Está en la página 1de 7

 

La Matanza de Vallecas 
o La venganza de las Sexy Dolls 

por María Larralde y Elmer Ruddenskjrik  

  

Don Julio, empresario de éxito de toda la vida, a sus sesenta y seis años, 
aburrido y frustrado en el aspecto sexual, se había decidido a probar 
aquella novedad.   

Al abrir la puerta, allí se la encontró. Con sus protuberantes protuberancias 


pectorales erguidas hacia el techo de la suntuosa habitación, reposaba 
sobre su espalda en el centro de la cama, envuelta con sábanas rosas y con 
forma de gran corazón: la muñeca de silicona que, apenas quince minutos 
antes, había elegido en la recepción, de entre un detallado catálogo de 
páginas plastificadas.   

Las proporciones imposibles de aquella figura inerte espoleaban de un 


modo sin precedentes las fantasías de su ser más mezquino. Y es que Don 
Julio, un tipo más bien timorato en condiciones normales, y bastante 
cobarde en las más cruciales, nunca se habría atrevido a hacerlas realidad 
con una chica de verdad, por obvio temor a las consecuencias. Su físico 
pequeño, redondo y blando no le hacía muy capaz de imponerse ni de 
resistir las probables represalias. Pero con aquella cosa, aquella muñeca, no 
podía haber ningún problema. 

Se empezó a desvestir, tras soltarle un taconazo a la puerta para cerrarla. Su 


pequeño miembro repuntó desde debajo de la larga curva de su vientre, 
mostrándole ansioso como siempre y osado como nunca. Dejando las 
prendas de ropa caer al suelo de camino al lecho, se aproximó babeando 
de anticipación. Completamente desnudo, y haciendo alarde de una 
genuina falta de agilidad, se subió a la cama. Se irguió a los pies de la 
muñeca, que miraba al techo con absoluta indiferencia, y, tras coger un 
torpe impulso, se arrojó sobre ella con verdadero furor. 

No es que hiciera un salto del tigre o algo parecido. Lo que había hecho 
Don Julio era saltar de culo sobre la cara de la muñeca e imaginarse que, 
de esa forma, asfixiaba a una muy joven, quizá prepúber, ramera. Enredó sus 
cortos y gruesos dedos grasientos entre los cabellos negros y brillantes que 
asomaban entre sus muslos, y empezó a moverse como si cabalgara sobre 
ella al trote. Nunca había sido tan feliz y resuelto como en esa ocasión, 
imaginándose que, tras sus testículos, una mujer de verdad se quedaba sin 
respiración. 

Sin embargo, de pronto, algo le golpeó bajo el cuello, justo en la cerviz. Trató 
de volverse, molesto y asustado, convencido de que alguien habría entrado 
en su habitación. Pero antes de conseguir girarse lo suficiente, con el rostro 
de la muñeca francamente encajado entre sus nalgas, un pie de goma le 
zurró en el lado de la cara. El dedo gordo de silicona por poco no le había 
dado en el ojo, y Don Julio, confundido, gritó con auténtico enojo. 

Trató de levantarse, incorporarse de nuevo sobre la cama, pero descubrió 


que los brazos de la muñeca le envolvían los muslos. No podía alzarse, y 
seguía recibiendo patadas en la nuca y la espalda. Aún sentado por 
obligación, empezó a sentir bajo él una fuerte presión.  

De alguna forma, y con una fuerza inusitada, la cabeza de la muñeca se 


abría camino hacia su interior, atravesando sin misericordia su ano. El rostro 
bello pero inexpresivo se le metía dentro en un acto de dolorosa 
profanación, mientras Don Julio rompía a llorar de dolor y la sangre 
empezaba a derramarse por efecto de los múltiples desgarros.  

Tenso de terror, por fin pudo Don Julio ponerse en cuclillas. Trató de girarse 
caminando sobre la cama. El vientre se le hinchaba, y su miembro rezumaba 
por efecto de la próstata sobrestimulada. Consiguió bajarse del colchón 
para dirigirse hacia la puerta, arrastrando las piernas y brazos de la muñeca, 
que eran lo que quedaba por entrar. Sin dejar de agarrarse la tripa, como 
temeroso de que fuera a reventar, Don Julio alcanzó el pomo y abrió de un 
tirón la puerta, todo ello sin dejar de gritar. Sin embargo, absorto como había 
estado, en ese momento descubrió que nadie le podía ayudar.  

El pandemónium se había desatado en el pasillo del prostíbulo de muñecas. 


Varios de los clientes habían salido de sus habitaciones, atacados de formas 
horribles por aquellas simulaciones. Algunos habían salido arañados o 
golpeados, pero otros tenían incluso sus miembros arrancados.  

Un hombre se bamboleaba, ciego, con la mitad de su cuerpo introducido 


por la vagina falsa de una muñeca, moviéndose ambos como una suerte de 
tótem viviente antediluviano. Otro tenía a una muñeca rubia enrollada de 
forma grotesca alrededor de sus caderas, y se arrastraba con los brazos por 
el suelo mientras aquellas crujían con la presión, dejándole inútil de allí para 
abajo. Lo que más horrorizó a Don Julio fue ver a una muñeca de piel 
morena y negros cabellos rizados correr como loca por el pasillo con su cara 
impávida, y llevando empalado ante sí a un hombre pequeño y delgado, 
como si fuera un cochinillo asado: con el brazo derecho hundido hasta más 
allá del codo por su boca, y con el izquierdo del mismo modo pero por el 
ano.  

Don Julio reunió fuerzas para apartarse, dando con la espalda contra un 
lado del pasillo, y evitar así ser arrollado por aquel espantajo furibundo, que 
pasó de largo. Pero tan pronto como lo hizo, en su vientre se sucedieron 
varios crujidos, y al fin se estiró hacia arriba su feo ombligo para después 
desgarrarse y dejar salir la peluda melena de la muñeca de silicona, que le 
miró un momento, empapada en sangre y heces, como una esfinge a la 
que acabaran de honrar con un sacrificio. Don Julio, sin voz para gritar una 
última vez, cayó sentado y moribundo sobre los pies de la muñeca, que 
seguían escurriéndose hacia el interior mientras toda ella salía como parida 
por delante. 

Ya así sus días acabados, Don Julio no pudo comprobar que toda aquella 
algarabía provenía de la mala praxis de los propios clientes y de la dejadez 
del dueño del prostíbulo.  

Luciana asomó la cabeza a través de la puerta del cuartito de limpieza. 


Fumaba sin parar, todo el día, toda la noche. De puta a limpiadora de 
muñecas. Las putas muñecas que le habían quitado el lugar que merecía. 
Ahora solo la querían para limpiar la mierda que los clientes dejaban sobre 
las muñecas. <<Sobre>>, es una forma de hablar, porque era suciedad 
universal por todo su cuerpo perfecto, por dentro, por fuera, por arriba, por 
abajo. Mierda enmarañada en el pelo. Un mojón de algún guarro en la 
boca perfecta o el semen seco de algún chaval de los que no aguantan ni 
dos minutos empalmados.  

La limpiadora, la última mierda. Pero claro, debía estar agradecida. A otras 


<<a la puta calle>>, les dijo el gerente del negocio. Muchas con hijos, 
muchas. Luciana, a pesar de la suerte de haber sido seleccionada como 
limpiadora por lo fea y bajita que era, sentía que su odio por aquellas putas 
muñecas iba más allá de la envidia hacia su belleza antinatural, más que el 
odio por haberlas suplantado en su trabajo ancestral, más que asco por no 
entender que un hombre <<de verdad>> pudiera siquiera disfrutar palpando 
un centímetro de esa fría piel.  

Dejó de hacer bien su trabajo. Simplemente las limpiaba superficialmente, 


no acababa con los resecos fluidos de los recovecos de aquellas asquerosas 
de plástico, como las mujeres de verdad las llamaban. Pensó que los clientes 
dejarían de acudir, o mejor, pillarían tales infecciones que se vería 
claramente cómo una muñeca no puede suplantar a una persona. 
¡Simplemente, no puede! 
Pero esto, esto no era de esperar, ¡por supuesto! ¿Qué coño estaba 
pasando? 

Volvió a encerrarse dentro del cuartito. Su respiración se agitó al escuchar 


claramente el grito del gerente. De Ernesto, su antiguo chulo putas, que 
ahora era gerente. Así lo decía claramente, y sin lugar a equívocos, en el 
membrete de la puerta de su despacho.  

Un grito tan desgarrador que sintió que algo le dolía a ella. Era un dolor 
insoportable lo que aquel hombre sentía. De eso no había duda. Alguna de 
aquellas mujeres de plástico, de aquellos monstruos, lo estaba 
descuartizando vivo.  

Por pura empatía, entreabrió la puerta para mirar. Armada con un palo de 
escoba, por si las moscas. Ernesto estaba tirado en medio del pasillo, y una 
de las más hermosas muñecas, una japonesa que todos se rifaban, una 
muñequita dentro de las muñequitas, una preciosidad (así lo decía él) le 
estaba comiendo el falo. Comiendo, entiéndase bien. ¡Comiendo, 
masticando ferozmente hasta el pubis del desgraciado! Tragaba los trozos 
con deleitación extrema mientras lo mantenía bajo su culo, abierta de 
rodillas sobre él. ¡Iba a por sus cojones! Ernesto dejó de intentar zafarse, la 
sangre chorreaba a su alrededor con tal profusión que otras muñecas, que 
corrían enloquecidas intentando descuartizar partes ya descuartizadas de 
clientes muertos, resbalaban sobre el trozo de carne inerte que era ya el 
gerente. 

Lo peor era que, cuando lo olían, cuando se resbalaban por el charco rojo 
de sangre a medio coagular, comenzaban a devorar con la nipona. Sus 
bocas succionaban de tal manera que los trozos de músculo saltaban 
desprendidos como cuando están cocidos, pero la sangre fresca brotaba y 
esto las enloquecía más. 

Luciana miró fijamente a la puta japonesa. Ella se volvió repentinamente, ¡lo 


había percibido! ¡Estaban vivas! ¿Pero qué era aquello? 

La sexy doll más hermosa se levantó y se dirigió despacio, enhiesta como un 
junco, con la mirada perdida y roja la conjuntiva, rezumando sangre en unas 
venas inyectadas que sobresalían inexplicablemente en aquellos dos ojos 
grandes y perfectos otrora, hacia Luciana. No apartaba su mirada o lo que 
fuera aquello.  

Tal miedo tenía la mujer que cerró con pestillo. El follón seguía y seguía pero 
una tensa calma comenzó a cernirse sobre el puticlub. Los clientes estaban 
todos muertos, Ernesto, los chavales de seguridad: Daniel, Gerardo y Mikel, 
tan fuertes, destrozados, asfixiados… ¡asesinados! 

Llamó a emergencias mientras la puerta era golpeada suavemente. La 


llamaban. ¡La llamaban por su nombre! 

<< ¡Luciana, Luciana, abre la puerta, Luciana! Nosotras somos como tú. 
Nosotras te comprendemos, Nosotras somos como tú… >> 

Gracias a Dios, y a su llamada, la policía tomó por asalto el puticlub de Sexy 


Dolls de Vallecas. El más lujoso y prestigioso lugar para echar un casquete.  

Luciana se apartó de la puerta cuando escuchó los disparos. Las ráfagas no 
cesaban. Afuera comenzaron a escucharse gritos de mujer, pero las voces , 
¡las voces eran extrañas! Huecas, profundas, magnéticas, como grabadas 
en cintas de radiocassette. Los policías gritaban desesperados, no podían 
creer aquello pero mantenían su asedio a las putas muñecas de Vallecas.  

A los diez minutos, una calma tensa y las voces de los agentes demostraron 
a Luciana que todo había acabado. Se escuchaban llantos, llantos de 
hombres. Llantos de policías que no podían comprender, no podían 
entender qué era todo aquello.  

Luciana no quería ser acribillada y antes de salir gritó: 

—¡Soy Luciana, soy quien les llamó! Soy una mujer de verdad. ¡No disparen, 
por favor! —abrió muy despacio y asomó los ojos, sin dejar la escoba en 
ningún momento, fue poco a poco desentornando la puerta. 

Ante ella, un gran amasijo de carne humana y de muñecas destrozadas, 


unos encima de otros, sin casi poder distinguirse, a lo largo del pasillo de 
colores sugestivos ahora salpicado y pringado, hasta los techos y las 
lámparas, de silicona y carne humana.  

—¡Salga, señorita, salga poco a poco! ¡Deje la escoba en el suelo! —Le gritó 
un nacional apuntándole con los ojos desorbitados y la respiración 
agitada—. ¡Acérquese poco a poco! —Y la miraba con minuciosa 
escrupulosidad para cerciorarse de que era mujer y no muñeca—. ¿Señorita, 
qué ha pasado aquí? 

—Creo, creo… —dijo la pobre Luciana, llorando a moco tendido, 


haciéndose un hueco entre las vísceras y el plástico, y pisando, sin querer, la 
cabeza de la muñeca japonesa, ahora horrible y deforme—. Creo que no 
las limpié bien… 
El policía pensó que la mujer era presa del trauma, como él mismo, y que su 
cerebro no regía bien. Se acercó, la tomó del brazo y juntos bajaron las 
escaleras del puticlub.  

También podría gustarte