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¿Qué es la metafísica crítica?

Ya no había realidad, tan sólo su caricatura.


Gottfried Benn

También hablamos del universo, de su creación y su futura destrucción.


Charles Baudelaire

En absoluto se nos escapa que “‘metafísica’ se ha vuelto una palabra —al igual que ‘abstracto’, e
incluso ‘pensar’— de la cual todo el mundo huye más o menos como de la peste” (Hegel). Y de
seguro es con un estremecimiento de goce malvado y con la turbadora certeza de meter el dedo en la
llaga, que restablecemos en su centro aquello que la frivolidad triunfante de la época creía haber
reprimido y rechazado para siempre hacia su periferia. Mediante este gesto, tenemos además el
descaro de pretender que de ningún modo estamos cediendo a algún sofisticado capricho, sino más
bien a una necesidad imperiosa, inscrita directamente en la historia. La Metafísica Crítica no es una
habladuría más en el curso de este mundo ni la última especulación actual salida del cráneo de alguna
inteligencia particular, es todo lo que nuestro tiempo contiene de más real.La Metafísica Crítica yace
en todas las tripas. Sin importar cuáles sean nuestras protestas en esta materia, no cabe ninguna duda
de que SE intentará, de una u otra manera, atribuirnos a nosotros su invención, teniendo como
objetivo ocultar este hecho envenenado: que ya existía mucho antes de encontrar su formulación, que
estaba incluso por todas partes, en estado de carencia durante el sufrimiento, de denegación durante
el entretenimiento, de motivo durante el consumo, o de evidencia durante la angustia. Sin duda
pertenece a la sórdida apatía, a la incurable superficialidad y a la repugnante insignificancia de estos
tiempos llamados “modernos”, el haber hecho de la metafísica la ociosa distracción a todas luces
inocente de algunos eruditos fraudulentos, y el haberla emasculado hasta reducirla al mero ejercicio
que conviene a dicho tipo de insectos: la mandibulación platónica. Y así, ya sólo por este aspecto, que
es imposible reducir a su expresión conceptual, la Metafísica Crítica es la experiencia que desmiente
fundamentalmente a la inepta “modernidad”, regocijándose cada día un poco más, con los ojos
abiertos ante el exceso del desastre.

ACTO PRIMERO “Cuando lo falso se vuelve verdadero, lo verdadero mismo ya es sólo un


espejismo. Cuando la nada se vuelve realidad, la realidad a su vez oscila en la nada.”
(Inscripciones que figuran en ambos lados de la entrada del “Reino del sueño y la ilusión inmensa” de
acuerdo con Sueño en el pabellón rojo.)

La civilización occidental vive a crédito. Creyó que podría durar para siempre sin hacerse cargo en
ningún momento de la morosidad de sus mentiras. Pero ahora se asfixia bajo el aplastamiento de su
peso muerto. Por eso, antes de llegar a consideraciones más sustanciales, nos es preciso comenzar por
hacer lugar y descongestionar este mundo de algunas de sus ilusiones, como por ejemplo aquella que
dice que la modernidad habría, como tal, existido. No corresponde a nuestras consideraciones
retrasarse con los hechos indiscutibles. Que el propio término de “modernidad” ya sólo despierte hoy,
como regla general, una ironía fastidiosa —y esto sin importar la senilidad progresista que la
acompaña—, hace que aparezca al fin como aquello que nunca ha dejado de ser: el fetiche verbal,
superstición de algunos cabrones y simples de espíritu, que rodeó la subida progresiva de las
relaciones mercantiles a la hegemonía social a partir del pretendido “Renacimiento”, en favor de
intereses que nos explicamos ya demasiado bien, esto es algo que apenas amerita exégesis. Aquí se
trata solamente de un vulgar caso de chantaje de etiquetas, cuya elucidación dejamos a los sacristanes
del historicismo futuro. Nuestro asunto es más grave de otro modo. Ocurre que, así como las
relaciones mercantiles jamás han existido en cuanto relaciones mercantiles, sino solamente como
relaciones entre hombres travestidos de relaciones entre cosas, así también lo que se dice, se cree o es
tenido por “moderno” jamás ha existido verdaderamente en cuanto moderno. La esencia de la
economía, ese pseudónimo transparente bajo el cual la modernidad mercantil intenta regularmente
hacerse pasar por una eternidad evidente, no tiene nada de económica; y ciertamente, su fundamento,
que le sirve además como programa, se enuncia en estos términos abruptos: NEGACIÓN DE LA
METAFÍSICA, es decir que para el hombre la tracendencia es la causa eficiente de la inmanencia, o en
otros terminos, de lo que cobra sentido en el mundo para el, lo suprasensible apareciendo en lo
sensible. Ese bello proyecto está contenido completamente en la ilusión aberrante, aunque eficaz, de
que una completa separación entre lo físico y lo metafísico sería posible (disyunción que toma muy a
menudo la forma de una hipóstasis de lo físico, erigido como modelo de toda objetividad, y que
ordena lógicamente una miríada de otras escisiones locales, entre vida y sentido, sueño y razón,
individuo y sociedad, medios y fines, artistas y burgueses, trabajo intelectual y trabajo material,
dirigentes y ejecutantes, etc., que no son, en su mayoría, menos absurdas, volviéndose cada uno de
estos conceptos abstracto y perdiendo todo contenido fuera de la interacción viva con su contrario).
Ahora bien, al ser realmente, es decir, humanamente, imposible tal separación, y al haber fracasado
hasta el día de hoy la liquidación de la humanidad, nada moderno pudo haber existido jamás como
tal. Lo que es moderno no es real, lo que es real no es moderno. Sin embargo, existe sin duda
una realización de ese programa, pero ahora que se culmina vemos también que es todo lo contrario
de lo que pensaba ser, en pocas palabras: la completa desrealización del mundo. Y toda la extensión
de lo visible lleva consigo a partir de ahora, por su carácter vacilante, el testimonio brutal de que la
negación realizada de la metafísica es sólo, después de todo, la realización de una metafísica de la
negación. El funcionalismo y materialismo inherentes a la modernidad mercantil han producido por
todas partes un vacío, pero este vacío corresponde a la experiencia metafísica originaria: donde las
respuestas que van más allá de lo ente —y que permitirían su orientación— han desaparecido, surge
la angustia, y el carácter metafísico del mundo aflora a la vista de todos. Nunca el sentimiento de la
extrañeza había sido tan agobiante como ante las producciones abstractas de un mundo que pretendía
sepultarlo bajo la inmensa opulencia incuestionable de sus mercancías acumuladas. Los lugares, los
vestidos, las palabras y las arquitecturas, los rostros, los gestos, las miradas y los amores, ya son sólo
las máscaras terribles que una sola y misma ausencia se ha inventado para venir a nuestro encuentro.
La nada ha colocado visiblemente sus cuarteles en medio de la intimidad de las cosas y los seres. La
superficie lisa de la apariencia espectacular cruje por doquier bajo el efecto de su crecimiento. La
sensación física de su proximidad ha dejado de ser la experiencia última reservada a unos cuantos
círculos de místicos, y por el contrario es la única que el mundo mercantil nos ha dejado intacta,
multiplicándola incluso con la desaparición programada de todas las demás; bien es cierto que es
también la única que se había propuesto explícitamente aniquilar. Todos los productos de esta
sociedad —ya sea la conceptualidad hueca de la Jovencita, del urbanismo contemporáneo o de la
música tecno— son cosas que el espíritu ha abandonado, y que han sobrevivido a todo sentido así
como a toda razón de ser. Son signos que se intercambian de acuerdo con movimientos planos, y que
no significan simplemente nada, como los amables mocosos del posmodernismo preferirían creer,
sino más bien la Nada. Todas las cosas de este mundo subsisten en un exilio perceptible. Son víctimas
de una ligera y constante disminución de ser. Indudablemente, esa modernidad que se quería libre de
misterios y que juraba liquidar la metafísica, más bien la ha realizado. Ha producido una decoración
conformada de puros fenómenos, de puros entes que no son nada más allá del simple hecho de
mantenerse ahí, en su positividad vacía, y que incitan sin descanso al hombre a experimentar “la
maravilla de las maravillas: que lo ente es” (Heidegger, ¿Qué es la metafísica?). Nos basta, dentro de
esta sala de espera ultramoderna hecha de hielo, mármol y acero a la que el azar nos ha llevado, una
fina relajación de la constricción cerebral para ver brutalmente todo lo existente deslizarse e
invaginarse en una presencia al mismo tiempo opresora y flotante, en la cual nada permanece. La
experiencia de lo Totalmente Otro nos alcanza así en las circunstancias más comunes, incluso al
interior de una panadería frescamente renovada. Un mundo se extiende ante nosotros, al cual nuestra
mirada ya no consigue abarcar. La angustia aguarda aquí en todas sus encrucijadas. Ahora bien, esta
experiencia desastrosa, en la cual emergemos violentamente fuera de lo existente, no es otra que la de
la trascendencia, al mismo tiempo que la de esa irremediable negatividad que contenemos. Es en ella
que toda la sofocante “realidad”, la misma que la gran maquinaria de la impostura social trabajaba
para establecer como evidencia, repentina y descuidadamente se hunde, dando lugar a la hiancia de su
nulidad. Esta experiencia es nada menos que el fundamento de la metafísica, donde ésta aparece
precisamente como metafísica, donde el mundo aparece como mundo. Pero la metafísica que vuelve
de este modo no es la metafísica que SE había desechado, pues vuelve como verdad y negación de
aquello que había vencido a la antigua, vuelve como conquistadora, como metafísica crítica. Puesto
que el proyecto de la modernidad mercantil no es nada, su realización no es más que la extensión del
desierto en la totalidad de lo existente. Y es este desierto lo que venimos a devastar.
Entronizada sin sostén justo en medio de las catástrofes que se amontonan, la dominación mercantil
(y por “dominación” nosotros no entendemos otra cosa que la relación de complicidad,
simbólicamente mediada, entre dominadores y dominados; por esto no cabe duda, para nosotros, de
que “el atormentador y el atormentado son uno solo, ya que el primero se equivoca al creer que no
participa del tormento, y el otro al creer que no participa de la culpa” — ¡a tu perrera, Bourdieu!) ya
no se siente en casa ante el singular estado de las cosas que sin embargo ha producido, y a la cual
desmiente cualquier mínimo detalle. Para convencerse de esto basta con prestar atención al paso de
nuestros contemporáneos, que nos recuerdan a una banda de fugitivos corriendo tras de sí mismos y
acosados por su propia inquietud metafísica. Ahora, para el Bloom es un trabajo de tiempo completo
el sustraerse de la experiencia fundamental de la nada, la cual arruina cualquier fe simple en este
mundo. La irrisión de las cosas amenaza en todo instante con sumergir la consciencia del Bloom.
Ignorar el olvido del Ser, cuya retirada nos rodea en cada banlieue, en cada vagina, así como en cada
gasolinería, exige a partir de ahora la ingestión cotidiana de dosis casi letales de Prozac, información
y Viagra. Pero todos estos remedios de corto alcance no suprimen la angustia; la ocultan solamente, y
la expulsan hacia una sombra propicia en su crecimiento silencioso. Finalmente, las revistas
femeninas de igual modo tienen que convencer —para vender sus mentiras y enfermedades— a sus
lectoras de que “La verdad es buena para la salud”; algunas multinacionales de cosméticos son
capaces de prodigar “metafísica, ética y epistemología” en sus envases; TF1 erige la “búsqueda de
sentido” como principio rentable de su programación futura; y Starck, ese falsificador ilustrado,
asegura en La Redoute que cuenta con algunos años de adelanto respecto de sus competidores,
componiendo para ella un “catálogo de no-productos para uso de no-consumidores”. Apenas nos
podemos imaginar qué tan interiormente desamparada está la dominación para que haya llegado a
esto. En estas condiciones, el pensamiento crítico tiene que dejar de esperar, de la constitución de un
sujeto revolucionario de masas, la revelación del carácter inminente de un trastornamiento social.
Esto lo debe más bien aprender a leer en la formidable explosión de la demanda social de
entretenimiento durante el período reciente. Este fenómeno es señal de que la presión de las
cuestiones esenciales, tan largo tiempo mantenidas en suspenso, y con tantos beneficios, ha
atravesado el umbral de lo intolerable. Pues, si UNO se diverte con semejante furor, hace falta, sin
duda, que se esté divirtiendo de algo y que ese algo se haya convertido en una presencia muy obsesiva.
“Si el hombre fuera feliz, tanto más lo sería cuanto menos divertido estuviera.” (Pascal)
Supongamos que el objeto que esparce por todas partes un terror tan notorio, y del que aún SE pudiera
negar su acción efectiva sólo en la medida en que no fuera nombrado, fuera la Metafísica Crítica (y se
trata aquí de una definición que quizá ya no volveremos a dar de una manera tan inteligible y clara).
Los inofensivos sociólogos no están naturalmente dotados de los órganos que les permitirían
comprender qué es lo que se está tratando aquí, así como por otra parte tampoco lo está el puñado de
pobres estetas inspirados por la indignación, que vituperan la miseria de la época desde lo alto de su
profesión de escritores, y que no ven en el consumo más que el consumo mismo. No es la
extraordinaria extensión del desastre lo que nos hace pensar en ser contestatarios, sino su
significación. El terror general al envejecimiento, la encantadora anorexia femenina, el apresamiento
de lo vivo, el apocalipsis sexual, la administración industrial del entretenimiento, el triunfo de la
Jovencita, la aparición de patologías inéditas y monstruosas, el aislamiento paranoico de los egos, la
explosión de actos de violencia gratuita, la afirmación fanática y universal de un hedonismo de
supermercado, todo esto conforma una elegante letanía para todo tipo de paroxistas. En cuanto al ojo
ejercitado, no ve en todo esto nada que acredite la victoria sin retorno de la mercancía y de su imperio
de confusión, sino que más bien vislumbra la intensidad de la espera general, de la espera mesiánica
de la catástrofe, del momento de verdad que al fin pondrá un término a la irrealidad de un mundo de
mentiras. Sobre este punto, como sobre muchos otros, no resulta superfluo ser sabateo.
Desde el punto de vista donde nos colocamos, la sumersión resuelta de las masas en la inmanencia y
su huida ininterrumpida hacia la insignificancia —cosas ambas que podrían hacernos perder la
esperanza en el género humano— dejan de aparecer como fenómenos positivos que tendrían en sí
mismos su verdad, y más bien son comprendidos como movimientos puramente negativos, que
acompañan al éxodo obligado fuera de una esfera de la significación que el Espectáculo ha
colonizado integralmente, fuera de todas las figuras, de todas las formas bajo las cuales
está permitido actualmente aparecer y que nos expropian del sentido de nuestros actos, así como de
nuestros propios actos. Pero esta huida ya no es suficiente, y hace falta entonces vender en paquetes
individuales el vacío dejado por la Metafísica Crítica. Lo New Age, por ejemplo, corresponde a su
dilución infinitesimal, a su travestimiento burlesco mediante el cual la sociedad mercantil intenta
inmunizarse contra ella. La constatación de la separación generalizada —entre lo sensible y lo
suprasensible, así como entre los hombres—, el proyecto de restaurar la unidad del mundo, la
insistencia en la categoría de la totalidad, la primacía del espíritu, o la intimidad con el dolor humano,
se combinan aquí de manera calculada como una nueva mercancía, como nuevas técnicas. El
budismo pertenece también a las muchas higienes espirituales que la dominación deberá poner en
marcha para salvar al positivismo y el individualismo bajo cualquier forma posible, para permanecer
un poco más en el nihilismo. En cualquier caso, SE vuelve incluso a blandir el estandarte apolillado de
las religiones, de las cuales SE sabe qué útil complemento pueden resultar en el reino terrestre de
todas las miserias (se sigue de esto que cuando un semanario de beatos en calzado deportivo se
preocupa ingenuamente, en su portada, si “¿El siglo XXI será religioso?”, será necesario leer más bien
“¿El siglo XXI conseguirá refrenar la Metafísica Crítica?”). Todas las “nuevas necesidades” que el
capitalismo tardío se enorgullece de satisfacer, toda la agitación histérica de sus empleados, e incluso
la extensión de la relación de consumo al conjunto de la vida humana, todas esas buenas noticias que
cree dar acerca de la perennidad de su triunfo, jamás miden por tanto otra cosa que la profundización
de su fracaso, del sufrimiento y la angustia. Y es este inmenso sufrimiento, que puebla las miradas y
endurece las cosas a tal grado, lo que él debe siempre nuevamente, en una carrera jadeante, poner a
trabajar degradando en necesidades la tensión fundamental de los hombres hacia la realización
soberana de sus virtualidades, tensión que no cesa de acrecentarse con la distancia que los separa de
ellas. Pero la evasión se agota y su eficacia tendencial decrece rápidamente. El consumo ya no
consigue enjugar el exceso de lágrimas contenidas. Por eso, le es necesario poner en marcha
dispositivos de selección cada vez más ruinosos y drásticos para excluir de los engranajes de la
dominación a aquellos que no pudieron asolar en sí mismos toda propensión a la humanidad. No está
supuesto que ninguno de los que participan efectivamente en esta sociedad ignore lo que le podría
costar el dejar que su auténtico dolor sea visto en público. No obstante, a pesar de esas maquinaciones,
el sufrimiento no deja de acumularse en la noche prescrita de la intimidad, en la que busca tanteando,
con obstinación, un medio para escurrirse. Y si se considera que el Espectáculo no le puede prohibir
eternamente manifestarse, tiene que concedérsela cada vez más a menudo, pero sólo travistiendo su
expresión, designando en el duelo planetario uno de esos objetos vacíos, una de esas momias reales
cuya confección es su secreto. Pero el sufrimiento no puede satisfacerse con semejantes
falsas-apariencias. Por eso espera, pacientemente, como si acechara la brutal suspensión del curso
regular del horror, donde los hombres se confesarían con un alivio sin límites: “Indeciblemente, todo
nos hace falta. Sucumbimos por la nostalgia del Ser.” (Bloy, Beluarios y porqueros)
Se comprenderá ahora ciertamente mejor que nosotros rehusamos todo tipo de paternidad para la
Metafísica Crítica: nos bastará con abrir los ojos para verla dibujarse entre líneas sobre la superficie
de la época, como su centro vacío. La Metafísica Crítica se entrega a quienquiera que tenga coraje de
vivir con los ojos abiertos, lo cual a la larga no exige más que una obstinación particular
que SE acostumbra hacer pasar por demencia. Pues la Metafísica Crítica es la rabia a tal grado de
acumulación que deviene mirada. Pero esta mirada, que se ha curado de todos los miserables
hechizos de la modernidad, no conoce el mundo como algo distinto de sí mismo. Ve que, bajo sus
formas vulgares, el materialismo y el idealismo han muerto, que “lo infinito es tan indispensable para
el hombre como el planeta donde vive” (Dostoievski) y que, incluso donde parece que UNO prospera
en la inmanencia más satisfecha, la consciencia está aún presente como inaudible sentimiento de
desmedro, como mala conciencia. La hipótesis kojèviana de un “fin de la Historia” en el cual el
hombre seguiría “viviendo como animal que está en concordancia con la Naturaleza y el Ser dado”,
en el cual “los animales poshistóricos de la especie Homo Sapiens (que [vivirían] en la abundancia y
en plena seguridad) [estarían] contentos en función de su comportamiento artístico, erótico y lúdico,
visto que por definición ellos se [contentarían] con todo esto”, y en el cual desaparecería el
conocimiento discursivo del mundo y de uno mismo, se ha revelado como la utopía del Espectáculo,
pero también se ha revelado, como tal, irrealizable. Manifiestamente no existe en ningún lado, para
los hombres, un acceso a la condición animal. La nuda vida es aún para ellos una forma de vida. El
desgraciado “hombre moderno” —pasemos por alto el oxímoron—, que había puesto un cuidado tan
virulento para liberarse de la carga de la libertad, comienza a entrever que esto es algo imposible, que
él no puede renunciar a su humanidad sin renunciar a la vida misma, que un hombre animalizado ni
siquiera es un animal. En el acabamiento de esta época todo lleva a creer que el hombre sólo puede
sobrevivir en el elemento del sentido. Nada, como el esfuerzo que nuestros contemporáneos emplean
para divertirse, nos muestra hasta qué punto lo posible que el hombre contiene tiende por sí mismo
hacia su realización. Sus propios crímenes le son dictados por el deseo de encontrar un empleo para
sus facultades. De este modo, pensar no representa para él un deber, sino una necesidad esencial, cuyo
incumplimiento es sufrimiento, es decir, contradicción entre sus posibilidades y su existencia. Los
hombres se marchitanfísicamente en la negación de su dimensión metafísica. Al mismo tiempo se
muestra claramente que la alienación no es un estado en el que estarían definitivamente sumergidos,
sino la incesante actividad que SEtiene que desplegar para mantenerlos en ella. La ausencia de
consciencia no es más que el refrenamiento continuo de ésta. La insignificancia tiene aún un sentido.
El olvido completo del carácter metafísico de toda existencia es sin lugar a dudas una catástrofe, pero
es una catástrofe metafísica. Y es la misma constatación lo que, a pesar de que tenga al menos treinta
años de antigüedad, se impone en el dominio del pensamiento: “La filosofía analítica contemporánea
se encarniza en exorcizar ‘mitos’ o ‘fantasmas’ metafísicos tales como el Espíritu, la Consciencia, el
Espíritu, la Voluntad, el Ego, disolviendo el contenido de estos conceptos en declaraciones sobre
operaciones, cumplimientos, fuerzas, disposiciones, propensiones, habilidades particulares y precisas.
El resultado muestra, de una manera extraña, que es imposible destruir estos conceptos.” (Marcuse,El
hombre unidimensional) La metafísica es el espectro que atormenta al hombre occidental desde hace
cinco siglos que éste intenta ahogarse en la inmanencia, sin conseguirlo.

ACTO SEGUNDO “La Verdad debe ser dicha, el mundo debe volar en pedazos.” (Fichte)

A pesar de esto, el gesto de reconocer el olvido del Ser, y por consiguiente de salir del nihilismo, no
tiene nada de evidente, nada que sea susceptible de un fundamento racional; se trata de una decisión
moral. Y no abstractamente, sino concretamente moral: pues en el mundo de la mercancía autoritaria,
donde la renuncia al pensamiento es la primera condición de “integración social”, la consciencia
resulta inmediatamente un actoy un acto del que es corriente que SE juzgue bueno privarte hasta la
hambruna, sea directa o indirectamente, mediante el simpático servicio de aquellos de los que
dependes. Ahora que todas las instancias represivas en que la moral se alienaba como moralidad caen
en pedazos, nos es por fin dado el conocerla en su radicalidad originaria que la designa como la
unidad de las costumbres de los hombres y de la consciencia que de ellas tienen, y, en cuanto tal,
como el enemigo absoluto de este mundo. Esto podría expresarse en términos más tajantes de la
manera siguiente: se combate o a favor del Espectáculo o a favor del Partido Imaginario; y entre
ambos no hay nada. Todos aquellos que pueden adaptarse a una sociedad que se adapta tan bien a la
inhumanidad, todos aquellos a los que sienta bien propinar la limosna de su indiferencia tanto a su
propio sufrimiento como al de sus semejantes, todos aquellos que hablan del desastre como si se
tratara de un nuevo mercado con prometedoras salidas, no son nuestros hermanos. Concebimos
su muerte como un hecho deseable. No les reprochamos que no se consagren a la Metafísica Crítica,
cosa que podría constituir, en calidad de discurso, un objeto social determinado, sino
que rechacen ver su contenido de verdad, el cual, estando en todas partes, excede toda determinación
particular. Ninguna coartada se sostiene ante tal ceguera; la aptitud metafísica es la cosa mejor
compartida en el mundo: “no es necesario ser zapatero para saber si te van unos zapatos” (Hegel);
rechazar ejercerla constituye, en las condiciones actuales, un crimen permanente. Y este crimen (la
denegación del carácter metafísico de lo que es) goza del beneficio de una tan duradera y general
complicidad que se ha vuelto revolucionario formular los principios a priori sobre los cuales se funda
toda experiencia humana. Aquí nos hace falta recordarlos, para vergüenza de los tiempos.
1. Así como la enfermedad no es manifiestamente la suma de sus síntomas, el mundo no es
manifiestamente la suma de sus objetos, de “lo que es el caso”, o de sus fenómenos, sino más bien, sin
duda, un carácter del hombre mismo. El mundo no existe en cuanto mundo más que para el hombre.
Inversamente, no hay hombre sin mundo; la situación del Bloom es una abstracción transitoria. Cada
uno se encuentra siempre-ya arrojado a un mundo del que hace su experiencia como totalidad
dinámica y del que, partiendo, tiene necesariamente una precomprensión, por rudimentaria que ésta
sea. Su simple conservación lo exige.
2. El mundo es una metafísica, es decir que la manera en que se da a primera vista su pretendida
neutralidad objetiva, su simple estructura material, participa ya de una cierta interpretación metafísica
que lo constituye. El mundo es siempre el producto de un modo de develamiento que hace entrar las
cosas en la presencia. Algo así como lo “sensible” existe para el hombre sólo en relación a una
interpretación suprasensible de lo que es. Evidentemente, esta interpretación no existe de manera
separada, no se encuentra en ninguna parte fuera del mundo, ya que ella es lo que lo configura. Todo
lo visible reposa sobre la invisibilidad de esta representación, la cual funda aquello que se da a ver, y
que develando al mismo tiempo vela. La esencia de lo visible no tiene, por tanto, nada de visible. Este
modo de develamiento, por imperceptible que sea, es bastante más concreto que todas las
abstracciones coloridas que SE querría hacer pasar por “la realidad”. Lo dado es siempre lo colocado,
y obtiene su ser de una afirmación original del Espíritu: “El mundo es mi representación.” En su
fondo, es decir, en su surgimiento, el hombre y el mundo coinciden.
3. Lo sensible y lo suprasensible son fundamentalmente lo mismo, pero de manera diferenciada.
Olvidar uno de los dos términos para hipostasiar el otro tiene como consecuencia volver a ambos
abstractos: “Destituir lo suprasensible suprime igualmente a lo meramente sensible y, con ello, la
diferencia entre ambos.” (Heidegger)
4. La intuición humana primitiva no es sino la intuición de la representación y la imaginación. La
pretendida inmediatez sensible le es posterior. “Al comienzo los hombres sólo ven las cosas tal como
aparecen a ellos y no tal como ellas son; no ven en las cosas las cosas mismas, sino la idea que se
hacen de ellas.” (Feuerbach, Principios de la filosofía del futuro) La ideología de lo “concreto”, que
fetichiza de acuerdo con sus diferentes versiones lo “real”, lo “auténtico”, lo “cotidiano”, las
“pequeñeces”, lo “natural” y otras “rebanadas de vida”, no es sino el grado cero de la metafísica, la
teoría general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica bajo una forma popular, su punta
de honor espiritualista, su sanción moral, su complemento ceremonial, su motivo universal de
consolación y justificación.
5. Todas las evidencias indican que “el hombre es un animal metafísico” (Schopenhauer). Y por ello
no hay que entender únicamente que él es ese ser para el cual el mundo cobra sentido hasta en su
insignificancia, o cuya inquietud no se deja tranquilizar por nada que sea finito, sino eminentemente
que toda su experiencia está tejida en un tela que no existe. He aquí por qué los sistemas propiamente
materialistas, así como el escepticismo absoluto, jamás han podido ejercer por sí mismos una
influencia muy profunda o duradera. Ciertamente, el hombre puede contenerse, durante largos
períodos de tiempo, de hacer metafísica conscientemente, y es así como se las arregla regularmente,
pero no puede prescindir por completo de ella. “Nada es tan portátil, si se quiere, como la metafísica.
[…] Y lo que sería difícil, e incluso rigurosamente imposible, sería no tenerla, sería que alguien no
tuviera su metafísica, o al menos algo de metafísica… Lo que ocurre es que no solamente todo el
mundo no tiene la misma, lo cual es demasiado evidente, sino que todo el mundo no la tiene ni del
mismo tipo, ni del mismo grado, ni de la misma naturaleza, ni de la misma calidad.”
(Péguy, Situaciones)
6. La metafísica no es la simple negación de lo físico, sino simétricamente su fundamento y su
superación dialéctica. El prefijo meta-, que significa tanto “con” como “más allá”, no tiene el sentido
de una disyunción, sino de una Aufhebung, en el sentido hegeliano. Por eso la metafísica no es nada
abstracta, ya que es lo que funda toda concreción; es lo que se mantiene detrás de lo físico y lo vuelve
posible. La metafísica “supera la naturaleza para alcanzar aquello que se esconde en o tras ella, pero
considerándolo siempre como lo que en ella se manifiesta, y no con independencia de todo fenómeno”
(Schopenhauer). La metafísica designa, por tanto, el simple hecho de que el modo de develamiento y
el objeto develado permanecen en un sentido original como “la misma cosa”. Por eso no es, en su
conjunto, otra cosa que la experiencia en cuanto experiencia, que sólo es posible a partir de
una fenomenología de la vida cotidiana.
7. Las derrotas sucesivas que la ciencia mecanicista no ha dejado de sufrir y contener desde hace un
siglo, tanto en el frente de lo infinitamente grande como en el de lo infinitamente pequeño, han
condenado definitivamente el proyecto para establecer una física sin metafísica. Y hace falta
nuevamente, tras tantos desastres previsibles, reconocer con Schopenhauer que la explicación física
que rechaza ver que “en cuanto tal, requiere aún una explicación metafísica que le proporcione la
clave de todos sus supuestos […] llega a tropezarse en todos lados con una explicación metafísica que
la suprime, es decir, que le quita su carácter de explicación.” “Los naturalistas se esfuerzan en mostrar
que todos los fenómenos, incluso los espirituales, son físicos, y en esto, tienen razón; sólo que no se
dan cuenta de que todo lo físico es a la vez, por otro lado, metafísico.” Y leemos las siguientes líneas
como una profecía amarga: “Cuanto más grandes sean los progresos de la física, más vivamente
harán sentir la necesidad de una metafísica. En efecto, un conocimiento de la naturaleza más exacto,
más ampliado y más profundo, por un lado, mina y finalmente invalida las ideas metafísicas vigentes
hasta entonces; y, por otro lado, plantea el problema de la metafísica de forma más clara, correcta y
completa, separándolo netamente de todo elemento físico.”
8. La metafísica mercantil no es una metafísica más entre otras muchas, es la metafísica que niega
toda metafísica y primeramente a sí misma como metafísica. Es por esto que es también, de entre
todas, la metafísicamás nula, la que querría sinceramente hacerse pasar por una simple física. La
contradicción, es decir, la falsedad, es su rasgo más duradero y distintivo, que afirma tan
categóricamente lo que no es sino una pura negación. El nihilismo corresponde al período histórico de
la explicitación de esta metafísica, y de su nulidad. Pero esta explicitación tiene también que ser ella
misma explicitada. Y de una vez por todas: no hay mundo mercantil, sólo hay un punto de vista
mercantil del mundo.
9. El lenguaje no es un sistema de signos, sino la promesa de una reconciliación de las palabras y las
cosas. “Sus universales son los elementos primarios de la experiencia; no como conceptos filosóficos,
sino como cualidades reales del mundo que afrontamos diariamente […]. Cada universal sustancial
encierra cualidades que sobrepasan toda experiencia particular, pero que persisten en el espíritu, no
como una invención de la imaginación ni como posibilidades lógicas, sino como la sustancia, la
‘materia’, de la que está hecho nuestro mundo.” De lo que se sigue que la operación mediante la cual
un concepto designa una realidad constituye a la vez una negación y una realización del mismo. “El
concepto de belleza comprende toda la belleza no realizada aún; el concepto de libertad, toda la
libertad no alcanzada aún.” (Marcuse, El hombre unidimensional) Los universales tienen un
carácter normativo, y es por esto que el nihilismo les ha declarado la guerra. “El ens
perfectissimum es al mismo tiempo el ens realissimum. Cuanto más perfecta es una cosa, más es.”
(Lukács, El alma y las formas) Lo excelente es más real, más general, que lo mediocre, pues realiza
más plenamente su esencia: el concepto ciertamente unifica una variedad, pero la unifica
aristocratizándola. El pensamiento crítico es aquel que efectúa la salida del nihilismo a partir de la
trascendencia profana del lenguaje y el mundo. Para él, lo trascendente es que el mundo es, y lo
indecible es que hay lenguaje. Una facultad de conflagración poco común se une a la consciencia que
recorre su tiempo desde el borde de semejante nada. Cada vez que encontró la lengua para
comunicarse, la historia conservó su marca. Lo que es esencialmente importante es concentrar los
esfuerzos hacia esta dirección. El lenguaje constituye tanto lo que está en juego como el teatro de la
partida decisiva. “Siempre se tratará únicamente de saber si la palabra y la vida se pueden reconciliar,
y de cómo hacerlo.” (Brice Parain, Sobre la dialéctica)
10. El “imperativo categórico de echar por tierra todas las condiciones en que el hombre sea un ser
humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable” (Marx) sólo puede fundarlo una definición del
hombre como ser metafísico, es decir, abierto a la experiencia del sentido. Nadie, ni siquiera esa
lombriz de la inteligencia que fue durante toda su existencia Hans Jonas, ha dejado de reconocerlo:
“Filosóficamente, la metafísica ha caído en nuestros días en la desgracia, pero no podríamos
prescindir de ella; así que tenemos que aventurarnos de nuevo en ella. Pues sólo ella es capaz de
decirnos por qué el hombre debe ser, y por tanto no tiene el derecho de provocar su desaparición del
mundo o de permitirla por simple negligencia; y tambiéncómo debe ser el hombre a fin de honrar y no
traicionar la razón en virtud de la cual él debe ser… De ahí la necesidad renovada de la metafísica,
que debe, por medio de su visión, armarnos contra la ceguera.” (Sobre el fundamento ontológico de
una ética del futuro)
11. Dicho sea de paso, la realidad es la unidad del sentido y la vida.
12. Todo lo que está separado recuerda que estuvo unido, pero el objeto de este recuerdo se mantiene
en el futuro. “El espíritu es lo que se encuentra, y por consiguiente lo que se perdió.” (Hegel)
13. La libertad del hombre nunca ha consistido en la capacidad de ir, venir y ocupar el tiempo como le
plazca —esto es más bien adecuado para los animales, de los que SE dice, muy significativamente,
que están “en libertad”—, sino en darse forma, en realizar la figura que contiene, o que quiere. Ser
significa mantener supalabra. Toda la vida humana no es más que una apuesta a la trascendencia.
SE ha podido, en el pasado, tratar semejantes enunciados con el desprecio especial y divertido que el
filisteo siempre ha reservado para las consideraciones aparentemente desprovistas de toda efectividad.
Pero, mientras tanto, las metamorfosis de la dominación les han conferido una concreción
desagradablemente cotidiana. El hundimiento definitivo e histórico, en 1914, del liberalismo
realmente existente, ha conducido a la sociedad mercantil —para mantener la ficción de su evidencia,
para defenderse de los asaltos revolucionarios que manifestaban en todos los países occidentales la
incapacidad del punto de vista económico para captar eltodo del hombre, y en fin, para asegurar la
reproducción abstracta de sus relaciones— a colonizar con urgencia, y luego con método, toda la
esfera del sentido, todo el territorio de la apariencia y finalmente, también, todo el campo de la
creación imaginaria. En una palabra, ha tenido que invadir la totalidad del continente metafísico con
el único fin de asegurar su hegemonía terrestre. Ciertamente, el simple hecho de que el momento
exacto de su apogeo, el siglo XIX, no haya sido dominado por la armonía, sino por la hostilidad
absoluta (y absolutamente falsa) de las figuras del Artista y el Burgués, constituía en sí una prueba
suficiente de su imposibilidad, pero sólo los grandes desastres en los cuales se bañaron las primeras
décadas de este siglo llenaron su absurdo con bastantes dolores para que el edificio entero de la
civilización parezca tambalearse. La dominación mercantil aprendió entonces de aquellos que se le
oponían, que ya no podía limitarse a considerar al hombre como un simple trabajador, como un factor
de producción inerte, sino que, para perpetuarse, más bien tenía que organizar todo lo que se extendía
al exterior de la esfera estricta de la producción material. Cualquiera que haya sido, hasta ese punto,
su repugnancia hacia todo esto, tuvo que imponer un brusco accelerando al proceso de socialización
de la sociedad, y encargarse de todo aquello a lo que hasta entonces había negado su existencia, todo
aquello que había abandonado desdeñosamente en el lugar de la “actividad improductiva”, la
“fantasía privada”, el arte y la “metafísica”. En el espacio de unos pocos años, y en un principio sin
una resistencia notable, la Publicidad ha caído completamente bajo la arbitrariedad del protectorado
espectacular (es un hecho general que el proseguimiento de ofensivas antiguas es reconocido
raramente cuando éstas se arman con medios totalmente nuevos). Dado que la interpretación
mercantil del mundo ha sido desmentida por los hechos como insensata, SE emprendió por tanto
hacerla entrar en los hechos. Y dado que la mística mercantil —que
postulaba formal y exteriormente la equivalencia general de todas las cosas y la intercambiabilidad
universal de todo— ha quedado claramente manifestada como pura negación, como mórbido
apresamiento, SE resolvió volver a las cosas realmente equivalentes, y a los
seresinteriormente intercambiables. Dado que la liquidación sistemática de todo aquello que en la
inmediatez encubría una trascendencia (comunidades, ethos, valores, lenguaje, historia) ha colocado
a los hombres peligrosamente frente a la exigencia de la libertad, SE decidió producir industrialmente
trascendencias de pacotilla, y traficarlas a precio de oro. Nosotros nos mantenemos en el otro extremo
de esta larga víspera de la aberración. Pues así como su fracaso es lo que en el pasado ha arrojado las
bases de la extensión al infinito del mundo de la economía, así el cumplimiento contemporáneo de
esta extensión universal lleva consigo el anuncio de su próximo derrumbamiento.
Este proceso crítico de realización de la indigente metafísica mercantil ha sido diversamente
designado con los conceptos de “Movilización Total” (Jünger), “Gran Transformación” (Polanyi) o
“Espectáculo” (Debord) (por ahora, hemos recurrido más gustosamente a este último concepto, que
se mantiene indiscutiblemente como una de esas máquinas de guerra que estamos gustosos de usar, en
cuanto figura que penetra de manera transversal todas las esferas de la actividad social y donde el
objeto develado se confunde con su modo de develamiento. Si la Figura no se deja deducir
simplemente a partir de sus manifestaciones, siendo ella misma lo que las funda, no resulta inútil, sin
embargo, notar al menos las más superficiales de ellas. Es así como la propaganda se encargó, desde
los años 20, y en los propios términos de sus primeros ideólogos (Walter Pitkin y Edward Filene), de
inculcar a los Bloom “una nueva filosofía de la existencia”, de presentarles la sociedad de consumo
como “el mundo de los hechos”, con el propósito anunciado de contrarrestar la ofensiva comunista.
La producción calibrada de mercancías culturales y su circulación masiva —el despliegue fulgurante
de la industria cinematográfica es un buen ejemplo de ello— se encargó de estrechar con júbilo el
control de los comportamientos, de difundir los modos de vida adaptados a las nuevas exigencias del
capitalismo y, principalmente de esparcir la ilusión de su viabilidad. El urbanismo procedió a edificar
el entorno físico comandado por la Weltanschauung mercantil. El formidable desarrollo de los
medios de comunicación y de transporte en esos años comenzó por abolir concretamente el espacio y
el tiempo, que oponían una nefasta resistencia a la puesta en equivalencia universal. Los medios de
comunicación de masas iniciaron desde entonces el proceso por el cual debían poco a poco concentrar
en un monopolio autónomo la producción del sentido. Debían, posteriormente, y como compensación,
extender a la totalidad de lo visible un modo de develamiento particular, cuya esencia consiste en
conferir al estado de cosas en vigor una inquebrantable objetividad y, con ello, modelar a escala del
género humano una relación con el mundo fundada sobre el asentimiento postulado de aquello que es.
Aún hace falta notar que las primeras menciones literarias de la función represiva de la Jovencita se
multiplicaron en esta precisa época, en Proust, Kraus o Gombrowicz. Y, en fin, es de manera
contemporánea que aparece en las producciones del espíritu la figura del Bloom, tan reconocible en
Valéry, Kafka, Musil, Michaux o Heidegger.
Esta fase terminal de la modernidad mercantil se presenta bajo una luz necesariamente contradictoria,
porque es en este proceso que ella se niega al mismo tiempo que se realiza. Por un lado, cada uno de
sus avances contribuye, en este estadio, a arruinar un poco más su propio fundamento: la negación de
la metafísica, es decir, la estricta disyunción entre sensible y suprasensible. Con la extensión
virtualmente infinita del universo de la experiencia, “el contenido de las especulaciones […] tiende a
tener un sentido cada vez más real; sobre la base de la tecnología, la metafísica tiende a devenir física”
(Marcuse, El hombre unidimensional). La separación de lo sensible y lo suprasensible se encuentra
cada día debilitada con las nuevas realizaciones de la industria. “Lo maravilloso y lo positivo
[contraen] una asombrosa alianza, y estos dos viejos enemigos se conjuran para comprometer
nuestras existencias en una carrera indefinida de transformaciones y sorpresas […] Lo real ya no está
claramente acabado. El lugar, el tiempo y la materia admiten libertades de las que no se tenía hasta
hace poco tiempo ningún presentimiento. El rigor engendra sueños. Los sueños toman cuerpo… Lo
fabuloso yace en el comercio. La fabricación de máquinas de maravillas hace vivir a miles de
individuos”, señalaba Valéry en 1929 con la desarmante ingenuidad de un tiempo en el que el sentido
de la vida aún no se había vuelto un bien de consumo corriente en el cesto de las compras ni el más
gastado de los argumentos de venta. Incluso cuando la realización de la abstracción —en el
comportamiento mimético del hipster, la imagen televisada o la nueva ciudad— ofrece a la vista de
todos el carácter evidentemente físico de lo metafísico, el Biopoder, momento diferenciado del
Espectáculo, confiesa avergonzado el carácter político —y existe un “núcleo metafísico presente en
toda política” (Carl Schmitt, Teología política)— de lo físico más crudo, de la “nuda vida”. Con
respecto a esto se trata ciertamente de un proceso de reunificación de lo sensible y lo suprasensible,
del sentido y la vida, del modo de develamiento y el objeto develado, es decir, de la negativa acabada
de aquello sobre lo cual se funda la sociedad mercantil, pero al mismo tiempo dicha reunificación se
opera sobre el terreno mismo de su separación. Por consiguiente, esa pseudorreconciliación no es el
paso de cada uno de los términos hacia el otro en un nivel superior, sino más bien su pura y simple
supresión, que los reúne, no como unidos, sino como separados. Tanto es así que, por otra parte, el
Espectáculo se presenta como la realización de la metafísica mercantil, como la realización de la
nada. La mercancía se vuelve aquíefectivamente la forma de aparición de todas las manifestaciones
de la vida, la forma de objetividad tanto de los objetos como de los sujetos (el amor, por ejemplo,
aparece en adelante como intercambio regulado de orgasmos, favores, símbolos y sentimientos, de
los cuales cada contratante debe idealmente retirar un beneficio igual). Ya no se contenta con vincular
exteriormente, con la mediación monetaria, procesos independientes de ella. La mercancía, esa “cosa
suprasensible aunque sensible” (Marx), se convierte en unacosa sensible aunque suprasensible. Se
impone realmente como “categoría universal del ser social total” (Lukács, Historia y consciencia de
clase). Y poco a poco, su “objetividad fantasmagórica” llega a cubrir todo lo que es. En este punto, la
interpretación mercantil del mundo, que no tiene otro contenido que la afirmación de la sustituibilidad
cuantitativa de todas las cosas —es decir, la negación de toda diferencia cualitativa y de toda
determinación real—, se revela como la negación del mundo. El principio según el cual “todo vale”
había sido ciertamente desde el principio la mórbida antífona del nihilismo, antes de volverse el
himno mundial de la economía. Así —y esto es una experiencia cotidiana de la cual nadie puede
sustraerse— hacer entrar a esa interpretación del mundo en los hechos habrá consistido de manera
exclusiva en retirar toda cualidad de cada cosa, en purgar cada ser de toda significación particular, en
reducirlo todo a la identidad indiferenciada de la equivalencia general, es decir, ni más ni menos, a
nada. Aquí ya no hay más esto o aquello; y de la singularidad sólo permanece la ilusión. Lo que a
partir de ahora aparece ya no se ordena a partir de ninguna organicidad superior, sino que se libra en
un abandono infinito al simple hecho de ser sin ser nada. Bajo el efecto de este desastre prometedor, el
mundo ha acabado por asumir el aspecto de un caos de formas vacías. Todos los enunciados que se
han podido leer más arriba, y que SE consideraban al margen de toda efectividad, toman cuerpo en
conjuntos de una realidad tangible, abrumadora y, a decir verdad, diabólica. En el Espectáculo, el
carácter metafísico de lo existente se aprehende como una evidencia central: el mundo se ha vuelto en
élvisiblemente una metafísica. E incluso a los espíritus más limitados, que acostumbraban refugiarse
en la confortable objetividad de la lluvia y el buen tiempo, se les hace imposible hablar de todo eso sin
tener que evocar inmediatamente el declive de la sociedad industrial. Aquí, la luz se ha solidificado, el
inaprensible modo de develamiento que produce todo lo ente se ha encarnado en cuanto tal, es decir,
independientemente de todo contenido, en un sector propio y tentacular de la actividad social. Lo que
en él vuelve visible se ha vuelto también visible. Los fenómenos, autonomizándose de lo que
manifiestan, es decir, manifestando ya únicamente la nada, aparecen en él inmediatamente en cuanto
fenómenos. El medio de existencia del hombre, la metrópoli, se muestra por sí misma como “una
formación lingüística, un marco constituido ante todo por discursos objetivados, códigos
prestablecidos, gramáticas materializadas” (Virno, Los laberintos de la lengua). Finalmente, dado
que el “actuar comunicacional” se ha vuelto la propia materia del acto de producir, la realidad del
lenguaje se ha situado aquí entre la mayoría de las cosas que se pueden experimentar en el ocio. En
este sentido, el Espectáculo es la última figura de la metafísica, donde ésta se objetiva en cuanto tal,
se vuelve visible y se muestra al hombre como la evidencia material de la alienación fundamental de
lo Común. Es, en dichas condiciones, su dimensión metafísica lo que se le escapa al hombre,
alzándose ante él y oprimiéndole. Pero también ocurre que, antes de conseguir alienarse por completo,
no podía aprehenderlaconcretamente, ni por consiguiente proyectar su reapropiación. Los días más
sombríos nos otorgan la más basta esperanza, precisamente porque son vísperas de victorias.
Desde el momento en que se ha encarnado, la economía debe perecer. Está bajo la dura ley del reino
mortal, y lo sabe. En el estremecimiento de todas las cosas, en las grietas que vemos abrirse por
doquier, imaginamos de ahora en adelante los rastros de su próximo naufragio. En lo sucesivo, la
dominación mercantil se encuentra comprometida en una guerra sin fin ni esperanza para obstaculizar
la necesidad de este proceso. La cuestión ya no consiste en saber si ella va a morir, sino únicamente
en cuándo lo hará. La vida en el seno de semejante orden, que ha renunciado a cualquier otra
ambición que no sea la de durar un poco más, se distingue por la extrema tristeza que se une a todas
sus manifestaciones. Aquí, la supervivencia de la dominación mercantil, que no es más que la
prorrogación de su agonía, se encuentra completamente suspendida con la pobre ocurrencia de que lo
que es visible no sea visto; por ello debe ejercer sobre la totalidad de lo que es un apresamiento cada
vez más brutal. Su soberanía ya sólo se despliega bajo la amenaza constante de que SE explicite su
carácter metafísico, de que sea reconocida por lo que es: una tiranía, y la más mediocre que hubo
nunca, la tiranía de la servidumbre. Por todas partes, los esfuerzos de la dominación para mantener
una interpretación del mundo que, habiéndose realizado, se encuentra a su vez sometida a la
interpretación que se orienta hacia la fuerza bruta. La naturalización del modo de develamiento
mercantil hubiera exigido seguramente, en el pasado, una dosis constante de violencia hacia los
hombres y las cosas. Hubiera sido preciso arrasar, internar, someter, encerrar, embrutecer o deportar a
toda la masa de los fenómenos que contrarían al nihilismo mercantil. En lo que toca al resto, el
aprendizaje del punto de vista de la reificación, de la utilidad, de la separación y de la puesta en
equivalencia general, se llevaba a cabo simplemente en el sufrimiento, a lo largo de la vida y de
manera ininterrumpida. Pero ahora lo que ve la luz es una nueva configuración de las hostilidades. La
dominación mercantil ya no puede limitarse a mantener congeladas todas sus contradicciones, a
procurar que la alienación, la corrupción y el exilio de todas las cosas se den por sentados, y a reprimir
en el hombre toda aspiración hacia el ser. Le hace falta progresar a marchas forzadas, aunque cada
paso dado en el sentido de su perfeccionamiento no haga más que aproximar el momento de su ruina.
Hace falta considerar que con el Biopoder (que, bajo el pretexto de mejorar, simplificar y alargar la
“vida”, la “forma” o la “salud”, apunta hacia un control social total de los comportamientos) ella ha
jugado su última carta: apoyándose sobre la ilusión cardinal del sentido común, la inmediatez del
cuerpo, ella ha acabado por destruirlo. Todo, desde entonces, se ha vuelto sospechoso. Su cuerpo
mismo aparece al Bloom como una instancia extraña y ajena, que él habita contra su voluntad.
Poniendo su supervivencia a costa de la puesta en trabajo de la metafísica, la dominación mercantil
ha desprovisto ese terreno de su neutralidad, que por sí sola le garantizaba poder avanzar en él
victoriosamente: ha hecho de la metafísica una fuerza material. A cada uno de sus progresos tendrá
que responder ahora una rebelión sustancial que le opondrá poco a poco su fe, y que proclamará en un
tono o en otro que la humanidad “sólo puede revivir a través de un acto metafísico que consista en
reanimar el elemento espiritual que la creó en su existencia primitiva o que la preserve en su forma
ideal” (Lukács). Así el orden mercantil, que toma agua de todos lados, tendrá que exterminar, hasta la
unificación y la victoria del Partido Imaginario, uno por uno, físicamente, en nombre de la lucha
contra el terrorismo, el extremismo o las sectas, cada universo metafísico independiente que llegue a
manifestarse. Todos los individuos que rehusarán revolcarse en su inmanencia famélica, en la nada
del entretenimiento, todos aquellos que tardarán en renunciar a sus atributos más propiamente
humanos, en particular a todo cuidado que vaya más allá de lo ente, serán excluidos, desterrados,
muertos de hambre. Para los demás, bastará con mantenerlos en un miedo cada vez más feroz. Y más
que nunca, “los detentadores del poder viven siempre con la terrorífica idea de que pudieran
escaparse del miedo no sólo personas aisladas, sino masas completas: esto significaría su caída
definitiva. Aquí reside también la verdadera razón para su irritación contra toda doctrina que
trascienda. Aquí dormita el máximo peligro: que el hombre pierda el miedo. Hay regiones en la tierra
en las que se persigue la palabra ‘metafísica’ como a una herejía.” (Jünger, Sobre la línea) En esta
última metamorfosis de la guerra social, donde ya no son únicamente clases, sino “castas metafísicas”
(Lukács, Acerca de la pobreza de espíritu) las que se confrontan, es inevitable que haya hombres que,
primero unos cuantos y luego en mayor número, se reúnan en torno al proyecto explícito de politizar
la metafísica. Ellos son, de hoy en adelante, la señal de la próxima insurrección del Espíritu.
ACTO TERCERO “Es preciso hallarse en los sitios donde quepa concebir la destrucción no como
punto final, sino como preliminar.” (Jünger, El trabajador)

En el momento en que, en el Espectáculo, la dominación mercantil revela su metafísica y se


revela comometafísica, su contestación verdadera, pasada y presente, es traída a plena luz y se devela
a su vez como tal. Y es entonces también que aparece su parentesco con los movimientos mesiánicos,
los milenarismos, los místicos, los herejes del pasado o incluso con los cristianos anteriores al
cristianismo. Todo el pensamiento revolucionario “moderno” se resuelve ante nuestros ojos en el
encuentro del idealismo alemán y el concepto de Tiqqun, el cual designa, en la Cábala luriánica,
el proceso de la redención, de la restauración de la unidad del sentido y la vida, de la reparación de
todas las cosas por la acción de los hombres mismos. En cuanto a su pretendida “modernidad”, ésta
no fue a final de cuentas sino el refrenamiento de su carácter fundamentalmente metafísico. De ahí la
ambigüedad de la obra de un Marx o un Lukács, por ejemplo. Como regla general, el Espectáculo
—en el cual hemos visto a la violencia conceptual del idealismo transformarse en violencia real, e
incluso física— considera “idealista” a este aspecto preciso del pensamiento de aquellos que él no ha
conseguido suprimir a tiempo. Y éste es un criterio seguro para distinguir la crítica consecuente de la
pseudocontestación, que se une siempre a esta sociedad en el ensañamiento para evacuar lo Indecible
de lo políticamente decible. Los cabrones se reconocen infaliblemente en la rabia que emplean para
no comprender nada, para no ver nada, para no escuchar nada. Mientras vivan la angustia, el
sufrimiento, la experiencia de la nada, el sentimiento de extrañeza hacia todo, a lo largo de las
innumerables manifestaciones de la negatividad humana, son devueltos a las puertas de la Publicidad,
con una sonrisa o un equipo de policías antidisturbios. En tanto que viven, UNO los considerará nulos
y sin valor. El tragaluz histórico que se abre en la actualidad es el momento psicológico que saca a la
luz el contenido de verdad, es decir, la potencia de asolamiento, de toda la crítica pasada y presente.
Viniendo la dominación mercantil a librar abiertamente la batalla sobre el terreno metafísico, su
contestación tendrá que postrarse sobre dicho terreno. Ésta es una necesidad que tiene tan poco que
ver con la buena voluntad de los militantes como con la resolución de sus teóricos de cartón: atañe a
que esta sociedad tiene en sí misma la necesidad de dicho enfrentamiento para encontrar un empleo a
todo su poder técnico acumulado. Una vez más se libra una carrera en la que ya no podemos
contentarnos con aplicar la crítica, sino en la que antes bien tenemos que comenzar por crearla. De lo
que se trata es de hacer la críticaposible y nada más. La Metafísica Crítica no es por tanto un objeto
que salga sobre el escenario del mundo en su esplendor definitivo. Es lo que se elabora y se elaborará
en la lucha contra el orden presente. La Metafísica Crítica es la negación determinada de la
dominación mercantil.
Que esta negación se manifieste sin traicionarse, o que sus fuerzas sean una vez más desviadas para
servir a la extensión regulada del desastre, no depende en cambio de ninguna necesidad, sino
solamente de la determinación melancólica de algunos elementos libres vinculados por la
determinación de hacer de su consciencia un uso práctico, es decir, en el fondo, de sembrar en el
mundo del Espectáculo un Terror inverso a aquel que actualmente reina en él. Sin embargo, el mero
hecho de que ya no pueda haber en este mundo —ante un real que ha tomado un giro tan
perfectamente sistemático— contestación en todos sus detalles, no deja lugar a ninguna ambigüedad
acerca de la terrible radicalidad de la época. La crítica ya no tiene otra elección que la de captar las
cosas desde la raíz; ahora bien, la raíz, para el hombre, es su esencia metafísica. Por eso, cuando la
dominación consiste en ocupar la Publicidad, en construir pieza por pieza un mundo de hechos, un
sistema de convenciones y un modo de percepción independientes de toda otra relación que no sea la
suya, sus enemigos se reconocen a sí mismos en la doble ambición de hacer resplandecer por todas
partes el aura de familiaridad de aquello que aún pasa como la “realidad”, develándola
como construcción, y de agenciar, en los repliegues de la presente tiranía semiocrática, espacios
simbólicos autónomos al estado de explicitación público, ajenos a él, pero pretendiendo como él una
validez universal. El Nosotros tiene que oponerse en todo lugar al Se. Es sin duda en esto que
nosotros trabajamos según nuestras propias inclinaciones, revelando a la Jovencita como
dispositivo político de coerción, a la economía como ritual de magia negra, al Bloom como santidad
criminal, al Partido Imaginario como portador de una hostilidad tanto invisible como abstracta, o a la
panadería de la esquina como aparición sobrenatural. La tarea consiste centralmente en asignar todo
lo que SE dice, todo lo que SE hace y todo lo que SE ve a su factor natural de irrealidad. Este mundo
dejará de ser monstruoso cuando deje de darse por sentado. Por eso toda nuestra teoría se inscribe en
la vida cotidiana, de donde debe una y otra vez extraer todo lo familiar que corresponde a nosotros
volver inquietante. Nuestro interés maníaco por los “hechos diversos” puede estar relacionado con
esto, ya que es en él que lo habitual mismo se arranca el hábito, cuyo barniz salta de un solo golpe. La
violencia ciega y clara de un Kipland Kinkel o un Alain Oreiller testimonia con dosis mortales esta
verdad negativa del hombre, que la cotidianidad planificada se aplica invariablemente a sofocar. En
esta ofensiva, el lenguaje constituye, hasta cierto punto, el campo de batalla que tratamos de minar.
Esta elección no tiene nada de arbitraria, descansa en la constatación de que la dominación, que ha
sido obligada a invadirlo, nunca se ha encontrado a gusto en él. Si por determinados aspectos, la
presente eficacia de la economía, al igual que su aparente perennidad, descansan en la manipulación
libre de los signos, y su reducción operante a señales, aparece asimismo claramente que el éxito
definitivo de esta reducción sería su muerte. Para que la dominación pueda aún manejarlos como sus
vehículos, los signos deben ocultar cualquier sentido, es decir, una trascendencia que lleva de una u
otra manera más allá del estado de cosas actual, y lo amenaza de nulidad. Aquí se da una
contradicción, una herida abierta que, aprovechada con bastante hostilidad, es probable que provoque
su pérdida. Nosotros la proveeremos.
Por muchos aspectos, la Metafísica Crítica prosigue y consuma el socavamiento emprendido con
éxito, desde hace cinco siglos, por el nihilismo. No le es extraña la constancia con la cual toda simple
fe se ha encontrado en la realidad, barrio tras barrio, primero sacudida, luego herida y finalmente
arruinada; no experimenta ningún remordimiento por esto. La Metafísica Crítica no tiene vocación de
procurar a los hombres una nueva y refinada especie de consolación. Mejor dicho, su consigna
es GENERALIZAR LA INQUIETUD. La Metafísica Crítica es ella misma esa inquietud que ya no se deja
concebir como debilidad, o como vulnerabilidad, sino como aquello de lo cual emanza toda fuerza.
No está hecha para brindar seguridad a los débiles que necesitan un apoyo, sino para llevarlos al
combate. Es como el arma de la que nadie puede decir que servirá, salvo aquel que se apodere de ella.
Hay en cada vida que se mantiene en semejante contacto con el Ser una potencia de devastación de la
cual no SE mide su intensidad. El proceso que muchos otros antes de nosotros han emprendido contra
lo real está a punto de ser ganado, pero por el enemigo. Es por esto que, en este mal camino, tenemos
como algo preliminar, por encima de todo, la pulverización de la última estructura palpable de
aprehensión de lo existente: la forma cuantitativa abstracta de la mercancía, que se ha vuelto “para la
consciencia reificada la forma de aparición de su propia inmediatez, que ella no intenta —en cuanto
consciencia reificada— superar, sino que por el contrario, se esfuerza por fijarla y hacerla eterna
mediante una ‘profundización científica’ de los sistemas de leyes captables” (Lukács, Historia y
consciencia de clase). Hacer que la sabiduría del mundo enloquezca forma indiscutiblemente parte de
nuestro programa; pero esto es sólo la primera línea. La Metafísica Crítica es más bien “ese
movimiento espiritual que toma como campo de batalla el nihilismo y saca de él su configuración,
como imagen reflejada en el espejo del Ser” (Jünger, La emboscadura), esa fuerza necesaria que
prefiere trastornar la hegemonía mercantil al manifestarla como metafísica. Solamente este acto de
reflejar, de manifestar la realidad como interpretación, como construcción, esta forma de mostrar que
la esencia del nihilismo no tiene nada de nihilista, avanza ya más allá del nihilismo. En todas partes
donde tiene puesta la mirada, la Metafísica Crítica asigna a lo ente un signo contrario a la convención
dominante. Toda realidad que se le relaciona a ella cambia bruscamente de sentido; las proporciones
se invierten: lo que aparecía como una resto al margen del Espectáculo se descubre como la cosa más
real, lo que SE consideraba todavía ayer como el mundo mismo es devuelto a su miseria minúscula, lo
que parecía firmemente establecido comienza a vacilar, lo que semejaba tener apenas más
consistencia que el aire adquiere una presencia basáltica. Así, la Metafísica Crítica delata la
insignificancia en la que el Espectáculo, esa unidad falsa pues está abstraída del sentido y la vida, ha
rechazado todo lo ente, no como un hecho en sí mismo insignificante, sino como una
situación política de servidumbre, una forma concreta de la opresión social. De este modo, hace que
esta insignificancia entre en posesión de un coeficiente de realidad del que nada, en este mundo,
pueda valerse. Pero es en verdad toda la no-identidad que había sido refrenada en la penumbra del
mundo infraespectacular, todo lo que no era ni decible ni admisible en el modo de develamiento
dominante, lo que ella hace entrar en la presencia, lo que ella vuelve audible, y de este modo real. La
Metafísica Crítica crea, a partir de la nada, una plenitud más verdadera, compacta y desatada que la
aparente plenitud del Espectáculo: la plenitud del desamparo, el absoluto del desastre. Develando al
sufrimiento humano su significación política, ella lo abole como tal y hace de él el presagio de un
estado superior. Esto se aplica también a la angustia, en la que lo existente mismo apunta más allá de
lo existente: una vez que esta experiencia es propulsada en el corazón de la Publicidad, lo finito en
cuanto tal se borra y se recobra como signo de lo infinito.
Pero la transfiguración de la cual la Metafísica Crítica es sinónimo, se opera primeramente en el
hombre que se encontraba desposeído de todo lo que él creía suyo, en el Bloom, que reconocía
también la nada que le queda para compartir como la única cosa que a final de cuentas le ha
pertenecido siempre: su indestructible facultad metafísica. La noción de Partido Imaginario, por
último, da cuerpo al residuo, al resto, a la no-coincidencia, a todo lo que cae fuera del plan universal
de la economía, del apresamiento y de la Movilización Total. Así, al mismo tiempo que es la doctrina
de trascendencia que por sí sola permite liberarse de este mundo y aniquilarlo, al mismo tiempo que
redacta los prolegómenos para toda insurrección futura, al mismo tiempo, por tanto, que se afirma
como la negación determinada de la dominación mercantil, la Metafísica Crítica contiene ya en sus
manifestaciones presentes la superación positiva que conduce más allá de las zonas de destrucción.
“Cada hombre —dice ella— ejerce una determinada actividad intelectual, adopta una visión del
mundo, una línea de conducta moral deliberada y por tanto contribuye a defender y a hacer prevalecer
una determinada visión del mundo.” (Gramsci, Los intelectuales y la organización de la cultura) En
consecuencia, la Metafísica Crítica se impondrá como una conminación cada vez más intratable y
virulenta a cada Bloom para que traiga a su consciencia la visión del mundo subyacente a su modo de
vida y después, rechazándola o apropiándosela, para que reconozca a sus semejantes y a sus
adversarios, es decir, básicamente, para que nazca en el mundo. Nosotros no permitiremos a nadie el
ocio de ignorar la significación de su existencia. Todo comprometido con todo. Haremos que los
hombres pierdan incluso el gusto de consumir. Por tanto, la Metafísica Crítica no se contenta con
considerar todas las cosas a partir del punto de vista delTiqqun, es decir, de la unidad del mundo, de la
realización final de todas las cosas, de la inmanencia del sentido a la vida; más bien produce, con su
carácter práctico y ejemplar, esa unidad, esa realización y esa inmanencia. Ella misma forma parte del
mundo del Tiqqun. La Metafísica Crítica es en su existencia cotidiana el punto de vista desde el cual
lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero ya han dejado de ser percibidos contradictoriamente. Considerando
que el nihilismo no es nada más que “la pérdida provisional de la apertura en la que una cierta
interpretación de lo ente se constituye como interpretación” (Jünger) y que la Metafísica Crítica se
presenta como un orden general a determinarse a partir del carácter metafísico del mundo, constituye
de acuerdo con su propio curso la consumación y la superación del nihilismo, o en términos de ese
viejo canalla de Heidegger, “la Apropiación de la metafísica”, “la Apropiación del olvido del Ser”. La
Metafísica Crítica determina inicialmente una puesta a distancia del mundo como representación y
“toma en un principio la apariencia de una superación de la metafísica […]. Pero lo que se produce en
la Apropiación de la metafísica, y en ella sola, es más bien la verdad de la metafísica que retorna
expresamente, verdad duradera de una metafísica aparentemente repudiada, que no es otra que
su esencia ahora reapropiada: suMorada. Aquí acontece algo distinto a una mera restauración de la
metafísica.” (Heidegger, Contribución a la cuestión del Ser)
Para la comunidad de los metafísicos-críticos, de ahora en adelante ya no hay nada más concreto que
esa Apropiación y esa Morada, incluso si se siguen presentando provisionalmente bajo la forma de
problemas a resolver, más que de soluciones inmediatamente dadas. Dentro de las restricciones que
continúa imponiéndoles esta sociedad, no hay duda de que están construyendo realmente, es
decir, colectivamente, en algún lugar, un ethos practicado donde “la Metafísica [forma] parte del
ejercicio diario de la vida” (Artaud). Sería un error denunciar en ello una confortable alternativa a la
ofensiva armada. Contrariamente a lo que quisieran hacernos creer algunos izquierdistas apresurados,
en las condiciones actuales el reto inmediato de la práctica revolucionaria no consiste en la lucha
frontal contra la dominación mercantil, pues ésta se desmorona inexorablemente, y “lo que se
desmorona, se desmorona, pero no puede ser destruido” (Kafka). Por eso es más bien preciso dejar a
esa puta en su insípida descomposición y prepararse para proporcionarle, cuando llegue el momento,
el golpe fatal del que no podrá recuperarse; lo cual no supone otra cosa que realizar por todos los
medios posibles la unidad de las fuerzas particulares que se enfrentan actualmente a la hegemonía
mercantil, o en otros términos, realizar el Partido Imaginario. Por la única razón de que “en un
mundo de mentira, la mentira no puede ser vencida por su contrario, sino únicamente por un mundo
de verdad” (Kafka), esos mismos cuya vocación sería únicamente destruir, no tienen otra opción que
trabajar en la formación, dentro del espacio infraespectacular, de semejantes “mundos de verdad”, si
acaso es que pretenden volverse algo más que profesionales del jurado de la contestación social. La
elaboración positiva —en medio de las ruinas— de formas de vida, comunidad y afectividad
independientes y superiores a las aguas heladas de las costumbres espectaculares, resulta ser un acto
de sabotaje cuya facultad de derrotar al imperium de la abstracción procede sin aparecer. Constituye
también, en la situación actual, la condición sine qua non de toda contestación eficaz, ya que, a
menos de que se reagrupen en familias mentales, los opositores de esta sociedad no
tienenninguna posibilidad de sobrevivir. Sin embargo, nada podría impedir a los metafísicos-críticos
concentrarse en toda agitación que ataque explícitamente a la dominación mercantil, y fomentar ellos
mismos algunas más. A ninguna costa renunciaremos a perturbar la lúgubre ceremonia del mundo.
Pero tales hechos de nuestra parte serían falsamente comprendidos si se ignorara que sólo cobran
sentido en la construcción más vasta de un modo de vida donde la guerra tiene su lugar. La
coexistencia pacífica de todas las irrisiones, que hace de esta época un poderoso emético, es una de
las cosas a las cuales tenemos la intención de poner un término sangriento. Es intolerable que la
verdad y el error continúen viviendo así en paz, una con otro. El compromiso mutuo de tantos
metafísicos tan visceralmente irreconciliables en la capilla barroca del Espectáculo forma parte de los
medios que dirige el enemigo para vencer a los más vivos. Los hombres tienen que ponerse de
acuerdo en la enunciación de sus desacuerdos, trazar fronteras claras entre las diferentes patrias
metafísicas, y poner de este modo fin al mundo de la confusión, donde nadie es capaz de reconocer ni
a sus hermanos ni a sus enemigos. Las interminables disputas entre teólogos constituyen con toda
evidencia un modelo de vida social. La utopía de Tlön no es para nosotros desagradable. No
concederemos ningún premio al amor de aquellos que no supieron odiar, ni a la paz de aquellos que
nunca combatieron. Por eso, en nuestro desafío de procurar que “el rechazo utópico del mundo de la
convención se objetive en una realidad igualmente existente y que el rechazo polémico obtenga así la
forma de una estructuración” (Lukács, Teoría de la novela), la búsqueda de oportunidades para
discutir con aquellos cuya metafísica nos es objetivamente adversa, no tiene menos importancia que
la búsqueda de nuestros hermanos dispersos en el Exilio. El objeto de la comunidad auténtica no
puede ser otra cosa que la construcción consciente de lo común mismo, es decir, la creación del
mundo, o para mayor exactitud, la creación de un mundo. Es por esto que los metafísicos-críticos
ponen un cuidado tan particular para componer juntos el alfabeto verdadero cuya aplicación otorgará
a las cosas, los seres y los discursos una significación, es decir, para reconstituir en la realidad un
orden escondido, tal que lo existente deje de abrumarlos y se presente finalmente bajo la forma
familiar de figuras, en lugar de fachas, en el sentido de Gombrowicz. En definitiva se trata de elevar la
afinidad electiva hasta la construcción libre de un modo de develamiento común de la realidad. Es
preciso hacer de nuestras percepciones individuales y de nuestros sentimientos morales una obra
colectiva. Tal es la tarea. Pero ya nosotros hemos encontrado que, junto a la sensación objetiva del
mal, está el inexorable escalofrío del vicio, el mismo de tener sexo con una Jovencita, o de hacer las
compras en un supermercado. En cada uno de nuestros enemigos —el posmoderno, la Jovencita, el
sociólogo, el mánager, el burócrata, el artista o el intelectual, todos ellos taras que pueden muy bien
entrar en la composición de un solo y mismo cabrón— nosotros ya sólo vemos su metafísica. Nuestro
“poder de alucinación voluntaria” ha llegado a ese grado de coherencia en el que a partir de ahora
todo nos habla de lo que hacemos — y los tiempos mesiánicos no son otra cosa que esto: la
reabsorción del elemento del tiempo en el elemento del sentido. Los que creen que son capaces de
edificar un mundo nuevo sin construir un lenguaje nuevo se engañan: todo este mundo está contenido
en su lenguaje. El nuestro no esconde más que los otros su vocación imperialista: toda poesía, todo
pensamiento, todo imaginario que no consigue entrar en la efectividad, cuando esto se ha
vuelto posible, se sitúa incluso por debajo del rango irrisorio de la cursilería. Roger Gilbert-Lecomte
daba a esta constatación una expresión a la cual no tenemos nada que quitarle: “El nacimiento del
pensamiento concreto (metafísico experimental), sacando la visión de su expresión artística,
transformará su saber en poder.” Señalaba también que “el metafísico experimental apuesta sobre su
desequilibrio, el cual le otorga muchos puntos de vista diferentes sobre la realidad”. Muy cierto. Un
mundo hecho de ideas es también un mundo a la merced de las ideas, siempre que éstas sean
imperiosas. El asunto que nos absorbe, en definitiva, es la realización de la utopíaconcreta de un
mundo donde cada uno de los grandes metafísicos, cada uno de los grandes “lenguajes de la creación”,
entre los cuales no hay “superación ni doblamiento” (Péguy), podría, finalmente y en el pleno sentido
del término, habitar el mundo, disponer de un reino y perderse sin contención en las inagotables
guerras santas, cismas, sectas y herejías, donde la inmanencia del sentido a la vida sería recobrada,
donde el lenguaje entraría en contacto con el Ser y el Ser con el lenguaje, donde la metafísica ya no
sería un discurso, sino el fecundo tejido de la existencia, donde cada comunidad sería un repliegue
dentro de lo Común reapropiado, donde el hombre, renunciando a recubrir su insoluble relación con
el mundo mediante la mentira débil y grosera de la propiedad privada, se abriría verdaderamente a la
experiencia de la angustia, del éxtasis y el abandono. Que la vida no ame la consciencia que se tiene
de ella y que la forma se experimente aún en el sufrimiento, denuncia un tiempo en el que la duración
se rechaza. En cuanto a nosotros, nosotros anunciamos un mundo donde el hombre abrazará su
destino como el juego trágico de su libertad. No hay otra vida más propiamente humana que ésa. Sin
ninguna duda, los metafísicos-críticos llevan en su sinrazón ese mañana del desastre. E incluso
aunque tengamos que sucumbir ante los poderes que este mundo habrá desencadenado contra
nosotros, al menos habremos presagiado esos tiempos felices en los que ya no habrá metafísica, ya
que todos los hombres serán metafísicos, detentores vivios de lo Absoluto. Se comprenderá entonces
que hasta ahora, nada ha sucedido.
El bello infierno

El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el que habitamos todos los
días, el que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para
muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es
arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio
del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles

Todo lo que tenga algo que ver con la estética nos es irreductiblemente hostil. Nosotros no
decimosenemigo, nosotros decimos: hostil. “El enemigo es nuestra propia cuestión, asumiendo una
figura”, ha escrito alguien. Para nosotros no existe cuestión estética alguna. Cuando un hipster
cualquiera publica una noveladonde jura “volver a poner el comunismo a la moda”, nosotros
percibimos con toda exactitud la operación que intenta en contra nuestra. Y encomendamos el libro a
las llamas, sin remordimientos. La necedad, aquí, sería justamente querer comprender, cuando sólo
cabe destruir.
Si la estética sólo fuera la ciencia de lo bello, o la del gusto, o incluso “un cierto régimen de
inteligibilidad de las artes” —ese momento en que, hacia finales del siglo XVIII, se dejó de hablar de
las bellas artes, de las artes liberales y las artes mecánicas, para hablar “del arte”, sector especial de la
existencia, celosamente distinto de la vida ordinaria—, no habría salones de belleza en la esquina de
la calle, ni punk attitude, ni siquiera una “zona de gratuidad” en las galerías de los artistas. Y
ciertamente tampoco se fantasearía con transformar a los últimos campesinos en agentes de limpieza
de los paisajes. Hay menos estética en toda la historia del arte de Warburg que en una hora de la vida
de un publicista. Estética es, en toda su extensión, la existencia metropolitana y, en su fondo, la nueva
sociedad “imperial”. La estética es la forma que toma la fusiónaparente, en la metrópoli, del capital y
la vida. Así como la valorización encuentra ahora su ultima ratio en el hecho de que una cosa o un
ser gustan, así el poder, que ya no logra justificar sus maniobras con cualquier forma de referencia a la
verdad o a la justicia, recubre la más absoluta libertad de acción desde el momento en que se desplaza
debajo de la máscara de la estética. Un nietzscheano para ejecutivos escribía hace algunos años: “El
paradigma estético es el ángulo de ataque que permite dar cuenta de una constelación de acciones,
sentimientos y ambientes específicos del espíritu del tiempo posmoderno.” A lo que seguía un elogio
de la sociabilidad en el bar hipster, de todo esa convivialidad cibernética, de toda esa superficialidad
rentable, de los amores gélidos que tanto atraen a los corazones metropolitanos. Estética, por tanto, es
la neutralización imperial dondequiera que UNO no pueda recurrir directamente a la policía.
¿Comprender la estética? Sólo hay comprensión a base de empatía; y nuestra empatía no se dirige
hacia lo que nos perjudica ¿Es que acaso intentamos comprender a la policía? No. Saber cómo
funciona, cómo procede, hasta dónde llega, de qué medios dispone y cómo destruirla, sí, pero
no comprenderla. Todo el trabajo de la metafísica, toda la obra de la civilización, en Occidente, ha
consistido en separar, en todas las ocasiones, lo “humano” de lo “no-humano”, la “consciencia” del
“mundo”, el “saber” del “poder”, el “trabajo” de la “existencia”, la “forma” del “contenido”, el “arte”
de la “vida”, el “ser” de sus “determinaciones”, la “contemplación” de la “acción”, etc. (ponemos
comillas ya que ninguna de estas cosas existe como tal antes de que se la haya disociado de su
contrario, y con ello, producido como tal). Una vez operada esta separación y producida cada una de
esas unilateralidades, será vista en cada ocasión una institución con la tarea confiada de mantenerlas
en su separación. Así por ejemplo, la institución museística y su cómplice, la crítica de arte, garantiza
por un lado la existencia del arte en cuanto arte, y por el otro la existencia del mundo prosaico en
cuanto mundo prosaico. A esto se sigue, en cualquier lugar, una cierta desolación. La estética acaece
entonces como proyecto para animar esta desolación, para reunificar todo aquello que Occidente
había separado, pero para reunificarlo exteriormente, en cuanto separado. Así pues, la época que la
estética inaugura es en el fondo la época de la crisis de todas las instituciones; pero si los muros de los
museos caen ahora igual que los de la escuela, de las empresas, de los hospitales, e incluso los muros
de la propia individualidad burguesa, es para poner cada espacio bajo el control especial de
un dispositivo, es decir: para incorporar el dispositivo en cada ser, a tal grado que estemos
atravesados por aquello que atravesamos. A partir de aquí se dejara de distinguir entre la existencia y
el trabajo, y cada persona llevará consigo un teléfono móvil en cuya agenda se perderá la distinción
entre amigos y colegas hasta el punto de poder ser localizado a cualquier hora del día. Dejará de haber
vidas consagradas exclusivamente a la contemplación o a la pura acción, no habrá clérigos ni jefes
militares, sino que la reflexividad dominará cada segundo de la existencia, y nadie llevará a cabo una
acción sin hacerse al mismo tiempo un espectador de sus propios actos. Al final de todo, nadie hará ya
el amor sin tener en todo instante consciencia de hacer el amor, transformando el arte erótico en
universal pornografía. Ya no habrá patrón ni esclavo, sino que cada persona será su propio patrón y
llevará grabadas en su corazón las leyes de la autovalorización: cada persona llegará a ser para sí
misma una pequeña empresa.
Aquí, el imperio es producto del terror policial, allá, de la síntesis estética. Por todas partes la
continuación y profundización del desastre occidental adoptan la forma de su subversión. Por todas
partes SE pretende hacer reparaciones para llevar el abismo más adelante. Por todas
partes SE destruye sin remedio bajo el pretexto de una reconstitución.

La estética o la revolución

El hecho de que la estética haya recibido como misión reconciliar lo que Occidente se habría
empeñado constantemente en dividir por completo es algo que se remonta a su nacimiento oficial, en
el sistema kantiano. La Crítica del juicio de 1788 confía a lo bello y al arte la tarea cuidadosa de
conciliar lo infinito de la libertad moral y la estricta causalidad que rige la naturaleza, de colmar el
“inconmensurable abismo” que separa antes que nada la Crítica de la razón pura y la Crítica de la
razón práctica. Harán falta seis años, después de esto, para que la estética fuera reelaborada por
Schiller como programa contrarrevolucionario, como respuesta explícita a las tendencias comunistas,
insurreccionales, de la Revolución Francesa. Esa obra maestra de la reacción occidental se
llama Cartas sobre la educación estética del hombre y aparece en 1794. El razonamiento es el
siguiente: en el hombre existen dos instintos antagonistas, por un lado el instinto sensible que lo ancla
en la particularidad, las necesidades vitales, los sentimientos, en pocas palabras, la determinación, y
por el otro el instinto razonable, formal, que mediante la reflexión lo arranca de la particularidad, de
los afectos, y lo eleva a las verdades universales. Esos dos instintos están en lucha en todas partes, de
tal modo que lo que uno posee es siempre arrebatado al otro, en todas partes salvo en un punto de
armonía donde se reúnen y se refuerzan mutuamente. Ese punto de conciliación milagrosa, de gracia
soberana, es el estado estético, y el instinto que le corresponde es el instinto de juego. “Por lo tanto,
una de las tareas más importantes de la cultura consiste en someter al hombre, ya durante su vida
meramente física, a la forma, y en hacerlo tan estético como le sea posible al imperio de la belleza […]
En resumen, para volver razonable al hombre sensible, el único camino a seguir es empezar por hacer
de él un hombre estético […] Al hombre sensible hay que transferirlo bajo otro cielo […] En el estado
estético, todos, incluso el peón que sólo es un instrumento, son ciudadanos libres, con los mismos
derechos que el más noble, y el entendimiento, que somete brutalmente a sus designios a la masa
resignada, debe contar aquí con su asentimiento. Aquí, en el reino de la apariencia estética, el ideal de
igualdad tiene una existencia efectiva.” Esa igualdad es sin duda el ideal de neutralización imperial,
en el cual, mientras cada uno simula y finge hacer lo que hace, ser lo que es —el obrero, el patrón, el
ministro, el artista, el varón, la hembra, la madre, el amante—, sin que nadie se adhiera nunca a su
propia facticidad, todo conflicto es desactivado de antemano. “Yo no soy, en realidad, quien tú crees
que soy, ¿sabes?”, susurra la criatura metropolitana mientras se deconstruye en tu cama. Pero de
hecho, es el idealismo alemán en su conjunto quien extrae de esas Cartas su operación más propia.
La Fenomenología del espíritu, que no por nada termina con dos versos de Schiller, no cesa en ningún
momento de denunciar el carácter insustancial de toda determinación, la mentira de la certeza
sensible. Ya que el problema con el hombre sensible es que no se deja formar, que resiste al discurso,
que levanta barricadas y toma incluso a veces las armas sin que se le pueda hacer entrar en razón, que
tiene, en suma, una fuerte propensión a lairreductibilidad. Y después está ese manifiesto anónimo,
alternativamente atribuido a Schelling, Hegel y Hölderlin, conocido con el nombre de El programa
sistemático más antiguo del idealismo alemán. En él se lee: “La filosofía del espíritu es una filosofía
estética. No se puede poseer espíritu alguno, ni siquiera para razonar sobre la historia, sin poseer
sentido estético. […] Al mismo tiempo vuelve la idea de que la gran masa debería tener una religión
sensible. […] ¡Reinarán entonces la libertad y la igualdad universal de los espíritus! Un espíritu
superior, enviado del cielo, debe fundar entre nosotros esta nueva religión, que será la última, la
máxima obra de la humanidad.” Esta religión nueva, esta religión sensible, ha encontrado su
cumplimiento en toda esta época del design, del urbanismo, de la biopolítica y de la propaganda,
religión que no es otra cosa que el capital, en su fase imperial.

Donde la estética pretende reunir aquello que ella esencialmente separa, el gesto
mesiánico1 consiste en asumir la unión que está ahí

Éste es un espectáculo que, desde hace un siglo, no deja de ser hilarante: la parálisis crónica de
aquellos que pretenden “superar la separación entre el arte y la vida”, los mismos que, en un mismo
gesto, establecen la separación y la pretenden abolir. La operación estética domina la época como el
movimiento doble, dúplice, de reunirlo todo para ponerlo todo a distancia. En ese sentido, se trata
ciertamente del momento de la recapitulación final en la parodia, esa “recolección del recuerdo” de
la que habla Hegel a propósito del saber absoluto, donde todo queda archivado. Así, no sólo es el
conjunto de los acontecimientos “del pasado”, toda la “historia de las civilizaciones” y de las
“culturas”, los que son así desactivados, sino también las tentativas actuales para abrir una brecha en
el curso del tiempo o el propio acontecimiento ocurrido ayer, los que son aprehendidos como ya
pasados, los que son arrojados a lo simplemente posible. Ese famoso “presente perpetuo” que nos
repiten tanto a los oídos no es más que un arresto domiciliario en el mañana. El infierno estético en el
que nos movemos se presenta así: todo lo que podría animarnos se encuentra reunido ahí, a distancia
de la vista pero decididamente fuera de contacto. Todo lo que nos hace falta queda retenido en unos
limbos inaccesibles. El estado estético, de Schiller a Lille2004, da nombre a ese estado de suspensión
donde toda “la vida” parece desenvolverse, con toda su exuberancia posible, con toda su
plenitud imaginable, a distancia, protegida por un no man’s land salvajemente defendido. Nada
materializa mejor la operación estética que el triunfo de la instalación en el arte contemporáneo. Aquí,
es el dispositivo mismo el que se convierte en obra de arte. Quedamos absolutamente incluidos en ella,
tal como lo habían soñado tantas vanguardias, y al mismo tiempo absolutamente despedidos,
excluidos de cualquier uso posible en su interior. Mediante un mismo movimiento diabólico, somos
integrados en cuanto extranjeros en ese pequeño infierno portátil. No SE denomina a esto estética
relacional sin una buena razón.
Contra toda estética, Warburg quiso mostrar que incluso en la imagen, en las representaciones más
antropomórficas del arte occidental, estaban contenidos unos puntos de irreductibilidad, unas
tensiones extremas, unas energías que la obra a la vez retiene e invoca, que hay “vida en movimiento”
incluso en la inmovilidad de las estatuas del Renacimiento. Y que esas fuerzas, esas “fórmulas del
pathos”, no sólo son susceptibles de tocarnos, sino que incluso nos afectan. Benjamin anota de
manera similar: “Los elementos actualmente mesiánicos aparecen en la obra de arte como contenido,
los elementos retrógrados como su forma. El contenido avanza hacia nosotros. La forma se fija, nos
impide acercarnos.” Nosotros decimos que existen en todas partes, en lo real mismo, en las propias
palabras, en los propios cuerpos, en los propios sonidos, las imágenes y los gestos, semejantes puntos
de irreductibilidad donde las formas y la vida, el hombre y su mundo, la percepción y la acción, el ser
y sus determinaciones, no se hallan separados. Marx, por ejemplo, es el nombre de una cierta
irreductibilidad entre comunismo y revolución. Por doquier, las palabras están mezcladas con afectos,
los cuerpos con ideas, las percepciones con gestos. El modo de hablar de los hombres se entrelaza en
un punto fácilmente detectable con la gramática de sus órganos. El sentido que ciertas palabras
revisten para él proporciona las mejores indicaciones sobre su fisiología. Si lo dudas te bastará con
ver lo que los haukas filmados por Jean Rouch hacen con las intensidades cautivas en el decorum
colonial. Nosotros llamamos a esos puntos formas-de-vida. Los llamamos así porque nada puede
desenredar, en esos puntos, lo “individual” de la “especie”. Cada forma-de-vida que afecta a un
cuerpo, lo atraviesa como cargada de una intensidad colectiva, pasada, presente o futura, como
saturada de un momento de la “vida de la especie” (“especie”, ¡qué término tan repugnante!). Si el
artesano puede ser una forma-de-vida, jamás lo es, en el fondo, sin una sorda evocación de la ciudad
medieval y el sistema de gremios. Esa intensidad colectiva se encuentra presente tanto en la
percepción misma que yo tengo del artesano como en el modo que tiene de estar en el mundo. Del
mismo modo, el guerrero autónomo no aparece jamás sin hacer llevar consigo las andanzas de tantas
hordas salvajes. Y ningún niño juega a los indios sin algún tipo de amenaza. No es que ese pasado los
aliente, es que una misma forma-de-vida los reúne en una constelación, los nimba, transita por ellos.
Del mismo modo, cualquier cristiano capta un poco de la intensidad del compartir de tantas sectas
judías que vivieron hace dos mil años, empezando por los esenios, y cada jovencita neutraliza a su
manera a alguna ménade griega. Todo lo cual hace que no se trate, aquí, de una cuestión de historia,
puesto que existen canales de circulación sutil que vuelven todavía presente, aunque por fragmentos,
por concentrados flotantes, el susodicho “pasado”. El gesto mesiánico consiste en abrir paso a estas
formas-de-vida que afloran incluso en el lenguaje más insólito, en el ambiente más semiotizado, en
las miradas más apagadas. Consiste en liberar de la estética el caos de las formas-de-vida.
Paradójicamente, el reino de la estética es en primer lugar el reino de la anestesia general. La época
imperial es así la muy metódica conjuración de lo mesiánico. Es el tiempo de la cita, de la referencia,
de la prudencia existencial. Todas las formas-de-vida son mantenidas en ella a raya: son posibilidades,
arte, historia, pasado. Algunas subjetividades se maquillan como tal o cual figura trasnochada. Se
hace alarde de mundos enterrados para asustarse con el momento en que amenazan con volver. Uno
se pone a vivir “como en los tiempos de Mahoma”. Otro como en los tiempos de los Templarios. Hay
estética tanto en la relación del trotskismo con lo político como hay esnobismo en la relación que
establece la ultraizquierda con los años 20. En general, la panoplia de subjetividades metropolitanas
da la justa medida de aquello de lo que el esnobismo es capaz. En lugar de abrir el paso a las
formas-de-vida, el esnob reitera una y otra vez la operación estética de encarnar la forma que
previamente arrancó a lo que vivía. “Lo cual quiere decir que al mismo tiempo que habla en adelante
de un modo adecuado de todo lo que le es dado, el hombre poshistórico tiene que continuar
despegando las ‘formas’ de sus ‘contenidos’, no para trans-formar activamente estos últimos, sino
con el fin de oponerse uno mismo como una ‘forma’ pura a sí mismo y a los otros, tomados como
cualquier tipo de ‘contenidos’.” Es así como Kojève describe la hipótesis de un fin de la historia
esnob, a la japonesa, de un fin de la historia estético. “La consciencia estética —confirma el pobre
Vattimo— no elige; se limita a liberar el objeto que toma en consideración de todo lo que lo religa al
mundo real, en cuanto mundo del saber y de la decisión, transfiriéndolo a la esfera de la pura
apariencia.” (Ética de la interpretación) La estética es el tiempo de la síntesis infernal. El tiempo de
la sociabilidad2. El reino de los espectros.

El imperio como religión sensible

Una etimología falaz hace derivar la palabra religión del latín religare (religar), insinuando que la
religión tendría por vocación religar a los hombres entre ellos y a éstos a lo divino, y no
de relegere (recoger, recolectar en el sentido de “volver sobre lo que uno ha hecho, recaptar por el
pensamiento o la reflexión, redoblar la atención y diligencia”), tal como sucede en cualquier ritual, en
el cual las formas deben ser escrupulosamente repetidas. Toda religión, haciendo existir una esfera
especial de lo sagrado, se erige como guardiana de su separación con respecto al “mundo sensible”.
Es decir que produce el mundo sensible en cuanto mundo sensible. El hecho de que termine
persiguiendo todo lo que, tanto fuera de ella como en ella, se mantiene en la inseparación entre
“sensible” y “suprasensible” —mago, brujo, místico, mesías o convulsionario—, se desprende
lógicamente de su definición. Así puede comprenderse mejor el malestar que se apoderó de la
totalidad del mundo profano con la “muerte de Dios”. Desertado el lugar de lo divino, el mundo
profano se descubría como no siendo tampoco profano. Incluso la dulce inmersión en la inmanencia
se perdía con ello. ¿Qué hacer? El proyecto estético responde históricamente a esa situación; y en
primera línea el idealismo alemán. Lo atestigua ese extraño fragmento de Hölderlin
titulado Communismus der Geister (“Comunismo de los espíritus”). Extraño en primer lugar por su
título: Communismus está escrito con una C, es decir, a la francesa en una época (1798) donde los
propios babouvistas apenas se atreven a llamarse “comunotistas”. Extraño, después, por el nombre de
su primer párrafo: “Disposición”. En él leemos: “Es que justamente nosotros partimos del principio
diametralmente opuesto, es decir, de la universalidad de la incredulidad, para justificar su necesidad
en nuestro tiempo. Esta incredulidad es parte integrante de la crítica científica de nuestra época, la
cual anuncia y precede a la especulación positiva; no sirve de nada lamentarse de ello: lo que hace
falta es poner un remedio.” La incredulidad de la que se trata aquí no es, en el fondo, la incredulidad
en tal o cual religión, ni en Dios mismo. La incredulidad de la que se trata aquí —nuestros
contemporáneos nos lo demuestran cada día, ellos que son capaces de vivir su propia destrucción
como un goce estético de primer orden, ellos que se imaginan en una película cuando se aproxima un
tsunami— es, ni más ni menos, la incapacidad de creer en lo que tenemos ante los ojos, en el propio
mundo sensible. Esa especie de incredulidad demacrada que se lee en tantos ojos, en tantos gestos, ese
estado de ausencia irresuelta, esa crisis de la presencia, es precisamente aquello a lo que el proyecto
estético, el imperio y sus dispositivos tienen por tarea remediar.
Bajo el imperio, pues, el design y el urbanismo inscriben en las cosas mismas una unidad del mundo
que ha llegado a hacerse problemática. Modelan el completamente nuevo “mundo sensible”.
Los mass mediainventan propensamente el lenguaje común del día. Los distintos “medios de
comunicación” ponen a disposición, en cualquier momento, el conjunto de aquellos que siempre-ya
hemos abandonado, y que seguimos llamando, absurdamente, “nuestros prójimos”. Finalmente, la
cultura y los espectáculos nos garantizan la existencia de aquello que podríamos vivir y pensar, y que
ya no hacemos otra cosa que entrever. Así es como localmente, cerebro por cerebro, hogar por hogar,
barrio por barrio, se agencia la metrópoli imperial, se reconstruye un universo aparentemente
estabilizado, creíble, consensual, una aisthesis: una común percepción del mundo. El imperio es esa
planetaria fábrica de lo sensible. Y del mismo modo en que la religión pretendía unir a los hombres
con lo divino cuando en realidad los mantenía separados, la religión sensible del imperio, que
pretende recomponer la unidad del mundo desde su base, desde lo local, no hace más que fijar en cada
lugar y en cada ser una nueva separación: la separación entre el usuario y el dispositivo. La estética se
impone así a escala global como imposibilidad de cualquier uso. El folleto de una reciente exposición
en Burdeos anunciaba, guiñando el ojo: “Lo que te venden en el supermercado, los artistas lo
transforman en obras de arte.” Vemos cómo la estética consigue por sí sola cumplir la imposibilidad
de uso contenida en toda mercancía, consigue convertirla, detrás de una vitrina o en el corazón de una
instalación, en un puro valor de exposición. En última instancia, el programa estético apunta a
extender esta escisión en el hombre mismo, a incorporarle el dispositivo, a hacer de él el usuario de
sí mismo. Se comprende perfectamente de qué modo la disposición biopolítica a aprehenderse como
cuerpo, o aquella otra, espectacular, a contemplarse como imagen, conspiran para hacer de nosotros
los usuarios de nosotros mismos. Conspiran para hacer de nosotros unos sujetos estéticos.

Comunismo3 y magia
El ejecutivo solitario gritándole al auricular de su teléfono móvil. El representante de ventas
enganchado a su maletín. El automovilista maldiciendo al volante de su vehículo. El raver
ultraarreglado arriba de su dance-floor tecno. El vendedor de tienda hipster con su slang
incomprensible empresarial. Nuestros contemporáneos dan la sensación de estar embrujados. Los
izquierdistas del mundo entero pueden aspirar a abrirles los ojos a propósito de la extensión de la
catástrofe, es algo más que extendido desde hace más de setenta años: no sirve de nada concientizar
un mundo ya enfermo de consciencia. Pues este embrujo no es el producto de una superstición o de
una ilusión que bastaría con echar abajo, es un embrujo práctico: es susujetamiento a los dispositivos,
el hecho de que es solamente acoplados a tal o cual dispositivo que se experimentan como sujetos.
Artaud tenía razón cuando escribía, en enero de 1947, que “mucho más que por su ejército, su
administración, sus instituciones o su policía, la sociedad se sostiene por medio de hechizos”.
En cada uso reside una posible salida del embrujamiento. Porque cada uso libera las formas-de-vida
contenidas en las cosas, en las palabras, en las imágenes. En el uso se establece una curiosa
circulación entre “sujeto” y “objeto”, entre “especies”. El gesto cortocircuita la consciencia, abole
temporalmente la distancia entre el yo y el mundo, apela por otras distancias. La mirada
nos incorpora los movimientos y las formas percibidos. Algo sucede en nosotros y fuera de nosotros.
“La coincidencia de la transformación del medio y de la actividad humana o de la transformación del
hombre por sí mismo, no puede ser captada y comprendida racionalmente más que como praxis
revolucionaria”, dicen las Tesis sobre Feuerbach, pero puede ser captada y comprendida
mágicamente como uso, por lo menos “si la magia es una comunicación constante del interior con el
exterior, del acto con el pensamiento, de la cosa con la palabra, de la materia con el espíritu.” (Artaud)
El hecho de que la materia esté animada por innumerables formas-de-vida, de que esté poblada por
polarizaciones íntimas, es algo que el propio Marx no ignoraba, por ejemplo cuando escribe en La
sagrada familia: “Entre todas las cualidades inherentes a la materia, el movimiento es sin duda la
primera y la más significativa, no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino más aún como
pulsión, dinamismo, como tormento de la materia, para emplear un término de Jakob Böhme. Las
formas primitivas de estos últimos son fuerzas esenciales, vivas, individualizantes, que producen las
diferencias específicas.” A estas “formas primitivas” nosotros las hemos denominado formas-de-vida.
Nos afectan, queramos o no, a través de todo aquello a lo que nos vinculamos, a través de todo aquello
a lo que estamos vinculados. Nos cuesta mucho admitir que estamos vinculados, porque
estamos poseídos por una idea estética de la libertad. Una idea de la libertad como desapego, como
indeterminación, como sustracción de toda determinación. “Esta disposición intermediaria donde el
alma no está determinada física ni moralmente y donde sin embargo está activa de ambas formas,
merece particularmente el nombre de disposición libre, y si se denomina físico al estado de
determinación sensible, y lógico y moral al estado de determinación razonable, se dará a ese estado de
determinabilidad real y activa el nombre de estado estético. […] No cabe duda de que el hombre
posee virtualmente esta humanidad antes de cada uno de los estados determinados por los que puede
pasar; pero la pierde efectivamente con cada uno de los estados determinados por los que pasa, y hace
falta, para que pueda llegar a un estado contrario, que ésta le sea siempre devuelta por la vía estética.”
(Schiller, Cartas…) Esta idea de la libertad es la libertad del manager, que recorre el mundo de hotel
de lujo en hotel de lujo, la del científico (sociólogo o físico, qué importa) que nunca está en ninguna
parte del mundo que describe, la del anarquista metropolitano que desea poder hacer lo que quiera
cuando quiera, la del intelectual que juzga soberanamente sobre cualquier cosa desde su oficina o la
del artista contemporáneo que hace de su vida entera una “obra de arte” y para quien el único
imperativo es “invéntate, prodúcete a ti mismo”, como dice el infecto Bourriaud. A esta idea estética
de la libertad nosotros oponemos la evidencia materialista de las formas-de-vida. Decimos que los
seres humanos no están simplemente determinados, en el sentido en que habría por un lado el ser en
cuanto tal, puro de toda determinación, que vendría a vestir el conjunto de sus atributos, de sus
predicados y de sus accidentes (francés, varón, hijo de obrero, jugador de fútbol, con dolor de cabeza,
etc.). Lo que en realidad hay es la manera en que cada ser habita sus determinaciones. Y en ese punto,
la determinación y el ser son absolutamente indistintos, y son forma-de-vida. Nosotros decimos que
la libertad no consiste en la extracción de todas nuestras determinaciones, sino en la elaboración de
la manera en que habitamos tal o cual determinación. Que no reside en el franqueamiento de todos
los vínculos, sino en el aprendizaje del arte de vincular y desvincular. El hecho de que ese arte haya
sido tildado de mágico durante mucho tiempo no nos produce ningún embarazo. Y asumimos su
escándalo: el de admitir la amenaza, en nosotros, fuera de nosotros, en todas partes, de la crisis de la
presencia. Decimos incluso que si hay una igualdad efectiva entre los humanos ésta se da justamente
ante esa amenaza. Lo cual hace de Kafka un gran comunista. Preferimos esto mil veces a esta
paradoja demasiado conocida: cuanto más se toma uno por un individuo, más se le ve reproduciendo
las estructuras de comportamiento más estúpidamente propias de la “especie”, cuanto más se toma
uno por un sujeto, más se le ve abandonarse, cada cierto tiempo, a las inclinaciones más tristemente
conformes. Observamos que, actualmente, desde sus limbos, las formas-de-vida permanecen en el
más temible caos. Que es el sentimiento de ese caos, así como el apego de nuestros contemporáneos a
esa estúpida idea de la libertad, lo que los arroja a las redes de los dispositivos. Pero también
observamos la potencia de la que disponen aquellos que han aprendido el arte de vincular y
desvincular. Y nos imaginamos la fuerza terrible que tienen en sus manos aquellos que elaboran
colectivamente el juego de las formas-de-vida que les afectan. Y no tememos llamar comunismo al
compartir, en todo lugar, de dicha fuerza. Porque entonces los humanos alcanzan la madurez, y tienen
en sus gestos la soberanía del niño.
“Tal vez el hombre de la edad de piedra dibujaba el alce de manera tan incomparable porque la mano
que manejaba la punta aún recordaba el arco con el cual había abatido al animal.”
El mana se fuga, reinventemos la magia.

* Del prólogo de La fête est finie, de donde se extrae este escrito: “La cultura es el sector de actividad
especializada que llega incluso a inventarse capitales, evidentemente artificiales, cuyo territorio está
por todas partes, y en ninguna parte, deshabitado. Podríamos reírnos de esto. Con Lille2004 tan sólo
hemos sido testigos de una realidad que pretende ser simplemente ilusión, de un pasado que pretende
ser simplemente porvenir. Una mentira. Hemos sido sencillamente testigos de una ciudad que se
desarma, pacifica y vende. El espectáculo de una rendición incluso antes del desencadenamiento de la
batalla. Pero incluso si la fiesta se había terminado, la guerra no había sino comenzado.”
1 Existe un tiempo mesiánico, que es abolición del tiempo-que-pasa, ruptura del continuum de la
historia, que es tiempo vivido, fin de toda espera. Existe un gesto mesiánico, que está aquí en
cuestión. Existen incluso seres que se mueven en lo mesiánico, lo cual significa que a su manera, y
casi siempre de modo fugitivo, han “salido del capital”. Lo cual también significa que existen
destellos de lo mesiánico entremezclados con la inmunda negrura de lo real, que el Reino no está
puramente por venir, sino ya, por fragmentos, presente entre nosotros. Mesiánica es pues la práctica
que parte de ahí, de esos destellos, de las formas-de-vida. Antimesiánicas, en cambio, son todas las
religiones, todas las fuerzas que estorban y retienen el libre juego de las formas-de-vida.
Antimesiánico es, al más alto grado, el cristianismo y sus avatares modernos: socialismo,
humanismo, negrismo. Nosotros no nos hemos cruzado jamás, hace falta precisarlo, con
“mesianismo” alguno, salvo en la boca putrefacta de nuestros calumniadores.
2 Simmel ofrece en 1910 un análisis magistral de esta plaga de la época actual: la sociabilidad. El
artículo aborda la sociabilidad como “forma lúdica de la asociación”, como “estructura sociológica
particular, correspondiente a las del arte y el juego, y que extraen sus formas de la realidad, al mismo
tiempo que la dejan, sin embargo, detrás de ellos”, dando perfectamente justicia de la utopía hipster
de una “sociedad de conversación”. “En la conversación puramente sociable, la palabra es un fin para
sí misma, no está al servicio de ningún contenido; no tiene otro objetivo que perpetuar la interacción,
evitando los temas delicados, así como gozar de la excitación del juego de relaciones. […] La
asociación y el intercambio estimulante mediante los cuales se realizan todo el peso y todas las tareas
de la vida, son consumidos aquí en un juego artístico, en la sublimación y la disolución simultáneas
de las fuerzas de la realidad que no aparecen más que a distancia, mientras su gravedad se difumina
como por encantamiento.”
3 Basta con retomar la definición del comunismo en los Manuscritos de 1844 (“el comunismo es la
verdadera solución al antagonismo entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la
verdadera solución del conflicto entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la afirmación
de sí, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie”) para convencerse de que el
gesto estético no está ausente del programa comunista mismo. Es decir que la fase actual, estética,
del capital, donde éste modela conjuntamente a una nueva humanidad —los ciudadanos— y a un
nuevo mundo sensible —la metrópoli—, nos impone revisar nuestra concepción misma de
comunismo.
“Una metafísica crítica podría nacer como ciencia de los dispositivos”*

Las filosofías primeras suministran al poder sus estructuras formales. Más precisamente, “la
metafísica” designa ese dispositivo en el que el actuar requiere de un principio al que puedan
relacionarse las palabras, las cosas y las acciones. En la época del Giro, cuando la presencia como
identidad última vira hacia la presencia como diferencia irreductible, el actuar aparece sin principio.
Reiner Schürmann, “¿Qué hacer en el fin de la metafísica?”

Al inicio, habría una visión, en uno de los pisos de aquellas siniestras colmenas de vidrio ubicadas en
el sector terciario; la visión interminable, a través del espacio panoptizado, de decenas de
cuerpos sentados, en fila, distribuidos de acuerdo con una lógica modular; decenas de cuerpos sin
vida aparente, separados por delgadas paredes de vidrio, tecleando en sus computadoras. En esta
visión, a su vez, habría una revelación del carácter brutalmente político de semejante inmovilización
forzada de los cuerpos. Y la evidencia paradójica de cuerpos que están tanto más inmóviles cuanto sus
funciones mentales resultan activadas, cautivadas,movilizadas; funciones que borbotean y responden
en tiempo real a las fluctuaciones del flujo informacional que atraviesa la pantalla. Tomemos esta
visión, o más bien lo que en ella encontramos, y démosle un paseo ahora a través de una exposición
del MoMa en Nueva York, donde unos cibernéticos entusiastas, conversos recientemente a la
coartada artística, han decidido presentar al público todos los dispositivos de neutralización, de
normalización a través del trabajo, que tienen en mente para el futuro. La exposición se
titularíaWorkspheres: se expondría en ella el modo en que un iMac transforma el trabajo —que ha
devenido en sí mismo superfluo e insoportable— en ocio, y cómo un ambiente “de fácil manejo”
prepara al Bloom promedio para que soporte la existencia más desolada y maximice de esta manera
su rendimiento social, o cómo le desaparecerá toda disposición a la angustia, a este Bloom,
cuando SE hayan integrado en su espacio de trabajo personalizado todos los parámetros de su
psicología, sus hábitos y su carácter. De la conjunción de estas “visiones” nacería la sensación de que,
finalmente, SE ha logrado producir el espíritu; y a su vez, producir el cuerpo como desperdicio, masa
inerte y voluminosa, condición —pero sobre todo obstáculo— del desenvolvimiento de
procesos puramente cerebrales. La silla, la mesa, la computadora: un dispositivo. Un apresamiento
productivo. Una empresa metódica de atenuación de todas las formas-de-vida. Jünger bien hablaba de
una “espiritualización del mundo”, pero en un sentido que no era necesariamente elogioso.
Podríamos imaginar una génesis distinta. Al inicio, habría en esta ocasión una molestia, una molestia
unida a la generalización de artefactos de vigilancia en los almacenes; arcos antirrobo especialmente.
Habría una ligera angustia, al momento de traspasarlos, por saber si sonarán o no, por saber si uno
será extraído del flujo anónimo de los consumidores como “el cliente indeseable”, como “el ladrón”.
Habría pues, en esta ocasión, la molestia —¿o quién sabe? el resentimiento— por haberse hecho
atrapar en algunas ocasiones, y la clara presciencia de que los dispositivos comenzaron últimamente a
funcionar. O de que esta tarea de vigilancia, por ejemplo, es cada vez más confiada exclusivamente a
una masa de vigilantes que tienen buen ojo, al haber sido ellos mismos los antiguos ladrones. Ellos
que son, bajo cualquiera de sus gestos, dispositivos a pie.
Imaginemos ahora una génesis, del todo improbable ésta, para los más incrédulos. El punto de partida
no podría ser otro que la cuestión de la determinidad, del hecho de que hay, inexorablemente,
determinación; pero se trata de una fatalidad que puede a la vez tomar el sentido de una temible
libertad de juego con las determinaciones. De una subversión inflacionista del control cibernético.

Al inicio, no habría nada, finalmente. Nada que no sea el rechazo a jugar inocentemente cualquiera de
los juegos que SE hayan previsto para engatusarnos.
¿Y quién sabe? el deseo
FEROZ
de crear algunos de ellos
vertiginosos.
I

¿En qué consiste, exactamente, la Teoría del Bloom? Consiste en un intento de historizar la presencia,
de tomar nota, para comenzar, del estado actual de nuestro ser-en-el-mundo. Otros intentos de la
misma naturaleza han precedido a la Teoría del Bloom, entre los cuales el más notable, después
de Los conceptos fundamentales de la metafísica de Heidegger, resulta definitivamente El mundo
mágico de De Martino. Sesenta años antes de la Teoría del Bloom, la antropología italiana ofrecía una
contribución, hasta el día de hoy inigualada, en torno a la historia de la presencia. Pero mientras que
filósofos y antropólogosdesembocaban en este resultado, en la constatación del sitio donde somos
con el mundo, en la constatación de nuestro propio colapso, fue de allí que nosotros partimos, así que
aquí consentiremos.
Hombre de su época en esto, De Martino pretendía creer en toda la fábula moderna del sujeto clásico,
del mundo objetivo, etc. Luego distinguió entre dos épocas de la presencia, la que tiene curso en el
“mundo mágico”, primitivo, y la del “hombre moderno”. Todo el malentendido occidental con
respecto de la magia y, más generalmente, de las sociedades tradicionales, dice en resumen De
Martino, se debe al hecho de que pretendemos comprenderlas desde afuera, a partir del presupuesto
moderno de una presencia adquirida, de un ser-en-el-mundo asegurado, apoyado en una clara
distinción entre el yo y el mundo. En el universo tradicional-mágico, la frontera que constituye al
sujeto moderno como un sustrato sólido, estable, seguro de su ser-ahí, ante el cual se extiende un
mundo atestado de objetividad, conforma todavía un problema. Dicha frontera existe en este universo
para conquistarlo, para fijarlo; la presencia humana es así constantemente amenazada, sintiéndose en
un peligro perpetuo. Así, esta labilidad coloca a la presencia humana a merced de cualquier
percepción violenta, de cualquier situación saturada de afectos, de cualquier acontecimiento
inasimilable. En casos extremos, conocidos bajo diversos nombres en las civilizaciones primitivas, el
ser-ahí es totalmente devorado por el mundo, una emoción o una percepción. A esto los malayos lo
llaman latah, los tunguses olon, algunos melanesios atai, y entre los mismos malayos está
relacionado con el amok. En tales estados, la presencia singular se desploma completamente, entra en
una indistinción con los fenómenos y se deshace con un simple eco, mecánico, del mundo que le
rodea. De este modo un latah, un cuerpo afectado delatah, coloca la mano sobre la llama apenas
esbozado el gesto para hacerlo o, encontrándose de golpe cara a cara con un tigre en la cima de un
sendero, comienza a imitarlo furiosamente, poseído como está por semejante percepción inesperada.
También se relatan casos de olon colectivo: durante la formación de un regimiento cosaco por parte
de un oficial ruso, los hombres del regimiento, en lugar de ejecutar las órdenes del coronel,
comienzan repentinamente a repetirlas en coro; y cuanto más los colmaba de insultos el oficial y éste
se irritaba por su rechazo a obedecer, más le regresaban ellos sus insultos e imitaban su cólera. De
Martino caracteriza de este modo el latah, haciendo uso de sus categorías aproximativas: “La
presencia tiende a permanecer polarizada sobre un contenido particular, no alcanza a ir más allá de
ello y, por consiguiente, desaparece y abdica en tanto que presencia. Colapsa así la distinción entre
presencia y mundo que se hace presente.”
Así pues, para De Martino existe un “drama existencial”, un “drama histórico del mundo mágico”,
que es un drama de la presencia; y el conjunto de las creencias, técnicas e instituciones mágicas están
ahí para responder a tal situación: para salvar, proteger o restaurar la presencia mermada. Por tanto,
ese conjunto está dotado de una eficacia propia, de una objetividad inaccesible al sujeto clásico. Una
de las maneras que tienen los indígenas de Mota para vencer la crisis de la presencia provocada por
alguna reacción emocional intensa, consistirá así en asociar a aquel que ha sido su víctima con la cosa
que la ha ocasionado, o algo que la represente. En el curso de una ceremonia, dicha cosa será
declarada atai. El Chamán instituirá una comunidad de destino entre esos dos cuerpos que estarán, a
partir de ahora, indisoluble y ritualmente unidos, a tal punto que en el idioma indígena atai significa
simplemente alma. “La presencia que se arriesga a perder todo horizonte se reconquista incorporando
su unidad problemática a la unidad problemática de la cosa”, concluye De Martino. Esta práctica
banal (la de inventarse un alter ego objetal) es aquello que los occidentales recubrirán con el apodo de
“fetichismo”, rechazando comprender que el hombre “primitivo” se recompone, al reconquistar una
presencia, mediante la magia. Reproduciéndose el drama de su presencia en disolución, pero esta vez
acompañado y apoyado por el Chamán —en el trance, por ejemplo—, pone en escena dicha
disolución de tal manera que vuelve a ser su amo. Lo que el hombre moderno reprocha tan
amargamente al “primitivo”, después de todo, no es tanto su práctica de la magia, sino la audacia que
tiene para otorgarse un derecho que es juzgado obsceno: el de evocar la labilidad de la presencia y,
con ello, volverla participable. Y es que los “primitivos” se han dado los medios para vencer ese tipo
de desamparo, cuyas imágenes más familiares para nosotros son el moderno despojado de su portátil,
la familia pequeñoburguesa privada de tele, el automovilista con el coche rallado, el ejecutivo sin
oficina, el intelectual sin la palabra o la Jovencita sin su bolso.
Pero De Martino comete un error inmenso, un error de fondo sin duda inherente a toda antropología.
De Martino ignora la amplitud del concepto de presencia, ya que la concibe todavía como un atributo
del sujeto humano, lo cual le lleva inevitablemente a oponer la presencia al “mundo que se hace
presente”. La diferencia entre el hombre moderno y el primitivo no consiste, como De Martino dice,
en el hecho de que el segundo se encontraría en defecto con respecto del primero, al no haber
adquirido aún la seguridad de éste. La diferencia consiste, por el contrario, en que el “primitivo”
demuestra una mayor apertura, una mayoratención, al VENIR A LA PRESENCIA DE LOS ENTES, y por
tanto, como consecuencia, una mayor vulnerabilidad a las fluctuaciones de éste. El hombre moderno,
el sujeto clásico, no es un salto fuera de lo primitivo, sino que, más bien, es tan sólo un primitivo que
se ha vuelto indiferente al acontecimiento de los seres, que ya no sabe acompañar al venir a la
presencia de las cosas, que es pobre de mundo. De hecho, toda la obra de De Martino está atravesada
por un amor infeliz hacia el sujeto clásico. Infeliz, debido a que De Martino tiene, como Janet, una
comprensión demasiado íntima del mundo mágico, una sensibilidad demasiado rara hacia el Bloom,
como para no sentir, secretamente, todos sus efectos. Lo que ocurre es que, cuando se es un hombre,
en la Italia de los años 40, ciertamente se tiene más que nada el interés de callar dicha sensibilidad y
de confesar una pasión desenfrenada por la plasticidad majestuosa y, a partir de
ahora, admirablemente kitsch del sujeto clásico. De este modo, De Martino se acorraló en la postura
cómica que es denunciar el error metodológico de querer aprehender el mundo mágico desde el punto
de vista de una presencia asegurada, al mismo tiempo que la conserva como horizonte de referencia.
En última instancia, hace suya la utopía moderna de una objetividad pura de toda subjetividad y de
una subjetividad exenta de toda objetividad.
En realidad, la presencia es tan poco un atributo del sujeto humano que ella es aquello que se da. “El
fenómeno a retener, aquí, no es ni el simple ente ni su modo de estar presente, sino la entrada en
presencia; una entrada que es siempre nueva, cualquiera que sea el dispositivo histórico en que
aparezca lo dado” (Reiner Schürmann, El principio de anarquía). Así se define el ek-stasis
ontológico del ser-ahí humano, su co-pertenencia a cada situación vivida. La presencia en sí misma
es INHUMANA. Inhumanidad que triunfa en la crisis de la presencia, cuando lo ente se impone en toda
su aplastante insistencia. La donación de la presencia, entonces, ya no puede seguir siendo acogida;
toda forma-de-vida, es decir, toda manera de acoger esta donación, se disipa. Lo que hay que
historizar no es entonces el progreso de la presencia hacia la estabilidad final, sino las diferentes
maneras en que ésta se da, las diferentes economías de la presencia. Y si bien existe hoy en día, en la
era del Bloom, una crisis generalizada de la presencia, esto es así solamente en virtud de la
generalidad de la economía en crisis: LA ECONOMÍA OCCIDENTAL, MODERNA Y HEGEMÓNICA, DE LA
PRESENCIA CONSTANTE. Economía que tiene como característica propia la denegación de la
posibilidad misma de su crisis por medio del chantaje del sujeto clásico, regente y medida de todas las
cosas. El Bloom resalta históricamente el fin de la efectividad social-mágica de ese chantaje o fábula.
La crisis de la presencia entra nuevamente en el horizonte de la existencia humana, pero
no SE responde a ella de la misma manera que en el mundo tradicional; no SE la reconoce como tal.
En la era del Bloom la crisis de la presencia se cronifica y se objetiva en una inmensa acumulación
dedispositivos. Cada dispositivo funciona como una prótesis ek-sistencial que SE administra al
Bloom para permitirle sobrevivir en la crisis de la presencia sin que la perciba, y para permitirle
permanecer en ella día tras día sin sucumbir — un celular, un psicólogo, un amante, un sedante o un
cine conforman una especie de muletas bastante adecuadas, siempre y cuando uno pueda cambiarlas a
menudo. Considerados singularmente, los dispositivos son otras tantas fortalezas erigidas contra el
acontecimiento de las cosas; tomados en masa, son el hielo seco que SE esparce sobre el hecho de que
cada cosa, en su venir a la presencia, lleva consigo un mundo. Lo objetivo: mantener a toda costa la
economía dominante mediante la gestión autoritaria, en todo lugar, de la crisis de la presencia;
instalar planetariamente un presente contra el libre juego de todo venir a la presencia. En pocas
palabras: EL MUNDO SE ENDURECE.
Desde que el Bloom se ha insinuado en el corazón de la civilización, SE ha hecho todo lo posible para
aislarlo, para neutralizarlo. Muy a menudo, y ya muy biopolíticamente, se le ha tratado como una
enfermedad: primero se llamó psicastenia, con Janet, y luego esquizofrenia. Hoy en día SE prefiere
hablar dedepresión. Las calificaciones cambian, ciertamente, pero la maniobra es siempre la misma:
reducir las manifestaciones del Bloom que son demasiado extremas a puros “problemas subjetivos”.
Circunscribiéndolo como enfermedad, SE lo individualiza, SE lo localiza y SE lo reprime, de tal
manera que ya no pueda ser asumible colectivamente, comúnmente. Si lo vemos bien, la biopolítica
nunca ha tenido otro propósito: garantizar que nunca se constituyan mundos, técnicas,
dramatizaciones compartidas, magias, en el seno de las cuales la crisis de la presencia pueda ser
vencida, asumida, pueda devenir un centro de energía, una máquina de guerra. La ruptura de toda
transmisión de la experiencia, la ruptura de la tradición histórica está ahí, salvajemente mantenida,
para asegurar que el Bloom se mantenga siempre entregado, remitido a “sí mismo”, a su propia y
solitaria burla, a su aplastante y mítica “libertad”. Existe ante todo un monopolio biopolítico de los
remedios para la presencia en crisis, que siempre está dispuesto a defenderse con la violencia más
lejana.
La política que desafía este monopolio toma como punto de partida, y como centro de energía, la
crisis de la presencia: el Bloom. A esta política la calificaremos como extática. Su propósito no es
rescatar abstractamente, a fuerza de re/presentaciones, la presencia humana en disolución, sino en la
elaboración de magias participables, de técnicas de habitación, no tanto de un territorio, sino de un
mundo. Y es esta elaboración, la del juego entre las diferentes economías de la presencia, entre las
diferentes formas-de-vida, lo que exige la subversión y la liquidación de todos los dispositivos.
Aquellos que aún reclaman una teoría del sujeto, como un último aplazamiento ofrecido a su
pasividad, harían mejor en comprender que, en la era del Bloom, una teoría del sujeto ya sólo es
posible como teoría de los dispositivos.

II

Durante mucho tiempo he creído que lo que distinguía a la teoría de, supongamos, la literatura, era su
impaciencia para transmitir contenidos, su vocación para hacerse comprender. Efectivamente, esto
especifica a la teoría, a la teoría como la única forma de escritura que no es una práctica. De ahí el
infinito impulso de la teoría, que puede decir lo que sea sin que esto arroje nunca, finalmente, alguna
consecuencia; para los cuerpos, evidentemente. Veremos muy bien que nuestros textos no son teoría
ni su negación, sino simplemente otra cosa.
¿Cuál es el dispositivo perfecto, el dispositivo-modelo a partir del cual ningún malentendido podría
subsistir sobre la noción misma de dispositivo? El dispositivo perfecto, me parece, es LA AUTOPISTA.
En ella, el máximum de la circulación coincide con el máximum del control. Nada se mueve en ella
que no sea incontestablemente “libre” y, a la vez, estrictamente registrado, identificado e individuado
en un registro exhaustivo de matriculaciones. Organizado en red, dotado de sus propios puntos de
abastecimiento, de su propia policía, de espacios autónomos neutros, vacíos y abstractos, el sistema
de autopistas representa directamente el territorio, como descargado por bandas a través del paisaje;
una heterotopía, la heterotopía cibernética. En él, todo ha sido cuidadosamente parametrizado para
que no suceda nada, nunca. El flujo indiferenciado de lo cotidiano sólo es evaluado por la serie
estadística, prevista y previsible, de los accidentesque SE nos tiene tan informados porque nunca
somos testigos de ellos, y que no son, por tanto, vividos como acontecimientos, como muertes, sino
como una perturbación pasajera de la que todo rastro será borrado en poco tiempo. Por otra parte, nos
recuerda la Seguridad Vial, SE muere mucho menos en las autopistas que en las carreteras nacionales;
y son apenas los cadáveres de los animales aplastados, que se advierten por la ligera dislocación que
inducen en la dirección de los coches, los que nos recuerdan qué es lo que
significa PRETENDERVIVIR ALLÍ DONDE LOS DEMÁS PASAN. Cada átomo del flujo molecularizado, cada
una de las mónadas impermeables del dispositivo, no tiene, de cualquier modo, ninguna necesidad de
que se le recuerde que elfluir está dentro de sus intereses. La autopista está hecha completamente, con
sus largas curvas y su uniformidad calculada y señalizada, para reducir todas las conductas a una sola:
la cero-sorpresa, prudente y alisada, orientada hacia un lugar de llegada y recorrida completamente a
una velocidad media y regular. A pesar de todo, existe un ligero sentimiento de ausencia, de un
extremo a otro del trayecto, como si la única forma de permanecer en un dispositivo fuera atrapado
bajo la perspectiva de salirse de él, sin nunca haber estado verdaderamente ahí. Al final, el puro
espacio de la autopista expresa la abstracción de todo lugar más que la de toda distancia. En ninguna
parte SE ha realizado tan perfectamente la sustitución de los lugares a partir de su nombre, a partir de
su reducción nominalista. En ninguna parte la separación habrá sido tan móvil y convincente, e
incluso armada de un lenguaje (la señalización vial) menos susceptible de subversión. La autopista,
por tanto, como utopía concreta del Imperio cibernético. ¡Y pensar que existe gente que ha podido oír
hablar de “autopistas de la información” sin presentir la promesa de un vigilancia policíaca total!
El metro, la red metropolitana, es otra clase de megadispositivo, subterráneo en esta ocasión. No cabe
duda, vista la pasión policíaca que la RATP nunca ha abandonado desde Vichy, de que una cierta
consciencia de este hecho se ha insinuado en todos sus pisos, e incluso en sus entresuelos. Es así como
se podía leer hace algunos años, en los pasillos del metro parisino, un extenso aviso público de la
RATP, adornado con un león que ostentaba una pose real. El título de la noticia, escrito en caracteres
gruesos y extraordinarios, estipulaba que: “AMO DE LOS LUGARES ES AQUEL QUE LOS ORGANIZA”.
Quien se dignaba a detenerse a leer, se veía así informado por la intransigencia empleada por esta
compañía pública dispuesta a defender el monopolio de la gestión de su dispositivo. Desde ese
momento, parece ser que el Weltgeist ha conseguido aún progresos entre los émulos del servicio de
Comunicación de la RATP, ya que todas sus campañas han sido, a partir de ese momento, firmadas
como “RATP, el espíritu libre”. El “espíritu libre” —singular fortuna para una fórmula que ha pasado
desde Voltaire hasta los anuncios de los nuevos servicios bancarios, pasando por Nietzsche—,tener el
espíritu libre más que ser un espíritu libre: he aquí lo que exige el Bloom, ávido de
bloomificación.Tener el espíritu libre, es decir: el dispositivo se hace cargo de los que se le someten.
Sin duda, existe una comodidad que se vincula con esto, que consiste en poder olvidar, hasta nuevo
aviso, que uno está en el mundo.
En cada dispositivo existe una decisión que se esconde. Los Amables Cibernéticos del CNRS le dan
la vuelta a esto de la siguiente manera: “El dispositivo puede ser definido como la concretización de
una intención mediante la constitución de ambientes acondicionados” (Hermès, nº 25). El flujo es
necesario para el mantenimiento del dispositivo, porque es detrás de él que se esconde dicha decisión.
“No hay nada más fundamental para la supervivencia del shopping que un flujo constante de clientes
y productos”, observan los cabrones del Harvard Project on the City. Pero asegurar la permanencia y
la dirección del flujo molecularizado, interconectar los diferentes dispositivos, exige un principio de
equivalencia, un principiodinámico, distinto de la norma en curso en cada dispositivo. Este principio
de equivalencia es la mercancía. La mercancía, es decir, el dinero como lo que individúa y separa
todos los átomos sociales, colocándolos a solas frente a su cuenta bancaria como el cristiano lo estaba
ante su Dios; el dinero, que nos permite al mismo tiempo entrar continuamente en todos los
dispositivos y, en cada entrada, registrar un rastro de nuestra posición, de nuestro paso. La mercancía,
es decir, el trabajo que permite contener el mayor número de cuerpos en un número particular de
dispositivos estandarizados, forzarlos a pasar a través de ellos y quedarse, organizando cada uno su
propia trazabilidad a través del currículum vitae (¿no es cierto, por otra parte, que trabajar hoy en día
ya no consiste tanto en hacer alguna cosa como en ser alguna cosa y, desde luego, en
estardisponible?). La mercancía, es decir, el reconocimiento gracias al cual cada uno autogestiona su
sumisión a la policía de las cualidades y mantiene con otros cuerpos una distancia prestidigitadora,
suficientemente grande para neutralizarse, pero no tanto para excluirse de la valorización social.
Guiado de este modo por la mercancía, el flujo de los Bloom impone dulcemente la necesidad del
dispositivo que lo contiene. Todo un mundo fosilizado sobrevive en esta arquitectura, la cual ya no
necesita celebrar el poder soberano porque ella misma es, a partir de ahora, el poder soberano: le
basta con configurar el espacio — la crisis de la presencia hace el resto.
Bajo el Imperio, las formas clásicas del capitalismo sobreviven, pero como formas vacías, como
puros vehículos al servicio del mantenimiento de los dispositivos. Su persistencia no debe engañarnos:
ya no reposan sobre sí mismos, puesto que han devenido función de otra cosa. A PARTIR DE AHORA, EL
MOMENTO POLÍTICO DOMINA EL MOMENTO ECONÓMICO. La cuestión suprema ya no es la extracción de
plusvalía, sino el Control. El nivel de extracción de la propia plusvalía ya no indica sino el nivel de
Control que es localmente su condición. El Capital ya no es sino un medio al servicio del Control
generalizado. Y si aún existe un imperialismo de la mercancía, se hace sentir ante todo como
imperialismo de los dispositivos; imperialismo que responde a una necesidad: la de
la NORMALIZACIÓN TRANSITIVA DE TODAS LAS SITUACIONES. Se trata de extender la
circulaciónentre los dispositivos, porque es ella quien forma el mejor vector de la trazabilidad
universal y del orden de los flujos. En este punto también, nuestros Amables Cibernéticos poseen el
arte de la fórmula: “En general, el individuo autónomo, concebido como portador de una
intencionalidad propia, aparece como la figura central del dispositivo. […] Ya no se orienta el
individuo, sino que es el individuo quien se orienta en el dispositivo”.
No hay nada misterioso en las razones por las cuales los Bloom se someten tan masivamente a los
dispositivos. Por qué, ciertos días, en el supermercado, no robo nada…; tanto si me siento demasiado
débil como si soy perezoso: no robar resulta una comodidad. No robar supone disolverse
absolutamente en el dispositivo, conformarse en él para no tener que sostener la relación de fuerza
que conlleva: la relación de fuerza entre un cuerpo y el agregado compuesto por los empleados, el
vigilante y, eventualmente, la policía. Robar me fuerza a una presencia, a una atención, a un nivel de
exposición de mi superficie corporal, a la cual, ciertos días, no puedo recurrir. Robar me fuerza
a pensar mi situación. Y en ciertas ocasiones, no tengo la energía para ello. Así que pago, pago para
ser dispensado de la experiencia misma del dispositivo en su realidad hostil. Pero lo que en realidad
adquiero es un derecho a la ausencia.

III

Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho.


Wittgenstein
El decir no es lo dicho.
Heidegger

Existe un enfoque materialista del lenguaje que parte de que aquello que percibimos nunca es
separable de aquello que sabemos. La Gestalt ha mostrado desde hace mucho tiempo cómo, frente a
una imagen confusa, el hecho de que se nos diga que tal imagen representa a un hombre sentado en
una silla, o una lata de conservas semiabierta, es suficiente para hacer aparecer una u otra cosa. Las
reacciones nerviosas de un cuerpo y, ciertamente por ello mismo, su metabolismo, están
estrechamente unidas —si acaso no dependen ya directamente— al conjunto de sus representaciones.
Hay que admitir esto para establecer, no tanto el valor, sino la significación vital de cada metafísica,
su incidencia en términos de forma-de-vida.
Imaginemos, después de esto, una civilización cuya gramática llevaría en su núcleo, especialmente en
el empleo del verbo más corriente de su vocabulario, una clase de vicio, defecto tal que conlleve a que
todo sería percibido de acuerdo a una perspectiva, no solamente falseada, sino en la mayoría de los
casos mórbida. Imaginemos qué ocurriría entonces con la fisiología común de sus usuarios, con las
patologías mentales y relacionales, con la disminución vital a la que éstos estarían expuestos. Tal
civilización sería ciertamente inhabitable y produciría solamente, en cualquier sitio que se extienda,
desastre y desolación. Esa civilización es la civilización occidental, y ese verbo es sencillamente el
verbo ser. Y el verbo ser no en sus empleos de auxiliar o de existencia —esto es—, los cuales son
relativamente inofensivos, sino en sus empleos de atribución —esta rosa es roja— y de identidad —la
rosa es una flor—, que autorizan las más simples falsificaciones. En el enunciado “esta rosa es roja”,
por ejemplo, presto al sujeto “rosa” un predicado que no es el suyo, que es más bien un predicado de
mi percepción: soy yo, que no soy daltónico, que soy “normal”, quien percibe esta longitud de onda
como “rojo”. Decir “yo percibo la rosa como rojo” resultaría ya menos capcioso. En cuanto al
enunciado “la rosa es una flor”, me permite borrarme oportunamente tras la operación de
clasificación queyo hago. Por tanto, convendría más bien decir: “yo clasifico la rosa entre las flores”
(que es la formulación común en las lenguas eslavas). Sin duda es evidente, a continuación, que los
efectos del es de identidad tienen un alcance emocional muy distinto cuando permiten decir de un
hombre que tiene la piel blanca, “es un Blanco”, de alguien que tiene dinero, “es un rico”, o de una
mujer que se comporta algo libremente, “es una puta”. Y esta cuestión de ninguna manera consiste en
denunciar la supuesta “violencia” de tales enunciados, preparando así el advenimiento de una nueva
policía de la lengua, de una political correctness ampliada, que esperaría que cada frase lleve consigo
su propia garantía de cientificidad. De lo que se trata es de saber lo que se hace, lo que SE nos hace,
cuando hablamos; y de saberlo juntos.
La lógica subyacente a estos empleos del verbo ser es calificada por Korzybski como aristotélica;
nosotros la llamaremos simplemente “la metafísica” — y de hecho no estamos lejos de pensar, como
Schürmann, que “la cultura metafísica en su conjunto revela ser una universalización de la operación
sintáctica que es la atribución predicativa”. Lo que se juega en la metafísica, y especialmente en la
hegemonía social del es de identidad, es tanto la negación del devenir, como del acontecimiento de
las cosas y los seres — “¿Estoy fatigado? Esto, desde luego, no quiere decir gran cosa. Ya que mi
fatiga no es mía, no soy yo quien está fatigado. ‘Hay lo fatigante’. Mi fatiga se inscribe en el mundo
bajo la forma de una consistencia objetiva, de un suave espesor de las cosas mismas, del sol y la
carretera que sube, del polvo y las piedras.” (Deleuze, ‘Decires y perfiles’, 1947) En lugar del
acontecimiento —“hay lo fatigante”— la gramática metafísica nos forzará a pronunciar un sujeto
para después referirle su predicado: “yo estoy fatigado” — esto es: el acondicionamiento de una
posición de retirada, de elipsis del ser-en-situación, de borrado de la forma-de-vida que se enuncia
tras su enunciado, tras la pseudosimetría autárquica de la relación sujeto-predicado. Y es,
naturalmente, con la justificación de este escamoteo que se abre la Fenomenología del espíritu,
piedra angular de la represión occidental de la determinidad y las formas-de-vida, verdadera
propedéutica para toda ausencia futura. “A la pregunta: ¿qué es el ahora? —escribe nuestro Bloom
jefe— respondemos, pues, por ejemplo, el ahora es la noche. Y para examinar la verdad de esta
certeza sensible, basta con un sencillo experimento. Escribamos esta verdad; la verdad no es algo que
se puede perder por escribirla, ni mucho menos por tratar de guardarla y conservarla. Pero si
volvemos a ver ahora, es decir, este mediodía, la verdad que escribimos anoche, resulta que
tendremos que decir que se nos ha echado a perder”. El grosero juego de manos consiste aquí en
reducir como si nada la enunciación al enunciado, en postular la equivalencia del enunciado hecho
por un cuerpo en situación, del enunciado como acontecimiento, y del enunciado objetivado o escrito,
que perdura como rastro en la indiferencia a toda situación. De uno a otro, es el tiempo, es
la presencia, lo que cae en la trampa. En su último escrito, cuyo título suena como una especie de
respuesta al primer capítulo de la Fenomenología del espíritu, Sobre la certeza, Wittgenstein
profundiza la cuestión. Se trata del parágrafo 588: “Sin embargo, ¿no es cierto que con las palabras
‘Sé que esto es…’ afirmo encontrarme en un estado particular, mientras que la mera aseveración:
‘Esto es…’ no dice lo mismo? A pesar de ello, nuestra réplica a una aseveración semejante suele ser
‘¿Cómo lo sabes?’ — ‘Sencillamente, porque el hecho de que lo afirme permite reconocer que lo
creo.’ — Podría expresarse así: en un zoológico podríamos encontrar la inscripción ‘Esto es una
cebra’, pero nunca ‘Sé que esto es una cebra.’ ‘Sé’ sólo tiene sentido cuando sale de la boca de una
persona.”
El poder que se ha hecho heredero de toda la metafísica occidental, el Imperio, extrae de ella toda su
fuerza así como la inmensidad de sus debilidades. La abundancia de artefactos de control y de
equipos de vigilancia continua que han cubierto el mundo, por su exceso mismo, delata el exceso de
su ceguera. La movilización de todas esas “inteligencias” que se vanagloria de tener entre sus filas,
sólo confirma la evidencia de su estupidez. Resulta impresionante ver, año tras año, cómo los seres se
escurren cada vez más entre sus predicados, entre todas las identidades que SE les hacen. Con total
seguridad, el Bloom progresa. Todas las cosas se indistinguen. SE tiene cada vez mayor dificultad
para hacer del que piensa “un intelectual”, del que trabaja “un asalariado”, del que mata “un asesino”,
del que milita “un militante”. El lenguaje formalizado, aritmética de la norma, no se conexiona sobre
ninguna distinción sustancial. Los cuerpos ya no se dejan reducir a las cualidades que SE les quiso
atribuir. Rechazan incorporárselas. Fluyen, silenciosamente. El reconocimiento, que al principio
nombra una cierta distancia entre los cuerpos, se encuentra desbordado en todos sus puntos. Ya no
puede dar cuenta de lo que pasa, precisamente, entre los cuerpos. Hacen falta, por tanto, dispositivos,
más y más dispositivos: para estabilizar la relación entre los predicados y los “sujetos” que escapan de
ellos obstinadamente, para frustrar la creación difusa de relaciones asimétricas, perversas y complejas
entre dichos predicados, para producir la información, para producir lo real como información. Es
evidente que los intervalos que mide la norma y a partir de los cuales SE individualizan-distribuyen
los cuerpos, ya no son suficientes para el mantenimiento del orden; es necesario, por otra parte, hacer
reinar el terror, el terror de alejarse demasiado de la norma. Para garantizar la estabilidad artificial de
un mundo en implosión, han devenido necesarias toda una policía inédita de las cualidades y toda una
ruinosa red de microvigilancia, de microvigilancia de todos los instantes y espacios. Obtener el
autocontrol de cada uno exige una densificación inédita, una difusión masiva de dispositivos de
control cada vez más integrados, cada vez más hipócritas. “El dispositivo: una ayuda para las
identidades en crisis”, escriben los cerdos del CNRS. Pero cualquier cosa que SE haga para asegurar
la plana linealidad de la relación sujeto-predicado, para someter todo ser a su representación, a pesar
de su desprendimiento histórico, a pesar del Bloom, no sirve de nada. Sin duda, los dispositivos
pueden fijar, conservar las economías de la presencia caducas, hacerlas persistir más allá de su
acontecimiento, pero son impotentes al intentar que cese el asedio de los fenómenos, que tarde o
temprano acabarán por sumergirlos. Por el momento, el hecho de que no es lo ente lo que, la mayor
parte del tiempo, es portador de las cualidades que le prestamos, sino más bien nuestra percepción,
que se muestra siempre más claramente en el hecho de que nuestra pobreza metafísica, la pobreza de
nuestro arte de percibir, nos hace experimentar todo como sin cualidades, nos hace producir el
mundo como desprovisto de cualidades. En este derrumbamiento histórico, las cosas mismas, libres
de todo apego, vienen cada vez más insistentemente a la presencia.
En realidad, es como dispositivo que nos aparece cada detalle de un mundo que nos ha devenido
extranjero, precisamente, en cada uno de sus detalles.

IV

Nuestra razón es la diferencia de los discursos, nuestra historia la diferencia de los tiempos, nuestro
yo la diferencia de las máscaras.
Michel Foucault, Arqueología del saber

Corresponde a un pensamiento abruptamente mayor conocer aquello que obra, conocer en qué
operaciones se libra. Y no con vistas a conseguir alguna Razón final, prudente y mesurada, sino, por
el contrario, con el fin de intensificar el goce dramático que se une al juego de la existencia, en sus
propias fatalidades. La cosa resulta evidentemente obscena. Y debo decir que, a dondequiera que uno
vaya, a cualquier medio que uno se dirija, todo pensamiento de la situación resulta inmediatamente
interpretado y conjurado como perversión. Para prevenir este desafortunado reflejo siempre hay, es
verdad, una salida presentable, que consiste en proveer este pensamiento para una crítica. En Francia,
esto es por cierto algo en lo que SE es muy ávido. Al develarme como hostil a aquello cuyo
funcionamiento y determinismos he penetrado, coloco eso mismo que quisiera aniquilar a salvo de mí
mismo, a salvo de mi práctica. Y es precisamente esa inocuidad lo que SE espera de mí al exhortarme
a que me declare como crítico.
En todas partes, la libertad de juego que acarrea la adquisición de un saber-poder es algo que colma de
terror. Ese terror, el terror del crimen, es destilado indefinidamente por el Imperio entre los cuerpos,
asegurándose así de conservar el monopolio de los saberes-poderes, esto es, a la larga, el
monopolio de todos los poderes. Dominación y Crítica conforman desde siempre un dispositivo
inconfesablemente dirigido contra un hostis común: el conspirador, aquel que obra encubierto, que
hace uso de todo lo que SE le da y le reconocecomo una máscara. El conspirador es odiado en todas
partes, pero nunca SE le odiará tanto como el placer que él obtiene de su juego. Con toda seguridad,
una cierta dosis de aquello que llamamos comúnmente “perversión” entra en el placer del conspirador,
porque aquello de lo que goza es, entre otras cosas, de su opacidad. Mas ésta no es la razón por la cual
no SE deja de impulsar al conspirador a volverse crítico, asubjetivarse como crítico, ni tampoco la
razón del odio que SE mantiene tan corrientemente hacia él. Esa razón consiste sencillamente en
el peligro que él encarna. El peligro, para el Imperio, son las máquinas de guerra: que uno o varios
hombres se transformen en máquinas de guerra, ENLAZANDO ORGÁNICAMENTE SU GUSTO POR VIVIR Y
SU GUSTO POR DESTRUIR.
El moralismo de toda crítica no es, a su vez, algo a criticar: para nosotros resulta suficiente conocer la
poca inclinación que tenemos por lo que se trama verdaderamente en él: amor exclusivo de los afectos
tristes, de la impotencia, de la contrición, deseo de pagar, de expiar, de ser castigado, pasión por el
proceso, odio del mundo, de la vida, pulsión gregaria, espera del martirio. Todo ese asunto de la
“consciencia” nunca ha sido realmente comprendido. Existe efectivamente una necesidad de la
consciencia que no consiste de ninguna manera en una necesidad de “elevarse”, sino en una necesidad
de elevar, refinar y estimular nuestro goce, de multiplicar nuestro placer. Una ciencia de los
dispositivos, una metafísica crítica, es por tanto absolutamente necesaria, pero no para plantar alguna
bella certeza tras la cual poder borrarse, ni siquiera para agregar a la vida su pensamiento, como
también se ha dicho. Necesitamos pensar nuestra vida para intensificarla de manera dramática. ¿Qué
me importa un rechazo que no sea al mismo tiempo un saber milimetrado de la destrucción? ¿Qué me
importa un saber que no venga a incrementar mi potencia, como eso que SE llama pérfidamente
“lucidez”, por ejemplo?
Con respecto a los dispositivos, la burda propensión del cuerpo que ignora la alegría, consistirá en
reducir la presente perspectiva revolucionaria a la de la destrucción inmediata de ellos. Los
dispositivos proporcionarían entonces una especie de chivo expiatorio objetal sobre el cual todo el
mundo se pondría de acuerdo de manera unívoca. Y se restablecería así el más viejo de los fantasmas
modernos, el fantasma romántico que cierra El lobo estepario: el de una guerra de los hombres contra
las máquinas. Reducida a esto, la perspectiva revolucionaria ya sólo sería, nuevamente, una frígida
abstracción. Ahora bien, el proceso revolucionario es un proceso de crecimiento general de la
potencia, o no es nada. Su Infierno es la experiencia y la ciencia de los dispositivos, su Purgatorio el
compartir dicha ciencia y el éxodo fuera de los dispositivos, su Paraíso la insurrección y la
destrucción de ellos. Y corresponde a cada uno recorrer esta divina comedia, como una
experimentación sin retorno.
Pero por el momento reina aún uniformemente el terror pequeñoburgués del lenguaje. Por un lado, en
la esfera “de lo cotidiano”, SE tiende a tomar las cosas por palabras, es decir, supuestamente, por lo
que son—“un gato es un gato”, “un centavo es un centavo”, “yo soy yo”— y por el otro, desde que
el SE es subvertido y el lenguaje se desarticula para convertirse en agente de desorden potencial en la
regularidad clínica de lo ya-conocido, SE proyecta al lenguaje hacia las regiones nebulosas de la
“ideología”, de la “metafísica”, de la “literatura” o, más corrientemente, de los “sinsentidos”. No
obstante, hubo y habrá momentos insurreccionales en los que, bajo el efecto de un rechazo flagrante
de lo cotidiano, el sentido común vence ese terror. Y SE advierte entonces que lo que hay de real en las
palabras no es lo que designan — un gato no es “un gato”; un centavo nunca es “un centavo”; yo ya no
soy “yo mismo”. Lo que hay de real en el lenguaje son las operaciones que efectúa. Describir un ente
como un dispositivo, o como ente producido por un dispositivo, es una práctica de desnaturación del
mundo dado, una operación de puesta a distancia de lo que nos es familiar, o que se quiere como tal.
Y usted lo sabe bien.
Poner a distancia el mundo dado, hasta ahora, ha sido lo propio de la crítica. Sólo la crítica creía que,
una vez hecho esto, ya estaba todo dicho. Porque en el fondo le importaba menos poner el mundo a
distancia que ponerse fuera de su alcance, precisamente en alguna región nebulosa. Quería
que SE conociera su hostilidad hacia el mundo, su trascendencia innata. Quería que SE la creyera,
que SE la suponga, en otra parte, en algún Gran Hotel del Abismo o en la República de las Letras. Lo
que nos importa, a nosotros, es exactamente lo contrario. Imponemos una distancia entre el mundo y
nosotros, no para dar a entender que estaríamos en otra parte, sino para estar de manera diferente ahí.
La distancia que introducimos es el espacio de juego que necesitan nuestros gestos; nuestros gestos
que son compromisos y descompromisos, amor y exterminio, sabotajes y deserciones. El
pensamiento de los dispositivos, la metafísica crítica, llega por tanto como aquello que prolonga el
gesto crítico desde hace tiempo paralizado, y que al prolongarlo lo anula. Particularmente, anula
aquello que, desde hace más de setenta años, constituye el centro de energía de todo lo que el
marxismo puede contener aún con vida, quiero decir, el famoso capítulo de El capital sobre “el
carácter fetichista de la mercancía y su secreto”. Cuánto Marx fracasó en pensar más allá de la
Ilustración y cuánto su Crítica de la economía política solamente fue en efecto una crítica, no
aparece en ninguna otra parte de un modo tan lamentable como en estos pocos parágrafos.
Marx tropieza con la noción de fetichismo desde 1842, luego de su lectura de ese clásico de la
Ilustración que es Sobre el culto de los dioses fetiches, del Presidente de Brosses. Desde su famoso
artículo sobre los “robos de madera”, Marx compara el oro con un fetiche, apoyando esta
comparación en una anécdota extraída del libro de De Brosses. Este último es el inventor histórico del
concepto de fetichismo, el que extendió la interpretación iluminista de ciertos cultos africanos a la
totalidad de las civilizaciones. Para él, el fetichismo es el culto propio a los “primitivos” en general.
“Tantos hechos similares, o del mismo género, establecen con la máxima claridad que tal como es hoy
en día la Religión de los Negros africanos y otros Bárbaros, tal era en otro tiempo la de los pueblos
antiguos; y que en todos los tiempos, así como por toda la tierra, se ha visto reinar ese culto directo,
rendido sin forma, a las producciones animales y vegetales.” Lo que más escandaliza al hombre de la
Ilustración, y especialmente a Kant, en el fetichismo, es el modo de ver de un africano, el cual relata
Bosman, en su Viaje de Guinea (1704): “Hacemos y deshacemos Dioses, y […] somos los inventores
y los amos de aquello a lo cual hacemos ofrendas.” Los fetiches son esos objetos o esos seres,
esas cosas en todo caso, a los cuales el “primitivo” se relaciona mágicamente para restaurar una
presencia que tal o cual fenómeno extraño, violento o tan sólo inesperado, hizo vacilar. Y
efectivamente, esa cosa puede ser cualquiera que el Salvaje “divinice directamente”, como lo explica
el Aufklärer conmocionado, que tan sólo ve allí cosas y no la operación mágica de restauración de la
presencia. Y si no puede verla, esa operación, se debe a que para él, así como para el “primitivo”
—fuera del brujo, por supuesto—, la vacilación de la presencia, la disolución del yo, no son
asumibles; la diferencia entre el moderno y el primitivo consiste solamente en que el primero se
prohibió la vacilación de la presencia, se ha fijado en la denegación existencial de su fragilidad,
mientras que el segundo la admite a condición de remediarla por todos los medios. De ahí la relación
polémica, todo menos tranquila, del Aufklärer con el “mundo mágico”, cuya única posibilidad le
llena de pavor. De ahí, también, la invención de la “locura” para aquellos que no pueden someterse a
tan ruda disciplina.
a posición de Marx, en ese primer capítulo del El capital, no es diferente a la del Presidente de
Brosses, pues se trata del gesto típico del Aufklärer, del crítico. “Las mercancías tienen un secreto, y
yo lo desenmascaro. ¡Ya lo verán, no lo mantendrán por mucho tiempo!” Ni Marx ni el marxismo han
salido nunca de la metafísica de la subjetividad: es por ello que el feminismo, o la cibernética, han
tenido tan poca dificultad para deshacerlos. Puesto que ha historizado todo, salvo la presencia
humana, o puesto que ha estudiado todas las economías, salvo las de la presencia, Marx concibe el
valor de cambio del mismo modo en que Charles de Brosses, en el siglo XVIII, observaba los cultos
fetichistas entre los “primitivos”. Y esto es así porque no quiere comprender aquello que se juega en
el fetichismo. No ve mediante qué dispositivos SE hace existir la mercancía en tanto que mercancía,
no ve cómo, materialmente —con acumulación de stocks en la fábrica; con la puesta en escena
individuante de los best-sellers en un almacén, tras una vitrina o sobre un anuncio; con la devastación
de toda posibilidad de uso inmediato así como de toda intimidad con los lugares—, se producen los
objetos como objetos, las mercancías como mercancías. Hace como si todo ello, todo aquello que
concierne a la experiencia sensible, no tuviera importancia alguna en ese famoso “carácter fetichista”,
como si el plano de fenomenalidad que hace existir a las mercancías en tanto que mercancías no fuera
él mismomaterialmente producido. Marx opone su incomprensión de
sujeto-clásico-con-la-presencia-asegurada, que ve “las mercancías en tanto que materias, es decir, en
tanto que valores de uso”, a la obcecación general, efectivamente misteriosa, de los explotados. Aun
si él nota la necesidad de que éstos sean de una u otra manera inmovilizados como espectadores de la
circulación de las cosas para que las relaciones entre ellos aparezcan como relaciones entre cosas, no
ve el carácter de dispositivo del modo de producción capitalista. No quiere ver lo que ocurre, desde el
punto de vista de ser-en-el-mundo, entre esos “hombres” y esas “cosas”; él, que quiere explicar la
necesidad de todo, no comprende la necesidad de esa “ilusión mística”, su anclaje en la vacilación de
la presencia, y en la represión de ésta. Sólo puede despedir ese hecho remitiéndolo al oscurantismo, al
retraso teológico y religioso, a la “metafísica”. “En general, el reflejo religioso del mundo real
únicamente podrá desvanecerse cuando las circunstancias de la vida práctica, cotidiana, representen
para los hombres, día a día, relaciones diáfanamente racionales, entre ellos y con la naturaleza.” Nos
encontramos aquí en el ABC del catecismo de la Ilustración, con todo lo que tiene de programático
para el mundo tal como se ha construido desde entonces. Como uno no puede evocar su propia
relación con la presencia —la modalidad singular de su ser-en-el-mundo—, ni aquello en lo que uno
está comprometido hic et nunc, uno apela inevitablemente a los mismos trucos usados por sus
ancestros: uno confía a una teleología tan implacable como abocada ejecutar la sentencia que en ese
momento uno pronuncia. El fracaso del marxismo, así como su éxito histórico, están absolutamente
ligados a la postura clásica de retirada que autoriza; al hecho, finalmente, de haber permanecido en el
regazo de la metafísica moderna de la subjetividad. La primera discusión ocurrida con un marxista
basta para comprender la verdadera razón de su creencia: el marxismo sirve de muleta existencial a
muchas personas que temen tanto que su mundo deje de estar dado por sentado. Con el pretexto del
materialismo, cubierto con los hábitos del más fiero dogmatismo, el marxismo permite pasar de
contrabando la más vulgar de las metafísicas. Lo cierto es que sin la aportación práctica, vital, del
blanquismo, el marxismo no hubiera podido llevar a cabo solo la “revolución” de Octubre.
Para una ciencia de los dispositivos el asunto no consistirá por tanto en denunciar el hecho de que
éstosnos posean, de que habría en ellos algo mágico. Sabemos muy bien que al volante de un
automóvil es muy raro que no nos comportemos como un automovilista, y no necesitamos para nada
que se nos explique cómo la televisión, un playstation o un “ambiente acondicionado” nos
condicionan. Una ciencia de los dispositivos, una metafísica crítica, toma más bien nota de la crisis
de la presencia, y se prepara para rivalizar con el capitalismo sobre el terreno de la magia.

NOSOTROS NO QUEREMOS NI UN MATERIALISMO VULGAR NI UN “MATERIALISMO ENCANTADO”, LO QUE


NOSOTROS ELABORAMOS ES UNMATERIALISMO DEL ENCANTAMIENTO.

Una ciencia de los dispositivos sólo puede ser local. Sólo puede consistir en la lectura regional,
circunstancial y circunstanciada, del funcionamiento de uno o varios dispositivos. Ninguna
totalización puede sobrevenir a espaldas de sus cartógrafos, porque su unidad no reside en una
sistematicidad arrebatada, sino en la pregunta que determina cada uno de sus adelantos, la pregunta
“¿cómo funciona?”.
La ciencia de los dispositivos se ubica en una relación de rivalidad directa con el monopolio imperial
de los saberes-poderes. Es por ello que su compartir y su comunicación, la circulación de sus
descubrimientos, resultan esencialmente ilegales. En esto se distingue, antes que nada, del bricolaje,
el bricolador siendo aquel que sólo acumula saber sobre los dispositivos para acondicionarlos mejor,
para fabricar su perrera en ellos, que acumula, pues, todos los saberes sobre los dispositivos que no
son poderes. Desde el punto de vista dominante, lo que llamamos ciencia de los dispositivos o
metafísica crítica no es finalmente sino la ciencia del crimen. Y aquí como en otras partes, no hay
iniciación que no sea inmediatamente experimentación, práctica. NUNCA SE ESTÁ INICIADO EN UN
DISPOSITIVO, SINO SOLAMENTE EN SU FUNCIONAMIENTO. Los tres estadios sobre el camino de esta
singular ciencia son sucesivamente: el crimen, la opacidad y la insurrección. El crimen corresponde al
momento del estudio, necesariamente dividual, del funcionamiento de un dispositivo. La opacidad es
la condición del compartir, de la comunización, de la circulación de los saberes-poderes adquiridos en
el estudio. Bajo el Imperio, las zonas de opacidad donde esta comunicación sobreviene son por
naturaleza algo a arrancar y a defender. Este segundo estadio contiene, por tanto, la exigencia de una
coordinación ampliada. Toda la actividad de la S.A.S.C. participa de esta fase opaca. El tercer nivel es
la insurrección, el momento en que la circulación de los saberes-poderes y la cooperación de las
formas-de-vida en vista de la destrucción-goce de los dispositivos imperiales puede hacerse
libremente, a cielo abierto. En vista de esta perspectiva, este texto sólo puede tener un carácter de pura
propedéutica, cruzando alguna parte entre silencio y tautología.
La necesidad de una ciencia de los dispositivos surge en el momento en que los hombres,
los cuerposhumanos, acaban de instalarse en un mundo completamente producido. Pocos de los que
encuentran algo que repetir entre la miseria exorbitante que SE querría imponernos, han comprendido
ya, verdaderamente, lo que quiere decir vivir en un mundo completamente producido. En primer
lugar, esto quiere decir que incluso aquello que, a primera vista, nos había parecido “auténtico”, se
revela al contacto como producido, es decir, como gozando de su no-producción como una modalidad
valorizable en la producción general. Lo que realiza el Imperio, tanto del lado del Biopoder como del
lado del Espectáculo —recuerdo un altercado con una negrista de Chimères, una vieja bruja con un
estilo gótico bastante simpático, que sostenía como una logro indiscutible del feminismo y de su
radicalidad materialista, el hecho de que no había educado a sus dos hijos, sino que los
había producido—, consiste sin duda en la interpretación metafísica de lo ente como enteproducido o
nada en absoluto; producido, es decir, llevado al ser de manera tal que su creación y su ostensión
serían una sola y misma cosa. Ser producido quiere decir siempre, al mismo tiempo, ser creado y ser
vuelto visible. Entrar en la presencia, en la metafísica occidental, nunca ha sido distinto a entrar en la
visibilidad. Es por tanto inevitable que el Imperio que reposa sobre la histeria productiva repose
también sobre la histeria transparencial. El método más seguro para prevenir el libre venir a la
presencia de las cosas consiste todavía en provocar éste en todo momento, tiránicamente.
Nuestro aliado, en este mundo entregado al apresamiento más feroz, entregado a los dispositivos, en
este mundo que gira de manera fanática alrededor de una gestión de lo visible que se anhela como
gestión del Ser, no es otro que el Tiempo. Puesto que poseemos para nosotros — el Tiempo. El tiempo
de nuestra existencia, el tiempo que conduce y desgarra nuestras intensidades, el tiempo que
desbarata, pudre, destruye, deteriora y deforma, el tiempo que es un abandono, que es el elemento
mismo del abandono, el tiempo que se condensa y se espesa en un haz de momentos donde toda
unificación se encuentra desafiada, arruinada, cercenada y rayada en su superficie por los cuerpos
mismos. NOSOTROS POSEEMOS EL TIEMPO. Y cuando no lo tengamos, podemos aún dárnoslo. Darse el
tiempo, tal es la condición de todo estudio comunizable de los dispositivos. Señalar las regularidades,
los encadenamientos, las disonancias; cada dispositivo posee su pequeña música propia que se
necesita ligeramente desafinar, retorcer incidentalmente, hacer entrar en decadencia, en perdición,
hacer salir de sus casillas. Los que fluyen en el dispositivo no tienen en cuenta esa música, ya que su
paso obedece demasiado cerca al compás como para escucharlo claramente. Para escucharlo hace
falta partir de una temporalidad distinta, de una criticidad propia para, mientras se pasa a través del
dispositivo, volverse atento a la norma ambiente. Es el aprendizaje del ladrón, del criminal: desafinar
la marcha interior y la marcha exterior, desdoblar y hojear su consciencia, estar al mismo tiempo
móvil y parado, al acecho y engañosamente distraído. Desviar la esquizofrenia impuesta del
autocontrol [convirtiéndola] en un instrumento ofensivo de conspiración. DEVENIR BRUJO. “Para
detener la disolución, existe una vía: ir deliberadamente hasta el límite de su propia presencia, asumir
ese límite como el objeto por venir de una praxis definida; colocarse en el corazón de la limitación y
hacerse su amo; identificar, representar, evocar los ‘espíritus’, adquirir el poder para convocarlos a
voluntad y para aprovechar su labor en beneficio de una práctica profesional. El brujo sigue
precisamente esta vía: transforma los momentos críticos del ser-en-el-mundo en una decisión valiente
y dramática, la de situarse en el mundo. Considerado en tanto que dato, su ser-en-el-mundo corre el
riesgo de disolverse: no ha sido todavía dado. Con la institución de la vocación y de la iniciación, el
mago deshace a continuación ese dato para rehacerlo en un segundo nacimiento; vuelve a descender
hasta el límite de su presencia para restituirse a sí mismo bajo una forma nueva y bien delimitada: las
técnicas exactas para favorecer la labilidad de la presencia, el trance mismo y los estados parecidos,
expresan precisamente ese ser-ahí que se deshace para rehacerse, que vuelve a descender a
su ahí para reencontrarse en una presencia dramáticamente sostenida y garantizada. Por otra parte, el
dominio al cual ha llegado permite al mago sumergise no solamente en su propia labilidad, sino
también en la de otro. El mago es aquel que sabe ir más allá de sí mismo, pero no en el sentido ideal,
sino verdaderamente en el sentido existencial. Aquel para quien el ser-en-el-mundo se constituye en
tanto que problema y que tiene el poder para procurarse su propia presencia, no es ya una presencia
más entre otras, sino un ser-en-el-mundo que puede volverse presente entre todos los demás, descifrar
su drama existencial e influenciar el curso del mismo”. Tal es el punto de partida del programa
comunista.
El crimen, contrariamente a lo que insinúa la Justicia, nunca es un acto, un hecho, sino una condición
de existencia, una modalidad de la presencia, común a todos los agentes del Partido Imaginario. Para
convencerse de ello basta pensar en la experiencia del robo o el fraude, que son las formas
elementales, y de las más corrientes —HOY EN DÍA, TODO EL MUNDO ROBA—, del crimen. La
experiencia del robo es fenomenológicamente algo distinto a los supuestos motivos que son
considerados como lo que nos “empuja” a cometer un robo, y que nosotros mismos nos alegamos. El
robo no es una transgresión, sólo lo es desde el punto de vista de la representación: es una operación
sobre la presencia, una reapropiación, una reconquistaindividual de ésta, una reconquista de sí como
cuerpo en el espacio. El cómo del “robo” no tiene nada que ver con su hecho aparente, legal.
Ese cómo es la consciencia física del espacio y del entorno, del dispositivo, hacia el cual me conduce
el robo. Es la extrema atención del cuerpo fraudulento en el metro, alertado por el menor signo que
podría señalar la presencia de una patrulla de controladores. Es el conocimiento casi científico de las
condiciones en las cuales opero que exige la preparación de algún crimen de gran amplitud. Existe
toda una incandescencia del cuerpo, una transformación de éste en una superficie de impacto
ultrasensible que yace en el crimen y que es su experiencia verdadera. Cuando robo, me desdoblo en
una presencia aparente, evanescente y sin espesor, absolutamente cualquiera, y una segunda, entera,
intensiva e interior en esta ocasión, en la que se anima cada detalle del dispositivo que me rodea, con
sus cámaras, su vigilante, la miradade su vigilante, las líneas de visión, los demás clientes,
el andar de los demás clientes. El robo, el crimen y el fraude son las condiciones de la existencia
solitaria en guerra contra la bloomificación, contra la bloomificación mediante los dispositivos. Es la
insumisión propia del cuerpo aislado, la resolución de salir, incluso a solas, incluso de manera
precaria, mediante una puesta en juego voluntarista, de un estado particular de sideración, de
semisueño, de ausencia de sí que conforma el fondo de la “vida” en los dispositivos. La cuestión, a
partir de ahí, a partir de esa experiencia necesaria, es la del paso al complot, a la organización de una
circulación verdadera del conocimiento ilegal, de la ciencia criminal. Es este paso a la dimensión
colectiva lo que debe facilitar la S.A.S.C.

VI

El poder habla de dispositivos: dispositivo Vigipirate, dispositivo RMI, dispositivo educativo,


dispositivo de vigilancia… Esto le permite dar a sus incursiones un aire de precariedad
tranquilizadora. Luego, cuando el tiempo recubre la novedad de su introducción, el dispositivo entra
en el “orden de las cosas”, y es más bien la precariedad de aquellos cuya vida transcurre en su interior
lo que deviene notable. Los vendidos que se expresan en la revista Hermès, particularmente en su
número 25, no han esperado a que SE les pida hacerlo, para comenzar el trabajo de legitimación de
esta dominación discreta y a la vez masiva, capaz de contener y distribuir la implosión general de lo
social. “Lo social —dicen— busca nuevos modos reguladores capaces de afrontar estas dificultades.
El dispositivo aparece como una tentativa de respuesta. Permite adaptarse a esta fluctuación mientras
la baliza. […] Es el producto de una nueva propuesta de articulación entre individuo y colectivo, al
asegurar una interdependencia mínima sobre el fondo de fragmentación generalizada”.
Frente a cualquier dispositivo, por ejemplo un torniquete de entrada del metro parisino, la pregunta
incorrecta es: “¿para qué sirve?”, y la respuesta incorrecta, en este caso concreto, es: “para impedir el
fraude”. La pregunta exacta, materialista, la pregunta metafísico-crítica, es por el contrario: “¿pero
qué hace, quéoperación realiza ese dispositivo?” La respuesta será entonces: “el dispositivo
singulariza, extrae al cuerpo fraudulento de la masa indistinta de los ‘usuarios’, al forzarlos a hacer
algún movimiento fácilmente perceptible (saltar por encima del torniquete, o colarse detrás de un
‘usuario reglamentado’). Así, el dispositivo hace existir el predicado ‘defraudador’, es decir, hace
existir un cuerpo determinado en tanto que defraudador”. Lo esencial, aquí, es el en tanto que. O más
exactamente, la manera en que el dispositivonaturaliza, escamotea, el en tanto que. Ya que el
dispositivo tiene una manera de hacerse olvidar, de borrarsedetrás del flujo de los cuerpos que pasan
en su seno, tiene una permanencia que se apoya sobre la actualización continua de la sumisión de los
cuerpos a su funcionamiento, a su existencia relajada, cotidiana y definitiva. El dispositivo instalado
configura así el espacio, de tal manera que esa configuración misma permanezca en retirada, como un
puro dato. De su manera de darse por evidente, se sigue el hecho de que lo que hace existir no aparece
como habiendo sido materializado por él. Es así como el dispositivo “torniquete antifraude” realizael
predicado “fraudulento” antes de que impida el fraude. EL DISPOSITIVO PRODUCE,
MUY-MATERIALMENTE, UN CUERPO DADO COMO SUJETO DEL PREDICADO DESEADO.
El hecho de que cada ente, en tanto que ente determinado, sea a partir de ahora producido por
dispositivos, define un nuevo paradigma del poder. En Los anormales, Foucault proporciona la
ciudad en estado de peste como modelo histórico de este nuevo poder, del poder productivo de los
dispositivos. Es por tanto, en el propio seno de las monarquías administrativas, donde habría sido
experimentada la forma de poder que debía sustituirlas; forma de poder que ya no procede por
exclusión, sino por inclusión, ni por ejecución pública, sino por castigo terapéutico, ni por extracción
arbitraria de bienes, sino por maximización vital, ni por soberanía personal, sino por aplicación
impersonal de normas sin rostro. El emblema de esta mutación del poder, de acuerdo a Foucault, es
la gestión de los apestados en oposición al destierro de los leprosos. En efecto, los apestados no son
excluidos de la ciudad, relegados en un afuera, como lo eran los leprosos. Por el contrario, la peste
permite desplegar todo un equipamiento imbricado, todo un escalonamiento, toda una gigantesca
arquitectura de dispositivos de vigilancia, de identificación y selección. La ciudad, cuenta Foucault,
“se dividía en distritos, los distritos en barrios, y luego en ellos se aislaban las calles, y en cada calle
había vigilantes, en cada barrio inspectores, en cada distrito responsables de distrito, y en la ciudad
misma, o bien un gobernador nombrado a esos efectos o bien los regidores que, en el momento de la
peste, habían recibido un poder complementario. Análisis del territorio, por tanto, en sus elementos
más finos; organización, a través de ese territorio así analizado, de un poder continuo […], poder que
era también continuo en su ejercicio, y no simplemente en su pirámide jerárquica, porque la
vigilancia debía ejercerse sin interrupción alguna. Los centinelas tenían que estar siempre presentes
en los extremos de las calles, los inspectores de los barrios y los distritos debían hacer su inspección
dos veces al día, de tan manera que nada de lo que pasaba en la ciudad podía escapar a su mirada. Y
todo lo que se observaba de este modo debía registrarse, de manera permanente, mediante esa especie
de examen visual e, igualmente, con la retranscripcíón de todas las informaciones en grandes
registros. Al comienzo de la cuarentena, en efecto, todos los ciudadanos que se encontraban en la
ciudad tenían que dar su nombre. Sus nombres se inscribían en una serie de registros. […] Y los
inspectores tenían que pasar todos los días delante de cada casa, detenerse y llamar. Cada individuo
tenía asignada una ventana en la que debía aparecer y, cuando lo llamaban por su nombre, debía
presentarse en ella; se entendía que, si no lo hacía, era porque estaba en cama; y si estaba en cama, era
porque estaba enfermo; y si estaba enfermo, era peligroso. Y, por consiguiente, había que intervenir.”
Lo que con esto describe Foucault es el funcionamiento de un paleodispositivo, el dispositivo
antipeste, cuya naturaleza consiste, mucho más que en luchar contra la peste, en producir tal o cual
cuerpocomo apestado. Con los dispositivos, pasamos así “de una tecnología del poder que expulsa,
excluye, destierra, margina y reprime, a un poder que es por fin un poder positivo, un poder que
fabrica, que observa, un poder que sabe y se multiplica a partir de sus propios efectos. […] Un poder
que no actúa por la separación en grandes masas confusas, sino por distribución según
individualidades diferenciales.”
Durante mucho tiempo, el dualismo occidental ha consistido en plantear dos entidades adversas: lo
divino y lo mundano, el sujeto y el objeto, la razón y la locura, el alma y la carne, el bien y el mal, el
adentro y el afuera, la vida y la muerte, el ser y la nada, etc. etc. Planteadas las cosas de esta manera,
la civilización se construía como la lucha de uno contra otro. Esto traía consigo una lógica
excesivamente costosa. El Imperio, claramente, procede de otro modo. Se mueve aún en esas
dualidades, pero ya no cree en ellas. En realidad, se contenta con utilizar cada pareja de la metafísica
clásica con el fin de mantener el orden, esto es: como máquina binaria. Por dispositivo entenderemos,
desde este momento, un espacio polarizado por una falsa antinomia, de tal manera que todo lo que
ocurra o pase en él resulte reductible a uno u otro de sus términos. El más gigantesco dispositivo que
se haya realizado, como tal, fue evidentemente el macrodispositivo geoestratégico Este-Oeste, en el
cual se oponían término a término el “bloque socialista” y el “bloque capitalista”. Toda rebelión, toda
alteridad que venía a manifestarse sin importar dónde, o bien tenía que rendir lealtad a una de las
identidades propuestas, o bien tenía que ser agrupado contra su voluntad en el polo oficialmente
enemigo del poder que afrontaba. En la potencia residual de la retórica estalinista del “le haces el
juego a…” —Le Pen, la derecha o la mundialización, qué importa—, que no es más que una
transposición reflejo del viejo “clase contra clase”, medimos la violencia de las corrientes que pasan
por todo dispositivo, y la increíble nocividad de la metafísica occidental en putrefacción. Un lugar
común entre los geopolíticos consiste en burlarse de esas exguerrillas marxistas-leninistas del “Tercer
Mundo” que, tras el colapso del macrodispositivo Este-Oeste, se habrían reconvertido en simples
mafias o habrían adoptado una ideología considerada una locura bajo el pretexto de que los señores de
la calle Saint-Guillaume no comprenden su lenguaje. De hecho, lo que aparece en este momento es
más bien el efecto insostenible de reducción, obstrucción, formateo y disciplinarización que todo
dispositivo ejerce sobre la anomalía salvaje de los fenómenos. A posteriori, las luchas de liberación
nacional aparecen menos como astucias que la URSS habría tramado, que como la astucia de otra
cosa que desafía al sistema de representación y rechaza tener lugar en él.
Lo que es preciso comprender, de hecho, es que todo dispositivo funciona a partir de una pareja — e
inversamente, la experiencia muestra que una pareja que funciona es una pareja que forma un
dispositivo. Una pareja, y no un par o un doblete, puesto que toda pareja es asimétrica; consta de un
[término] mayor y otro menor. El mayor y el menor no son sólo nominalmente distintos —dos
términos “contrarios” pueden perfectamente designar la misma propiedad, y en cierto sentido es así la
mayor parte del tiempo—, nombran dos modalidades diferentes de agregación de los fenómenos. El
mayor, en el dispositivo, es la norma. El dispositivo asocia lo que es compatible con la norma por el
simple hecho de no distinguirlo, de dejarlo inmerso en la masa anónima, como soporte de lo que es
“normal”. Así, en una sala de cine, el que no grite, ni canturree, ni se destape, ni etc., permanecerá
como algo indistinto, agregado a la muchedumbre hospitalaria de los espectadores, significante en
tanto que insignificante, por debajo de todo reconocimiento. El término menor del dispositivo será,
por tanto, lo anormal. Esto es lo que el dispositivo hace existir, lo que singulariza, aísla, reconoce,
distingue y luego vuelve a agregar, pero en tanto que desagregado, separado, diferente del resto de
los fenómenos. Aquí tenemos al término menor, compuesto por el conjunto de lo que el dispositivo
individúa y predica, y que por ello desintegra, espectraliza y suspende; conjunto del que SE asegura
que nunca se condense, que nunca se encuentre, y eventualmente conspire. Es en este punto que la
mecánica elemental del Biopoder se conecta directamente con la lógica de la representación tal como
ésta domina al interior de la metafísica occidental.
La lógica de la representación consiste en reducir toda alteridad, en hacer desaparecer lo que está ahí,
que viene a la presencia, en su pura haecceidad, y da que pensar. Toda alteridad, toda diferencia
radical, en la lógica de la representación, es aprehendida como negación de lo Mismo que esta última
ha comenzado por plantear. Lo que difiere abruptamente, y que no posee así nada en común con lo
Mismo, es de este modo conducido, proyectado, hacia un plano común que no existe, y en el cual
figura, a partir de ahora, unacontradicción que sería uno de los términos. En el dispositivo, aquello
que no es la norma es de este modo determinado como su negación, como anormal. Aquello que es
simplemente otro, es integrado como otro de la norma, como lo que se opone a ella. El dispositivo
médico hará entonces existir al “enfermo” como lo queno es sano. El dispositivo escolar al “tonto”
como lo que no es obediente. El dispositivo judicial al “crimen” como lo que no es legal. En la
biopolítica lo que no es normal será así arrojado a lo patológico, cuando sabemos por experiencia que
la patología es ella misma, para el organismo enfermo, una norma de vida, y que la salud no está
asociada a una norma de vida particular sino a un estado de fuerte normatividad, a una capacidad de
afrontar y de crear otras normas de vida. La esencia de todo dispositivo consiste así en imponer un
reparto autoritario de lo sensible donde todo lo que viene a la presencia se enfrenta con el chantaje de
su binariedad.
El aspecto temible de todo dispositivo consiste en que se basa sobre la estructura originaria de la
presencia humana: en que somos llamados o requeridos por el mundo. Todas nuestras “cualidades”,
nuestro “ser propio”, se establecen en un interpretación con los entes tal que nuestra disposición hacia
ellos no es primera. Sin embargo, nos sobreviene corrientemente, en el seno de los dispositivos más
banales —como un sábado por la tarde tomando entre parejas pequeñoburguesas en un quiosco de las
afueras—, que experimentamos el carácter, no tanto de petición, sino de posesión, e incluso de
extrema posesividad, que se une a todo dispositivo. Y es en las discusiones superfluas, que marcarán
esa velada lamentable, que eso se experimentará. Uno de los Bloom “presentes” comenzará su
perorata contra los funcionarios-que-están-todo-el-tiempo-en-huelga; hecho esto, y el papel siendo
conocido, una contrapolarización de tipo socialdemócrata aparece entre otro de los Bloom, que
desempeñará su parte con mayor o menor placer, etc. etc. Aquí, no son cuerpos los que hablan, sino
que es un dispositivo que funciona. Cada uno de los protagonistas activa en serie las pequeñas
máquinas significantes listas para usar, y que están siempre-ya inscritas en el lenguaje corriente, en la
gramática, en la metafísica, en el SE. La única satisfacción que podemos extraer de esta clase
de ejercicio es haber actuado brillantemente en el dispositivo. La virtuosidad es la única libertad
irrisoria que ofrece la sumisión a los determinismos significantes.
Quienquiera que hable, obre o “viva” en un dispositivo está de alguna manera autorizado por él. El
dispositivo se vuelve autor de sus actos, sus palabras y sus conductas. Asegura la integración, la
conversión a la identidad, de un conjunto heterogéneo de discursos, gestos y actitudes: de
haecceidades. La reversión de todo acontecimiento a la identidad es aquello por lo cual los
dispositivos imponen un orden local tiránico sobre el caos global del Imperio. La producción de
diferencias, de subjetividades, también obedece al imperativo binario: la pacificación imperial
descansa completamente sobre la puesta en escena de tantas falsas antinomias, de tantos conflictos
simulatorios: “A favor o en contra de Milošević, “A favor o en contra de Saddam”, “A favor o en
contra de la violencia”… Su activación tiene el efecto bloomificante que conocemos y que obtiene
finalmente de nosotros la indiferencia omnilateral sobre la cual se apoya a toda marcha la
injerencia de la policía imperial. Es la misma sensación que sufrimos ante cualquier debate televisado,
a pesar de que los actores tengan poco talento: la pura sideración ante el juego impecable, la vida
autónoma, la mecánica artista de los dispositivos y las significaciones. De este modo, los
“antimundialización” opondrán sus argumentos previsibles a los “neoliberales”. Los “sindicatos”
reproducirán interminablemente 1936 frente a un eternoComité des Forges. La policía combatirá a la
escoria social. Los “fanáticos” confrontarán a los “demócratas”. El culto de la enfermedad creerá
desafiar al de la salud. Y toda esta agitación binaria será el mejor garante del sueño mundial. Es así
como día tras día SE nos ahorra cuidadosamente el penoso deber de existir.
Janet, que hace un siglo estudió todos los casos precursores del Bloom, consagró un volumen a lo que
él llama “automatismo psicológico”. En él se concentra en todas las formas positivas de crisis de la
presencia: sugestión, sonambulismo, ideas fijas, hipnosis, mediumnismo, escritura automática,
desagregación mental, alucinaciones, posesiones, etc. La causa, o más bien la condición, de todas
estas manifestaciones heterogéneas la encuentra en lo que denomina “miseria psicológica”. Por
“miseria psicológica” entiende una debilidad general del ser, inseparablemente física y metafísica,
que se asemeja por todos lados a lo que nosotros llamamosBloom. Ese estado de debilidad, como hace
notar, es también el terreno de la curación, y especialmente de la curación por hipnosis. Cuanto más
bloomificado está el sujeto, más accesible es a la sugestión, y más curable de esta manera. Y cuanto
más recobra la salud, menos eficaz es esa medicina, y menos sugestionable es. El Bloom es, por tanto,
la condición de funcionamiento de los dispositivos, nuestra propia vulnerabilidad a ellos. Pero al
contrario de la sugestión, el dispositivo nunca aspira a obtener algún retorno a la salud, sino más bien
a integrarse en nosotros como prótesis indispensable de nuestra presencia, como muleta natural.
Existe una necesidad del dispositivo que éste retiene solamente para acrecentarla. Para decirlo como
los sepultadores del CNRS, los dispositivos “alientan la expresión de las diferencias individuales”.
Debemos aprender a borrarnos, a pasar desapercibidos en la banda gris de cada dispositivo,
a camuflarnostras su [término] mayor. Aunque nuestro impulso espontáneo consistiría en oponer el
gusto de lo anormal al deseo de conformidad, debemos adquirir el arte de devenir perfectamente
anónimos, de ofrecer la apariencia de la pura conformidad. Debemos adquirir este puro arte de la
superficie, para dirigir nuestras operaciones. Esto equivale, por ejemplo, a despedir la
pseudotransgresión de las no menos pseudoconvenciones sociales, a revocar el partido de la
“sinceridad”, la “verdad” y el “escándalo” revolucionarios en provecho de una tiránica cortesía, con
la cual mantener a distancia tanto al dispositivo como a sus poseídos. La transgresión, la
monstruosidad y la anormalidad reivindicadas forman la trampa más retorcida que los dispositivos
nos brindan. Querer ser, es decir, ser singular, en un dispositivo, resulta nuestra principal debilidad,
con la cual él nos contiene y nos engrana. Inversamente, el deseo de ser controlado, tan frecuente
entre nuestros contemporáneos, expresa ante todo el deseo de ser. Para nosotros, ese deseo consiste
más bien en el deseo de estar loco, de ser monstruoso o criminal. Mas ese deseo es justo aquello por lo
cual SE toma control de nosotros y nos neutraliza. Devereux ha mostrado que cada cultura dispone
para aquellos que quieren escapar de ella una negación modelo, una salida balizada, mediante la cual
esa cultura capta la energía motriz de todas las transgresiones en una estabilización superior. Se trata
del amok entre los malayos, y en Occidente de la esquizofrenia. El malayo está “precondicionado por
su cultura —tal vez sin su conocimiento, aunque seguramente de una manera casi automática— a
reaccionar a casi cualquier tensión violenta, interna o externa, con una crisis de amok. En el mismo
sentido, el hombre moderno occidental está condicionado por su cultura a reaccionar ante todo estado
de estrés con un comportamiento en apariencia esquizofrénico. […] Ser esquizofrénico representa la
manera ‘conveniente’ de estar loco en nuestra sociedad.” (La esquizofrenia, psicosis étnica; o la
esquizofrenia sin lágrimas)

REGLA Nº 1: Todo dispositivo produce la singularidad como monstruosidad. De este modo es como se
refuerza.
REGLA Nº 2: Nadie se libera nunca de un dispositivo alistándose en su término menor.
REGLA Nº 3: Cuando UNO te predica, te subjetiva y te asigna nunca reaccionar, y sobre todo nunca
negar. La contrasubjetivación queUNO te arrancaría entonces, es la prisión de la cual
tendrás siempre la mayor dificultad para fugarte.
REGLA Nº 4: La libertad superior no reside en la ausencia de predicado, en el anonimato por defecto.
La libertad superior es el resultado, por el contrario, de la saturación de predicados, de su
acumulamiento anárquico. La sobrepredicación se anula automáticamente en una impredicabilidad
definitiva. “Llegados a este punto ya no tenemos secreto, ya no tenemos nada que ocultar, somos
nosotros los que hemos devenido un secreto, los que nos hemos ocultado.”
(Deleuze-Parnet, Diálogos)
REGLA Nº 5: El contraataque nunca es una respuesta, sino la instauración de un nuevo reparto de
cartas.

VII

Lo posible implica la realidad correspondiente con, además, algo que se le añade, ya que lo posible
es el efecto combinado de la realidad una vez aparecida, y de un dispositivo que la proyecta hacia
atrás.
Bergson, El pensamiento y lo moviente

Los dispositivos y el Bloom se coimplican como dos polos solidarios de la suspensión epocal. Nunca
sucede nada en un dispositivo. Nunca sucede nada, es decir que TODO LO QUE EXISTE EN UN
DISPOSITIVO EXISTE EN ÉL BAJO EL MODO DE LA POSIBILIDAD. Los dispositivos cuentan incluso con el
poder de disolver en su posibilidad un acontecimiento que ha efectivamente sobrevenido; aquello
que SE llama una “catástrofe”, por ejemplo. Un avión comercial defectuoso explota en pleno vuelo e
inmediatamente SE desplegará una gran cantidad de dispositivos que SE pondrán a funcionar a base
de hechos, historiales, declaraciones y estadísticas que reducirán el acontecimiento de la muerte de
centenares de personas al rango de accidente. Al instante, SEhabrá disipado la evidencia de que la
invención de los ferrocarriles fue también, necesariamente, la invención de las catástrofes ferroviarias;
y la invención del Concorde, la invención de su explosión en pleno vuelo. SEseparará de esta manera,
en cada “progreso” aquello que resulta de su esencia y aquello que resulta, precisamente, de
su accidente. Y todo esto, contra toda evidencia, SE lo expulsará. Al cabo de unas semanas, SEhabrá
absorbido el acontecimiento de la colisión en su posibilidad, en su eventualidad estadística. Ya no es,
en lo sucesivo, la colisión lo que ha sucedido, ES SU POSIBILIDAD, NATURALMENTE ÍNFIMA, LO QUE SE
HA ACTUALIZADO. En pocas palabras, nada ha pasado: la esencia del progreso tecnológico está a salvo.
El monumento significante, colosal y compuesto, que SE habrá trazado para la ocasión, cumple aquí
la vocación de todo dispositivo: el mantenimiento del orden fenoménico. Porque tal es el destino, en
el seno del Imperio, de todo dispositivo: gestionar y regir un plano particular de fenomenalidad,
asegurar la persistencia de una cierta economía de la presencia, mantener la suspensión epocal en el
espacio que le es asignado. De ahí el carácter de ausencia, de somnolencia, tan impresionante en la
existencia en el seno de los dispositivos, ese sentimiento bloomesco de dejarse llevar por el flujo
acogedor de los fenómenos.
Nosotros decimos que el modo de ser de cualquier cosa, en el seno del dispositivo, es la posibilidad.
La posibilidad se distingue por un lado del acto, y por otro de la potencia. La potencia, en la actividad
que supone escribir este texto, es el lenguaje, el lenguaje como facultad genérica de significar, de
comunicar. La posibilidad es la lengua, es decir, el conjunto de los enunciados juzgados correctos
según la sintaxis, la gramática y el vocabulario francés, en su estado actual. El acto es el habla, la
enunciación, la producción hic et nunc de un enunciado determinado. A diferencia de la potencia, la
posibilidad es siempre posibilidad de algo. En el seno del dispositivo, todo cosa existe en el modo de
la posibilidad significa que todo lo que sobreviene en el dispositivo sobreviene como actualización
de una posibilidad que le era previa, y que por ello es MÁS REAL que él. Todo acto, todo
acontecimiento, es así reabsorbido en su posibilidad, y aparece aquí como consecuencia previsible,
como pura contingencia de ésta. Aquello que ocurre no es más real por el hecho de haber ocurrido. Es
así que el dispositivo excluye el acontecimiento, y lo excluye bajo la forma de su inclusión: por
ejemplo, al declararlo posible posteriormente.
Lo que los dispositivos materializan es solamente la más notoria de las imposturas de la metafísica
occidental, que se condensa en el adagio “la esencia precede a la existencia”. Para la metafísica, la
existencia es tan sólo un predicado de la esencia; incluso, de acuerdo a ella, toda cosa existente no
llevaría a cabo otra actividad que la de actualizar una esencia, esencia que le sería primera. De
acuerdo a esta doctrina aberrante, la posibilidad —es decir, la idea— de las cosas les precedería; cada
realidad sería un posible que por añadidura ha adquirido la existencia. Cuando se pone de pie al
pensamiento, obtenemos que es la realidad plenamente desarrollada de una cosa lo que plantea su
posibilidad en el pasado. Desde luego, es necesario que un acontecimiento haya advenido en la
totalidad de sus determinaciones para aislarle algunas, para extraerle la representación que le hará
figurar como habiendo sido posible. “Lo posible —dice Bergson— no es sino lo real con, además, un
acto del espíritu que proyecta su imagen en el pasado una vez que se ha producido.” “En la medida
—añade Deleuze— en que lo posible se propone a la ‘realización’, es él mismo concebido como la
imagen de lo real, y lo real, como la semejanza de lo posible. Por ello, se comprende tan mal qué es lo
que la existencia agrega al concepto al duplicar lo semejante por lo semejante. Ésa es la tara de lo
posible, tara que lo denuncia como producto posterior, él mismo fabricado retroactivamente a imagen
de lo que se le asemeja.”
Todo lo que es, en un dispositivo, se ve reconducido o hacia la norma o hacia el accidente. Mientras el
dispositivo contenga, nada puede sobrevenir. El acontecimiento, ese acto que custodia junto a sí su
propia potencia, sólo puede venir de fuera, como lo que pulveriza aquello mismo que tenía que
conjurarlo. Cuando la música noise estalla, SE dice: “eso no es música”. Cuando el 68 hace
irrupción, SE dice: “eso no es política”. Cuando el 77 deja acorralada a Italia, SE dice: “eso no es
comunismo”. Frente al viejo Artaud, SE dice: “eso no es literatura”. Luego, cuando el acontecimiento
ha perdido su objetivo, SE dice: “lo reconozco, esto era posible, esuna posibilidad más de la música,
de la política, del comunismo, de la literatura”. Y finalmente, tras el primer momento de agitación
causado por el inexorable trabajo de la potencia, el dispositivo se reforma: SE incluye, desactiva y
reterritorializa el acontecimiento, SE le asigna a una posibilidad, a una posibilidad local, por ejemplo
la del dispositivo literario. Los imbéciles del CNRS, que manejan el verbo con una tan jesuítica
prudencia, concluyen dulcemente: “Si el dispositivo organiza y hace posible algo, no garantiza sin
embargo su actualización. Simplemente hace existir un espacio particular en el cual ese ‘algo’ pueda
producirse.” No SEpodría ser más claro.
Si la perspectiva imperial tuviera una consigna ésa sería “¡TODO EL PODER A LOS DISPOSITIVOS!”. Y
bien es cierto que en la insurrección que viene, a menudo bastará con liquidar los dispositivos que les
sostienen para vencer a los enemigos que en otro tiempo hubiera hecho falta abatir. Esa consigna, en
el fondo, deriva menos del utopismo cibernético que del pragmatismo imperial: las ficciones de la
metafísica, esas grandes construcciones desérticas que ya no inspiran ni la fe ni la admiración, ya no
consiguen unificar los restos de la desagregación universal. Bajo el Imperio, las antiguas instituciones
se degradan una a una en cascadas de dispositivos. Lo que se opera, y que es propiamente la tarea
imperial, es un desmantelamiento concertado de cada Institución en una multiplicidad de dispositivos,
en una arborescencia de normas relativas y cambiantes. La Escuela, por ejemplo, ya no se toma la
molestia de presentarse como un orden coherente. Ya no es más que un agregado de clases, horarios,
materias, edificios, trámites, programas y proyectos que son otros tantos dispositivos que apuntan a
inmovilizar los cuerpos. Lo que corresponde a la extinción imperial de todo acontecimiento es así la
diseminación planetaria y gestionante de los dispositivos. Y entonces vemos elevarse bastantes voces
que deploran esta época tan detestable. Algunos denuncian una “pérdida de sentido”, devenida por
todas partes constatable, mientras que otros, los optimistas, juran todas las mañanas que van a “dar
sentido” a tal o cual miseria, para, invariablemente, fracasar. Pero todos, de hecho, concuerdan
en querer el sentido sin querer el acontecimiento. Fingen no ver que los dispositivos son por
naturaleza hostiles al sentido, y que tienen, más bien, vocación para administrar la ausencia. Todos
aquellos que hablan de “sentido” sin darse los medios para hacer estallar los dispositivos son
nuestros enemigos directos. Darse los medios consiste solamente a veces en renunciar a la comodidad
del aislamiento bloomesco. La mayor parte de los dispositivos son en efecto vulnerables a cualquier
insumisión colectiva, al no haber sido preparados para resistir tales situaciones. Hace algunos años,
bastaba con ser una decena de personas decididas, en una Caja de Acción Social o en una Oficina de
Ayuda Social para arrebatarles sin demora una ayuda de un millar de francos para cada persona
inscrita. E incluso hoy en día, no hace falta ser muchos más para llevar a cabo una autorrebaja en un
supermercado. La separación de los cuerpos, la atomización de las formas-de-vida, son la condición
de subsistencia de la mayor parte de los dispositivos imperiales. “Querer el sentido”, hoy en día,
implica inmediatamente los tres estadios de los que hemos hablado, y conduce necesariamente a la
insurrección. Ante las zonas de opacidad y de la insurrección, se extiende el reino único de los
dispositivos, el imperio desolado de las máquinas productoras de significación, de las máquinas
que hacen significar todo lo que pasa en ellas de acuerdo al sistema de representaciones localmente
en vigor.
Algunos, que se consideran muy astutos —los mismos que tenían que preguntar, hace un siglo y
medio, qué cosa sería el comunismo—, nos preguntan hoy en día a qué se pueden parecer nuestros
famosos “encuentros más allá de las significaciones”. ¿Hace falta que tantos cuerpos, de este tiempo,
nunca hayan conocido el abandono, la ebriedad del compartir, el contacto familiar con los otros
cuerpos ni el perfecto reposo en sí, para poder plantear tales preguntas con ese aire omnisciente? Y en
efecto, ¿qué interés puede haber en el acontecimiento, en prescribir las significaciones y romper las
correlaciones sistemáticas, para aquellos que nunca han operado la conversión ek-stática de la
atención? ¿Qué puede significar el dejar-ser, la destrucción de aquello que hace de cortina entre
nosotros y las cosas, para aquellos que nunca han percibido elrequerimiento del mundo? ¿Qué
pueden comprender de la existencia sin porqué del mundo, aquellos que son incapaces de vivir sin
porqué? ¿Seremos bastante fuertes y numerosos, en la insurrección, para elaborar la rítmica que
impida a los dispositivos reformarse y reabsorber lo advenido? ¿Estaremos bastante llenos de silencio
para encontrar el punto de aplicación y la escansión que garanticen un auténtico efecto pogo?
¿Sabremos concordar nuestros actos en la pulsación de la potencia y en la fluidez de los fenómenos?
En cierto sentido, la cuestión revolucionaria es a partir de ahora una cuestión musical.

* Este texto constituye el acto fundacional de la S.A.S.C., la Sociedad por el Desarrollo [Avancement]
de la Ciencia Criminal. La S.A.S.C. es una asociación sin ánimo de lucro cuya vocación consiste en
reunir anónimamente, clasificar y difundir todos los saberes-poderes útiles a las máquinas de guerra
antiimperiales.

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