigne, un hombre con tiempo libre,
había escrito una serie de textos que no se plegaban a las razones del verso poético de entonces, ni tampoco a
los preceptos literarios. Lo suyo era más una forma de entretenerse, un acto hedonista incluso. ¿Qué es el
ensayo y a qué se dedica? Es todo y es nada; roza todos los temas y ninguno. Es un género que nació del ocio:
“Así, lector, entérate de que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu
vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí”, escribe Montaigne en sus Ensayos. Es un género que toma prestado
de la literatura y la poesía y la filosofía, pero que no es ni literatura, ni poesía, ni filosofía. Entonces, ¿qué es esa
máquina extraña bautizada ensayo?

“El ensayo, es claro, ensaya —escribió José Antonio de Ory en El Malpensante, abril de 2010— (…). Y el que
ensaya, y tantea, arriesga. Arriesga con lo que dice y se arriesga él entero”. El ensayo se lanza contra el tieso
muro de las ideas preconcebidas y de ese modo principia su camino. No se sostiene con las ideas ajenas, sino
sólo con las propias. El ensayo cae o se levanta por su propio peso, y sólo se debe a sí mismo. Su búsqueda no
es moral sino casi antropológica. Por eso, el académico Charles Eliot escribe en la introducción de los ensayos
de Francis Bacon: “Esta es una colección de observaciones perspicaces sobre cómo los hombres llevan su vida;
sobre la naturaleza humana, no como debe ser, sino como es”. Quizá el ensayo sea el único género que comienza
en la duda y termina en la duda: jamás llega a una respuesta explícita sobre su tema, sino que sólo divaga por
los meandros del pensamiento. El ensayo es vagabundo y va de estación en estación, recordando aquí y allí a
uno y otro autor. Es el deudor más ansioso del verso de Antonio Machado: “Caminante, no hay camino / se hace
camino al andar”.

Así, el ensayo es una pieza humilde, que sólo alega su propia verdad, la única que puede entregar. Llega a esa
verdad mientras vaga: la ignora desde siempre, y quizá también vaya a ignorarla después. Cuanto interesa es el
camino, y la vida de ese camino. Por eso —como dice De Ory— la forma es esencial; el placer que entrega la
palabra bien labrada determina el modo del ensayo. “Ésa es la clave del ensayo, el placer del texto, que
queramos leerlo como leemos literatura, por el gozo de leer y no, o no solo, por voluntad de aprender”. El
ensayo es, entonces, undívago y variopinto. Asume una posición y, al mismo tiempo, puede asumir la posición
contraria. El ensayo no se debe más que al juego del pensamiento y la forma: es todo lo contrario a la religión y
los radicalismos. El ensayo es el campesino que va silbando a la orilla del camino mientras los militares pasan
montaraces con sus armas al hombro.

Encuentra su norte después, mucho después de dar los primeros pasos. Por eso el ensayo no es útil para reforzar
ideas preconcebidas, sino para desenterrar algunas nuevas. El ensayo, como la poesía, da nueva vida a los
pensamientos que parecían ser ya del pasado, de un tiempo olvidado. El ensayo es una luz sobre el recuerdo:
da una segunda vida a los conceptos malheridos. No da nada por hecho y más bien pretende deshacerlo todo.
Su extensión es, por lo general, breve: puede ir en tres páginas o en un aforismo. Por eso son ensayistas Russell,
Schopenhauer, Nietzsche, Cioran y Bacon; las ideas se expanden y se contraen, pero jamás pierden fuerza. A
causa de esto, el ensayo es un juego elástico del tiempo y el espacio. Su lugar no es la actualidad, él crea la
actualidad. Las ideas, que son su materia prima, y la forma poética, que es su más preciado bien, son infinitas y
están por encima de los hombres y las cosas.

La fuerza de su discurso no recae en sus ideas, sino en el modo en que arranca esas ideas a la oscuridad. Escribir
un ensayo es romper la maleza y hacer de ella una ramazón bella. Es reafirmar aquel pensamiento de que los
hombres son fragmentarios, y por fragmentarios incompletos, y por incompletos ignorantes. Con el ensayo, el
pensamiento acepta su estupidez y al mismo tiempo busca derrotarla. Es hundimiento y es caída, y es el modo
de describir esa caída y ese hundimiento. La vida del ensayo parte de una cándida ignorancia que es también la
de la vida misma: sabe con certeza dónde comienza, pero nunca dónde terminará.

jtorres@elespectador.com

Tomado de: http://www.elespectador.com/noticias/cultura/el-ensayo-desenterrador-de-ideas-articulo-


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Esbozo sobre el ensayo
José Antonio de Ory

Se confunde ensayo y texto académico. Similares ambos, claro, aparentemente al menos, uno y otro textos de
no ficción y en los que se habla de algo real; algo, digamos, con existencia previa al momento de la escritura y a
la mera imaginación del escritor, pero distintos en el resto, en lo fundamental, ejercicios diferentes movidos por
impulsos y empeños diferentes.

Cada vez más, por cierto. La práctica universitaria que, para obtener puntos en el cursus honorum académico,
ha impuesto la necesidad de publicar libros y textos indexados que a menudo nada aportan y a nadie interesan,
ha demostrado ser perversa y ha convertido la publicación universitaria en un fin en sí mismo: lo importante no
es qué se escribe, sino publicarlo. Y por eso casi todo lo que se publica está mal escrito: por interesante que sea
el asunto, el resultado no atrae por lo mal escrito que queda. Más importante, mucho más, que escribir bien es
justificar lo que se escribe, esa exigencia irritante de motivar cualquier afirmación, basarla en algo, dar la
referencia exacta y detallada hasta el más nimio dato (Madrid, capital de España –como decía Fulanito, y a
continuación la referencia completa de la cita...). Lo que está muy bien para el rigor, sí, pero muy mal para el
aporte intelectual. Y para el disfrute, sobre todo: no hay lectura más ingrata hoy, más plúmbea, más molesta,
que las de tesis doctorales y otros textos académicos.

El ensayo, en cambio, no necesita justificarse. El autor escribe su texto en nombre propio y dice lo que quiere
decir, lo que piensa o cree o siente o ve u oye o todo a la vez, o lo contrario. Y ese texto se basa más en quién
lo escribe, y cómo, que en qué dice.

El ensayo, es claro, ensaya. Adorno hablaba “de la experiencia del tanteo que siempre sugiere la palabra
ensayo”. Y el que ensaya, y tantea, arriesga. Arriesga con lo que dice y se arriesga él entero. Su exposición no se
basa en que lo hayan dicho otros o en el prestigio, incorporado en una cita, de un tercero: se sostiene sola. O
no, sola no, se apoya en él, en el autor. Si cita es porque al hilo de lo que escribe viene a cuento algo que alguien
ha pensado antes –como yo cito aquí a Adorno, a Barthes, a Paz...–, no porque necesite apoyar lo que dice en
el hecho de que ya otro lo dijera. No hay una colección de citas, un collage de argumentos, un enhebramiento
más torpe o más brillante de ideas ajenas. En el ensayo hay solo una idea, un solo argumento: el del autor. Él
sabe qué quiere decir, lo dice él, con su lenguaje –placer del texto–, y se responsabiliza en su propio nombre de
eso que dice. Se arriesga y se expone en cada frase como el torero se arriesga en cada pase.

No hay en el ensayo voluntad sistemática. No es un tratado, no busca la totalidad. No es siquiera un esbozo o


un índice en el camino hacia algo mayor. No pretende ser más de lo que es: texto fragmentario. “El ensayista –
dice Lukács– es un Schopenhauer que escribe los Parerga a la espera de su Mundo como voluntad y
representación”.

Tampoco se basa, es claro, en datos, estadísticas –eso nunca; jamás en estadísticas: literatura y cifras, más aún
porcentuales, mal pueden ir juntas–, gráficos, tablas, aparatos críticos... Si hay notas a pie de página es para
reforzar el argumento, para dar la referencia acaso de una cita pertinente, nunca para que el lector amplíe: no
cabe ampliar lo que dice un ensayo porque su límite está en sí mismo, en cómo dice lo que dice.
El tema de un ensayo no tiene por qué ser de actualidad. Es más, es mejor que no lo sea. A Montaigne, el padre
del ensayo –hora era ya de nombrarlo–, cuando le preguntaron por qué no escribía sobre las guerras civiles en
Francia, de las que podía ser víctima, dijo que también se le podía caer en la cabeza la teja de algún techo pero
no por eso iba a hacerle el honor de pensar en ello. El ensayo incorpora su propia actualidad. La crea. Su autor
está pensando y escribiendo en un momento determinado de la historia y el ensayo refleja ese momento, da
cuenta del estado de las cosas. Un ensayo de hoy sobre Shakespeare puede decirnos más de la vida, de la
nuestra, de lo que somos o de cómo es la sociedad en que se produce, que sobre el propio Shakespeare y su
tiempo.

Hay en el ensayo una voluntad de trascender. No busca mostrar algo que se ha sabido, un conocimiento al que
se acaba de llegar, no tiene por qué resultar de una investigación, de un análisis, del estudio de algo. Hay mucho
más en juego en el ensayo: todo lo que el autor sabe, eso que ha permanecido y se ha sedimentado de lo que
con el tiempo ha aprendido de su disciplina y del resto del mundo. José Carlos Mariátegui decía: “Ninguno de
estos ensayos está acabado: no lo estarán mientras yo viva y piense y tenga algo que añadir a lo por mí escrito,
vivido y pensado”.

Voluntad de trascender implica ir más allá de lo individual. No es que se hable de lo genérico –el ensayo es
mejor cuanto más pequeño y concreto sea aquello de que habla–, pero desde lo individual se muestra el mundo.
He ahí el verdadero ensayo, el que es capaz de desbordar conocimientos, disciplinas, ámbitos. El que construye
y muestra algo grande a partir de lo pequeño y concreto.

No cabe hablar de verdadero o falso en un ensayo. No cabe, afortunadamente, decir que faltan fuentes o que
el autor ha desconocido determinada bibliografía. No cabe estar en desacuerdo. No se escribe un ensayo para
aportar nada –o sí, para aportar la visión de uno, el autor, la suya propia, su forma de ver algo concreto y, con
ello, el mundo; no se lee para aprender –o sí, para aprender cómo el autor ve las cosas, para aprehender de él
y, en últimas, sobre él–. El ensayo no dice “esto es así”, dice, “yo esto lo veo así”. Por eso podían reprochar a
Ortega ser solo un ensayista: porque escribía lo que quería para decir lo que quería. “Ainsi, lecteur, je suis moy-
mesmes la matière de mon livre” dijo Montaigne.

Cuando Octavio Paz afirma, por ejemplo: “Entre el uno y el cero, combate incesante y abrazo instantáneo, se
despliega la historia del pensamiento indio” no cabe refutación, ni siquiera de quien conozca a fondo la cultura
india. ¿Quién puede decir si eso es así o no? Paz lo ve así y así es, entonces. Así es lo que ve Paz, aclaremos, que
es lo que estamos leyendo: cómo ve Paz la India. Si queremos saber datos del país o su cultura, vayamos a la
Británica o a Wikipedia. Cuando Barthes habla del studium y el punctum en la fotografía, no habla de algo
preexistente, no está interpretando ninguna realidad, sino creándola. Dos categorías nuevas fundamentales,
desde entonces, cuando hablamos de fotografía, que parten de un ensayo. El ensayo crea, es creación como lo
son la narrativa o la poesía.

Pero está más cerca de ésta que de aquélla, más de la poesía que de la novela. Fundamental en el ensayo es la
contención, la síntesis, el understatement. El ensayo es corto. Muchos libros largos de ensayo o no son ensayo
o son una recopilación de varios. Conectados, como lo están los poemas de un mismo poemario, pero distinto
cada uno, independiente, hasta separables. El texto sobre Las meninas de Foucault puede escindirse de Las
palabras y las cosas, como podrían escindirse cada uno de los textos que integran Sobre la fotografía de Susan
Sontag o Mil mesetas de Deleuze y Guattari.
El ensayo, digo, nos interesa menos por lo que dice que por quién lo dice. Y cómo lo dice. La forma es tan o más
importante que el contenido. ¿Por qué leemos ensayo?, preguntaba Lukács, y responde Cerda en La palabra
quebrada: “El interés o, más exactamente, la fascinación que produce el ensayo no reside tanto en su virtual
valor educativo o informativo, sino, más bien, en ciertas cualidades tangibles que motivan eso que Roland
Barthes llamó certeramente el placer del texto”. Ésa es la clave del ensayo, el placer del texto, que queramos
leerlo como leemos literatura, por el gozo de leer y no, o no solo, por voluntad de aprender. Por eso seguimos
leyendo ensayos con que no estamos de acuerdo, que ni nos interesan o cuyos argumentos han sido superados
y vueltos obsoletos. No importa: el placer del texto permanece.

Tomado de: http://elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1592

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