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La Matanza de Vallecas
o La venganza de las Sexy Dolls
Don Julio, empresario de éxito de toda la vida, a sus sesenta y seis años,
aburrido y frustrado en el aspecto sexual, se había decidido a probar
aquella novedad.
No es que hiciera un salto del tigre o algo parecido. Lo que había hecho
Don Julio era saltar de culo sobre la cara de la muñeca e imaginarse que,
de esa forma, asfixiaba a una muy joven, quizá prepúber, ramera. Enredó sus
cortos y gruesos dedos grasientos entre los cabellos negros y brillantes que
asomaban entre sus muslos, y empezó a moverse como si cabalgara sobre
ella al trote. Nunca había sido tan feliz y resuelto como en esa ocasión,
imaginándose que, tras sus testículos, una mujer de verdad se quedaba sin
respiración.
Sin embargo, de pronto, algo le golpeó bajo el cuello, justo en la cerviz. Trató
de volverse, molesto y asustado, convencido de que alguien habría entrado
en su habitación. Pero antes de conseguir girarse lo suficiente, con el rostro
de la muñeca francamente encajado entre sus nalgas, un pie de goma le
zurró en el lado de la cara. El dedo gordo de silicona por poco no le había
dado en el ojo, y Don Julio, confundido, gritó con auténtico enojo.
Tenso de terror, por fin pudo Don Julio ponerse en cuclillas. Trató de girarse
caminando sobre la cama. El vientre se le hinchaba, y su miembro rezumaba
por efecto de la próstata sobrestimulada. Consiguió bajarse del colchón
para dirigirse hacia la puerta, arrastrando las piernas y brazos de la muñeca,
que eran lo que quedaba por entrar. Sin dejar de agarrarse la tripa, como
temeroso de que fuera a reventar, Don Julio alcanzó el pomo y abrió de un
tirón la puerta, todo ello sin dejar de gritar. Sin embargo, absorto como había
estado, en ese momento descubrió que nadie le podía ayudar.
Don Julio reunió fuerzas para apartarse, dando con la espalda contra un
lado del pasillo, y evitar así ser arrollado por aquel espantajo furibundo, que
pasó de largo. Pero tan pronto como lo hizo, en su vientre se sucedieron
varios crujidos, y al fin se estiró hacia arriba su feo ombligo para después
desgarrarse y dejar salir la peluda melena de la muñeca de silicona, que le
miró un momento, empapada en sangre y heces, como una esfinge a la
que acabaran de honrar con un sacrificio. Don Julio, sin voz para gritar una
última vez, cayó sentado y moribundo sobre los pies de la muñeca, que
seguían escurriéndose hacia el interior mientras toda ella salía como parida
por delante.
Ya así sus días acabados, Don Julio no pudo comprobar que toda aquella
algarabía provenía de la mala praxis de los propios clientes y de la dejadez
del dueño del prostíbulo.
Un grito tan desgarrador que sintió que algo le dolía a ella. Era un dolor
insoportable lo que aquel hombre sentía. De eso no había duda. Alguna de
aquellas mujeres de plástico, de aquellos monstruos, lo estaba
descuartizando vivo.
Por pura empatía, entreabrió la puerta para mirar. Armada con un palo de
escoba, por si las moscas. Ernesto estaba tirado en medio del pasillo, y una
de las más hermosas muñecas, una japonesa que todos se rifaban, una
muñequita dentro de las muñequitas, una preciosidad (así lo decía él) le
estaba comiendo el falo. Comiendo, entiéndase bien. ¡Comiendo,
masticando ferozmente hasta el pubis del desgraciado! Tragaba los trozos
con deleitación extrema mientras lo mantenía bajo su culo, abierta de
rodillas sobre él. ¡Iba a por sus cojones! Ernesto dejó de intentar zafarse, la
sangre chorreaba a su alrededor con tal profusión que otras muñecas, que
corrían enloquecidas intentando descuartizar partes ya descuartizadas de
clientes muertos, resbalaban sobre el trozo de carne inerte que era ya el
gerente.
Lo peor era que, cuando lo olían, cuando se resbalaban por el charco rojo
de sangre a medio coagular, comenzaban a devorar con la nipona. Sus
bocas succionaban de tal manera que los trozos de músculo saltaban
desprendidos como cuando están cocidos, pero la sangre fresca brotaba y
esto las enloquecía más.
La sexy doll más hermosa se levantó y se dirigió despacio, enhiesta como un
junco, con la mirada perdida y roja la conjuntiva, rezumando sangre en unas
venas inyectadas que sobresalían inexplicablemente en aquellos dos ojos
grandes y perfectos otrora, hacia Luciana. No apartaba su mirada o lo que
fuera aquello.
Tal miedo tenía la mujer que cerró con pestillo. El follón seguía y seguía pero
una tensa calma comenzó a cernirse sobre el puticlub. Los clientes estaban
todos muertos, Ernesto, los chavales de seguridad: Daniel, Gerardo y Mikel,
tan fuertes, destrozados, asfixiados… ¡asesinados!
<< ¡Luciana, Luciana, abre la puerta, Luciana! Nosotras somos como tú.
Nosotras te comprendemos, Nosotras somos como tú… >>
Luciana se apartó de la puerta cuando escuchó los disparos. Las ráfagas no
cesaban. Afuera comenzaron a escucharse gritos de mujer, pero las voces ,
¡las voces eran extrañas! Huecas, profundas, magnéticas, como grabadas
en cintas de radiocassette. Los policías gritaban desesperados, no podían
creer aquello pero mantenían su asedio a las putas muñecas de Vallecas.
A los diez minutos, una calma tensa y las voces de los agentes demostraron
a Luciana que todo había acabado. Se escuchaban llantos, llantos de
hombres. Llantos de policías que no podían comprender, no podían
entender qué era todo aquello.
—¡Soy Luciana, soy quien les llamó! Soy una mujer de verdad. ¡No disparen,
por favor! —abrió muy despacio y asomó los ojos, sin dejar la escoba en
ningún momento, fue poco a poco desentornando la puerta.
—¡Salga, señorita, salga poco a poco! ¡Deje la escoba en el suelo! —Le gritó
un nacional apuntándole con los ojos desorbitados y la respiración
agitada—. ¡Acérquese poco a poco! —Y la miraba con minuciosa
escrupulosidad para cerciorarse de que era mujer y no muñeca—. ¿Señorita,
qué ha pasado aquí?