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Real Del Padre

Alguna vez fue esa finca escondida en Real del Padre parte de la gran finca de Juan. Conoció
vides lustrosas y altivas, membrillos centenarios, durazneros y damascos a la vera de las
acequias que daban color al paisaje.

Juan trabajó solo la tierra y pudo con su trabajo dar de comer a 6 bocas, junto a su
fiel compañera Claudina. La suerte quiso que a Juan se lo llevase pronto la muerte, y así sus
hijos, ya adultos, se repartieron la tierra dejándole a la viuda el terreno del fondo. Como para
protegerla del mundo, y en complicidad con árboles y perros, cobijaron a su madre en la casa de
atrás, a varios metros de la calle principal que llevaba al pueblo de doscientos habitantes. Sólo
se podía llegar a ella pasando por un callejón de tierra junto a las casas de dos de sus hijos,
quienes cuidaban con celo el acceso al lugar. Desde que se quedó sola, cada día fue uno o
varios de sus hijos y nietos, a “darle una vueltita” para ver si estaba bien, si tomaba sus
medicamentos, si no le hacía falta aceite, o azúcar o se le había acabado la leña para cocinar. Y
es que no era un esfuerzo ir a verla: era un placer.

La abuela Claudina se levantaba con los primeros rayos de sol suaves de la mañana y salía a
darle de comer a las gallinas y regar la huerta, cubriendo del sol su cara de muñeca bajo el
ancho sombrero de paja, su cuerpo enfundado en un vestido harapiento. De tan delgada y frágil
se separaban sus pies de la tierra y flotaba. Como un espíritu etéreo de patitas chuecas
revoloteaba entre sus plantas, buscando con sus manos huesudas algo comestible para la
comida del día, espantando un insecto con suavidad, conversando por lo bajo con sus perros
que la seguían a todas partes.

Sus mejillas suaves como las de un bebé se sonrosaban al ver llegar a sus seres queridos, y al
besarla –cachete derecho y cachete izquierdo, como se hace en el campo- podías oler el
perfume de su cuerpo, mezcla de jabón y tierra, mate y galletas de anís. Clavaba sus ojos
oscuros y vivaces en los tuyos con curiosidad y cariño, y con una sonrisa eterna en los labios
sabía hablar de amor sin pronunciarlo.

Era sin duda feliz, a su manera. Era sabia en su ignorancia y su pobreza no era tal, pues tenía
todo lo que necesitaba para vivir. Su conformidad con la vida que le tocó vivir, la aceptación de
ese como su lugar en el mundo, no le llegaron por la vía religiosa, ni fue producto de sueños
frustrados. Fueron su amor ancestral por la naturaleza y la certeza de ser parte de ella, los que
fomentaron su alegría de vivir y el respeto por todos los seres vivos. Fue la toma de consciencia
en algún momento de su vida, halo suave de la vejez que se coló en su cuerpo una noche
cualquiera, de que la dicha diaria de ver salir el sol tantos veranos no sería para siempre, y que
debía disfrutar cada segundo de sus días.

En la casa humilde de tres habitaciones, cocina a leña, piso de baldosas rotas y perros flacos
durmiendo en los rincones, vio Claudina pasar los años y agradeció cada día que le tocó vivir. A
su lado pasé varias tardes con mi hermano, cuando mi madre nos llevaba a Real del Padre, su
pueblo natal, y nos dejaba con ella mientras hacía otras visitas que a nosotros nos aburrían. En
los días fríos de invierno hacíamos juegos al lado de la estufa, de esos que sólo se hacen con
las abuelas en el campo, cantando, con piedritas, con una moneda, “al Don, al Don, al Don
Pirulero, cada cual, cada cual, atiende su juego”, y otros más que ya no recuerdo en que
consistían, pero si la emoción, las risas, el ambiente relajado y feliz.

En mis sueños la veo flotar por la casa que la vio vivir y morir, un rayo de luna brilla en su pelo de
nieve, los perros lamen sus pies desnudos y en las noches de tormenta, el viento furioso bordea
con esmero su finca para no asustarla, acariciando apenas el flanco de los viejos álamos y las
largas ramas de los sauces llorones.

Una abuela de campo como tantas de nuestras fincas, alemanas, rusas, criollas, que viven y
mueren serenas y cuando ya no están, nunca se han ido del todo.

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