Está en la página 1de 6

Vindicación de Antonio Gramsci

por Hernán Ouviña

Antonio Gramsci es uno de los intelectuales y militantes marxistas más importantes del
siglo XX. Nacido y criado en la enorme isla de Cerdeña, ubicada en el sur campesino de
Italia, luego de terminar con dificultades e interrupciones el secundario -y gracias a una
beca para estudiantes pobres- se traslada a la industrializada Turín, donde al poco tiempo se
suma a las filas del Partido Socialista y a colaborar con diversos periódicos de izquierda,
por lo que jamás llega a concluir su carrera universitaria. Tras participar del bienio rojo
(1919-1920), un proceso de toma de fábricas y autogestión obrera desplegado en la región
del Piamonte, contribuye a fundar en 1921 el Partido Comunista y es enviado a Rusia como
delegado de la III Internacional. En esta inmensa escuela a cielo abierto vive casi dos años,
conoce a los principales referentes del bolchevismo y también a quien será su compañera,
Julia Schucht (con la que tendrá dos hijos). Al ser electo diputado en 1924 y conseguir
inmunidad parlamentaria, retorna a Italia y asume la secretaría general del Partido, en un
contexto cada vez más represivo y de criminalización de las fuerzas opositoras al fascismo.
El tener fueros no impidió que, a finales de 1926, sea detenido por el régimen junto a otros
dirigentes comunistas. El fiscal que contribuye a su condena alega que se debe “impedir
que este cerebro piense por lo menos por 20 años”. Tras una década de encierro, a lo largo
de la cual redacta y pule gran cantidad de apuntes, fallece en un casi total aislamiento
político y afectivo en una clínica en Roma.

A pesar de no haber escrito libro alguno, nos ha dejado una infinidad de notas periodísticas,
escritos políticos, textos inconclusos, epístolas y cuadernos redactados tanto durante su
etapa juvenil como en sus años de cárcel, que en conjunto y al decir de José Aricó -uno de
sus traductores más sugerentes- constituyen un “cortaziano modelo para armar”. Tal vez eso
permita explicar no sólo los diferentes “usos” que se han hecho de sus categorías e ideas,
sino también ciertos abusos y lecturas antojadizas. Pero más allá de la polémica abierta
acerca de las posibles interpretaciones a que ha dado lugar su provisoria y fragmentaria
obra, hoy muchos de sus conceptos son parte del acervo de analistas políticos y periodistas,
como de activistas de partidos de izquierda, sindicatos de base, colectivos y movimientos
populares no sólo de América Latina, sino incluso de gran parte del mundo. Filosofía de la
praxis, Hegemonía, bloque histórico, intelectuales orgánicos, sociedad civil, sentido común
y Estado ampliado, resultan categorías de uso corriente en las Ciencias Sociales y también
en ámbitos educativos y culturales.

Gramsci toma distancia de las visiones que definen a la cultura y lo político como meros
reflejos de la infraestructura o “base material” de una sociedad, o aspectos secundarios en
el estudio y la transformación de la realidad. A contrapelo de estas lecturas deterministas,
postula que el hacer y el pensar, la materia y las ideas, lo objetivo y lo subjetivo, son
momentos de una totalidad en movimiento, que sólo pueden separarse en términos
analíticos, ya que configuran un abigarrado bloque histórico en el que se articulan y
condicionan de manera dialéctica, complejo proceso éste que no puede explicarse
únicamente desde la esfera económica (a la que, por cierto, no desestima).
Tampoco concibe al poder como mera fuerza física ni pura represión. Si bien esta arista
oficia de límite último y garante del orden, considera que es fundamental ampliar la mirada
y entender al Estado de forma integral, es decir, como una combinación de violencia y
consenso, o en sus propias palabras “hegemonía acorazada de coerción”, que involucra “el
conjunto de actividades prácticas y teóricas con las que la clase dirigente justifica y
perpetúa su dominación y además logra obtener el consenso activo de los gobernados”. El
poder deja de ser una “cosa” que se toma y manipula, para caracterizarse como una relación
de fuerzas entre clases y grupos antagónicos, en un plano macro-social y también a nivel
molecular, lo que permite hacer visible el carácter político de aquellos vínculos, lenguajes y
prácticas que se presumen neutrales o exentas de conflictividad.

Tal como afirma en varias de sus notas presidiarias (publicadas póstumamente bajo el
nombre de Cuadernos de la Cárcel), el análisis de coyuntura jamás se reduce al mero
“coyunturalismo”, sino que requiere incorporar una mirada histórica que articule pasado y
presente, contemple los ciclos de acumulación capitalista y los vaivenes de la lucha de
clases, tanto al nivel de la estructura (la matriz productiva, los vínculos y entramados socio-
económicos, las relaciones de producción, etc., que pueden medirse en una clave científica
y con mayor “objetividad”) como al de la superestructura (el Estado, las ideologías, el
armazón jurídico-político, etc.), y combine una lectura diacrónica (procesual, de la sociedad
en movimiento en su devenir) y a la vez sincrónica (de la simultaneidad de dimensiones
que se condicionan e inter-determinan como partes constitutivas de la sociedad, en un
momento histórico determinado).

Desde Paulo Freire, Héctor Agosti y John William Cooke, pasando por Orlando Fals Borda,
René Zavaleta, Julieta Kirkwood, Fernando Martínez Heredia, Edward Said, Gayatri
Spivak, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, hasta Álvaro García Linera y Pablo Iglesias, de
la teología de la liberación y las pedagogías críticas al movimiento zapatista en México, las
y los sin tierra en Brasil, y la nueva izquierda pos 2001 en Argentina, así como corrientes
del feminismo popular, el estudiantado combativo y las resistencias contra el despojo de los
bienes comunes y el colonialismo interno, todas y todos han apelado -en mayor o menor
medida, y más allá de sus matices o contrastes- a las sugerentes ideas y propuestas
revolucionarias de este autodidacta sardo, para dotar de coherencia y potencialidad a sus
proyectos e ideas y comprender de manera más certera la realidad, pero sobre todo en pos
de intervenir en ella y transformarla de raíz. Al respecto, tal vez la categoría más difundida
sea la de hegemonía. Si bien no es propiamente una creación suya (en la Rusia de
principios del siglo XX ya se usaba, sobre todo como sinónimo de “dirección política”), lo
cierto es que en los escritos de la cárcel supo otorgarle una connotación más compleja e
integral, al contemplar la dimensión subjetiva y de disputa cultural.

De acuerdo a Gramsci, la hegemonía, en tanto concepción del mundo arraigada en -y co-


constitutiva de- la materialidad de la vida social, busca construir un consenso activo
alrededor de los valores e intereses de las clases y grupos dominantes, que son
internalizados como propios por el resto de la sociedad, deviniendo “sentido común” y
principio articulatorio general. Muchas veces no somos nosotros y nosotras quienes
hablamos y actuamos, sino la hegemonía la que habla, siente y actúa a través nuestro.
Campo de lucha dinámico e inestable, lo hegemónico es habitado, confrontado y recreado a
diario por quienes resisten a una condición subalterna. De ahí que destaque el rol que
cumplen las instituciones de la sociedad civil (entre ellas los medios de comunicación y el
sistema educativo) como “trincheras” donde se disputan sentidos, y a través de las que se
difunden un conjunto de ideas, pautas de comportamiento y expectativas que contribuyen a
sostener y apuntalar -o bien a erosionar e impugnar- un entramado de relaciones de
dominación que, además de capitalistas, son patriarcales, racistas y adultocéntricas.

Al igual que para José Carlos Mariátegui, más que un itinerario inevitable, el marxismo es
concebido por él como una filosofía de la praxis que amalgama reflexión y acción, y cual
potente brújula permite orientar el análisis y la transformación de la sociedad, siempre
desde una óptica propia y original, haciendo posible la traducción y actualización de
aquellos conceptos e ideas que contribuyen a la construcción de una estrategia
revolucionaria acorde a los desafíos que depara el presente. No se trata de “aplicar”
esquemas o categorías prefabricadas, ni de considerar a la obra de Marx como un sistema
acabado o un conjunto de verdades irrefutables (ya que, como dirá irónicamente, “no es
pastor con báculo”), sino de recrear sus presupuestos y fundamentos, a partir de su
confrontación con la cada vez más compleja realidad que habitamos. Al fin y al cabo, como
afirma en sus notas de encierro, “la realidad está llena de las más extrañas combinaciones y
es el teórico quien debe hallar en esta rareza la confirmación de su teoría, ‘traducir’ en
lenguaje teórico los elementos de la vida histórica, y no, a la inversa, presentarse la realidad
según esquema abstracto”, ya que “toda verdad, incluso si es universal, debe su eficacia al
ser expresada en los lenguajes de las situaciones concretas particulares: si no es expresable
en lenguas particulares, es una abstracción bizantina y escolástica, buena para el
pasatiempo de los rumiadores de frases”.

Por lo tanto, las posibilidades de una revolución victoriosa no se emparentan en nada a un


“cálculo matemático”, en la medida en que Gramsci siempre supo defender una lectura del
devenir histórico contraria a la inevitabilidad y al evolucionismo lineal. No hay garantía
alguna de triunfo, ni “leyes naturales” que lleven al sistema a su colapso o derrumbe, sino a
lo sumo una apuesta colectiva, militante y consciente, por trascenderlo de manera integral.
Producto de la complejización del capitalismo y de la ampliación del Estado más allá de su
faceta meramente represiva, en sus Cuadernos de la Cárcel afirma que es preciso construir
una nueva estrategia revolucionaria, que deje atrás las lógicas vanguardistas de minorías
iluminadas que asaltan de manera abrupta el poder.

Si por lo general para el marxismo clásico la revolución remite ante todo a un momento de
destrucción del orden dominante, signado por la negatividad, la violencia y la impugnación,
para él ésta es una dimensión clave, pero no la única que caracteriza al proceso
emancipatorio. Aun cuando no desmerece esta faceta, la resitúa en un plano mayor donde
debe contemplarse la construcción y auto-afirmación, en tiempo presente, del proyecto
liberador de las clases subalternas, como columna vertebral que dote de sentido a la lucha
popular. Por ello, si algo tiene de original su propuesta revolucionaria, es que, sin dejar de
luchar en contra de los valores, instituciones y relaciones sociales hegemónicas, postula al
mismo tiempo ensayar aquí y ahora -o prefigurar- nuevos vínculos, dinámicas organizativas
y formas de concebir la realidad. Porque como sugiere Gramsci, “no puede haber
destrucción, negación, sin una implícita construcción, afirmación, y no en sentido
‘metafísico’, sino prácticamente, o sea políticamente”. Este carácter dual o bifacético de la
revolución, es sintetizado en los siguientes términos en otra de sus notas carcelarias: “No es
verdad que ‘destruya’ todo el que quiere destruir. Destruir es muy difícil, exactamente tan
difícil como crear. Puesto que no se trata de destruir cosas materiales, se trata de destruir
‘relaciones’ invisibles, impalpables, aunque se oculten en las cosas materiales. Es
destructor-creador quien destruye lo viejo para sacar a la luz, para hacer aflorar lo nuevo
que se ha hecho ‘necesario’ y urge implacablemente para el devenir de la historia. Por eso
puede decirse que se destruye en cuanto se crea”.

La revolución, como proyecto de destrucción-reconstrucción, implica entonces para


Gramsci erosionar y desmembrar los antiguos valores, normas, prácticas y relaciones que
estructuran y sostienen el orden socio-político capitalista en todas sus dimensiones, a la vez
que gestar alternativas que resulten -al decir de Paulo Freire- “inéditas y viables”, y sirvan
de base para la prefiguración del horizonte socialista por el que se lucha. Esta batalla, que
es al mismo tiempo ideológico-política, cultural y económico-productiva -ya que según
Gramsci “el socialismo es una visión integral de la vida”- requiere conjugar el sentir con el
pensar-hacer a nivel personal y colectivo, y antecede al momento más estrictamente de
desarticulación de ciertas estructuras institucionales donde se materializa y concentra el
poder.

“Toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración


cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos”, asevera Gramsci en uno
de sus primeros artículos periodísticos. Por ello para él la clase trabajadora, además de no
poder darse el lujo de ser ignorante (privilegio exclusivo de la burguesía), debe ser
dirigente antes de lograr ser dominante. Esta capacidad de dirección no remite a una
función tradicional de mando-obediencia como podría pensarse, sino a la conformación y
convite de un proyecto civilizatorio de nuevo tipo, que se nutra de -y arraigue en- la
cotidianeidad de los grupos y sectores oprimidos, brinde una orientación general a sus
prácticas concretas, y pueda irradiarse en tanto “reforma intelectual y moral” hacia el
conjunto de la sociedad, como concepción del mundo y modo de vida con potencialidad
anti-sistémica, de combate frontal contra el capitalismo, el patriarcado y la colonialidad.

La experiencia de los consejos barriales y de fábrica en Turín durante el bienio rojo (1919-
1920), pero también otros procesos de auto-organización popular equivalentes en el resto
de Europa, resultaron ser para Gramsci una demostración palpable -así como una
enseñanza- de la necesidad de que esta apuesta prefigurativa involucre la creación de
instituciones novedosas respecto de las formas tradicionales de organización sindical y
política, que debían ser gestadas desde abajo por las y los sujetos en lucha, como órganos
unitarios que reconstruyen lo que el capital escinde y atomiza. Esta constitución y ejercicio
de un poder popular de carácter democrático y antagónico a toda forma de explotación y
opresión, requiere no encapsularse en territorios o identidades exclusivas, ni desestimar una
vocación estratégica tendiente a crear una nueva cultura. “Se debe hablar de lucha por una
nueva cultura, o sea por una nueva vida moral, que no puede dejar de estar íntimamente
ligada a una nueva concepción de la vida, hasta que ésta se vuelva un nuevo modo de sentir
y de intuir la realidad”, sugiere Gramsci en otro de sus apuntes. La transformación
revolucionaria deja de ser, por lo tanto, un lejano horizonte futuro, para arraigar en
espacios, vínculos, valores, proyectos productivos y entramados de organización popular
actuales, basados en un nuevo universo de significación y en prácticas materiales
antagónicas al capitalismo como sistema de dominación múltiple, que en conjunto anticipan
el nuevo orden venidero.

Es indudable que esta propuesta gramsciana tiene notables puntos de contacto con Rosa
Luxemburgo, para quien la combinación entre reforma y revolución implica articular la
satisfacción de aquellas necesidades urgentes del presente, con el horizonte estratégico de
ruptura del orden capitalista, así como amalgamar fines y medios a través de la creación de
embriones del porvenir en nuestra realidad cotidiana, evitando tanto el vicio del
pragmatismo como el sectarismo. Consciente de la pertinencia de esta dialéctica entre
demandas inmediatas y horizonte final, Gramsci postula que “hay que conciliar las
exigencias del momento actual con las exigencias del futuro, el problema del ‘pan y la
manteca’ con el problema de la revolución, convencidos de que en el uno está el otro”. En
función de la complejidad de esta apuesta militante, también se mofa de quienes conciben
de manera simplona la edificación de la nueva sociedad y advierte acerca de la importancia
de que se complemente la paciencia con la pasión, a la par que se aúnan temporalidades y
luchas que se nos presentan como discordantes, sin descuidar aquella materialidad que
resulta ser el piso sobre el que pararnos para consolidar una alternativa de vida digna.

Gramsci postula que el dotar de cohesión a escala nacional a las clases y grupos subalternas
constituye una tarea fundamental. Sin embargo, esta labor ya no puede realizarla una
persona o individuo (tal como propuso Maquiavelo en El Príncipe), sino que debe ser
encarada por una organización colectiva. En el contexto italiano que condiciona la escritura
gramsciana, los dos sujetos de mayor relevancia que debían articularse -a partir de un
proyecto hegemónico en común- eran la clase obrera del norte y el campesinado del sur.
Romper el aislamiento en el que se encontraban sumidos estos sectores populares y dejar
atrás los mutuos prejuicios que generaron su desencuentro histórico, dotándolos de
cohesión y fortaleza ideológica y política, requería según él de la formación de una
intelectualidad orgánica, llamada a cumplir una función importantísima, al combinar sus
conocimientos teóricos (en tanto especialistas) con su capacidad organizativa (de
contribución a una dirección política y cultural). Esta intelectualidad, sólo puede ser
orgánica en la medida en que quienes la compongan no resulten agentes extraños que
comunican su “teoría” a las masas desde un afuera frío y remoto, sino en tanto emerjan
como un grupo o proyecto colectivo dinámico, que surge de las entrañas de los propios
territorios y movimientos populares, manteniendo un vínculo inmanente y constante con la
cultura y las actividades concretas de las y los oprimidos, y fundiéndose dialécticamente
con ellos/as en pos de un proyecto hegemónico alternativo.

Por cierto, la posibilidad de generar y consolidar un núcleo activo de intelectuales


orgánicos/as que dote de mayor encarnadura y coherencia a este tipo de procesos, no puede
disociarse de una pregunta central que formula en sus Cuadernos de la Cárcel: ¿se quiere
que existan siempre dirigentes y dirigidos/as? ¿O se quieren ir generando ya desde ahora las
condiciones para superar esa separación, es decir, para plantear una confluencia en donde se
diluya toda escisión entre gobernantes y gobernados/as? Es fundamental no omitir este
desafío, porque de lo contrario se puede interpretar a Gramsci como alguien preocupado
por construir una casta de intelectuales o educadores autosuficientes, que “guían” y
esclarecen al pueblo-ignorante. Nada más alejado de la propuesta pregonada por él, ya que
como se encarga de aclarar, ser un mero especialista “sabelotodo” no equivale a devenir en
un/a intelectual orgánico/a. El o la intelectual, además, debe tener una profunda convicción
política, así como una capacidad de reflexión (auto)crítica y una vocación organizativa,
pero no en un plano individual sino propiamente colectivo, teniendo como puntapié la vida
práctica de las y los de abajo, con el afán de recrear y/o fortalecer el entramado comunitario
en el territorio que habita y edifica junto con quienes participan del proyecto emancipatorio
en común. Y sin perder su intencionalidad catalizadora, Gramsci dirá que quienes cumplen
esa tarea deben estar siempre abiertos a ser educados/as, es decir, a aprender y nutrirse del
pensar-hacer y de los saberes plebeyos, de aquellos núcleos de “buen sentido” que laten o
se actualizan en la experiencia contemporánea y en las tradiciones históricas de quienes
integran estos entramados populares. De ahí que no resulte descabellado concebir a los
propios movimientos sociales y organizaciones de base como verdaderos intelectuales
colectivos que, en sus respectivos territorios, aportan a la creación de una nueva cultura,
prácticas disruptivas y una concepción del mundo antagónica a la hegemónica.

Como advertencia frente a posiciones iluministas y distantes de las necesidades y anhelos


del pueblo, Gramsci llegó a escribir en sus notas carcelarias que “los intelectuales creen que
saben, pero comprenden muy poco y casi nunca sienten”. Precursor del diálogo de saberes
y de la pedagogía de la escucha, se cuidó de no romantizar a las clases subalternas, pero
tampoco desestimarlas como protagonistas ineludibles en la creación de esa nueva cultura
liberadora, que involucra una profunda “reforma intelectual y moral” en y desde la
subjetividad de las masas, y desecha a la revolución como un evento futuro y lejano, al
reinventarla a partir de la praxis colectiva, multidimensional y de largo aliento, que tiene su
germen aquí y ahora, en cada resquicio de la vida cotidiana donde se prefigura la sociedad
del mañana.

Por eso necesitamos de Gramsci: para desnaturalizarlo todo y ensayar otros mundos en
nuestro presente, con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad siempre
a cuestas, ya que a pesar del contexto adverso que asola a Nuestra América (o tal vez
precisamente por eso), vale la pena recordar junto a este marxista italiano del sur global que
“existen en la historia derrotas que más tarde aparecen como luminosas victorias, presuntos
muertos que han hecho hablar de ellos ruidosamente, cadáveres de cuyas cenizas la vida ha
resurgido más intensa y productora de valores”.

También podría gustarte