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La educación de los hermanos de niños con autismo

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Ana May 23,


Luengo 2011

Una de las cuestiones más complejas con las que nos


enfrentamos los padres, a la hora de educar a
nuestros hijos, es decidir por qué proyecto
pedagógico o por qué línea educacional decantarnos.
Las decisiones de cada cual responden tanto a las
diferentes formas de socialización, como a la
reflexión que se haga. Cuando es cosa de dos, la cosa
se complica. Como en ese chiste de las tiras de
Mafalda, en que la niña les pregunta a sus padres:
“¿Ustedes dos, tienen nuestra educación
planificada o la van improvisando nomás?”, a lo
que los padres con estupor contestan
simultáneamente lo contrario de lo que el otro
contesta, mientras se miran desconcertados.
Así, en la vida real los padres nos encontramos a menudo con ese conflicto. Cuáles son las
prioridades, cómo debemos armonizar dos puntos de vista no siempre iguales, cuál es el
punto de encuentro, qué debemos aceptar de nuestra propia experiencia como niños o qué
debemos rechazar. Decidir esas cosas no deja de ser vital para educar a los hijos con cierta
coherencia, pues lo que parece obvio es que cualquier niño requiere de esa coherencia para
crecer en un ambiente predecible, coherente y sano. Pero… ¿es eso tan sencillo?

La cosa se complica aun más cuando los padres deben educar a más de un niño, pues la
sorpresa es que no hay dos niños iguales y nunca responden de la misma forma a los
métodos que ya funcionaban con éxito en casos anteriores. Imagínense entonces qué
ocurre cuando uno de los hermanos requiere de métodos educativos algo peculiares.
Métodos educativos que no se pueden haber aprendido ni de la propia experiencia, ni de la
reflexión durante el embarazo, ni de la lectura de los libros de preparación para ser padres
perfectos de niños programables para responder con exactitud a cada una de las opciones.

Yo siempre pienso que a la inmensa mayoría de los padres de niños con autismo nadie nos
preparó para criarlos ni nos advirtió de que algo así fuera posible. De ahí la frustración de
que no funcionara lo que creíamos aprendido. Ni lo pudimos aprehender basándonos en
nuestra infancia y en la experiencia –o los errores– de nuestros progenitores, ni lo pudimos
aprender jugando con las muñecas de Famosa, ni observando a los parientes, vecinos y
allegados con sus retoños. Hemos tenido que aprenderlo, tras superar esa profunda
frustración, a base de lecturas, de entrenamiento, de errores, de paciencia, de compartir
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experiencias y de muchísima creatividad. Si a casi todos los padres les sale de forma natural
poner una voz determinada, cantar los cinco lobitos o hace el cucutrás con sus retoños, a
los padres de niños con autismo no nos salió natural tomar un lápiz y un cuaderno ante
situaciones cotidianas, hablar con signos o confeccionar tablas de premios -en forma de
dulce o patata frita- por cualquier cosita que nuestro hijo debería hacer o aprender de
forma espontánea o natural.

En el caso de que un niño con autismo tenga hermanos neurotípicos, la situación puede
mostrar claras divergencias en el trato que se les da a los hijos. Entonces, la pregunta que
los padres deberíamos hacernos es: cómo armonizar más de una línea educativa sin que
nuestros hijos crezcan con la sensación de no tener adónde agarrarse. No es una pregunta
banal, porque la convivencia familiar está llena de pequeños detalles en los que hay que
actuar de una forma determinada. Como ejemplo personal, yo nunca pensé que fuera a
educar a mis hijos usando recompensas. Yo pensaba, aun sin hijos a mi alrededor, que los
niños deben aprender cuáles son sus deberes y cuáles son sus obligaciones sin someterlos
a chantajes de ningún tipo, ni a condicionantes materiales. Lo habré defendido en más de
una sobremesa, totalmente convencida de mi sabiduría, aunque no tuviera todavía hijos. Lo
sigo pensando de forma teórica y general, pero ¿qué hacer cuando mi hijo con autismo
necesita de esos condicionantes para aprender, porque mi sonrisa no le basta? ¿Y qué
hacer si a él le ofrezco un pedacito de chocolate tras uno de sus avances, mientras que a mi
hija se lo niego por el mismo éxito? La cuestión es cómo explicar esa diferencia, injusta
obviamente a sus ojos de niña; o cómo integrar esas cosas en nuestra vida, sin traicionar así
a algunos de mis principios como madre. ¿Darle a ella a veces ese chocolate, pero no como
recompensa? ¿No dárselo a él cuando ella está presente? ¿Reducir los condicionantes de mi
hijo y premiarlos de otra forma, afectivamente, festivamente, a los dos?

Para intentar contestar a estas preguntas, primero hay que diferenciar entre dos tipos de
familia. Porque cuando se tiene más de un hijo, y uno de ellos tiene autismo, pueden pasar
dos cosas: que el primer hijo sea el que tiene autismo, o que el hijo sin autismo haya sido el
primero. Vayamos por pasos.

Si el primer hijo tiene autismo, y los padres se han puesto manos a la obra, el segundo hijo
llega a un hogar donde los pictogramas, las historias sociales y las recompensas están a la
orden del día. El segundo hijo simplemente aprende a vivir así, y si acaso son los padres los
que deben volver a practicar una forma de comunicación más relajada y natural, y
sorprenderse gratamente de que no requiera de esas recompensas para tantas cosas.
Cuando mi hija pequeña nació, alguien me hizo notar que yo le hablaba como a mi hijo
mayor, es decir, como si ella tuviera autismo: con gestos exagerados, con una entonación
teatral, con apoyos visuales. Mi experiencia como madre era ésa, pensé, y además también
pensé que esa forma de comunicación tan exitosa con mi hijo mayor, no podría ser
perjudicial con mi hija. No creo que lo haya sido. Sin embargo, en otras cuestiones como los
premios, como los límites, sí que se impone cierto conflicto. Mantener dos líneas de
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educación puede resultar muchas veces algo estresante, y sobre todo frustrante para todos.
En mi caso me he decantado, en primer lugar, por relajar de alguna forma mis convicciones.
En segundo lugar, intento llevar a cabo esas dos líneas, pero no de forma paralela, sino
intentando unirlas en algún momento. Es decir que, en el caso de mi hijo con autismo, no
baso toda su educación en un sistema de recompensas, sino que lo he ido limitando a
algunos objetivos concretos, como el hecho de dejar los pañales o permitir que le cortaran
las uñas de los pies. Y a mi hija sin autismo, por otra parte, sí le caen ciertos premios
también en ocasiones especiales para ella, que probablemente en otro contexto no
requerirían ninguna recompensa y que, sin mi experiencia como madre de esta familia, me
haría llevarme las manos a la cabeza. De forma optimista, mi objetivo es que algún día
ninguno de los dos espere ni necesite recompensas materiales para aprender ni para
comportarse de una forma adecuada. Pero voy hacia ello con calma.

Me pregunto también qué ocurre si el primer hijo no tiene autismo, y los padres ya creen
haber encontrado el método educacional más apropiado. En ese caso, imagino que puede
ser más difícil integrar al niño mayor en todos esos cambios que se producen en la
dinámica de la familia. Pues para él o ella, eso aparece como una gran injusticia. Si antes
íbamos -se preguntará el crío- a cualquier fiesta multitudinaria, ¿por qué ahora no podemos
ir más? Si antes decidíamos espontáneamente irnos al cine, al circo, a la playa, ¿por qué
ahora debemos vivir con una agenda férrea que dicta nuestra vida? A los celos normales de
los hijos, a la competitividad que hay siempre entre hermanos, se suma la desorientación
de tener que cambiar la propia vida, la dinámica familiar, por el nuevo miembro de la
familia, quien, además, no siempre es el compañero de juegos con el que el crío habrá
soñado.

No tengo respuestas para todo esto, por supuesto, apenas son reflexiones sobre los
problemas y conflictos que pueden surgir en familias, cuando uno de los hijos tiene
autismo. Por mi experiencia, y observando a otras familias, sí tengo algunas sugerencias
que en nuestro caso funcionan. En primer lugar se trata de algo que puede ayudar a
coordinar esas líneas diferentes que se deben llevar. En una familia todos los miembros
deberían saber que son parte de un equipo, y que se deben ir ayudando, apoyando y
esperando a los demás, cuando sea necesario. Ahora bien, esa convivencia también puede
crear frustración y rencor en algunos de sus miembros, sobre todo en aquellos que por su
edad y falta de madurez no entienden a qué se deben los cambios, las diferencias, las
atenciones no siempre equilibradas. Por eso, cada uno de nosotros debe tener sus espacios
de libertad, y en la familia en su conjunto se debe dar cabida a constelaciones dinámicas y
cambiantes. Constelaciones donde se combine uno de los padres con uno de los hijos, para
poder mantener la agenda familiar sin perder ni la espontaneidad ni la multitudinaria
socialización, también necesaria para algunos. Combinar el sentimiento de cohesión
necesario, sin perder la libertad de cada cual, porque en esos espacios es cuando el niño sin
autismo se puede sentir el protagonista, y recibir la atención de los adultos sin roces con los
límites que se imponen en conjunto. Esto es una carrera de fondo, aunque pueda mejorar
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en mayor o menos medida. Bajo la premisa de potenciar constelaciones dentro de la
familia, sería importante planificar –sí, planificar- la rutina semanal, las vacaciones, los días
libres, la vida familiar. Probablemente se trate de un punto de partida para no perder la
energía de todos los que están en el mismo barco. Y también para permitir que los
hermanos de niños con autismo puedan desarrollarse y sentirse el centro de atención a
ratos, cosa que necesitan, como cualquiera.

La segunda sugerencia tiene que ver con eso. Si entre todos los hermanos se da rivalidad,
competencia, celos y envidias, en el caso de las familias con un hijo con autismo la cosa
puede complicarse e írsenos de las manos. Todos esos sentimientos existen, obviamente,
pero de alguna forma se pueden manifestar de forma desconcertante. Como ejemplo, a mi
hija le fascinaba también poner las cosas en fila, y se concentraba para que le quedasen tan
bien como a su hermano, al que admiraba por esa agilidad envidiable, y se frustraba
terriblemente si no lo lograba. Ofrecerle al niño neurotípico la sensación de ser tan especial
como el otro –porque además lo es-, y que merece una atención individual en ciertos
momentos, puede facilitar las cosas. No deberíamos olvidar que su papel en la familia
tampoco es fácil. Sin querer, les obligamos a aceptar ya algunas responsabilidades que no
son comprensibles para su edad. Sin poderlo evitar, les exigimos un comportamiento en
algunos casos demasiado maduro. Mi hija sabe desde que es demasiado pequeñita que
debe ceder si quiere ahorrarse problemas, y que su hermano acostumbra a recibir primero
nuestra atención en sus necesidades, y que ella debe esperar pacientemente. Mi esperanza
es que ella viva su infancia sin demasiado estrés, con la seguridad de ser amada y aceptada
de forma incondicional, y con la convicción de ser única e irrepetible. Aunque a veces deba
ceder yo en algunas de mis convicciones pedagógicas, tomadas desde la inexperiencia
absoluta cuando no tenía aun hijos, no pierdo de vista que educarlos a los dos es una tarea
larga. Y, sobre todo, me recuerdo algo que aprendí gracias a mi hijo: que es mejor la
perseverancia a la prisa, la constancia a la urgencia. A mi hija todo esto le sirve por igual, y
creo que sale ganando.

Estas sugerencias no son una promesa de felicidad familiar, sólo son reflexiones de una
madre que va aprendiendo qué hacer y cómo hacerlo, y a ratos se equivoca. Como diría
Mafalda, los hijos son como los conejillos de indias. Una nunca está del todo preparada a
priori, no existe un entrenamiento ideal. Pero no por eso una debe dejar de hacerse la
pregunta de cómo lograr que sus hijos, siendo parte del mismo equipo, puedan recibir la
educación, la atención y el amor necesarios, sin caer en detrimento de ninguno de ellos.

4/4

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