Mi Abuela, El Gran Buda

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MI ABUELA, EL GRAN BUDA

El reloj marcaba las 09:00 am del Domingo y la terminal de transportes de Cali ya rugía
con su habitual estruendo, locales, vendedores, policía e indigencia, hace un año no veo a
mi abuela, la línea de bus Sultana que me llevará a las afueras de Cali exactamente al
Poblado Campestre está a punto de partir, aún hay 7 sillas vacías, los pasajeros conversan
de diferentes temas, no hay afán alguno, es fin de semana y algunos van a postrarse al lado
del río para dejar que el agua se lleve todo el estrés almacenado en esta selva de cemento,
otros como yo van de visita con algún pariente olvidado, un baúl de recuerdos, sabiduría y
paciencia que me espera desde hace dos días en aquél lugar. Mi abuela tiene 78 años, ha
llegado del Huila y permanece en casa de mi tía con el fin de brindarle apoyo cuidando de
mis primos de 8 y 17 años, mejor oportunidad no habrá para buscar consejo. Quedan solo 2
sillas disponibles en el bus y el pregonero, que así le llaman al asistente del conductor quien
se encarga de atraer con cualquier argumento a la mayor cantidad de pasajeros posible, da
el aviso para arrancar inmediatamente. Son las 09:45 am el bus hace su segunda parada en
el cruce de Alfonso López, una terminal provisional para llenar los espacios y bolsillos
vacíos, estoy a medio camino pienso yo mientras me asomo por la ventana y de repente
suena el teléfono, una llamada, respondo y una voz casi octogenaria repite 4 veces la
palabra hola, posterior pregunta si soy Miguelito. Es ella, Cecilia preguntando si llegaré
pronto, con su actitud inocente y sincera emana desde la distancia cariño, hace que
cualquier persona adulta sea un niño de nuevo, a pesar de que es una voz conocida, es
diferente a la última vez, más endeble pero dulce, más agitada, más débil. El bus continúa
su ruta. Arribo al Poblado Campestre a las 10:20 am, camino 4 cuadras hacia adelante y dos
hacia la derecha, llego a casa, la puerta está abierta, saludo a mi tía, ella igual y sale quien
sabe a dónde, al fondo escucho a mi abuela balbucear, cuando ingreso a la habitación,
sentada en la cama, con un rosario en las manos y los ojos cerrados está ella, una mujer de
90 kilos, 1.55 de estatura, cabello corto, sin zapatos con las piernas entrelazadas entre sí,
tranquila, paciente, sabe lo que hace, es sabiduría y también respeto, un auténtico buda,
sabe que estoy allí pero primero debe terminar su oración, es indispensable hacerlo,
después de 20 segundos abrió sus ojos, saludó sin sorpresa alguna, como si nos hubiésemos
visto ayer, retiró su libro de San Francisco de Asís de la cama y me pidió sentarme, cuando
me acerqué lanzó una sonrisa sorpresiva, -pensé que era Ricardito- me dijo, mi hermano
menor, justifica lo sucedido pues la vista le falla un poco y no es para menos, -
inevitablemente la carne envejece hijo, pero aquí estoy- continúa. Indaga sobre cómo
hemos estado todos, nunca pregunta por uno solo siempre está pendiente de la demás
familia, le cuento todo cuanto puedo mientras le entrego dos recipientes con manjar blanco
y pastel de banano, sonríe de nuevo y procede a levantarse de la cama, intento detenerla,
pero no me escucha, va hacia la cocina y me sirve café con achiras, ella toca mi cabeza, -
está flaquito hijo, siempre ha sido así flacuchento-, sabe que decir en el momento preciso.
Durante el transcurso de la mañana reitera la importancia de ir a la iglesia y de la confesión,
devota hasta el final, por poco pensé que me invitaría a rezar un rosario de 30 minutos, ya
pasadas las 11:30 am la invité a almorzar, con su modestia casi no logro persuadirla y
mientras caminábamos por la calle despacio, respiraba rápidamente, comentaba sobre el
intenso calor del día anterior y del miedo que sintió al volar en avión por tercera vez,
parecía una niña a mi lado, hablaba por doquier pero era agradable, llegamos al restaurante,
revisó el menú varias veces ya que no lo entendía muy bien le leí uno a uno los platos
disponibles, le llamó la atención cuando nombré el sancocho de gallina, mientras
almorzábamos le pregunté por la finca en la que creció y su estado, con zozobra respondió
que había tenido que venderla pues ya no había quien le hiciera mantenimiento, después de
la división de herencia cada quien tomó su parte y se alejó para hacerse cargo de ella,
guardó silencio un tiempo, -hasta los caballos de su abuelo tuve que vender- añadió,
posterior dijo algo que recordaré por siempre, que en algún momento de mi infancia me
había dicho pero no había reconocido y que hizo memorable ese momento: Los tiempos
cambian Miguelito, al final perdemos todo lo que amamos, no sabemos cuándo será, pero
todo termina, hay que aprovechar el tiempo que tenemos con lo que amamos, eso lo aprendí
de su abuelito y mira, ahora él me espera y yo a él. Su voz fue temblorosa en esa última
parte. ¿Tenía razón?, después regresamos a casa de mi tía para acompañarla en su oración
de la tarde y así disponerse a tomar su siesta, me despedí de ella y me hizo prometer que
regresaría la próxima semana pues prepararía pan de maíz, tomó mi mano y le dio un beso
suave que me hizo sonrojar, un gesto nunca visto en ella, sin embargo, después de dos días
regresó al Huila espantada por el calor al cual no está acostumbrada pero tenía razón, los
tiempos cambian, las personas cambian y ella me ha dado a conocer la evolución y
transcurrir de un ser humano a través del tiempo, un ser vivo añejado y excepcional.

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