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Austín no dijo nada, pero asintió suavemente con su cabeza; aún se veía pálido y
enfermo. Villiers abrió uno de los cajones de la mesa de bambú y le enxeño a
Austin un largo rollo e cuerda, nueva y resistente; y en un extremo había un nudo
corredizo.
-Es la mejor cuerda de cáñamo -dijo Villiers-, tal como las que se hacían antes,
según me dijo el hombre. Ni una sola pulgada de yuta de punta a cabo.
Austin apretó los dientes y miró a Villiers, palideciéndo cada vez más.
-No deberías hacerlo -murmuró finalmente. ¡Por Dios! No te ensuciarías las manos
con sangre -exclamó con una repentina vehemencia-, ¿no hablas en serio, Villiers,
eso te convertiría en un verdugo?
-No. Ofreceré la opción, dejaré a Helen Vaughan sola con esta soga por quince
minutos en una habitación cerrada. Si cuando entre la cosa no está hecha, llamaré
al policía más cercano. Eso es todo.
-Debo irme. No puedo quedarme ni un minuto más, no puedo soportar esto. Buenas
noches.
-Se me estaba olvidando -dijo-, que yo también tengo algo que contarte. Recibí una
carta del doctor Hardon desde Buenos Aires. Me dice que él atendió a Meytick
durante los tres meses anteriores a su muerte.
-¿Y menciona qué se lo llevó a la tumba en la flor de su vida? ¿No fue la fiebre?
-No, no fue la fiebre. De acuerdo al doctor, fue un colapso total del sistema,
probablemente causado por algún shock severo. Pero asegura que el paciente no le
mencionó nada, por lo que se encontraba en cierta desventaja para tratar el caso.