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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


CARRERA DE FILOSOFÍA
Filosofía de la historia

“Historical Language, and Historical Reality”, en Narration and Knowledge, Columbia


University Press, 1985 (conferencia de 1967), traducción de Pablo Pachilla de los
parágrafos II y III

II

Las inconmensurabilidades entre las proposiciones científicas y las filosóficas


reflejan la inconmensurabilidad de dos relaciones distintas en las cuales el lenguaje se
posiciona frente al mundo. En una relación, el lenguaje se posiciona frente a la realidad
meramente en la relación parte-todo: está entre las cosas que contiene el mundo, y es
meramente un elemento más en el orden de la realidad. En su otra relación, el lenguaje
se ubica en una relación externa frente a la realidad en su totalidad, en sí mismo
incluido al ser considerado como incluido en el inventario de la realidad. Es
principalmente externa cuando lo entendemos en su capacidad de representar el mundo,
y por ende en su capacidad de ostentar lo que he denominado en otra parte valores
semánticos, por ejemplo, “verdadero” y “falso”. Entenderé como lenguaje cualquier
cosa que sea representacional en este sentido, como ser fotos, mapas, conceptos, ideas -
éstas también ostentando esta relación doble con el mundo. Supondré que no hay nada
en el mundo que no sea susceptible de una representación verdadera modulo alguna
convención de la adecuación representacional, y esto, por supuesto, es verdadero del
lenguaje mismo cuando es tomado en su lugar intramundano: así la lingüística
descriptiva. Entonces, en cierto modo es imaginable que haya una representación ideal
de la realidad que sea completa, una mapeo-figura (map) descriptivo-a perfecto-a del
mundo, del complejo todo, lenguaje incluido, recuperablemente proyectado sobre el
lenguaje como una representación: el tipo de cosa soñada por Borges. Pero entonces se
ubica entre el lenguaje así entendido y la realidad así entendida, un espacio metafórico
que no es parte ni del lenguaje ni de la realidad, las dos separadas, por así decir, por lo
que el filósofo continental designaría como un rien. Entonces el espacio entre el
lenguaje y el mundo (…ce n´est que rien) no aparecería en sí mismo en el mapa. Las
clases de satisfacción de conexiones correspondientes que incluyen conceptos como
verdad, denotación, instanciación, ejemplificación, ya que las últimas se mantienen
entre la realidad y lo que está mapeado, nunca son parte del mapa. Es por estas razones
que el Tractatus, que está principalmente dirigido (como yo diría que todo trabajo
filosófico lo está) sólo a estas conexiones, no tiene lugar en el lenguaje que caracteriza
para las proposiciones del Tractatus. Esta es su magnífica intuición. Su mayor falla es
suponer que hay alguna manera particular en que el lenguaje y la realidad deben estar
cada una compuesta respectivamente de proposiciones atómicas y hechos atómicos co-
estructurales para que pueda haber mapeo, y su asimilación de los vehículos de
descripción a lo que es después de todo sólo una clase conspicua de vehículos
representacionales, como ser fotografías. Pero sigamos indagando en nuestro
diagnóstico más general.
Supondré que la ciencia puede ser pensada como al menos un intento de
describir el mundo, más allá del mapa, por así decir, o de rectificar o incluso, en una
revolución científica, reemplazar el mapa, sean cuales fueren las estrategias particulares
empleadas para alcanzar estos objetivos. Si la filosofía fuera como la ciencia, también

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estaría realizando mapas de la realidad. No es eso, sin embargo, ya que su terreno es el
espacio entre el lenguaje y la realidad, y así no contribuye en nada a nuestra
representación de la realidad. La ciencia y la filosofía, entonces, están en ángulos rectos,
y se intersectan pero no pueden de ninguna manera entrar en conflicto, ya que yacen en
distintos planos lógicos.
La doble relación entre el lenguaje y el mundo, y especialmente en esos casos en
que el lenguaje mismo en su relación intramundana es su tema en la relación
extramundana de descripción, es excesivamente traicionera, como toda la historia de la
filosofía lo confirma. Ya que al describir el lenguaje como parte del mundo, y como
estando en relaciones mundanas tan dudosas con otras partes, estamos casi
irresistiblemente inclinados a pensar todas las relaciones entre lenguaje y realidad como
si fueran del tipo que relaciona una parte del mundo con otra: como ser a través de la
relación causal. Pero entonces esos términos que hacen referencia a las conexiones
extramundanas -palabras como “verdad”, “existencia”, “representación”, o mismo
“realidad”-, devienen notoriamente enigmáticos cuando son tratados como si fueran
conceptos descriptivos ordinarios o incluso especiales: buscamos algo que describan, o
los tratamos, por así decir, como meros ruidos. Una respuesta a esto es naturalizar estos
términos, forzándolos a hacer un trabajo meramente descriptivo, por ejemplo, como los
pragmatistas intentar hacer colapsar el concepto de verdad en el concepto de éxito. O
tratar estas palabras como son usadas habitualmente, por ejemplo, al describir los usos
en el lenguaje ordinario de palabras como “verdad”, estas descripciones vienen a formar
parte de aquel mapa de la realidad que describe la forma en que partes del lenguaje son
usadas en el mundo. La última empresa, entonces, entra en conflicto con esas teorías de
la verdad que la tratan como haciendo referencia a la relación entre el lenguaje y el
mundo, por ejemplo, en las teorías correspondentistas: que es el motivo por el cual la
famosa disputa entre Strawson y Austin parece tan fútil e inconclusiva, ya que uno se
dirigía a una descripción de “verdadero” en un plano y el otro a un análisis, en otro
plano, de la relación representada por ese término. De hecho, esa controversia está en
consonancia con aquellas que hemos intentado caracterizar hasta ahora en este ensayo,
las cuales surgen del intento de naturalizar un concepto semántico, o semantizar un
concepto natural. Cuando esto pasa se refleja en la conciencia como una vetusta
comedia dialéctica que sólo puede ser terminada desenmascarando a uno de los
controversialistas inconscientemente disfrazados.
Podemos ilustrar esto con la teoría causal de la percepción, en la cual ambos
tipos de relaciones están involucrados, ya que nuestras percepciones están consideradas,
en esa teoría, al mismo tiempo como por dentro y por fuera del mundo. Es por esto que
posiciones del tipo de las ejemplificadas (I) son generadas naturalmente. La teoría
causal emerge principalmente para las teorías representacionistas de la percepción –
donde la conexión perceptual de uno con la realidad es mediatizada por una entidad
interviniente, un percepto1 (o Idée) que entonces remite a, o representa esa realidad.
Esto supone, en la percepción “verídica”, que hay un objeto o al que mi percepto, por
así decir, se refiere y al cual representa correctamente (Descartes y Russell en varios
puntos suponen que remite a o, pero esto debe ser atribuido a una instancia ulterior de
dominación por una teoría pictórica de la representación). La falla en la representación,
entonces, define la alucinación como inadecuación de la representación, que define
asimismo la ilusión, pero lo que parece obviamente verdadero es que en este nivel, los
perceptos han sido entendidos sobre un modelo aparentemente más adecuado a las
oraciones –una teoría representacionista del lenguaje no es de ninguna manera extraña-

1
En el original, “percept”.

2
y la percepción verídica es así analizada a lo largo de líneas lógicas sugeridas por una
teoría correspondentista de la verdad. Pero es característico de las teorías filosóficas de
la percepción el ser trazadas sobre modelos lingüísticos: la semantización de la
percepción no es endémica a la teoría representacionista de la percepción. Ahora,
cuando uno semantiza de esta manera, automáticamente se sigue que la veracidad es
algo externamente conferido a los perceptos, que en sí mismos son neutrales acerca de
si son verídicos o no: de nuevo, como las oraciones. La causalidad es introducida para
eliminar una clase de casos en los cuales un hombre h goza de una percepción verídica
sin tener conocimiento. Así, supongamos que estoy teniendo un conjunto de
percepciones que de hecho representan el mundo verídicamente, pero que esto es mera
coincidencia; por ejemplo, tengo perceptos que están causados por factores que no
tienen nada que ver con eso en el mundo que hace que mis perceptos seas verídicos, o
que satisface lo que podríamos denominar las condiciones de veracidad de mis
perceptos. Yo podría estar soñando o estar drogado, y el contenido de mi experiencia
podría, aún así, ser indistinguible de lo que habría sido si yo hubiera estado, por el
contrario, mirando a la realidad a la cara. Entonces, uno añade esto a la noción de
veracidad: un hombre h tiene una percepción verídica de un objeto o si (i) o satisface las
condiciones de veracidad del percepto p y (ii) el hecho de que h tenga p está causado
por o. La causalidad cierra, o pretende cerrar, un hiato epistémico en el análisis del
conocimiento perceptual. No nos concierne en este punto si lo logra o qué otros hiatos si
es que los hay abre el análisis del conocimiento perceptual. El punto es que los
perceptos están posicionados en dos relaciones interesantemente distintas con la
realidad, una causal y la otra semántica. Cabe recalcar que el objeto o deviene
doblemente relacionado: como la causa y como el tema2 de p.
Es a través de la conexión causal que la percepción parece caer bajo la esfera de
la ciencia, específicamente las explicaciones fisiológicas sobre cómo estamos causados
a tener las percepciones que tenemos. Y desde este punto aventajado, no hay espacio
lógico para el escepticismo, a no ser el escepticismo general para el cual la relación de
causa en sí misma es su objeto, tanto como la percepción y sus causas, ya que
igualmente bajo leyes causales, están indiferentemente en el mismo nivel de la realidad:
la causalidad es intramundana. Es a través de la relación semántica que entra el
escepticismo, ya que nuestros perceptos no portan su veracidad en sus rostros, y
podemos lógicamente tener todas las mismas experiencias sea que haya un mundo para
que ellas denoten, y sea que lo captemos bien o no. Para estar seguros, la causalidad
intentó ayudarnos con esta dificultad, pero los perceptos no portan, tampoco, sus
credenciales causales en sus rostros: nada sobre un percepto, y más aún que cualquier
otra cosa sobre cualquier otra cosa, garantiza lógicamente su propia historia causal o
inclusive el tener una historia causal. Así que si pensamos sobre la representación, hay
un problema del mundo externo, aunque si pensamos sobre la causalidad no lo hay, ya
que por virtud de la causalidad estamos, por así decir, ya dentro de la realidad, la cual es
definida por el orden causal. A la ciencia le concierne la causalidad; a la filosofía, la
representación. Es ese el motivo por el cual las preguntas filosóficas son ininteligibles
para la ciencia y las respuestas científicas son irrelevantes para la filosofía. Si
intentamos hacer colapsar una relación con la otra, o bien no hay problema o bien no
hay solución. Y estos señalamientos pueden ser extendidos hasta cubrir todas las
controversias que nos han ocupado, las cuales surgen en conexión con cosas que se
ubican, como el lenguaje, como internas a un mundo que también es externo a
consecuencia de las propiedades de la representación.

2
En el original, “subject”.

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Concluyendo estas prolongadas observaciones introductorias, es principalmente
porque es más natural describir que pensar sobre la descripción que la filosofía vino, en
el Siglo XIX y en el nuestro, a convertirse progresivamente en un problema para sí
misma. Porque, ¿qué describía? Ya que dominio tras dominio de la realidad se convirtió
en territorio de esta o aquella ciencia, comenzó a parecer que la filosofía no debía
describir nada: lo cual significó, en una parte de Europa, que debía ser no-significativa,
ya que la significatividad era definida en términos de descriptividad, y, en otra parte de
Europa, que debía haber nada y que la filosofía la describía. Finalmente, se pensó que el
problema había sido generado por la descriptividad misma, y que el lenguaje no se
agotaba en la descripción. Pero este, por supuesto, fue un intento inconsciente de
transformar la filosofía en una ciencia, interesada en la descripción del lenguaje en su
ubicación intramundana, esto es, como un conjunto de gestos (actos de habla) y
respuestas. Pero esta movida final dejó el problema de distinguir la filosofía de la
lingüística descriptiva, que ya había reclamado este territorio. Pero si mis superficiales
análisis tienen mérito, el espacio entre el lenguaje y el mundo es el hábitat de la
filosofía, y esto nunca puede ser parte del dominio de la ciencia ya que es siempre
externo a la ciencia cuando esta es entendida como representativa del mundo. La
filosofía es el estudio de esas fuerzas semánticas que atan el lenguaje a la realidad y lo
capacitan para expresar verdades. Es, tomando prestada la maravillosa caracterización
de Frege de la lógica, la ciencia de la verdad.

III

Es, creo, una contribución a la comprensión histórica el mostrar cómo tantos de


los más profundos conflictos que constituyen la historia intelectual pueden ser
rastreados hasta simples confusiones que he tratado de esbozar: confusiones en las
cuales, porque dos tipos de relaciones fueron inadecuadamente distinguidos, la filosofía
o la ciencia se desangraron mutuamente. Este sería un buen ejemplo de la manera en
que una disciplina no-histórica, la filosofía analítica, podría ayudar a la historia, en este
caso, a la historia intelectual, a alcanzar sus fines descriptivos y explicativos. Pero mi
anunciado propósito aquí es la comprensión de la historia misma como una empresa
descriptiva y explicativa, y es mi esperanza que las distinciones que he pergeñado
contribuyan seriamente a esto. Ya que cualquier cosa que sea verdadera del lenguaje
como tal debe por supuesto ser verdadera del lenguaje histórico.
Por “lenguaje histórico” tendré principalmente en mente una clase abierta de
oraciones que pretenden, al ser formuladas, describir eventos que tuvieron lugar
previamente a su proferición o inscripción. A pesar de que mi interés principal se
mantiene en las relaciones en las cuales dichas oraciones se posicionan frente a la
realidad, en este caso la realidad histórica, algunas observaciones esquemáticas sobre
las oraciones históricas se revelarán útiles.
A. No haré aquí distinción entre oraciones históricas y creencias históricas, entre
esas oraciones públicamente exhibidas y aquellas dichas o inscriptas en el alma. Esto es
débilmente justificable en que la aserción sincera de la oración s por un hombre h
presupone que h cree que s; y la última en turno presupone una disposición de orden
superior de parte de h para que afirme, en un sentido adecuadamente laxo del término,
la oración s. Por “laxitud adecuada”, quiero decir que uno puede afirmar la creencia de
que hay una silla en la habitación por sentarse en ella, no meramente por una locución
afectada como “Aquí hay una silla”. Es fuertemente justificable a través del hecho de
que las creencias están oracionalmente calificadas, lo que es lo mismo que decir que no
hay creencia que no sea la creencia de que algo es el caso, y lo que uno cree que es el

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caso está mapeado con las oraciones. Creer una oración histórica es creer que eso
sucedió anteriormente a la creencia que satisface la oración que se cree verdadera.
B. El no estar en tiempo perfecto o en un pretérito no descalifica en tanto tal una
oración como una oración histórica, siempre y cuando la oración en cuestión, sea cual
fuere su tiempo verbal, presuponga como una de sus condiciones de verdad una oración
en tiempo pasado. Así, “Johnson es ex-presidente” supone “Johnson era presidente”.
“George Sand publicará su tercera novela mañana” supone que George ha escrito al
menos otras dos novelas. “Notre Dame du Port está siendo restaurada” supone una
oración anterior a su proferición, referida al deterioro continuo de Notre Dame. Y así.
De desenvolver nosotros estas proposiciones gramaticalmente simples en distintas
cláusulas, utilizando los mecanismos refractarios de la forma lógica, encontraríamos
alguna oración sobre el pasado cuya falsedad le conferiría falsedad al todo. Así que si
bien en el tiempo presente y referidas a entidades que existen en el momento en que las
aserciones son hechas –al vicepresidente de Kennedy, a la dominante estructura
romanesca de Clermont-Ferrand-, cada una de estas oraciones supone como una
condición para su verdad alguna oración incontrovertiblemente histórica. Podemos
entonces descartar la sintaxis superficial como criterio para el lenguaje histórico, y
fijarnos, en cambio, en la semántica.
C. La satisfacción de una condición de verdad por al menos un evento anterior a
su proferición o inscripción puede ser contada como una regla principal del significado
para las oraciones históricas. Como tal, por supuesto, esta regla no discrimina entre
oraciones históricas verdaderas y falsas, ni deberíamos esperar que lo haga. La
distinción entre historia y ficción es inescrutable desde la perspectiva de la forma lógica,
en el sentido en que no se puede determinar, a partir las descripciones de un conjunto de
mundos posibles pero no componibles, cuál, si es que alguna, es satisfecha por el
mundo actual. Uno no podría saber, por la lectura sola, que el Acenso y Caída del
Imperio Romano no fue fabricado por la imaginación de Gibbon, y que la saga de los
Hobbits no era simplemente una crónica bien escrita de eventos reales. El Emperador
Caracalla no es particularmente más creíble que el Rey Aragorn. Pero una característica
especial de las oraciones históricas debe ser notada: a saber, que el tiempo de su
proferición es una de las condiciones de su verdad, siendo esto una cuestión de lógica y
no meramente de pragmática. “George Sand escribió La Mare au Diable” sería falso, a
pesar de que en algún lugar del tiempo George Sand de hecho escribió La Mare au
Diable, si lo primero fuera proferido en una relación temporal incorrecta con lo
segundo: en 1001 d.C., por ejemplo. Ya que el tiempo de una oración histórica es un
factor que cuenta respecto de su verdad, las oraciones históricas deben localizarse en la
misma escala temporal que los eventos que describen. Esto ciertamente distingue el
lenguaje histórico de otros tipos de lenguaje, ya que a pesar de que cualquier proferición
tiene un tiempo, éste es una condición de verdad sólo para las oraciones históricas. Por
lo cual es irrelevante para otros tipos de lenguaje cuya temporalidad no penetra en su
significado. El lenguaje no-histórico, de esta forma, puede ser semánticamente
atemporal.
D. Es conformemente analítico al concepto de lenguaje histórico que las
oraciones históricas estén en la historia, que estén en relaciones históricas definidas con
los eventos que describen, si son verdaderos. Se sigue de esto que las oraciones
históricas son externas a la historia si son verdaderas, ya que la exterioridad ha
caracterizado la relación entre el lenguaje y el mundo cuando el primero intenta
describir el último, y por ende, cuando sea que surjan preguntas sobre verdad-y-falsedad
(en contraste con “uso”). Las conexiones entre tiempo y verdad suponen que las
oraciones históricas están al mismo tiempo adentro y afuera de la realidad que describen

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–de lo que yo hablaré como realidad histórica- y que esta relación doble entre las
oraciones históricas y la realidad puede ser deducida, por así decir, de las reglas de
significación de las oraciones históricas en tanto tales. Con una semántica tan
complicada, es inevitable que estas relaciones se hayan confundido. Es exactamente esta
confusión, como mostraré, la que genera esos problemas en la filosofía de la historia
que quiero resolver. Quizás genera la filosofía de la historia como tal, ya que son
exactamente las confusiones como estas las que después de todo hacen surgir los
pseudoproblemas de la filosofía, si se me permite ser abusivo de una generación
analítica anterior.
E. Es posible entender la información temporal implicada a través de la
estructura lógica de las oraciones históricas meramente como un pedazo complejo de un
aparato referencial. Así, s como una oración histórica se usa a sí misma como un punto
de referencia para indicar la relación temporal entre sí misma y el evento al cual se
refiere. Por lo tanto, podemos excluir por el momento, como es en general apropiado,
las cuestiones de referencia de las cuestiones de significado, y concentrarnos en todo lo
que no sea su relación temporal con la oración que la describe, la cual es requerida de
un evento para satisfacer las condiciones de verdad de la última. Escribo “George Sand
escribió La Mare au Diable”. En el mundo una formidable, a veces travestida dama
consume un período de tiempo, quizás en Nohant, garabateando. Estos garabatos
conforman una novela, La Mare au Diable. Por el misterio del orden de lo relativo a la
sastrería que sea que las palabras son concordadas con el mundo, he producido un poco
de verdad histórica, gracias a una resoluta novelista berrichonne determinada a la
fortuna literaria. El que yo haya producido esta verdad no necesita ser lo mismo que
haber logrado un poco de conocimiento histórico, pero nuestros problemas por ahora no
residen allí. Lo que es crucial es que la deixis temporal que hemos hecho a un lado no
penetra, por así decir, los eventos a los que señala, y así el orden temporal como el que
hay entre mi oración y el evento que la satisface es irrelevante para la verdad de la
primera: déjesenos decir, en cambio: un poco de verdad tout court. Y la última puede,
por deliberada supresión de la referencia temporal, ser contada hasta el grado de
atemporal. Para estar seguros, puede haber información temporal de un tipo que
pertenezca al significado más bien que a la referencia, y así que sea satisfecho por
algunas características temporales del evento mismo, por ejemplo, que la hazaña llevó
tres años. Pero esto sería tiempo en, y no tiempo de el evento relativo a la oración que
hace verdadera. Cuando recompongo el factor referencial que he encontrado
conveniente aquí poner entre paréntesis, no doy, por así decir, más información
histórica: como máximo comunico que la información es histórica. Así, no te doy un
pedazo extra de verdad diciéndote que lo que te dije es verdadero. Entonces, que es
“histórico” en este sentido descarnado, referencial, no es ninguna parte del evento en
cuestión. Su ser-histórico sólo es una manera complicada de expresar una de las
maneras en las que está relacionado con su descripción, y de hecho, podemos decir tanto
de “histórico” siempre y cuando se aplique a oraciones en nuestro propio uso:
“histórico” es más o menos un predicado semántico, como “verdadero”.
F. Podemos así deshistorizar el lenguaje histórico por la simple supresión de la
porción relevante del aparato referencial, como en el parágrafo más arriba: „George
Sand‟(atemporalmente) denota a George Sand; „La Mare au Diable‟ (atemporalmente)
denota La Mare au Diable; „escribe‟ (atemporalmente) denota una relación entre lo
primero y lo último, por lo cual “escribe (George Sand, La Mare au Diable)” describe
atemporalmente un evento en Nohant, a pesar de que el escribir lleve tiempo y de que
los libros no existan antes de ser escritos. El momento en el cual esta oración es
satisfecha, en relación al momento en el cual la oración es proferida, es irrelevante para

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su verdad, y sólo se vuelve relevante cuando rehistorizamos. Relativamente, sin
embargo, al factor de que su relación con las oraciones con las cuales los describimos
no son parte de los eventos descriptos, podemos cautelosamente caracterizarlos como
“atemporales”. Esto no es para dejar portentosamente registrada alguna propiedad
interesante, incluso sorprendentemente metafísica, de la realidad histórica. Es relativo al
lenguaje y entonces sólo a un elemento de la ligazón referencial entre el lenguaje y la
realidad que los eventos son atemporales: nada se sigue respecto de la Eternidad del
Pasado. Todo lo que se sigue es que el ser-pasado del pasado no es una característica
esencial del pasado. Entonces podemos en principio dar una descripción completa del
pasado –una descripción verdadera- que no sería en absoluto enriquecida diciendo que
lo que acabamos de describir era pasado. Lo único que se agregaría sería información
sobre la relación temporal entre las oraciones y los referentes.

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