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TESIS Castro Padilla PDF
TESIS Castro Padilla PDF
Índice.
Índice. .................................................................................................................................................. ii
II.2 Surgimiento y desarrollo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. ................. 80
II.6 Relaciones entre el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y las Constituciones
nacionales. .................................................................................................................................. 109
II.7 Derecho Internacional de los Derechos Humanos en la Constitución española. ................ 141
II.8 Derecho Internacional de los Derechos Humanos en la Constitución costarricense. .......... 160
Capítulo III. Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Reforma Constitucional........... 173
III.7.d Derecho Internacional de los Derechos Humanos y normas pétreas. ........................ 305
Capítulo IV. Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Mutación Constitucional. ... 307
IV.7.a El Derecho Internacional de los Derechos Humanos como límite y como fuente de
mutación constitucional. ....................................................................................................... 359
IV.7.c Conflictos interpretativos, margen nacional de apreciación y contenidos básicos. ... 367
vi
Introducción.
Puede afirmarse que, actualmente, los distintos Estados democráticos iberoamericanos están
dotados de Constituciones que se caracterizan por (i) ser textos normativos escritos, codificados y
rígidos, (ii) que tienen la pretensión de consolidarse como normas con plena eficacia jurídica y
como normas supremas dentro del ordenamiento jurídico estatal, y (iii) que tienen por propósito
organizar, limitar y controlar el ejercicio del poder público, así como reconocer y asegurar un
cúmulo esencial de derechos fundamentales a favor del individuo. Ello como producto de la acción
convergente de una serie de procesos históricos, culturales e ideológicos/axiológicos, que han dado
lugar al surgimiento y consolidación del Estado Constitucional, Social y Democrático de Derecho,
como modelo de organización política y jurídica. Modelo que se edifica a partir del reconocimiento
y protección de la dignidad humana como valor supremo.
Por lo demás, el panorama previamente descrito debe complementarse con el auge del Derecho
Internacional de los Derechos Humanos. Desde la segunda mitad del siglo XX se ha venido
desarrollado un proceso de progresivo desenvolvimiento y fortalecimiento de dicha rama del
Derecho Internacional. Lo que ha supuesto la adopción de múltiples instrumentos internacionales,
aprobados y ratificados por los distintos Estados, con el propósito de reconocer y garantizar a las
personas sujetas a sus jurisdicciones un conjunto de derechos estimados básicos. Y es que los
horrores vividos durante la Segunda Guerra Mundial pusieron en evidencia que en muchas
ocasiones el Estado, lejos de ser el garante de los derechos del individuo, se constituye en su
principal violador. Lo que provocó que el reconocimiento y protección de los derechos humanos se
convirtiera en una auténtica tarea internacional.
Y al escenario antes descrito, de por sí complejo, debe agregarse otro factor o elemento de análisis,
como lo es el impacto del Derecho Internacional de los Derechos Humanos respecto de la reforma y
la mutación constitucional. Ello por cuanto el surgimiento y desarrollo del Derecho Internacional de
los Derechos Humanos ha implicado una modificación sustancial en la forma en que se producen,
interpretan y aplican las normas jurídicas internas o domésticas, incluidas las propias normas
constitucionales. Lo que, incluso, exige revisar y replantearse conceptos claves de la Teoría de la
Constitución y del Derecho Constitucional, tales como soberanía y poder constituyente.
En cuanto a las posibles interrelaciones o nexos que se pueden entablar entre el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos y las Constituciones nacionales, cabe reiterar que estos
tienden a compartir un mismo ámbito de regulación y aplicación, en tanto que ambos tienen por
propósito común dotar de protección jurídica al ser humano por medio del reconocimiento y
garantía de un núcleo elemental de derechos. Pero, además, en tanto que las Constituciones
ix
nacionales disciplinan y organizan –en sus elementos esenciales- el sistema de fuentes del Derecho
(como norma normarum), también regulan la forma de incorporar y darle eficacia interna a las
normas provenientes del Derecho Internacional. En cuyo caso, una lectura de las Constituciones de
la mayoría de países iberoamericanos permite corroborar que, actualmente, existe una tendencia en
dispensar un tratamiento normativo expreso y especial a los tratados, convenciones o pactos
internacionales sobre derechos humanos, mediante una amplia gama de métodos o técnicas. Entre
tales técnicas destacan las siguientes: i) otorgarle a los tratados, convenciones o pactos
internacionales sobre derechos humanos, ya incorporados en el ordenamiento jurídico interno, un
lugar preeminente dentro del sistema de fuentes, al punto de constituirse en parámetro de
constitucionalidad (cláusulas de jerarquía), y/o ii) imponer el deber de interpretar los derechos
constitucionalmente reconocidos en consonancia con tales instrumentos internacionales (cláusulas
de interpretación).
Se puede afirmar, en tal sentido, que existe una interacción cada vez más profunda entre el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos y las Constituciones iberoamericanas, al punto de
auxiliarse mutuamente en el proceso de reconocimiento y protección de los derechos humanos. Lo
que no obsta para reconocer que, aun así, en casos aislados, puedan surgir antinomias normativas.
De allí el interés en investigar, en profundidad, las relaciones de interacción, cooperación o eventual
conflicto que se pueden entablar, específicamente, entre el Derecho Internacional de los Derechos
Humanos y las Constituciones nacionales. En particular, interesa investigar la posibilidad de que el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos –y la jurisprudencia de los órganos internacionales
competentes- puedan impulsar o motivar una reforma del texto constitucional o una modificación
en la forma en que éste se ha venido interpretando –al punto de generar una mutación
constitucional-, o bien, por el contrario, puedan imponer un límite a las modificaciones formales e
informales de la constitución.
Para poder realizar la presente investigación, se deberá abordar en profundidad los temas de la
supremacía constitucional y de la rigidez constitucional, así como sus implicaciones. Lo que resulta
imprescindible para poder entender adecuadamente los fenómenos de la reforma constitucional y de
la mutación constitucional. También se debe analizar el tema de la reforma constitucional y su
relevancia en el marco de un régimen democrático. Ello implica estudiar lo referente a la naturaleza
jurídica del poder de reforma y la existencia de límites a la reforma constitucional, en el marco de
un régimen democrático.
También se debe abordar el desarrollo doctrinal que se ha efectuado sobre la figura de la mutación
constitucional, a fin de poder precisar su debida comprensión en los actuales ordenamientos
constitucionales, en los que se ha impuesto el principio de supremacía constitucional y el control de
constitucionalidad. A lo que se debe añadir una revisión general sobre la problemática de la
interpretación constitucional, en la medida que la mutación constitucional puede operar dentro de
las posibilidades interpretativas de las cláusulas constitucionales.
Por último, se debe examinar la incidencia que puede tener el Derecho Internacional de los
Derechos Humanos en la reforma y la mutación constitucional. Para ello se debe estudiar, de previo,
x
las particularidades del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Se debe investigar, a su
vez, lo relativo a la recepción, jerarquía y aplicación del Derecho Internacional de los Derechos
Humanos en el Derecho interno o doméstico, con especial énfasis en los casos español y
costarricense.
La hipótesis de esta tesis es que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos opera como
factor condicionante de la reforma y la mutación constitucional en un doble sentido, pues: i) por un
lado, dicha rama del Derecho Internacional blinda o atrinchera determinados contenidos de la
Constitución, que no podrán ser modificados por medio de una reforma constitucional, ni tampoco
desconocidos o degradados por medio de una eventual mutación constitucional, en la medida que
ello supondría una infracción de las obligaciones internacionales asumidas por el Estado en materia
de derechos humanos; y ii) en otros casos, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos
también puede impulsar una reforma o una mutación constitucional, ante la necesidad de acoplar el
texto constitucional o su interpretación a lo dispuesto en los instrumentos internacionales sobre
derechos humanos aplicables en el Estado.
En cuanto a la estructura y contenido de la presente tesis, el primer capítulo tiene por objetivo
generar el marco conceptual necesario para poder comprender –a lo largo de la tesis- el tema de la
supremacía constitucional, la rigidez constitucional y la interpretación constitucional.
Para tales efectos, se examinarán los factores históricos, culturales e ideológicos/axiológicos que
determinaron el surgimiento, desarrollo y consolidación del Constitucionalismo Democrático y, en
particular, de la noción de la Constitución como norma jurídica, fundamental, escrita, codificada,
rígida, suprema, jurisdiccionalmente garantiza y con un fuerte contenido material. Se hará
referencia tanto a la experiencia norteamericana como europea.
Finalmente, debe advertirse que el objeto de investigación de la presente tesis se acotó, a fin de
centrarse en la situación existente en el caso específico del Constitucionalismo Iberoamericano.
1
Capítulo I.
Constitucionalismo, Constitución y Fenómeno Normativo.
I.1 Exordio.
El ser humano se nos presenta como un microcosmos de intereses, aspiraciones y valoraciones, que
siente la necesidad constante de actuar en el universo de significaciones y posibilidades que lo
rodea. Pero, a su vez, como ser social, el ser humano se desenvuelve en un ambiente de convivencia
y sus actos entran en continuo contacto y conflicto con los de sus semejantes. De allí, la exigencia
de coordinar individuos y concatenar actividades, a efectos de hacer posible la existencia en
comunidad.
José Asensi Sabater explica que el paradigma del Constitucionalismo Democrático supone un tejido
de referencias valorativas, conceptuales y normativas, que se manifiesta en un:
El primer propósito de este capítulo es justamente analizar los factores históricos, culturales e
ideológicos/axiológicos que incidieron en el surgimiento y evolución de tal paradigma y, en
particular, de una de sus piezas claves, a saber: la Constitución.
Y es que de previo a abordar el tema central de esta tesis –referente a la reforma y la mutación
constitucional-, se requiere, inevitablemente, precisar qué se entiende por Constitución. También es
necesario analizar algunos de los rasgos que actualmente caracterizan a la mayoría de textos
constitucionales, sea: su supremacía y su rigidez. La comprensión de tales rasgos permite delimitar,
1
Se adopta, en parte, la construcción teórica desarrollada por Thomas S. Khun, entendiendo por paradigma
una red de creencias, valores, teorías, normas, etc., que comparte una comunidad dada. Lo que se completa
con una concepción de la historia caracterizada por episodios de confusión, contradicción, crisis y revolución,
lo que finalmente da lugar a la sustitución de un paradigma por otro. Ver KHUN, Thomas, La estructura de
las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1992.
2
En ASENSI SABATER, José, La época constitucional, Tirant lo Blanch, Valencia, 1998, pp. 14 y 15.
2
Pero, además, la Constitución hace parte de un sistema normativo. Por lo que procede examinar
cómo encaja y opera la Constitución dentro de tal sistema. Lo anterior, a efectos de poder
comprender debidamente la profunda repercusión que puede tener la reforma y la mutación
constitucional en el proceso de creación, aplicación e interpretación del resto del ordenamiento
jurídico.
Una primera aproximación al fenómeno de lo jurídico, desde un enfoque funcional, supone concebir
al Derecho como un orden normativo del comportamiento humano que participa del proceso de
organización social, y, en tal sentido, entre sus principales objetivos destaca la regulación y
coordinación de las conductas de los seres humanos en sociedad, así como la resolución o
integración de los conflictos que puedan surgir en el sistema social. Para tales efectos, el Derecho se
organiza como un amplio entramado de normas que tiene, como finalidad general, motivar
comportamientos a través del establecimiento de normas que prohíben, permiten u obligan la
realización de conductas3. Lo que se complementa o refuerza con el establecimiento de una serie de
mecanismos que procuran asegurar al cumplimiento de dichas normas, incluso, por medio del uso
de la fuerza. De hecho, si algo caracteriza a los ordenamientos jurídicos modernos es que estos
gozan del monopolio legítimo del uso y regulación de la fuerza. De allí, que incluso se haya
definido al Derecho como un sistema de fuerza, ya que, por un lado, es un sistema normativo cuya
singularidad consiste en poder asegurar el cumplimiento de sus normas mediante el uso de la fuerza,
y, por otro lado, es el propio Derecho el que regula los supuestos y condiciones en que la fuerza
puede ser usada4.
Desde un enfoque estructural, se suele entender que las referidas normas “no se hallan aisladas y
desagregadas entre sí, sino que forman algún tipo de unidad, que tienen entre sí algún tipo de
relación que permite concebirlas como un sistema”5. Sistema que, por lo demás, se caracteriza por
ser dinámico e institucionalizado. El Derecho supone un conjunto normativo que está inmerso en un
continuo proceso de introducción y exclusión de normas. Asimismo, es el propio sistema normativo
el que regula dicho proceso de producción y eliminación de normas, mediante instituciones que son
creadas y regladas por el propio Derecho.
3
Ver MORESO, José Juan, y VILAJOSANA, Josep M., Introducción a la Teoría del Derecho, Marcial Pons,
Ediciones Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 2004, p. 22.
4
Ver, en este sentido, PRIETO SANCHÍS, Luis, Apuntes de teoría del Derecho, Editorial Trotta S.A.,
Madrid, 2da ed., 2007, p. 17.
5
MORESO, José Juan, y VILAJOSANA, Josep M., op. cit., p. 95.
3
De esta forma, el objetivo principal de este primer capítulo es desarrollar el marco conceptual que
permitirá, en los subsiguientes capítulos, acometer el análisis de la reforma y la mutación
constitucional.
Se puede afirmar, en primer lugar, que el vocablo Constitución engloba muy diversos significados.
Podría afirmarse, incluso, que un Estado posee una Constitución si existe en éste un núcleo básico
de valores, convicciones y normas que son compartidas por su población, y que estructuran y
ordenan, de forma efectiva, su convivencia6.
Sin embargo, cuando en esta tesis se utiliza el término Constitución se hace en un sentido más
restringido y específico. Se hace referencia: (i) al conjunto de normas jurídicas fundamentales y
supremas que rigen en un Estado, (ii) que se formulan en un texto normativo escrito, codificado y
rígido, y (iii) su expreso propósito es organizar, limitar y controlar el ejercicio del poder, así como
reconocer y asegurar un cúmulo esencial de derechos a favor del individuo.
6
Así, por ejemplo, Karl Loewenstein afirma: “Cada sociedad estatal, cualquiera que sea su estructura social,
posee ciertas convicciones comúnmente compartidas y ciertas formas de conducta reconocidas que
constituyen, en el sentido aristotélico de politeia, su «constitución».” Esto en LOEWENSTEIN, Karl, Teoría
de la Constitución, Editorial Ariel S.A., Barcelona, 1986, pp.149 y 150. En similar sentido: “(…) no hay
estado sin constitución, o, al revés, el que todo estado tiene constitución, porque no es dable pensar siquiera
un estado que no esté constituido de alguna manera. [...] la constitución de que un estado es la que real,
verdadera y efectivamente lo ordena, lo hace ser y existe tal cual es, lo compone y lo estructura.... [...]
Tenemos, pues, que la constitución que todo estado tiene y que no puede faltar –porque si faltara el estado no
existiría- es una constitución material, captada neutralmente por los terceros como norma, y por los
protagonistas como imperativo con forma de deber ser lógico.” En BIDART CAMPOS, Germán, Filosofía
del Derecho Constitucional, EDIAR, Buenos Aires, 1969, pp. 71 y 72.
4
Es posible ubicar una primera manifestación del Constitucionalismo en Inglaterra, en donde las
asambleas de origen feudal evolucionan a partir del siglo XIII, como producto de un paulatino
proceso de transformación, hacia un Parlamento de rasgos modernos, que logra afirmarse
progresivamente como unidad política y constituirse en un instrumento capaz de controlar en la
práctica el poder de la Corona. De hecho, tras la Revolución Gloriosa de 1688 se confirma y afianza
la preeminencia del parlamento9. Asimismo, del constitucionalismo británico se hereda el germen
de algunos de los fundamentos del Constitucionalismo moderno, tales como la doctrina de la
separación de poderes o funciones, el principio de independencia judicial, y la noción de equilibro y
de control entre poderes (checks and balances).
7
ORUNESU, Claudina, Positivismo jurídico y sistemas constitucionales, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y
Sociales S.A., Madrid, 2012, p. 27.
8
En cuanto al referido proceso, que se explicará a continuación, ver LÓPEZ GUERRA, Luis, Introducción al
Derecho Constitucional, Tirant Lo Blanch, Valencia, 1994, pp. 17 y ss.
9
Esto como reacción a los abusos de la prerrogativa regia por parte de Jacobo II, lo que provoca la alianza de
los common lawyers, amplios sectores parlamentarios y nuevas capas sociales capitalistas en oposición a éste.
Así, “los acontecimientos de 1688 dieron la victoria final a la idea «enunciada ya a principios del siglo por
el juez Coke y por Selden, según la cual el rey era el primer servidor de la ley, pero no su amo, el ejecutador
de la Ley, y no su fuente». La teoría de los derechos divinos del Rey quedó liquidada definitivamente tras el
«Bill of Rights», en el que además se afirmaba claramente la subordinación de la Corona al Derecho. La
Revolución Gloriosa supuso el triunfo del Parlamento frente a la Corona. A partir de ese momento el ámbito
de las prerrogativas reales dependería de las leyes y su utilización debería ser, en todo caso, conforme con el
Derecho”. Esto en DESDENTADO DAROCA, Eva, La Crisis de Identidad del Derecho Administrativo:
Privatización, Huida de la Regulación Pública y Administraciones Independientes, Tirant Lo Blanch,
Valencia, 1999, p. 16.
5
Sin embargo, la experiencia inglesa hace referencia a un Constitucionalismo sin una Constitución
codificada -sea, un texto formal único que recoja, de forma sistematizada, las normas básicas de
organización de la comunidad política-10. Y es que la Constitución británica se conforma por
preceptos jurídicos que provienen de distintas fuentes, incluidas costumbres y convenciones
constitucionales, así como diversos textos en que se consagran concretas limitaciones al poder real
y que remiten a un claro proceso contractual entre la corona y sus súbditos, como es el caso de la
Carta Magna de 1215, la Petition of Rights de 1628, la Habeas Corpus Act de 1679 y el Bill of
Rights de 1689. De esta forma, el Constitucionalismo inglés tiene un marcado acento historicista, en
que se recalca la relevancia del proceso de evolución histórica y de las tradiciones en el proceso de
formación del derecho en la sociedad.
Por su parte, las Constituciones escritas y codificadas son fruto del Constitucionalismo
Revolucionario, propio de los procesos revolucionarios liberal-burgueses de los Estados Unidos de
América y de Francia del siglo XVIII. Movimientos que están inspirados, a su vez, en la filosofía
del individualismo, en las teorías contractualistas y en un iusnaturalismo de corte racionalista.
El individualismo implica una nueva noción del ser humano y de su actividad sobre la Tierra. Se
concibe al hombre como realidad que se funda a sí misma y como ser que no está vinculado más
que a los dictados de su propia razón. Su eje fundamental es la “idea de que es el hombre quien
debe decidir cuál habrá de ser su meta, cuáles sus fines y cuáles las normas por las que ha de
regirse”11. Lo que motivó un cambio en el modo de entender el hecho social. Según explica Ángel
Garronera Morales12, ello obligó a abandonar la vieja concepción organicista de la sociedad y
sustituirla por una concepción mecanicista, conforme a la cual: (i) la sociedad pasó a ser percibida
como un ente artificial, sea, como un puro artificio producto de la creatividad de los hombres –de la
misma manera que lo es la máquina-, y no como una realidad preexistente incardinada en el orden
natural de lo creado; (ii) la sociedad comenzó a pensarse como una realidad que puede ser
descompuesta en esas partes suyas que son los individuos y explicada por reducción a ellos; (iii)
dejó de pensarse que la sociedad es anterior y superior a los individuos y, lejos de ello, pasó a
sostenerse que son los individuos los que preexisten a la sociedad y los únicos que, por lo tanto,
10
Los esquemas tradicionales de clasificación distinguen entre constituciones escritas y no escritas, así como
codificadas o dispersas. En el caso de las escritas, las normas están promulgadas en documentos formales,
mientras que las no escritas están conformadas por derecho consuetudinario. Las constituciones codificadas
hacen referencia a la existencia de un conjunto de normas escritas que se sistematizan e integran en un solo
texto formal. En el supuesto de las dispersas, las normas pueden o no ser escritas, pero, en caso de existir
estas últimas, se caracterizan por estar contenidas en múltiples documentos. En cuanto a tales clasificaciones
ver QUIROGA LAVIÉ, Humberto, Derecho Constitucional, Depalma, Buenos Aires, 1993, pp. 30 y 31.
11
ASENSI SABATER, José, La época constitucional, cit., pp. 50 y 51. Lo anterior como producto de todo un
contexto cultural en “donde el individuo va a jugar un papel nuevo, como sujeto al que se descubre dueño de
una mentalidad independiente, dotado de voluntad, de libertad y de responsabilidad, de capacidad para el
cálculo social y para enfrentarse a la tradición heredada con sus normas sacrilizadas... que supuso el
abandono definitivo de una visión medieval del mundo donde el significado de las cosas y su valor venían
dados por su pertenencia y a su lugar en el orden de lo creado (ens creatum), y de cómo, en fin, va
abriéndose paso una sensibilidad antropocéntrica, presente ya en la propuesta renacentista del hombre como
centro y medida de las cosas.” Ibíd., pp. 64 y 65.
12
GARRONERA MORALES, Ángel, Derecho Constitucional. Teoría de la Constitución y sistema de
fuentes, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2011, p. 29.
6
tienen verdadera entidad en sí mismos; (iv) lo que condujo, en fin, al convencimiento de que son
los propios individuos los que, mediante el libre ensamblaje de sus voluntades, concurren a montar
el artificio, esto es, a crear la sociedad.
Ante ello, las teorías contractualistas procuran dar una respuesta racionalista a las relaciones entre el
individuo, la sociedad y el Estado, en consonancia con las exigencias impuestas por dicha filosofía,
y, en particular, en atención a la compresión individualista del hecho social. Teorías que pretenden
explicar la existencia de la sociedad y del Estado sobre la base de un pacto o contrato de individuos
libres e iguales, quienes, aún en un estado de naturaleza o pre-social, acuerdan de manera voluntaria
su asociación, con lo que se da origen a la sociedad y al poder político13.
De esta forma, surge una concepción artificial, individualista e instrumental del poder político. En
palabras de Luis Prieto Sanchís:
“(…) el poder político deja de ser una realidad natural, el fruto de los designios
divinos o el resultado de pactos y compromisos que se pierden en la noche de los
tiempos y que asignan a cada grupo su lugar y función en el seno de una
comunidad orgánica; para convertirse en un artificio, en una obra de individuos
aislados que, guiados por su propio interés, deciden constituir el Estado con el
propósito de obtener determinados fines u objetivos”14
13
Ver FERNÁNDEZ, Eusebio, Teoría de la Justicia y los Derechos Humanos, Editorial Debate, Madrid,
1984, pp. 134 a 173. Ahora bien, la mayoría de los autores contractualistas clásicos no entienden dicho pacto
originario como un hecho histórico efectivamente ocurrido, sino más bien, como una hipótesis lógica o
suposición teórica para fundamentar una determinada concepción de la sociedad y del Estado. De allí que el
“paso del estado de naturaleza al de la sociedad a través de un pacto se utiliza como una hipótesis y no como
si se tratara de un hecho histórico realmente acaecido. Exceptuada la postura de Grocio (y en cierto modo de
Pufendorf y en algún momento de J. Locke) de una concepción empírica del contrato, se da, a partir de estos
autores, una evolución que va de considerar al contrato social como un acto empírico a verlo como un
principio ideal o regulador (Kant y Fitche). El contenido ideal e hipotético del contrato social está ya
descrito en J.J. Rousseau, cuando en su Discurso sobre el origen y los fundamento de la desigualdad entre
los hombres, escribe: «Pues no es tarea fácil la de desentrañar lo que hay de original y de artificial dentro de
la actual naturaleza del hombre, y de conocer un estado, que ya no existe, que a lo mejor nunca existió, que
probablemente no existirá jamás y acerca del cual es preciso, sin embargo, tener unas justas nociones para
opinar cabalmente sobre nuestro presente [...]. No cabe tomar las búsquedas que uno pueda acometer al
respecto, por unas verdades históricas, sino únicamente por unos razonamientos hipotéticos y condicionales,
más bien propios a esclarecer la naturaleza de las cosas que a mostrar su origen verdadero y parecidos a los
que nuestros físicos hacen a diario acerca de la formación del mundo”. Ibíd., pp. 134 y 135. De esta forma, el
contrato social no es una narración histórica, es una doctrina política. No es un hecho que haya ocurrido, sino
el hecho que debe ocurrir. Lo que busca es devolver o entregar al pueblo el dominio teórico de sí mismo.
14
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, Editorial Trotta S.A.,
Madrid, 2009, p. 35.
7
previos a las relaciones sociales, políticas y jurídicas, ya vigentes en el estado de naturaleza, y cuya
defensa es la razón de ser del pacto social y de la creación del Estado15.
Se puede citar, como ejemplo, a John Locke -principal teórico de la filosofía política liberal-, quien
sostiene que el estado natural es un estado de completa libertad e igualdad, donde el hombre ya
posee unos derechos naturales e ingénitos, como son la vida, la libertad y la propiedad. Y si acepta
salir de dicho estado y suscribir el contrato social es porque piensa que la presencia de una
autoridad común tutelará mejor esos derechos. Por ello, la legitimidad de la sociedad civil y política
constituida a través de este pacto depende del consentimiento de los pactantes y del cumplimiento
de la misión de garantía efectiva de tales derechos16.
15
El iusnaturalismo racionalista se enmarca dentro de la filosofía del individualismo y el proceso de
secularización del mundo moderno, que implica que ya no se puede acudir a la ley eterna como cimiento del
derecho natural, sino que, su fundamento debe buscarse en la propia naturaleza del hombre. Se pretende
descubrir en la naturaleza humana una realidad de la cual derivar racionalmente -mediante el uso del método
deductivo cartesiano, propio de las ciencias naturales– los principios del derecho natural objetivo, y de éstos,
a su vez, una serie de derechos naturales subjetivos, sea, derechos innatos al ser humano. Por otra parte, la
“teoría de los derechos naturales, el Derecho natural racionalista y el contractualismo de los siglos XVII y
XVIII forman un tronco común de problemas interrelacionados, cuya comprensión se hace difícil si excluimos
alguno de los tres elementos. Así, existe una estrecha conexión entre las teorías contractualistas y las que van
a defender la existencia de unos derechos naturales individuales, previos al establecimiento de las relaciones
sociales, políticas y jurídicas humanas. Por otro lado, es bien palpable el enlace entre el contractualismo
clásico y la escuela del Derecho natural racionalista (como sus representantes demostraron), y la relación de
filiación entre la filosofía del de los derechos naturales y ésta. El poder político nacido del pacto social va a
obtener la legitimidad de su origen y ejercicio en el reconocimiento, defensa y protección de unos derechos
naturales cuya procedencia se encuentra en una situación presocial o estado natural, y cuya justificación
filosófica se halla en la existencia de un Derecho deducido de la naturaleza racional del hombre...”. En
FERNÁNDEZ, Eusebio, op. cit., p. 169.
16
En este sentido, John Locke indica: “(...) siempre que cierto número de hombres se unen en sociedad,
renunciando cada uno de ellos al poder de ejecutar la ley natural, cediéndole a la comunidad, entonces y
sólo entonces se constituye una sociedad política o civil. Ese derecho se produce siempre que cierto número
de hombres que vivían en el estado de naturaleza se asocian para formar un pueblo, un cuerpo político,
sometido a un gobierno supremo, o cuando alguien se adhiere y se incorpora a cualquier gobierno ya
constituido.” Posteriormente agrega: “Si el hombre es tan libre como hemos explicado en el estado de
naturaleza, si es el señor absoluto de su propia persona y de sus bienes, igual al hombre más alto y libre de
toda sujeción, ¿por qué razón va a renunciar a esa libertad, a ese poder supremo único, para someterse al
gobierno y a la autoridad de otro poder? La respuesta evidente es que, a pesar de disponer de tales derechos
en el estado de naturaleza, es muy inseguro en ese estado el disfrute de los mismos, encontrándose expuesto
constantemente a ser atropellado por otros hombres. Siendo todos tan reyes como él, cualquier hombre es su
igual; como la mayor parte de los hombres no observan estrictamente los mandatos de la equidad y de la
justicia, resulta muy inseguro y mal salvaguardado el disfrute de los bienes que cada cual posee en ese
estado. Esa es la razón de que los hombres estén dispuestos a abandonar esa condición natural suya, que,
por muy libre que sea, está plagada de sobresaltos y de continuos peligros. Tiene razones suficientes para
procurar salir de la misma y entrar voluntariamente en sociedad con otros hombres que se encuentran ya
unidos, o que tienen el propósito de unirse para la mutua salvaguardia de sus vidas, libertades y tierras, a
todo lo cual incluyo dentro del nombre genérico de bienes o propiedades.” Esto en LOCKE, John, Ensayo
sobre el gobierno civil, Editorial Aguilar, Madrid, 1969, p. 66 y 93, respectivamente.
8
Manifestación de todo ello es el primer apartado de la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de
Virginia, del 12 de julio de 1776, en el que se indica:
“Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y
tiene derecho innatos, de los que, cuando entran en estado de sociedad, no pueden
privar o desposeer a su posteridad por ningún pacto, a saber: el goce de la vida y
la libertad, con los medios de adquirir y poseer la propiedad, y de buscar y obtener
felicidad y la seguridad.”
“Sostenemos por evidentes, por sí mismas, estas verdades: que todos los hombres
son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos
inalienables; entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los
gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los
gobernados; que siempre que una forma de gobierno se haga destructora de estos
principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo
gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma
que a su juicio sea la más adecuada para alcanzar la seguridad y la felicidad”.
Y el artículo 2 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 26 de agosto de
1789, dispone:
A lo que se agrega que los citados procesos revolucionarios de Estados Unidos de América y de
Francia tienen un evidente sentido de ruptura. Estos tienen, por objetivo, la separación de una
metrópoli opresora -caso americano- o de un pasado absolutista intolerable -caso francés-. Ante
ello, la misión del Constitucionalismo Revolucionario es tajar una dependencia política que se
estima necesaria cortar o sustituir o modificar una estructura socio-política que se considera como
insoportable17. En cuyo caso, y a la luz del impulso del individualismo, se confía en la capacidad
innata del hombre de crear e imponer un nuevo orden jurídico, social y político. En tal contexto
17
Ver en este sentido LUCAS VERDÚ, Pablo, Curso de Derecho Político, Editorial Tecnos, Madrid, 2da ed.,
v. I, 1976, p. 388.
9
surge la noción del poder constituyente, como fuerza arrolladora capaz de constituir y organizar una
entidad política nueva e independiente –caso americano-, o de destruir el régimen existente y de
reconstruir un orden totalmente nuevo –caso francés-.
La primera formulación de la teoría del poder constituyente es obra de Emmanuel Joseph Sieyès, en
su famoso opúsculo: “¿Qué es el tercer Estado?” En el que se da sustento político y construcción
jurídica a la demolición del Antiguo Régimen. Dicho autor parte de la teoría del contrato social para
explicar la formación de la nación. La que afirma es producto de un número más o menos
considerable de voluntades individuales que quieren reunirse y de cuya asociación surge la voluntad
común nacional. Agrega que los asociados son demasiados numerosos y están dispersos en una
superficie sumamente extensa, lo que les dificulta ejercitar ellos mismos su voluntad, por lo que
confieren el ejercicio de la voluntad nacional a algunos de ellos, para que éstos puedan atender los
negocios públicos. Este es el origen del gobierno, como representación de la voluntad común
nacional, y su función es el ejercicio de los poderes necesarios para la conservación y el buen orden
de la comunidad18. Pero es interés de la nación que este gobierno no pueda jamás llegar a ser nocivo
para ella, por lo que es preciso someterlo a una serie de reglas esenciales y asegurarse así que
cumpla efectivamente el fin para el que se le ha dado origen. Aparece entonces la Constitución para
la organización y limitación del gobierno19.
Sieyès también formula y desarrolla la distinción entre poder constituyente y poderes constituidos.
Distinción que tiene su raíz en el pensamiento de Montesquieu y de su teoría de la división de
poderes20. Y es que la existencia de diversos poderes públicos entre los que se distribuyen las
potestades estatales implica la existencia de un poder distinto, previo y superior, que los constituye,
organiza su funcionamiento y fija sus mutuas relaciones. Este es justamente el poder constituyente,
cuyo titular es la nación21.
18
Ver SIEYÈS, Emmanuel, ¿Qué es el tercer Estado?, Americalee, Buenos Aires, 1943, p. 103.
19
Sobre este punto: “Es imposible crear un cuerpo para un fin sin darle una organización, formas y leyes
propias para hacerle cumplir las funciones a que se lo ha querido destinar. Eso es lo que se llama la
Constitución de ese cuerpo. Es evidente que no puede existir sin ella. Lo es también que todo gobierno
comisionado debe tener su Constitución; y lo que es verdad del gobierno en general, lo es también de todas
las partes que lo componen. Así, el cuerpo de representantes, al que le está confiado el poder legislativo o el
ejecutivo de la voluntad común, no existe sino con la manera de ser que la nación ha querido darle. No es
nada sin sus formas constitutivas; no obra, no se dirige, no se comanda sino por ellos.” Ibíd., p. 106.
20
Ver, al efecto, SÁNCHEZ VIAMONTE, Carlos, El Poder Constituyente, Editorial Bibliográfica Argentina
S.R.L., Buenos Aires, 1957, pp. 251.
21
En cuanto a este extremo: “La nación existe ante todo, es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal,
es la ley misma. Antes que ella y por encima de ella solo existe el derecho natural. Si queremos una idea justa
de la serie de leyes positivas que no pueden emanar sino de su voluntad, vemos en primer término las leyes
constitucionales, que se dividen en dos partes: las unas regulan la organización y las funciones del cuerpo
legislativo; las otras determinan la organización y las funciones de los diferentes cuerpos activos. Estas leyes
son llamadas fundamentales, no en el sentido de que puedan hacerse independientes de la voluntad nacional,
sino porque los cuerpos que existen y actúan por ella no pueden tocarla. En cada parte, la Constitución no es
obra del poder constituido sino del poder constituyente. Ninguna especie de poder delegado puede cambiar
nada en las condiciones de su delegación. Es en este sentido en el que las leyes constitucionales son
fundamentales. Las primeras aquellas que establecen la legislatura, están fundadas por la voluntad nacional
antes de toda Constitución; forman su primer grado. Las segundas deben ser restablecidas por una voluntad
10
Como producto de lo anterior surge la nación como titular de un poder constituyente, que
comprende: su capacidad de definir y redefinir las normas jurídicas básicas o fundamentales para la
organización de su convivencia jurídica, así como su poder de configurar y reconfigurar un modo de
gobierno y de sistema jurídico. Finalmente, los poderes constituidos por el poder constituyente -y
que conforman la estructura estatal- son poderes que deben su existencia y competencia a éste, que
siempre “puede ponerlos en cuestión, limitarlos y reconfigurarlos.... El propio estado no es más
que emanación de aquel poder constituyente, sujeto a sus determinaciones y a su voluntad.”22
A lo que habría que agregar que, en razón del racionalismo imperante en la época, el
Constitucionalismo Revolucionario cree en la capacidad humana de dominar el mundo fenoménico
e imprimirle un orden mediante normas producto de una decisión racional y deliberada. Normas que
deben ser formuladas o documentadas por escrito, como forma de plasmar la decisión adoptada.
Como derivación de lo anterior surge la Constitución como conjunto de normas escritas, que se
recogen de forma sistematizada en un único texto formal, y que tienen como propósito establecer
“el orden racional del Estado, un orden creado por la razón humana”23.
Como corolario de lo hasta aquí indicado se podría afirmar, a modo de una primera conclusión, que,
como producto del Constitucionalismo Revolucionario, surge la imagen del pueblo o de la nación
como titular de un poder constituyente, sea: la figura de un pueblo o nación que se auto-representa
como una comunidad política con plena capacidad para dictar ex novo las normas básicas o
fundamentales que regirán su convivencia, como manifestación de la autonomía y capacidad de
autodeterminación de sus miembros. Normas que, por lo demás, tienen como objeto instaurar,
organizar y racionalizar el poder estatal, así como reconocer y garantizar a los individuos el goce
de unos derechos esenciales. Imagen que, en esencia, se mantiene a la fecha24.
Finalmente, debe puntualizarse que ese cúmulo de derechos ha ido ampliándose en su número y
contenido, de forma progresiva, al punto de modificar sustancialmente las funciones y forma de
organización del Estado. Pero este punto habrá de retomarse más adelante (vid. infra I.2.d).
representativa especial. Así todas las partes del gobierno se remite y dependen en último análisis de la
nación.” SIEYÈS, Emmanuel, op.cit., p. 109.
22
ASENSI SABATER, José, La época constitucional, cit., 1998, p. 99.
23
SEGOVIA, Juan Fernando, Derechos Humanos y Constitucionalismo, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y
Sociales S.A., Madrid, 2004, p. 18. Según explica Ángel Garronera Morales, se parte de la: “(…) creencia en
la capacidad de la razón humana como instrumento para alcanzar verdaderas universales en el campo del
conocimiento social y de la ética (el mismo que en el ámbito de las ciencias experimentales estaba
permitiendo describir las leyes permanentes de la física) le llevó a pensar que esa razón podía –también
aquí- alcanzar por vía de inducción unas ciertas leyes permanentes del orden social y, a partir de ellas,
ahora por deducción, construir todo un sistema sucesivo y trabajo de proposiciones fiables y seguras, lo que,
a nuestros efectos, suponía la posibilidad de entender al Derecho como un sistema de razón, esto es, como un
conjunto de proposiciones eslabonadas formulables por escrito y codificables, y a la Constitución como la
norma superior –escrita, por supuesto- de dicho sistema”. Así en GARRONERA MORALES, Ángel, op. cit.
p. 39.
24
Imagen que, por lo demás, habrá de ser objeto de un análisis crítico en las siguientes páginas (vid. infra III.
2 y, particularmente, III.6.a).
11
Ello obedece a diversos factores, incluida la forma en que históricamente opera el poder
constituyente en la experiencia norteamericana, el modo en que se articulan las relaciones entre los
poderes constituidos y la propia estructura federal adoptada26.
En el caso norteamericano prevalece la tesis propiciada por colonos puritanos, en el sentido que el
ejercicio del poder constituyente requiere siempre la participación directa del pueblo como su
efectivo titular, lo que se concreta históricamente en el acto de ratificación de la Constitución por
parte del pueblo, mediante los town meetings y los referéndums americanos27.
25
Como así lo explica Eduardo García de Enterría, la “técnica de atribuir a la Constitución el valor
normativo superior, inmune a las Leyes ordinaria y más bien determinante de la validez de éstas, valor
superior jurídicamente tutelado, es la más importante creación, con el sistema federal, del constitucionalismo
norteamericano…”. Esto en GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, La Constitución como Norma y el Tribunal
Constitucional, Editorial Civitas S.A., Madrid, 1985, pp. 50 y 51.
26
En cuanto a este último aspecto, la estructura federal obliga a “que la consideración de normativa
fundamental que posee la Constitución sea algo más que el resultado de principios de filosofía jurídico-
política y se convierta en una exigencia positiva del ordenamiento. La estructura federal de un estado supone
la distribución horizontal del poder entre diversas instancias políticas no ligadas por relaciones jerárquicas
sino de distribución de competencias; ello trae consigo, como consecuencia lógica del sistema, la necesidad
de regular las relaciones entre la Federación y los actos federados. La única norma que se sitúa en un plano
superior a los estados y a los poderes centrales es la Constitución federal que, por tanto, debe ser el
instrumento que regule la distribución de competencias y, en consecuencia, los conflictos que puedan
plantearse entre las distintas instancias de poder. La pluralidad de subordenamientos, por decirlo de otro
modo, supone que la Constitución sea el único parámetro con que se cuenta para resolver los conflictos que
entre aquéllos pueden plantearse. Este papel que la Constitución federal debe jugar, por imperativo lógico
del ordenamiento, contribuye a su consideración de norma fundamental, reforzándola y dando un dimensión
positiva de la concepción misma.” En PÉREZ TREMPS, Pablo, Tribunal Constitucional y Poder Judicial,
Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985, pp. 23 y 24.
27
Ejemplo de ello es la Constitución de Massachussets (1780), cuyo proyecto fue aprobado en convención y
posteriormente fue sometida para su aprobación a las asambleas de colonos (town meetings). Procedimiento
que también se observó en New Hampshire (1783-1791) y en el caso de la Constitución federal de 1787. Se
siguió así “la vieja idea religiosa puritana, a tenor de la cual la fundación de una congregación venía
determinada por un contrato en el que se estatuían las reglas del culto, los primitivos colones pensaron que,
de igual manera que libremente podía organizar la comunidad religiosa, también podía libremente organizar
la comunidad política. El llamado pacto de gracia puritano se transformó así en pacto político. Y, de esta
suerte, procedieron a redactar los convenants, que eran auténticos contratos sociales, suscritos por los
colonos en nombre propio y en el de sus familias, y en los que se fijaban las normas a tenor de las cuales la
colonia debía funcionar. No hace al caso recordar los convenants más notables, entre los que sin duda
destacan las Fundamentals orders of Conecticut de 1639, suscritas por los puritanos de Massachusetts. Lo
que importa señalar es que, en la elaboración de los convenants, subyacen las dos ideas fundamentales que
posteriormente habrían de caracterizar toda la construcción constitucional americana. Por un lado, que el
acto constitucional se identifica en cierta medida con el contrato social. Y, por otro lado, que el ejercicio de
la potestad constituyente –y esto es lo que ahora más nos interesa-, por tratarse de una potestad inalienable,
12
Lo que implica que el principio de soberanía popular no se agota en reconocer que la titularidad del
poder constituyente reside en el pueblo, sino que, además, exige su ejercicio directo, mediante la
necesaria participación popular en el acto constituyente. Lo que permite la clara distinción entre el
poder constituyente y los poderes constituidos por éste, pues no es posible concebir el ejercicio del
poder constituyente sin la participación directa del pueblo y su participación se agota en la
aprobación de la Constitución, después de la cual, quienes actúan son los poderes constituidos, los
que se encuentran limitados, ordenados y sometidos por la Constitución. Después de la intervención
del pueblo, como titular del poder constituyente, éste le cede su lugar a la propia Constitución, para
que tome su sitio como auténtica lex superior que obliga por igual a gobernantes y gobernados28.
Maurizio Fioravanti destaca que el proceso de independencia de los Estados Unidos de América
parte de la oposición de las colonias norteamericanas a la tasación del parlamento inglés, que
consideran como injusta, ya que los colonos no se sienten representados por dicho parlamento y
estiman que éste ha desbordado los confines de su legítima jurisdicción, al imponerles tributos en
infracción de uno de los principios básicos de la tradicional constitución inglesa, contenido en la
máxima «no taxation without representation».
Se verifica, así, que la Revolución Norteamericana nace como oposición a una actuación del
parlamento inglés y, más en general, a su omnipotencia, que los colonos norteamericanos
consideran una nueva forma de absolutismo29. De allí que el esquema orgánico-funcional
norteamericano se edifique a partir del celo y la desconfianza hacia el poder legislativo, por
estimarse que en éste reside la mayor amenaza para la libertad del individuo. En cuanto a este
punto, James Madison -uno de los Padres Fundadores y futuro presidente de los Estados Unidos de
América- escribe en El Federalista que:
“En una República representativa en donde los poderes del titular del ejecutivo
están limitados, tanto en lo relativo a su extensión como a su duración, y donde el
poder legislativo es ejercido por una asamblea, que, inspirada por su supuesta
influencia sobre el pueblo, tiene una intrépida confianza en su propia fuerza –una
asamblea que es suficiente numerosa como para sentir todas las pasiones que
agitan a la multitud, pero no tanto como para ser capaz de perseguir el objeto de
sus pasiones por los medios que prescribe la razón- el pueblo deberá dirigir su celo
y utilizar todas sus precauciones contra las tentativas ambiciosas de este órgano”30
“No hay proposición que dependa de principios más claros que la que afirma que
todo acto de una autoridad delegada, contraria al tenor del mandato bajo el cual
se ejerce, es nulo. Por tanto, ninguna ley contraria a la Constitución puede ser
válida. Negar esto sería tanto como afirmar que el diputado es superior al
mandante; que el siervo es superior al amo; que los representantes del pueblo son
superiores al propio pueblo; y que los hombres que actúan en virtud de
apoderamiento pueden hacer no sólo lo que éste no permite, sino incluso lo que
prohíbe.”32
30
Citado por BLANCO VALDÉS, Roberto, La configuración del concepto de constitución en las
experiencias revolucionarias francesa y norteamericana, Institut de Ciències Politiqués i Socials, Barcelona,
1996, pp. 13 y 14.
31
En FIORAVANTI, Maurizio, op. cit., p. 113.
32
Citado por BLANCO VALDÉS, Roberto, op. cit., p. 21.
33
Por ello, Hamilton sostiene: “No es admisible la suposición de que la Constitución haya tenido la intención
de facultar a los representantes del pueblo para sustituir su voluntad por la de sus constituyentes. Es más
14
Se concluye, pues, que la clara distinción entre el poder constituyente y el poder constituido, así
como la desconfianza hacia el legislador, establecen las condiciones necesarias para asentar en toda
su plenitud el principio de supremacía constitucional y el instituto del control jurisdiccional de
constitucionalidad. Estas ideas dan origen al pronunciamiento del juez Marshall en el caso Marbury
vs. Madison (1803), en el que se forja la doctrina del “judicial review of legislation” a partir del
siguiente razonamiento:
Ante dicha disyuntiva se opta por la primera opción, en tanto se concibe a la Constitución como
norma suprema que debe reafirmarse ante todos los poderes constituidos, incluido el propio poder
legislativo, por lo que a los tribunales les está vedado aplicar toda norma contraria a la Constitución.
Según explica Julio Jurado34 –citando, a su vez, a Mauro Cappelletti-, lo relevante de esta
sentencia es que la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió la inaplicación de una ley por
incompatibilidad con la Constitución, basándose en las siguientes consideraciones: (i) que
corresponde al poder judicial determinar cuál es el Derecho aplicable en un caso concreto; (ii) que
dicha operación incluye, necesariamente, decidir acerca de la compatibilidad de la Ley con la
Constitución; (iii) que dicha decisión implica, en caso de incompatibilidad, decidir si la
Constitución prevalece sobre la Ley o esta sobre aquella; y (iv) que necesariamente debe resolverse
a favor de la supremacía constitucional pues, en caso contrario, los fundamentos mismos de una
Constitución escrita, como límite al poder legislativo, se verían minados ya que, al tiempo que se
consagran los límites, se otorgan los medios para transgredirlos.
racional suponer que los tribunales han sido concebidos como un cuerpo intermedio entre el pueblo y la
legislatura, con la finalidad, entre otras, de mantener a aquéllas dentro de los límites asignados a su
autoridad. La interpretación de las leyes es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una
Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece,
por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si
ocurre que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza
obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la
intención del pueblo a la intención de sus mandatarios.” Citado por BLANCO VALDÉS, Roberto, op. cit.,
pp. 21 y 22.
34
JURADO FERNÁNDEZ, Julio, Jueces y Constitución en Costa Rica, Editorial Juricentro, San José, C.R.,
2003, pp. 24 y 25.
15
(carácter normativo) de forma preferente y desaplicar (en el caso concreto) cualquier ley que la
contradiga35, ya que “la Constitución vincula al juez más fuertemente que las Leyes, las cuales
sólo pueden ser aplicadas si son conformes a la Constitución”36. No obstante, la ley continuará
formalmente vigente, pues la decisión judicial se restringe al caso concreto y a las partes
involucradas en él, sin tener alcance general o efecto erga omnes37.
En Europa es de forma más tardía que logra imponerse el principio de supremacía constitucional y
la garantía del control jurisdiccional de constitucionalidad, en virtud de una serie de obstáculos
ideológicos, políticos e históricos.
En cuanto a este punto, la doctrina ha puesto de relieve que ya en el curso de la revolución francesa,
el individualismo, el contractualismo y el iusnaturalismo tenderán a combinarse con una cultura
estatalista y legicentrista38, y, en particular, con la “concentración de imperium en el legislador
intérprete de la voluntad general”39. Debe tenerse presente, en tal sentido, que el proyecto
revolucionario francés se edifica a partir de la confrontación radical con el pasado y, más
específicamente, de la lucha contra la sociedad de estructura estamental y de los privilegios del
Antiguo Régimen. Y en tal contexto, el parlamento se presenta como principal garante del nuevo
orden, como auténtico baluarte de los principios e ideales revolucionarios, e instrumento de
demolición de las estructuras del Antiguo Régimen. De esta forma:
A lo que debe agregarse la interpretación que se hace del principio de soberanía popular en el caso
francés. Se concibe que la soberanía no pertenece indivisa a los individuos, sino que a la nación. Es
decir, a la colectividad de individuos que la componen como realidad abstracta y distinta a ellos,
que no puede expresarse por sí misma y solo puede pronunciar su voluntad mediante sus
representantes. De forma tal, que el cuerpo de representantes (la asamblea legislativa, el
35
Ibíd., p. 23.
36
GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, op. cit., p. 54.
37
Todo ello ejerce una profunda influencia en América Latina a mediados del siglo XIX y hasta más de la
mitad del siglo XX. El mencionado sistema de control difuso de constitucionalidad, que se deriva de la
doctrina del "judicial review of legislation”, se adopta -de una u otra forma- en República Dominicana (1844),
México (1857), Venezuela (1858), Argentina (1860) y Brasil (1890). Ver en este sentido EGUIGUREN
PRAELI, Francisco, Los Tribunales Constitucionales en Latinoamérica, Centro Interdisciplinario de Estudios
Sobre el Desarrollo Latinoamericano, Lima, 2000, p. 14.
38
FIORAVANTI, Maurizio, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones, Editorial
Trotta S.A., Madrid, 6ta ed., 2009, pp. 46 y ss. PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos
Fundamentales, cit., pp. 65 y ss. ZAGREBELSKY, Gustavo, El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia,
Editorial Trotta S.A., Madrid, 2da ed., 1997, pp. 47 y ss.
39
FIORAVANTI, Maurizio, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones, cit., p.
58.
40
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, cit., p. 73.
16
“(…) proclamación francesa de los derechos operaba así como legitimación de una
potestad legislativa que, en el ámbito de la dirección renovadora que tenía
confiada, era soberana, es decir, capaz de vencer todos los obstáculos de pasado
que hubieran podido impedir o ralentizar su obra innovadora. […] la realización y
protección de los derechos correspondía incondicionalmente al legislador. La
fuerza de la ley era lo mismo que la fuerza de los derechos.”42
Todo esto tendrá una fuerte incidencia en la configuración y funcionamiento del Estado de Derecho
europeo decimonónico. Y si a ello se le agrega la desconfianza tradicional que existía en Europa
hacia los jueces desde la propia Revolución Francesa43, resultan evidentes los obstáculos para que
surja el control jurisdiccional de constitucionalidad de la ley.
41
En tal sentido: “(…) la superioridad política del parlamento y la supremacía jurídica de la ley no fueron
sino, a la postre, las dos caras de una misma moneda, el anverso y el reverso de un único principio
constitucional que acabará dando lugar, primero en el derecho público francés y luego, debido a su
influencia, y durante largas décadas, en el derecho público europeo, a toda una serie de consecuencias en el
ámbito de la teoría de la Constitución, una de las cuales debe destacarse... la negación del carácter
normativo de la Constitución misma...”. En BLANCO VALDÉS, Roberto, op. cit., p. 24. Fenómeno que se
extenderá durante la primera mitad del siglo pasado, pues si bien “el Antiguo Régimen ha dejado de ser un
peligro para el Estado Constitucional, la Monarquía sigue siendo un factor político de primer orden en
numerosos países europeos, como Alemania, Italia, el Imperio Austro-Húngaro, España... El principio de
legalidad como centro del sistema responde a la necesidad de afirmar políticamente al Parlamento como el
órgano de dirección del país. La ley, aprobada por el parlamento, debe ser el producto de más prestigio y
rango, el centro del sistema jurídico en torno al cual deben girar todos los demás elementos o componentes
del mismo.” En PÉREZ ROYO, Javier, Curso de Derecho Constitucional, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y
Sociales S. A., Madrid, 5ta ed., 1998, pp. 60 y 61.
42
ZAGREBELSKY, Gustavo, op. cit., pp. 52 y 53.
43
Sobre este punto: “Todo ello ha llevado a hablar de la «desconfianza del revolucionario en el juez». Esta
desconfianza tiene unas raíces que van más allá del ámbito jurídico. Ya los parlamentarios se refirieron en la
constituyente a los abusos de los jueces en el Antiguo Régimen. La falta de fe en el juez arranca de la labor
que éste había desarrollado al servicio del Monarca absoluto, labor caracterizada por el conformismo y la
docilidad. Tocqueville resumió así el tema: «No hay que olvidar nunca que si, por una parte, el poder judicial
en el antiguo régimen se extendía sin cesar más allá de la esfera natural de su autoridad, por otro, nunca la
17
Sin embargo, todo esto varía en el siglo XX, particularmente después de la Segunda Guerra
Mundial, en razón de “la desconfianza que el período nazi y las dictaduras fascistas habían
provocado en torno a la actuación de los poderes del Estado y, en particular, del legislador”44.
Según explica Rafael Jiménez Asensio, los sistemas del totalitarismo nazi y del fascismo italiano
habían arruinado de un golpe todos los dogmas en los que se sustentaban la teoría constitucional
europea decimonónica, a saber: la ley dejaba de tener un carácter infalible, al Parlamento no se le
podía considerar como protector exclusivo de los derechos y libertades, y se quebraba radicalmente
la identificación entre la voluntad mayoritaria como asimilada a la voluntad general. Lo que da pie a
una primera oleada de implantación de la jurisdicción constitucional en Europa, justamente en el
caso de la antigua República Federal de Alemania e Italia, en procura de buscar fórmulas que
hicieran posible la protección de las minorías, así como de evitar lo que había sido una completa
disponibilidad del legislador sobre el contenido de los derechos fundamentales.
Más tarde se unen –en una segunda oleada- España y Portugal y, posteriormente, -en una tercera
oleada- los países de Europa del Este y Sudeste. Países donde se ve en la justicia constitucional una
efectiva defensa de las Constituciones democráticas recién elaboradas. Con razón ha afirmado
Mauro Cappelletti que “ningún país europeo que salga de alguna forma de régimen no
democrático o de una tensión interna importante puede encontrar mejor respuesta a las exigencias
de tener que reaccionar contra demonios del pasado, y posiblemente para impedir su vuelta, que la
de introducir la justicia constitucional en su forma de gobierno”45. Así, en la actualidad es
prácticamente consustancial a la existencia de los regímenes constitucionales europeos la existencia
de un sistema de justicia constitucional, cuya función es la defensa jurisdiccional de la Constitución.
Ello gracias a un largo transitar, que ha permitido el regreso de la soberanía del parlamento a la
soberanía popular, de la supremacía de la ley a la supremacía de la Constitución46.
llenaba por completo». Aquí se conjugan esos dos elementos de abuso y conformismo con el status quo.” En
PÉREZ TREMP, Pablo, op. cit., p. 40.
44
JIMÉNEZ ASENSIO, Rafael, El Constitucionalismo. Proceso de formación y fundamentos del Derecho
Constitucional, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 3ra ed., 2005, p. 146.
45
Citado por BLANCO VALDÉS, Roberto, op. cit., p. 8.
46
Al punto que, actualmente, consiste pilar del paradigma constitucional democrático la enunciación de que:
“La soberanía reside en el pueblo, se expresa directamente a través del poder constituyente y se objetiva
jurídicamente en la Constitución. Todos los órganos del Estado, incluido el legislador, son poderes
constituidos, sometidos, por tanto, a la soberanía de la Constitución. La soberanía no reside, pues, en ningún
órgano del Estado. La soberanía reside en la práctica en la Constitución, a la que están sometidos todos los
órganos del Estado.” Esto en PÉREZ ROYO, Javier, Curso de Derecho Constitucional, cit., p. 61. En similar
sentido: “En la técnica republicanodemocrática, bajo el constitucionalismo, la soberanía interna se llama, en
realidad, poder constituyente, y no tiene ninguna otra forma de manifestación que la Constitución misma. No
son actos de soberanía, pues, los que realizan los poderes constituidos. Esto basta para excluir toda
posibilidad de atribuir carácter soberano al gobierno o a las personas que lo ejercen.” Así, en SÁNCHEZ
VIAMONTE, Carlos, op. cit., p. 272.
18
ajeno al Poder Judicial, creado con el propósito específico de garantizar el sometimiento de los
poderes públicos a la Constitución, así como para asegurar que las normas generales subordinadas a
la Constitución sea congruentes con esta última; en cuyo caso, el juicio que realiza dicho órgano es
un juicio abstracto sobre la regularidad o compatibilidad de una norma general con respecto a la
Constitución. Y de establecerse su inconstitucionalidad ello acarrea su expulsión del ordenamiento
jurídico, al declararse su nulidad con efectos erga omnes. Julio Jurado menciona las siguientes
características como las más sobresalientes del modelo concentrado de constitucionalidad en
Europa47:
Además del control de las normas –y otras materias, como pueden ser los conflictos de
competencia entre órganos constitucionales-, el modelo europeo de control de
47
JURADO FERNÁNDEZ, Julio, op. cit., pp. 45 a 47.
19
Por ende, todos los poderes constituidos están jurídicamente vinculados por la Constitución y ésta
se erige, a su vez, en “el parámetro de validez jurídica del resto de normas integrantes del
ordenamiento, de modo tal que ninguna otra expresión normativa, ninguna otra manifestación
jurídica, podrá sustraerse del contexto marcado por la norma fundamental y, por el contrario sólo
será válida una norma o cualquier otra expresión del Derecho en la medida en que no se salga de
los cauces marcados por la Constitución”49.
Así se plantea en el proceso constituyente francés de 1791, tal y como se plasma en el artículo 1, del
título VII, de la Constitución, en que se establece: “La Asamblea Nacional constituyente declara
que la Nación tiene el derecho imprescindible de cambiar su constitución, sin embargo,
considerando que es más conforme al interés nacional, usar únicamente por los medios expresados
por la propia Constitución del derecho de reformar los artículos que, según la experiencia, se
estime deben ser cambiados, establece que se procederá a ello por medio de una Asamblea de
48
Ver en este sentido FERNÁNDEZ SEGADO, Francisco, “La Justicia Constitucional ante el Siglo XXI: La
progresiva convergencia de los sistemas americano y europeo-kelseniano”, en Revista Latino-Americana de
Estudos Constitucionais, núm. 4, jul/dic, 2004, pp. 143 a 208.
49
PALOMINO MANCHEGO, José F., “¿Reforma, Mutación o Enmienda Constitucional?”, en Revista
Latino-Americana de Estudos Constitucionais, núm. 8, jan/jun, 2008, p. 353.
20
Igualmente se puede citar la Constitución Federal de los Estados Unidos de América (1787), que
dispone un procedimiento expreso y específico de reforma constitucional, que se diferencia por ser
un procedimiento agravado respecto del procedimiento legislativo ordinario50. Lo que, además,
tiene un fin claro y concreto, como es garantizar la supremacía de la Constitución51.
Lo que da pie a que surja la clásica distinción entre Constituciones flexibles y rígidas. Su primera
formulación es obra de Lord James Bryce. Dicho autor distingue, primeramente, entre
Constituciones antiguas y modernas. Señala que las primeras:
“(…) son productos naturales, asimétricas tanto en sus formas como en sus
contenidos, y constan de un conjunto de determinados decretos o estipulaciones de
fechas diferentes y posiblemente de varia procedencia, entremezclado todo con
reglas consuetudinarias basadas únicamente en la costumbre o el precedente, pero
que, en la práctica, son consideradas como de igual autoridad.”52
50
Ver al respecto BISCARETTI DI RUFFIA, Paolo, Derecho Constitucional, Editorial Tecnos, Madrid,
1973, p. 272.
51
Esto lo evidencia, por ejemplo, Hamilton, quien en El Federalista escribe: “Aunque confío en que los
partidarios de la Constitución que ha sido propuesta no estarán nunca de acuerdo con sus adversarios en
poner en duda el principio fundamental del gobierno republicano que admite el derecho del pueblo a
modificar o abolir la Constitución establecida en cualquier momento en que la considere contradictoria con
su felicidad, no debe inferirse de tal principio que los representantes del pueblo puedan violar
justificadamente algunas de las previsiones de la Constitución, en cualquier momento en que una mayoría de
sus electores de forma momentánea considerasen sus inclinaciones incompatibles con la Constitución
existente; o que los tribunales deban considerarse en la obligación de aceptar las infracciones cometidas por
tal causa, de la misma forma que no lo estarían si las mismas procedieran de las intrigas del cuerpo
representativo. Hasta que el pueblo, por medio de una ley solemne y competente, haya anulado o cambiado
la forma de gobierno establecida, estará vinculado a la misma, tanto colectivamente, como desde el punto de
vista individual; y ninguna presunción, ni incluso ningún conocimiento de los sentimientos del pueblo, puede
justificar a sus representantes para apartarse de la Constitución antes de haberse aprobado tal ley.” Citado
en BLANCO, Roberto, op. cit., p. 18.
52
BRYCE, James, Constituciones Flexibles y Constituciones Rígidas, Instituto de Estudios Políticos,
Colección Civitas, Madrid, 1952, p. 17.
53
Ibíd., 17 y 18.
21
Bryce agrega que dicha distinción se corresponde, imperfectamente, con la establecida entre el
Derecho consuetudinario y el Derecho escrito (Statute Law), por lo que se pueden describir estos
dos tipos de constituciones como constituciones de Derecho consuetudinario (Common Law
Constitutions) y constituciones estatutarias (Statutory Constitutions), respectivamente.
En cambio, las constituciones estatutarias están por encima de las otras leyes del país que regulan.
El instrumento –o instrumentos- en que están contenidas estas constituciones no proceden de la
misma fuente que las otras leyes, es promulgado por procedimiento distinto y posee mayor fuerza.
Su proclamación no corresponde a la autoridad legislativa ordinaria, sino a alguna persona o
corporación superior o con poder especial. Si es susceptible de cambio, éste se llevará a efecto
únicamente por dicha autoridad, persona o corporación especial. Cuando alguna de sus medidas
entra en colisión con alguna otra de la ley ordinaria, prevalece la primera y la ley ordinaria debe
ceder
Agrega el autor que en un Estado que posea una Constitución del primer tipo -el más antiguo-, todas
las leyes son del mismo rango y tienen la misma fuerza. Además, solo existe una autoridad
legislativa competente para aprobar las leyes en todos los casos y para todas las materias. Pero en
un Estado cuya Constitución pertenezca al último tipo –el más moderno- existen dos clases de
leyes, que se distinguen por la superioridad y la fuerza que tienen sobre otras. De la misma manera,
existen dos autoridades legislativas, una superior y con facultades para legislar sobre cualquier
materia, y otra inferior, cuya facultad legislativa necesita para su ejercicio que la autoridad superior
le confiera el derecho y la función de hacerlo.
Finalmente, concluye:
“El punto esencial es éste: en Estados que tienen constituciones del tipo más
moderno, las leyes principales y fundamentales denominadas Constitución, poseen
jerarquía superior a las leyes ordinarias y no son modificables por la autoridad
legislativa ordinaria.”54
54
Ibíd., pp. 25.
22
Por lo que:
“Las constituciones del tipo más antiguo pueden llamarse flexibles, porque poseen
elasticidad y se adaptan y alteran sus formas sin perder sus características
principales. Las constituciones del tipo más moderno no poseen esta propiedad,
porque su estructura es dura y fija. Por lo tanto, no hay inconveniente en darles el
nombre de constituciones rígidas.”55
Bryce también hace un esbozo de los procedimientos de reforma establecidos en el caso de una
Constitución rígida –que, incluso, se pueden combinar-, entre los que incluye56:
El primer método consiste en dar esta función al Legislativo, pero con condiciones que le
obliguen a obrar de una manera especial y diferente de la empleada en la aprobación de los
estatutos ordinarios. Por ejemplo: (i) puede requerirse un quorum fijo de miembros para
tomar en consideración las enmiendas; (ii) puede exigirse una determinada mayoría mínima
de votos para llevar a cabo la enmienda; (iii) puede exigirse la disolución del Legislativo de
forma que las enmiendas llevadas a cabo en una sesión puedan someterse al juicio de los
electores en unas elecciones generales, y después aprobarlas o desecharlas por la nueva
legislatura.
Un segundo método consiste en crear una corporación especial para la labor revisora.
El cuarto método consiste en someter las enmiendas al voto directo del pueblo.
Como derivación de lo antes indicado, se puede sostener preliminarmente que las Constituciones
flexibles son aquellas que pueden ser modificadas por el procedimiento legislativo ordinario y las
rígidas son las que establecen un trámite distinto. Dicha distinción puede estar referida al órgano
competente para operar la reforma, que es especial y diverso del legislativo ordinario. También
puede aludir al procedimiento, de modo que el órgano legislativo ordinario tramita la reforma, pero
debe observar procedimientos más complejos y dificultosos que los previstos para la aprobación de
las leyes ordinarias. A lo que se añade la posibilidad que se prevea la participación directa del
pueblo mediante una consulta popular referida a la reforma que se pretende introducir. Ahora bien,
actualmente, la mencionada clasificación ha perdido relevancia, ante el predominio casi universal
de las Constituciones rígidas. Sin perjuicio, claro está, que puedan darse diversos grados de rigidez.
55
Ibíd., pp. 26.
56
Ibíd., pp. 113 a 117. Como se observará más adelante, éstos son –en general- los procedimientos vigentes
actualmente (vid. infra III.3).
23
57
Ver BISCARETTI DI RUFFIA, Paolo, op. cit., p. 274.
58
En general, la defensa de la Constitución está “integrada por todos aquellos instrumentos jurídicos y
procesales que se han establecido tanto para conservar la normativa constitucional como para prevenir su
violación, reprimir su desconocimiento y, lo que es más importante, lograr el desarrollo y la evolución de las
propias normas constitucionales...” En FIX-ZAMUDIO, Héctor, Justicia Constitucional, Ombudsman y
Derechos Humanos, Comisión Nacional de Derechos Humanos, México D.F., 1997, p. 258.
59
En cuanto a este punto, Héctor Fix-Zamudio afirma que la “Constitución, tanto en su sentido material,
pero también formal, es forzosamente dinámica, y con mayor razón en nuestra época de cambios acelerados
y constantes; por este motivo la defensa de la Constitución, desde la apreciación formal que hemos adoptado,
tiene por objeto no sólo el mantenimiento de las normas fundamentales sino también su evolución y su
compenetración con la realidad política para evitar que el documento escrito se convierta en una simple
fórmula nominal o semántica, de acuerdo con el profundo pensamiento del Karl Loewenstein, es decir, que
sólo resulta digno de tutelarse un ordenamiento con un grado razonable de eficacia y de proyección hacia el
futuro, y no un simple conjunto de manifestaciones declamatorias.” Ibíd., p. 259.
60
Conforme a la clasificación propuesta por Karl Loewenstein, se puede distinguir entre constituciones
normativas, nominales y semánticas, en atención a la concordancia de las normas constitucionales con la
realidad del proceso político. Se puede hablar de una constitución normativa cuando “sus normas dominan el
24
violación generalizada. Por lo que se afirma que la Constitución “tiene que prever un
mecanismo de adaptación... al cambio, sin el cual quedaría o podría quedar pronto como
un instrumento inservible para la autodirección política de la sociedad”61.
proceso político o, a la inversa, el proceso del poder se adapta a las normas de la constitución y se somete a
ellas”. En cambio, una constitución es nominal “si la dinámica del proceso político no se adapta a sus
normas, la constitución carece de realidad existencial”. Finalmente, la constitución semántica remite a casos
en que “si bien la constitución será plenamente aplicada, su realidad ontológica no es sino la formalización
de la existente situación del poder político en beneficio exclusivo de los detentadores del poder fáctico, que
disponen del aparto coactivo de Estado”. LOEWENSTEIN, Karl, op. cit., pp. 217 y 218.
61
PÉREZ ROYO, Javier, Curso de Derecho Constitucional, cit., p. 172.
62
Sobre el punto, ver ASENSI SABATER, José, Constitucionalismo y Derecho Constitucional, Tirant Lo
Blanch, Valencia, 1996, p. 81.
63
BAYÓN, Juan Carlos, “Apéndice: Primacía, Rigidez y Control de Constitucionalidad”, en BETEGÓN
CARRILLO, Jerónimo, LAPORTA SAN MIGUEL, Francisco Javier, PRIETO SANCHÍS, Luis, y DE
PÁRAMO ARGÜELLES, Juan Ramón (coord.), Constitución y Derechos Fundamentales, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004, pp. 75 a 80.
64
En cuanto a este tema, F. Javier Díaz Revorio aclara que, en puridad, la rigidez constitucional y la
supremacía de la Constitución son institutos diferentes e independientes. Por lo que una Constitución flexible
también puede ser norma suprema, ya que no es la rigidez sino la exigencia de que toda reforma sea expresa,
lo que garantiza la supremacía de la Constitución. De modo que una Constitución flexible prevalece también
sobre las leyes aunque se pueda reformar igual que éstas, siempre que la Constitución no pueda ser reformada
por cualquier ley, sino por una específica ley de reforma constitucional. Ahora bien, dicho lo anterior, el
citado autor también señala que en el constitucionalismo actual la rigidez se ha impuesto claramente frente a
la flexibilidad, al punto de poder afirmarse –como así lo hace Juan Ferrando Badía– “que el establecimiento
de un procedimiento especial de reforma para la normativa fundamental constituye un axioma del
constitucionalismo contemporáneo”. Por lo que agrega que lo cierto es que tal rigidez, que hoy tiende a
considerarse una característica esencial (o al menos casi universal) del concepto de Constitución, puede
encontrar justificación precisamente en la necesidad de defender y garantizar determinados valores esenciales
del constitucionalismo, como son la democracia, la separación de poderes y los derechos fundamentales. Por
25
por ahora, adelantar que si se pretende que la Constitución se constituya en norma suprema,
constitutiva y limitadora de los poderes públicos constituidos y del ordenamiento jurídico
en general, de forma tal que no deba ser violentada, trocada o escamoteada mediante
normas infra-constitucionales, entonces resulta prudente introducir una distinción formal
entre las normas constitucionales y el resto de normas del sistema jurídico, de forma tal que
la única norma apta para alterar el texto constitucional es aquella que es producto
precisamente del específico procedimiento de reforma constitucional65.
En cuanto a este punto, y como producto de las ya mencionadas teorías contractualistas y del
iusnaturalismo de corte racionalista (que nutren los procesos revolucionarios liberal-burgueses de
los siglos XVIII y XIX), surge una relación indisoluble entre los derechos naturales e innatos del
hombre y la existencia del Estado, pues sólo se justifica la instauración y funcionamiento del Estado
si éste se constituye en efectivo garante de tales derechos. Derechos cuyo contenido se corresponde
con la concepción del ser humano propia del individualismo, como “microcosmos en expansión,
lo que concluye que si bien la rigidez no es un instrumento imprescindible para asegurar la supremacía
constitucional, hoy es un elemento absolutamente extendido en el constitucionalismo, que encuentra plena
justificación en la defensa de la Constitución y de los valores esenciales del constitucionalismo. Ver, al
respecto, DÍAZ REVORIO, Francisco Javier, “Consideraciones sobre la reforma de la Constitución española
desde la Teoría de la Constitución”, en VERA SANTOS, José Manuel, y DÍAZ REVORIO, Francisco Javier
(coord.), La Reforma Estatutaria y Constitucional, La Ley, Madrid, 2009, p. 567 y ss.
65
De allí, que la Constitución se presenta como una norma de carácter autológico, pues “se excluye a sí
misma de la regla según la cual el nuevo derecho deroga al viejo (pueden haber leyes nuevas que
contradigan y se opongan al texto de una Constitución muy vieja, pero por su mayor jerarquía normativa
prevalece la “vieja” Constitución!). Es la Constitución la que establece las reglas para su propia
modificación y los órganos llamados a corregir su cumplimiento.” En RIVERO SÁNCHEZ, Juan Marcos,
Constitución, Derechos Fundamentales y Derecho Privado, Biblioteca Jurídica Diké, Ediciones Areté, 2001,
p. 71.
66
Lo que implica: (i) principio de imperio de la ley: el individuo sólo tienen la obligación de someterse a la
ley y a la autoridad que encuentre su origen y legitimidad en la ley, como concreción racional de la voluntad
popular, manifestada a través de un órgano de representación popular libremente elegido; (ii) principio de
separación de poderes: forma de control orgánico del poder, que exige una estructura estatal compuesta por
órganos funcionalmente diferenciados e independientes entre sí, entre los que se distribuyen las competencias
y funciones públicas, con lo que se evita su concentración y se provoca así un control recíproco, de modo que
sea el poder el que limite el poder; y (iii) principio de legalidad: las administraciones y autoridades públicas
se encuentran sometidas a la ley y al ordenamiento jurídico en general.
26
Entre estos derechos destacan el derecho a la vida, a la propiedad y a la libertad -incluidas, como
concreciones, la libertad de conciencia, opinión y expresión-, así como garantías procesales -
especialmente derecho de defensa, presunción de inocencia y principio de legalidad- y algunas
dimensiones de igualdad formal.
A lo que se añade que los aludidos procesos revolucionarios liberal-burgueses están determinados y
condicionados por la aparición del capitalismo y el surgimiento de una nueva clase social, como lo
es la burguesía propietaria comerciante. Clase social que empieza a propugnar por la limitación del
poder estatal, en resguardo del libre desarrollo de su actividad económica y en procura de su
participación en la dirección de los asuntos políticos. Al punto que se afirma que las declaraciones y
constituciones de los siglos XVIII y XIX recogen los derechos del hombre/varón burgués69, a fin de
asegurarle un ámbito de autonomía para el progreso del comercio, de la economía del mercado libre
y para el desarrollo de sus empresas económicas. Acorde con lo anterior, la función del Estado es
“asegurar la coexistencia de las libertades y el desarrollo de las propias fuerzas y capacidades
para que cada cual pueda alcanzar sus fines propios”70.
Ahora bien, como explica Ángel Garronera Morales71, el constitucionalismo de esta primera etapa
se caracterizó por el temor liberal a la democracia y, en particular, el temor de la burguesía de
extender el derecho de gobernar a todos los miembros de la sociedad, incluidos aquellos que no
tenían preparación alguna ni propiedades que perder –ello en un momento histórico caracterizado
por tasas altísimas de analfabetismo e índices absolutos de pobreza-. Lo que se manifestó, por
67
CASSESE, Antonio, Los derechos humanos en el mundo contemporáneo, Ed. Ariel S. A., Barcelona, 1991,
pp. 73 y 74.
68
BERNAL PULIDO, Carlos, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 3ra ed., 2007, p. 260.
69
En cuanto a este punto ver PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, Derechos Humanos, Estado de Derecho y
Constitución, Tecnos, Madrid, 5ta ed., 1995, pp. 119 y 120.
70
PRIETO SANCHÍS, Luis, Estudios sobre Derechos Fundamentales, Editorial Debate, Madrid, 1990, p. 37.
71
GARRONERA MORALES, Ángel, op. cit., pp. 55 a 62.
27
ejemplo, con la restricción del sufragio y en la exclusión de los partidos políticos. El derecho de
sufragio, por ejemplo, quedó reservado a la propiedad y a la inteligencia, sea, a quienes constaban
en el censo de contribuyentes con un determinado nivel de riqueza (sufragio censitario) y a quienes
poseían una titulación que les acreditaba como personas instruidas capaces de votar con suficiente
solvencia (sufragio capacitario). De hecho, la consolidación del Estado democrático no se logra
sino que a partir de la segunda mitad del siglo XIX y, en el caso de algunos estados, hasta principios
del siglo XX. Lo que incluyó, en primer lugar, abonar la anterior concepción del sufragio como
sufragio censitario y sustituirla por su moderna comprensión como sufragio universal, lo que
comportó la necesidad de extender el derecho al voto a todos los integrantes de la sociedad
(primero varones, después también mujeres) sin imponerles más condiciones que la de ser mayores
de edad y miembros de la misma. A lo que se añade abrir el sistema a la incorporación de los
partidos políticos.
Sobre este mismo tema, Carlos Bernal Pulido explica el sustrato filosófico de la teoría democrática
de los derechos fundamentales73. Indica, al efecto, que la clave de funcionamiento del modelo de
asociación política defendido por la teoría democrática se podría resumir con la siguiente palabra:
autonomía.
Señala el citado autor que la teoría democrática propugna por una atribución al sujeto de la mayor
capacidad posible de darse normas a sí mismo; defiende un entendimiento del individuo como
sujeto soberano, capaz de autogobernarse, que tiene derecho de no obedecer más que a sus propios
designios. Ahora bien, la teoría democrática es consciente de que todo ejercicio del poder público
conlleva consigo una restricción de la libertad y de la autonomía individual. El concepto del poder
público es sinónimo de la idea de heteronomía y, por tanto, antónimo de la noción de autonomía. El
Derecho del Estado constriñe la libertad porque debe ser obedecido. El principal sentido de la
libertad –libertad negativa- consiste precisamente en la facultad que tiene el individuo para
autodeterminar su conducta, para elegir si actúa o no, y para escoger un curso de acción entre todos
los posibles. Por ello, la sociedad más libre es aquélla en que la persona conserva su autonomía; es
la sociedad en donde cada individuo puede determinar su conducta en la mayor medida posible,
72
Ibíd., p. 62.
73
Ver BERNAL PULIDO, Carlos, op. cit., pp. 314 y315.
28
bien porque no existe el Derecho, o porque el Derecho existente es creado por el mismo sujeto que
debe obedecerlo. Frente a ello, la teoría democrática pretende crear un modelo de asociación basado
en esta última idea. Se trata de mitigar el alcance de la heteronomía implícita en el ejercicio del
poder político, al proclamar que el individuo tiene derecho a participar en la toma de las decisiones
públicas. La idea motriz de esta línea de pensamiento señala que el hombre sigue siendo autónomo,
si las decisiones públicas que debe obedecer, y que se concretan en el Derecho, son sus propias
decisiones, o mejor dicho, decisiones tomadas con su participación74.
Por otra parte, estas primeras manifestaciones del Constitucionalismo se verán enriquecidas por un
proceso de reconocimiento de nuevos derechos de carácter económico, social y cultural. Ello como
fruto de los conflictos de clase surgidos a lo largo del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX, y
particularmente por las exigencias de carácter socio-económico efectuadas por el proletariado, que
irá adquiriendo protagonismo histórico y conciencia de clase conforme avanza el proceso de
industrialización.
Estos nuevos derechos ya no parten de la concepción de ser humano propia del iusnaturalismo
racionalista y de la ideología liberal, como ser racional, universal, inmutable e intemporal, sin
diferencias o necesidades particulares, al que había que garantizar simplemente una esfera de
libertad e igualdad formal. Por el contrario, estos derechos responden a una nueva concepción del
ser humano, al que se acepta como ser de carne y hueso, inserto en la historia, con carencias reales y
en efectivas condiciones sociales de desigualdad. Se parte del reconocimiento de la existencia de
bienes -en sentido lato- que no todas las personas pueden alcanzar desde el desarrollo de sus
potencialidades individuales y, sin embargo, su disfrute es esencial para poder gozar de una
existencia que se reputa como digna. Así, frente a carencias y necesidades reales -determinadas, a
su vez, por situaciones de efectiva desigualdad social y económica-, los derechos sociales,
económicos y culturales pretenden crear las condiciones esenciales e imprescindibles para poder
garantizar a toda persona una vida en condiciones dignas, mediante la satisfacción de ciertas
exigencias vitales mínimas. Son derechos fuertemente vinculados con los valores de la igualdad y
solidaridad, entre los que se pueden incluir el derecho a la educación, al acceso a la cultura, al
trabajo en condiciones decorosas, a la salud, a la sanidad, a la seguridad social y a la vivienda.
La Constitución de México de 1917 y la Constitución de Weimar de 1919 son los primeros intentos
de conciliar los clásicos derechos civiles y políticos, propios del Estado Liberal de Derecho, con
ésta nueva concepción de los derechos sociales, económicos y culturales, que pasan de ser
libertades de acción para convertirse en libertades de participación y derechos de prestación a cargo
del Estado. Su plasmación normativa en el ámbito constitucional es producto del compromiso de
74
De esta forma: “Si el individuo participa en la toma de las decisiones públicas, aún bajo el imperio del
Estado, su poder de darse normas a sí mismo (su auto-nomía) pervive incólume. Si cada persona participa en
los asuntos del Estado, puede seguir autodeterminándose, sólo que a veces lo hará en su espera personal
(autonomía privada) y en otras ocasiones lo hará mediante su participación en las decisiones de la
comunidad (autonomía pública). De este modo, el sujeto no está vinculado por un Derecho impuesto desde
afuera, sino por el Derecho creado con su participación. El individuo es a la vez creador y destinatario del
Derecho; es al mismo tiempo quien ordena y quien obedece; el sujeto es el sujeto de su propio Derecho.”
Ibíd., p. 315
29
sectores progresistas del pensamiento liberal, sectores de inspiración humanista cristiana y sectores
socialistas igualmente abiertos a esos valores75.
Ante ello se construye un nuevo modelo de Estado que asume, como consecuencia, funciones de
redistribución de la riqueza y de corrección de las desigualdades. Con lo que se procura garantizar,
a toda persona, un grado mínimo de bienestar social, económico y cultural. Todo ello en atención a
la idea de una dignidad humana como valor supremo, que condiciona el funcionamiento del Estado,
exige su programación al servicio del logro de condiciones dignas de existencia para todos los
individuos, y que pretende alcanzar “la realización de una idea de igualdad, en ocasiones llamada
real, a partir de la asignación estatal de mínimos materiales en favor de grupos sociales”76.
Se da así el tránsito del Estado Liberal de Derecho al Estado Social de Derecho. En el que se siguen
reconociendo y tutelando los derechos heredados del constitucionalismo clásico liberal, con el
propósito de resguardar, a favor de su titular, un ámbito irreducible de autorrealización y de libre
desarrollo de su personalidad. Sin embargo, también se admite que tales derechos legitiman y
estimulan la intervención del Estado con la finalidad de asegurar, a todo individuo, su ejercicio
efectivo77. Además, se da el reconocimiento generalizado de los derechos económicos, sociales y
culturales. Como consecuencia de lo anterior, el Estado ha dejado de ser un “mero garante o
auxiliar de la iniciativa privada para asumir un protagonismo creciente en la organización y
orientación de la vida social y económica”78, en aras de participar activamente en la consecución
del bienestar individual y social. A lo que se añade la universalización de los derechos políticos.
Como producto de lo antes indicado, las actuales Constituciones incorporan un amplio y ambicioso
programa normativo, que incluye un complejo sistema de derechos civiles, políticos, económicos,
sociales y culturales, así como un denso conjunto de valores, principios, objetivos y directrices, que
condicionan la futura orientación y acción estatal, en procura de garantizar a la persona (i) el
disfrute de mínimos vitales que permitan la subsistencia del individuo en concordancia con su
dignidad como ser humano, (ii) el libre e íntegro desenvolvimiento de su autonomía y
potencialidades, y (iii) su plena participación en la adopción y control de las decisiones públicas.
75
Ver en este sentido PECES-BARBA MARTÍNEZ, Gregorio, Curso de Derechos Fundamentales,
EUDEMA S.A., Madrid, t. 1, 1991, p. 143.
76
COSSIO DÍAZ, José Ramón, Estado Social y Derechos de Prestación, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1989, p. 33.
77
Se puede citar a Francisco Javier Ansuátegui Roig, quien expone que “la libertad de expresión, por
ejemplo, hoy no se entiende sólo como el derecho de hablar libremente y sin cortapisas. En su esquema
conceptual se encuentra íntimamente relacionado con el derecho a recibir información, que se puede
entender, de alguna manera, como un derecho que comparte características importantes de los derechos de
prestación, en tanto en cuanto se puede exigir al Estado que facilite el establecimiento de canales de
información. Por otra parte, el eficaz ejercicio de la libertad de expresión exige ayudas estatales, tales como
la facilitación del acceso a los medios y (éste es un aspecto más concreto) las subvenciones en medios
materiales en la prensa escrita. Además, las nuevas tecnologías, y su aplicación a los medios de
comunicación, radio y televisión, han provocado una problemática que excede en mucho la antigua idea
liberal de la libertad de expresión”. ANSUÁTEGUI ROIG, Francisco Javier, Poder, Ordenamiento jurídico,
derechos, Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de Las Casas”, Universidad Carlos III de Madrid,
Editorial Dykinson S.L., Madrid, 1997, p. 61.
78
CALVO GARCÍA, Manuel, Teoría del Derecho, Editorial Tecnos S.A., Madrid, 1992, p. 42.
30
De esta forma, y como así lo explica Luis Prieto Sanchís79, las actuales constituciones se
caracterizan –en general- por: (i) su carácter normativo o fuerza vinculante (sea, que, como
cualquier otra norma, la Constitución incorpora la pretensión de que la realidad se ajuste a lo que
ella prescribe), (ii) su supremacía o superioridad jerárquica en el sistema de fuentes (sea, la
Constitución no es solo una norma, sino que es la norma suprema, y ello significa que condiciona la
validez de todos los demás componentes del ordenamiento jurídico y que representa frente a ellos
un criterio de interpretación prioritario), (iii) gozan de garantías judiciales (sea, existen órganos y
procedimientos destinados a depurar o sancionar su infracción), y (iv) por su contenido material
(sea, además de regular la organización del poder y las fuentes del Derecho, la Constitución
también presenta un fuerte contenido sustantivo –incluido un amplio cúmulo de derechos- dirigido a
indicar a los poderes públicos, y con ciertas matizaciones también a los particulares, qué no pueden
hacer y muchas veces también qué deben hacer).
Sobre este mismo tema, Luigi Ferrajoli80 afirma que el actual Estado constitucional de derecho se
caracteriza por el hecho que el sistema de las normas sobre producción de normas –que,
habitualmente, está establecido en normas de rango constitucional-, no se compone solo de normas
formales sobre la competencia o sobre los procedimientos de formación de las leyes, sino que
también incluye normas sustanciales, tales como el principio de igualdad y los derechos
fundamentales, que de modo diverso limitan y vinculan al poder legislativo, excluyendo e
imponiendo contenidos.
Señala que debe abandonarse la concepción paleopositivista de la validez, ligada a una estructura
simplificada de la legalidad, que ignora la sujeción al derecho, no solo formal sino también
sustancial, de las fuentes de producción jurídica, en los ordenamientos dotados de Constitución
rígida. Agrega, en tal sentido, que deben distinguirse dos dimensiones de la regularidad de las
normas: la que hace referencia a la forma de los actos normativos y que depende de la conformidad
o correspondencia con las normas formales sobre su formación, y la que tiene que ver con su
significado o contenido y que depende de la coherencia con las normas sustanciales sobre su
producción.
Alega que el paradigma del Estado constitucional de derecho no es otra cosa que esta doble
sujeción del derecho al derecho, que afecta a ambas dimensiones de todo fenómeno normativo: la
forma y la sustancia. En cuyo caso, todos los derechos fundamentales equivalen a vínculos de
sustancia y no de forma, que condicionan la validez sustancial de las normas producidas y expresan,
al mismo tiempo, los fines a que está orientado ese moderno artificio que es el Estado
constitucional de derecho.
79
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, cit., p. 107 a 117. El citado
autor hace tales reflexiones con respecto al constitucionalismo europeo de posguerra, aunque estimo que
también resulta aplicable al constitucionalismo latinoamericano.
80
FERRAJOLI, Luis, Derechos y garantías. La ley del más débil, Editorial Trotta S.A., Madrid, 5ta ed.,
2006, pp.
31
Afirma que tal dimensión sustancial del Estado constitucional de derecho se traduce en dimensión
sustancial de la propia democracia. Alega que la constitucionalización rígida de estos derechos
sirve para injertar una dimensión sustancial no solo en el derecho sino también en la democracia.
Las dos clases de normas sobre la producción jurídica ya indicadas –formales y sustanciales-
garantizan otras tantas dimensiones de la democracia: la dimensión formal de la «democracia
política», que hace referencia al quién y al cómo de las decisiones y que se halla garantizada por
normas formales que disciplinan las formas de las decisiones, asegurando con ellas la expresión de
la voluntad de la mayoría; y la dimensión material de la «democracia sustancial»81, puesto que se
refiere al qué es lo que no puede decidirse o debe ser decidido por cualquier mayoría, y que está
garantizado por las normas sustanciales que regulan la sustancia o el significado de las mismas
decisiones, vinculándolas, so pena de invalidez, al respeto de los derechos fundamentales y de los
demás principios axiológicos establecidos por aquélla.
Señala que tal concepción de la validez de las normas en el Estado constitucional de derecho y, al
mismo tiempo, de la relación entre la denominada «democracia política» y la «democracia
sustancial», se refleja en un reforzamiento del papel de la jurisdicción. Indica que el referido
desnivel de normas y la incorporación de los derechos fundamentales en el nivel constitucional,
cambian la relación entre el juez y la ley y asignan a la jurisdicción una función de garantía del
ciudadano frente a las violaciones de cualquier nivel de la legalidad por parte de los poderes
públicos.
“(…) la sujeción del juez a la ley ya no es, como en el viejo paradigma positivista,
sujeción a la letra de la ley, cualquiera que fuere su significado, sino sujeción a la
ley en cuanto válida, es decir, coherente con la Constitución. Y en el modelo
constitucional garantista la validez ya no es un dogma asociado a la mera
existencia formal de la ley, sino una cualidad contingente de la misma ligada a la
81
Debe indicarse que tal definición de democracia sustancial no ha estado exenta de críticas. En concreto,
Anna Pintore hace referencia a la tensión que concurre entre los dos elementos de coexisten en nuestras
democracias constitucionales, a saber: por un lado, la presencia de un núcleo de contenidos «indisponible»,
formulados en términos de derechos fundamentales, y, de otro, la adopción de un método de decisión (en lo
que se refiere a las decisiones políticas generales) basado en la representación y el sufragio universal. Dicha
autora sostiene que definir como democracia sustancial al estado de derecho equivale, de hecho, a otorgar una
solución semántica a un problema normativo. Equivale a resolver in limine y de forma oculta, con una
operación de limpieza lingüística, precisamente, el problema crucial de la justificación filosófica de las
democracias constitucionales, sea: el problema de cómo conciliar el estado de derecho (contenidos) con la
democracia (forma), de cómo resolver en un equilibrio aceptable la tensión entre los derechos fundamentales
y el principio de autogobierno. Esto en PINTORE, Anna, “Derechos insaciables”, en DE CABO, Antonio, y
PISARELLO, Gerardo (ed.), Los fundamentos de los derechos fundamentales, Editorial Trotta S.A., Madrid,
4ta ed., 2009, pp. 247 a 250. De nuestra parte, cabe indicar que más adelante se analizará con la respectiva
profundidad dicha tensión entre democracia y constitucionalismo, entre el método de decisión (el quién y el
cómo de decide) y el contenido de las decisiones (el qué se decide); sin embargo, por ahora y de forma
provisional, resulta de utilidad introducir la posición de Ferrajoli, para ejemplificar justamente el fuerte
contenido material que caracteriza a las actuales constituciones y la forma en que incide en la estructura y
funcionamiento de los presentes ordenamientos jurídicos.
32
Como consecuencia, la interpretación judicial de la ley es también siempre un juicio sobre la ley
misma, que corresponde al juez junto con la responsabilidad de elegir los únicos significados
válidos, o sea, compatibles con normas constitucionales sustanciales y con los derechos
fundamentales establecidos por las mismas. Lo que impone el deber de una:
Señala que en tal sujeción del juez a la Constitución, y, en consecuencia, en su papel de garante de
los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos, está el principal fundamento actual
de la legitimación de la jurisdicción y de la independencia del poder judicial de los demás poderes,
legislativo y ejecutivo, aunque sea –o precisamente porque son- poderes de mayoría, porque,
justamente, los derechos fundamentales sobre los que se asienta la democracia sustancial están
garantizados a todos y cada uno de manera incondicionada, incluso contra la mayoría.
Se puede afirmar que los ordenamientos jurídicos contemporáneos se caracterizan por ser sistemas
normativos dinámicos, institucionalizados y ordenados jerárquicamente. Ello implica que el
conjunto de normas que conforman un determinado ordenamiento jurídico: (i) constituyen un
sistema, sea, que existe alguna relación entre sus distintos elementos; (ii) posee un carácter
dinámico, esto es, está sujeto a continuos cambios en su composición; (iii) se encuentra
institucionalizado, es decir, el propio sistema regula la producción (introducción) o eliminación
82
Ibíd., p. 26.
83
Ibíd.
33
(expulsión) de elementos del conjunto; y (iv) está ordenado jerárquicamente, es decir, sus distintos
componentes se presentan dispuestos en diversos niveles o rangos84.
Cuando se afirma que el Derecho es un sistema normativo, se procura rescatar la idea de que las
normas jurídicas no existen de forma aislada, sino que, por el contrario, se agrupan e integran como
un conjunto normativo, que pretenden operar –como ideal regulativo- de forma armónica y
estructurada (es decir, como una unidad consistente y congruente). Lo que incide tanto en el
proceso de producción normativa como en el proceso de su aplicación e interpretación. Ello
conforme a criterios de validez, ordenación y coordinación.
Para entender mejor tales afirmaciones, resulta útil distinguir entre funciones directas e indirectas
del Derecho, según propone Raz85. Las funciones directas son aquellas cuya realización se
encuentra asegurada a través de la obediencia y aplicación del Derecho. No se requiere un
comportamiento adicional ni una actitud por parte de los sujetos a los que van destinadas las normas
jurídicas. Así, por ejemplo, restringir el uso de la violencia es la función directa del Derecho, puesto
que se logra cuando las disposiciones relevantes del derecho penal son obedecidas.
Por su parte, las funciones indirectas son aquellas cuya realización consiste en actitudes,
sentimientos, opiniones y formas de comportamiento. No constituyen obediencia o aplicación de
disposiciones jurídicas, sino que resultan del conocimiento de la existencia de tales disposiciones o
de la conformidad a las mismas o de su aplicación. Se puede citar, a modo de ejemplo, inculcar
ciertos valores morales en la población.
Las funciones directas pueden ser divididas, a su vez, en funciones primarias y secundarias. Las
primarias afectarían a la población en general y tendrían entre sus fines prevenir el comportamiento
indeseable y obtener el comportamiento deseable, proveer de medios para la celebración de
acuerdos privados entre individuos, y proveer de servicios y redistribución de bienes. En cambio,
las secundarias son las necesarias para el mantenimiento y operatividad del sistema jurídico, pues
proveen a su adaptabilidad, a su eficacia y a su funcionamiento uniforme e ininterrumpido. Tales
funciones tienen que ver “con la posibilidad de que los sistemas jurídicos puedan operar de manera
continuada, adaptándose a los cambios sociales y manteniendo su eficacia”86. Se puede hablar de
dos funciones secundarias:
84
Ver, al efecto, FERRER BELTRÁN, Jordi, Las normas de competencia. Un aspecto de la dinámica
jurídica, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000, p. 1 y ss. Asimismo, FERRER
BELTRÁN, Jordi, y RODRIGUEZ, Jorge Luis, Jerarquías normativas y dinámica de los sistemas jurídicos,
Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 2011, pp. 135 y ss.
85
RAZ, Joseph, La autoridad del derecho. Ensayos sobre derecho y moral, Universidad Nacional Autónoma
de México, México D.F., 2da ed., 1985, pp. 212 a 221.
86
MORESO, José Juan, y VILAJOSANA, Josep M., op. cit., p. 95.
34
Tal planteamiento conecta o se relaciona con la clasificación de las normas jurídicas que realiza
Hart. Según dicho autor, sólo una comunidad pequeña y muy cohesionada podría vivir en un
régimen que contuviera únicamente reglas de obligación, denominadas reglas de primarias y
entendidas como normas prescriptivas de obligación y prohibición dirigidas a los ciudadanos.
Dicha forma tan simple de control social resultaría defectuosa por las siguientes tres razones87:
La falta de certeza: las reglas que el grupo observa no formarán un sistema, sino que serán
simplemente un conjunto de pautas y criterios de conducta separados, sin ninguna marca
común identificativa. La ausencia de tal criterio de identificación generará muchas dudas
acerca de si determinadas pautas son o no pautas del grupo, o sobre el alcance de algunas de
estas pautas.
El carácter estático de las reglas: en tal grupo social no habrá ningún mecanismo habilitado
para adaptar deliberadamente las reglas a las nuevas y cambiantes situaciones, eliminando
las reglas antiguas e introduciendo otras nuevas.
La ineficiencia de la presión social difusa para hacer cumplir las reglas: siempre habrá
discusiones sobre si una regla de obligación ha sido o no infringida, y tales disputas
continuarán indefinidamente si no existe un órgano especial con facultades para resolver de
forma definitiva y con autoridad tal controversia. Ello provocará que las reglas de
obligación tenderán a regular el comportamiento de manera ineficiente.
Por lo que, para remedir tales defectos, los sistemas jurídicos complejos tiene reglas secundarias,
que complementan a las reglas primarias de obligación, y que “especifican la manera en que las
reglas primarias pueden ser verificadas en forma concluyente, introducidas, eliminadas,
modificadas, y su violación determinada de manera incontrovertible”88. Así, frente al defecto de la
falta de certeza, se tiene la regla de reconocimiento, que especifica alguna característica o
características, cuya posesión por una regla es considerada como una indicación afirmativa
indiscutible de que se trata de una regla del grupo. Frente al defecto del carácter estático de las
reglas, se encuentras las reglas de cambio, mediante las cuales algunos individuos u órganos
introducen o eliminan reglas que regulan el comportamiento del grupo. Finalmente, frente al
defecto de la ineficiencia de la presión social difusa, surgen las reglas de adjudicación, que permiten
determinar, en una forma revestida de autoridad, si en una ocasión particular se ha transgredido una
regla primaria; para tales efectos, se identifican “a los individuos que pueden juzgar,… definen
también el procedimiento a seguir”89.
87
HART, H.L.A., El Concepto de Derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2da ed., 1968, pp. 114 a 116.
88
Ibíd., p. 117.
89
Ibíd., p. 120.
35
Así las cosas, se puede afirmar que el Derecho es un sistema normativo complejo, compuesto de
normas de primer grado o primarias y normas de segundo grado o secundarias. Las normas de
primer grado o primarias tienen por principal objetivo motivar la conducta de los miembros de la
sociedad. Normalmente, mediante alguna de las modalidades deónticas básicas de mandato,
prohibición o permisión. Las normas de segundo grado o secundarias, por su parte, son normas
sobre normas. Estas se pueden clasificar, a su vez, en normas de identificación, normas de
producción o cambio y normas de aplicación o reforzamiento. En cuanto a este punto –y siguiendo,
parcialmente, a Manuel Calvo García- se puede precisar tal distinción de la siguiente manera90:
Las normas de identificación. Con estas se fijan los criterios que permiten distinguir y
establecer cuáles son las normas primarias y cuál es su alcance; es decir, en definitiva,
determinar en un momento dado cuáles son las normas jurídicas válidas y exigibles
dentro de una comunidad. En tal sentido, establecen los límites de espacio y tiempo
dentro de los cuales son eficaces las normas del sistema normativo y ayudan a precisar
su alcance o sentido mediante recursos interpretativos.
De allí que se puede afirmar que una de las características del Derecho es que se halla
institucionalizado, sea:
“(…) que en todo sistema, junto a las normas que imponen obligaciones o que
confieren derechos a los ciudadanos (normas primarias), existe un conjunto más o
90
Ver al efecto CALVO GARCÍA, Manuel, op. cit., pp. 28, 29 y 68.
36
También es un hecho notorio que el Derecho cambia a través del tiempo: algunas normas son
promulgadas, otras son derogadas y otras son modificadas. Se habla, por ello, de la existencia de un
sistema dinámico, esto es, de un sistema en constante cambio.
Para ello, resulta de utilidad recurrir a la distinción conceptual propuesta por José Luis Pérez
Triviño, quien distingue entre autoridad preinstitucional suprema (APS) y autoridad jurídica
suprema (AJS)91, a fin de identificar y diferenciar a los dos principales agentes normativos que
participan, usualmente, en la emisión de las normas que integran un sistema normativo (que, en el
contexto específico del Constitucionalismo Democrático, se corresponderían –respectivamente- con
el poder constituyente originario y el poder legislativo).
91
PÉREZ TRIVIÑO, José Luis, Los Límites Jurídicos al Soberano, Tecnos, Madrid, 1998, p. 93. Debe
aclararse que el autor distingue entre dos tipos de autoridad preinstitucional suprema, a saber: (i) aquella que
se mantiene en situación de preinstitucionalidad, es decir, no crea normas constitutivas de un nuevo orden
jurídico (autoridad preinstitucional suprema primaria) y (ii) aquella que sí crea un orden jurídico (autoridad
preinstitucional suprema secundaria). En esta tesis solo interesa este último supuesto, por lo que toda
referencia a la autoridad preinstitucional suprema será justamente al segundo tipo.
37
De esta forma, la existencia de este tipo de autoridad requiere, necesariamente, que logre
efectivamente que sus normas sean obedecidas de una manera generalizada por los sujetos
normativos.
Por su parte, la autoridad jurídica suprema es aquella autoridad institucional creada por la
autoridad preinstitucional suprema mediante una norma de carácter constitutivo. Tal norma tendría
la siguiente formulación:
Consideradas de tal manera, las regla constitutivas –emitidas por la autoridad preinstitucional
suprema- no delegan ni trasfieren poder (normativo o efectivo), sino que crean o constituyen una
autoridad que es conceptualmente distinta a la autoridad efectiva. Esta nueva autoridad institucional
ejerce tal autoridad solo cuando crea normas de acuerdo con las condiciones estipuladas. No es
autoridad institucional cuando no cumple con los requisitos establecidos en las reglas constitutivas.
Estas reglas –emitidas por la autoridad preinstitucional suprema- suelen ser llamadas normas
independientes, soberanas u originarias. Mediante tales reglas se establece un criterio de
producción normativa a través de la creación de una autoridad jurídica y de una serie de
condicionamientos y procedimientos para la producción legislativa. Luego, en el caso de la
autoridad jurídica (institucional) suprema, el concepto de institución jurídica denota un órgano
cuya creación y competencia normativa está establecida (constituida) por reglas jurídicas previas.
Estas reglas imponen una limitación material y procedimental a la competencia legislativa de dicho
órgano.
92
Ibíd.
93
Ibíd., p. 94.
94
Ibíd., p. 101.
38
Explica el autor que la relación de tipo diacrónico que se produce entre la autoridad
preinstitucional suprema y la autoridad jurídica suprema es la siguiente95:
Es una autoridad efectiva, es decir, tiene capacidad fáctica de dictar órdenes, lo que supone
que establece relaciones normativas con los destinatarios de sus normas de manera general
y habitual.
Por lo que procede, ahora, volver sobre la necesidad de establecer criterios o relaciones que
permitan afirmar que determinada norma pertenece a determinado sistema. Lo que puede
formularse de la siguiente forma:
95
Ibíd., p. 102.
96
Ibíd., p. 128.
97
Ibíd., p. 130.
39
Por lo que procede cuestionarse: ¿Cuál es esa propiedad? En cuyo caso, es posible distinguir –como
ya se expresó- dos tipos de normas, las normas independientes (o soberanas u originarias) y las
normas dependientes.
En el caso de las normas independientes, son aquellas normas emitidas por la autoridad
preinstitucional suprema. En concordancia con el paradigma del Constitucionalismo Democrático,
la actuación de la autoridad preinstitucional suprema se identifica con la fase constituyente del
orden jurídico, que se materializa en la creación de la constitución originaria.
Por su parte, en el caso de las normas dependientes, se pueden distinguir dos criterios de
pertenencia98: i) el criterio de legalidad y ii) el criterio de deducibilidad.
Esto permite distinguir dos relaciones entre las normas del sistema: relaciones de legalidad o
genéticas y relación de deducibilidad o consecuencia lógica. Lo que se puede formalizar de la
siguiente forma99:
El criterio de deducibilidad establece la siguiente relación entre dos normas N1 y N2, que se
denomina RD: N2 tiene la relación RD con N1 si y solo si N2 es una consecuencia lógica de
N1.
El criterio de legalidad establece la siguiente relación entre dos normas N1 y N2, que se
denomina RL: N2 tiene la relación RL con N1 si y solo si N1 ha autorizado a un órgano O a la
creación de N2 y O ha creado N2.
98
Ver BULYGIN, Eugenio, y MENDONCA, Daniel, Normas y sistemas normativos, Marcial Pons, Ediciones
Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 2005, p. 47. MORESO, José Juan, y VILAJOSANA, Josep M., op. cit., pp.
96 y 97.
99
MORESO, José Juan, y VILAJOSANA, Josep M., op. cit., p. 97.
40
E. Bulygin y D. Mendonca explican que un modelo basado en la disyunción de ambos criterios (sea,
en el que ambos criterios, el de legalidad y el de deducibilidad, constituyen condiciones suficientes,
aunque no necesarias para la pertenencia; es decir, una norma pertenece al sistema porque ha sido
dictada por una autoridad competente o porque se deduce de las normas del sistema) es el que mejor
reconstruye los criterios de pertenencia que los juristas efectivamente utilizan100.
Por lo demás, lo anterior da pie a la distinción entre normas formuladas y normas derivadas.
Normas formuladas son aquellas normas explícitamente dictadas por una autoridad, mientras que
normas derivadas son aquellas normas que son consecuencia lógica de las normas formuladas.
También resulta oportuno destacar que es el referido criterio de legalidad el que posibilita el
cambio de los sistemas normativos. Por lo que debe reiterarse que el propio ordenamiento jurídico
prevé y regula los procesos de creación, modificación y extinción de sus normas. Y el mencionado
proceso de producción jurídica está determinado por una serie de criterios o condicionamientos que
permiten predicar la validez de una norma y que procuran garantizar, en definitiva, la unidad y
coherencia del ordenamiento jurídico. En tal sentido, se puede afirmar que una norma jurídica es
válida si se ha generada de conformidad con el marco formal y material impuesto por aquellas
normas jurídicas que habilitan y condicionan su producción. Condicionamiento que puede ser triple,
ya que puede estar referido a:
La competencia. La norma debe haber sido creada por el órgano, autoridad o sujeto
facultado para su producción. En un sistema jurídico la potestad para crear normas es una
potestad tasada y regulada, por lo que existen específicas habilitaciones a favor de
determinados órganos, autoridades o sujetos para crear ciertas clases de normas, y conforme
a determinada distribución o reparto de ámbitos materiales de regulación.
100
Ver BULYGIN, Eugenio, y MENDONCA, Daniel, op. cit., p. 47.
41
Por lo que en el caso de las normas formuladas, sería viable aplicar la siguiente fórmula –desde un
enfoque constitutivo-101:
En donde:
El “sujeto (o los sujetos) S” engloba al órgano o a los órganos a los que corresponde
efectuar la serie de acciones que integran el referido procedimiento, conforme a la
mencionada distribución de competencias normativas.
Ahora bien, tal y como ponen de manifiesto José Juan Moreso y Josep M. Vilajosana102, si la
identidad de un sistema normativo depende de la identidad de las normas que lo integran y el
criterio de legalidad explica cómo pueden introducirse nuevas normas al sistema o eliminar viejas
normas del sistema, entonces, de tales operaciones de introducción y eliminación de normas surge
un sistema normativo distinto del sistema de origen. Ante ello, los citados autores se cuestionan
cómo debe entenderse la idea de que los sistemas jurídicos cambian con el tiempo. Dichos autores
explican que, para ello, resulta oportuno distinguir entre sistemas de normas, con todas sus
consecuencias lógicas, en un momento t determinado, y las secuencias de sistemas de normas a
través de un período de tiempo. Los autores denominan a los primeros sistemas jurídicos y a los
segundos órdenes jurídicos. Tal distinción tiene las siguientes consecuencias, de interés, para la
presente tesis103:
101
Se ha adaptado, al efecto, la fórmula propuesta por Juan Ruiz Manero. Ello en RUIZ MANERO, Juan,
“Una tipología de las normas constitucionales”, en Fragmentos de una Teoría de la Constitución, IUSTEL,
Madrid, 2007, p. 107.
102
MORESO, José Juan, y VILAJOSANA, Josep M., op. cit., pp. 115 a 117.
103
Ibíd., pp. 115 y 116
42
Las normas de un sistema Si del orden jurídico (Oj) pertenecen a todos los sistemas
sucesivos hasta que son eliminadas (derogadas). Ello explica un rasgo importante de los
órdenes jurídicos como es su persistencia a través del tiempo.
La identidad de un orden jurídico dependen, entonces, del criterio de legalidad (sólo las
autoridades competentes pueden introducir y eliminar normas) y depende también del
primer sistema de la secuencia, que se puede denominar sistema originario. La pertenencia
a Oj de este primer sistema So no depende del mantenimiento de ninguna relación genética.
Las normas de So son las normas soberanas o supremas de ese ordenamiento jurídico y
suelen identificarse con la primera constitución (la constitución no reformada de un orden
jurídico).
Finalmente, es común que el Derecho de un Estado está integrado no por uno sino por
varios órdenes jurídicos, porque existen múltiples fracturas de la legalidad constitucional a
través de la historia y, de esta manera, se originan algunas veces nuevos ordenamientos
jurídicos (porque se promulga una nueva Constitución sin seguir los mecanismos de
reforma establecidos por la antigua Constitución). Por lo que se puede afirmar, entonces,
que el Derecho estatal está integrado por una secuencia de órdenes jurídicos.
1) El conjunto de normas independientes {Ni1, Ni2,…, Nin} es el sistema originario del orden
jurídico Oj.
104
BULYGIN, Eugenio, y MENDONCA, Daniel, op. cit., p. 50.
43
2) Si una norma de competencia Nc, válida en el sistema S1(t), que pertenece al orden Oj,
autoriza a la autoridad A a promulgar la norma N y A promulga N en el tiempo t, entonces
N es válida en el sistema S2(t+1) de Oj (correspondiente al momento siguiente a t).
3) Si una norma de competencia Nc, válida en el sistema S1(t), que pertenece al orden Oj,
autoriza a la autoridad A a derogar la norma N, que es válida en S1(t), y A deroga N en el
tiempo t, entonces N no es válida en el sistema S2(t+1) de Oj (correspondiente al momento
siguiente a t).
4) Las normas válidas en el sistema S1(t), que pertenecen al orden Oj, que no han sido
derogadas en el tiempo t, son válidas en el sistema S2(t+1) de Oj (correspondiente al
momento siguiente a t).
5) Todas las consecuencias lógicas de las normas válidas del sistema S1(t), que pertenecen al
orden Oj, también son válidas en S1(t).
Ahora bien, al punto 2) se le puede realizar una adición, a fin de dar expresa cuenta de la dimensión
material o sustancial del ordenamiento jurídico, así como de la necesaria observancia del
procedimiento. Como ejemplo de ello, Jordi Ferrer Beltrán105 propone la siguiente formulación:
Si una norma Nj es válida en un sistema St, que pertenece a Oj, y Nj atribuye competencia a
la autoridad x para promulgar la norma Nk, y x promulga en el momento t la norma Nk
siguiendo el procedimiento establecido en St y respetando lex superior, entonces Nk es
ceteris paribus válida en el sistema St+1, y St+1 pertenece a Oj.
Pero también resulta oportuno explicitar la existencia de normas independientes que puedan atribuir
competencia para generar otras normas, pero que, en sí mismas, no son válidas o inválidas. Por lo
que se puede plantear la siguiente formulación:
Si una norma Nj, que es norma independiente Ni del orden jurídico Oj, o que es válida en un
sistema St, que pertenece a Oj, y Nj atribuye competencia a la autoridad x para promulgar la
norma Nk, y x promulga en el momento t la norma Nk siguiendo el procedimiento
establecido en St y su contenido C no es incompatible con normas superiores Ns, entonces
Nk es válida en el sistema S2(t+1) de Oj (correspondiente al momento siguiente a t).
Por lo demás, interesa destacar que E. Bulygin y D. Mendonca explican que la noción de orden
jurídico esbozada por ellos refleja apenas un uso de esa expresión. Además, para tal concepto, la
identidad del orden reposa en la continuidad de los sistemas que a él pertenecen y esto quiere decir,
en última instancia, la continuidad de la constitución, lo que no implica su inmutabilidad, sino la
legalidad del cambio. Ello quiere decir que todo cambio ilegal de la constitución, es decir, toda
revolución jurídica conduce a la ruptura del orden jurídico y la nueva constitución dará origen a un
nuevo orden.
105
FERRER BELTRÁN, Jordi, op. cit. pp. 143 y 144.
44
Procede, de seguido, analizar con mayor detalle el rol de la Constitución dentro de este esquema
conceptual y, en particular, en el contexto del paradigma del Constitucionalismo Democrático, en
que la Constitución se ha consolidado como norma jurídica fundamental, suprema, de fuerte
contenido material y jurisdiccionalmente garantizada. Lo primero que debe reiterarse es que la
constitución originaria, sea, la constitución emitida por la autoridad preinstitucional suprema (el
poder constituyente originario), es el sistema originario del orden jurídico, y sus normas son normas
soberanas o independientes, por lo que no se puede predicar su validez o invalidez. Sin embargo,
como parte del sistema normativo, la Constitución cumple un rol primario en la definición de las
condiciones formales y materiales de validez del resto de normas que integran el sistema. Ello por
cuanto:
La Constitución representa la norma con mayor rango normativo y máxima fuerza jurídica
dentro de la totalidad del sistema normativo, por lo que los demás componentes de dicho
sistema están subordinados a la Constitución.
106
Ver, al efecto, APARICIO PÉREZ, Miguel A., “Tema 12, Ordenamiento Jurídico y Sistema de Fuentes”,
en APARICIO PÉREZ, Miguel A., y BARCELÓ I SERRAMALERA, Mercé (coord.), Manual de Derecho
Constitucional, Atelier, Barcelona, 2009, p. 301. En tal sentido: “La Constitución establece el modo de
creación del Derecho. En la Constitución, se prescriben los mecanismos de producción de las demás normas
jurídicas. Por ello, la Constitución, además de ser fuente, es fuente de fuentes (o norma normarum). La
Constitución determina la pluralidad de fuentes al disciplinar cuáles son los actos normativos, cómo
adquieren validez y qué relación existe entre ellos. Es decir, qué fuentes son reconocidas constitucionalmente
y la posición de éstas en el ordenamiento, deduciéndose así la posición de subordinación, equiordenación o
supraordenación de unas respecto de otras. La Constitución establece la forma de creación de las principales
fuentes del derecho por medio básicamente de: la atribución de potestades normativas; el establecimiento de
formas externas; la regulación del procedimiento que debe seguirse para su elaboración y aprobación; la
materia que, en su caso, debe regularse por medio de una determinada fuente, y la posible predeterminación
parcial de su contenido sustantivo.” Así, en PONS PARERA, Eva, “Tema 13, La Función Normativa de la
Constitución”, en APARICIO PÉREZ, Miguel A., y BARCELÓ I SERRAMALERA, Mercé (coord.),
Manual de Derecho Constitucional, cit., p. 319.
45
Como corolario de lo anterior, el resto del sistema normativo debe ser formalmente conforme y
materialmente compatible con la Constitución. German Bidart Campos lo resume de la siguiente
forma:
De allí que se afirme que la Constitución es “fuente conformadora del ordenamiento”108, ya que el
resto de categorías normativas que integran el sistema normativo deben someterse a las previsiones
formales y materiales contenidas en la Constitución. En suma, “todo el Derecho del ordenamiento
debe tender a la constitucionalidad de sus aspectos formales y materiales”109.
107
En BIDART CAMPOS, Germán, El Derecho de la Constitución y su fuerza normativa, EDIAR, Buenos
Aires, 2004, p. 92.
108
BALAGUER CALLEJÓN, Francisco, Fuentes del Derecho, Tecnos S.A., Madrid, 1991, p. 54.
109
Ibíd.
110
PRIETO SANCHÍS, Luis, Apuntes de teoría del Derecho, cit., pp. 114 a 120.
46
Ante tales interrogantes, el autor agrega que se puede afirmar que pertenecen a un sistema
normativo aquellas normas que han sido creadas de acuerdo con lo establecido por otras normas del
propio sistema. Estas son las normas que suelen llamarse normas válidas. Sin embargo, el propio
autor explica que tal aproximación presenta un problema, y es que si bien puede considerarse que
todas las normas válidas pertenecen al sistema, no todas las normas que pertenecen al sistema son
válidas. De entrada, la norma suprema, aquella de la que derivan todas las demás normas, en
puridad no es válida ni inválida. De las normas constitucionales no puede predicarse su validez,
sino solo su existencia. Son normas independientes, es decir, son normas cuya pertenencia al
sistema no depende o no está condicionada por ninguna otra norma del sistema, pues se carece de
otra norma que establezca los criterios de validez. Pero, entonces, resurge el siguiente interrogante:
¿Cómo establecer que un cierto número de normas independientes pertenecen al mismo sistema
normativo? En cuyo caso, el autor explica que han existido diversas propuestas relativas a este
tema.
Una primera propuesta, avalada por Austin, consiste en recurrir a la idea de legislador soberano. De
esta forma, dos normas independientes pertenecen al mismo sistema si proceden, directa o
indirectamente, del mismo legislador soberano, y un sistema se distingue de otros sistemas en que
posee distinto legislador soberano. Señala el autor que, de entrada, dicho criterio parece pensar en
un concepto de soberanía unitaria propia del siglo XIX (el Rey o el Parlamento; o el Rey con el
Parlamento) que no da cuenta de otras situaciones históricas en las que el concepto de soberanía se
muestra mucho más difuso, como es el caso de la Edad Media e, incluso, en nuestros días es difícil
identificar un solo legislador soberano del que procedan en cascada todas las normas del sistema.
Una segunda propuesta es postular la presencia de una norma de habilitación, dado que a las normas
independientes lo que les falta es esa segunda norma que reconozca o identifique su existencia. Tal
es el sentido de la norma hipotética fundamental propuesta por Kelsen, que es una norma que
hemos de presuponer en todo sistema normativo y cuya misión es dar cima a la cadena de validez
de todas las demás normas. Dicha norma ha de tener, necesariamente, un carácter hipotético, ya que
si fuera una norma positiva, siempre podría interrogarse sobre el fundamento de validez de esa
norma positiva, y así hasta el infinito.
Ante ello, Prieto Sanchís explica que son las numerosas las críticas formuladas a la explicación de
Kelsen, aunque le interesa destacar la siguiente: Kelsen pretende que el fundamento de un sistema
normativo sea, a su vez, una norma, un deber ser, no un hecho empírico. Sin embargo, el propio
Kelsen reconoce que “es la propia norma fundamental quien hace de la eficacia la condición de
validez” o, más claramente, sin eficacia no hay validez, ni del sistema ni de la norma fundamental.
Pero ello significa que antes de identificar una norma fundamental y, con ella, todas las demás
normas, ya hemos identificado empíricamente el sistema (gracias al criterio de eficacia).
El autor afirma que tanto la explicación de Austin como la de Kelsen parecen hacer hincapié en la
producción o promulgación de las normas como elemento central a tener en cuenta para establecer
la validez o pertenencia. Propuestas que se podrían formular de la siguiente forma:
47
Sin embargo, Prieto Sanchís señala que otra posibilidad consiste en atender más bien al momento
de la aplicación de las normas. Tal es la propuesta explorada por Hart mediante la regla de
reconocimiento. Dicha regla no es una norma hipotética que haya que suponer, sino que una regla
social (una costumbre) desarrollada por los operadores jurídicos, singularmente por los jueces u
órganos primarios, que indica que las normas que reúnen determinadas características (p. ej.: han
sido dictadas por el Parlamento o constituyen doctrina del Tribunal Supremo) son (y deben ser)
aplicadas. Además, la existencia de tal práctica se acredita en su general observancia y en las
críticas o reproches que se suscitan frente a su incumplimiento. De esta forma, todas las normas del
sistema serían reconducibles a los criterios de la regla de reconocimiento y un sistema se
distinguiría de otro por tener una regla de reconocimiento diferente.
Ahora bien, agrega el autor que la regla hartiana tampoco está exenta de críticas. Entre ellas destaca
que dicha regla también peca de circularidad, al menos por dos motivos: (i) si la condición de juez
viene dada a su vez por normas del sistema y ésta han de reposar en la regla de reconocimiento, que
es aceptada por los jueces, entonces resulta que es esta práctica judicial el fundamento de su propia
condición; y (ii) para saber si una norma pertenece al sistema hemos de comprobar si presenta
alguno de los rasgos requeridos en la famosa regla; pero, a su vez, para saber cuáles son esos rasgos
hemos de comprobar si existe al menos una norma en el sistema que haya sido aceptada por los
jueces y que cumpla la condición en cuestión.
Josep M. Vilajosana también aborda este tema. Dicho autor afirma que, para que se pueda hablar de
la existencia de un sistema normativo funcional u operativo, deben cumplirse una serie de requisitos
o condiciones, a saber:
Que exista una regla de reconocimiento. Esto es: que exista una regla técnica cuya función
sea la de identificar el Derecho de una determinada comunidad.
Que sea eficaz. Esto es: que las normas jurídicas identificadas a partir de la regla de
reconocimiento se cumplan generalmente por el grueso de la población.
Lo primero que habría que señalar, siguiendo en este tema a Josep M. Vilajosana, es que el Derecho
es un fenómeno social o, más preciso aún, que el Derecho “superviene a, o es el producto de,
determinados hechos sociales”111. Es decir, sin determinadas actitudes, comportamientos y actitudes
de los seres humanos de una determinada sociedad no existiría el derecho en esa sociedad. Ahora
bien, el autor explica que pueden adoptarse dos posiciones respecto a tal relación entre derecho y
hechos sociales, por cuanto se puede sostener que la existencia de determinados hechos sociales es
111
VILAJOSANA, Josep M., Identificación y justificación del derecho, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y
Sociales S.A., Madrid, 2007, p. 29.
48
o bien condición necesaria o bien condición necesaria y suficiente de la superveniencia del derecho.
En concreto112:
Por otra parte, el citado autor señala que resulta necesario distinguir dos sentidos que se pueden
atribuir a la expresión hechos sociales, en sentido general o en sentido particular. En un sentido
general, con la expresión hechos sociales se haría referencia a todos los comportamientos, actitudes
y creencias de las personas que viven en comunidad. En sentido particular, se reservaría la
expresión hecho social para una subclase de esos comportamientos, actitudes y creencias,
caracterizadas por la presencia –entre otros rasgos- de creencias mutuas, intencionalidad colectiva
o conocimiento mutuo, según ha sostenido diversos autores. A estos hechos sociales, en sentido
particular, se les puede denominar hechos convencionales.
Según explica Josep M. Vilajosana, los hechos convencionales “se caracterizan por la presencia
de un comportamiento recurrente, por creencias acerca del mismo que constituyen una razón para
seguir dicho comportamiento y por un conjunto de expectativas generadas a partir del
conocimiento común de estas circunstancias”113. Lo que podría concretarse a través de las
siguientes cláusulas114:
112
VILAJOSANA, Josep M., El derecho en acción, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales S.A.,
Madrid, 2010, p. 148 y 149.
113
Ibíd., p. 151.
114
Ibíd., p. 151.
49
3) La creencia de que se da 1) constituye una razón para realizar esa conducta en esas
circunstancias.
4) Hay un conocimiento común entre la mayoría de los miembros del grupo de lo que se dice
en las anteriores cláusulas. Es decir, las conocen, conocen que los demás las conocen,
conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc.
En cuyo caso, aplicando tal construcción a la regla de reconocimiento, el enunciado “en la sociedad
S existe la regla de reconocimiento R”, podría traducirse de la siguiente forma115:
1) La mayoría de los juristas de la sociedad S usa los criterios C1, C2… Cn (que forman la
regla de reconocimiento de S) cada vez que tiene que identificarse el derecho de S.
3) La creencia de que se da 1) constituye una razón para usar esos criterios en esas
circunstancias.
4) Hay un conocimiento común entre la mayoría de los juristas de lo que se dice en las
anteriores cláusulas.
Dicho lo anterior, se plantea la interrogante de por qué resulta ventajoso adoptar una versión
convencionalista de la regla de reconocimiento, sea, por qué concebir la regla de reconocimiento
como un hecho convencional. Josep M. Vilajosana explica que existen, al menos, dos razones para
ello. En primer lugar, porque es un planteamiento necesario para evitar un regreso al infinito y, en
segundo lugar, es la forma más adecuada de romper un posible círculo vicioso.
En cuanto al primer tema, el autor explica que es común entender que en los sistemas normativos
unas normas autorizan la creación de otras y así sucesivamente. Sin embargo, tal proceso debe tener
un final, so pena de caer en un regreso al infinitivo. Entre las propuestas para poner punto final a
dicha cadena normativa destacan –las ya mencionadas- teorías del «soberano» de J. Austin y de
«Grundnorm» de H. Kelsen. Sin embargo, tal y como puso en evidencia Hart, como cierre del
sistema se requiere una regla que confiera validez al resto de normas, pero de la cual no tenga
sentido predicarla. Tal regla es la regla de reconocimiento. Su existencia es necesariamente una
cuestión de hecho, ya que no puede ser derivada de otras normas del sistema. Pero, además, se trata
de un hecho convencional, debido a la necesaria coordinación que debe darse a la hora de
identificar el derecho de una determinada sociedad, por cuanto, sin una práctica coordinada de
identificación no existiría el derecho como fenómeno social.
115
Ibíd., p. 155.
50
“(…) si para saber cuál es el derecho de una determinada sociedad se necesita una
práctica de identificación concurrente de (al menos) los funcionarios de ese
sistema y si para saber quién es funcionarios de ese sistema se requiere haber
identificado las reglas de cambio y de adjudicación a través de la regla de
reconocimiento, entonces parece que se cae en un círculo vicioso. No podríamos
saber quién es funcionario sin la presencia previa de una regla de reconocimiento,
pero ésta no podría existir sin la conducta de los funcionarios.”116
Josep M. Vilajosana argumenta que existen dos modos de romper tal círculo vicioso. El primer
modo consiste en suponer que la autoridad jurídica no es dependiente de reglas. Lo que supone
caracterizar a los órganos primarios no como aquellos que están autorizados a declarar prohibidos o
permitidos los actos de coacción, sino como los que de hecho pueden determinar el ejercicio del
monopolio coactivo estatal en casos particulares. Sin embargo, tal opción presenta problemas de
adaptación respecto a lo que se suele considerar autoridad jurídica, al mismo tiempo que no
permite distinguir una autoridad jurídica de cualquier que tenga un simple poder de facto.
En cuyo caso, actualmente –y en lo que atañe a la presente tesis-, en los ordenamientos jurídicos
iberoamericanos prima el hecho convencional de otorgar a la Constitución un papel nuclear dentro
116
Ibíd., p. 157.
117
Ibíd., p. 159.
51
de la regla de reconocimiento. En cuanto este tema, Josep M. Vilajosana propone una posible
formulación simplificada de la regla de reconocimiento del ordenamiento jurídico español, que sería
más o menos como sigue:
Por lo demás, y en lo que respecta a la eficacia general de las normas –segundo requisito para la
existencia de un sistema normativo funcional u operativo-, Josep M. Vilajosana señala que la
doctrina ha sostenido que los posibles motivos de obediencia a las normas jurídicas serían cinco, a
saber: por temor a la sanción, por utilidad, por respeto al orden jurídico, por respeto a la autoridad y
por adhesión120. Argumenta el autor que ninguno de esos motivos hay que considerarlo privilegiado
a la hora de fundamentar la existencia de un sistema jurídico, aunque uno o más de ellos deben
darse en mayor o menor medida, en tanto que la existencia del sistema depende de la obediencia
(cumplimiento) que recibe de parte de sus destinatarios, sea, que la existencia de la norma
constituya, de manera general, un motivo o razón para que se lleve a cabo lo que en ella se dice.
Lo que se desea destacar, en este momento –y para efectos de esta tesis-, es que uno de los motivos
de obediencia al sistema normativo lo constituye la adhesión. Ello resulta relevante en tanto se
puede afirmar que, actualmente, en el contexto histórico e ideológico vigente en la mayoría de
países iberoamericanos, existe –en general- una fuerte adhesión de parte del grueso de su población
respecto de los valores y principios reconocidos en los –o presupuestos por los- textos
constitucionales generados como producto del Constitucionalismo Democrático. Lo que se sustenta,
a su vez, en una “concepción contractualista de la sociedad política en virtud de la cual individuos
libres e iguales dan vida a un Estado artificial”121, que sirve de instrumento a la tutela de unos
derechos reconocidos en tales textos constitucionales.
Tal adhesión incide, por un lado, en el hecho convencional de otorgar a la Constitución el referido
papel nuclear dentro de la regla de reconocimiento, y, por otro lado, también incide en la obediencia
a las distintas normas que componen el ordenamiento jurídico, en tanto producidas de conformidad
y en concordancia con lo prescrito en la Constitución. Dicha adhesión también se relaciona con la
118
Se hace tal agregado, a la forma originalmente propuesta por Josep M. Vilajosana, a fin de dar expresa y
debida cuenta de la dimensión material o sustancial que, actualmente, caracteriza a las constituciones (vid.
supra I.2.d).
119
VILAJOSANA, Josep M., El derecho en acción, cit., p. 174.
120
Ibíd., p. 188.
121
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, cit., p. 77.
52
Según se indicó, el Derecho es (i) un sistema normativo complejo, que (ii) tiene por objetivo
orientar y determinar el comportamiento humano, y que (iii) está respaldado por un aparato
coercitivo que garantiza su aplicación coactiva de resultar esto necesario. Ahora bien, dicho
fenómeno normativo se manifiesta por medio del lenguaje. Y es que las referidas normas jurídicas
se formulan y se hacen explícitas a través del lenguaje; sea, por medio de actos o emisiones
lingüísticas de carácter, predominantemente, prescriptivo.
Resulta oportuno precisar las anteriores afirmaciones. Para tales efectos, procede remitir –en primer
lugar- a la definición de norma propuesta por E. Bulygin y D. Mendonca, quienes indican que se
puede entender por:
Añaden los autores que para lograr tal finalidad, de motivación de conductas sociales, es esencial
comunicar la norma a aquellos sujetos normativos en cuya conducta se pretende influir. Y la
comunicación de la norma supone el uso de un lenguaje compartido tanto por la autoridad
normativa como por los sujetos normativos. Por lo que dictar normas supone la existencia de una
comunidad lingüística a la que pertenecen todos los involucrados en la actividad normativa. Sin
embargo -y según aclaran los autores-, aunque toda norma se formula o puede ser formulada en un
lenguaje, la norma no es un conjunto de signos lingüísticos, sino el sentido (o significado) que esos
signos expresan. Por ende:
Una vez que se reconoce que el que el fenómeno normativo se manifiesta a través del lenguaje,
resulta entonces necesario efectuar una serie de advertencias. La primera sería prevenir sobre el
riesgo de incurrir en un naturalismo lingüístico, que supone la creencia o presunción de que existe
una conexión natural entre un símbolo lingüístico y su significado, lo que implicaría que las
palabras tienen un significado intrínseco o verdadero. Cuando lo cierto es que las “formulaciones
lingüísticas no significan, cada una de ellas, una sola cosa; la misma formulación puede significar
cosas o aspectos distintos, y hasta opuestos entre sí, según las situaciones o según quién la
interprete en una situación dada”124.
En tal sentido, no debe de obviarse que el lenguaje es un sistema simbólico que implica la unión de
un símbolo gráfico o fonético con uno o más significantes. Unión o vínculo que es puramente
convencional y, por ende, contingente. Cualquier lenguaje constituye un convenio, es decir: un
acuerdo sobre los modos de emplear las palabras, los significados que se les atribuyen y las reglas
sintácticas que relacionan los vocablos entre sí. Lo que supone que las palabras son símbolos cuyo
significado no ha sido descubierto o detectado, sino que ha sido asignado o estipulado de forma
convencional por los usuarios del lenguaje125.
No existe un ligamen necesario, ya sea de tipo natural o lógico, entre un símbolo y un significado,
sino que tal vínculo es puramente convencional. Por lo que dicho vínculo depende de hábitos
lingüísticos colectivos más o menos uniformes, más o menos fijos o variables, más o menos
123
Ibíd., p. 16.
124
HABA, Enrique Pedro, Elementos Básicos de Axiología General (Axiología I), Editorial de la Universidad
de Costa Rica, San José, C.R., 2004, p. 121.
125
En suma: “(…) El vínculo entre las palabras y aquello a que estas se refieren no es sino cuestión de usos,
costumbres: depende de los hábitos lingüísticos en un círculo dado, ya sea más amplio (países, regiones
hemisféricas, etc.) o más estrecho (localidad, profesión, grupo ideológico o corriente científica, etc.). Claro
que ese pacto no lo creamos nosotros mismos, quienes estamos dialogando en cierto momento, sino que
asumimos unas convenciones lingüísticas que vienen de atrás, formadas por nuestros antepasados (no
importan cuándo ni sabemos cómo). Pero el hecho es que, si bien ellos -y ahora nosotros- usaron esas
convenciones así, es perfectamente concebible que podrían haber sido otras, esto es, que para ellos la
fórmula lingüísticas equis no viniera a significar hache sino jota; por ejemplo, el significado que tiene «can»
en inglés no tiene nada que ver con el que ese mismo signo lingüístico tiene en español. Más aún, no faltan
casos en nuestro propio idioma donde una palabra ha ido cambiando de significado -vale decir, de
convención-, ya sea perdiendo completamente un significado anterior o bien agregándole uno nuevo. En
síntesis, ¿por qué la palabra tal significa A y no B?: única, y simplemente, porque los hablantes están de
acuerdo (convención) en que aquella quiere decir lo primero y no lo segundo. Si no hay convención, la
palabra no significa nada.” Ibíd., p. 122.
54
En el caso particular del lenguaje cotidiano, además del referido carácter convencional, debe
resaltarse su inevitable grado de inexactitud o imprecisión. De hecho, el lenguaje cotidiano se
distingue por su ambigüedad, vaguedad e inconsistencia126.
La ambigüedad o polisemia alude al hecho de que una misma palabra cambia de sentido en función
de los contextos en que es utilizada. Unos términos pueden tener diversos significados o distintos
objetos pueden ser designados por una misma palabra.
Un término es vago en la medida que resulta dudoso si ciertos objetos o situaciones caben aún
dentro de la esfera de significados de esa palabra. Es decir, no se sabe muy bien si tal o cual cosa es
o no susceptible de ser designada por el término en cuestión. La vaguedad también puede ser
potencial, en tanto no se puede saber si un término podrá ser aplicable o no a situaciones nuevas. Lo
que da origen a la denominada textura abierta o porosidad del lenguaje cotidiano.
Finalmente, en cuanto a la inconsistencia, ello responde al caso en que no se da, entre aquellos que
emplean el lenguaje, un acuerdo suficiente sobre las reglas para el uso de tal o cual término. Lo que
provoca que las palabras sean usadas de acuerdo con acepciones diversas, sin que exista claridad de
por qué son empleadas unas veces en determinado sentido y otras en sentido distinto. Rasgos que no
se limitan a las palabras en sí, sino que también afecta a los conjuntos de palabras.
Como corolario, no puede sostenerse que a cada palabra o conjunto de palabras les corresponde un
solo significado, cuando lo cierto es que la gran mayoría de vocablos o conjunto de vocablos tienen
una pluralidad de sentidos posibles.
Problemática que se traslada al lenguaje jurídico, ya que si bien en éste se incorporan algunos
términos técnicos, ello no desvirtúa el hecho que el discurso jurídico se expresa principalmente por
medio del lenguaje común. Por lo que, inevitablemente, en el lenguaje jurídico se presentan
sensibles niveles de imprecisión significativa127. De esta forma, cualquier texto normativo presenta
un cierto grado de indeterminación, mayor o menor según el caso, pero que implica,
necesariamente, que el intérprete tiene que desarrollar una labor activa para fijar el sentido o
significado para dicho lenguaje128.
126
Ver HABA, Enrique, “Apuntes sobre el lenguaje jurídico (I): De la lengua a la letra de las leyes (elementos
de indeterminación)”, en Revista de Ciencias Jurídicas, núm. 37, enero-abril, 1979, pp. 11 a 93.
127
De allí que se afirme: “(...) que la letra de la ley es “incompleta” (Unvollkommenheit) en un doble
sentido. Ante todo, porque no consigue expresar de una manera integral y sin posibilidad de equívocos, el
pensamiento que se supone ella debe contener. Y luego, porque dicha letra no constituye la única expresión
que se podría encontrar para un pensamiento jurídico dado. En consecuencia, vistas esas posibilidades de
indeterminación, el lenguaje de las leyes, también él, es por esencia incompleto.” Ibíd., p. 40.
128
Por ello se sostiene que: “El intérprete de los textos jurídicos se ve obligado, por eso, a realizar una labor
de concreción de los mismos: disipar su indeterminación, establecer su sentido normativo concreto, para que
situaciones dadas puedan ser subsumidas bajo aquellas.” Ibíd., p. 48.
55
Lo anterior entraña que la norma jurídica nunca se agota en el texto escrito y que el intérprete
jurídico participa, de forma activa y constante, en el proceso de determinar su sentido. Por lo que se
puede afirmar que, en general, todo texto normativo se presenta como un marco de múltiples
significaciones potenciales, en cuyo seno caben diversas opciones interpretativas, y es dentro de
dicho acervo de posibilidades que opera, en su momento, la elección de un sentido jurídico. De allí
que la interpretación se presenta como una operación compleja, que implica, en primer lugar,
traducir los símbolos en conceptos e ideas, y, en segundo lugar, establecer su significado, concretar
su contenido y precisar su alcance.
De allí, que Daniel Mendonca explica que resulta oportuno identificar y diferenciar tres aspectos
distintos, aunque conexos, del fenómeno normativo, a saber: el acto normativo, la formulación
normativa y la norma129.
Lo hasta aquí indicado permite concluir que la norma jurídica no se reduce al texto escrito; por el
contrario, la norma jurídica es el precepto fruto de la labor de interpretación.
Por lo demás, Daniel Mendonca advierte que debe tenerse cuidado con el empleo del término
interpretación, pues padece de la conocida ambigüedad de proceso-producto, ya que con tal término
se alude tanto a la actividad interpretativa (actividad consistente en determinar el significado o
sentido de un fragmento del lenguaje jurídico), como al resultado o producto de esa actividad. De
esta forma, la formulación normativa constituye el objeto de interpretación y la norma (el contenido
significativo) constituye el producto de la actividad interpretativa.
El citado autor también advierte que los juristas no emplean el término interpretación de un modo
constante y unívoco. Para algunos autores, el término interpretación debería emplearse en un
sentido estricto, para referirse a la determinación del significado de una formulación normativa en
caso de duda o controversia, sea, cuando su significado es controvertido. De allí que habría que
distinguir entre dos tipos de formulaciones normativas: por un lado, formulaciones normativas con
significado no controvertido, y, por otro lado, formulaciones normativas con significado
controvertido. Sería en este segundo supuesto que se requeriría de la interpretación. En cambio, en
129
MENDONCA, Daniel, Las claves del derecho, Editorial Gedisa S.A., Barcelona, 2008, p. 62.
56
un sentido amplio, el término interpretación sería empleado para referirse a la determinación del
significado de cualquier formulación normativa, con independencia de toda duda o controversia.
Por lo que cualquier formulación normativa, en cualquier caso, requeriría interpretación.
Ahora bien, y según explica Daniel Mendonca, dado que interpretar consiste en determinar el
significado de una formulación normativa, puede llamarse enunciado interpretativo a una expresión
de la forma:
“F” significa S
El citado autor también explica que existen tres concepciones diferentes de la interpretación, que
debaten acerca de la fuerza que posee el anterior enunciado (“F” significa S). Tales concepciones
son la cognoscitivista, no cognoscitivista e intermedia131.
Según la concepción intermedia, interpretar una formulación normativa F es, según el caso,
detectar el significado de F, informando que F tiene el significado S, o adjudicar un
130
MENDONCA, Daniel, op. cit., p. 152.
131
Ibíd., pp. 152 a 154.
57
Este punto se abordará nuevamente más adelante (vid. infra I.4.c). Por ahora, importa reiterar que el
lenguaje jurídico presenta sensibles niveles de indeterminación e imprecisión significativa, y que la
norma jurídica no se restringe al texto escrito y que el intérprete jurídico participa, de forma activa y
constante, en el proceso de determinar su sentido.
Como corolario de todo lo anterior, se puede recurrir a la definición propuesta por F. Javier Díaz
Revorio de interpretación proceso, como “el proceso intelectivo a través del cual, partiendo de las
fórmulas lingüísticas que forman un enunciado, se llega a un contenido, es decir, se pasa de los
significantes a los significados”134. Y, en el caso particular de la interpretación jurídica, el
significante es la disposición –entendida como cualquier enunciado que forma parte de un
documento normativo, del discurso de las fuentes- y el significado es la norma –sea, el sentido o
significado adscrito a una o varias disposiciones o fragmentos de ellas-135.
Debe aclararse que lo dicho previamente no implica que la labor de interpretación sea una
operación caprichosa o que ésta se realice en el vacío. Y es que la tarea hermenéutica se desarrolla
dentro determinados ámbitos y contextos interpretativos. También existen una serie de criterios y de
directivas interpretativas que permiten encauzar dicha labor, así como justificar y valorar el
producto alcanzado.
132
Ver en este sentido ANSUÁTEGUI ROIG, Francisco Javier, op. cit., p. 28.
133
Citado por ANSUÁTEGUI ROIG, Francisco Javier. op. cit., p. 32.
134
DÍAZ REVORIO, Francisco Javier, “La interpretación constitucional y la jurisprudencia constitucional”,
en Quid Iuris, año 3, vol. 6, agosto, 2008, p. 8, [http://techihuahua.org.mx/biblioteca-quid-iuris/blog/página-
8], 22 de enero de 2015.
135
Ibíd., pp. 8 y 9.
58
Lo primero que debe destacarse, respecto a este tema, es que el proceso de determinación del
contenido semántico de un concepto jurídico implica, normalmente, un proceso que se articula por
medio del tránsito a través de cuatro niveles o ámbitos interpretativos de progresiva concreción.
Dichos niveles o ámbitos interpretativos son los siguientes136:
Ámbito lógico-semántico: está compuesto por todas las interpretaciones posibles de una
expresión lingüística. Y por posibles se entienden aquellas interpretaciones que responden a
reglas de uso común de los términos en cuestión, sea, significados que son reconocidos por
la generalidad de sus locutores o en algunos círculos de estos.
Ámbito semántico social: de entre las interpretaciones que caben en el ámbito lógico, se
toman en consideración únicamente aquellas que acepten locutores de una cierta
colectividad, en un momento histórico dado. Es decir, “interpretaciones reconocidas hic te
nunc, ya sea por la generalidad de los locutores de ese medio o al menos por quienes
pertenecen a los sectores sociales más influyentes”137.
Ámbito semántico real: de entre las interpretaciones que caben en el ámbito social, se
admiten sólo las que tienen bastante peso político para ser recogidas eventualmente como
palabra del aparato estatal de este país y ejecutadas por parte de éste.
En cuanto a este tema, Pierluigi Chiassoni139 explica que una de las operaciones prioritarias que
realizan los jueces, en el proceso de identificación de las normas generales usadas como premisas
en la motivación de las sentencias, consiste en obtener normas explícitas de disposiciones, sea, en
traducir disposiciones a normas explícitas, sobre la base de opciones y operaciones hermenéuticas
136
En este sentido HABA, Enrique Pedro, Axiología Jurídica Fundamental (Axiología II), Editorial de la
Universidad de Costa Rica, San José, C.R., 2004, pp. 238 y 239.
137
Ibíd., p. 239.
138
Ibíd., p. 239.
139
Para este apartado de la tesis, se utilizará el desarrollo conceptual propuesto por dicho autor, en tanto
evidencia con suma claridad la densidad y complejidad que supone la actividad interpretativa. Tal desarrollo
conceptual está expuesto en CHIASSONI, Pierluigi, Técnicas de interpretación jurídica, Marcial Pons,
Ediciones Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 2007, pp. 56 a 138.
59
que se reflejan en premisas interpretativas del razonamiento justificativo judicial. Lo que el autor
denomina como interpretación textual. Operación que puede ser caracterizada, de forma
estipulativa, como:
El autor añade que determinar el significado de una disposición obteniendo normas explícitas
quiere decir traducir disposiciones (enunciados del discurso de las fuentes) a normas explícitas (en
otros enunciados del discurso de los intérpretes), aduciendo pretensiones de corrección jurídica para
los resultados obtenidos.
También afirma que la interpretación textual, en tanto que interpretación con función práctica, va
normalmente acompañada de la formulación de razones (ofrecidas como buenas razones),
encaminadas a acreditar la corrección de los significados que en cada ocasión se obtienen de las (se
le atribuyen a las) disposiciones. En cuyo caso, señala que, en la cultura jurídica occidental, las
(buenas) razones que pueden ser –y de hechos son- adoptadas en el ámbito de actividades de
interpretación textual son razones retóricas: pertenecen al ámbito del razonamiento práctico y
persuasivo (no demostrativo, no lógico, a partir de premisas opinables), y están constituidas
normalmente por lo que se suele llamar «argumentos interpretativos». Y dentro de la caja de
herramienta de los operadores jurídicos existen múltiples y variados «argumentos interpretativos»,
de muy diverso tipo o contenido, y cuya aplicación genera resultados opuestos y contradictorios141.
Ante ello, el citado autor propone un modelo de razonamiento hermenéutico centrado en la noción
de código interpretativo o código hermenéutico. Señala el autor que tal código puede ser entendido
como un:
Por lo demás, tales directivas no están niveladas, sea, no están en el mismo plano, sino en planos
lógicamente distintos, superpuestas unas a otras. De esta forma, la estructura de los códigos
140
Ibíd., p. 56.
141
Ibíd., pp. 72 a 87.
142
Ibíd., p. 89
60
interpretativos debe ser configurada como una estructura gradual, compuesta de tres niveles
diversos: (i) las directivas primarias, (ii) las directivas secundarias y (iii) las directivas axiomáticas.
Según el autor, las directivas hermenéuticas primarias determinan los recursos, dotados de una
«inmediata eficacia hermenéutica», de los que deben servirse los intérpretes: (i) para atribuir un
significado determinado a una disposición, traduciéndola en una o más normas explícitas; y/o (ii)
para acreditar la atribución de un significado determinado a una disposición. Tales recursos son
datos, reales o hipotéticos, concernientes a aspectos jurídicos o extrajurídicos, como usos
lingüísticos, líneas de política legislativa, opiniones de expertos, doctrinas ético-políticas, la
configuración de fenómenos naturales o sociales, etc.
La mencionada «inmediata eficacia hermenéutica» del recurso hace referencia al hecho que cada
una de estas directivas le indica al intérprete un modo de proceder sobre la base del cual es posible,
al menos en principio, atribuir a una disposición al menos un significado, siquiera sea parcial y/o
indeterminado.
Así, sostiene el citado autor que de un análisis de los «cánones» o «argumentos» interpretativos
tradicionales, inventariados por los estudiosos del razonamiento jurídico, se pueden mencionar
diversas directivas primarias, que pueden distribuirse en cinco grupos:
Como ejemplo de una directiva primaria de interpretación lingüística, se podría citar la siguiente
formulación:
61
A una disposición se le debe atribuir el significado que resulte del uso común de
las palabras y de las reglas gramaticales de la lengua natural en la que está
formulada.
Señala el autor que la anterior corresponde a una posible formulación del canon literal, que implica
un criterio de interpretación profundamente arraigado en la cultura jurídica occidental. Sin embargo,
el autor explica que la aplicación de tal canon genera diversos problemas. El primer problema se
relaciona con el hecho que la locución «significado común» puede llegar a designar: (i) el uso
ordinario de las palabras, en la comunidad constituida por el completo conjunto de los usuarios de
una lengua natural; o (ii) el uso especializado (técnico o tecnificado) de las palabras, corriente en un
concreto subconjunto de los usuarios de una lengua natural (p.ej.: los cultores de una disciplina o
bien por quienes ejercen un arte, profesión u oficio).
El segundo problema atiene a la determinación del pertinente contexto temporal. Señala, al efecto,
que el significado común (ordinario o especializado) de los términos y las reglas gramaticales no
son, de hecho, datos inmutables e imperecederos; por el contrario, el léxico y la gramática de las
lenguas naturales son elementos en extremo sensibles al transcurso del tiempo –y a las diversas
ideas, ideologías, modas, modos de ver y sensibilidades que inevitablemente les acompañan-.
Por ello, al interpretar literalmente una disposición, se puede hacer referencia en principio tanto al
dato lingüístico en el momento de la producción de la disposición, como al dato lingüístico en el
momento de su aplicación, así como también a ambos. Ahora bien, el dato lingüístico en el
momento de la producción de la disposición y en el momento de su aplicación también es
problemático. En el caso de un texto de «gestación plurianual», se puede estar haciendo referencia
–alternativa o conjuntamente- al momento de la redacción definitiva del texto de la disposición, o el
momento de su aprobación definitiva, o el momento de su publicación, o el momento de su puesta
en vigor. Respecto al momento de su aplicación, se puede estar haciendo referencia -alternativa o
conjuntamente-, al momento en que se verifica el hecho en virtud de cuya calificación jurídica el
juez utiliza la disposición, o bien, el momento en que ha tenido lugar el juicio (y la decisión) sobre
tal hecho.
Por lo que el autor explica que un intérprete que pretendiese interpretar una disposición «a tenor de
su letra», se encontraría frente a la posibilidad de seguir –al menos- una o más de las siguientes
cuatro directivas de la literalidad (variantes del canon literal): (i) a una disposición se le debe
atribuir el significado que resulte del uso ordinario de las palabras y de las reglas gramaticales de la
lengua natural en la que está formulada, en el momento de la producción de la disposición; o (ii) a
una disposición se le debe atribuir el significado que resulte del uso ordinario de las palabras y de
las reglas gramaticales de la lengua natural en la que está formulada, en el momento de la aplicación
de la disposición; o (iii) a una disposición se le debe atribuir el significado que resulte del uso
especializado de las palabras y de las reglas gramaticales de la lengua natural en la que está
formulada, en el momento de la producción de la disposición; o (iv) a una disposición se le debe
62
atribuir el significado que resulte del uso especializado de las palabras y de las reglas gramaticales
de la lengua natural en la que está formulada, en el momento de la aplicación de la disposición.
Similar problemática se plantea en el caso del segundo grupo de directivas primarias. Se puede citar
la siguiente formulación, como un ejemplo paradigmático de una directiva primaria de este grupo:
Se trata de una posible formulación del canon psicológico, que también constituye un precepto
hermenéutico profundamente radicado en la cultura jurídica occidental. También se trata de un
precepto hermenéutico altamente genérico y equívoco, pues se presta para ser entendido y
concretado en múltiples modos diversos.
En segundo lugar, la noción de «legislador» puede a su vez ser entendida en no menos de tres
modos diferentes: (i) designando al legislador ideal (sea, al buen legislador, el legislador racional);
(ii) designando al legislador real histórico u originario; o (iii) designando al legislador real actual.
En el primer caso, la directiva remite al recurso hermenéutico constituido por hipótesis acerca de la
«voluntad del derecho» o «de la ley», o bien, acerca de la «voluntad» de un «legislador» que no es
más que la personificación de principios de racionalidad y/o razonabilidad y/o de algún ideal de
bondad, justicia, magnanimidad, sabiduría, etc., apreciado por el intérprete.
El segundo caso presenta al intérprete diversos problemas aplicativos. La doctrina pone en duda si
se puede identificar de modo fiable y preciso la voluntad de un legislador individual cualquiera, no
pudiendo el intérprete penetrar en la mente de otro ser humano. Se duda, con mayor razón, acerca
de si existe la posibilidad de tal empresa, cuando el legislador es un órgano colegiado. Pero, aparte
de tal problema epistemológico, se ha apuntado que la única volición efectiva (en el sentido
propiamente psicológico) imputable a cualquier legislador de carne y hueso, sea individual o
colectivo, es la volición de un texto normativo (la disposición), y no ya un significado específico de
éste, que, incluso, podría permanecer de todo ignorado para la mayoría de los parlamentarios que lo
han votado.
63
Ante ello, el reenvió a la «voluntad» o a la «intención» del «legislador histórico» podría ser
entendido, simplemente, como una prescripción al intérprete para que busque elementos útiles para
la interpretación de una disposición en: (i) los llamados trabajos preparatorios; (ii) la occasio legis;
(iii) los (presumibles) principios inspiradores de las líneas de política legislativa del legislador
histórico; y (iv) cualquier otro dato concerniente al contexto histórico, político, cultural y social de
producción de la disposición interpretada, que el propio intérprete considere relevante para los fines
de formular conjeturas argumentativas plausibles sobre el sentido querido y/o el fin deseado por «el
legislador».
Finalmente, y en el tercer caso, si por «legislador» se entiende –se decida o se acuerde entender- no
ya el legislador histórico, sino que el legislador presente, la referida directiva interpretativa le
impone al intérprete que atribuya a una disposición un sentido conforme a hipótesis contrafácticas
sobre la «voluntad» semántica o teleológica del legislador competente en el momento de utilización
de la disposición. Se trata, en consecuencia, de formular conjeturas plausibles sobre cuál es el
significado que el legislador presente habría querido atribuir, o sobre cuál es la finalidad que habría
querido alcanzar, si hubiera producido aquí y ahora la disposición.
Explica Chiasonni que tales hipótesis contrafácticas no pueden valerse del auxilio de los trabajos
preparatorios. Deben fundarse, por el contrario, sobre elementos del contexto de aplicación que el
intérprete seleccione como datos, desde su punto de vista, indicativos. Entre tales elementos podría
señalarse los siguientes: (i) los principios que presumiblemente inspiran líneas de política legislativa
del legislador presente; (ii) el sentido (presuntamente) querido y/o los objetivos (presuntamente)
deseados para previsiones emanadas aquí y ahora en la misma materia, o bien en materias análogas
y pertenecientes en cualquier caso al mismo subsector o sector del derecho positivo; y (iii) los
fenómenos sociales, los progresos científicos y técnicos, los eventos naturales, etc., que el legislador
presente tendría presumiblemente en cuenta si produjese ahora la disposición que se interpreta.
Por lo que el autor afirma que un intérprete que pretendiese interpretar una disposición «según la
intención del legislador», se encontraría frente a la posibilidad de seguir –al menos- una o más de
las siguientes seis directivas intencionalistas (variantes del canon psicológico): (i) a una disposición
se le debe atribuir el significado querido por el legislador histórico, en el momento de la
producción de la disposición; o (ii) a una disposición se le debe atribuir el significado sugerido por
el objetivo que el legislador histórico quería alcanzar, mediante tal disposición, en el momento de
su producción; (iii) a una disposición se le debe atribuir el significado que el legislador histórico
habría querido atribuirle, si hubiera producido la disposición en el aquí y ahora de su aplicación;
(iv) a una disposición se le debe atribuir el significado sugerido por el objetivo que el legislador
histórico habría querido alcanzar, mediante tal disposición, si la hubiera producido en el aquí y
ahora de su aplicación; (v) a una disposición se le debe atribuir el significado que el legislador
presente le habría querido atribuir, si hubiese producido la disposición en el aquí y en el ahora; y
(vi) a una disposición se le debe atribuir el significado sugerido por el objetivo que el legislador
presente habría querido alcanzar, mediante tal disposición, si la hubiese producido en el aquí y en el
ahora.
64
En el caso del tercer grupo de directivas primarias, se puede citar la siguiente formulación genérica:
En cuyo caso, ese «alguien» puede hacer referencia a la «unánime, mayoritaria o mejor» doctrina o
jurisprudencia. Además, tal directiva exige del intérprete que realice las siguientes operaciones: (i)
la selección de los materiales o identificación de las bases enunciativas doctrinales o judiciales; (ii)
el análisis de los materiales seleccionados, con la finalidad de obtener las eventuales
interpretaciones-producto de la pertinente disposición; y (iii) en el caso que se hayan identificado
una pluralidad de interpretaciones-producto alternativas para una misma disposición, la selección de
una interpretación autoritaria que el intérprete considere correcta habida cuenta de todo, en el
contexto particular en el que está operando.
En cuyo caso, la primera y tercera operación llevan fatalmente a elecciones, que si bien no son del
todo arbitrarias o casuales, estarán informadas por criterios prudenciales y/o criterios ético-
normativos.
Respecto al cuarto grupo de directivas primarias, se pueden citar las siguientes dos formulaciones:
En ambos casos, se está reenviado al intérprete a fines (asumidos como) objetivos, ya sea propios de
la disposición considerada aisladamente, o bien de la disposición en cuanto parte de un todo,
identificado discrecionalmente por el intérprete en la pertinente institución, subsector, sector, etc.
En tales casos no se tiene en cuenta la voluntad del legislador y, por el contrario, se asume que el
derecho en su conjunto y/o en las concretas normas que lo componen tiene finalidades propias, que
trascienden los eventuales fines del legislador. Lo que concede al intérprete amplios márgenes de
maniobra.
Finalmente, en lo referente al quinto y último grupo de directivas primarias, se pueden citar las
siguientes formulaciones:
Por tanto, son argumentos naturalistas todos aquellos esquemas discursivos en los que el intérprete
identifica la naturaleza de las cosas en la naturaleza del mercado, la naturaleza de las relaciones
familiares, etc., y procede así a atribuir a las palabras de las disposiciones los significados
sugeridos por éstos en los fenómenos de los que se trata en cada ocasión.
De esta forma, la palabra «naturaleza» designa el conjunto de las características esenciales de una
cosa (las que hacen de una cosa aquella cosa y no otra). En cuyo caso, Chiasonni agrega que cuáles
sean las características esenciales de una cosa no es algo que pueda resolverse mediante la
observación pura y simple de los fenómenos naturales o sociales. Refleja, por el contrario, la
utilización de un determinado sistema de valores y de principios, y presupone por tanto alguna ética
normativa.
Por lo que, en definitiva, la directiva naturalística puede ser considerada una variante específica y
en parte disfrazada de la otra, en la que, por el contrario, la relevancia hermenéutica de éticas
normativas extrajurídicas, que constituirían el objeto de un presunto reenvío recibido por parte de
las disposiciones jurídicas, se afirma abiertamente.
Ahora bien, como corolario de todo lo anterior, se constata que la existencia de tales grupos de
directivas encaminan al intérprete para que haga uso de recursos hermenéuticos heterogéneos:
lingüísticos, psicológicos (o seudopsicológicos), dogmáticos, jurisprudenciales, éticos, etc. Pero, la
aplicación de esos distintos recursos puede llevar a una pluralidad de resultados divergentes y, en
muchos casos, contradictorios. En concreto:
143
Ibíd., p. 106.
144
Ibíd., p. 110.
66
Señala Chiasonni que ello pone de manifiesto dos límites, relacionados entre sí, de las directivas
primarias: su limitada capacidad prescriptiva, que se refleja en un déficit de capacidad justificativa.
En tal sentido, el autor explica que tales directivas son constitutivamente no idóneas para ofrecer a
los intérpretes un conjunto exhaustivo y eficiente de instrucciones hermenéuticas. Además, son
constitutivamente no idóneas para ofrecer a los intérpretes una justificación exhaustiva (y por tanto
«racional») para los resultados hermenéuticos acreditados. Por lo que, en definitiva, señala el autor
que en un mundo que, por hipótesis, estuviese poblado únicamente por directivas primarias, la
determinación final del significado de una disposición dependerá únicamente del mero arbitrio del
intérprete en la selección del uso de tal directiva. Sin embargo, existen un conjunto de directivas
secundarias y axiomáticas que remedian, en parte, los defectos de un hipotético universo poblado
únicamente por directivas primarias.
Así las cosas, las directivas secundarias regulan el uso de las directivas primarias y establecen los
criterios para evaluar la corrección total –o habida cuenta de todo- de las interpretaciones-producto
obtenidas sobre la base de éstas. Se trata de un conjunto de elementos funcionalmente heterónomos,
entre las cuales se distinguen directivas de tres tipos, que el autor denomina: directivas selectivas,
directivas procedimentales y directiva preferenciales.
Las directivas selectivas prescriben a los intérpretes qué directivas primarias utilizar para atribuir un
significado jurídicamente correcto a una disposición. En cuyo caso, un código interpretativo puede
ser monista, pluralista u holista. Sería monista si prescribe a los intérpretes la utilización, por
hipótesis, de una única directiva primaria, o bien, de un solo conjunto unitario de directivas
primarias. Sería pluralistas si prescribe a los intérpretes la utilización, por hipótesis, de dos o más
directivas primarias diversas, o bien, de dos o más conjuntos unitarios de directivas primarias. Por
último, sería holista si prescribe a los intérpretes la utilización, por hipótesis, de todas las directivas
interpretativas primarias o bien de todos los diversos conjuntos unitarios de directivas primarias,
elaborados y/o en circulación en su cultura y organización jurídica.
Las directivas procedimentales, por su parte, prescriben el uso de las directivas primarias, o bien un
conjuntos unitarios de directivas primarias previamente identificados por la pertinente directiva
selectiva. Dichas directivas resultan necesarias en presencia de una directiva selectiva de tipo
pluralista u holista. Pueden distinguirse dos tipos de directivas procedimentales, las directivas
procedimentales puras y las directivas procedimentales axiológicas, o procedimentales-
preferenciales. Las directivas procedimentales puras pueden ser, a su vez, de dos tipos: no
ordenadoras (discrecionales) o bien ordenadoras (prudenciales). De esta forma:
Es claro que en este último supuesto se incorpora una escala de preferencias –una jerarquía
axiológica- entre los resultados hermenéuticos que pueden obtenerse en el auxilio de las diferentes
directivas primarias o conjuntos unitarios de directivas primarias.
Finalmente, las directivas preferenciales establecen, por último, bajo qué consideraciones el
resultado de las aplicaciones de una directiva primaria, o de un conjunto unitario de directivas
primarias, puede, habida cuenta de todo, ser adscrito a una disposición como «su» significado
jurídicamente correcto. Existen dos tipos de directivas preferenciales:
i. Las directivas preferenciales negativas o inhibitorias: dichas directivas tienen una función
inhibitoria o de preclusión, en tanto establecen condiciones en presencia de las cuales un
significado, adscribible a una disposición sobre la base de una directiva primaria cualquiera
(y por tanto correcto, aunque sea parcialmente, a la luz de ésta), no puede serle atribuido
como «su» significado correcto al things considered.
ii. Las directivas preferenciales positivas o comparativas: dichas directivas tienen la función
de criterios de valoración comparativa de las interpretaciones producto, en tanto establecen
cuál –de entre dos o más significados adscribibles a una misma disposición sobre la base de
ciertas directivas primarias, que hayan superado el filtro de las directivas inhibitorias-
puede ser considerado como «su» significado jurídicamente correcto al things considered.
Algunas de tales directivas preferenciales coinciden con lo que los juristas y operadores jurídicos
del derecho suelen llamar «argumentos sistemáticos», «cánones sistemáticos» o «técnicas
sistemáticas». En tales casos, estas técnicas funcionan como directivas de compatibilidad
endosistémica de las interpretaciones producto. Dentro de las directivas preferenciales inhibitorias,
procede mencionar las siguientes:
68
ii. Canon o argumento interpretativo de la congruencia axiológica, que prohíbe derivar de las
disposiciones, como sus significados correctos all things considered o habida cuenta de
todo, normas explícitas que sean expresión de valoraciones incongruentes respecto de la
escala de valores derivable de una o más normas –formalmente o axiológicamente-
superiores del sistema.
iii. Canon o argumento interpretativo de la congruencia teleológica, que prohíbe derivar de las
disposiciones, como sus significados correctos all things considered o habida cuenta de
todo, normas explícitas que sean incongruentes, desde el punto de vista de su eficacia
instrumental, respecto de un fin impuesto por una o más normas –formalmente o
axiológicamente- superiores del sistema.
vi. Canon o argumento topográfico o de la sede materia, que prohíbe derivar de las
disposiciones, como sus significados correctos all things considered o habida cuenta de
todo, normas explícitas que den lugar a una desarmonía en la estructura del discurso de las
fuentes o que, en cualquier caso, concuerden mal con la parte del discurso de las fuentes en
la que han sido colocadas.
145
Ibíd., p. 127.
69
argumentos, a menos que subsistan razones más fuertes y poderosas para lo contrario”146. En todo
caso, el autor pone de manifiesto que toca a los intérpretes –a la luz de sus ideologías
hermenéuticas, además del contexto en que operan y de las exigencias que de ese mismo contexto
se desprenden- establecer con cuáles directivas interpretativas dotarse.
Lo que conecta con las directivas hermenéuticas axiomáticas. Señala el autor que al indagar los
elementos que, en un discurso interpretativo, pueden concurrir en la determinación del contenido de
las decisiones interpretativas y que contribuyen a su justificación, no parece oportuno limitarse a
las directivas primarias y secundarias, sino que resulta oportuno considerar un tercer conjunto de
elementos, igualmente influyentes, que, por hipótesis, refleja las posiciones axiológicas más
fundamentales de los intérpretes acerca del modo correcto de interpretar las disposiciones (todas,
algunas, etc.) de un ordenamiento jurídico. Se trataría de juicios de valor que implican directivas de
comportamiento y que preceden, de forma inmediata, a la selección de las directivas secundarias (y,
de forma mediata, a la selección de las directivas primarias), como directivas axiomáticas o de
tercer nivel. En tal sentido:
En cuyo caso, desde el punto de vista de las directivas axiomáticas, pueden distinguirse
innumerables códigos hermenéuticos diferentes: códigos naturalistas, códigos estáticos, códigos
dinámicos, códigos eclécticos. Interesa destacar los primeros tres.
Un código naturalista tiene una básica axiomática que incluya, por ejemplo, una directiva en los
siguientes términos:
Tal directiva refleja el modo de ver según el cual los textos contienen en sí mismos las
instrucciones que el lector –el intérprete- debe seguir para comprender correctamente su sentido. De
esta forma, la identificación de las instrucciones depende de una determinada teoría acerca de la
naturaleza del texto, que el mismo lector –intérprete- sostiene, por alguna razón, que es la que hay
que adoptar. En el caso de las disposiciones, depende de una determinada ideología del derecho y/o
de las normas jurídicas, sea, de una determinada doctrina acerca de sus aspectos «esenciales». Así,
por ejemplo, si se sostiene que la naturaleza de las disposiciones a interpretar consiste en ser
producto de actos de voluntad (ideología voluntarista), ello supondría que tales disposiciones, dada
su naturaleza, requieren (exigen) ser interpretadas de manera conforme a la voluntad de su autor.
146
Ibíd.
147
Ibíd., p. 134.
70
Lo que determinará la adopción de todos los instrumentos interpretativos que aseguren, en mayor
grado, la consecución de tal resultado. En cambio, si se sostiene que la naturaleza de las
disposiciones a interpretar consiste en representar los fundamentos axiológicos, trascedentes o
intangibles, de la vida asociada, esto podría llevar a sostener que tales disposiciones, debido a su
naturaleza, requieren (exigen) ser interpretadas según parámetros objetivos, como, por ejemplo, los
principios de la «verdad» ética normativa a ellas subyacente.
Por otra parte, un código estático tiene una base axiomática que incluye, por ejemplo, una directiva
en los siguientes términos:
La interpretación de las disposiciones debe ser llevada a cabo sobre la base de las
directivas primarias y secundarias que aseguren el máximo grado posible de certeza
del derecho en su aplicación judicial (y/o el máximo grado posible de subordinación
del intérprete a la ley).
Finalmente, un código dinámico tiene una base axiomática que incluye, por ejemplo, una directiva
en los siguientes términos:
La interpretación de las disposiciones debe ser llevada a cabo sobre la base de las
directivas primarias y secundarias que aseguren la máximo adecuación axiológica
momentánea del derecho, en su aplicación judicial al caso concreto.
De esta forma, el exhaustivo análisis realizado por Pierluigi Chiassoni nos permite entender la alta
complejidad y conflictividad que conlleva el fenómeno interpretativo. Y pone de manifiesto la
necesidad de complementar la fórmula estándar del enunciado interpretativo (vid. supra I.4.a), que
ya no sería:
La disposición D significa N
Por lo demás, los diversos elementos ya apuntados, que motivan la complejidad y conflictividad del
proceso interpretativo, también afectan a las disposiciones constitucionales e, incluso, se magnifica
en razón de las particularidades estructurales y funcionales que suelen presentar las disposiciones
contenidas en los actuales textos constitucionales. La doctrina ha puesto de manifiesto que los
148
Se ha utilizado, como base, la formulación propuesta por Wróblewski, según se cita por Chiassoni. Ibíd.,
pp. 83 y 131.
71
Interesa, por ahora –y con sustento nuevamente en el desarrollo doctrinal formulado por Pierluigi
Chiassoni149-, plantearse el tema de la fidelidad del juez-intérprete y retomar el tema de las
mencionadas doctrinas cognoscitivista, no cognoscitivista e intermedia (vid. supra I.4.a). En
cuanto a este punto, Chiasonni señala que procede preguntarse:
El autor responde que, en atención al anterior desarrollo conceptual, resulta claro que:
“(…) «la ley», desde el punto de vista de su utilización para resolver quaestiones
iuris reales o hipotéticas, no es un dato (una variable) independiente de la
interpretación. Sino que se trata siempre de la ley en la interpretación adscribible a
aquélla –y acreditable por aquélla- sobre la base de un determinado código
hermenéutico: y, de manera más precisas, sobre la base de ciertas directivas
primarias, secundarias y axiomáticas.”151
El autor deriva de lo anterior, como primera consecuencia, que el problema de fidelidad a la ley, en
realidad es un problema de metodología jurídica prescriptiva; en particular, un problema de la
elección del código hermenéutico que –se presupone, se sostiene, se auspicia- logre el nivel
(considerado) óptimo de servidumbre, pasividad o (auto-)limitación del intérprete respecto del texto
interpretado.
Deriva, como segunda consecuencia, reexaminar los fundamentos teóricos posibles de las ya
mencionadas soluciones cognoscitivista, no cognoscitivista e intermedia.
149
Ibíd, pp. 159 a 165
150
Ibíd., p. 159.
151
Ibíd., p. 159.
72
Para la solución cognoscitivista, la interpretación textual es –y en cualquier caso puede ser- una
actividad puramente cognoscitiva, que consiste en describir el «verdadero» (unívoco y
determinado) significado de las disposiciones legislativas, y/o determinar el «verdadero» (unívoca y
determinada) voluntad o intención del legislador. Desde esta perspectiva, la fidelidad a la ley –
entendida como fidelidad a un conjunto de preceptos entera y unívocamente preconstituidos a su
aplicación judicial- se presenta como un ideal plenamente realizable.
Explica el autor que, a favor de tal posición, los no cognoscitivistas aducen dos tipos de
consideraciones.
i. En primer lugar, se sostiene que el acto interpretativo de disposiciones es, por su naturaleza,
un acto de carácter decisorio. No se trataría por tanto de un acto con el cual simplemente se
identifica, se describe o se conjetura acerca del significado de una disposición; se trataría,
en cambio –y desde la perspectiva de una desencantada reconstrucción conceptual del
fenómeno-, de un acto con el cual se decide, se determina, se adscribe un significado a una
disposición.
ii. En segundo lugar, se sostiene que toda disposición es problemática, ya que siempre se
puede entender que expresa –por lo menos, desde el punto de vista metodológico- no menos
de dos significados distintos y alternativos. Lo que obedece a la concurrencia de una
pluralidad de factores heterogéneos, entre los cuales destacan:
b) La naturaleza del lenguaje jurídico, que, como todos los lenguajes no formalizados, es
un lenguaje que adolece fatalmente ya sea de la vaguedad actual o potencial de los
conceptos, ya sea de la ambigüedad sintáctica, semántica y pragmática de sus
enunciados.
c) El carácter (supuestamente) sistemático del discurso de las fuentes, por el cual las
disposiciones individuales no son elementos aislados, sino parte de un todo, que se suele
tener en cuenta al interpretar (ya que es opinión difundida y radicada que esto es lo que
debe hacerse), con efectos frecuentemente multiplicadores de los significados atribuibles
a las mismas disposiciones.
73
d) Las construcciones dogmáticas de los juristas, que, de nuevo, tienen a menudo un efecto
prodigiosamente multiplicador de los significados atribuibles a disposiciones.
“El grado máximo al cual puede aspirarse, desde un punto de vista realista, parece
consistir en la fidelidad a los valores fundamentales (que el intérprete asume que
están) incorporados al derecho positivo, a la luz de los cuales se puede perseguir
una fidelidad a la ley, no pasiva ni mecánica, como erróneamente afirman los
formalistas, sino activa o dinámica: una fidelidad, en otras palabras, que exige la
constante colaboración de los intérpretes en un proceso nomopoiético que no se
agota en la producción fundamental de disposiciones por parte del legislador.”152
La interpretación textual es una actividad cognoscitiva en los casos claros o casos fáciles: esto es,
cuando el intérprete puede atribuir a una disposición un significado perfectamente idóneo para
resolver una determinada quaestio iuris, (i) sobre la base únicamente de reglas sintácticas y
semánticas empíricamente comprobables, a la luz de las cuales todo vocablo de una disposición
asume un significado preciso, o bien (ii) sobre la base de la inequívoca voluntad del legislador
histórico.
La interpretación textual, en cambio, es una actividad volitiva en los casos de duda o casos difíciles.
En estos casos, si el intérprete quiere atribuir a una disposición un significado idóneo para resolver
una determinada quaestio iuris, (i) no puede sino elegir entre más significados concurrentes dados
(por ejemplo, entre dos o más significados conformes, respectivamente, a la voluntad del legislador
histórico y a las reglas semánticas y sintácticas de la lengua natural en la que está formulada la
152
Ibíd., p. 164.
74
disposición), o bien, (ii) no puede sino estipular él mismo las reglas semánticas a la luz de las cuales
los vocablos de la disposición asumen un significado claro. En este segundo caso, el intérprete
«crea» el significado de la disposición.
Por ende, y desde la perspectiva ecléctica, la fidelidad pasiva a la ley, de estampa formalista, se
presenta como un objetivo razonable, pero únicamente en los casos claros. En los casos de duda,
por el contrario, se puede aspirar como mucho a una fidelidad activa y dinámica de estampa no
cognoscitiva.
Ante tal panorámica, Chiassoni finalmente concluye que tanto la solución cognoscitivista como la
solución ecléctica son erróneas, pues, a su juicio, en ningún caso la interpretación textual se reduce
al puro y simple (re)conocimiento de un significado «verdadero» o «propio» de las disposiciones
interpretadas. Ello por cuanto el uso del código hermenéutico formalista conlleva operaciones que
implican la cooperación activa del intérprete, como así lo evidencia los problemas aplicativos ya
apuntados, que circundan las directivas primaras cercanas a dicho código.
Ahora bien, independientemente que se acojan de forma íntegra -o no- todas las conclusiones
expuestas por Chiassoni, estimo que lo relevante para efectos de esta tesis –y que se pone de
manifiesto con el análisis efectuado por dicho autor-, es lo siguiente:
153
Ver, al efecto, MARTÍNEZ ZORRILLA, David, Conflictos constitucionales, ponderación e
indeterminación normativa, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 2007, p. 222.
75
mencionar dos de esos factores, referentes a los límites lingüísticos y a la noción de sistema
normativo, que permiten circunscribir la interpretación de la disposición normativa a un marco de
significados semántica y sistemáticamente posibles154.
Lo que incide en la interpretación jurídica, en tanto que todo proceso interpretativo parte,
inevitablemente, de la comprensión de la respectiva formulación normativa, conforme a dichas
reglas semánticas y sintácticas, y que se constituye en “punto de partida ineludible de la
interpretación como actividad”155. Pero también se constituye en “límite infranqueable de la
interpretación como resultado”156. De esta forma:
En cuanto al segundo factor, Patricia Cuenca señala que la contemplación del sistema normativo,
como un conjunto de normas unitario, coherente y ordenado jerárquicamente, implica que la
interpretación de un determinado enunciado no puede dejar de tomar como referente a las
disposiciones de rango superior, a las que no puede contradecir. De forma tal, que la idea de sistema
opera también excluyendo ciertas opciones interpretativas y favoreciendo otras.
154
Ver, en tal sentido, a CUENCA GÓMEZ, Patricia, El sistema jurídico como sistema normativo mixto. La
importancia de los contenidos materiales en la validez jurídica, Editorial Dykinson S.L., Madrid, 2008, pp.
416 y ss.
155
Ibíd., p. 438.
156
Ibíd.
157
Ibíd., p. 445.
76
Por lo que podemos agregar que, precisamente, una de las principales consecuencias del
reconocimiento del valor normativo supremo de la norma constitucional, así como de la noción
sistemática del ordenamiento jurídico –sea, de la consideración del ordenamiento como un sistema,
que debe ser interpretado de forma coherente158-, es la obligación de todo operador jurídico de
interpretar las normas infraconstitucionales de conformidad a la Constitución. Lo que implica que
dentro de las posibilidades interpretativas de una norma infraconstitucional, el operador jurídico
debe descartar las interpretaciones contrarias a la norma suprema y elegir la que mejor se ajuste a
los preceptos constitucionales. En otras palabras:
Como corolario de lo anterior, se puede concluir que, en principio, la interpretación de las diversas
disposiciones normativas se verá condicionada por la previa atribución de significado a las
disposiciones constitucionales.
Debe indicarse, por último, que algún sector de la doctrina ha afirmado que una de las dificultades
que plantea el tema de la interpretación constitucional lo constituye la ausencia de un marco
normativo que sirva de referencia en la atribución de significado160. Sin embargo, ello no es del todo
exacto, pues en materia de derechos humanos tal marco sí existe, como así lo constituye el Derecho
158
Así en DÍAZ REVORIO, Francisco Javier, Valores superiores e interpretación constitucional, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1997, pp. 315 y ss.
159
JINESTA L., Ernesto, “Relaciones entre jurisdicción ordinaria y jurisdicción constitucional”, en Anuario
de Derecho Constitucional Latinoamericano 2007, Fundación Konrad-Adenauer, Uruguay, 13er año, t. I,
2007, p. 238. En similar sentido: “(…) de los posibles sentidos atribuibles a las normas subconstitucionales,
han de excluirse aquellos que contradigan a la norma constitucional, para optar por aquel que mejor se les
adecue. Se trata de que el intérprete del resto del ordenamiento jurídico, particularmente los jueces del orden
común, interpreten las normas subconstitucionales de manera tal que los valores y principios contenidos en
las normas constitucionales se vean plenamente realizados, es decir, que las interpreten en la forma más
favorable a la efectividad del Derecho Constitucional. Esta característica del principio implica que cualquier
interpretación de las normas subconstitucionales que contradiga la Constitución, o perjudique la plena
efectividad de sus valores y principios, ha de ser considerada intolerable.” Esto en JURADO FERNÁNDEZ,
Julio, op. cit., p. 151. Así, por ejemplo, en la sentencia 77/1985, el Tribunal Constitucional español indicó lo
siguiente: “(…) la sujeción de los poderes públicos al ordenamiento constitucional impone una
interpretación de las normas legales acordes con la Constitución, por lo que debe prevalecer en el proceso
de exégesis el sentido de la norma, entre los posibles, que sea adecuado a ella”.
160
Así en DE ASÍS, Rafael, “Lección Novena”, en PECES-BARBA, Gregorio, FERNÁNDEZ, Eusebio, y
DE ASÍS, Rafael (dir.), Curso de Teoría del Derecho, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales S.A.,
Madrid, 2da ed., 2000, p. 242.
77
Internacional de los Derechos Humanos. Ello constituye, justamente, uno de los principales temas a
desarrollar en los próximos capítulos (vid. infra II.6.b, IV.5 y IV.7).
Procede, en este momento, retomar e integrar una serie de conceptos e ideas expuestas a lo largo de
este capítulo.
Se puede afirmar, en segundo lugar, que la Constitución también hace parte esencial del
sistema normativo. De la constitución originaria no se puede predicar su validez o
invalidez, por el contrario, es una norma soberana o independiente del sistema, emitida por
una autoridad normativa preinstitucional (en el lenguaje heredado del Constitucionalismo
Revolucionario, es producto del poder constituyente originario); sin embargo, la
Constitución sí determina la validez del resto de componentes del sistema normativo. Se
puede aseverar, en tal sentido, que el ordenamiento jurídico es una red de
significantes/significados normativos que interactúan entre sí, conforme criterios de
validez, ordenación y coordinación. Asimismo, hacen parte de ese ordenamiento jurídico un
conjunto de instituciones y procedimientos que tienen por rol introducir nuevos
significantes/significados a la red o excluirlos, así como resolver sobre su sentido o alcance
y procurar por su operatividad –incluso, de forma coactiva-. En cuyo caso, la Constitución
regula en sus aspectos esenciales la estructura y funcionamiento de dicha red.
De esta forma, y recapitulando los distintos elementos previamente destacados, es posible precisar
que el concepto de Constitución integra, actualmente, los siguientes rasgos esenciales:
161
Ver en este sentido HESSE, Conrado, “Constitución y Derecho Constitucional”, en LÓPEZ PINA,
Antonio (ed.), Manual de Derecho Constitucional, Instituto Vasco de Administración Pública, Marcial Pons,
Ediciones Jurídicas y Sociales S. A., Madrid, 1996, pp. 1 a 15. También HERNÁNDEZ VALLE, Rubén, El
Derecho de la Constitución, Editorial Juricentro, San José, C.R., 2da ed., t. I, 2004, pp. 142 a 150.
78
particulares; (iii) establece la arquitectura básica del aparato estatal, para lo que constituye
sus órganos principales, les distribuye competencias, les impone responsabilidades, les
demarca límites y diagrama dispositivos de control; (iv) reconoce y garantiza los derechos
fundamentales de las personas -no sólo como derechos subjetivos, sino que, además, como
factores positivos de orientación, integración y dirección de la acción estatal-; y (v)
disciplina y organiza el sistema de fuentes del Derecho.
162
GUASTINI, Riccardo, “La «constitucionalización» del ordenamiento jurídico: el caso italiano”, en
CARBONELL, Miguel (ed.), Neoconstitucionalismo(s), Editorial Trotta S. A., Madrid, 2da ed., 2005, p. 53.
163
SOLOZABAL ECHAVARRÍA, Juan José, Principialismo y Orden Constitucional, Institut de Ciències
Polítiques i Socials, Barcelona, 1998, p 19. Como lo indica Pablo Pérez Tremps, la Constitución no es “una
norma más, sino la norma superior del ordenamiento que da sentido y coherencia a todo él. Ello significa
que todo el ordenamiento ha de entenderse con referencia y en función de la Constitución y que todo aquél
que deba aplicar Derecho tendrá en la Constitución, no sólo el criterio de regularidad de las normas, sino un
instrumento básico para la interpretación del resto del ordenamiento.” Esto en PÉREZ TREMPS, Pablo,
Tribunal Constitucional y Poder Judicial, cit., p.120.
79
La Constitución cumple, de esta forma –y como ya se indicó-, un rol primario en la definición de las
condiciones formales y materiales de validez del resto de normas que integran el sistema normativo
estatal, y afecta la forma en que deben interpretarse y aplicarse los demás preceptos normativos. En
suma, se puede concluir que la Constitución contiene un marco de significantes normativos que
condicionan, formal y sustancialmente, el proceso de creación, aplicación e interpretación de todo el
ordenamiento jurídico. Lo anterior permite entender que cualquier modificación (formal o informal)
en la significación de un precepto constitucional puede tener profundas repercusiones en la
comprensión y funcionamiento del resto del sistema normativo. De allí la evidente trascendencia
jurídica/política que tiene el tema de la reforma y la mutación constitucional. Lo que habrá de
analizarse a profundidad en las próximas páginas.
Finalmente, debe hacerse la aclaración que el análisis efectuado en el presente capítulo se centra,
principalmente, en la mecánica de un sistema normativo nacional, interno o doméstico; sin
embargo, la interacción e interrelación de dicho sistema normativo con el Derecho Internacional
exige varias precisiones u observaciones adicionales. Lo que también incide en el tema de la
reforma y la mutación constitucional. Ello constituye justamente el objeto de los siguientes
capítulos, al menos en el caso específico del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
80
Capítulo II.
Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Constitución
II.1 Exordio.
Procede, ahora, estudiar los vínculos o conexiones entre las Constituciones nacionales y el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos. Ello como paso previo a abordar el tema central de esta
tesis, a saber, la incidencia del Derecho Internacional de los Derechos Humanos en la reforma y la
mutación constitucional.
Debe adelantarse, al efecto, que un fenómeno político y jurídico trascendental, acontecido a partir
de la Segunda Guerra Mundial, lo ha sido el vertiginoso desenvolvimiento del Derecho
Internacional de los Derechos Humanos. Proceso que se ha caracterizado por la adopción de
múltiples tratados o convenios internacionales -regionales o universales-, aprobados o ratificados
por los distintos Estados, que tienen por objeto el reconocimiento, la promoción y la garantía de un
conjunto de derechos estimados fundamentales a favor de las personas que se encuentran bajo la
jurisdicción de tales Estados. Instrumentos internacionales que, además, tienen por propósito que su
aplicación y vigencia plena se proyecte de forma efectiva en el ámbito interno de los Estados. Lo
que puede tener profundas implicaciones en la forma en que se producen, interpretan y aplican las
normas jurídicas internas o domésticas, incluidas las propias normas constitucionales.
De hecho, la mencionada evolución del Estado de Derecho, así como la consolidación del principio
democrático y del principio de supremacía constitucional, ha sido esencial para la configuración de
un nuevo modelo de Estado, que se estructura como un Estado Constitucional, Democrático, Social
y de Derecho. El que se edifica a partir de los siguientes rasgos esenciales:
Concepción del poder estatal como poder constituido (que encuentra su origen y legitimidad
en el consentimiento del pueblo), limitado (sus fines y actuaciones están sometidas a la
Constitución y a las normas jurídicas compatibles con ésta), fraccionado (se distribuyen las
competencias y funciones públicas entre entes u órganos independientes, a fin de evitar la
concentración en el ejercicio del poder estatal) y controlado (mediante distintos
mecanismos que garantizan su sometimiento al ordenamiento jurídico y a la voluntad
popular);
164
Cabe hacerse eco de la doctrina, en el sentido que la referencia a diversas “generaciones” de derechos
humanos se hace “para efectos puramente metodológicos según el momento de su aparición histórica, pues
estamos conscientes que las tendencias contemporáneas abogan por una concepción integral de los derechos
humanos…”. CASTILLO VÍQUEZ, Fernando, La protección de los derechos fundamentales en la
jurisdicción constitucional y sus vicisitudes, Juritexto, San José, C.R., 2008, p.14. En esta misma tesitura se
puede citar el artículo 6, inciso 2, de la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, adoptada por la Asamblea
General de la Organización de Naciones Unidas en su resolución 41/128 del 4 de diciembre de 1986, en el
que se afirma: “Todos los derechos humanos y las libertades fundamentales son indivisibles e
interdependientes; deben darse igual atención y urgente consideración a la aplicación, promoción y
protección de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales”. Asimismo, en la Declaración
y Programa de Acción de Viena, adoptada en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos (1993), se
dispuso: “Todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados
entre sí”.
82
Lo anterior se pone de manifiesto en la Carta de San Francisco, que en 1945 da vida a las Naciones
Unidas, y que en su preámbulo reafirma “la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la
igualdad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres...”.
165
Respecto a este punto: “La progresiva afirmación de la idea según la cual la libertad, la igualdad y la
dignidad son valores consustanciales al ser humano de los que derivan derechos universales, indivisibles,
interdependientes e inalienables, es el resultado de un largo proceso histórico que arranca con las
revoluciones liberales desarrolladas en Europa y América a partir de finales del s. XVIII, que evolucionan
por influjo de las ideas socialistas a principios del XX y que, sin duda, encuentran su máxima expresión en
las constituciones promulgadas en un buen número de Estados a uno y otro lado del Atlántico a lo largo de
los siglos XIX y XX. Sin embargo, y desde un punto de vista jurídico, hasta mediados del pasado siglo la
garantía de los derechos humanos era una empresa sólo asumida en el plano interno”. Esto en
FERNÁNDEZ TOMÁS, Antonio, SÁNCHEZ LEGIDO, Ángel, y ORTEGA TEROL, Juan, Manual de
Derecho Internacional Público, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2004, pp. 327 y 341.
166
Tras la Segunda Guerra Mundial, no se podía “pasar por alto las graves atrocidades cometidas por los
regímenes totalitarios durante sus prolegómenos y a lo largo de su desarrollo, buena parte de ellas dirigidas
contra sus propias poblaciones. No en vano, aún siendo muchos de ellos ciudadanos alemanes, millones de
judíos, pero también decenas de miles de comunistas, gitanos y homosexuales murieron víctimas del régimen
nazi”. Ibíd., p. 568.
167
Lo que pone “en evidencia que el ejercicio del poder público constituye una actividad peligrosa para la
dignidad humana, de modo que su control no debe dejarse a cargo, monopolísticamente, de las instituciones
domésticas, sino que deben constituirse instancias internacionales para su protección”. En NIKKEN, Pedro,
“El Concepto de Derechos Humanos”, en CERDAS CRUZ, Rodolfo, y NIETO LOAIZA, Rafael (comp.),
Estudios Básicos de Derechos Humanos, IIDH, San José, t. I, 1994, pp. 19 y 20.
83
Y para dotar a tales derechos de la fuerza de normas jurídicas convencionales, y además establecer
mecanismos procesales e institucionales para su promoción y protección, el 16 de diciembre de
1966 se aprueban el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Lo que se complementa con una serie de instrumentos
especializados, que brindan un tratamiento individualizado respecto a determinados derechos o
frente a las formas más graves de violación a los derechos humanos, o que brindan una protección
especial a determinados colectivos. Se puede citar, al efecto, la Convención para la Prevención y la
Sanción del Delito de Genocidio, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las
Formas de Discriminación Racial, la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles,
Inhumanos o Degradantes, la Convención sobre la Esclavitud, la Convención Internacional para la
Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, la Convención sobre los
Derechos de las Personas con Discapacidad, la Convención sobre los Derechos Políticos de la
Mujer, la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer,
y la Convención sobre los Derechos del Niño.
168
En GROSS ESPIEL, Héctor, Estudios sobre Derechos Humanos, Ed. Civitas S. A., Madrid, 1988, p. 30.
169
Según explica Santiago Ripol Carulla, desde los primeros momentos de preparación de la Convención, se
determinó que ésta tendría un carácter selectivo, en tanto –inicialmente- solo se protegerían en aquellos
derechos considerados absolutamente indispensables para la existencia y funcionamiento de la democracia.
Esto en RIPOL CARULLA, Santiago, Estudio Preliminar, en España en Estrasburgo. Tres décadas bajo la
Jurisdicción del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Arazandi, Pamplona, 2010, pp. 16 y 17.
84
En el caso americano destaca la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre.
Ésta es aprobada, junto con la Carta de la Organización de Estados Americanos, en la IX
Conferencia Internacional Americana, reunida en Bogotá en 1948. Tiene como fundamento la idea
que las instituciones políticas en general y el Estado en particular “tienen como fin principal la
protección de los derechos esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le permiten
progresar espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad” (párrafo primero del considerando).
Por su parte, la Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José se firma el 22
de noviembre de 1969. A ello se suma el Protocolo de San Salvador sobre Derechos Económicos,
Sociales y Culturales, el Protocolo relativo a la Abolición de la Pena de Muerte, la Convención
Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, la Convención Interamericana sobre la
Desaparición Forzada de Personas, la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y
Erradicar la Violencia contra la Mujer, y la Convención Interamericana para la Eliminación de
todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad.
De esta forma, luego de la segunda mitad del siglo pasado, y tanto en el ámbito universal como
regional, los distintos Estados han adoptado numerosos instrumentos internacionales relativos a la
promoción y protección de los derechos humanos. Instrumentos en los que se reconocen tales
derechos, se pactan obligaciones tendentes a asegurar su goce, y se crean órganos internacionales
destinados a velar por su promoción y tutela. Asimismo, todas estas normas han adquirido de
manera paulatina características específicas en relación con las disposiciones generales del Derecho
Internacional, lo que ha dado lugar a la configuración de un nuevo corpus iuris, una nueva rama del
Derecho Internacional, como lo es el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (en adelante:
DIDH), que se compone de un conjunto de principios y normas jurídicas, tanto sustanciales como
procesales, que regulan internacionalmente la cuestión de los derechos humanos170.
Finalmente, el proceso previamente descrito ha supuesto una profunda modificación respecto del
Derecho Internacional tradicional, pues, junto al clásico principio de la soberanía de los Estados, el
reconocimiento, promoción y protección internacional de los derechos humanos se ha constituido
en uno de los principios estructurales del orden internacional. De esta manera:
170
Ver en este sentido FIX-ZAMUDIO, Héctor, Protección Jurídica de los Derechos Humanos, Comisión
Nacional de Derechos Humanos, México D.F., 2da ed., 1999, pp. 455 y 456. Con lo que se inserta entre las
grandes vertientes de la protección internacional de la persona humana, que incluye también el Derecho
Internacional Humanitario (que pretende tutelar al ser humano ante conflictos armados internacionales o no
internacionales) y el Derecho Internacional de los Refugiados (que procura la tutela de los refugiados y de las
poblaciones desplazadas). Vertientes todas ellas que tienen como raíz común el propósito de defender y
proteger al ser humano, por lo que sus normas se pueden aplicar en forma simultánea o concomitante, según
cada supuesto de hecho. Ver también CANÇADO TRINDADE, Antônio Augusto, Derecho Internacional de
los Derechos Humanos, Derecho Internacional de los Refugiados y Derecho Internacional Humanitario:
Aproximaciones y Convergencias, CICR PUBLICACIONES, Ginebra, p. 64.
85
“(…) relaciones entre un Estado soberano y las personas que se encuentran bajo
su jurisdicción, sean nacionales o extranjeros, estarán reguladas por principios y
normas jurídicas internacionales. De este modo, se admitió que principios éticos,
políticos y jurídicos superiores al de la soberanía podían justificar derogaciones al
principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados.”172
En definitiva, los Estados han ido asumiendo, de forma creciente, obligaciones internacionales en
materia de derechos humanos, que delimitan y condicionan su conducta y afectan su ordenamiento
jurídico nacional o doméstico.
Ahora bien, de previo a proseguir con el análisis sobre el objeto, particularidades y efectos del
Derecho Internacional de los Derechos Humanos, resulta oportuno examinar propiamente el
concepto de derecho humano.
Es indudable la importancia que el uso del término derechos humanos ha adquirido en esta época.
Esto en el tratamiento de los más variados temas de carácter social, político y jurídico, al punto de
convertirse en parámetro ineludible para juzgar las distintas concepciones y alternativas de la
171
CARRILLO SALCEDO, Juan Antonio, “Persona Humana, Soberanía de los Estados y Orden
Internacional”, en MARIÑO MENÉNDEZ, Fernando M. (coord.), El Derecho Internacional en los albores
del Siglo XXI, Editorial Trotta S.A., Madrid, 2002, p. 80.
172
Ibíd., p. 79. Y es que la “afirmación de que todo ser humano es titular de derechos propios, oponibles
jurídicamente a todos los Estados, incluso al Estado del que sea nacional o al Estado bajo cuya jurisdicción
se encuentre, constituyó sin duda una innovación revolucionaria en el Derecho internacional ya que, en
adelante, la persona –titular de unos derechos, por el hecho de serlo y en razón de la igual dignidad de todo
ser humano- no podía ser considerada como un mero objeto internacional. […] si el trato que un Estado
diera a sus nacionales era en el Derecho internacional tradicional una cuestión de jurisdicción interna (ya
que el Derecho internacional se limitaba a regular la posición jurídica de los extranjeros), en el Derecho
Internacional contemporáneo ocurre lo contrario…”. Ibíd., p. 77. En este mismo sentido: “Este nuevo
Derecho Internacional de los Derechos Humanos es, en lo esencial, el resultado de un proceso evolutivo en el
que se han relacionado, siempre en forma dialéctica, las competencias estatales, por un lado, y el interés de
la Sociedad Internacional, por otro. A lo largo del mismo se ha producido la superación del viejo principio
de la competencia exclusiva del Estado y su sustitución por una nueva concepción que define a los derechos
humanos como materia de interés internacional. En virtud de esta nueva concepción se establece un modelo
de cooperación entre ordenamientos jurídicos que al tiempo que reconoce una competencia primigenia y
directa al Estado para establecer mecanismos propios de protección y promoción, define la competencia de
la Comunidad Internacional para adoptar normas en dicho ámbito e –incluso- para establecer sistemas
internacionales de control y fiscalización del comportamiento estatal”. En DÍEZ DE VELASCO, Manuel,
Instituciones de Derecho Internacional Público, Tecnos, Madrid, 17ma ed., 2009, p. 650.
86
realidad social y política. Y es que la poderosa carga emotiva e ideológica que acompaña a tal
expresión173 ha dado lugar a su uso (o abuso) en la lucha ideológica para justificar o criticar las más
dispares posiciones.
173
En el caso de la expresión derechos humanos (DH) y derechos naturales (DN) se ha puesto en evidencia
que: “Esos dos calificativos tienen, desde el punto de vista de la comunicación características similares. Son
fórmulas que se mueven antes bien en el plano axiológico que en el de lo empírico-descriptivo, cumplen una
función básicamente “emocionalizante”. Decir que algo es “derecho”, significa ya, de por sí, una manera de
dar a entender que está bien actuar de la manera correspondiente y que está mal obstaculizarlo. Mucho más
aún si se le agrega el calificativo de “humano” o de “natural”. Lo “humano” y lo “natural” toman un
sentido de última ratio en el discurso ético-político. Si alguna de estas calificaciones es aceptada para el
objeto en cuestión, ella obra como un fundamento inimpugnable a los ojos de mucha gente, incluso de
filósofos. Se supone que eso no requiere justificación ulterior, que no admite discusión. No ocupa el puesto de
una conclusión, sino que se presentan como axiomas, como los puntos de partida mismos del razonamiento
que recurre a dichos calificativos. Son de orden sacralizante, obran al modo de “términos-bandera”, o sea,
que tienden a suscitar una adhesión inmediata y no la discusión en torno a la legitimidad de lo presentado
bajo esas etiquetas. [...] La función lingüístico-pragmática de llamarle a algo DH o DN, es el extraer esos
derechos –es decir, las aspiraciones que éstos promocionan- del cuadro de aquellos cuya legitimidad pueda
llegar a ser cuestionada. Eso se logra por medio justamente del “sentido emotivo” (Ch. L. Stevenson) que va
anejo en dichas expresiones. Desde el punto de vista lógico se trata de un “expediente de inmunización” (H.
Albert). En el plano del razonamiento político social opera un “cierre del universo del discurso” (H.
Marcuse), dentro de los lindes que la trazan ciertas precomprensiones-tabú de la ideología subyacente.” En
HABA, Enrique, “¿Derechos Humanos o Derecho Natural?”, en Revista de Ciencias Jurídicas, núm. 45,
setiembre-diciembre, 1981, p. 122 y 123.
174
Esto en PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, cit., p.
25.
175
Se pueden citar, entre varias, las siguientes definiciones de derechos humanos. Son el: “conjunto de
facultades que corresponden a todos los seres humanos como consecuencia de su innata dignidad, destinados
a permitirles el logro de sus fines y aspiraciones en armonía con las otras personas y que deben ser
reconocidos y amparados por los ordenamientos jurídicos de cada Estado.” En PADILLA, Miguel,
Lecciones sobre Derechos Humanos y Garantías, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, t. 1, 1993, p. 33. También:
“Decir que hay «derechos humanos» o «derechos del hombre» en el contexto histórico-espiritual que es el
nuestro equivale a afirmar que existen derechos fundamentales que el hombre posee por el hecho de ser
hombre, por su propia naturaleza y dignidad, derechos que le son inherentes, y que lejos de nacer por una
concesión de la sociedad política, han de ser por ésta consagrados y garantizados.” En TRUYOL Y SERRA,
Antonio, Los Derechos Humanos, Tecnos, Madrid, 3ra ed., 1982, p. 11. En similar sentido: “Son derechos
inherentes a la misma esencia del hombre, que brotan directamente del mismo hombre por el sólo hecho de
ser hombre, como exigencias necesarias de su intrínseca dignidad de ser espiritual y libre. La autoridad
pública no los crea propiamente sino que los reconoce y los protege. La protección jurídica es la que
transforma los derechos humanos en derechos positivos. Por esta razón los derechos humanos en cuanto
tales son los mismos en todos los hombres, independientemente de sus cualidades personales físicas o
morales, y de su pertenencia a Estados más o menos desarrollados o «civilizados». [...] De todo lo que
87
De mi parte, estimo necesario diferenciar distintos aspectos, con el propósito de abordar el tema de
la conceptualización de los derechos humanos, a saber:
En cuanto al contenido de los derechos humanos, del análisis histórico antes realizado (vid.
supra I.2.d y II.2), así como del sustrato que se advierte del estudio de los distintos cuerpos
normativos en que se les ha consagrado, se puede concluir que los derechos humanos
recogen un cúmulo heterogéneo de expectativas, pretensiones o bienes -en sentido lato-,
cuya protección o atención se estima imperiosa para garantizar a todo ser humano: (i) la
satisfacción de una serie de necesidades o aspiraciones básicas que le aseguren
determinados mínimos vitales; (ii) las condiciones indispensables para el libre e íntegro
desenvolvimiento de su autonomía y potencialidades; o (iii) su plena participación en la
adopción y control de las decisiones públicas. Y dependiendo del referente ideológico,
filosófico o axiológico desde el que se propugne por el reconocimiento de un derecho
humano, éste puede presentarse como derivación de un orden suprapositivo, como auténtica
exigencia ética, como pretensión fuertemente justificada o como una conquista histórica. En
todo caso, para quien propugne por su reconocimiento, se trata de una demanda cuya
atención y satisfacción se presenta como obligatoria para toda organización política que se
pretenda considerar como legítima y que procure alcanzar un orden de convivencia justo.
precede se deduce fácilmente que la validez de estos derechos humanos es universal y, a la vez, anterior e
independientemente del reconocimiento positivo por parte de los Estados. Son derecho enraizados en la
constitución espiritual del hombre y en la dignidad intrínseca que de ella brota y acompaña al hombre a
dondequiera que vaya y dondequiera se encuentre.” En OBIETA CHALBAUD, José, El derecho humano a
la autodeterminación de los pueblos, Tecnos, Madrid, 1993, pp. 83 y 84. Finalmente: “La noción de derechos
humanos se corresponde con la afirmación de la dignidad de la persona frente al Estado. [...] La sociedad
contemporánea reconoce que todo ser humano, por el hecho de serlo, tiene derechos frente al Estado,
derechos que éste, o bien tiene el deber de respetar y garantizar o bien está llamado a organizar su acción a
fin de satisfacer su plena realización. Estos derechos, atributos de toda persona e inherentes a su dignidad,
que el Estado está en el deber de respetar, garantizar o satisfacer son los que hoy conocemos como derechos
humanos.” En NIKKEN, Pedro, op. cit., p. 15. Definición que, incluso, se ha sostenido en alguna ocasión por
la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica. Así, en la sentencia número 2665-94, la
Sala sostuvo: “Todo el derecho de los Derechos Humanos está fundado sobre la idea de que estos últimos,
como inherentes a la dignidad intrínseca de la persona humana, para decirlo en los términos de la
Declaración Universal, son atributos del ser humano, de todo ser humano en cuanto tal, anteriores y
superiores a toda autoridad, la cual, en consecuencia, no los crea, sino que los descubre, no los otorga sino
que simplemente los reconoce, porque tiene que reconocerlos.”
88
exigir de otro u otros sujetos jurídicos una conducta positiva o negativa correlativa.
Derechos que se organizan y regulan, e incluso, conforme al contenido de cada uno de
ellos, son sometidos a limitaciones, con el propósito de conjugar su ejercicio con otros
derechos, intereses o bienes de vital importancia para hacer posible la vida en comunidad.
Ahora bien, las anteriores afirmaciones requieren una serie de precisiones. Primeramente, resulta
oportuno distinguir dos niveles o momentos de análisis, a saber, (a) la noción de derechos humanos
y su posible fundamentación, de previo o con independencia de su concreta positivización en un
ordenamiento jurídico específico, y, (b) una vez positivizados tales derechos –esto es, formalmente
176
Ver RIVERO SÁNCHES, Juan Marcos, op. cit., p. 79. También HABA, Enrique, “Derechos Humanos,
Libertades Individuales y Racionalidad Jurídica”, en Revista de Ciencias Jurídicas, núm. 31, enero-abril,
1977, pp. 167 y 168.
177
En este sentido PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución,
cit., p. 31.
178
Por eso se ha afirmado que los derechos humanos son “derechos históricos, que surgen gradualmente de
las luchas que el hombre combate por su emancipación y de la transformación de las condiciones de vida que
estas luchas producen”. Esto en BOBBIO, Norberto, “Presente y Porvenir de los Derechos Humanos”, en
Anuario de Derechos Humanos, Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Derecho, Instituto de
Derechos Humanos, enero, 1982, p. 15. También se ha sostenido que “la vida y vitalidad de los derechos
humanos no han sido cuestión de lógica sino de experiencia”. En NARIMAN, Fali, “Universalidad de los
Derechos Humanos”, en La Revista de la Comisión Internacional de Juristas, núm. 50, junio, 1993, p 8.
89
En cuanto al primer nivel de análisis (a), lo primero que puede afirmarse es que la noción de
derechos humanos remite a la idea de:
No cognoscitiva. Aquí se hace referencia a una serie de teorías dispares que coinciden, no
obstante lo anterior, en impugnar la posibilidad de una demostración científica y de una
fundamentación racional de los valores. Coinciden en la premisa de que los juicios de valor,
particularmente los morales, “no son susceptibles de ser considerados como verdaderos o
falsos, porque al no referirse al mundo del ser no son verificables empíricamente. [...] De
ello se sigue que los valores éticos, jurídicos y políticos no pueden pretender una validez
general, objetiva o intersubjetiva, ya que se limitan a expresar convicciones personales181”.
Dentro de estas teorías destaca el relativismo axiológico, que descarta la posibilidad de que
exista un presupuesto racional o empírico que permita fundar una decisión sobre los
valores. Por lo que ante la elección entre valores opuestos se parte de que ninguno de ellos
es más verdadero o está más racionalmente justificado que el otro. Se puede citar, al efecto,
a Hans Kelsen, quien sostiene que “[l]os sistemas de valores, especialmente el moral y su
179
Citado por URIBE VARGAS, Diego, “El Derecho a la Paz”, en BARDONNET, Daniel, y CANÇADO
TRINDADE, Antônio Augusto (ed.), Derecho Internacional y Derechos Humanos, IIDH, Academia de
Derecho Internacional de la Haya, San José, 1996, p. 178.
180
Ver PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, cit., pp. 132
a 183.
181
Ibíd., p. 134.
90
idea central de justicia, son fenómenos colectivos, productos sociales y, por consiguiente,
difieren en cada caso de acuerdo con la naturaleza de la sociedad, en cuyo seno surgen”182.
Mientras que “[l]a justicia es un ideal irracional. Por indispensable que sea desde el punto
de vista de las voliciones y de los actos humanos, no es accesible al conocimiento.”183
También debe hacerse mención a la tesis emotivista, caso en el que destaca Alfred Ayer,
quien sostiene que los enunciados de valor son simples expresiones de emoción, en parte
expresiones de sentimiento y en parte órdenes. Sea, las afirmaciones de valor no implican
asertos fácticos, por lo que no pueden ser ciertos o falsos, sino que, solo sirven para
expresar un sentimiento moral o para motivar un sentimiento moral184. Su proyección en el
discurso jurídico se debe al realismo escandinavo. Entre sus principales exponentes debe
incluirse a Alf Ross, quien ha afirmado que “invocar la justicia es como dar un golpe sobre
la mesa: una expresión emocional que hace de la propia exigencia un postulado
absoluto”185. Además, “afirmar que una norma es injusta no es más que la expresión
emocional de una reacción desfavorable frente a ella... La ideología de la justicia no tiene,
pues, cabida en un examen racional del valor de las normas”186. Finalmente, explica Pérez
Luño que resulta imposible una adecuada fundamentación de los derechos humanos desde
un enfoque no cognoscitivista, pues ello solo es posible si se parte de que puede existir una
base racional para los valores éticos, jurídicos y políticos.
Objetivista. Dentro de esta categoría se incluyen las teorías que afirman la existencia de un
orden de valores, reglas o principios de carácter trascendente, objetivo y suprapositivo, o, al
menos, un valor, regla o principio de tal naturaleza. Se incluye dentro de este apartado el
iusnaturalismo, tanto el ontológico como el deontológico. En el primer caso, los derechos
humanos se presentan como derechos naturales, que no tienen su origen en el derecho
positivo, sino más bien en un orden jurídico natural. El iusnaturalismo ontológico clásico
remite a la Ley Eterna como orden inmutable, originada en Dios, como autor de las normas,
como legislador. El iusnaturalismo ontológico de corte racionalista y secularizado, que
prevalecerá en los orígenes del Constitucionalismo, defiende la existencia de unos derechos
naturales subjetivos, derivados -a través de la recta razón- de una naturaleza humana común
y universal, de la que participan y son expresión. En el supuesto del insnaturalismo
deontológico, los derechos humanos se fundamentan en principios jurídicos suprapositivos
y objetivamente válidos, que legitiman al derecho positivo y a los que éste debe estar
subordinado. Ahora bien, la principal crítica a todas estas teorías, que propugnan por la
existencia de ese supuesto elemento trascendente y objetivo, es la pluralidad de
interpretaciones contradictorias que se formulan sobre su contenido y extensión. Se afirma,
al efecto, que a lo largo de la historia se han presentado como derechos humanos derechos
con contenido diverso. Además, su contenido, número e importancia se ha modificado y
182
KELSEN, Hans, Teoría General del Derecho y del Estado, Universidad Nacional Autónoma de México,
México D. F., 2da ed., 5ta reimpresión, 1995, p. 9.
183
Ibíd., p. 15.
184
Ver AYER, Alfred Jules, Lenguaje, verdad y lógica, EUDEBA, Buenos Aires, 1965, pp. 126 a 138.
185
ROSS, Alf, Sobre el Derecho y la Justicia, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1963, p.
267.
186
Ibíd., p. 273.
91
187
En este sentido: “Además, lo correcto sería decir que los derechos naturales consisten en deducciones que
hacemos a partir de juicios de valor que aplicamos a la naturaleza humana. La argumentación cambia si
describimos este proceso como que un determinado Derecho es natural (y, por tanto, bueno y justo) porque lo
hemos derivado de lo que consideramos bueno y justo para la naturaleza humana, en lugar de decir que un
derecho es natural porque proviene directamente de la naturaleza humana. Como ha señalado Hans Welzel:
«Toda apelación a lo “conforme a la naturaleza” y toda integración de lo “contrario” a la naturaleza va
precedida de una decisión axiológica primaria no susceptible de prueba». [...] No es extraño, por tanto, que
toda las teorías iusnaturalistas que en la historia del pensamiento filosófico-jurídico se han dado tengan en
común el hecho de que el concepto de naturaleza enunciado por ellas haya sido entendido según los valores
presupuestos de cada autor o corriente de pensamiento, lo que está claramente muy lejos de aquella
universidad e inmutabilidad del Derecho natural que proclaman los iusnaturalistas.” En FERNÁNDEZ,
Eusebio, op. cit., pp. 96 y 97.
92
188
Ver en este sentido MASSINI CORREAS, Carlos, op. cit., p. 94.
189
Ver PRIETO SANCHÍS, Luis, Estudios sobre Derechos Fundamentales, cit., p. 28.
190
Se presentan “como alternativa a las fundamentaciones objetivas y subjetivas de los derechos humanos...
representa un esfuerzo por concebirlos como valores intrínsecamente comunicables, es decir, como
categorías que, por expresar necesidades social e históricamente compartidas, permiten suscitar un consenso
generalizado sobre su justificación. [...] La fundamentación intersubjetiva de los derechos humanos entraña,
por tanto, frente al objetivismo una revaloración del papel del sujeto humano en el proceso de identificación
y de justificación racional de los valores ético-jurídicos; y frente al subjetivismo el postular la posibilidad de
una «objetividad intersubjetiva» de tales valores, basada en la comunicación de los datos antropológicos que
les sirve de base.” En PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, Derechos Humanos, Estado de Derecho y
Constitución, cit., pp. 162 y 163.
191
PERELMAN, Chaim, La lógica jurídica y la nueva retórica, Editorial Civitas, S. A., Madrid, 1979, p. 149.
93
De esta forma, se corrobora la divergencia de posiciones en cuanto al tema del fundamento de los
derechos humanos. Desde aquellas teorías que de hecho niegan la posibilidad de tal empresa a
aquellas que defienden la existencia de un referente trascendente, objetivo y universal. Pero,
incluso, entre teorías que se podrían ubicar dentro de una misma categoría –como las propuestas por
Pérez Luño-, se pueden presentar profundas discordancias. Y es que el tema de la fundamentación
de los derechos humanos resulta de suyo complejo, pues en este campo se transita, generalmente,
por el siempre espinoso terreno de los juicios de valor o discursos valorativos192. Lo que implica
asumir los problemas que siempre han suscitado las discusiones referentes a los juicios de valor y,
en particular, la discusión sobre si es posible instrumentar algún procedimiento o método adecuado
192
Es notorio, como dato dado por la experiencia, que toda persona realiza valoraciones. También es notorio
que, ante una misma situación, pueden presentarse muy distintas y dispares valoraciones de parte de
diferentes personas. Incluso entre personas que tienen un bagaje cultural similar o análogo. Lo cierto es que
las cosas, fenómenos, actos o conductas que componen el mundo no son indiferentes para el individuo, sino
que reconoce en ellos un acento o cualidad peculiar que los hace mejores o peores, buenos o malos, bellos o
feos, justos o injustos. Por ello, el mundo no le es indiferente, experimenta estados de conciencia que se
caracterizan por implicar una posición positiva o negativa, una posición de preferencia o no, respecto de
aquello que es objeto de valoración. Estados de conciencia que incluso presentan como característica una
polaridad o jerarquía. En cuanto a la polaridad: “Si analizamos la no-indeferencia, en que el valor consiste,
nos encontramos con esto: que un análisis de los que significa no ser indiferente, nos revela que la no-
indeferencia implica siempre un punto de indeferencia y que eso que no es indiferente se aleja más o menos
de ese punto de indeferencia. Por consiguiente, toda no-indiferencia implica estructuralmente, de un modo
necesario, la polaridad. Porque siempre hay dos posibilidades de alejarse del punto de indiferencia. Si al
punto de indeferencia lo llamamos simbólicamente “0” (cero), la no indiferencia tendrá que consistir,
necesariamente, por ley de su estructura esencial, en un alejamiento del cero, positivo o negativo. Esto quiere
decir que en la entraña misma del valer está contenido el que los valores tenga polaridad: un polo positivo y
un polo negativo. Todo valor tiene su contravalor. A valor conveniente se contrapone el valor inconveniente
(contra valor); a bueno se contrapone malo; a generoso se contrapone mezquino; a bello se contrapone feo;
a sublime se contrapone ridículo; a santo se contrapone profano. No hay, no puede haber, un solo valor que
sea solo, sino que todo valor tiene su contravalor negativo o positivo.” Esto en GARCÍA MORIENTE,
Manuel, Lecciones preliminares de filosofía, Editorial Época, México D. F., 1977, p. 379. Respecto a la
jerarquía: “Los valores están, además, ordenados jerárquicamente, esto es, hay valores inferiores o
superiores. La preferencia revela ese orden jerárquico al enfrentarse a dos valores, el hombre “prefiere”
comúnmente el superior, aunque a veces “elija” el inferior por razones circunstanciales. [...] Es más fácil
afirmar la existencia de un orden jerárquico que señalar concretamente cuál es este orden o indicar cuáles
son los criterios que nos permiten establecerlo. El hombre individualmente, tanto como las comunidades y
grupos culturales concretos, se manejan con alguna tabla. Es cierto que tales tablas no son fijas sino
fluctuantes, y no siempre coherentes; pero es indudable que nuestro comportamiento frente al prójimo, sus
actos, las creaciones estéticas, etcétera, son juzgados y preferidos de acuerdo con una tabla de valores.” Esto
en FRONDIZI, Risieri, ¿Qué son los valores?, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1968, pp. 18 y
19. De esta forma, las valoraciones se presentan desdobladas en valor positivo y el correspondiente valor
negativo, de aproximación o rechazo. Pero además, en sus interrelaciones, las valoraciones también se
vinculan en atención a una relación de no-indeferencia, dándose una situación de jerarquía entre ellas.
94
para solventar los desacuerdos que se puedan generar en esta materia. Tema que habrá de analizarse
más adelante (vid. infra III.6.c).
Por ahora interesa destacar que, más allá de la divergencia de posiciones en cuanto al tema del
fundamento de los derechos humanos, e independientemente del enfoque o teoría que se adopte al
efecto, lo cierto es que, normalmente, quien propugne por el reconocimiento de los derechos
humanos defenderá que existen acertadas o poderosas razones para positivizar y garantizar tales
derechos, en tanto que estos tienden, generalmente, a relacionarse con lo más primordial para el ser
humano, pues se presentan como trascendentales para: (i) resguardar sus bienes intangibles más
preciados; (ii) satisfacer sus necesidades más básicas y esenciales; (iii) procurar por el libre y
seguro desarrollo de su autonomía y sus potencialidades; y (iv) participar en la definición de las
condiciones de su propia existencia y de la existencia de su comunidad.
En cuanto al segundo nivel de análisis (b), relativo a los derechos humanos una vez positivizados –
esto es, formalmente institucionalizados o incorporados como elementos normativos dentro de un
ordenamiento jurídico concreto-, cabe indicar que, usualmente, estos se estructuran como derechos
subjetivos, es decir: como un haz de posiciones jurídicas derivadas de –y reguladas por- normas
jurídicas, sea, vinculadas interpretativamente a disposiciones o enunciados normativos. Lo que
remite a dos componentes: (i) norma jurídica y (ii) posición jurídica.
Respecto al concepto de norma jurídica, Juan Arango193 explica que, desde un punto de vista
semántico, una norma es lo que se expresa con un enunciado normativo. Todo enunciado normativo
puede formularse mediante una oración deóntica, con la que se declara que una conducta es
ordenada, prohibida o permitida, o reducirse a este tipo de oración. Un derecho subjetivo supone, al
menos, una posición jurídica que se le puede adscribir a un enunciado normativo o a una red de
enunciados normativos.
Por su parte, las posiciones jurídicas hacen referencia a relaciones jurídicas entre los individuos o
entre los individuos y el Estado. Relaciones jurídicas que presentan una estructura tríadica,
compuesta por un sujeto activo, un sujeto pasivo y un objeto. El objeto de tales posiciones es una
conducta de acción o de omisión, prescrita o derivada de una norma jurídica, que el sujeto pasivo
debe desarrollar o respetar a favor del sujeto activo194.
En concreto, y tal y como lo expone Juan Ramón de Páramo Argüelles195, tales posiciones jurídicas
pueden tener el siguiente contenido: libertades protegidas para actuar, pretensiones protegidas para
beneficiarse de una conducta ajena, potestades establecidas para ordenar la conducta de otros, o
inmunidades protegidas frente a la potestad de otros. Y frente a tales posiciones se encuentran
193
Ver ARANGO, Rodolfo, El concepto de derechos sociales fundamentales, LEGIS, Bogotá, 2005, pp. 9 y
10.
194
Ver PULIDO, Carlos Bernal, op. cit., p. 85 y 86.
195
DE PÁRAMO ARGÜELLES, Juan Ramón, “Concepto de derechos fundamentales”, en BETEGÓN
CARRILLO, Jerónimo, LAPORTA SAN MIGUEL, Francisco Javier, PRIETO SANCHÍS, Luis, y DE
PÁRAMO ARGÜELLES, Juan Ramón (coord.), Constitución y Derechos Fundamentales, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004, p. 199.
95
Puede ser que X no tenga el deber hacia otra persona o conjunto de personas de no hacer A,
por lo que se puede decir que X tiene un privilegio o liberty-right.
Puede ser que Y tenga el deber de facilitar que X consiga A, bien omitiendo ciertas
acciones, bien realizando ciertas acciones; o lo que es lo mismo, existe una regla en el
sistema S que obliga a Y a hacer que X obtenga A, o a no impedir que X haga A. Esta
posición es denominada claim-right.
Puede ser que X sea inmune con respecto a Y, es decir, que Y no puede alterar la situación
normativa de X en relación con A. Esta posición es denominada inmunity-right, cuyo
correlato es una carencia de poder (disability) por parte de otros.
En cuyo caso, los derechos subjetivos pueden comprender una de estas cuatro posiciones, o bien,
una combinación de algunas de ellas, sea, como “«racimos» de modalidades hohfeldianas”197
Lo que debe complementarse con la noción de garantías institucionales, sea, aquellos mecanismos
previstos por el ordenamiento jurídico para la protección, tutela o satisfacción de los referidos
derechos. Se pueden distinguir, al menos, dos tipos de garantías198:
Las garantías «políticas» o primarias, que corresponden a aquellas vías de tutela cuya
puesta en marcha se encomienda al poder legislativo –ordinario o constitucional-, al
gobierno o a la administración. Se trata, normalmente, de normas y actos adoptados por los
órganos legislativos y las administraciones públicas para la protección o satisfacción de
tales derechos.
196
Ibíd., pp. 200 y 201
197
PINTORE, Anna, op. cit., p. 261, pie de página 37.
198
En este sentido, APARICIO WILHELMI, Marco, y PISARELLO, Gerardo, “Los derechos humanos y sus
garantías: nociones básicas”, en BONET I PÉREZ, Jordi, y SÁNCHEZ, Víctor M. (coord.), Los Derechos
Humanos en el Siglo XXI: continuidad y cambios, Huygens Editorial, Barcelona, 2008, p. 150 a 154.
96
se pueda impugnar ante un órgano de tipo jurisdiccional, para que se adopten medidas de
control, de reparación o de sanción.
Por lo demás, cabe reiterar que, usualmente, los derechos humanos positivizados se insertan en un
lugar privilegiado dentro del ordenamiento jurídico. De hecho, como producto del
Constitucionalismo Revolucionario y su posterior evolución, lo normal ha sido que los derechos
humanos se inserten en la Constitución. Al punto que, actualmente, se suelen positivizar como
derechos fundamentales199, sea, como derechos incluidos normativamente en los niveles superiores
del ordenamiento jurídico –generalmente, de rango constitucional-, y dotados de especiales
mecanismos de garantía200.
199
Cabe aclarar que, en esta tesis, las locuciones “derechos humanos” y “derechos fundamentales” no se
utilizan como sinónimos, aunque parecen “designar a realidades muy próximas”, según explica Antonio
Enrique Pérez Luño. Dicho autor señala que el término «derechos fundamentales», droits fondamentaux,
aparece Francia hacia 1770 en el movimiento político y cultural que condujo a la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de 1789. La expresión ha alcanzado luego especial relieve en Alemania, donde
bajo el título de los Grundrechte se ha articulado el sistema de relaciones entre el individuo y el Estado, en
cuanto fundamento de todo el orden jurídico-político. Agrega que, actualmente, gran parte de la doctrina
entienda que los derechos fundamentales son aquellos derechos humanos positivizados en las constituciones
estatales. Incluso, algún autor ha sostenido que los derechos fundamentales es “la resultante de las exigencias
de la filosofía de los derechos humanos con su plasmación normativa en el derecho positivo” (G. Peces-
Barba). Finalmente, indica que se puede advertir cierta tendencia a reservar la locución «derechos
fundamentales» para designar los derechos humanos positivizados a nivel interno, en tanto que la fórmula
«derechos humanos» es la más usual en el plano de las declaraciones y convencionales internacionales. Esto
PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, cit., pp. 29 a 31.
Por su parte, Gerardo Pisarello sostiene que la expresión «derechos fundamentales» puede abordarse desde
un punto de vista axiológico o valorativo y desde un punto de vista dogmático o positivo. Argumenta que, en
un plano axiológico, lo que indica el carácter fundamental de un derecho es, ante todo, su pretensión de tutela
de intereses o necesidades vitales ligados al principio de igualdad (en concreto, a la protección de la igual
dignidad o de la igual libertad de las personas). Por lo que «derechos fundamentales» y «derechos humanos»
podrían revestir, desde esta perspectiva axiológica o valorativa, un significado similar. Desde un punto de
vista dogmático, esto es, desde el punto de vista interno de los ordenamientos jurídicos concretos, el análisis
resulta más complejo. En líneas generales, podría decirse que los derechos fundamentales son aquellos
intereses o necesidades a los que mayor relevancia se asigna dentro de un ordenamiento jurídico
determinado. Un indicio de esta relevancia es su inclusión en las normas de mayor valor dentro del
ordenamiento jurídico, como las constituciones o, de algún modo, los tratados internacionales sobre derechos
humanos. A veces, ciertamente, derechos que podrían considerarse fundamentales desde un punto de vista
axiológico aparecen también consagrados como fundamentales desde una perspectiva dogmática. Sin
embargo, tal conexión entre perspectiva axiológica externa y perspectiva dogmática interna no es total ni,
mucho menos, necesaria. Por ende, aunque los ordenamientos jurídicos contemporáneos puedan incorporar
como fundamentales intereses y necesidades ligados a la protección de la igual dignidad o de la igual libertad
de las personas, también pueden incorporar intereses y necesidades discriminatorias y excluyentes, siempre
criticables e impugnables desde el punto de vista axiológico, externo. El autor cita, como ejemplo de lo
anterior, que la Constitución de los Estados Unidos de América consagra como «fundamental» el derecho a
portar armas, o que el Tratado constitucional europeo de 2004 otorga una clara prioridad a las libertades de
mercado sobre los derechos sociales. Esto en PISARELLO, Gerardo, Los derechos sociales y sus garantías.
Elementos para una reconstrucción, Editorial Trotta S.A., Madrid, 2007, pp. 80 y 81.
200
Aunque se ha afirmado que, normalmente, los derechos humanos se han venido insertando en las
Constituciones, no es menos cierto que, históricamente, no se ha otorgado a todos estos derechos las mismas
garantías institucionales, particularmente las de carácter jurisdiccional. Se hace expresa referencia a los
derechos sociales, económicos y culturales, que en muchos casos se nos presentan con una tutela diferenciada
y, normalmente, debilitada en relación con los derechos civiles y políticos. Lo que se relaciona,
97
Y como así lo explica Francisco Javier Ansuátegui Roig, la inclusión de los derechos
fundamentales en la norma superior del ordenamiento (en la Constitución) tiene importantes
consecuencias. En primer lugar, se puede enfocar la cuestión desde la óptica de lo que implica dicha
presencia para el ejercicio del poder político. En cuyo caso:
Pero, agrega el autor, que también cabe adoptar una posición más relacionada con un punto de vista
más estrictamente analítico. Desde el momento en que los derechos están en la Constitución, entran
a formar parte de los criterios de validez del sistema –reconducible todos ellos al contenido de la
norma superior-, sea, operan como requisitos que deben satisfacer o respetar las normas para
entenderse como pertenecientes al sistema (vid. supra I.2.d, I.3.c y I.5). De esta forma, la inclusión
de los derechos fundamentales en la Constitución supone que estos “forman parte de los criterios
materiales básicos de identificación del sistema jurídico”202.
evidentemente, con el tema de su exigibilidad y justiciabilidad. Tema que excede, por mucho, el objeto de
esta tesis. Baste con afirmar que, a mi juicio, ello obedece, principalmente, a una decisión política, pero entre
los distintos derechos no existe alguna distinción axiológica, ontológica o estructural que determine,
necesariamente, tal diferenciación. Sobre esta materia se puede ver PISARELLO, Gerardo, Los derechos
sociales y sus garantías. Elementos para una reconstrucción, cit., in totum. También, ABRAMOVICH,
Víctor, y COURTIS, Christian, Los derechos sociales como derechos exigibles, Editorial Trotta S.A., Madrid,
2da ed., 2004.
201
ANSUÁTEGUI ROIG, Francisco Javier, op. cit., p. 80.
202
Ibíd., p. 82.
98
varias normas, o bien, que una norma puede construirse a partir de varias disposiciones. En este
segundo supuesto, las disposiciones actúan como fragmentos de norma que confluyen a la
concreción final de la norma jurídica. Lo que implica, en el supuesto específico de los derechos
subjetivos, que la norma jurídica de la que se deriva –y que regula- la respectiva posición jurídica,
puede ser el resultado de la convergencia o integración de distintas disposiciones normativas.
Para aclarar tal extremo, nos remitimos a un ejemplo –de interpretación sistemática- formulado por
Riccardo Guastini203, quien afirma que la norma –propia del ordenamiento jurídico italiano- según
la cual “quienes hayan cumplido dieciocho años y hayan nacido de padres italianos tienen derecho
de voto para la elección de la Cámara de los diputados”, nace de combinar el artículo 48
constitucional (“son electores todos los ciudadanos… que hayan alcanzado la mayoría de edad”),
la disposición que establece la mayoría de edad en el cumplimiento de dieciocho años (artículo 2º
del Código Civil), las disposiciones que dictan las reglas sobre la ciudadanía (especialmente, el
artículo 1º de la ley 91/1992) y el artículo 58 constitucional, que restringe el electorado activo para
el Senado a los ciudadanos que hayan cumplido veinticinco años. De esta forma, de la combinación
de distintos fragmentos normativos obtenemos la norma completa.
Ello resulta relevante, pues una de las principales conclusiones a la que se arriba en esta tesis, es
que, en varias ocasiones, la norma jurídica completa o definitiva, que es sustento de la posición
jurídica en que se concreta el respectivo derecho subjetivo, debe ser, necesariamente, el producto de
la integración, combinación o convergencia de disposiciones normativas recogidas en el texto
constitucional y en instrumentos internacionales sobre derechos humanos aplicables en el país. En
todo caso, este tema habrá de analizarse como mayor profundidad más adelante [vid. infra
II.6.b.ii)].
La existencia del Derecho Internacional de los Derechos Humanos implica aceptar que la
comunidad internacional organizada y el Derecho Internacional han asumido a los derechos
humanos como un contenido primordial del bien común internacional a su cargo. También significa
que se ha reconocido que su normatividad y garantía ya no es exclusiva de los Estados, sino
simultáneamente propia del Derecho Internacional y de sus órganos204. Lo que se ha traducido en la
203
GUASTINI, Riccardo, Estudios sobre la interpretación jurídica, Editorial Purrúa, México D.F., 9na ed.,
2012, p. 44.
204
En cuanto a este tema: “La declaración, protección y promoción de los derechos humanos compete,
primera y esencialmente, al Derecho Interno, ya que es en y por el Estado, cuya existencia y seguridad es el
presupuesto de la existencia real de los derechos humanos, que se elabora el régimen normativo dirigido a
regularlos y garantizarlos. [...] Pero ante la posibilidad de violaciones de los derechos humanos que resulten
de la actividad del Estado, que no es, sin embargo, la única fuente conceptualmente posible de estas
violaciones, el derecho internacional, ya sea en sus manifestaciones universales y regionales, garantiza y
promueve también la vigencia y respeto de los derechos del hombre. [...] De tal modo la cuestión de los
derechos humanos ha dejado de ser una materia reservada exclusivamente a la jurisdicción interna de los
Estados para ser, como reconoce actualmente que es, una materia regulada a la vez por el Derecho Interno y
por el Derecho Internacional respecto de la que no puede invocarse la excepción de la jurisdicción interna o
99
adopción de múltiples tratados, convenios o pactos internacionales, en los que se reconocen tales
derechos y se establecen mecanismos procesales e institucionales para su promoción y garantía.
El estudio de tales instrumentos corrobora que estos parten de la convicción que todo ser humano,
por el solo hecho de ser persona humana –y en razón de una dignidad intrínseca o un valor
inherente a tal condición-, es titular de un cúmulo mínimo de derechos inmanentes y elementales
que deben ser reconocidos y tutelados por todo Estado. Así lo evidencia la Declaración Universal
de Derechos Humanos, ya que en su preámbulo se proclama que:
Mientras que la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre recalca en su
considerando que:
“(…) en repetidas ocasiones, los Estados americanos han reconocido que los
derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser nacional de determinado
Estado sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana”.
Como derivación de lo anterior, los tratados, convenciones o pactos sobre derechos humanos
presentan características distintas a los tratados, convenciones o pactos comunes o generales. Estos
últimos, fundados en el principio de reciprocidad, persiguen un intercambio recíproco de beneficios
y ventajas entre las partes que intervienen. Mientras que los tratados, convenios y pactos sobre
derechos humanos tienen por objeto beneficiar directamente a los seres humanos sujetos a las
jurisdicciones internas de los Estados parte. A tales individuos se les reconoce como titulares de un
conjunto de derechos subjetivos y, correlativamente, se impone a los Estados parte la obligación de
respeto y tutela efectiva de esos derechos en su ámbito interno205. Así, por ejemplo, la Comisión
Europea de Derechos Humanos, en el caso “Austria vs Italy”, application 788/60, sostuvo:
“(…) que las obligaciones asumidas por las Altas Partes Contratantes en la
Convención (Europea) son esencialmente de carácter objetivo, diseñadas para
proteger los derechos fundamentales de los seres humanos de violaciones de parte
de las Altas Partes Contratantes en vez de crear derechos subjetivos y recíprocos
entre las Altas Partes Contratantes.”
“(…) los tratados concernientes a esta materia están orientados, más que a
establecer un equilibrio de intereses entre Estados, a garantizar el goce de
derechos y libertades del ser humano”.
A lo que se añade que el DIDH pretende establecer un núcleo mínimo o básico de protección para el
ser humano. Por lo que reenvía a otras fuentes de producción normativa -ya sean nacionales o
internacionales-, si estas resultan más beneficiosas para el ser humano, por ensanchar el contenido o
ámbito de protección de un derecho o por reconocer más derechos206. Se puede citar, al efecto, el
artículo 5.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que expresa que “no podrá
admitirse restricción o menoscabo de ninguno de los derechos humanos fundamentales,
reconocidos o vigentes en un Estado parte en virtud de leyes, convenciones o reglamentos o
costumbres, so pretexto de que el presente pacto no los reconoce, o los reconoce en menor grado”.
En el mismo sentido se puede citar el artículo 29 del Pacto de San José y el artículo 53 del
Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.
206
Ver BIDART CAMPOS, Germán, “Jerarquía y Prelación de Normas en un Sistema Internacional de
Derechos Humanos”, en Liber Amicorum: Héctor Fix Zamudo, Corte Interamericana de Derechos Humanos,
San José, 1998, pp. 447 a 475. Según explica Pedro Nikken: “Numerosos tratados internacionales sobre
derechos humanos contienen el reconocimiento de que la salvaguarda por ellos ofrecida representa una
suerte de garantía mínima, que no pretende agotar el ámbito de los derechos humanos que merecen
protección. Esta idea,…, se encuentra estrechamente vinculada con el carácter complementario del sistema
internacional de protección respecto del interno, que lo presenta como una garantía adicional sobre que
deben ofrecer las leyes domésticas. Nada obsta a que el ámbito de la protección internacional pueda ser más
estrecho que el dispuesto por el nacional, mientras que, en cambio, si el orden jurídico interno no ofrece
garantía suficiente para los Derechos internacionalmente protegidos, sí se estaría infringiendo el Derecho
internacional. Los tratados ofrecen así un régimen que es siempre susceptible de ampliación, más no de
restricción”. Esto en NIKKEN, Pedro, La protección internacional de los derechos humanos: su desarrollo
progresivo, Editorial Civitas S.A., Instituto Interamericano de Derechos Humanos, Madrid, 1987, p. 84.
101
Pedro Nikken207 sostiene que de las previsiones normativas previamente citadas se pueden extraer
los siguientes dos principios:
Ninguna disposición de un tratado puede menoscabar la protección más amplia que ofrezca
otra norma, sea de Derecho interno, sea de Derecho internacional. En consecuencia, entre
distintas disposiciones aplicables a un mismo caso debe preferirse aquella que brinde el
mayor nivel de protección o la protección más completa.
De lo que se deriva que actualmente conviven dos fuentes interdependientes de derechos humanos
(la interna y la internacional), que se conjugan y retroalimentan de conformidad al principio pro
homine. El citado principio pro homine es un principio básico que informa todo el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, y que exige “acudir a la norma más amplia, o a la
interpretación más extensiva, cuando se trate de reconocer derechos protegidos”208. Según explica
Néstor Pedro Sagüés, dicho principio tiene una doble función, por cuanto opera como (i) «directriz
de preferencia de interpretación» y como (ii) «directriz de preferencia de normas». Lo que
implica, en primer lugar, (i) el deber de escoger, dentro de las posibilidades interpretativas de una
norma, la versión más protectora para la persona, y, en segundo lugar, (ii) al resolverse un caso
concreto se debe aplicar la norma más favorable a la persona, con independencia de su rango
jurídico209.
Por otra parte, debe destacarse que el DIDH opera, en primer lugar, a través del Derecho interno de
cada Estado. La pretensión de todo instrumento internacional sobre derechos humanos es que su
aplicación y vigencia se proyecte de forma efectiva en el ámbito interno de los Estados. Al darse la
suscripción y aprobación de un tratado, convenio o pacto internacional sobre derechos humanos, el
Estado asume internacionalmente obligaciones de respeto, de protección y de cumplimiento de los
207
Ibíd., pp. 87 y 88.
208
PINTO, Mónica, “El principio pro homine. Criterios de hermenéutica y pautas para la regulación de los
derechos humanos”, en ABREGU, Martín (comp.), La aplicación de los tratados sobre derechos humanos
por los tribunales locales, cit., p. 163. Este principio pretende dar respuesta a la necesidad de coordinar la
existencia de distintas fuentes jurídicas, de las que emanan a su vez diversas normas, que tienen como
propósito común dotar de protección a la persona humana y que pueden converger en la regulación de una
misma situación de hecho. Coordinación que es necesaria entre el Derecho Internacional e interno, así como
entre diversos instrumentos internacionales.
209
SAGÜÉS, Néstor Pedro, “La interpretación de los derechos humanos en las jurisdicciones nacional e
internacional”, en PALOMINO MANCHEGO, José F. y REMOTTI CARBONEL, José Carlos (coord.),
Derechos Humanos y Constitución en Iberoamérica (Libro-Homenaje a Germán J. Bidart Campos), Instituto
Iberoamericano de Derecho Constitucional, Lima, 2002, pp. 36 y 37.
102
derechos reconocidos por tales instrumentos normativos210. Lo que incluye el deber del Estado parte
de hacer efectivos internamente esos derechos a través de la actuación de todos los poderes
públicos. En suma, se puede afirmar que los tratados sobre derechos humanos:
Como derivación de lo previamente indicado, se puede concluir que el Estado parte en un tratado,
convenio o pacto internacional sobre derechos humanos contrae los siguientes compromisos
internacionales, a saber: en primer lugar, el deber primario de todo Estado de abstenerse de impedir,
obstaculizar o injerir indebidamente en el goce o ejercicio de tales derechos (obligación de respeto);
así como, en segundo lugar, el deber de impedir que terceros imposibiliten, obstaculicen o injieran
indebidamente en el goce o ejercicio de esos derechos (obligación de protección); y, finamente, en
tercer lugar, el deber de emprender las acciones necesarias para asegurar que las personas sujetas a
su jurisdicción estén en condiciones de gozar o ejercer los mencionados derechos (obligación de
satisfacción o cumplimiento).
También señaló:
210
Ver, al efecto, ABRAMOVICH, Víctor, y COURTIS, Christian, op. cit., p. 28 y 29. También se puede ver,
del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Observación general No. 15 (2002), «El
derecho al agua (artículos 11 y 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales)».
211
BIDART CAMPOS, Germán, El Derecho de la Constitución y su fuerza normativa, cit., p. 469.
212
Caso Velásquez Rodríguez, Sentencia de 29 de julio de 1988. Serie C No. 4, párr. 166.
103
Se verifica, así, que las obligaciones del Estado parte no se agotan en el deber de abstenerse de
incurrir en conductas violatorias de los derechos humanos o de impedir que terceros incurran en
tales conductas, sino que, además, el Estado tiene el deber de adoptar acciones positivas, a fin de
crear las condiciones necesarias para que las personas sujetas a su jurisdicción puedan disfrutar –de
forma inmediata o progresiva214- tales derechos. Por lo que los Estados parte deben adoptar aquellas
medidas legislativas, administrativas o judiciales que sean necesarias y eficaces para asegurar la
vigencia, operatividad y efectividad, a nivel nacional, de los derechos reconocidos en las normas
internacionales sobre derechos humanos.
Así, por ejemplo, Thomas Buergenthal, Claudio Grossman y Pedro Nikken explican que los
artículos 2.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 1.1 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos imponen a los Estados parte un conjunto de deberes, entre los
cuales se pueden destacar: (i) la organización de los poderes públicos y del sistema jurídico interno
para preservar la integridad de los derechos protegidos; (ii) la prohibición de utilizar directa o
indirectamente la función pública como medio para lesionar tales derechos; (iii) la consagración de
recursos judiciales apropiados y eficaces para la protección de los derechos humanos; (iv) la
calificación de la ilicitud, dentro del sistema jurídico interno, de todo acto atentatorio contra los
derechos humanos; (v) la investigación de toda situación donde se configure una lesión a los
derechos protegidos, cualesquiera sean el origen o el agente de la infracción, y más aún si éstos son
desconocidos; (vi) el restablecimiento de la situación jurídica infringida, a través de la restauración
del derecho o libertad conculcados y el pago de una indemnización por las consecuencias de ese
hecho ilícito; (vii) la sanción, si cabe, contra los autores de la transgresión; y (viii) la adopción de
medidas que, razonablemente, contribuyan a prevenir la repetición de hechos semejantes215.
213
Ibíd., párr. 167.
214
Debe aclararse que en el caso particular de los derechos económicos, sociales y culturales, y en atención a
lo dispuesto en el artículo 2.1 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la
referida obligación de asegurar la efectividad plena de tales derechos se traduce en “obligaciones de
comportamiento progresivo, supeditadas a la disponibilidad de recursos”. Esto en REMIRO BROTÓNS,
Antonio, RIQUELME CORTADO, Rosa, DÍEZ-HOCHLEITNER, Javier, ORIHUELA CALATAYUD,
Esperanza, y PÉREZ-PRAT DURBÁN, Luis, Derecho Internacional, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2007, p.
1184. Ello, a diferencia de los derechos civiles y políticos, en que la obligación de asegurar la efectividad
plena de tales derechos se traduce en obligaciones de resultado de carácter inmediato (artículo 2.1 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos). Ver, en cuanto a este mismo punto, a BUERGENTHAL,
Thomas, GROSSMAN, Claudio, y NIKKEN, Pedro, Manual Internacional de Derechos Humanos, Instituto
Interamericano de Derechos Humanos, Editorial Jurídica Venezolana, Caracas/San José, 1990, pp. 176 y 177.
También a FERNÁNDEZ TOMÁS, Antonio, SÁNCHEZ LEGIDO, Ángel, y ORTEGA TEROL, Juan, op.
cit. p. 573. Asimismo, a PASTOR RIDRUEJO, José A., Curso de Derecho Internacional Público y
Organizaciones Internacionales, Tecnos, Madrid, 11era ed., 2007, p. 209. Sobre la crítica a tal diferenciación,
se puede ver ABRAMOVICH, Víctor, y COURTIS, Christian, op. cit., p. 21 y ss.
215
Ver, al efecto, BUERGENTHAL, Thomas, GROSSMAN, Claudio, y NIKKEN, Pedro, op. cit., p. 183.
104
Por lo demás, todo lo dicho no varía cuando una jurisdicción internacional da acceso a la persona
lesionada en sus derechos, porque lo da de manera subsidiaria, cuando el Derecho interno ha
fallado en el respeto y garantía de los derechos humanos216. En cuyo caso, los órganos
internacionales de control están habilitados para intervenir y manifestarse al respecto. Lo que se
relaciona con el principio de que previamente a intentar el acceso a la instancia internacional debe
haberse agotado el recorrido posible de las vías internas, que se recoge, por ejemplo, en los artículos
46 y 61 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, así como en el artículo 35.1 del
Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.
De allí la obligación correspondiente de los Estados de proveer recursos o mecanismos internos
eficaces de protección217. En este sentido, el Estado no pierde su calidad de sujeto protector de los
derechos humanos, lo que sucede es que ya no es el protector exclusivo o reservado, pues la
comunidad internacional asume la función de controlar que éste cumpla su obligación de respeto y
garantía efectiva de tales derechos, como control subsidiario y complementario.
216
Según explica José A. Pastor Ridruejo, la subsidiariedad es uno de los principios rectores del Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, e implica “que el protector primordial y principal de los derechos
fundamentales es el Estado, no la comunidad internacional. … las instituciones del Derecho internacional de
los derechos humanos solo entran en acción subsidiariamente; es decir cuando en esa protección fallan las
autoridades y mecanismos nacionales”. Agrega el autor que dicho principio de subsidiariedad tiene dos
manifestaciones en el plano institucional y procesal, en tratándose de procedimientos activados por las
víctimas de las violaciones, a saber: “La primera es la necesidad de agotar los recursos internos como
condición de admisibilidad de la demanda por la institución internacional, lo que revela la preferencia que se
concede a las instancias nacionales para que en el marco de sus ordenamientos sean ellas mismas las que
reparen las violaciones. La segunda manifestación es corolario de la anterior, y consiste en el deber de
establecer en el interior de los ordenamientos nacionales recursos eficaces para reparar las violaciones”.
Esto en PASTOR RIDRUEJO, José A., op. cit., pp. 202 y 203. En definitiva, el “elemento central del
principio de subsidariedad consiste, en fin, en asegurar que la constatación y reparación de las violaciones
de los derechos fundamentales sea normalmente resuelta por los órganos judiciales nacionales”, y “el control
externo, complementario”, por parte de la instancias internacionales, “supone un elemento adicional de
seguridad para aquellos supuestos ocasionales en los que el control interno haya resultado ineficaz o haya
conducido a resultados inaceptables”. Esto en RIPOL CARULLA, Santiago, El sistema europeo de
protección de los derechos humanos y el Derecho español, Atelier, Barcelona, 2007, p. 43 y 45.
217
Así, por ejemplo, el artículo 25.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos consagra: “Toda
persona tiene derecho a un recurso sencillo y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o
tribunales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por
la Constitución, la ley o la presente Convención, aún cuando tal violación sea cometida por personas que
actúen en ejercicio de sus funciones oficiales.” Por su parte, al analizar dicho artículo, la Corte Interamericana
de Derechos Humanos ha indicado que éste incorpora el principio, reconocido en el Derecho Internacional de
los Derechos Humanos, de la efectividad de los instrumentos o medios procesales destinados a garantizar
tales derechos. En virtud del cual, los “Estados Partes se obligan a suministrar recursos judiciales efectivos a
las víctimas de violación de los derechos humanos (art. 25), recursos que deben ser sustanciados de
conformidad con las reglas del debido proceso legal (art. 8.1), todo ello dentro de la obligación general a
cargo de los mismos Estados, de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos por la
Convención a toda persona que se encuentre bajo su jurisdicción”. Esto en Casos Velásquez Rodríguez,
Fairén Garbi y Solís Corrales y Godínez Cruz, Excepciones Preliminares, Sentencias del 26 de junio de 1987,
párrs. 90, 90 y 92, respectivamente. También debe verse, al efecto, el artículo 13 del Convenio Europeo para
la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.
105
En conclusión: el Derecho Internacional de los Derechos Humanos tiene por objeto el reconocer y
garantizar a todo ser humano un conjunto básico de derechos elementales, y también reforzar su
régimen de protección, al habilitarse una instancia internacional con competencia para conocer y
declarar formalmente la violación de tales derechos, como instancia de protección subsidiaria y
complementaria.
Según se expuso, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos está pensado para que su
aplicación y vigencia plena se dé en el ámbito interno de los Estados, sea: que favorezca,
efectivamente, a la persona que se encuentra bajo la jurisdicción de un Estado concreto. Por lo que
la implementación y salvaguarda de los derechos humanos reconocidos internacionalmente es
primera y principalmente un asunto doméstico, en virtud de la obligación de los Estados de
respetarlos, de protegerlos y de adoptar las medidas necesarias para asegurar su goce o ejercicio
efectivo.
218
En BUERGENTHAL, Thomas, GROSSMAN, Claudio, y NIKKEN, Pedro, op. cit., p. 175.
106
Carlos M. Ayala Corao menciona la formación de un Derecho de los Derechos Humanos, como
disciplina y rama jurídica autónoma, justamente para enmarcar este proceso de convergencia entre
el Derecho Constitucional y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos en cuanto al
reconocimiento y resguardo de los derechos humanos. Proceso que se caracteriza por la existencia
de relaciones dinámicas de influencia, reforzamiento y complementariedad mutua entre el Derecho
Internacional y el Derecho Constitucional en materia de derechos humanos220. Señala, a efecto, que:
Ahora bien, para ejemplificar este proceso de convergencia entre el Derecho Constitucional y el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos, o de constitucionalización de la
internacionalización de los derechos humanos, se utilizará –de forma parcial- la clasificación
propuesta por Ariel Dulitzky222, quien hace referencia a los siguientes supuestos:
En algunas Constituciones se establecen expresos deberes o mandatos de actuación para los órganos
estatales en materia de derechos humanos. Se puede citar, como ejemplo, el artículo 75, inciso 24,
de la Constitución de la Nación de Argentina, que establece que el Congreso debe legislar y
219
BREWER-CARÍAS, Allan, Mecanismos nacionales de protección de los derechos humanos, Instituto
Interamericano de Derechos Humanos, San José, 2005, pp. 61 y 62.
220
AYALA CORAO, Carlos M., “El Derecho de los Derechos Humanos (La convergencia entre el Derecho
Constitucional y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”, en V Congreso Iberoamericano de
Derecho Constitucional, Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México D.F., 1998, pp. 38 y 66.
221
Ibíd., p. 66.
222
Ver, en este sentido, DULITZKY, Ariel, “La aplicación de los tratados sobre derechos humanos por los
tribunales locales: un estudio comparado”, en ABREGU, Martín (comp.), La aplicación de los tratados sobre
derechos humanos por los tribunales locales, cit., pp. 48 y ss.
107
promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato y
el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por la Constitución y los tratados
internacionales vigentes sobre derechos humanos. Por su parte, en el artículo 5 de la Constitución
de Chile se dispone que el “ejercicio de la Soberanía reconoce como limitación el respeto a los
derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado
respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados
internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”. En similar sentido, el artículo 1
de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos prevé que todas las personas gozarán
de los derechos humanos reconocidos en esa Constitución y en los tratados internacionales de los
que el Estado Mexicano sea parte, y todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen
la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad
con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.
Otra técnica consiste en prever mecanismos especiales para la aprobación o denuncia de tratados
sobre derechos humanos. Ejemplo de lo primero es el artículo 164 de la Constitución de Colombia,
que establece que "el Congreso dará prioridad al trámite de los proyectos de ley aprobatorios de
los tratados de derechos humanos que sean sometidos a su consideración por el Gobierno".
Ejemplo de lo segundo es el artículo 142 de la Constitución de Paraguay, que establece que los
“tratados internacionales relativos a los Derechos Humanos no podrán ser denunciados sino por
los procedimientos que rigen para la enmienda de esta Constitución”. Por lo que en el caso
particular de los tratados internacionales relativos a los derechos humanos se pretende brindar un
tratamiento y protección especial, en cuanto a su estabilidad, al disponerse que su denuncia sólo sea
posible por el procedimiento de enmienda constitucional.
Algunas Constituciones iberoamericanas han optado por establecer que las normas constitucionales
relativas a los derechos deben interpretarse en concordancia con los tratados internacionales
referentes a derechos humanos. Se puede mencionar, como primer ejemplo, la Constitución de
Colombia, ya que en su artículo 93, párrafo segundo, se establece que los “derechos y deberes
consagrados en esta Carta, se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre
derechos humanos ratificados por Colombia”. También se puede hacer referencia al caso peruano,
ya que la Cuarta Disposición Final y Transitoria de su Constitución consagra que las “normas
relativas a los derechos y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretan de
conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y con los tratados y acuerdos
internacionales sobre las mismas materias ratificados por el Perú”. Similar situación se da en el
caso portugués (art. 16.2) y español (art. 10.2). Por su parte, el artículo 1 de la Constitución Política
de los Estados Unidos Mexicanos establece que las “normas relativas a los derechos humanos se
interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la
materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia”.
108
También existe la opción de otorgarle, de forma específica, un lugar preeminente al DIDH dentro
de la pluralidad de fuentes normativas que integran el ordenamiento jurídico estatal.
El artículo 75, inciso 22, de la Constitución de la Nación de Argentina dispone que la “Declaración
Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; la Declaración Universal de Derechos
Humanos; la Convención Americana sobre Derechos Humanos; el Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos y su Protocolo Facultativo; la Convención sobre la Prevención y la Sanción del Delito de
Genocidio; la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de
Discriminación Racial; la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación
contra la Mujer; la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o
Degradantes; la Convención sobre los Derechos del Niño; en las condiciones de su vigencia, tienen
jerarquía constitucional...”. De esta forma, en el propio texto constitucional se establece una
enumeración taxativa de instrumentos internacionales sobre derechos humanos a los que se les
reconoce, de forma explícita, jerarquía constitucional. Ese mismo inciso prevé la posibilidad que
otros tratados y convenciones sobre derechos humanos puedan gozar de esa jerarquía, de observarse
un trámite especial, que exige que “luego de ser aprobados por el Congreso, requerirán del voto de
las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara...”.
v. Cláusulas de protección.
Las Constituciones suelen contener medios específicos de protección para los derechos reconocidos
en su articulado. Destacan, en particular, el recurso de hábeas corpus y el recurso de amparo. Pero
también existen casos en que se establece la procedencia del recurso o juicio de amparo para la
tutela de los derechos humanos reconocidos en tratados internacionales, como así ocurre en los
artículos 48 de la Constitución Política de Costa Rica, 43 de la Constitución de la Nación de
Argentina, y 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Lo que
109
implica que tales Constituciones reconocen los mismos mecanismos de garantía para los derechos
reconocidos en el texto constitucional y para los derechos reconocidos por el DIDH.
II.6 Relaciones entre el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y las Constituciones
nacionales.
En cuyo caso, Flávia Piovesan menciona tres hipótesis que interesa destacar para efectos de esta
tesis223, como lo son:
Que los derechos reconocidos en los tratados, convenios o pactos internacionales coincidan
con los derechos ya garantizados en la Constitución;
Que los derechos reconocidos en los tratados, convenios o pactos internacionales integren,
complementen o amplíen el universo de derechos constitucionalmente previstos;
Que los derechos reconocidos en los tratados, convenios o pactos internacionales contraríen
un precepto constitucional.
Siguiendo esta misma línea de razonamiento, estimo que se pueden mencionar los siguientes
supuestos:
223
Citada por COSTA RODRÍGUEZ, Renata Cenedesi Bom, “El nuevo concepto del derecho a la vida en la
jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, en Foro Constitucional Iberoamericano,
núm. 9, enero-marzo, 2005, p. 75, [http://turan.uc3m.es/uc3m/inst/MEP/FCI9RCB.pdf], 18 de agosto del
2008.
110
incompatible. Puede ser compatible, porque ambos cuerpos normativos regulan el mismo
tema de forma equivalente (b.1) o porque lo hacen de forma complementaria (b.2). Puede
ser incompatible, porque ambos cuerpos normativos regulan el mismo tema de forma
contradictoria (b.3).
Se puede citar, a modo de ejemplo, y relativo al primer supuesto (supuesto a), el derecho de
rectificación o respuesta que está reconocido en el artículo 14 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos y que no está reconocido expresamente en la Constitución Política de Costa
Rica.
Como ejemplo del supuesto b.2, puede señalarse que la Constitución Política de Costa Rica
reconoce una serie de derechos y garantías judiciales referentes a la materia penal. En primer lugar,
el artículo 35 establece que “[n]adie puede ser juzgado por comisión, tribunal o juez especialmente
nombrado para el caso, sino exclusivamente por los tribunales establecidos de acuerdo con esta
Constitución”. El ordinal 36 prevé que en “materia penal nadie está obligado a declarar contra sí
mismo, ni contra su cónyuge, ascendientes, descendientes o parientes colaterales hasta el tercer
grado inclusive de consanguinidad o afinidad”. Mientras que el numeral 39 consagra que a “nadie
se hará sufrir pena sino por delito, cuasidelito o falta, sancionados por ley anterior y en virtud de
sentencia firme dictada por autoridad competente, previa oportunidad concedida al indiciado para
ejercitar su defensa y mediante la necesaria demostración de culpabilidad”. Por su parte, el artículo
40 estipula que “[t]oda declaración obtenida por medio de violencia será nula”. Finalmente, el
artículo 42 establece que “[u]n mismo juez no puede serlo en diversas instancias para la decisión de
un mismo punto. Nadie podrá ser juzgado más de una vez por el mismo hecho punible”, y que “[s]e
prohíbe reabrir causas penales fenecidas y juicios fallados con autoridad de cosa juzgada, salvo
cuando proceda el recurso de revisión”. De esta forma, de la normativa parcialmente transcrita se
puede desprender que la Constitución costarricense reconoce –entre otros extremos- el derecho de
defensa, el derecho a ser juzgado por un tribunal competente, independiente, imparcial y
predeterminado por ley, el derecho a no declarar en contra de sí mismo, la invalidez de las
declaraciones obtenidas por medio de la violencia, y el principio del non bis in ídem.
Lo que interesa destacar es que tal cúmulo de derechos y garantías judiciales se refuerza y
complementa con lo establecido por el artículo 8 de Convención Americana sobre Derechos
Humanos, que si bien reconoce –en similares términos- los mismos derechos y garantías judiciales,
también establece o precisa otros elementos del debido proceso legal y del derecho de defensa. Tal
disposición normativa consagra “[t]oda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías
y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial,
establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal
formulada contra ella…”. También prevé que “[t]oda persona inculpada de delito tiene derecho a
que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad”, y “[d]urante el
proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas”: (i)
derecho del inculpado de ser asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no comprende o
no habla el idioma del juzgado o tribunal; (ii) comunicación previa y detallada al inculpado de la
acusación formulada; (iii) concesión al inculpado del tiempo y de los medios adecuados para la
111
preparación de su defensa; (iv) derecho del inculpado de defenderse personalmente o de ser asistido
por un defensor de su elección y de comunicarse libre y privadamente con su defensor; (v) derecho
irrenunciable de ser asistido por un defensor proporcionado por el Estado, remunerado o no según la
legislación interna, si el inculpado no se defendiere por sí mismo ni nombrare defensor dentro del
plazo establecido por la ley; (vi) derecho de la defensa de interrogar a los testigos presentes en el
tribunal y de obtener la comparecencia, como testigos o peritos, de otras personas que puedan
arrojar luz sobre los hechos; (vii) derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a
declararse culpable, y (viii) derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior. También
establece que la confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna
naturaleza, que el inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio
por los mismos hechos, y que el proceso penal debe ser público, salvo en lo que sea necesario para
preservar los intereses de la justicia.
Finalmente, un ejemplo del supuesto b.3 se obtiene de la confrontación del artículo 39, párrafo
segundo, de la Constitución Política de Costa Rica y el artículo 7.7 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos. Debe indicarse, en tal sentido, que el artículo 38 de la Constitución
costarricense establece, como regla general, que ninguna persona puede ser reducida a prisión por
deuda. Por su parte, en el párrafo segundo del artículo 39 se establece que “[n]o constituye
violación” al artículo anterior “el apremio corporal en materia civil o de trabajo o las detenciones
que pudieren decretarse en las insolvencias, quiebras o concursos de acreedores”. En cuyo caso,
puede sostenerse que tal autorización constitucional a instituir el apremio corporal se contradice con
lo previsto en artículo 7.7 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que únicamente
autoriza el apremio corporal en materia alimentaria, al señalar: “Nadie será detenido por deudas.
Este principio no limita los mandatos de autoridad judicial competente dictados por
incumplimientos de deberes alimentarios.”
Es claro que, en principio, los supuestos a), b.1) y b.2) no presentan mayores complicaciones y, por
el contrario, se podría afirmar que, en tales casos, se evidencian las mencionadas relaciones de
reforzamiento y complementariedad mutua entre el DIDH y el derecho nacional o doméstico. Es el
supuesto b.3) el que se presenta como problemático. Procederemos, de seguido, a examinar estos
distintos supuestos.
Debe analizarse, en primer lugar, el supuesto de relaciones de conflictos. Ello exige hacer algunas
reflexiones sobre el tema de las contradicciones o antinomias normativas. Es posible que un mismo
sistema jurídico contenga normas contradictorias o inconsistentes, lo que provoca situaciones en las
que existen al menos dos normas simultáneamente aplicables que califican o regulan de manera
deónticamente incompatible un mismo comportamiento. En cuanto a este tema, Luis Prieto Sanchís
señala que se pueden considerar tres supuestos224:
224
PRIETO SANCHÍS, Luis, Apuntes de teoría del Derecho, cit., p. 132.
112
i. Contradicción entre mandato y prohibición: una norma declara ordenando lo que otra
establece como prohibido.
ii. Contradicción entre mandato y permiso negativo: una norma declara ordenando lo que otra
autoriza no hacer.
iii. Contradicción entre prohibición y permiso positivo: una norma considera prohibido lo que
otra permite hacer.
Aclara el autor que, naturalmente, para que se produzca una efectiva antinomia en alguno de los
casos señalados, es preciso que las dos normas resulten aplicables de forma simultánea, para lo cual
es necesario que compartan un mismo ámbito material, personal, espacial y temporal de aplicación,
esto es, que regulen la misma conducta o situación respecto de los mismos sujetos y en el mismo
marco espacio-temporal. Teniendo en cuenta esto, y siguiendo la clasificación propuesta por Ross,
se puede hablar de los siguientes tipos de antinomias225:
Antinomia total-total. Significa que ambas normas comparten por completo su ámbito de
aplicación material, personal, espacial y temporal, de manera que los casos o supuestos de
hecho comprendidos en una y otra son exactamente los mismos. Esto implica que no hay
ninguna hipótesis en que, siendo procedente aplicar N1, no procede aplicar también N2,
siendo así N1 y N2 imputan consecuencias o generan soluciones incompatibles entre sí.
Antinomia total-parcial. Significa que el ámbito de aplicación de una de las normas se halla
por completo comprendido en el ámbito de aplicación de la otra, pero esta segunda dispone,
a su vez, de un ámbito de aplicación suplementario en el que la contradicción no se
produce. Esto es, siempre que procede aplicar N1 procederá aplicar también N2, pero
también habrá algunos casos en que resulte pertinente aplicar N2 sin que ocurra lo mismo
con N1.
Por otra parte, el citado autor también indica que las antinomias se establecen entre normas, no
entre disposiciones normativas, sea, entre disposiciones una vez que han sido interpretadas. Aclara,
al efecto, que:
225
Ibíd., p. 133.
113
De esta forma, se puede afirmar que eventuales conflictos entre los tratados, convenios o pactos
internacionales sobre derechos humanos y las Constituciones pueden ser aparentes, en tanto
salvables mediante una interpretación armónica o la aplicación de algún principio hermenéutico227 -
incluso, por medio de una reinterpretación de la norma constitucional, como ya habrá oportunidad
de analizar más adelante (vid. infra IV.7)-. Pero en otros casos ello puede no ser posible.
Sin embargo, procede cuestionarse qué sucede si tal contradicción se evidencia o surge una vez
aprobado o ratificado el instrumento internacional. Lo que exige hacer alguna referencia, aunque
sea breve, a los criterios existentes para la resolución de las antinomias normativas. Según una
226
Ibíd., p. 134.
227
Según afirma Fernando M. Mariño Menéndez, en “la práctica los Estados tienden a evitar la producción
de contradicciones demasiado claras entre las normas convencionales que los vinculan internacionalmente y
las de su Derecho interno. La vía principal para ello es que los órganos aplicadores actúen sobre la base de
este imperativo jurídico implícito: deben buscarse interpretaciones armonizadoras de las normas
internacionales e internas que se estimen aplicables. (…) En algunos supuestos se recurre a la técnica de
afirmar que las normas internacionales convencionales, debido a su peculiar naturaleza, son normas
«especiales» aplicables al margen de las normas «generales» de fuente exclusivamente interna.” Esto en
MARIÑO MENÉNDEZ, Fernando M., Derecho Internacional Público, Editorial Trotta S.A., Madrid, 4ta
ed., 2005, p. 613.
228
Ver, al efecto, FERNÁNDEZ TOMÁS, Antonio, SÁNCHEZ LEGIDO, Ángel, y ORTEGA TEROL, Juan,
op. cit., pp. 327 y 341.
114
lectura de la doctrina existente229, se podría afirmar que en el Derecho positivo y en la teoría del
Derecho se han ido desarrollando ciertas relaciones de ordenación o de preferencia entre las
normas, cuya función es de privilegiar a una norma sobre otra en casos de conflicto entre sí. Los
tres criterios más importantes y conocidos de ordenación son los siguientes:
Lex superior derogat legi inferior, o criterio jerárquico, establece que entre dos normas
antinómicas prevalece la superior jerárquicamente. Lo que se relaciona con la ordenación
jerárquica de las fuentes del derecho.
Lex posterior derogat legi priori, o criterio cronológico, establece que entre dos normas
antinómicas prevalece la posterior en el tiempo.
Lex special derogat legi generali, o criterio de especialidad, establece que entre dos normas
antinómicas prevalece la norma especial.
La doctrina también ha puesto de manifiesto que la locución derogat no tiene el mismo significado
en todos los casos, sino que, en algunos supuestos, el conflicto normativo se soluciona en términos
de pertenencia al sistema (validez/vigencia), y, en otros supuestos, en términos de aplicabilidad. De
esta forma, cuando la antinomia se produce entre dos normas de distinto nivel jerárquico, y se aplica
el criterio jerárquico, ello regularmente supone que la norma inferior no debería pertenecer o
debería dejar de pertenecer al sistema. En cambio, cuando “es de aplicación el criterio de
especialidad la norma que resulta «derogada» (la norma general) sigue manteniendo plena validez
y vigencia; aquí «derogación» significa sólo la postergación de la norma para regular el caso
concreto”230.
Asimismo, la doctrina ha señalado que los referidos criterios no siempre son suficientes para
solucionar todos los casos posibles de conflicto, por lo que, en ciertas ocasiones, los operadores
jurídicos deben recurrir a otros criterios, basados, por ejemplo, en consideraciones referentes a la
justicia u otros valores involucrados en la cuestión231. Se habla, incluso, de una jerarquía
axiológica232, sea, que podría sostenerse la existencia una jerarquía de tal tipo entre dos normas
cuando se atribuye por parte del operador jurídico un valor superior a una de ellas respecto de la
otra. Lo que ocurre, por ejemplo, cuando la doctrina o la jurisprudencia consideran que una
determinada norma expresa un principio informador de todo un sector de ordenamiento; en tales
casos, por lo general, se asume una superioridad del principio en cuestión respecto de otras normas
de igual rango normativo.
229
Ver en este sentido FERRER BELTRÁN, Jordi, y RODRÍGUEZ, Jorge Luis, Jerarquías normativas y
dinámica de los sistemas jurídicos, cit., pp. 136 y ss. MENDONCA, Daniel, op. cit., pp. 180 y 181. PRIETO
SANCHÍS, Luis, Apuntes de teoría del Derecho, cit., pp. 134 a 139. VILAJOSANA, Josep. M., Identificación
y justificación del derecho, cit., p. 114 y 115.
230
PRIETO SANCHÍS, Luis, Apuntes de teoría del Derecho, cit., pp. 135.
231
Ver en este sentido MENDONCA, Daniel, op. cit., p. 181.
232
Esto en FERRER BELTRÁN, Jordi, y RODRIGUEZ, Jorge Luis, op. cit., p. 138.
115
Procede, ahora, analizar lo referente específicamente a las antinomias normativas entre los tratados,
convenios o pactos internacionales sobre derechos humanos y las Constituciones. Y lo primero que
debe indicarse es que la respuesta será –o podrá ser- diversa, si el asunto se enfoca desde el Derecho
interno o desde el Derecho Internacional.
Desde el punto de vista del Derecho interno, la respuesta a tal inquietud dependerá, normalmente,
de la ubicación que cada ordenamiento jurídico estatal le reconozca al instrumento internacional
dentro de la ordenación jerárquica de las fuentes de Derecho. Aspecto que, generalmente, se
encuentra previsto por la Constitución de cada Estado –como norma que disciplina y organiza, en
sus elementos esenciales, el sistema de fuentes del Derecho (vid. supra I.3.c y I.5)-. En cuanto a las
alternativas clásicas de atribución de jerarquía o rango normativo de los tratados internacionales
dentro de los ordenamientos jurídicos nacionales, Néstor Pedro Sagüés233 plantea los siguientes
supuestos:
Equiparación legislativa: se nivelan los tratados internacionales con una ley común. Deben
pues conformarse a la Constitución, en forma y contenido. Se incorporan al derecho local
como una ley más y pueden ser modificados por una ley posterior.
233
Así en SAGÜÉS, Néstor Pedro, “Mecanismos de incorporación de los tratados internacionales sobre
derechos humanos al derecho interno”, en GONZÁLEZ VOLIO, Lorena (comp.), Presente y Futuro de los
Derechos Humanos: ensayos en Honor a Fernando Volio Jiménez, Instituto Interamericano de Derechos
Humanos, San José, 1998, pp. 313 y 314. También puede citarse la clasificación propuesta por Aníbal
Quiroga León, referente a los posibles niveles de interrelación entre el DIDH y el Derecho interno, a saber: (i)
relación a nivel supraconstitucional: los tratados sobre derechos humanos son jerárquicamente superiores a la
Constitución, por así establecerlo una disposición contenida en ésta última; (ii) relación a nivel
constitucional: los tratados sobre derechos humanos tienen una jerarquía idéntica a la Constitución, conforme
a una disposición constitucional expresa; (iii) supralegal: los tratados sobre derechos humanos tienen una
jerarquía mayor que las normas legales, pero inferior a la Constitución; y (iv) legal: los tratados
internacionales, cualquiera que fuere su materia, tienen un rango inferior a la Constitución e igual rango que
una norma legal interna. Así en QUIROGA LEÓN, Aníbal, “Relaciones entre el Derecho internacional y el
Derecho interno: nuevas perspectivas doctrinales y jurisprudenciales en el ámbito americano”, en Revista
Iberoamericana de Derecho Procesal Constitucional, Proceso y Constitución, núm. 4, 2005, p. 285.
116
Por su parte, enfocado el tema desde el Derecho Internacional, debe partirse necesariamente del
postulado general de la primacía o preeminencia normativa de los tratados internacionales sobre
todo el Derecho interno, incluidas las normas constitucionales. Y es que “las obligaciones asumidas
por el Estado, en virtud de una norma internacional, priman sobre las que establece su derecho
interno”235. Ello supone, en sentido positivo, y según señalara en su momento la Corte Permanente
de Justicia Internacional, que:
234
Cabe aclarar, en todo caso, que “la inconstitucionalidad de un tratado no afecta en principio… a su
validez, sino tan sólo a su aplicabilidad en el orden interno. La validez de un tratado no puede ser enjuiciada
por los órganos de un sujeto parte; sólo puede decidirse en el plano internacional”. Esto en REMIRO
BROTÓNS, Antonio, RIQUELME CORTADO, Rosa, DÍEZ-HOCHLEITNER, Javier, ORIHUELA
CALATAYUD, Esperanza, y PÉREZ-PRAT DURBÁN, Luis, op. cit., p. 659. Así se refleja, por ejemplo, en
el artículo 73, inciso e), de la Ley de la Jurisdicción Constitucional (Costa Rica).
235
GONZÁLEZ CAMPOS, Julio D., SÁENZ DE SANTA MARÍA, Paz Andrés, y SÁNCHEZ
RODRÍGUEZ, Luis L., Curso de Derecho Internacional Público, Thomson Civitas, Editorial Arazandi S.A.,
Navarra, 4ta ed., 2008, p. 320. En cuanto a este mismo punto: “Enfocada la cuestión desde otra perspectiva,
nos daremos cuenta de que es necesario para cualquier Estado guardar coherencia entre la asunción de
obligaciones en el plano internacional y el cumplimiento de las mismas en el plano interno. Muchas
obligaciones internacionales, especialmente las relativas a los individuos, deben ser cumplidas en el ámbito
interno y no es admisible que un Estado adopte disposiciones de su derecho interno contrariando las
obligaciones internacionales previamente asumidas, e imposibilitando así el cumplimiento de aquéllas dentro
del ámbito de aplicación de su propio derecho nacional. Ello convertiría las normas internacionales en algo
meramente programático, pues nadie podría exigir al Estado el cumplimiento de las obligaciones derivadas
de las mismas en el plano interno”. Esto en FERNÁNDEZ TOMÁS, Antonio, SÁNCHEZ LEGIDO, Ángel,
y ORTEGA TEROL, Juan, op. cit., p. 325.
117
Finalmente, la expresión derecho interno cobija tanto a la Constitución como a cualquier otra
norma de rango inferior del ordenamiento jurídico estatal. Se puede mencionar, como antecedente
de relevancia, la Opinión Consultiva emitida por el citado Tribunal Permanente de Justicia
Internacional, sobre el Trato a los Nacionales Polacos en Danzig, en que se resuelve:
“(…) que si, por una parte, según los principios generalmente admitidos, un Estado
no puede invocar frente a otro Estado las disposiciones constitucionales de este
último y sólo puede alegar el derecho internacional y los compromisos
internacionales válidamente contraídos, por otra parte y a la inversa, un Estado no
puede invocar frente a otro su propia constitución para sustraerse a las
obligaciones que le impone el derecho internacional o los tratados en vigor”
(C.P.J.I., Serie A/B, núm. pp. 23-24)
En este mismo sentido se puede citar el artículo 26 de la Convención de Viena sobre el Derecho de
los Tratados, que establece:
“Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena
fe.”
Este último artículo (46) consagra que el hecho que el consentimiento de un Estado en obligarse por
un tratado haya sido manifestado en violación de una disposición de su derecho interno,
concerniente a la competencia para celebrar tratados, no podrá ser alegado por dicho Estado como
vicio de su consentimiento, a menos que esa violación sea manifiesta y afecte a una norma de
importancia fundamental de su derecho interno. Y una violación es manifiesta si resulta
objetivamente evidente para cualquier Estado que proceda en la materia conforme a la práctica
usual y de buena fe.
De esta forma, de los principios pacta sunt servanda y bona fide (art. 26), del hecho que una parte
no puede alegar normas de Derecho interno para justificar el incumplimiento del tratado (art. 27), y
de que la regla general es que ninguna parte puede alegar como causa de nulidad la violación de una
norma de Derecho interno (art. 46), se deriva –como principio general- que el tratado prevalece
sobre cualquier norma interna, incluidas las propias normas constitucionales. Lo que es
ampliamente reconocido por la jurisprudencia internacional236.
236
En cuanto a este punto: “(…) la propia jurisprudencia internacional, ha sostenido invariablemente el
postulado de la primacía del D.I. La primacía del D.I. no se sustenta en la Constitución de los Estados
miembros sino en la naturaleza y caracteres específicos de propio D.I. y de la Comunidad Internacional.
118
Se constata, de esta forma, que se pueden obtener respuestas divergentes o dispares ante un
conflicto normativo, dependiendo de que el asunto se enfoque desde el Derecho Internacional o
desde el Derecho interno o doméstico. Lo que resulta altamente problemático. Máxime en
tratándose de derechos humanos. Ante ello, y en la materia específica de los derechos humanos, se
podría sostener, como principio o pauta general, que, en cualquier caso, el operador jurídico
nacional debe otorgar preferencia o prevalencia a la norma que contenga protecciones mejores o
más favorables para el individuo –principio pro homine (vid. supra II.4)-. Lo que podría implicar,
en un supuesto concreto, desaplicar una norma constitucional, e, incluso, proceder con su
reforma238, a fin de garantizar su compatibilidad con la norma internacional. Lo anterior, (i) en
procura que el Estado no incurra en responsabilidad internacional –en observancia de los principios
jurídicos internacionales recogidos en los artículos 26, 27 y 46 de la Convención de Viena sobre el
Derecho de los Tratados-, y (ii) en aplicación de un criterio de ordenación axiológico –principio pro
homine-. Pero sobre este punto habrá de volver más adelante [vid. infra II.6.b.i) y III.7].
Por lo demás, resulta oportuno hacer mención a otros dos fenómenos distintos, aunque cercanos –e,
incluso, limítrofes-, al ya analizado. Se hace referencia a la imposición de limitaciones a los
derechos reconocidos en instrumentos internacionales y a la existencia de colisiones entre distintos
derechos.
En cuanto al primer punto, debe indicarse que tanto la doctrina como la jurisprudencia nacional e
internacional admiten que el goce de los derechos humanos o fundamentales puede ser objeto de
regulación e incluso de limitación por parte del legislador (principio de reserva de ley), si tal
restricción resulta indispensable para la razonable protección de otros derechos, intereses o bienes
jurídicos de vital importancia para hacer posible la vida en comunidad. En tal supuesto la restricción
debe respetar el “principio de proporcionalidad” o “principio de prohibición del exceso” -como así
se le denomina en la doctrina alemana-239. A lo que se agrega que la regulación o limitación debe
respetar en todo caso, y necesariamente, el contenido esencial del derecho en cuestión.
(iv) también se podría iniciar el procedimiento de reforma de la Constitución a fin de hacerla compatible con
el Tratado y así eliminar el conflicto. Ibíd., p. 252.
239
Según el referido principio, las “autorizaciones concedidas para una limitación de los derechos
fundamentales no carecen, a su vez, de límites. (...) sólo se admiten restricciones cuando se acometen en
interés del bien común, es decir, cuando se pueden justificar con consideraciones objetivas y razonables del
bien común y se compadecen bien con el principio de proporcionalidad (en sentido amplio). A tal tenor, la
limitación tiene que ser adecuada a la obtención del objetivo (público) perseguido. Además, el medio tiene
que resultar necesario, lo que es el caso cuandoquiera que no se hubiera podido elegir otro medio
igualmente eficaz pero que no afectara o lo hiciera en medida sensiblemente menor al derecho fundamental.
Finalmente, ponderando en conjunto la envergadura de la intervención y lo imperioso de los motivos que la
justifican, ha de velarse por los márgenes de lo que es razonablemente exigible.” Esto en HESSE, Conrado,
“Significado de los Derechos Fundamentales”, en LÓPEZ PINA, Antonio (ed.), Manual de Derecho
Constitucional, Instituto Vasco de Administración Pública, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales, S.
A., Madrid, 1996, p. 110. Para un análisis más profuso del tema, se puede revisar ALEXY, Robert, Teoría de
los derechos fundamentales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2da ed., 2007, pp. 239
y ss. Asimismo, PULIDO, Carlos Bernal, op. cit., in totum.
120
pueden ser aplicadas sino conforme a leyes que se dictaren por razones de interés general y con el
propósito para el cual han sido establecidas”. Además, la Corte Interamericana de Derechos
Humanos ha precisado “que la palabra leyes en el artículo 30 de la Convención significa norma
jurídica de carácter general, ceñida al bien común, emanada de los órganos legislativos
constitucionalmente previstos y democráticamente elegidos...” (Opinión consultiva OC-6/86 del 9
de mayo de 1986).
El otro tema se refiere a la colisión entre distintos derechos. En esta tesis, cuando se ha hablado de
conflictos o antinomias normativas, se ha tenido en mente antinomias genéricas o conflictos en
abstracto, que obedecen a inconsistencias del sistema normativo. Serían supuestos en que se podría
establecer, a nivel abstracto, que dos normas del sistema califican o regulan un mismo caso
genérico de forma deónticamente incompatible, de manera tal que ambas normas se traslapan o
“superponen conceptualmente”240, y correlacionan dos soluciones incompatibles entre sí para un
mismo caso individual; de forma tal “que, al menos, siempre que pretendamos aplicar una de ellas
nacerá el conflicto con la otra”241.
Sin embargo, existen otro tipo de conflictos, denominados como antinomias contingentes o
conflictos en concreto, generalmente relacionados con las normas estructuradas como principios –
sea, normas que presentan condiciones de aplicación abiertas, o que se presentan como normas
categóricas, o que imponen un deber de aplicación o cumplimiento gradual-. Según explica Luis
Prieto Sanchís, en estos casos “no podemos definir en abstracto la contradicción, ni conocemos por
adelantado los supuestos o casos de aplicación, ni contamos por ello mismo con una regla segura
para resolver el problema. […] sólo en presencia de un caso concreto podemos advertir la
concurrencia de ambas normas y sólo en este momento aplicativo hemos de justificar por qué
optamos en favor de una u otra, opción que puede tener diferente resultado en un caso distinto.” Se
está en presencia de normas que se presentan como coherentes en el plano abstracto, pero pueden
resultar tendencialmente contradictorias en su aplicación práctica. Lo que adquiere particular
relevancia en materia de derechos humanos, pues, normalmente, las normas constitucionales e
internacionales en que se reconocen tales derechos se estructuran como principios.
Por lo que es posible que, en un caso concreto, puedan surgir colisiones entre dos o más derechos
humanos reconocidos en las Constituciones nacionales y en el Derecho Internacional de los
Derechos Humanos. En estos supuestos se recurre al método o juicio de la ponderación242.
240
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, cit., p. 172.
241
Ibíd.
242
El citado método o juicio de la ponderación conduce “a una exigencia de proporcionalidad que implica
establecer un orden de preferencia relativo al caso concreto. Lo característico de la ponderación es que con
ella no se logra una respuesta válida para todos los supuestos de conflicto…, sino que se logra sólo una
preferencia relativa al caso concreto que no excluye una solución diferente en otro caso; se trata, por tanto,
de esa jerarquía móvil que no conduce a la declaración de invalidez de uno de los bienes o valores en
121
Más allá de aquellos casos aislados, en que pueda plantearse un conflicto normativo entre un
instrumento internacional sobre derechos humanos y una norma constitucional, lo que interesa
resaltar en esta tesis es que existe una interacción, cada vez más profunda, entre el DIDH y las
Constituciones iberoamericanas, al punto de auxiliarse mutuamente en el proceso de
reconocimiento y salvaguarda de los derechos humanos.
En cuyo caso, adquiere particular relevancia el papel de los jueces nacionales en la consolidación
del mencionado proceso de interacción y coordinación, al asegurar la efectiva y adecuada
implementación u operatividad a nivel interno de las normas internacionales de protección de los
derechos humanos. Aplicando, incluso, la jurisprudencia internacional. Con lo que participan del
proceso que se ha definido como de “permeabilidad, ósmosis, o sinergia funcional”244 entre los
ordenamientos jurídicos nacionales y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Giancarlo Rolla hace referencia a dicho proceso de ósmosis e indica que los jueces constitucionales
ejercen un papel de evidente trascendencia en su consolidación. Respecto a este punto, explica que
conflicto, ni a la formulación de uno de ellos como excepción permanente frente a otro, sino a la
preservación abstracta de ambos, por más que inevitablemente ante cada caso de conflicto sea preciso
reconocer primacía a uno u otro.” Ibíd., p. 191.
243
Los conceptos de interacción cooperativa, parámetro de enjuiciamiento (o control) y parámetro de
interpretación provienen (o se han tomado prestados –con sus respectivas modificaciones y ajustes-) de
GÓMEZ FERNÁNDEZ, Itzíar, Conflicto y cooperación entre la Constitución española y el Derecho
Internacional, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2005, pp. 355 y ss.
244
DULITZKY, Ariel, op. cit., p. 57.
122
la capacidad del juez constitucional de desarrollar los derechos humanos a través de las
codificaciones internacionales se manifiesta en diferentes modalidades, a saber245:
Procede analizar con mayor detalle dos de las principales formas en que se articulan tales relaciones
de interacción cooperativa entre el DIDH y las normas constitucionales, a saber: el DIDH como
parámetro de enjuiciamiento del ordenamiento jurídico nacional y el DIDH como parámetro de
interpretación de las normas constitucionales.
Según se indicó (vid. supra I.3), el Derecho es un artilugio del ser humano, que tiene por propósito
regular y orientar su comportamiento en sociedad, en concordancia con determinados valores,
objetivos e intereses. Para cumplir tal misión, el Derecho se estructura como un amplio entramado
de normas jurídicas que procuran, principalmente, motivar comportamientos. A lo que se añade la
pretensión de que tal entramado normativo opere como un sistema consistente y congruente. Para
lograr tal armonía, el propio ordenamiento jurídico regula el proceso de producción, interpretación
y aplicación de sus normas, conforme a una serie de criterios de validez, ordenación y coordinación
que pretenden garantizar, en definitiva, la unidad y coherencia del sistema normativo.
245
ROLLA, Giancarlo, “Derechos Fundamentales y Estado Democrático: El Papel de la Justicia
Constitucional”, en Revista Costarricense de Derecho Constitucional, núm. I, junio, 2000, pp. 249 y 250.
123
puede ser triple, pues: por un lado, el propio ordenamiento jurídico atribuye competencias y
organiza procedimientos para introducir, modificar o excluir normas del sistema normativo (validez
formal); y, por otro lado, el ordenamiento jurídico se construye como una estructura escalonada de
normas recíprocamente supra y subordinadas, en cuyo caso, el contenido material de las normas
inferiores debe ser que compatible con el contenido material de las normas superiores (validez
material).
Ahora bien, lo que interesa destacar, para efectos de esta tesis –y como ya se adelantó-, es que un
estudio de las Constituciones de diversos países latinoamericanos, y de la jurisprudencia de sus
tribunales, cortes o salas constitucionales, permite constatar una tendencia a conferir una posición
jerárquica preeminente a los tratados, convenciones o pactos internacionales sobre derechos
humanos dentro del ordenamiento jurídico estatal, ya sea otorgándoles –al menos, a algunos de
ellos- expresa igualación o equiparación, en cuanto a rango normativo, respecto de las normas
constitucionales, o bien, otorgándoles un rango interpuesto entre la Constitución y el resto del
ordenamiento jurídico. Ello supone, en primer lugar, blindar a tales instrumentos internacionales
frente a las normas con rango legal –y el resto del ordenamiento jurídico- (ya que no pueden ser
derogados o modificados por tal normativa), y, en segundo lugar, en caso de conflicto normativo
debe darse preferencia a los instrumentos internacionales. Pero, además, varios tribunales, cortes o
salas constitucionales latinoamericanas han utilizado a tales instrumentos internacionales como
normas paramétricas o referentes normativos para enjuiciar la validez de las normas legales.
246
Ver, al efecto, NOGUEIRA ALCALA, Humberto, “Tópicos sobre jurisdicción constitucional y tribunales
constitucionales”, en Revista de Derecho, núm. 14, 2003, p. 43.
247
Es bien conocido que la expresión “bloque de constitucionalidad” es de origen francés, e implica una
adaptación del concepto –también francés- de “bloque de legalidad”, para explicar la decisión del Consejo
Constitucional de utilizar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 como
parámetro para realizar el control de constitucionalidad. A fin de justificar tal ampliación del parámetro de
control, el Consejo Constitucional sostuvo que si bien la Declaración de 1789 constituía un documento
124
formalmente distinto a la Constitución de 1958, ésta era aludida directamente en el preámbulo constitucional.
Bloque que, por lo demás, se ha ido expandiendo por obra del propio Consejo Constitucional, por lo que
además de incluir la Constitución de 1958 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de
1789, también habría que mencionar el Preámbulo de la Constitución de 1946 y los “principios fundamentales
reconocidos por las leyes de la República”. Ver, al efecto, CARPIO MARCOS, Edgar, “Bloque de
Constitucionalidad y proceso de inconstitucionalidad de las leyes”, en Revista Iberoamericana de Derecho
Procesal Constitucional, núm. 4, 2005, pp. 81 y ss. La noción de “bloque de constitucionalidad” también
tiene su importancia en España, aunque normalmente referido al conjunto de normas de delimitación
competencial entre el Estado y las Comunidades Autonómicas. Respecto a este tema, RUBIO LLORENTE,
Francisco, “El Bloque de Constitucionalidad”, en La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, Centro
de Estudios Constitucionales, Madrid, 1997, pp. 63 y ss.
248
Ver, en cuanto a este tema, CARPIO MARCOS, Edgar, op. cit., pp. 80 y ss.
125
También se advierte que, en ese primer momento, la Corte Constitucional entendió el bloque de
constitucionalidad principalmente como una herramienta de control de constitucionalidad de las
normas de rango legal. Sin embargo, en la sentencia C-067/03 de 4 de febrero de 2003 se vino a
enriquecer el concepto y, muy en particular, el propósito del referido bloque, pues la Corte
Constitucional indicó:
“(...) las normas del bloque operan como disposiciones básicas que reflejan los
valores y principios fundacionales del Estado y también regulan la producción de
las demás normas del ordenamiento doméstico. Dado el rango constitucional que
les confiere la carta, las disposiciones que integran el bloque superior cumplen la
cuádruple finalidad que les asigna Bobbio, a saber, servir de i) regla de
interpretación respecto de la dudas que puedan suscitarse al momento de su
aplicación; ii) la de integrar la normatividad cuando no exista norma directamente
aplicable al caso; iii) la de orientar las funciones del operador jurídico, y iv) la de
limitar la validez de las regulaciones subordinadas.”
Mientras que el bloque de constitucional lato sensu estaría compuesto por todas aquellas normas, de
diversa jerarquía, que operan como parámetro para llevar a cabo el control de constitucionalidad de
la legislación. Por lo que además de los referidos “principios y normas de valor constitucional”,
habría que incluir aquellas disposiciones que:
“(…) no tienen rango constitucional pero que la propia Carta ordena que sus
mandatos sean respetados por las leyes ordinarias, tal y como sucede con las leyes
orgánicas y estatutarias en determinados campos” (sentencia C-358/97 de 5 de
agosto de 1997).
126
Ante tal desarrollo jurisprudencial, Edgar Carpio Marcos249 ha argumentado que en el caso
colombiano se expresan dos cosas distintas con la idea de bloque de constitucionalidad, a saber: i)
por un lado, un concepto sustantivo, que identifica a todas aquellas fuentes que en el ordenamiento
colombiano tienen rango constitucional; y ii) de otro, un concepto estrictamente procesal, que
estaría compuesto por todas aquellas fuentes que son capaces de insertarse en el parámetro con el
cual la Corte juzga la validez constitucional (la exequibilidad o no) de las normas que tienen rango
de ley. Esta segunda comprensión del bloque, que la Corte ha denominado en sentido lato, no sólo
comprendería a las fuentes que integran el bloque en sentido estricto, sino, además, a las fuentes de
rango legal que, por reenvió de la Constitución, son capaces de fungir en el parámetro de la acción
de inexequibilidad.
Dicho lo anterior, cabe destacar cuáles son los requisitos que deben cumplirse para que los
correspondientes tratados internacionales se incorporen al bloque de constitucionalidad stricto sensu
(sea: vía párrafo primero, artículo 93 constitucional). La propia Corte Constitucional ha sostenido,
expresamente, que para tales efectos se deben cumplir dos requisitos: (i) que, efectivamente, en el
correspondiente tratado se reconozca un derecho humano; y (ii) que sea un derecho cuya limitación
se prohíba durante los estados de excepción. Lo anterior en la sentencia C-295/93 de 29 de julio de
1993.
Aunque la propia Corte Constitucional ha superado dicho marco formal, pues ha incluido dentro del
bloque a instrumentos internacionales que no son formalmente tratados, como es el caso de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos (p. ej. sentencias T-1211/00 de 18 de septiembre
del 2000 y C-1188/05 de 22 de noviembre del 2005), y de la Declaración Americana de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano (sentencia C-505 /01 de 16 de mayo del 2001).
El artículo 163 de la Constitución de Ecuador establece, como regla general, que: “Las
normas contenidas en los tratados y convenios internacionales, una vez promulgados en el
Registro Oficial, formarán parte del ordenamiento jurídico de la República y prevalecerán
sobre leyes y otras normas de menor jerarquía.” Lo que se complementa con lo dispuesto
en el artículo 18, en que se consagra que “los derechos y garantías determinadas en esta
Constitución y en los instrumentos internacionales vigentes, serán directa e
inmediatamente aplicables por y ante cualquier juez, tribunal o autoridad”. Con sustento
en tal normativa, el Tribunal Constitucional de Ecuador resolvió que los derechos
reconocidos en instrumentos internacionales vigentes constituían parámetro de
constitucionalidad de las leyes (resolución 002-2004-DI del 17 de noviembre del 2004).
249
CARPIO MARCOS, Edgar, op. cit., p. 103.
127
Cabe aclarar, eso sí, que lo antes indicado responde a la aproximación del tema desde el Derecho
interno. Pero en lo que respecta al Derecho Internacional, no existe duda alguna –como ya se
explicó (vid. supra II.6.a)- sobre la primacía normativa de los tratados internacionales sobre todo el
Derecho interno, incluidas las normas constitucionales.
En el caso específico del sistema regional americano de protección de derechos humanos se puede
mencionar, como un ejemplo de lo anterior, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos del 5 de febrero del 2001. En tal ocasión se analizó la actuación del Estado chileno, que
había prohibido la exhibición de la película “La Última Tentación de Cristo”, con sustento en el
artículo 19 constitucional, que establecía un sistema de censura previa a efectos de la exhibición de
producción cinematográfica. La Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró que el Estado
chileno había violado el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión, consagrado en el
artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y decidió que “el Estado debe
modificar su ordenamiento jurídico interno, en un plazo razonable, con el fin de suprimir la
censura previa para permitir la exhibición de la película “La Última Tentación de Cristo”.
En cuanto a este mismo tema, y en el caso específico del sistema regional europeo de protección de
derechos humanos, se puede afirmar que cuando se ha planteado un conflicto normativo entre el
CEDH y las normas de derecho interno, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos también ha
hecho prevalecer el Convenio aun sobre la Constitución de un Estado miembro y “ha rechazado
toda pretensión de incumplimiento fundada en razones constitucionales internas (STEDH Partido
Comunista Unificado de Turquía, 30 de enero de 1998), siendo así que el Tribunal de Estrasburgo
se ha convertido en no pocas ocasiones en juez, casi siempre indirecto, de la convencionalidad de
las Constituciones estatales (STEDH Rekvenyi, 20 de mayo de 1999; Vittorio Emmanuelle di
Savoia, Decisión sobre la admisión, 13 de septiembre de 2001; STEDH Wille, 28 de octubre de
1999)”. 250
Lo que nos permite corroborar que, como regla general, un Estado parte no puede invocar sus
normas de Derecho interno –incluso si estas son de rango constitucional- para justificar el
incumplimiento de sus compromisos internacionales en materia de derechos humanos, y que en
caso de colisión o conflicto normativo entre una norma interna –independientemente de su rango- y
250
Esto en SÁIZ ARNÁIZ, Alejandro, “El Convenio de Roma, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y
la cultura común de los derechos fundamentales en Europa”, en CARRILLO, Marc (coord.), Estudios sobre la
Constitución Española, Homenaje al Profesor Jordi Solé Tura, Cortes Generales, Madrid, v. II, 2008, p.
2048. En similar sentido: “(...) en todas las ocasiones en que se ha planteado un conflicto normativo entre el
CEDH y las normas de derecho interno, el Tribunal ha hecho prevalecer el Convenio aun sobre la
Constitución de un Estado miembro tal y como ésta había sido interpretada por su tribunal constitucional.
Así ocurrió, en una decisión muy criticada, en el asunto Open Door y Dublin Well Women c. Irlanda,
Sentencia de 29 de octubre de 1992, y como recuerda J.-P. Costa, en los asuntos Gitonas y otros c. Grecia
(Sentencia de 1 de julio de 1997; párrafo 40 y ss.), Partido Comunista Unificado de Turquía c. Turquía
(Sentencia de 30 de enero de 1998; párrafo 30) y Zielinski y Pradal y otros c. Francia (Sentencia de 28 de
octubre de 1999; párrafo 59). Esto en RIPOL CARULLA, Santiago, Estudio Preliminar, cit., p. 33.
129
Puede argumentarse, en consecuencia, que el hecho que los Estados otorguen a las normas
internacionales sobre derechos humanos una posición jerárquica preeminente dentro de su
estructura normativa interna, al punto de blindarlas frente a la ley y el resto del ordenamiento
jurídico, e, incluso, otorgándoles la mencionada función de canon o parámetro de validez de las
normas internas –incluidas las normas con rango de ley-, resulta consecuente con lo dispuesto en los
artículos 26, 27 y 46 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados. Constituye, en
última instancia, una fórmula jurídica que le permite al Estado dar cumplimiento a sus obligaciones
internacionales en materia de derechos humanos.
Para tales efectos se debe reiterar que el DIDH impone al Estado parte en un tratado, convención o
pacto internacional sobre derechos humanos el deber de proceder a la adecuación de sus estructuras
y su sistema normativo para garantizar el efectivo goce de los derechos reconocidos en tales
instrumentos internacionales251, así como el consiguiente deber de no modificar o innovar el
ordenamiento jurídico interno en contradicción con tales instrumentos.
En cuanto al primer deber, de adecuación del sistema jurídico interno, se puede citar –nuevamente-
la sentencia del 5 de febrero del 2001 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en cuyo
párrafo 87 aclaró:
“Son muchas las maneras como un Estado puede violar un tratado internacional y,
específicamente, la Convención. En este último caso, puede hacerlo, por ejemplo,
omitiendo dictar las normas a que está obligado por el artículo 2. También, por
251
En cuanto a este tema: “Al vincularse por los tratados de derechos humanos, los Estados se comprometen
solemnemente a respetar sus obligaciones y a hacer compatible su derecho interno con sus compromisos
internacionales”. Esto en CASTILLO DAUDÍ, Mireya, Derecho Internacional de los Derechos Humanos,
Tirant Lo Blanch, Valencia, 2da ed., 2006, p. 15.
130
“La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al
imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en
el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado
internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato
del Estado, también están sometidos a ella, lo que obliga a velar porque los efectos
de las disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de
leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos.
En otras palabra, el Poder Judicial debe ejercer una especie de “control de
convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos
concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esa tarea, el
Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la
interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última
de la Convención Americana”.
En esa misma resolución la Corte indicó que el control de convencionalidad tiene sustento en el
principio de la buena fe que opera en el Derecho Internacional, en el sentido que los Estados deben
cumplir las obligaciones impuestas por ese Derecho de buena fe y sin poder invocar para su
incumplimiento el derecho interno (regla que se encuentra recogida en el artículo 27 de la
Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados).
Tales consideraciones fueron reiteradas por la Corte en los casos “La Cantuta c/. Perú” de 29 de
noviembre de 2006 (considerando 173) y en “Boyce y otros c/. Barbados” de 20 de noviembre de
2007 (considerando 78). Sin embargo, es en la sentencia del caso “Trabajadores Cesados del
Congreso (Aguado Alfaro y otros) c/. Perú”, de 24 de noviembre de 2006, en el que se precisa o
aclara el contenido del citado control de convencionalidad, al estimarse:
concreto, aunque tampoco implica que ese control deba ejercerse siempre, sin
considerar otros supuestos formales y materiales de admisibilidad y procedencia de
este tipo de acciones.”
Finalmente, en el caso “Cabrera García y Montiel Flores c/. México” de 26 de noviembre de 2010,
la Corte aclaró que el control de convencionalidad debe ser ejercido por “(…) todos sus órganos –
del Estado-, incluidos sus jueces (…) Los jueces y órganos vinculados a la administración de
justicia en todos los niveles (…)”. Posición que fue ratificada por la Corte en la sentencia del caso
“Gelman c/. Uruguay” de 24 de febrero de 2011.
Se puede afirmar que, en general, el control de convencionalidad procura asegurar y hacer efectivo
el carácter normativo de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y demás tratados
intencionales que hacen parte del sistema interamericano de protección de derechos humanos.
Control que se inserta en:
252
GARCÍA RAMÍREZ, Sergio, “El control judicial interno de convencionalidad”, en Revista IUS, v. 5, núm.
28, julio-diciembre, 2011, pp. 127 y 128.
253
AYALA CORAO, Carlos, “Sobre el concepto de control de convencionalidad”, en Derecho Constitucional
Contemporáneo, Editorial Investigaciones Jurídicas S.A., San José, C.R., 2015, p. 902.
132
Los jueces y tribunales internos de los distintos Estados están sometidos al ordenamiento
jurídico local, lo que implica que ellos ejercen en las órbitas de su competencia el control
de legalidad y el de constitucionalidad.
254
AYALA CORAO, Carlos, “Sobre el concepto de control de convencionalidad”, cit., p. 903 y ss. Ver,
también, BAZAN, Víctor, “El control de convencionalidad y diálogo jurisprudencial”, en Derecho
Constitucional Contemporáneo, Editorial Investigaciones Jurídicas S.A., San José, C.R., 2015, p. 38.
255
QUINCHE RAMÍREZ, Manuel Fernando, El control de convencionalidad, Editorial Temis, Bogotá, 2014,
p. 51. AYALA CORAO, Carlos, “Sobre el concepto de control de convencionalidad”, cit., p. 902.
256
AYALA CORAO, Carlos, “Sobre el concepto de control de convencionalidad”, cit., p. 906 y ss. Además,
BAZAN, Víctor, “El control de convencionalidad y diálogo jurisprudencial”, cit., pp. 37 y 38.
133
Debe señalarse, por último, que las normas constitucionales también pueden ser objeto de control de
convencionalidad, según se deriva de la propia jurisprudencia de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, y así lo confirma la doctrina latinoamericana257.
Finalmente, y como corolario de todo lo anterior, no puede más que concluirse que –en general- el
DIDH vigente en un Estado condiciona, necesariamente, el proceso de producción normativa, sea:
que admitido o integrado determinado instrumento internacional sobre derechos humanos en el
respectivo ordenamiento jurídico estatal, y mientras tal instrumento esté vigente, impone un límite
externo o heterónomo que hacia futuro impide innovar o modificar el ordenamiento jurídico interno
en oposición a éste, y, por el contrario, impone al Estado el deber de adecuar su sistema normativo
para garantizar el efectivo goce de los derechos reconocidos en tal instrumento internacional.
Además, en caso de conflicto normativo, debe darse preferencia a la norma internacional frente a la
nacional –en el entendido, como ya se indicó, que sea la norma internacional la más favorable para
el titular del derecho (principio pro homine)-. Lo que afecta, también, a las normas constitucionales,
pero ello constituye el objeto de análisis de los siguientes capítulos (en particular, vid. infra III.7).
Según se adelantó (vid. supra I.4), cualquier texto normativo presenta algún grado de
indeterminación o imprecisión significativa. Además, y como habrá de analizarse con mayor
detalle, las disposiciones constitucionales relativas a derechos son, normalmente, textos
especialmente indeterminados y su interpretación particularmente controvertida (vid. infra IV.3). Y
es en tal contexto que irrumpe el DIDH como pauta hermenéutica. Lo que viene a densificar el de
por sí complejo proceso de atribución de significado de las disposiciones constitucionales referentes
a derechos.
257
REY CANTOR, Ernesto, Control de convencionalidad de las leyes y derechos humanos, Editorial Porrúa,
Instituto Mexicano de Derecho Procesal Constitucional, México D.F., 2008, pp. 46. AYALA CORAO,
Carlos, “Sobre el concepto de control de convencionalidad”, cit., p. 903. BAZAN, Víctor, “El control de
convencionalidad y diálogo jurisprudencial”, cit., pp. 44.
134
Se puede citar un caso extraído de la experiencia colombiana, para así poder ejemplificar lo
anterior. Como ya se indicó, el artículo 93 de la Constitución colombiana consagra, en su párrafo
primero, que los tratados y convenios internacionales ratificados por el Congreso, que reconocen los
derechos humanos y que prohíben su limitación en los estados de excepción, prevalecen en el orden
interno. Ese mismo artículo incluye una cláusula de interpretación en su párrafo segundo, en la que
se establece que los derechos y deberes consagrados en esta Carta, se interpretarán de conformidad
con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia. Lo que implica
que en un mismo artículo constitucional se hace expresa mención a la prevalencia de algunos
tratados y convenios internacionales de derechos humanos sobre el orden interno, y también se
dispone que los derechos y deberes constitucionalmente consagrados han de interpretarse de
conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia.
En la citada sentencia número T-1319/01 también se desarrollaron una serie de criterios referentes
al alcance e implicaciones de dicha cláusula de interpretación, que se pueden sistematizar de la
siguiente forma:
i. En primer lugar, el párrafo segundo, del artículo 93, ordena que los derechos y deberes
previstos en la Constitución se interpreten de conformidad con los tratados internacionales
sobre derechos humanos ratificados por Colombia. Lo que implica que el derecho humano
o el deber de tener “su par” –o su equivalente- en la Constitución, pero no se requiere que
el tratado haga referencia a un derecho no limitable en estados de excepción.
135
ii. En segundo lugar, los referidos convenios sobre derechos humanos suelen incorporar una
“cláusula hermenéutica de favorabilidad”, según la cual no puede restringirse o
menoscabarse ninguno de los derechos reconocidos en un Estado en virtud de su legislación
interna o de otros tratados internacionales, invocando como pretexto que el convenio en
cuestión no los reconoce o los reconoce en menor grado. Lo que implica, para efectos del
ordenamiento colombiano, que en caso de conflictos entre distintas normas que consagran o
desarrollan los derechos humanos, el intérprete debe preferir aquella que sea más favorable
al goce de los derechos.
iii. En tercer lugar, cuando la Constitución dispone que la incorporación se realiza por vía de
interpretación (artículo 93, párrafo segundo), ello implica “fundir” la norma constitucional
y la norma internacional, y acoger la interpretación que las autoridades competentes hacen
de las normas internacionales e integrar dicha interpretación al ejercicio hermenéutico de la
Corte. Por lo que la jurisprudencia de las instancias internacionales de derechos humanos
constituye una pauta relevante para interpretar el alcance de esos tratados y por ende de los
propios derechos constitucionales.
Ahora bien, lo dicho hasta ahora se puede ejemplificar con el caso analizado en la acción de tutela
instaurada por J.R. contra I.M.A (expediente T-357702). El demandante era el director técnico del
equipo profesional de fútbol Los Millonarios, e interpuso acción de tutela en contra del demandado,
quien era un periodista deportivo, por estimar que éste último había violado sus derechos
fundamentales al buen nombre, a la integridad personal y familiar, al libre desarrollo de la
personalidad, a la intimidad y a la seguridad personal. Lo anterior por medio de declaraciones que el
demandado había emitido en varios programas radiales y televisivos, en los cuales había calificado
al demandante de “pésimo técnico, incapaz, incompetente y que no está a la altura de lo que
requiere Millonarios”, y que generaron –según acusaba el demandante- reacciones agresivas y
amenazantes de los hinchas y seguidores del equipo. Por su parte, el demandado alegaba que estaba
ejerciendo su derecho a la libertad de opinión y de crítica, que goza cualquier ciudadano y los
periodistas.
La Corte Constitucional se planteó que entre los aspectos a analizar estaba: (i) si las calificaciones
hechas por el demandado sobre el demandante constituían, a la luz de los derechos al buen nombre
y honra, un ejercicio legítimo del derecho a la libertad de opinión, y (ii) si era posible derivar la
puesta en peligro del derecho a la vida o de la integridad física de las opiniones realizadas por un
periodista. Ante ello, la primera observación que hizo la Corte Constitucional fue que el artículo 20
de la Constitución no contemplaba restricciones a la libertad de opinión. Se limitaba a establecer
condiciones relativas al ejercicio del derecho a la información. Por lo que la Corte Constitucional
indicó que podría argumentarse que ese derecho era absoluto y no tenía límites, sin embargo tal
conclusión era discutible, por cuanto la libertad de opinión podía colisionar con otros derechos
fundamentales. Por lo que se cuestionó a cuáles criterios podía recurrir para analizar la legitimidad
de una restricción a la libertad de opinión para armonizarla con otros derechos, si la Constitución no
señalaba esos criterios.
136
Ante tal interrogante, la propia Corte Constitucional indicó que los pactos internacionales tenían un
contenido normativo más rico, pues explicitaban las bases que podrían legitimar una restricción a la
libertad de opinión. Ejemplo de ello lo constituía el artículo 13 de la Convención Interamericana
sobre Derechos Humanos, que establecía causales legítimas para restringir la libertad de expresión.
Entre tales causales se incluían el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, así como la
protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas. Por lo que la
Corte Constitucional recordó que en virtud del mandato contenido en el inciso segundo, del artículo
93 de la Constitución, los derechos y deberes constitucionales debían ser interpretados de
conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia. Por
lo tanto los contenidos normativos derivados del artículo 13 del Pacto de San José eran relevantes
para resolver ese caso.
Por lo que la Corte Constitucional sostuvo que de ello se desprendía que debía estar sancionada la
conducta consistente en emitir una opinión dirigida exclusivamente a incitar a la violencia contra
ciertas personas. No se restringía la opinión negativa contra algunas personas, sino el hecho que se
utilizara la opinión como arma para generar una conducta violenta en contra de la víctima. Es decir,
se trataba de situaciones en las cuales se hacía un uso de la libertad de opinión incompatible con la
democracia, la cual procuraba la solución dialogal de los conflictos sociales. Ahora bien, la Corte
Constitucional aclaró que tratándose de una restricción a la libertad de opinión, se exige que se
encuentre debida y suficientemente probado el uso indebido de la opinión. Por lo que no es
suficiente que se compruebe el carácter incitador del mensaje –que deberá estar previsto en la ley-,
sino que también es necesario establecer que, dadas las condiciones particulares, el ofendido o la
audiencia reaccionarán o reaccionaron violentamente y, finalmente, que existe una relación clara de
causalidad entre uno y otro fenómeno. Y tratándose de situaciones de amenaza, es decir, que se
asume la posibilidad de una reacción violenta, la carga probatoria ha de ser aún más rigurosa, pues
salvo que se compruebe que inequívocamente se va a producir el efecto indicado, la restricción
resultaría inadmisible al comprometer la libertad de opinión. Así las cosas, de no demostrarse la
causalidad, la existencia de un mensaje incitador y la verificación de una acción violenta en contra
de ciertas personas, no puede conducir a una restricción o sanción del ejercicio de la libertad de
opinión.
137
Finalmente, la Corte Constitucional estimó que en este caso en particular no había pruebas que, de
manera inequívoca, llevaran a la conclusión de que el demandado había incitado a la afición en
contra del demandante, hasta el grado de poner en peligro su vida. Por lo que no podía sostenerse
que sus derechos a la vida, a la integridad física y a la seguridad personal hubiesen sido puestos en
peligro por el demandado.
En todo caso, lo que interesa destacar –para efectos de esta tesis- es que en este caso la Corte
Constitucional de Colombia utiliza un tratado internacional para determinar el contenido y alcances
de un derecho constitucional y, en concreto, para precisar cuáles son las restricciones legítimas que
se pueden imponer a su ejercicio.
Se corrobora, así, la forma en que el DIDH puede imponer pautas o criterios que participan en el
proceso de establecer el significado, concretar el contenido y precisar los alcances de las
disposiciones constitucionales sobre derechos fundamentales. Ahora bien, si se desmenuza tal
proceso, se podría pensar en tres hipótesis258: (i) que, en sentido estricto, los instrumentos –y la
jurisprudencia- internacionales cooperen en la construcción y delimitación del contenido básico del
derecho constitucionalmente reconocido; (ii) que los instrumentos –y la jurisprudencia-
internacionales cooperen para completar el sentido del derecho constitucionalmente reconocido,
mediante la incorporación de contenidos conexos o accesorios que no aparecen de forma expresa o
clara en el texto constitucional, y que permiten completar su alcance de manera expansiva; y (iii)
que los instrumentos –y la jurisprudencia- internacionales permitan rectificar o modificar previas
interpretaciones constitucionales, al punto de motivar una reinterpretación sobre el contenido o
alcance de un derecho constitucionalmente reconocido. Con lo que se corrobora que el DIDH
participa en el proceso de determinación, integración y desarrollo del sentido y alcance de las
normas constitucionales, sea: en la configuración final del contenido y efectos de las disposiciones
constitucionales259.
Por otra parte, y como ya se adelantó (vid. supra I.4.d), se ha afirmado que una de las dificultades
que plantea el tema de la interpretación constitucional lo constituye la ausencia de un marco
normativo que sirva de referencia en la atribución de significado. Sin embargo, ello no es del todo
258
PÉREZ TREMPS, Pablo, “Las «cartas» y los tribunales”, en CARRILLO, Marc (coord.), Estudios sobre la
Constitución española, Homenaje al Profesor Jordi Solé Tura, cit., pp. 2006 y 2007. El referido autor realiza
tales afirmaciones con respecto al art. 10.2 de la Constitución española, pero se pueden extrapolar tales
afirmaciones a todas aquellas Constituciones que establezcan una cláusula de interpretación similar.
259
En cuanto a este mismo tema, Santiago Ripol Carulla explica que en el caso europeo, desde la década de
los setenta se han venido realizando diversas investigaciones centradas en el examen del impacto de la CEDH
en los ordenamientos internos de los Estados parte, así como de la aplicación de dicho instrumento
internacional y de la jurisprudencia del TEDH por parte de los tribunales internos, y de tales trabajos se
deduce “que la Convención y la jurisprudencia del TEDH se aplican con frecuencia por los tribunales
nacionales de los Estados parte, tomándola como fuente del derecho en el sentido más amplio del término, o
aplicándola como criterio de interpretación de las normas internas e incluso de la constitución, y ello con
independencia de la recepción y del rango formal interno del Convenio en los derechos internos”. Esto en
RIPOL CARULLA, Santiago, El sistema europeo de protección de los derechos humanos y el Derecho
español, cit., p. 49.
138
exacto, pues en materia de derechos humanos tal marco lo constituye el DIDH. Incluso, si se remite
a la idea previamente expuesta (vid. supra II.3), en el sentido que puede distinguirse entre
disposición y norma, y que una norma puede construirse a partir de varias disposiciones, se puede
afirmar que en aquellos supuestos en que la propia Constitución impone el deber de interpretar las
disposiciones constitucionales sobre derechos en concordancia con el DIDH, tales disposiciones son
normas incompletas y que la norma final o plena sólo puede ser obtenida como producto de una
interpretación sistemática del texto constitucional y de las disposiciones internacionales.
Ahora bien, el hecho que el DIDH sirva para determinar el sentido y alcance de los derechos
constitucionalmente reconocidos puede tener una doble consecuencia, como así lo evidencia Julio
D. González Campos260, que es:
ii. Los nuevos tratados y convenios internacionales sobre derechos humanos que el Estado
vaya suscribiendo pueden desarrollar el sentido y alcance de los derechos fundamentales y
libertades públicas que éste reconoce y garantiza. Lo que implica que el DIDH potencia, de
cara al futuro, el contenido de los derechos fundamentales y libertades públicas
constitucionalmente reconocidos.
Este último aspecto tiene particular interés, pues, en la medida que exista la obligación de
interpretar la Constitución en consonancia con los tratados, convenios y pactos internacionales
sobre derechos humanos, la adopción de nuevos instrumentos internacionales puede obligar a
modificar la forma en que se ha venido interpretando la Constitución, al punto de transformar el
260
GONZÁLEZ CAMPOS, Julio D., “La interacción entre el Derecho Internacional y el Derecho Interno”, en
MARIÑO MENÉNDEZ, Fernando M. (coord.), El Derecho Internacional en los albores del Siglo XXI, cit.,
pp. 394 y 350. Tales afirmaciones también se hacen con respecto al art. 10.2 de la Constitución española e
igualmente se pueden extrapolar a todas aquellas Constituciones que establezcan una cláusula de
interpretación similar.
261
Ver, en similar sentido, REQUENA LÓPEZ, Tomás, Sobre la función, los medios y los límites de la
interpretación de la Constitución, Editorial Comares, Granada, 2001, p. 141. También, respecto del citado
artículo 10.2 CE, se ha indicado que: “(…) al establecer una conexión entre los derechos y libertades que la
Norma fundamental contiene y los reconocidos en aquellos instrumentos internacionales, configura un
mandato para el intérprete, ya que éste deberá contrastar la norma interna con dichos instrumentos a los
fines de determinar el contenido y alcances de los primeros. Y ello supone, de otro lado, una garantía
respecto a los derechos reconocidos en la C.E., pues dicha conexión impedirá que la interpretación de los
preceptos constitucionales pueda restringir los derechos fundamentales si éstos poseen un contenido y
alcance más amplio en las normas internacionales”. Esto en GONZÁLEZ CAMPOS, Julio D., SÁENZ DE
SANTA MARÍA, Paz Andrés, y SÁNCHEZ RODRÍGUEZ, Luis L., op. cit., pp. 874 y 875. Afirmación que,
nuevamente, se puede extrapolar a todas aquellas Constituciones que establezcan una cláusula de
interpretación similar a la contenida el citado artículo 10.2 CE.
139
significado que tradicionalmente se le había dado a una norma constitucional. Por lo que se puede
afirmar que el sentido de un derecho fundamental está en constante construcción, en la medida que
su contenido siempre puede ser enriquecido mediante la suscripción de nuevos instrumentos
internacionales sobre derechos humanos, o por la jurisprudencia emitida por los órganos
internacionales competentes. Incluso, si se sostiene que una de las características del DIDH es su
progresividad (vid. supra II.4), ello impone inevitablemente un dinamismo en la forma en que se
interpretan sus normas, y, en consecuencia, en la forma en que debe interpretarse la Constitución.
Ahora bien, lo dicho hasta ahora impone cuestionarse si la referida obligación de interpretar las
disposiciones constitucionales en concordancia con las normas internacionales impone una
obligación de mera compatibilidad (no contradicción), o, en cambio, exige plena identidad o
uniformidad. En cuyo caso, existen buenos argumentos a favor de la primera opción.
262
Ver BREWER-CARÍAS, Allan R., “La aplicación de los tratados internacionales sobre derechos humanos
en el orden interno de los países en América Latina”, en Revista IIDH, Instituto Interamericano de Derechos
Humanos, núm. 47, julio-diciembre, 2007, pp. 270 y 271.
140
Así, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su opinión consultiva OC-5/85
del 13 de noviembre de 1985, sostuvo que:
Con lo que se reafirma que el propósito del DIDH es establecer una protección mínima. Lo que no
impide que en el ámbito nacional se le pueda otorgar una interpretación más favorable a las
disposiciones sobre derechos, al expandirse su contenido o ámbito de protección. En otras palabras,
la exigencia de interpretación de la Constitución –y del resto del ordenamiento jurídico nacional- en
consonancia con el DIDH, lo que procura es establecer un núcleo básico de protección que es
indisponible para los poderes públicos al momento de perfilar el contenido y alcance de sus normas
nacionales. Lo que no obsta, en forma alguna, para que en ese proceso de atribución de significado
de las normas nacionales se pueda ensanchar ese núcleo de protección.
263
QUERALT JIMÉNEZ, Argelia, La interpretación de los derechos: del Tribunal de Estrasburgo al
Tribunal Constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2008, p. 107.
264
Ibíd.
141
Finalmente, no puede obviarse el hecho que es posible que se genere un conflicto a la hora de
interpretar las disposiciones internacionales sobre derechos humanos, al existir diversos intérpretes
nacionales e internacionales que pueden realizar lecturas contrapuestas de tales disposiciones. Este
extremo habrá de analizarse a profundidad más adelante (vid. infra IV.7).
II.7.a Generalidades.
En cuanto al tema de su jerarquía, ese mismo artículo establece que las disposiciones de los tratados
internacionales “sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los
propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional”. De lo que se
deriva una especial resistencia normativa de la disposición internacional respecto de las normas
internas.
Por su parte, el artículo 95.1 establece que la “celebración de un tratado internacional que
contenga estipulaciones contrarias a la constitución exigirá la previa revisión constitucional”. De
forma tal, que se exige la reforma constitucional para que poder celebrarse un tratado que no sea
conforme a la Constitución.
265
Ver, en tal sentido, DÍEZ DE VELASCO, Manuel, op. cit., p. 251. FERNANDEZ DE CASADEVANTE
ROMANI, Carlos, “Las normas internacionales de derechos humanos en el orden interno español”, en
FERNANDEZ DE CASADEVANTE ROMANI, Carlos (coord.), Derecho Internacional de los Derechos
Humanos, Editorial Dilex, S.L., Madrid, 2da ed., 2003, p. 444. FERNÁNDEZ TOMÁS, Antonio, SÁNCHEZ
LEGIDO, Ángel, y ORTEGA TEROL, Juan, op. cit. p. 342. PASTOR RIDRUEJO, José A., op. cit., pp. 176 y
177. REMIRO BROTÓNS, Antonio, RIQUELME CORTADO, Rosa, DÍEZ-HOCHLEITNER, Javier,
ORIHUELA CALATAYUD, Esperanza, y PÉREZ-PRAT DURBÁN, Luis, op. cit., p. 656 y 662. RIPOL
CARULLA, Santiago, El sistema europeo de protección de los derechos humanos y el Derecho español, cit.,
p. 58.
142
Lo ya dicho –que, en general, resulta atiente a todo tratado internacional-, debe completarse, en lo
referente específicamente a la materia de los derechos humanos, con lo previsto en el artículo 10.2
de la Constitución española, que dispone: “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a
las libertades personales que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre
las mismas materias ratificados por España.” De lo que se deriva que dichos instrumentos
internacionales tienen carácter vinculante, como criterios o pautas interpretativas de uso obligatorio
para la atribución de significado de las referidas normas constitucionales. Incluso, el Tribunal
Constitucional español ha señalado en su jurisprudencia, que tales textos y convenios
internacionales no solo son instrumentos valiosos “para configurar el sentido y alcance de los
derechos” (STC 38/1981) o para establecer “los perfiles exactos de su contenido” (STC 28/1991),
sino que, además, el contenido de estos “se convierte en cierto modo en el contenido
constitucionalmente declarado de los derechos y libertades que enuncia el capítulo segundo del
título I de nuestra Constitución” (STC 36/1991).
Cabe cuestionarse cuál es la relación entre los artículos 10.2 y 96 de la Constitución española.
Alejandro Sáiz Arnáiz señala que la apertura al Derecho Internacional de los Derechos Humanos
que resulta del citado artículo 10.2 no supone la incorporación al Derecho interno de los acuerdos
internacionales que tengan por objeto los derechos de la persona. Un resultado que, como para
cualesquiera otros convenios, y con independencia de su objeto, se obtiene a tenor de cuanto prevé
el artículo 96.1 CE. De lo que trata el citado artículo 10.2 es de adecuar la actuación de los
intérpretes constitucionales a los contenidos de aquellos tratados, que devienen así parámetro
hermenéutico de la regulación de los derechos y libertades presentes en la Constitución267. Indica, al
efecto, que:
266
Así, en España, el: “(…) conflicto ley-tratado no se configura como un problema de constitucionalidad,
esto es, de validez de la ley, sino de legalidad ordinaria. En efecto, el TC ha descartado que la
incompatibilidad entre una ley y un tratado pueda ser objeto de un recurso o de una cuestión de
constitucionalidad, negando que semejante conflicto tenga relevancia constitucional y, en particular, que los
tratados… formen parte del bloque de constitucionalidad (ss. 49/1988, 28/1991 y 64/1991). […]
Consecuentemente, el TC español sitúa el conflicto ley-tratado en el plano de la aplicabilidad, postulando la
aplicación preferente del tratado por la jurisdicción ordinaria, tanto si la ley es anterior como si es posterior.
En relación con la ley anterior, el tratado desplaza su aplicación, pero carece de capacidad para derogarla;
en cuanto a la ley posterior, del propio tenor del art. 96.1 de la Constitución se desprende que goza de “una
especial resistencia o fuerza pasiva” (s. del TC 36/1991), pero no de la capacidad de afectar su validez.
Ahora bien, la aplicabilidad preferente del tratado debe entenderse sin perjuicio del esfuerzo que jueces y
tribunales han de realizar para lograr una interpretación de la ley compatible con el tratado.” Esto en
REMIRO BROTÓNS, Antonio, RIQUELME CORTADO, Rosa, DÍEZ-HOCHLEITNER, Javier,
ORIHUELA CALATAYUD, Esperanza, y PÉREZ-PRAT DURBÁN, Luis, op. cit., p. 664.
267
Así, en SÁIZ ARNÁIZ, Alejandro, “Artículo 10.2 La interpretación de los derechos fundamentales y los
tratados internacionales sobre derecho humanos”, en PÉREZ MANZANO, Mercedes, y BORROJA
INIESTA, Ignacio (coord.), Comentarios a la Constitución Española, XXX Aniversario, Fundación Wolters
143
“En cierto modo puede afirmarse que la Constitución asume y hace suyos aquellos
contenidos a modo de reenvío móvil, esto es, por referencia a las regulaciones
presentes y futuras y, también, a las que resulten de la interpretación que de tales
tratados pueden llevar a cabo sus órganos (no políticos) de garantía.”268
En cuanto a la delimitación del conjunto de «derechos sobre los que se proyecta la interpretación
internacionalmente conforme», el artículo 10.2 alude «a los derechos fundamentales y a las
libertades que la Constitución reconoce». Saiz Arnaiz estima que existen sólidos argumentos para
sostener que los derechos aludidos en el artículo 10.2 son todos los del Título I269, aunque reconoce
Kluwer, Madrid, 2008, pp. 194 y 195. En cuanto a este mismo tema, Carlos Fernández de Casadevante
Romani se cuestiona “acerca del sentido de la inclusión de ese art. 10.2 en el Texto Constitucional cuando
otra disposición –el art. 96- ya contempla la recepción y jerarquía de las normas internacionales en España,
por lo que tales normas a partir de su publicación oficial son de aplicación directa en España por los
judiciales y administrativos”, y responde, en tal sentido, que mientras “el primero [art. 10.2] reconoce el
efecto interpretativo indirecto y mediato de los derechos y libertades fundamentales contenidos en la
Constitución, el segundo [art. 96] otorga a los tratados válidamente celebrados y publicados el efecto directo
e inmediato de constituir normas parte integrante del ordenamiento interno español”. Esto en FERNÁNDEZ
DE CASADEVANTE ROMANI, Carlos, op. cit., pp. 446 y 447. De esta forma, los “instrumentos
convencionales internacionales ratificados por España en materia de derechos humanos asumen en el
sistema jurídico español un doble papel. Son, de un lado, y al igual que el resto de los tratados, normas de
Derecho interno con plenos efectos [art. 96] y, de otro, normas de interpretación constitucional que deben ser
tenidas en cuenta en la atribución de significado a los derechos y libertades reconocidas en nuestra norma
básica. Así, el art. 10.2 CE dota a los tratados internacionales de derechos humanos de un plus extra
situándolos como un criterio hermenéutico…”. Esto en CUENCA GÓMEZ, Patricia, “La incidencia del
Derecho Internacional de los Derechos Humanos en el Derecho interno: la interpretación del artículo 10.2 de
la Constitución Española”, en Revista de Estudios Jurídicos, Universidad de Jaén, núm. 12/2012 (Segunda
Época), p. 3 [http://revistaselectronicas.ujaen.es/index.php/rej/article/view/829/727], 14 de enero del 2015.
268
SÁIZ ARNÁIZ, Alejandro, “Artículo 10.2 La interpretación de los derechos fundamentales y los tratados
internacionales sobre derecho humanos”, cit., p. 195.
269
Alega, en primer lugar, que debe tomarse en consideración la ubicación del art. 10.2 CE, sea, en atención
al argumento sedes materiae, en virtud del cual “la atribución de significado a un enunciado dudoso se
realiza a partir del lugar que ocupa en el contexto normativo del que forma parte”; en cuyo, el hecho de que
el art. 10 CE se encuentre inmediatamente después del encabezamiento del Título I, y fuera de la división en
cinco capítulos en los que se integran todos los otros cuarenta y cinco artículos que lo forman, vendría a
avalar la idea según la cual sus contenidos se proyectarían sobre el conjunto del Título I y, en consecuencia,
sobre la totalidad de los derechos en él reconocidos. Añade que, como especificación del argumento sedes
materiae, también puede citarse el argumento a rubrica, según el cual es posible otorgar un significado a un
enunciado normativo “en función del título o rúbrica que encabeza al grupo de artículos en el que aquél se
encuentra”. En este caso, las palabras con las que se abre el Título I, “De los derechos y deberes
fundamentales”, favorecerían, en su coincidencia con los “derechos fundamentales” citados inmediatamente
después en el art. 10.2, la interpretación propuesta. Afirma que solo en dos ocasiones la Constitución utiliza la
expresión “derechos fundamentales y libertades”: en el art. 10.2 y, alterando su orden (“libertades y derechos
fundamentales”), en el encabezamiento del Capítulo IV del Título I, que se dedica a las garantías de aquéllos.
Indica que es de sobra conocido que los dos únicos artículos que integran el citado Capítulo IV (arts. 53 y 54)
se refieren a las garantías de todos los derechos contenidos en los dos capítulos anteriores, aunque
144
que el Tribunal Constitucional parece haberse inclinado por una lectura estricta del significado
atribuible a aquella referencia, acotándola al Capítulo II, del Título I (STC 36/1991)270.
Por otra parte, el artículo 10.2 remite a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y a los
tratados sobre derechos fundamentales ratificados por España. Señala el autor que tal referencia
puede ser entendida en sentido formal o en sentido material. En el primer caso, solo los tratados
cuyo objeto directo fuera el reconocimiento y tutela de derechos podrían ser empleados en la
interpretación de los derechos presentes en el Título I CE; en el segundo caso, sería posible la
utilización con fines hermenéuticos de cualesquiera tratados que, de uno u otro modo, incidieran en
«las mismas materias». Señala que el Tribunal Constitucional se ha decantado por esta segunda
opción271.
En cuanto a las obligaciones específicas que genera el citado numeral, el autor se formula la
siguiente inquietud: ¿Ha de acudirse necesariamente a los acuerdos internacionales al interpretar los
derechos fundamentales o, por el contrario, corresponde decidir al intérprete cuándo hacerlo?
Estima el autor que la pauta ex artículo 10.2, única cláusula interpretativa presente en toda la
Constitución, no se encuentra a disposición del intérprete, que está vinculado en todo caso a la
atribución de un significado a las disposiciones constitucionales que enuncian derechos, conforme
con los tratados ratificados por España272. Obligación que también vincula al legislador.
La otra inquietud que se plantea Sáiz Arnáiz es la siguiente: ¿Qué significa interpretación
conforme? ¿Cuál es la intensidad del vínculo que para el intérprete supone el criterio interpretativo
diferenciando su régimen jurídico. Por lo que estima que puede concluirse que, con independencia de su
diversa eficacia y tutela judicial -entre otros aspectos-, a todos ellos, agrupados bajo una idéntica
denominación, afecta la cláusula hermenéutica ex art. 10.2 CE. Finalmente, indica que si el constituyente
hubiera deseado excluir determinados derechos de la vinculación al canon interpretativo representando por la
Declaración Universal y los acuerdos internacionales en la materia, podía haberlo hecho sin ninguna
dificultad. Del mismo modo que los derechos del Título I son tratados separadamente (por ejemplo en el art.
53 CE, recién citado) en punto a otros elementos de su status jurídico, bien podían haberlo sido también en
este concreto aspecto. Cuando el constituyente quiso diferenciar, lo hizo. En este caso, sin embargo, no hay
distingo alguno. Antes bien, de los debates constituyentes puede obtenerse la impresión contraria, es decir, la
proyección del canon hermenéutico que se estudia sobre todos los derechos presentes en la Constitución. Lo
anterior en SÁIZ ARNÁIZ, Alejandro, La apertura constitucional al Derecho Internacional y Europeo de los
Derechos Humanos. El artículo 10.2 de la Constitución Española, Consejo General del Poder Judicial,
Madrid, 1999, pp. 72 a 74. En similar sentido, CUENCA GÓMEZ, Patricia, op. cit., p. 6.
270
SÁIZ ARNÁIZ, Alejandro, “Artículo 10.2 La interpretación de los derechos fundamentales y los tratados
internacionales sobre derecho humanos”, cit., p. 195.
271
Ibíd., p. 196. Incluso, Pablo Pérez Tremps afirma que el Tribunal Constitucional ha aplicado de forma
bastante flexible el citado artículo 10.2, en tanto que ha acudido no solo a tratados ratificados sino a tratados
aún no ratificados (STC 102/1994), y a recomendaciones de la Organización Internacional de Trabajo (STC
38/1981) y algunos otros instrumentos de lo que se ha denominado soft law. Esto en PÉREZ TREMPS, Pablo,
“Las «cartas» y los tribunales”, cit., p. 2004. En similar sentido, FERNÁNDEZ DE CASADEVANTE
ROMANI, Carlos, y JIMÉNEZ GARCÍA, Francisco, El Derecho Internacional de los Derechos Humanos en
la Constitución Española: 25 años de Jurisprudencia Constitucional, Editorial Thomson-Civitas, Navarra,
2006, p. 28 y 32.
272
SÁIZ ARNÁIZ, Alejandro, “Artículo 10.2 La interpretación de los derechos fundamentales y los tratados
internacionales sobre derecho humanos”, cit., p. 201. En sentido análogo, CUENCA GÓMEZ, Patricia, op.
cit., p. 10.
145
que se analiza? Señala el autor que interpretación puede ser entendida en un doble sentido: como
mera compatibilidad o como conformidad strictu sensu. La primera significaría ausencia de
contradicción, mientras que la segunda deducibilidad. Según la primera opción, se adecuaría a la
cláusula 10.2 toda interpretación que fuera compatible, no contradictoria, con los textos
internacionales de derechos humanos. Según la segunda opción, se debería entender que la
conformidad solo se alcanza en los supuestos de plena identidad, esto es, siempre que el resultado
de la interpretación llevara a otorgar a los derechos fundamentales un contenido lógicamente
deducible de aquellos mismos textos internacionales. El autor explica que el Tribunal
Constitucional ha utilizado ambas opciones273.
Otro tema de interés es si los tratados internacionales pueden tener un carácter integrativo en
materia de derechos fundamentales. Señala el autor que ello es inevitable, en razón de la amplitud,
apertura y fragmentación que caracteriza el tratamiento constitucional de los derechos
fundamentales, sea, de las disposiciones que los reconocen. Indica, al efecto, que:
El autor también explica que, a los efectos «interpretativos-integrativos» del art. 10.2, los tratados
y acuerdos, así como la jurisprudencia emanada de sus órganos de garantía, pueden servir en una
doble veste: como ejemplo y como modelo. La fuente de origen internacional se comporta como
ejemplo cuando contribuye a la justificación de una decisión ya adoptada, es decir, cuando sirve
para reforzar el discurso argumentativo del Tribunal, pero la solución que ésta de al caso sería
exactamente la misma en ausencia del referente internacional. En cambio, siempre que alguna de
aquellas fuentes iusinternacionales funda la decisión, esto, cuando se comporta como instrumento
principal (o incluso único) del razonamiento del intérprete, que no habría de llegar necesariamente a
la misma solución prescindiendo de ella, puede afirmarse que el acuerdo internacional, la sentencia
o la decisión de instancia de garantía actúa como modelo. En cuyo caso, es claro que la
trascendencia de la interpretación internacionalmente conforme se manifiesta con toda su intensidad
cuando los tratados y la jurisprudencia internacionales se comportan como modelo275.
Finamente, aclara el autor que el artículo 10.2 no modifica o altera la posición de los acuerdos o
convenios a los que se refiere en el sistema interno de las fuentes del derecho. Sin embargo, no
puede negarse que tal numeral atribuye a un cierto tipo de tratados, cualificado por razones de la
materia, una función que los diferencia del resto, un efecto que va más allá de cuanto para el uso
273
SÁIZ ARNÁIZ, Alejandro, “Artículo 10.2 La interpretación de los derechos fundamentales y los tratados
internacionales sobre derecho humanos”, cit., pp. 202
274
Ibíd., pp. 203 y 204
275
Ibíd., p. 204 y ss.
146
común de ellos resulta del artículo 96.1, a saber: a la fuerza pasiva frente a la ley se añade su
condición de parámetro interpretativo de la propia Constitución.
“Aunque desde la teoría de las fuentes no parece que pueda singularizarse a los
tratados en materia de derechos humanos, desde la teoría de la interpretación creo
que la conclusión tiene que ser otra… El comportamiento de los tratados
internacionales en el ámbito del art. 10.2 CE puede explicarse en su condición de
normas interpuestas en el juicio de constitucionalidad (o de amparo), en definitiva,
como parámetro o medida de la validez de las normas y actos de los poderes
públicos españoles en el terreno de los derechos fundamentales. En efecto, los
contenidos de tales fuentes subconstitucionales se comportan como límites para el
legislador (más allá del art. 96.1 CE) y los demás poderes públicos, por expresa
decisión del constituyente, de modo no muy diferente a como lo hacen, en lo que se
ha convenido en denominar el bloque de la constitucionalidad, otras fuentes de
rango infraconstitucional al proceder al reparto territorial del poder político. Se
podrá, o mejor, se deberá siempre reconducir el juicio de validez a una
determinada disposición constitucional, pero si la norma que ésta expresa recibe su
contenido de las citadas fuentes de producción externa, éstas integrarán en última
ratio el parámetro empleado”276
En cuanto a este mismo punto, el Tribunal Constitucional español ha sostenido que el citado
artículo 10.2 CE "no convierte a tales tratados y acuerdos internacionales en canon autónomo de
validez de las normas y actos de los poderes públicos desde la perspectiva de los derechos
fundamentales” (STC 64/1991), ni “da rango constitucional a los derechos y libertades
internacionalmente proclamados en cuanto no estén también consagrados por nuestra propia
Constitución” (STC 36/1991). Se corrobora, así, que el Tribunal Constitucional español ha
sostenido que los textos y acuerdos internacionales a que se refiere el artículo 10.2 son canon o
parámetro de interpretación, pero no constituyen canon o parámetro autónomo de
constitucionalidad de las normas internas. Lo que exige hacer un par de observaciones:
276
Ibíd., p. 207.
277
Ibíd.
147
i. Conforme el análisis efectuado por Sáiz Arnáiz, y secundado por Francesc de Carreras, se
puede afirmar que si bien tales tratados internacionales no son parámetros de
constitucionalidad por sí mismos, lo cierto es que sí son un elemento necesario en la
construcción del parámetro de constitucionalidad, en tanto que tales instrumentos
internacionales deber ser utilizados, forzosamente, para la atribución del significado final
de las normas constitucionales aludidas. De forma tal, que del artículo 10.2 CE se deriva
que “los derechos fundamentales del título I son normas incompletas, las cuales deben ser
colmadas mediante la interpretación sistemática de los tratados internacionales que las
afectan. El conjunto del texto constitucional y los tratados constituye, por tanto, la norma
constitucional completa y es, por consiguiente, el canon o parámetro a partir de cual debe
analizarse la legitimidad constitucional del resto de normas de ordenamiento”278.
ii. Por lo demás, en el supuesto de un conflicto directo entre un tratado internacional y una ley,
debe darse –en todo caso- una aplicación preferente a favor del tratado, de conformidad con
lo dispuesto en el citado artículo 96.1 CE. Luis María Díez-Picazo sostiene que, en efecto,
de dicha norma constitucional se deriva que los tratados internacionales –incluidos los
referentes a derechos humanos- gozan de una fuerza pasiva, entendida como resistencia a la
derogación, superior a la de las leyes. Y si bien tal intangibilidad de los tratados
internacionales por parte del legislador no entraña, en puridad, la inconstitucionalidad de la
ley contraria al tratado, sí ha de plasmarse en la inaplicación de la ley incompatible con el
tratado y la aplicación preferente de éste. Lo que supone, en consonancia con lo anterior,
que la ley contraria a un tratado internacional sobre derechos humanos deberá ser
inaplicada, aun cuando se trate de un derecho que no encuentre propiamente equivalente en
la Constitución española279.
Cabe añadir, por otra parte, que el Tribunal Constitucional español ha expresado que la
interpretación que debe efectuarse, conforme a lo exigido en el artículo 10.2 CE, no puede
“prescindir de la que, a su vez, llevan a cabo los órganos de garantía establecidos por esos mismos
tratados y acuerdos internacionales” (STC 116/2006). Se corrobora, con esto, que las decisiones
278
Ver, en este sentido, DE CARRERAS, Francesc, “Función y alcance del artículo10.2 de la Constitución”,
en Revista Española de Derecho Constitucional, año 20, núm. 60, septiembre-diciembre, 2000, pp. 335. En
similar sentido: “La norma de derechos fundamentales “completa” está integrada por el texto o disposición
constitucional y por el texto o disposición de los tratados y es, por consiguiente, esa norma el canon o
parámetro a partir del cual debe analizarse la legitimidad constitucional del resto de normas del
ordenamiento y el respeto a los derechos por parte de los actos de los poderes públicos”. Esto en CUENCA
GÓMEZ, Patricia, op. cit., p. 13. En cuanto a este mismo punto: “Los derechos y libertades constitucionales
tienen, pues, un contenido que es el resultado de la conjunción de su definición constitucional con la
definición realizada en los sistemas externos, en el bien entendido de que, en todo caso, será esta última la
que, caso de conflicto o contradicción, habrá de prevalecer. (…) El Título I reconoce, por tanto, derechos
cuyo contenido viene sólo parcialmente definido de manera directa por la Constitución, la cual se remite, a
los efectos de la definición última de cada singular derecho, las previsiones internacionales”. Así en
REQUEJO PAGÉS, Juan Luis, Sistemas normativos, Constitución y Ordenamiento. La Constitución como
norma sobre la aplicación de normas, McGraw-Hill, Madrid, 1995, pp. 91 y 92.
279
DÍEZ-PICAZO, Luis María, Sistema de Derechos Fundamentales, Civitas, Navarra, 2da ed., 2005, p. 163.
148
Debe destacarse, por último, la función de garantía280 que cumple el citado artículo 10.2, a saber:
ii. En segundo lugar, y de cara al futuro, permite ampliar el contenido de los derechos
fundamentales, conforme se celebren nuevos tratados internacionales o en razón de una
interpretación dinámica y evolutiva de dichos instrumentos internacionales por parte de los
órganos de garantía competentes.
Ahora bien, procede analizar un caso que ejemplifica la transcendencia de lo ya indicado, como lo
constituye el caso Moreno Gómez.
Lo primero que habría que resaltar es la paulatina trascendencia que ha ido adquiriendo en los
diversos ordenamientos jurídicos el tema medioambiental. Lo anterior, debido al deterioro que ha
venido sufriendo el medio ambiente en razón de la explotación irracional de los recursos naturales y
la contaminación provocada por las sociedades industrializadas. A lo que se añaden las
consecuencias medioambientales indeseables que pueden generar diversas actividades
empresariales o industriales en la vida diaria de las personas (p. ej.: ruidos y malos olores), y que
menoscaban sensiblemente su calidad de vida.
En el caso específico del ordenamiento jurídico español, se puede indicar que existe un precepto
constitucional que hace expresa referencia al medio ambiente, como lo constituye el artículo 45 de
la Constitución Española, y que establece:
“Artículo 45.
1. Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el
desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo.
280
Ver, al efecto, FERNÁNDEZ DE CASADEVANTE ROMANI, Carlos, y JIMÉNEZ GARCÍA, Francisco,
op. cit., pp. 34 a 37. CUENCA GÓMEZ, Patricia, op. cit., pp. 4, 8 y 11. GARCÍA MORILLO, Joaquín, La
protección judicial de los derechos fundamentales, Tirant Lo Blanch, Valencia, 1994, pp. 32 y 33. VICIANO
PASTOR, Roberto, y SERRA CRISTOBAL, Rosario. “Los derechos sociales y culturales conforme al
Derecho Internacional”, en MORENO PÉREZ, José Luis, MOLINA NAVARRETE, Cristóbal, y MORENO
VIDA, María Nieves (dir.), Comentario a la Constitución Socio-Económica de España, Editorial Comares,
Granada, 2002, pp. 181 a 183.
149
2. Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos
naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y
restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva.
3. Para quienes violen lo dispuesto en el apartado anterior, en los términos que la
ley fije se establecerán sanciones penales o, en su caso, administrativas, así como
la obligación de reparar el daño causado.”
De dicho precepto constitucional, y de su relación con los artículos 9.1 y 53.3 CE, se derivan una
serie de consecuencias jurídicas. Se impone, en primer lugar, un deber de actuación positiva a cargo
de todos los poderes públicos en materia de respeto, protección y restauración del medio ambiente.
Además, la tutela del medio ambiente establece un límite jurídico al legislador y al resto de órganos
con competencia normativa, se constituye en factor de limitación de derechos fundamentales y de
otros bienes constitucionales, y opera como criterio de interpretación de todo el ordenamiento
jurídico281. A lo que se agrega que, incluso, algún sector de la doctrina española sostiene que el
inciso 1, del artículo 45 CE, reconoce un “derecho subjetivo de naturaleza constitucional, de
configuración legal y protección judicial ordinaria”282.
Ahora bien, más allá de si el citado artículo 45.1 CE reconoce o no un derecho subjetivo
constitucional –aunque no fundamental- a un medio ambiente adecuado, lo que interesa destacar
para efectos de esta tesis es que, a la luz del caso Moreno Gómez, y en particular, de las sentencias
emitidas en este asunto por el Tribunal Constitucional español y el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos (en adelante: TEDH), la emisión de agentes contaminantes o la generación de una
alteración medioambiental –como producto de una actividad industrial o empresarial- puede dar
lugar, en determinadas circunstancias, a la infracción de los derechos fundamentales reconocidos en
281
Ver, en este sentido VELASCO CABALLERO, Francisco, “Artículo 45”, en PÉREZ MANZANO,
Mercedes, y BORROJA INIESTA, Ignacio (coord.), Comentarios a la Constitución Española, XXX
Aniversario, cit., pp. 1093 y ss. También RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, José María, “Artículo 53.3”, en
PÉREZ MANZANO, Mercedes, y BORROJA INIESTA, Ignacio (coord.), Comentarios a la Constitución
Española, XXX Aniversario, cit., pp. 1187 y ss.
282
En DELGADO PIQUERAS, F., “Régimen jurídico del derecho constitucional al medio ambiente
adecuado”, en Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 38, 1993, p. 56. En similar sentido
LOPERENA ROTA, Demetrio, El derecho al medio ambiente adecuado, Cuadernos Civitas, Madrid, 1996,
pp. 50 y ss. Por su parte, Francisco Velasco Caballero afirma que: “(…) el art. 45.1 CE reconoce un
verdadero derecho (público subjetivo) al libre desarrollo de la persona en un entorno (medio ambiente)
adecuado. Y está garantizado mediante acción de defensa: recurso contencioso administrativo ordinario.”
Añade, al efecto, que: “Del art. 45.1 CE se deriva, primeramente, una esfera individual de poder jurídico
(libertad) inmediatamente delimitada por la Constitución. El derecho subjetivo del art. 45.1 protege un
círculo vital adecuado (medio ambiente adecuado) en tanto determinante para el desarrollo (libre) de la
persona. Protege contra intervenciones públicas en «partes del medio ambiente» estrechamente conectadas
con el individuo: «el círculo de vida» del individuo. Aunque hay que reconocer la dificultad de defensión de
ese «círculo de vida»…. La superación de esta dificultad «técnica» pasa por una delimitación legislativa del
«círculo vital» de la persona; y en su ausencia, por una solución casuística de la jurisprudencia.” Finalmente
concluye: “La acción de defensa es el recurso contencioso-administrativo ordinario, no el recurso de
amparo. Y por ello, hay protección contra actos (expresos o presuntos), disposiciones administrativas,
actividad material y simple inactividad administrativa [art. 25 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora
de la jurisdicción contenciosa administrativa (LJ-CA)].” Esto en VELASCO CABALLERO, Francisco,
“Artículo 45”, cit., p. 1091.
150
los artículos 15 y 18 CE, en relación con el derecho del individuo al respeto de su vida privada y
familiar y de su domicilio, protegido por el artículo 8 del Convenio Europeo para la Protección de
los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (en adelante: CEDH). Lo que impone
una nueva comprensión medioambiental de los derechos reconocidos en los artículos 15 y 18 CE,
en cuanto a su contenido e implicaciones. Nueva comprensión que ha sido posible a través del
citado artículo 10.2 CE.
De previo a analizar el caso Moreno Gómez debe recordarse, necesariamente, el caso López Ostra.
Tal asunto presentaba los siguientes antecedentes fácticos: En la ciudad de Lorca, en Murcia, se
instaló una estación depuradora y de tratamiento de residuos por la empresa SACURSA, dedicada
al tratamiento industrial del cuero. La estación se erigió sobre suelo del Municipio y contó con una
subvención del Estado. Además, se ubicaba a doce metros del domicilio de G. López Ostra. La
estación depuradora inició su actividad sin contar con la previa licencia municipal de apertura –
exigida por el Decreto 2414/1961 de 30 de noviembre (Reglamento de Actividades Molestas,
Insalubres, Nocivas y Peligrosas)-. Desde su puesta en funcionamiento, la estación depuradora
produjo emanación de gases y malos olores, que provocaron molestias y problemas de salud a
numerosos vecinos cercanos a la instalación industrial. Por lo que el Ayuntamiento decidió realojar
a los afectados, de forma temporal y gratuita, en viviendas del centro de la ciudad durante los meses
de julio, agosto y septiembre de 1988. Y al inicio del mes de septiembre, el Ayuntamiento de Loja
acordó ordenar la paralización de la actividad de lagunaje (decantado de residuos químicos y
orgánicos). Lo anterior con sustento en los informes de la autoridad sanitaria y de la Agencia del
Medio Ambiente y de la Naturaleza de la región murciana. Con esa resolución se limitaban las
molestias de los vecinos, aunque no se eliminaban de forma absoluta, pues se continuó con el
tratamiento de aguas residuales. Lo que motivó que G. López Ostra interpusiera un recurso
contencioso-administrativo especial (Ley 62/1978) ante la inactividad del Ayuntamiento para evitar
tales molestias, y alegó la violación de los artículos 15, 17.1, 18.2 y 19 CE. La Audiencia Territorial
de Murcia desestimó el recurso. Resolución que fue confirmada por el Tribunal Supremo.
Por lo que G. López Ostra interpuso recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Alegó, al
efecto, la vulneración de los artículos 15 (derecho a la vida y a la integridad física y moral), 18
(derecho a la intimidad personal y familiar y a la inviolabilidad del domicilio) y 19 (libertad de
residencia) de la CE. El 26 de febrero de 1990, la Sección 2, de la Sala I del Tribunal
Constitucional, dictó providencia de inadmisión de acuerdo con el artículo 50.1.c) LOTC, sea: por
estimar que la demanda carecía manifiestamente de contenido que justificara una decisión sobre el
fondo de la misma por parte del Tribunal Constitucional. En específico, se resolvió: i) que, respecto
a la vulneración del derecho a la intimidad, no constaba que la autora la adujese en la vía judicial;
ii) en cuanto a la pretendida conculcación del artículo 15 CE, no cabía estimar que se hubiese
inflingido a la actora “tratos inhumanos o degradantes por la no paralización de una depuradora”;
iii) además, los órganos judiciales que se ocuparon del recurso deducido por la actora en el
procedimiento especial de la Ley 62/1978 no apreciaron la existencia de algún peligro grave para la
vida e integridad física de aquélla; iv) tampoco podía considerarse que la “invasión de olores
desagradables, ruidos y humos” generados por la planta depuradora entrañe “la violación del
derecho fundamental a la inviolabilidad de domicilio, so pena de desnaturalizar el contenido de ese
151
derecho”; y v) por último, la libertad de residencia de la actora (ex artículo 19 CE) no se veía
menoscabada o desconocida, toda vez que ningún acto de los poderes públicos cuestionado por la
actora le había impuesto el abandono de su vivienda sin causa legalmente prevista.
En razón de lo anterior, la actora interpuso demanda ante el TEDH. Oportunidad en que alegó la
vulneración de los artículos 3 y 8 CEDH, en relación con los olores, ruidos y humos contaminantes
causados por la mencionada planta de tratamiento de residuos sólidos y líquidos, situada a unos
pocos metros de su domicilio. La demandante sostuvo que las autoridades españolas eran
responsables, ya que habían adoptado una actitud pasiva. El TEDH estimó el asunto con respecto a
la alegada violación del artículo 8 CEDH (derecho al respeto a la vida privada y familiar y a la
inviolabilidad del domicilio), pero no así en relación con la acusada infracción del artículo 3 CEDH
(interdicción de tratos inhumanos o degradantes). Lo anterior por medio de sentencia del 9 de
diciembre de 1994. En cuanto al artículo 3 CEDH, el Tribunal resolvió:
Respecto a la alegada violación al artículo 8 CEDH, el TEDH tuvo por acreditado que,
efectivamente, durante varios años la demandante y su familia tuvieron que afrontar las molestias
generadas por el funcionamiento de la planta de tratamiento, que despedía humo, ruido y fuertes
olores. Molestias que disminuían la calidad de vida de todas aquellas personas que habitaban en los
aledaños de la planta. Lo que incluso motivó que, finalmente, la demandante y su familia tuvieran
que abandonar su domicilio. Por lo que el TEDH afirmó que:
En este caso en particular, el Tribunal reconoció que la mencionada planta había sido construida
para resolver un grave problema de contaminación de Lorca debido a la concentración de tenerías;
sin embargo, también resaltó que tan pronto como comenzó a funcionar la planta, ésta empezó a
causar molestias y problemas de salud a muchas personas de la localidad, incluida la demandante y
su familia. A lo que se añadía que las autoridades nacionales no habían adoptado las medidas
necesarias para solucionar tal problemática y, por el contrario, habían contribuido a prolongar la
situación. Por lo que concluyó:
Dicha sentencia nos permite resaltar varios aspectos de interés para efectos del presente análisis,
como lo son:
ii. En particular, el TEDH afirmó que una grave contaminación al ambiente puede afectar al
bienestar de una persona y privarla del disfrute de su domicilio, hasta el punto de
perjudicarla en su vida privada y familiar –sin que, necesariamente, ponga en peligro su
salud-. Supuesto en que resultaría aplicable el artículo 8 CEDH284.
iii. No puede obviarse que en este caso los agentes contaminantes provenían de una actividad
industrial privada. Sin embargo, el TEDH reprochó a las autoridades públicas no adoptar
283
De hecho, en 1976, en el caso X e Y c. República Federal Alemana, la Comisión Europea de Derechos
Humanos declaró que “ningún derecho a la conservación de la naturaleza se encuentra incluido entre las
libertades del Convenio”.
284
Como así lo ha puesto en evidencia Francisco Velasco Caballero, a partir de tal desarrollo jurisprudencial
se puede afirmar que el art. 8 CEDH ya no protege exclusivamente un ámbito de intimidad, sino que implica
un verdadero derecho al libre desarrollo de la personalidad (un derecho general a la libertad de acción) en el
domicilio y, más aún, un derecho a una “calidad de vida” o “disfrute de las comodidades del propio hogar”.
Esto en VELASCO CABALLERO, Francisco, “La protección del medio ambiente ante el Tribunal Europeo
de Derechos Humanos (Comentario a la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso
«López Ostra contra España»)”, en Revista Española de Derecho Constitucional, año 15, núm. 45,
septiembre-diciembre 1995, p. 309 y ss.
153
las medidas de policía necesarias para eliminar la fuente de contaminación. Con lo que se
evidencia que a las autoridades públicas les corresponde no sólo respetar los derechos de las
personas (obligaciones negativas), sino que, además, proteger y fomentar el disfrute
efectivo de tales derechos (obligaciones positivas).
iv. Finalmente, este caso tenía particular interés para el sistema constitucional español, en
atención a lo dispuesto en el artículo 10.2 CE. A lo que se añade la relevancia que el propio
Tribunal Constitucional le ha reconocido a la jurisprudencia del TEDH (ver, por ejemplo,
STC número 114/1984). Por lo que el presente asunto le imponía al Tribunal Constitucional
y al resto de autoridades públicas la obligación de revisar su interpretación del artículo 18
CE.
Procede, ahora, analizar los hechos en el caso Moreno Gómez. Desde 1970, P. Moreno Gómez
vivía en un apartamento en una zona residencial de la ciudad de Valencia. Y a partir de 1974, el
Ayuntamiento de Valencia autorizó la apertura, cerca de su vivienda, de establecimientos nocturnos
tales como bares, pubs y discotecas. Desde antes de 1980, los vecinos habían protestado con motivo
de las degradaciones y ruidos a los que tenían que enfrentarse en dicho barrio, como consecuencia
del funcionamiento de los mencionados establecimientos nocturnos. En virtud de los problemas
generados por el ruido, el 22 de diciembre de 1983 el Ayuntamiento decidió no autorizar más
aperturas de establecimientos nocturnos en la zona. Sin embargo, esta decisión quedó sin efecto, y
se concedieron nuevas licencias. En 1993, el Ayuntamiento solicitó un peritaje, que estableció que
los niveles sonoros rebasaban los límites autorizados. Además, en un informe del 31 de enero 1995,
la policía autonómica informó al Ayuntamiento que los locales musicales situados en la zona
habitada por P. Moreno Gómez infringían, de forma sistemática, los horarios de cierre.
El 28 de junio 1996, el Ayuntamiento aprobó una nueva ordenanza municipal sobre los ruidos y las
vibraciones. Según el artículo 8 de esa ordenanza, en una zona residencial multifamiliar –como en
la que vivía P. Moreno Gómez-, el ambiente exterior no debía sobrepasar los niveles acústicos de 45
dBA Leq entre las 22 y las 8 horas. Y el artículo 30 de la ordenanza definía como zonas
acústicamente saturadas las que sufrían un impacto sonoro elevado con motivo de la existencia de
numerosos establecimientos, de la actividad de las personas que lo frecuentan y del ruido generado
por los vehículos transitando por esas zonas. Finalmente, la ordenanza fijaba las condiciones en las
que era posible declarar una zona acústicamente saturada, e indicaba los efectos de una declaración
de esta índole (en particular: la prohibición de abrir nuevas actividades que conllevaran tal
saturación). Con sustento en lo anterior, el 27 de diciembre de 1996 el Ayuntamiento de Valencia
declaró al barrio en que habitaba P. Moreno Gómez como “zona acústicamente saturada”.
Todo anterior motivó que, el 21 de agosto de 1997, P. Moreno Gómez presentara un escrito ante el
Ayuntamiento, en el que solicitó el abono de 649.280 pesetas por concepto de indemnización por
vulneración de los derechos fundamentales a la vida, salud, intimidad e inviolabilidad del domicilio.
Alegó, como sustento de tal solicitud de indemnización, la existencia de una situación de elevada
contaminación acústica que venía padeciendo en su domicilio, consecuencia tanto del efecto aditivo
de los ruidos y vibraciones producidos por la multitud de establecimientos molestos ubicados en la
zona (declarada por el propio municipio “zona acústicamente saturada”), como por las actividades
desarrolladas en la discoteca situada en los bajos de la finca en la que residía. La reclamante
reprochó a la Administración municipal un funcionamiento anormal, al no haber actuado
diligentemente en defensa de los derechos e intereses legítimos de los vecinos del lugar, haciendo
uso para tal fin de las potestades que le confería el ordenamiento jurídico. Alegaba que ello le había
provocado insomnio y, además, se había visto obligada a realizar obras de cerramiento de su
domicilio para tratar de paliar por sí misma los efectos de la saturación de ruidos.
Ante ello, P. Moreno Gómez interpuso recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Alegó –
entre otros extremos- que la citada sentencia, de la Sala de lo Contencioso-Administrativo (Sección
Primera) del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, había dejado sin protección
los derechos fundamentales reconocidos en los artículos 15 y 18 CE.
Se verifica, así, que en tal caso se planteaba el siguiente problema jurídico: ¿Si la omisión de las
administraciones públicas en prevenir o solucionar un problema de contaminación sónica, generada
por una actividad empresarial o industrial, podía implicar la infracción de algún derecho
fundamental y en cuáles circunstancias?
de la jurisdicción ordinaria. El Tribunal Constitucional también aclaró que el objeto del amparo
debía acotarse a la acusada violación de los artículos 15 y 18.1 y 2 CE.
Dicho lo anterior, el Tribunal procedió a indicar que, en el caso del derecho fundamental a la
integridad física y moral, su ámbito constitucionalmente garantizado protege "la inviolabilidad de
la persona, no sólo contra ataques dirigidos a lesionar su cuerpo o espíritu, sino también contra
toda clase de intervención en esos bienes que carezca del consentimiento de su titular". Por otra
parte, y en lo que se refiere al derecho a la intimidad personal y familiar, el Tribunal reiteró que éste
tiene por objeto la protección de un ámbito reservado de la vida de las personas excluido del
conocimiento de terceros, sean éstos poderes públicos o particulares, en contra de su voluntad.
También indicó que este derecho fundamental se halla estrictamente vinculado a la propia
personalidad y deriva, sin ningún género de dudas, de la dignidad de la persona que el art. 10.1 CE
reconoce. Implica "la existencia de un ámbito propio y reservado frente a la acción y el
conocimiento de los demás, necesario, según las pautas de nuestra cultura, para mantener una
calidad mínima de la vida humana". Luego añadió que, con anterioridad, ese Tribunal ha
identificado como "domicilio inviolable" el espacio en el cual el individuo vive sin estar sujeto
necesariamente a los usos y convenciones sociales y donde ejerce su libertad más íntima. Por lo
que, consecuentemente, el objeto específico de protección en este derecho fundamental es tanto el
espacio físico en sí mismo como también lo que en él hay de emanación de la persona que lo habita.
A lo que agregó:
A lo que añadió:
elevado de ruidos tienen sobre la salud de las personas (v. gr. deficiencias
auditivas, apariciones de dificultades de comprensión oral, perturbación del sueño,
neurosis, hipertensión e isquemia), así como sobre su conducta social (en
particular, reducción de los comportamientos solidarios e incremento de las
tendencias agresivas).”
Con lo que, en principio, el Tribunal Constitucional reconoció que el ruido podía tener una
incidencia negativa sobre la integridad real y efectiva de los derechos fundamentales reconocidos en
los artículos 15 y 18 CE. Paso seguido, el Tribunal reiteró el valor que por virtud del art. 10.2 CE ha
de reconocerse a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su interpretación y
tutela de los derechos fundamentales. Ello a fin de remitirse a la doctrina recogida en las sentencias
del TEDH de 9 de diciembre de 1994 (caso López Ostra contra Reino de España) y de 19 de
febrero de 1998 (caso Guerra y otros contra Italia). Y el Tribunal Constitucional afirmó que en
tales sentencias se “advierte que, en determinados casos de especial gravedad, ciertos daños
ambientales aun cuando no pongan en peligro la salud de las personas, pueden atentar contra su
derecho al respeto de su vida privada y familiar, privándola del disfrute de su domicilio, en los
términos del art. 8.1 del Convenio de Roma (SSTEDH de 9 de diciembre de 1994, § 51, y de 19 de
febrero de 1998, § 60)”. Finalmente, el Tribunal Constitucional señaló que tal doctrina debía servir
–conforme a lo previsto en el citado art. 10.2 CE- como criterio interpretativo de los preceptos
constitucionales tuteladores de los derechos fundamentales. Con base en lo anterior, el Tribunal
Constitucional formuló las siguientes premisas:
i. Cuando los niveles de saturación acústica que deba soportar una persona, a consecuencia de
una acción u omisión de los poderes públicos, rebasen el umbral a partir del cual se ponga
en peligro grave e inmediato la salud, se podrá estar frente a la vulneración del derecho a la
integridad física y moral, garantizado en el art. 15 CE.
Ahora bien, una vez realizadas tales afirmaciones generales, el Tribunal Constitucional procedió a
analizar si en el caso particular de la recurrente se habían infringido sus derechos fundamentales. En
lo que respecta a la acusada infracción del derecho a la integridad personal (art. 15 CE), el Tribunal
Constitucional sostuvo que “sin necesidad de entrar en otras consideraciones, baste señalar que
para acreditar este extremo la recurrente únicamente aportó en el proceso contencioso-
administrativo previo un parte de hospitalización y consulta expedido por una facultativa del
Servicio Valenciano de Salud donde ni se precisa el lapso temporal a lo largo del cual la afectada
padeció esa disfunción del sueño ni se consigna como causa de dicho padecimiento el ruido que la
demandante de amparo afirma haber soportado, por lo que este Tribunal, en el ejercicio de su
157
función de garante último de los derechos fundamentales, no puede establecer una relación directa
entre un ruido, cuya intensidad ni tan siquiera se ha acreditado, y la lesión a la salud que ha
sufrido”. Y en lo que respecta a la vulneración del derecho a la intimidad personal y familiar (art.
18.1 CE), el Tribunal Constitucional concluyó que “los alegatos de la ahora demandante en
amparo carecen de respaldo probatorio. Concretamente, a pesar de que ésta afirma que los ruidos
tienen un origen difuso y no limitado a una sola fuente de producción, y de que la saturación
acústica realmente soportada es, por ello mismo, el resultado de una acumulación de ruidos,
debemos constatar que no ha acreditado la recurrente ninguna medición de los ruidos padecidos en
su vivienda que permita concluir que, por su carácter prolongado e insoportable, hayan podido
afectar al derecho fundamental para cuya preservación solicita el amparo. Por el contrario, toda
su argumentación se basa en una serie de estudios sonométricos realizados en lugares distintos de
su domicilio, que arrojan resultados diversos y hasta contradictorios”. Por lo que el Tribunal
Constitucional resolvió que debía denegarse el amparo.
Ante la denegatoria del amparo, P. Moreno Gómez acudió al TEDH. Dicho Tribunal acogió la
demanda, por medio de sentencia del 16 de noviembre del 2004. El TEDH destacó, como
principios generales, que el artículo 8 CEDH protege el derecho del individuo al respeto de su vida
privada y familiar, de su domicilio y de su correspondencia. Señaló, además, que el domicilio es
normalmente el lugar o espacio físicamente determinado en donde se desarrolla la vida privada y
familiar. También indicó que el individuo tiene derecho al respeto de su domicilio, concebido no
sólo como el derecho a un simple espacio físico, sino también como el derecho a disfrutar en toda
tranquilidad de ese espacio. Por lo que sostuvo que las vulneraciones del derecho de respeto al
domicilio no son solamente las de índole material o corporal (tales como la entrada en el domicilio
de una persona no autorizada), sino también las agresiones inmateriales o incorpóreas (como ruidos,
emisiones, olores u otras injerencias). Afirmó que si las agresiones son graves pueden privar a una
persona de su derecho al respeto del domicilio porque le impiden gozar del mismo.
El TEDH recordó que había declarado aplicable el artículo 8 en el asunto Powell y Rayner c. Reino
Unido (sentencia del 21 de febrero 1990), porque "el ruido de los aviones del aeropuerto de
Heathrow había disminuido la calidad de la vida privada y las comodidades del hogar (de cada
uno) de los demandantes". Mientras que en el asunto López Ostra c. España, referente a la
contaminación por ruidos y olores de una depuradora, estimó que "agresiones graves al entorno
pueden afectar el bienestar de una persona y privarla del disfrute de su domicilio, perjudicando su
vida privada y familiar, sin por ello poner en grave peligro la salud del interesado". Y en el asunto
Guerra y otros c. Italia (sentencia del 19 de febrero 1998), se indicó que "la incidencia directa de
las emisiones (de substancias) nocivas sobre el derecho de los demandantes al respeto de su vida
privada y familiar permitía concluir a la aplicabilidad del artículo 8".
Por otra parte, el TEDH indicó que si el artículo 8 tiene por objeto esencial el proteger al individuo
contra las injerencias arbitrarias de los poderes públicos, también puede implicar la adopción por
estos últimos de medidas encaminadas al respeto de los derechos garantizados por ese artículo,
incluso, en las relaciones de las personas entre sí (cita, al efecto, los asuntos Stubbings y otros c. R.
Unido -sentencia del 22 de octubre 1996-; y Surugiu c. Rumania –sentencia del 20 de abril 2004-).
158
Reitera que tanto si se aborda el asunto bajo el ángulo de una obligación positiva del Estado de
adoptar medidas razonables y adecuadas para proteger los derechos derivados del párrafo 1 del
artículo 8, como si se hace bajo la injerencia de una autoridad pública a justificar de acuerdo con el
párrafo 2, los principios aplicables son bastante próximos. En ambos casos se debe tener en
consideración el justo equilibrio entre los intereses concurrentes del individuo y de la sociedad en
su conjunto. Añade que hasta para las obligaciones positivas resultantes del párrafo 1, los objetivos
enumerados en el párrafo 2 pueden jugar un cierto papel en la búsqueda del equilibrio deseado (para
lo que cita Hatton y otro c. Reino Unido).
Finalmente, el TEDH recordó su jurisprudencia según la cual el Convenio apunta a proteger unos
"derechos concretos y efectivos", y no "teóricos o ilusorios" (cita Papamichalopoulos y otros c.
Grecia –sentencia del 24 de junio 1993-).
ii. El artículo 8 CEDH impone a los poderes públicos la obligación de adoptar medidas
encaminadas al respeto de los derechos garantizados por ese artículo, incluso en las
relaciones de las personas entre sí. Y aún en el supuesto que se estuviera frente a una
actividad industrial o empresarial que supusiera un bienestar económico o la satisfacción de
algún otro interés para la comunidad, siempre debe tenerse en consideración el justo
equilibrio entre los intereses concurrentes del individuo y de la sociedad en su conjunto.
En cuanto al caso específico de P. Moreno Gómez, el TEDH aclaró que ese asunto no versaba sobre
una eventual injerencia de las autoridades públicas en el ejercicio del derecho al respeto del
domicilio, sino que concernía a la inactividad de las autoridades para hacer cesar los perjuicios,
causados por terceras personas, al derecho invocado por la demandante. Hecha tal aclaración, el
TEDH indicó que constataba que la demandante residía en una zona en la que el alboroto nocturno
era innegable, lo que evidentemente provocaba perturbaciones en la vida diaria de la demandante,
sobre todo durante el fin de semana. Por lo que indicó que se debía examinar si los perjuicios
sonoros habían rebasado el umbral mínimo de gravedad para constituir una violación del artículo 8.
Ante ello, afirmó que el Gobierno español hacía notar que los tribunales nacionales habían
constatado que la demandante no había demostrado la intensidad de los ruidos en el interior de su
domicilio. Sin embargo, el TEDH estimó que la exigencia de semejante prueba era, en ese caso,
“demasiado formalista”, puesto que “las autoridades municipales ya habían calificado la zona
donde reside la demandante como zona acústicamente saturada… En consecuencia, exigir de
159
alguien que vive en una zona acústicamente saturada, como la que vive la demandante, la prueba
de lo que ya es conocido y oficial por parte de la autoridad municipal, no parece necesario”.
A lo que añadió el TEDH que teniendo en cuenta la intensidad de las molestias sonoras –fuera de
los niveles autorizados y durante las horas nocturnas-, y por el hecho que esas molestias se habían
repetido durante años, se debía concluir que sí había perjuicio a los derechos protegidos por el
artículo 8. Agregó que la administración municipal de Valencia, ciertamente, había adoptado –en el
ejercicio de sus competencias- medidas en principio adecuadas, para proteger los derechos
garantizados, tales como la ordenanza sobre ruidos y vibraciones. Pero, durante el período
considerado, la administración municipal había tolerado el reiterado incumplimiento de la
reglamentación que ella misma había establecido e, incluso, había contribuido a ello. El TEDH
sostuvo que una reglamentación que pretendiera proteger derechos garantizados sería una medida
ilusoria si no fuese observada de manera constante, y recordó –nuevamente- que el Convenio
pretende proteger derechos efectivos y no ilusorios o teóricos. Por lo que concluyó que los “hechos
demuestran que la demandante ha padecido una agresión grave en su derecho al respeto del
domicilio por culpa de la pasividad de la Administración frente al alboroto nocturno”, y estimó
que, en tales circunstancias, “el Estado defensor no ha cumplido con su obligación de garantizar el
derecho de la demandante al respeto de su domicilio y de su vida privada, infringiendo así el
artículo 8 del Convenio”.
De la lectura conjunta de las sentencias del Tribunal Constitucional y del TEDH se pueden hacer las
siguientes observaciones:
i. En primer lugar, se puede afirmar que la sentencia 119/2001 del Tribunal Constitucional
implicó un importante avance, al intentar incorporar la doctrina del TEDH en materia de
ruidos y de derechos humanos, y reconocer –de esta forma- la dimensión medioambiental
de los derechos fundamentales protegidos por medio del recurso de amparo. Sin embargo,
también se le puede criticar al Tribunal Constitucional la interpretación restrictiva que hizo
de los estándares desarrollados por el TEDH, pues, al momento de denegar el amparo,
afirmó que la amparada no había logrado demostrar la existencia de una vulneración real y
efectiva a sus derechos fundamentales, al no haber probado la existencia de un vínculo
directo entre el ruido y la generación de un daño efectivo a su salud o la producción de un
perjuicio en el seno de su domicilio. El propio TEDH calificó la exigencia de tal prueba
como “demasiado formalista”, pues lo cierto es que “las autoridades municipales ya
habían calificado la zona donde reside la demandante como zona acústicamente
saturada…”. En cuyo caso, si las autoridades municipales ya sabían que el nivel de ruido
era excesivo, y por ello mismo habían emitido una normativa (ordenanza municipal sobre
ruidos y vibraciones) para enfrentar tal situación de contaminación acústica, lo que
interesaba -a juicio del TEDH- era determinar si las autoridades municipales habían actuado
para hacer cumplir tal normativa. Y el TEDH concluyó que la administración municipal
había tolerado el reiterado incumplimiento de la reglamentación que ella misma había
establecido. Con lo que se verifica que la administración municipal no cumplió sus deberes
objetivos de control sobre este tipo de actividades comerciales, que, como ya se indicó,
160
puede generar agentes contaminantes en perjuicio de los vecinos. Sea, las autoridades
nacionales no cumplieron su obligación positiva de proteger y fomentar el disfrute efectivo
de los derechos reconocidos en el CEDH.
ii. Por otra parte, y es lo que interesa específicamente a este tesis, este caso también nos
permite identificar las virtualidades del artículo 10.2 de la CE. En concreto, la
jurisprudencia del TEDH ha permitido una nueva lectura de los artículos 15 y 18 CE y ha
motivado una comprensión medioambiental de su contenido.
II.8.a Generalidades.
Agréguese a lo anterior que el artículo 7 de la Constitución Política dispone que los “tratados
públicos, los convenios internacionales y los concordatos, debidamente aprobados por la Asamblea
Legislativa, tendrán desde su promulgación o desde el día que ellos designen, autoridad superior a
161
las leyes”. En consonancia con lo anterior, el inciso d) del artículo 73 de la Ley de la Jurisdicción
Constitucional prevé que cabe la acción de inconstitucionalidad cuando “alguna ley o disposición
general infrinja el artículo 7, párrafo primero, de la Constitución Política, por oponerse a un
tratado público o convenio internacional”.
De la anterior relación de normas se desprende que, como regla general, los tratados o convenios
internacionales aplicables en Costa Rica tienen un valor superior a las leyes, pero inferior a la
Constitución. Sea, los tratados o convenios internacionales están ubicados, dentro de la jerarquía de
las fuentes del ordenamiento jurídico estatal, en un rango intermedio entre la Constitución y las
leyes. Así está recogido de forma más explícita en el artículo 6 de la Ley General de la
Administración Pública, en que se expone la jerarquía de las fuentes del ordenamiento jurídico
administrativo, y en orden descendente se incluye a la Constitución Política, luego a los tratados
internacionales, y después a las leyes y los demás actos con valor de ley.
Y en sentencia número 1995-2313, de las 16:18 hrs. del 9 de mayo de 1995, la Sala Constitucional
dio un paso más y resolvió:
285
Artículo que dispone: “Artículo 48.- Toda persona tiene derecho al recurso de hábeas corpus para
garantizar su libertad e integridad personales, y al recurso de amparo para mantener o restablecer el goce
de los otros derechos consagrados en esta Constitución, así como de los de carácter fundamental
establecidos en los instrumentos internacionales sobre derechos humanos, aplicables en la República. Ambos
recursos serán de competencia de la Sala indicada en el artículo 10.”
162
Posición que no ha estado exenta de críticas en la doctrina costarricense. Sin duda, uno de los casos
más polémicos lo constituye el voto número 3435-92 de las 16:20 horas del 11 de noviembre de
1992. En tal ocasión la Sala Constitucional conoció de un recurso de amparo interpuesto por un
hombre/varón, quien había planteado ante el Registro Civil una solicitud para optar a la
nacionalidad costarricense, y tal gestión fue denegada por no aplicarse al caso concreto lo dispuesto
por el artículo 14, inciso 5), de la Constitución Política. Dicha norma establecía que era
costarricense por naturalización: “La mujer extranjera que habiendo estado casada durante dos
años con costarricense, y habiendo residido en el país durante ese mismo período, manifieste su
deseo de adquirir la nacionalidad costarricense”. Lo que motivó que se cuestionase en tal proceso
constitucional si el hecho que esa disposición hiciera exclusiva referencia a la “mujer extranjera”,
con la consecuente exclusión del hombre/varón extranjero, podía estimarse como violatorio de los
derechos fundamentales del amparado.
En cuyo caso, la Sala Constitucional estimó que, efectivamente, tal situación era contraria a los
valores fundamentales de la Constitución Política en cuanto a igualdad jurídica y su complemento
de no discriminación. Valores tutelados con igual trascendencia por las normas internacionales (p.
ej.: artículos 2 y 7 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, II de la Declaración
Americana de los Derechos del Hombre, 3 y 26 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos, y 1 y 24 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos). Esto era así, pues
implicaba un tratamiento evidentemente injustificado, infundado y desproporcionado en perjuicio
del hombre/varón extranjero casado con mujer costarricense. Indicó, al efecto, que la “simple
comparación de las normas transcritas con la disposición cuestionada demuestra que el beneficio
concedido exclusivamente a la mujer extranjera casada con costarricense, constituye una
discriminación en perjuicio del hombre extranjero casado con una ciudadana costarricense, contra
quien crea artificialmente una desventaja pues le sustrae beneficios por razones de género,
contraviniendo con ello el espíritu constitucional y universal de igualdad y no discriminación.”
Igualmente estimó que tal situación atentaba contra la igualdad y unidad matrimoniales, que
también son valores tutelados por el ordenamiento interno (artículos 51 y 52 de la Constitución
Política) e internacional (artículos 23 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 17
del Pacto de San José). En cuanto a este punto, afirmó que la “norma impugnada crea una especie
de marginación que afecta al núcleo familiar y por ende a la sociedad en su conjunto desde el
momento en que un integrante de esa comunidad es tratado de manera diferente, cercenando sus
derechos igualitarios y colocándolo en situación social de desventaja, frente a su esposa, sus hijos
y demás familiares; con ello se resiente el sentido de justicia”.
discriminación "legal" por razón de género, corrección que deben aplicar todos los
funcionarios públicos cuando les sea presentada cualquier gestión cuya resolución
requiera aplicar una normativa que emplee los vocablos arriba citados.”
Lo que, incluso, motivó que con posterioridad se tramitara y aprobara una reforma constitucional
(Ley de reforma constitucional número 7879 de 27 de mayo de 1999), para que el inciso 5, del
artículo 14 constitucional, estableciera lo siguiente:
En todo caso, lo que interesa destacar es que la citada sentencia 3435-92 plantea, sin duda alguna,
una situación extrema. Entre las principales críticas formuladas a tal sentencia, dentro de la doctrina
nacional, se puede citar a José Miguel Villalobos Umaña, quien critica fuertemente dicha
resolución, pues sostiene que la Sala Constitucional se «arrogó» competencias constitucionales
propias del constituyente derivado, ya que: “(…) modificó una norma constitucional expresa, clara
e indubitable que había sido redactada ex profeso por el constituyente…”286. Luego añadió: “(…)
la Sala reformó la Constitución Política, le enmendó la plana la constituyente y consideró que la
Constitución no puede discriminar por razones de género. No esperó a que la realidad social
permeara a los políticos que tienen las competencias constitucionales, sino que se las arrogó y en
virtud de un valor relativo como el de la no discriminación desaplicó una decisión
constitucional”287.
Para entender la crítica que realiza dicho autor es necesario esbozar las premisas que sustentan su
posición. El citado autor analiza el tema del valor jurídico del Derecho Internacional de los
Derechos Humanos en el sistema constitucional costarricense y su posición en el orden jerárquico
de las fuentes normativas. Luego se cuestiona si es posible modificar la Constitución por parte de
un organismo internacional o del Poder Legislativo sin ejercer el poder constituyente derivado, sino
en simple ejercicio de su potestad como legislador jerárquicamente subordinado a la Constitución
Política.
En cuanto al primer tema, el autor razona que fue la misma Asamblea Legislativa que había
aprobado la reforma constitucional a los artículos 10 y 48 de la Constitución Política (Ley de
reforma constitucional No. 7128 de 18 de agosto de 1989), la que 2 meses después promulgó la Ley
de la Jurisdicción Constitucional (Ley No. 7135 del 11 de octubre de 1989). Y en este segundo
286
En VILLALOBOS UMAÑA, José Miguel, “El valor jurídico de los Convenios Internacionales sobre
Derechos Humanos en el Sistema Constitucional costarricense”, en Anuario de Derecho Constitucional
Latinoamericano, Fundación Konrad-Abenauer-Stiftung A.C.-CIEDLA, 2000, p. 275.
287
Ibíd., p. 276.
164
cuerpo normativo el legislador fue claro en cuanto a la relación entre los convenios internacionales
y la Constitución Política y aplicó, indudablemente, la doctrina derivada del artículo 7 de la
Constitución Política, en el sentido que los convenios internacionales solamente tienen rango
superior a la Ley, pero inferior a la Constitución. Esto es así, pues el artículo 73, inciso e), de la Ley
de la Jurisdicción Constitucional permite declarar la inconstitucionalidad de convenios
internacionales cuando en su trámite o en su contenido o efectos se haya infringido una norma o
principio constitucional. Lo que implica, según afirma dicho autor, que la misma Asamblea
Legislativa que aprobó la reforma constitucional a los artículos 10 y 48 de la Constitución Política y
que luego dictó la Ley de la Jurisdicción Constitucional, conceptualizó a los tratados internacionales
-sin excepción alguna- como normas de valor jerárquico inferior a la Constitución, y que la citada
reforma constitucional no tuvo como propósito jerarquizar a los tratados internacionales -de ningún
tipo, inclusive los relativos a derechos humanos- como instrumentos normativos de carácter igual o
superior a las normas constitucionales.
Con sustento en lo anterior, el citado autor afirma que en Costa Rica los tratados internacionales
tienen rango superior a la Ley, pero no pueden alterar las normas constitucionales. Los
compromisos internacionales asumidos por el país tienen efectos en cuanto al nacimiento de
obligaciones de adaptar el ordenamiento interno a tales compromisos, pero no es posible concluir
que asumir tal compromiso implica la modificación automática de los textos constitucionales que
pudieren obstaculizar la ejecución de la obligación. En cuanto a este punto, el autor manifiesta que
la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados contiene dos normas (artículos 27 y 46)
que se han pretendido utilizar como disposiciones modificatorias del texto constitucional y
otorgarle entonces a los convenios internacionales autoridad superior a la Constitución Política.
Posición que él critica en los siguientes términos:
“El art. 27 de esa Convención señala que ninguna parte puede invocar su derecho
interno como justificación para incumplir un tratado, salvo que esa obligación
haya sido asumida con infracción de ese derecho interno en cuanto a las
competencias para celebrar los convenios y en tanto esa violación sea manifiesta y
afecte una norma de importancia fundamental (artículo 46). Es evidente de la
redacción de ambas disposiciones que la prohibición de justificar los
incumplimientos de tratados tiene efecto internacional y no interno, por cuanto la
tesis contraria llevaría al absurdo de poder modificar la Constitución Política
mediante la celebración de tratados, bastando para la enmienda a la Constitución
Política con la aprobación del Poder Legislativo y la ratificación posterior del
Poder Ejecutivo. Es decir, la alegre lectura que de la Convención de Viena se hace
implicaría concebir a la Constitución Política como una simple Ley de Formas,
cuyo único valor jerárquico frente a los tratados sería la determinación del órgano
competente para celebrarlos, pero el contenido de éstos podría ser cualquiera e
inclusive con poder modificatorio de la Constitución. (…) No es posible entender
que el Poder Legislativo que aprueba la Convención de Viena haya pretendido, no
sólo delegar en organismos internacionales la función normativa, sino pero aún,
165
Sin duda que tales críticas pueden resultar persuasivas. De mi parte, estimo oportuno realizar
algunas observaciones sobre esta temática. Resulta pertinente, en primer lugar, intentar precisar los
alcances de la posición de la Sala Constitucional, en tanto puede resultar ambigua –o al menos,
problemática- la afirmación de que los instrumentos internacionales sobre derechos humanos
aplicables en Costa Rica gozan de “nivel constitucional”, o tienen “una fuerza normativa del
propio nivel constitucional”, o “tienen no solamente un valor similar a la Constitución Política,
sino que en la medida en que otorguen mayores derechos o garantías a las personas, privan por
sobre la Constitución”.
Para aclarar tal extremo, puede resultar de utilidad examinar las manifestaciones que han realizado,
en el plano doctrinal, algunos Magistrados o Exmagistrados de la Sala Constitucional. Por ejemplo,
Luis Fernando Solano, quien fuese Magistrado Presidente de la Sala Constitucional, señala:
“(…) en el caso costarricense, como nota especial, debemos agregar el valor que el
sistema le otorga a los instrumentos internacionales de derechos humanos vigentes
en el país, con lo que hay una especie de recepción in integrum de la normativa
internacional de derechos humanos, al mismo nivel que el de los llamados derechos
constitucionales. Incluso, nuestra jurisprudencia constitucional ha llegado a
indicar que, cuando el instrumento internacional sea más generoso que la norma
constitucional, prima aquel por sobre ésta. No se trata de que la norma de
derechos humanos deroga a la constitucional, sino que en el operador, al resolver
el caso concreto, la desplaza como norma aplicable al caso, en la medida en que
sea más protectora que esta.”289
Por su parte, Fernando Castillo Víquez, actual Magistrado de la Sala Constitucional, ha señalado
que dicho órgano ha mantenido en su jurisprudencia la tesis de que cuando un instrumento
internacional otorga mayores derechos a favor de la persona que la Constitución (CP), se debe
aplicar el primero y no la segunda, a pesar de que los tratados internacionales y los concordatos
tengan rango supralegal en nuestro medio, pero infraconstitucional, de conformidad con el numeral
7 constitucional. Lo anterior siguiendo «un principio garantista de interpretación». Sin embargo, a
su juicio, la Sala Constitucional (SC) no tiene competencia para desaplicar una norma
constitucional por considerarla contraria a un convenio internacional sobre derechos humanos, pese
a que en sus resoluciones ha sentado la tesis de la supraconstitucionalidad de estos convenios
internacionales, pero cuando otorgan más derechos. Alega, al efecto, que:
288
Ibíd., p. 271.
289
SOLANO CARRERA, Luis Fernando, “Supremacía y eficacia de la constitución con referencia al sistema
costarricense”, en Constitución y Justicia Constitucional, Consell Consultiu de la Generalitat de Catalunya,
Agència Catalana de Cooperació al Desenvolupament de la Generalitat de Catalunya, Centro de Estudios y
Formación Constitucional Centroamericano, Barcelona, 2008, p. 37.
166
Incluso, el citado autor va más allá, y se cuestiona qué pasa cuando se acusa de inconstitucional una
norma infraconstitucional que expresa o desarrolla un precepto o principio constitucional, por
contravenir un convenio internacional sobre derechos humanos. Es decir, cuando se está en
presencia de una «norma eco» en el sentido ideológico. El autor sostiene que hay razones
suficientes para concluir que no se le puede dar supremacía al instrumento internacional en contra
de lo que dispone un precepto legal (norma eco) que, en forma clara y expresa, constituye un
desarrollo de un concepción muy concreta de la Constitución. En primer lugar, porque se estaría
vaciando de contenido la norma constitucional y, por ende, colocando a la norma internacional, en
el ámbito interno, por encima de la Constitución. En segundo lugar, una postura distinta significaría
que el Poder Ejecutivo y la Asamblea Legislativa podrían modificar lo que dispuso el poder
constituyente, tanto el originario como el derivado, con solo aprobar y ratificar un tratado o
convenio internacional sobre derechos humanos.
Añade Fernando Castillo que la tesis contraría conlleva riesgos inimaginables y peligrosos, ya que,
cada vez que se apruebe y ratifique un convenio internacional sobre los derechos humanos, podrían
estarse modificando concepciones fundamentales, aspectos esenciales del sistema político, del
modelo económico y de la vida social, sin que se le haya consultado al cuerpo electoral a través de
los mecanismos que ofrece el Derecho Electoral, en forma directa –referéndum- o indirecta –
elecciones nacionales donde se ventile y discuta abiertamente el tema-. Indica que, en tal caso, la
sociedad costarricense podría ser «sorprendida», en el sentido de que se le impongan concepciones,
institutos o valores sobre los cuales no se pronunció en un proceso democrático, tal y como sí
ocurre cuando se convoca a una Asamblea Nacional Constituyente, donde los distintos partidos
políticos expresan su concepción sobre los aspectos esenciales en los distintos ámbitos del quehacer
humano.
El citado autor también aclara que si el asunto se estuviera resolviendo en una instancia
internacional privaría la norma internacional, y no la interna, en razón del ya citado principio
elemental del Derecho Internacional, según el cual, ningún sujeto de Derecho Internacional puede
invocar el cumplimiento de su legislación interna para desvincularse de un compromiso que ha
290
CASTILLO VÍQUEZ, Fernando, op. cit., pp. 25 a 28.
167
asumido en un tratado internacional. Por ello, si ocurre una desaplicación de la norma internacional
en el Derecho interno y, en el ámbito internacional porque concomitantemente se denuncia el
tratado internacional a causa de su desaplicación interna, tal situación podría acarrear una
responsabilidad patrimonial en contra del Estado que actúe de esa manera, conforme a las normas
del Derecho Internacional.
Finalmente, también se puede citar a Rubén Hernández Valle, quien fuese Magistrado suplente de la
Sala Constitucional, y quien ha afirmado que dicho órgano ha sostenido una «equivocada tesis», en
tanto que:
Por lo que considero necesario hacer una serie de precisiones. Resulta necesario, en primer lugar,
efectuar un análisis detallado del contenido del texto constitucional. En cuyo caso, el hecho que el
artículo 48 de la Constitución Política asigne el mismo medio de garantía (el amparo) a los derechos
fundamentales reconocidos en la Constitución y a los establecidos en los instrumentos
internacionales sobre derechos humanos aplicables en Costa Rica significa, evidentemente, que se
les está reconociendo similar relevancia. Pero ello no permite deducir, al menos de forma necesaria
o concluyente, que tales instrumentos tengan igual o mayor rango jurídico que la Constitución,
conforme a la ordenación jerárquica de las fuentes de Derecho que se encuentra regulada o
presupuesta por el propio texto constitucional. Máxime si se efectúa una integración e interpretación
armónica con el resto del articulado constitucional, incluido el artículo 7 de la Constitución Política,
que regula específicamente el tema de la jerarquía normativa de los tratados y convenios
internacionales, y que establece –expresamente y sin excepción- que tales instrumentos
internacionales tienen “desde su promulgación o desde el día que ellos designen, autoridad
superior a las leyes”. A lo que debe agregarse que el ya mencionado artículo 48 remite al artículo
10 de la Constitución Política, del que se deriva –a su vez y como ya se indicó- que las “normas de
cualquier naturaleza” deben ser congruentes con la Constitución.
291
Esto en HERNÁNDES VALLE, Rubén, El Régimen Jurídico de los Derechos Fundamentales en Costa
Rica, Editorial Juricentro, San José, C.R., 2002, p. 45.
168
Por ello, a mi juicio, una interpretación sistemática de la Constitución impide reconocer que, en el
caso concreto de Costa Rica, el propio texto constitucional les otorgue a los tratados, convenios o
pactos internacionales sobre derechos humanos un rango jurídico igual o superior a la Constitución,
y, por el contrario, del texto constitucional se deriva que tales instrumentos internacionales tienen
un rango jurídico inferior a la Constitución –aunque superior a las leyes y al resto del ordenamiento
jurídico-.
Lo que permite sostener que, a la luz del propio texto constitucional, los tratados, convenios o
pactos internacionales deben ser compatibles con la Constitución para ser aprobados e integrados al
ordenamiento jurídico nacional. Por lo que no resulta admisible que en el ordenamiento jurídico
costarricense –y a la luz de la normativa ya citada-, tales instrumentos internacionales puedan tener
un efecto modificatorio automático o tácito del texto constitucional.
169
No obstante lo anterior, aun así puede sostenerse que si, en un caso concreto, una norma recogida
en un instrumento internacional sobre derechos humanos aplicable en Costa Rica resulta más
beneficiosa para la persona que una norma constitucional, en tanto ensancha el contenido o ámbito
de protección de un derecho, el operador jurídico tiene la obligación de aplicar esta norma
internacional de forma preferente –de la misma manera que podría verse obligado a aplicar una
norma legal e incluso reglamentaria, si es ésta la más beneficiosa-. Pero ello no obedece –o, mejor
dicho, es independiente- de la ubicación de tal norma dentro de la ordenación jerárquica de las
fuentes del Derecho. Ello obedece, en su lugar, a (i) la aplicación del principio pro homine, y a (ii)
la existencia de una obligación internacional en tal sentido (vid. supra II.4). Pero, nuevamente, ello
no supone reconocerle mayor rango jurídico a esa norma respecto de la Constitución, sino que
responde al deber de escoger, entre el elenco de todas las posibles normas a aplicar en un caso
concreto, aquella norma que suministra un resultado más beneficioso y favorable para la persona,
independientemente de su rango jurídico.
Lo que exige replantearse el tema de las relaciones entre la Constitución y el Derecho Internacional
de los Derechos Humanos aplicable en Costa Rica. Según se adelantó (vid. supra II.6), es posible
pensar –al menos, conceptualmente- en cuatro hipótesis distintas, a saber: a) que el DIDH y la
Constitución no coincidan en la regulación de un mismo tema, sea, que el DIDH y la Constitución
no contengan, simultáneamente, disposiciones normativas referentes o atinentes a un ámbito de
regulación x; b) que el DIDH y la Constitución sí coincidan en la regulación de un mismo tema, sea,
que tanto el DIDH como la Constitución contengan, simultáneamente, disposiciones normativas
referentes o atinentes al ámbito de regulación x, y que ambos cuerpos normativos regulan el mismo
tema de forma equivalente; c) que el DIDH y la Constitución sí coincidan en la regulación de un
mismo tema, sea, que tanto el DIDH como la Constitución contengan, simultáneamente,
disposiciones normativas referentes o atinentes al ámbito de regulación x, y que ambos cuerpos
normativos regulan el mismo tema de forma complementaria; y d) que el DIDH y la Constitución
sí coincidan en la regulación de un mismo tema, sea, que tanto el DIDH como la Constitución
contengan, simultáneamente, disposiciones normativas referentes o atinentes al ámbito de
regulación x, y que ambos cuerpos normativos regulan el mismo tema de forma incompatible o
contradictoria.
Es claro que, en principio, los supuestos a), b) y c) no generan una situación conflictiva, sino que,
por el contrario, se puede afirmar que, en tales supuestos, la Constitución y el Derecho Internacional
de los Derechos Humanos se refuerzan o complementan. Incluso, en el caso particular de los
supuestos b) y c) se podría afirmar –como ya se ha sostenido a lo largo de esta tesis [vid. supra II.3
y II.6.b.ii)]- que la norma jurídica, a la que es adscribible la posición jurídica en que se concreta el
respectivo derecho, debe ser, necesariamente, el producto de la integración o convergencia de las
dos disposiciones normativas, a saber, la disposición normativa constitucional y la disposición
normativa internacional.
Finalmente, la situación conflictiva se presenta en el supuesto d), en tanto surge una antinomia
normativa. A mi juicio, y como ya se sostuvo en su momento (vid. supra II.6.a), en procura que el
170
En todo caso -y más allá de tal situación extrema ya analizada (en que exista un conflicto
normativo)-, cabe destacar que, como regla general, los derechos humanos reconocidos por el
DIDH aplicable en Costa Rica se integran al cúmulo de derechos fundamentales protegidos en el
ordenamiento jurídico costarricense. En cuanto a este punto, en sentencia número 1992-1739 de las
11:45 horas del 1 de julio de 1992, la Sala Constitucional afirmó:
En consecuencia, se colige que, una vez que un tratado, convenio o pacto internacional sobre
derechos humanos se ha integrado al ordenamiento jurídico interno, conforme a los citados artículos
7, 10 y 48 de la Constitución Política, en relación con los artículos 1, 2 y 73 de la Ley de la
Jurisdicción Constitucional, ese instrumento internacional se incorpora al bloque de
constitucionalidad o al Derecho de la Constitución –según la terminología utilizada por la Sala
Constitucional292-. Lo que implica, como así lo ha indicado dicho órgano jurisdiccional, que:
292
En sentencia número 1992-3495 de las 14:30 horas del 19 de noviembre de 1992, la Sala Constitucional
sostuvo que el Derecho de la Constitución está “compuesto tanto por las normas y principios
constitucionales, como por los del Internacional y, particularmente, los de sus instrumentos sobre derechos
humanos, en cuanto fundamentos primarios de todo el orden jurídico positivo...”. En sentencia número 2000-
7818 de las 16:45 horas del 5 de setiembre del 2000, reiteró que el Derecho de la Constitución “como un
todo,... comprende, no sólo las normas, sino también, y principalmente, si se quiere, los principios y valores
de la Constitución y del Derecho Internacional y Comunitario aplicables, particularmente del Derecho de los
Derechos Humanos...”.
171
i. los instrumentos internaciones sobre derechos humanos aplicables en Costa Rica invisten a
sus titulares de derechos fundamentales, por lo que gozan de las mismas garantías
jurisdiccionales que los derechos constitucionalmente reconocidos (sentencia 1997-1319 de
las 14:51 hrs. del 4 de marzo de 1997), y junto con estos se constituyen en “el fundamento y
la base del entero ordenamiento jurídico, poseen una eficacia normativa directa e
inmediata, y vinculan fuertemente a todos los poderes públicos y a los propios
particulares” (sentencia 2008-11861 de las 16:17 hrs. del 29 de julio del 2008).
ii. los instrumentos internaciones sobre derechos humanos aplicables en Costa Rica se
constituyen en parámetro de constitucionalidad (sentencia 1998-8858 de las 16:33 hrs. del
15 de diciembre de 1998).
iii. debe interpretarse y aplicarse todo el ordenamiento jurídico estatal –incluida la propia
Constitución- en coordinación con los instrumentos internaciones sobre derechos humanos
aplicables en Costa Rica (sentencia 2003-8268 de las 14:52 horas del 6 de agosto del 2003).
iv. todos los poderes públicos deben ajustar y adecuar su actuación a lo dispuesto en los
instrumentos internaciones sobre derechos humanos aplicables en Costa Rica (sentencia
2002-11515 de las 8:52 hrs. del 6 de diciembre del 2002).
Por lo que es posible sostener que la Constitución Política y los instrumentos internaciones sobre
derechos humanos aplicables en Costa Rica se integran y conjugan en un bloque normativo de
reconocimiento y garantía de derechos fundamentales, y se constituyen en cúspide o vértice del
resto del ordenamiento jurídico patrio. Además, el artículo 73, inciso d), de la Ley de la Jurisdicción
Constitucional reconoce expresamente que, en general, los tratados o convenios internacionales
constituyen parámetro de constitucionalidad, como derivación del artículo 7, párrafo primero, de la
Constitución Política. De allí, que deba tenerse por inválida toda norma infraconstitucional interna
que sea opuesta o incompatible con tal bloque normativo.
También cabe reiterar el deber de interpretar y aplicar todo el ordenamiento jurídico estatal –
incluida la propia Constitución- en coordinación con los instrumentos internaciones sobre derechos
humanos aplicables en Costa Rica. Incluso, cabe señalar la trascendencia que la Sala Constitucional
ha reconocido a la jurisprudencia emitida por los órganos internacionales competentes en materia de
derechos humanos. En el caso específico de la Corte Interamericana sobre Derechos Humanos, la
Sala Constitucional ha resuelto:
“(…) que tanto las sentencias como las opiniones consultivas vertidas por ese
Tribunal forman parte del parámetro de desarrollo de los derechos humanos en el
plano regional. Bajo esa inteligencia, en atención a lo establecido en el ordinal 48
de la Constitución Política…, este Tribunal Constitucional estima que, incluso, las
opiniones consultivas emanadas de esa instancia regional son vinculantes en la
interpretación y aplicación de los alcances, contenido y límites de los Derechos
172
Por lo que, en definitiva, y una vez analizada la Constitución Política de Costa Rica y la
jurisprudencia emanada de la Sala Constitucional, se puede afirmar que el sistema constitucional
costarricense presenta los siguientes rasgos: (i) la Constitución y los tratados, convenios y pactos
internacionales sobre derechos humanos vigentes en Costa Rica conforman un bloque normativo (el
Derecho de la Constitución), y en la medida que los instrumentos internacionales sobre derechos
humanos otorguen mayores derechos o garantías que la Constitución, debe otorgárseles una
aplicación preferente; (ii) los referidos instrumentos internaciones sobre derechos humanos invisten
a sus titulares de derechos fundamentales, por lo que gozan de las mismas garantías jurisdiccionales
que los derechos constitucionalmente reconocidos, y junto con estos se constituyen en parámetro de
validez del resto del ordenamiento jurídico; y (iii) existe la obligación de interpretar y aplicar todo
el ordenamiento jurídico estatal, incluida la propia Constitución, en coordinación con los
instrumentos internaciones sobre derechos humanos aplicables en Costa Rica –y la jurisprudencia
emitida por los órganos internacionales competentes en materia de derechos humanos-.
173
Capítulo III.
Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Reforma Constitucional.
III.1 Exordio.
En el primer capítulo de esta tesis se examinó la enorme trascendencia jurídica y política que
corresponde a la Constitución dentro del sistema jurídico estatal, como lex superior y como norma
normarum. Lo que incluso ha motivado que, como regla general, las Constituciones actuales estén
dotadas de una estabilidad jurídica reforzada (rigidez constitucional).
Según se explicó (vid. supra I.3 y I.5), el Derecho es un artilugio, es decir: un producto humano,
que tiene por propósito regular el comportamiento humano, en concordancia con determinados
valores, objetivos e intereses. Con lo que se corrobora que dicha regulación es, inevitablemente,
expresión de un sistema de preferencias valorativas e ideológicas. En cuyo caso, una de las
características de las Constituciones actuales es que éstas plasman jurídicamente tales preferencias,
sea, consagran normativamente el núcleo básico de valores, objetivos e intereses que han de orientar
la actuación estatal y el funcionamiento del ordenamiento jurídico. Por lo que la Constitución
cumple un conjunto de funciones de enorme trascendencia política y jurídica. Entre tales funciones
destacan293:
293
Ver, al efecto, GOMES CANOTILHO, José Joaquim, Teoría de la Constitución, Editorial Dykinson,
Madrid, 2003, pp. 104 y ss. Asimismo, GARCÍA-PELAYO, Manuel, “La Constitución”, en PÉREZ
MANZANO, Mercedes, y BORROJA INIESTA, Ignacio (coord.), Comentarios a la Constitución Española,
XXX Aniversario, Fundación Wolters Kluwer, Madrid, 2008, pp. XXIII a XXVI.
174
294
En cuanto a este punto: “La Constitución, en este amplio sentido, como conjunto de reglas o normas
destacadas en cada contexto jurídico-cultural, es algo más que un texto dotado de valor normativo supremo
que sirve de fundamento al ordenamiento jurídico del estado y a partir del cual se regula el funcionamiento
de las instituciones políticas, de los órganos básicos del estado y los derechos de los ciudadanos. Como
contexto dotado de fuerza jurídica la constitución es acaso todo eso y trata de todo eso. Pero la importancia
que sin duda hay que otorgar a su vertiente estrictamente normativa, a su fuerza jurídica y a su eficacia, no
puede llevarnos a desconocer las implicaciones de la constitución con sus supuestos socio-políticos,
económicos y en general culturales, con las complejas experiencias de los individuos y de los grupos
sociales que se resisten a ser encuadrados bajo un rígido esquema conceptual. Por decirlo también con
palabras de P. Häberle: no es la Constitución sólo un texto jurídico o un entramado de reglas normativas
sino también expresión de una situación cultural dinámica, medio de autorrepresentación cultural de un
pueblo, espejo de su legado cultural y fundamento de sus esperanzas.” Esto en ASENSI SABATER, José, La
época constitucional, cit., pp. 23 y 24.
295
GOMES CANOTILHO, José Joaquim, op. cit., p. 104 y 105.
296
La Constitución brinda “una solución política al problema jurídico de la autorreferencia y facilita una
solución jurídica al problema de la autorreferencia política. Gracias a la Constitución se evita un regreso ad
infinitum en la tarea de fundamentación de las normas jurídicas. Sin la existencia de un texto que se
proclame a sí mismo como base del sistema, la tarea de determinar el fundamento último de las normas
jurídicas en un orden estructurado en forma piramidal, en donde las normas inferiores no pueden estar en
contradicción con las superiores, no tendría fin. Gracias a la Constitución puede afirmarse que las normas
jurídicas son legítimas, porque han sido promulgadas de conformidad con la Constitución. De igual forma,
sin la Constitución el problema de determinar el fundamento último de la legitimidad del poder político no
tendría una solución satisfactoria, principalmente en las sociedades modernas en las cuales los recursos a la
religión (Dios es el fundamento último del poder político), a la tradición (los Padres de la Patria, la Corona)
o el carisma (legitimidad por la figura del caudillo), no son convincentes como fuente de legitimación
política. Sin la Constitución y sin poder recurrir a modo de legitimación religiosa, tradicional o carismática,
el poder político se mostraría como puro y descarnado poder. Una situación que, a la larga, ningún sistema
político puede sostener. Gracias a la Constitución el poder político puede considerarse legítimo por
175
Establece las reglas del juego para el constante enfrentamiento político. Da una ordenación
básica para que el debate entre las distintas fuerzas políticas se desarrolle con un mínimo de
seguridad, se puedan canalizar los inevitables conflictos de una sociedad cada vez más
pluralista y se puedan ordenar racionalmente los intereses contrapuestos297. En suma, la
Constitución instituye un cauce para el proceso de autodirección política de la comunidad.
alcanzarse y ejercerse en la forma determinada por la Constitución.” En RIVERO SÁNCHEZ, Juan Marcos,
op. cit., pp. 71 y 72.
297
El Derecho Constitucional responde a la pretensión histórica de “integrar las relaciones de poder en un
sistema de relaciones jurídicas.... El Derecho Constitucional es el encuadramiento jurídico de los fenómenos
políticos, o, lo que es lo mismo, la pretensión de que las relaciones de poder queden integradas en un sistema
de relaciones jurídicas; es decir, que el poder esté sometido al Derecho”. En FERNÁNDEZ MIRANDA,
Torcuato, Estado y Constitución, Espasa-Calpe S.A., Madrid, 1975, p. 9.
298
GOMES CANOTILHO, José Joaquim, op. cit., p. 106.
299
Ibíd., p. 107.
300
BISCARETTI DI RUFFIA, Paolo, op. cit., p. 273.
301
Indica, acertadamente, Karl Lowenstein, que: “Desde un punto de vista puramente teórico... una
constitución ideal sería aquel orden normativo conformador del proceso político según el cual todos los
desarrollos futuros de la comunidad, tanto el orden político como social, económico y cultural, pudiesen ser
previstos de tal manera que no fuese necesario un cambio de normas conformadoras. Cada constitución
integra, por así decirlo, tan sólo el statu quo existente en el momento de su nacimiento, y no puede prever el
futuro; en el mejor de los casos, cuando esté inteligentemente redactada, puede intentar tener en cuenta
desde el principio, necesidades futuras por medio de apartados y válvulas cuidadosamente colocadas, aunque
una formulación demasiada elástica podría perjudicar la seguridad jurídica. Así, pues, hay que resignarse
con el carácter de compromiso inherente a cualquier constitución. Cada constitución es un organismo vivo,
siempre en movimiento como la vida misma, y está sometido a la dinámica de la realidad que jamás puede
ser captada a través de fórmulas fijas. Una constitución no es jamás idéntica consigo misma, y está sometida
constantemente al panta rhei heraclitiano de todo lo viviente.” Esto en LOEWENSTEIN, Karl, op. cit., p.
176
Es más, la noción de inmutabilidad entraña, en el fondo, una remisión a la doctrina metafísica del
determinismo, que “afirma sencillamente que todos los sucesos de este mundo son fijos, o
inalterables, o predeterminados.”302 Sin embargo, han sido las propias ciencias naturales las que se
han encargado de desvirtuar la idea de un mundo regido por el determinismo. La física y la biología
modernas rechazan un absoluto determinismo y más bien apuntan hacia una contingencia y cierto
indeterminismo en la naturaleza303. Por esto:
Por ello, si algo caracteriza actualmente al mundo es su complejidad y contingencia. Éste se nos
muestra como una realidad compleja que se caracteriza por la multitud de alternativas que se le
presentan al individuo y éste tiene la posibilidad de comportarse de diversas formas frente a ellas.
El ser humano desarrolla su existencia dentro de dicha realidad y su vida se constituye en una
permanente experiencia de selección entre distintas opciones. Surge, así, el drama de la elección. A
lo que se añade que las sociedades actuales también se caracterizan por la autonomía y la diversidad
ideológica de sus miembros, por lo que ante una misma situación se pueden presentar una
pluralidad de valoraciones y respuestas, incluso opuestas o contradictorias entre sí. Lo que provoca
que la vida en sociedad se presente como un fenómeno dinámico e imprevisible.
164. En similar sentido: “En la medida en que el constitucionalismo adquiere una proyección histórica cada
vez más amplia, y en la práctica se comprueba que las leyes fundamentales, sometidas a la dinámica de la
realidad y al panta rei heraclitiano de todo lo viviente, sufren transformaciones inevitables, se generalizará
la conciencia de que bajo ningún concepto puede entendérselas como leyes permanentes y eternas. Frente a
la idea de inmutabilidad se contrapone entonces la idea de cambio. Porque las Constituciones necesitan
adaptarse a la realidad, que se encuentra en constante evolución, porque su normativa envejece con el paso
del tiempo y porque la existencia de lagunas es un fenómeno obligado, que deriva de la compleja e
inabarcable realidad que con ellas se pretende regular, su modificación resulta inexorable.” En DE VEGA,
Pedro, op. cit., p. 59.
302
POPPER, Karl, El universo abierto. Un argumento a favor del indeterminismo, TECNOS, Madrid, 1986,
p. 31.
303
De hecho, según “la mecánica cuántica, hay procesos físicos elementales que ya no son analizables en
términos de cadenas causales, sino que consisten en los llamados «saltos cuánticos»; y se supone que un
salto cuántico es un suceso absolutamente impredictible que no está controlado por las leyes causales ni por
la coincidencia de leyes causales, sino solamente por las leyes de la probabilidad. Así, la mecánica cuántica
introdujo, a pesar de las protestas de Einstein, lo que él describió como «Dios-jugando-a-los dados».” En
POPPER, Karl, op. cit., p. 147.
304
RIVERO SÁNCHEZ, Juan Marcos, op. cit., p. 26.
177
Pero, además, toda remisión a la idea de inmutabilidad -en el ámbito político y/o jurídico- no es más
que una pretensión de represión de la diversidad y exclusión del «otro diverso», de aquel que no
comparte el orden existente305. Lo que tal vez era posible de aceptar en sociedades cerradas, en que
la “vida transcurre dentro de un círculo encantado de tabúes inmutables, de normas y costumbres
que se reputan tan inevitables como la salida del sol, el ciclo de las estaciones u otras evidentes
uniformidades semejantes de la naturaleza”306. Pero ello ya no resulta sostenible en sociedades
abiertas y pluralistas, como es el caso de las democracias occidentales, que se caracterizan por el
anhelo de construir una convivencia que “rechace la autoridad absoluta de lo establecido por la
mera fuerza del hábito y de la tradición, tratando, por el contrario, de preservar, desarrollar y
establecer aquellas tradiciones, viejas o nuevas, que sean compatibles con las normas de la
libertad, del sentimiento de humanidad y de la crítica racional”307.
Circunstancias, todas ellas, que impiden sostener actualmente la existencia de un orden inmutable,
incluido el caso de las normas constitucionales. Entre las principales causas que pueden provocar o
exigir un cambio constitucional se pueden mencionar las siguientes:
La Constitución implica la objetivación del compromiso entre las fuerzas políticas, sociales
y económicas que participaron en su adopción, a efectos de trazar las líneas maestras y
supremas del modelo de Estado en que han de desenvolverse, así como las reglas básicas
mínimas para el futuro enfrentamiento político308. Compromiso que presenta una situación
de equilibrio temporal que, como tal, es mutable y objeto de reacomodo constante. En
virtud de ello se indica que “una Constitución lo más que puede aspirar es a servir de
canalización, durante un cierto tiempo, de los conflictos sociales, conteniendo
disposiciones y cláusulas susceptibles de una plural interpretación.”309
305
Ibíd., pp. 19 a 31.
306
POPPER, Karl, La sociedad abierta y sus enemigos, Ediciones Paidós, Barcelona, 1982, p. 67.
307
Ibíd., p. 12.
308
En este sentido: “La Constitución es una transacción entre fuerzas en constante proyección hacia el
porvenir. Los factores reales de poder se condensan y compendian en la Constitución, pero importan
intereses, presiones, y de su conflicto constante, ora sea de carácter económico, preferentemente, ora los de
índole espiritual o simplemente históricos, buscan una fórmula de conciliación, de equilibrios, que es lo que
se obtiene con la Constitución.” En FAYT, Carlos, “Presupuestos para una reforma constitucional”, en
Revista Jurídica de Buenos Aires, núm. III, 1958, pp. 48-49.
309
ÁLVAREZ CONDE, Enrique, Curso de Derecho Constitucional, Editorial Tecnos, Madrid, v. 1, 1992, p.
149.
178
pierden funcionalidad ante las nuevas exigencias de los procesos de cambio que operan en
la sociedad...”310.
310
En ZARINI, Helio Juan, Derecho Constitucional, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1992, pp. 46 y 47.
311
Por estructura ideológica/axiológica se entiende, a grosso modo, el entramado de ideas, creencias,
representaciones y juicios de valor, más o menos coherente, que orienta a las personas hacia una forma
concreta de entender y enjuiciar su entorno, proporcionándole una plataforma para su evaluación, así como
para estructurar respuestas conforme a ello.
312
En RIVERO SÁNCHEZ, Juan Marcos, op. cit., p. 64.
313
En LOEWENSTEIN, Karl, op. cit., p. 153.
314
Ver en este sentido a ÁLVAREZ CONDE, Enrique, op. cit., p. 149.
315
Citado en DE VEGA, Pedro, op. cit., p. 58.
179
predeterminado o habilitado en el propio texto constitucional, que se caracteriza por ser más
complejo y gravoso que el procedimiento legislativo ordinario.
Todo ello da pie a que se introduzca la clásica dicotomía entre poder constituyente originario y
poder constituyente derivado, así como la también clásica distinción entre constituciones rígidas y
flexibles.
Respecto a la teoría del poder constituyente, ésta irrumpe en el contexto del Constitucionalismo
Revolucionario. Particularmente con el surgimiento de las Constituciones escritas y codificadas, a
efectos de dar una explicación racionalista al origen de las Constituciones formales y fundamentar
la pretensión de limitar los poderes constituidos por medio de la Constitución. En este sentido:
Como ya se explicó (vid. supra I.2.a), su primera formulación es obra de Emmanuel Joseph Sieyès,
quien introduce la distinción entre poder constituyente y poderes constituidos. De esta forma, la
existencia de distintos poderes públicos entre los que se distribuyen las potestades estatales implica
la existencia de un poder distinto y previo, que los constituye, organiza su funcionamiento y fija
sus mutuas relaciones. Este es justamente el poder constituyente, cuya titular –según afirma Sieyès-
es la nación. Pero, además, el poder constituyente es -a diferencia de los poderes constituidos- un
poder originario e incontrolable. Ninguna norma de derecho positivo puede limitarlo, pues él es el
nacimiento y fundamento de todo el derecho positivo.317
Síntesis de todo ello se plasma en la redacción del capítulo XII de los fundamentos de su proyecto
de Declaración, que presenta el 21 de julio de 1789 a la Asamblea Nacional, bajo el título de “Poder
constituyente y poderes constituidos”, en el que expresa:
316
BIDART CAMPOS, Germán, La interpretación y el control constitucional en la jurisdicción
constitucional, Buenos Aires, EDIAR, 1987, p. 31.
317
Afirma Sieyès que: “El gobierno no ejerce un poder real sino en tanto que es constitucional; no es legal
sino en tanto que es fiel a las leyes que le han sido impuestas. La voluntad nacional, por el contrario, no tiene
necesidad sino de su realidad para ser siempre legal; ella es el origen de toda legalidad. [...] Una nación no
sale jamás del estado de Naturaleza, y, en medio de tantos peligros, nunca son demasiadas las maneras
posibles de expresar su voluntad. Repitámoslo: una nación es independiente de toda forma; y de cualquier
manera que quiera, basta que su voluntad aparezca para que todo Derecho positivo cese ante ella, como ante
la fuente y el dueño supremo de todo Derecho Positivo.” En SIEYÈS, Emmanuel, op. cit., pp. 112 y 114.
180
“Del mismo modo que no pueden constituirse ellos mismos (los poderes), no
pueden tampoco cambiar su constitución; asimismo, nada pueden sobre la
Constitución ni los unos ni los otros. El poder constituyente puede todo en su
género. No está sometido de antemano a una Constitución dada. La nación, que
ejerce entonces el más grande, el más importante de los poderes, debe hallarse en
esta función libre de toda sujeción y de toda otra forma que aquella que le plazca
adoptar.”318
En suma, la teoría del poder constituyente de Sieyès se muestra como tributaria de la teoría de la
soberanía popular de Rousseau y de separación de poderes de Montesquieu, las que condensa y
reformula319. Surge la nación como titular de un poder constituyente previo y distinto de los poderes
fundados en la Constitución (poderes constituidos: legislativo, ejecutivo y judicial), de los que es
precisamente fuente, así como de las normas jurídicas fundamentales que han de regular su
funcionamiento. Es un poder que se concibe como poder originario, incontrolable e ilimitado por el
derecho positivo. De hecho, después de 1789, se inserta en el pensamiento moderno la imagen del
poder constituyente como signo de rebelión, de fundamentación, de creación y de constitución del
Estado.
Actualmente, la teoría predominante del poder constituyente sigue girando en torno a tal
formulación; específicamente, en el caso del denominado poder constituyente originario, que
tradicionalmente se ha entendido como aquel que opera cuando surge un Estado a la vida jurídica
(poder fundacional) o cuando se ha quebrantado el orden constitucional anterior (poder
revolucionario), a efectos de constituir la forma de organización de una comunidad política y
articular jurídicamente las normas básicas para su convivencia. Poder al que, usualmente, se
concibe como ilimitado y absoluto, a la vez que supremo y extraordinario, en tanto se suele sostener
que por encima del mismo no existe ningún otro poder político ni ninguna regla de derecho positivo
que lo subordine; de hecho, se ubica fuera del ámbito jurídico. Se presenta como la manifestación
revolucionaria de la humana capacidad de construir la historia, así como acto fundamental de
ruptura e innovación de las decisiones básicas que han de regir la convivencia de una comunidad.
En este sentido, según la doctrina dominante, se caracteriza por ser320:
ii. Absoluto: no se encuentra limitado o sometido por ningún ordenamiento jurídico positivo,
no existe –en principio- norma jurídica preexistente que lo sujete.
318
Citado por SÁNCHEZ VIAMONTE, Carlos, op. cit., p. 257.
319
Ver, al efecto, DÍAZ RICCI, Sergio, Teoría de la Reforma Constitucional, EDIAR, Buenos Aires, 2004,
pp. 90 y ss.
320
Ver, por ejemplo, MERINO MERCHAN, José Fernando, PÉREZ-URGENA Y COROMINA, María, y
VERA SANTOS, José Manuel, Lecciones de Derecho Constitucional, Tecnos, Madrid, 1995, pp. 93 y 94.
Ver también PEREIRA MENANT, Carlos, Lecciones de Teoría Constitucional, Editorial Revista de Derecho
Privado, Madrid, 2da ed., 1987, pp. 51 y 52.
181
iv. Permanente, pero de uso discontinuo: pues “una vez que procede a la institucionalización
de los poderes constituidos, entra en período de hibernación del que sólo despierta cuando
se encuentra con la tarea de estructurar de nuevo las bases convivenciales...”.321
Ello en contraposición con el denominado poder constituyente derivado o poder de reforma, que es
aquel que opera en el marco de un Estado debidamente constituido, a efectos de reformar el texto
constitucional mediante el procedimiento especialmente previsto y regulado en la propia
Constitución. Poder que se presenta en una posición de supraordinación y subordinación respecto al
derecho que ya existe, pues opera conforme al cauce procesal habilitado y disciplinado por la propia
Constitución, pero, por otra parte, puede reformarla en su contenido322.
La otra distinción ya mencionada, hace referencia a las constituciones flexibles y rígidas (vid. supra
I.2.c). Las constituciones flexibles son aquellas que pueden ser modificadas mediante el
procedimiento legislativo ordinario y las constituciones rígidas son las que exigen para su reforma
un trámite específico, distinto y más complejo o gravoso que el procedimiento legislativo ordinario.
En cuyo caso, actualmente, predominan las constituciones rígidas –sin perjuicio de reconocer, eso
sí, que pueden existir diversos grados de rigidez-.
Por lo demás, debe hacerse alusión a las funciones que se suelen atribuir o asociar con el
procedimiento de reforma constitucional –particularmente, en el supuesto de una Constitución
rígida-, sea: de garantía de supervivencia (o permanencia), de estabilidad y de supremacía de la
Constitución323.
La relación entre supremacía y rigidez resulta más compleja. Ciertos autores han afirmado que la
supremacía constitucional “presupone que la Constitución… goza de una especial rigidez”324, o que
la rigidez constitucional es “una técnica al servicio de la supremacía constitucional”325. En cambio,
otros autores han afirmado que, en puridad, rigidez constitucional y supremacía constitucional son
fenómenos distintos. Ya se citó a F. Javier Díaz Revorio, quien sostiene que “una Constitución
321
Ibíd., p. 93.
322
Ver PEREIRA MENANT, Carlos, op. cit., p. 54.
323
Ver, por ejemplo, CALZADA CONDE, Rogelia, “Reflexiones en torno a la reforma constitucional”, en
Cuadernos de la Cátedra Fabrique Furió Ceriol, núm. 5, 1993, pp. 59 y ss.
324
En PONS PARERA, Eva, op. cit., p. 318.
325
En BALAGUER CALLEJÓN, Francisco, “Capítulo V, La Constitución”, en BALAGUER CALLEJÓN,
Francisco (coord.), Manual de Derecho Constitucional, Tecnos, Madrid, 3ra ed., v. 1, 2008, p. 122.
182
flexible también puede ser norma suprema. (…) no es la rigidez sino la exigencia de que toda
reforma sea expresa, lo que garantiza la supremacía de la Constitución, de modo que una
Constitución flexible prevalece también sobre las leyes aunque se pueda reformar igual que éstas,
siempre que la Constitución no pueda ser reformada por cualquier ley, sino por una específica ley
de reforma constitucional”326. En similar sentido se manifiesta Luis Prieto Sanchís, quien indica
que “la Constitución es una norma suprema significa sólo… que la Constitución no puede ser
violada por los poderes públicos. No dice nada acerca… de cuándo y cómo puede o debe
reformarse”327. Luego añade, que “[n]o cabe duda de que la rigidez constitucional, es decir, las
mayores o menores dificultades que se establecen para que los poderes constituidos, y en especial
el legislador, puedan acometer la reforma del texto, representa una cuestión importante desde
múltiples perspectivas, pero una Constitución flexible sigue siendo –o puede seguir siendo- una
norma suprema que debe ser respetada. Una cosa es violar la Constitución y otra reformarla…”328.
“(…) norma suprema de un ordenamiento que prevalece sobre todas las demás y
no puede ser modificada o derogada por ninguna otra posterior (salvo la propia
reforma constitucional)…”329.
De esta forma, y dentro del marco impuesto por el paradigma del Constitucionalismo Democrático,
se entiende por supremacía constitucional la superioridad jerárquica formal y material de la
Constitución sobre el resto del ordenamiento jurídico, de forma tal, que, en principio, la
Constitución es (i) la norma que goza de mayor potencia y resistencia jurídica (sea, mayor fuerza
activa y pasiva) dentro del sistema normativo, (ii) se constituye en parámetro de validez del resto de
componentes del ordenamiento jurídico, y (iii) es la norma que vincula de manera más fuerte e
intensa a los distintos operadores jurídicos.
De allí, que la única norma apta o idónea para alterar el texto constitucional es aquella norma que
sea producto expreso de una formal reforma constitucional. Ello no exige, necesariamente, que tal
procedimiento sea más gravoso o complejo que el procedimiento legislativo ordinario (rigidez
constitucional). Lo que sí es imprescindible –cualesquiera que sean los requerimientos procesales
previstos para la modificación constitucional-, es que la reforma constitucional sea tramitada y
realizada de forma explícita, de manera tal que se pueda establecer una diferenciación formal entre
la reforma constitucional y otros supuestos de producción normativa. Ello por razones de debida
identificación de la norma constitucional.
326
DÍAZ REVORIO, Francisco Javier, “Consideraciones sobre la reforma de la Constitución española desde
la Teoría de la Constitución”, cit., p. 567.
327
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, cit., p. 149.
328
Ibíd., p. 150.
329
DÍAZ REVORIO, Francisco Javier, “Consideraciones sobre la reforma de la Constitución española desde
la Teoría de la Constitución”, cit., p. 562.
183
En cuanto a este punto, Ignacio de Otto señala que “forma constitucional y rigidez constitucional
son técnicas que obedecen a objetivos distintos. La primera sirve a la identificación de las normas
constitucionales y la segunda a su estabilidad, en cuanto con ella se pretende dificultar su
cambio”330. Ahora bien, el hecho que la reforma debe ser expresa genera importantes consecuencias
políticas, pues exige del legislador una carga de deliberación, sea, debe justificar el porqué de la
reforma331. Incluso, ello puede operar como un freno político, tanto más eficaz cuanto mayor sea el
apoyo de que goce la norma constitucional que se pretende reformar332.
Exclusiva del ejecutivo: corresponde típicamente a los regímenes de corte autoritario (vb.
gr.: las Constituciones portuguesas de 1933, art. 97, y rumana de 1938, art. 135).
330
DE OTTO, Ignacio, Derecho Constitucional. Sistema de Fuentes, Editorial Ariel S. A., Barcelona, 2da ed.,
3ra reimpresión, 1993, p. 63.
331
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, cit., p. 151.
332
DE OTTO, Ignacio, op. cit., p. 63.
184
Compartida por los órganos constituidos y el pueblo: se presenta como la fórmula más
democrática, al ampliar la participación del pueblo en el procedimiento de reforma y
permitirle la posibilidad de impulsar su inicio, mediante instituciones de democracia directa
o semidirecta (vb. gr.: la Constitución suiza, art. 120).
Reforma por el legislativo: es la opción más común entre las democracias occidentales.
Ahora bien, en el caso de Constituciones rígidas, como ya se indicó, la reforma deberá
operarse con arreglo a procedimientos especiales, que se caracterizan por ser más
complicados o agravados que el previsto para la aprobación de leyes ordinarias. Ello puede
implicar: (i) exigir una mayoría especial o calificada para integrar el quórum para sesionar o
para adoptar el acto de aprobación de la reforma; (ii) requerir la doble aprobación de la
reforma, distanciada temporalmente; (iii) precisar una aprobación repetida en legislaturas
sucesivas, previa renovación del órgano legislativo, con lo que las elecciones adquieren, al
respecto, el significado de un referéndum implícito.
Reforma por órganos especiales: también es posible que se confíe el trámite a un órgano
especial, distinto del que ejerce la función legislativa ordinaria. En este caso también
concurren diversas opciones: (i) una asamblea o convención constituyente, que implica un
órgano especialmente convocado al efecto, electo por el pueblo con el propósito único y
específico de conocer de la reforma; (ii) una asamblea nacional, que es propia de los
sistemas bicamerales, caso en que las dos cámaras parlamentarias se reúnen para conocer
conjuntamente de la reforma (vb. gr.: Constitución brasileña de 1969).
Intervención del pueblo por la vía del referéndum constitucional: se prevé la participación
del pueblo mediante una consulta popular referida a la reforma que se pretende introducir.
El referéndum puede ser facultativo u obligatorio. Puede darse el caso extremo que el
proyecto sea de iniciativa popular y se someta directamente a referéndum, como ocurre en
algunos cantones suizos.
185
También es posible que se den combinaciones de todos estos sistemas. Puede darse un
sistema mixto, en el que se le confíe el trámite de la reforma a órganos distintos en etapas
sucesivas. En este supuesto es frecuente complementar la labor de los órganos
representativos con el referéndum constitucional.
Por otra parte, en la doctrina especializada es posible encontrar la referencia a la existencia de una
serie de límites jurídicos que vincularían al poder constituyente derivado o poder de reforma.
Por ejemplo, F. Javier Díaz Revorio333 distingue entre los límites procedimentales o formales (que
implican que la reforma deba llevarse a cabo necesariamente por las vías y siguiendo los
mecanismos establecidos en la Constitución) y los límites materiales (que suponen las prohibiciones
de reformar determinados preceptos o principios constitucionales). Los límites materiales pueden
ser explícitos o implícitos (también llamados tácitos), y dentro de éstos últimos, todavía suele
distinguirse entre límites implícitos textuales o articulados, que derivarían de un precepto
constitucional concreto, y límites tácitos o implícitos stricto sensu, que serían inmanentes al orden
constitucional de valores. Aclara el autor que, según algunas opiniones, siempre existirían límites
implícitos o tácitos a la reforma en tanto en cuanto los elementos esenciales o identificadores de un
sistema constitucional determinado no podrían reformarse, ya que ello daría lugar a un cambio o
supresión del propio sistema constitucional.
Por su parte, Jorge Reinaldo Vanossi334 distingue entre límites extrajurídicos y jurídicos. Los límites
extrajurídicos, que también operarían en el caso del poder constituyente originario, no son
condicionamientos jurídicos ni asumen la forma de tales; pero su presencia y gravitación es
incuestionable en cualquier reforma constitucional que se considere. Es evidente que quien conozca
de la reforma no podrá evadirse de la ideología dominante (la propia) y nunca podrá escapar a la
realidad social y estructural que lo circunda. Éstos se descomponen en:
En el caso de los límites jurídicos, se puede distinguir entre límites autónomos o heterónomos. Los
límites autónomos provienen de la propia Constitución, o sea, que son internos al ordenamiento
jurídico que se reforma. Mientras que los heterónomos se derivan de normas jurídicas ajenas a la
Constitución. Son externos al Derecho interno, aunque éste los admita o incorpore. Lo que hace
referencia al Derecho Internacional.
333
Ver, en este sentido, DÍAZ REVORIO, Francisco Javier, “Consideraciones sobre la reforma de la
Constitución española desde la Teoría de la Constitución”, cit., p. 600.
334
En VANOSSI, Jorge Reinaldo, Teoría Constitucional, Ediciones Depalma, Buenos Aires, t. I, 1975, pp.
176 a 187. En similar sentido ARMAGNANE, Juan, Manual de Derecho Constitucional, Ediciones Depalma,
Buenos Aires, t. I, 1996, pp. 100 a 102.
186
Los límites jurídicos autónomos pueden clasificarse en procesales y sustanciales. Los primeros
abarcan a las reglas de trámite o recaudos adjetivos que debe cumplir la reforma constitucional en
cuanto a su procedimiento, y se pueden dividir, a su vez, en:
Así las cosas, comúnmente se denominan como normas pétreas o cláusulas de intangibilidad
aquellos elementos comprendidos en una Constitución que están afectados por un límite jurídico
material o autónomo sustancial. Lo que obedece a la pretensión de impedir la eliminación o
alteración de determinado contenido de la Constitución mediante la prohibición de su reforma. Tal
pretensión puede responder históricamente a diversas razones:
También puede ser resultado de una actitud defensiva respecto del compromiso político que
subyace en la Constitución335.
335
Por ejemplo, en el siglo pasado, en el período entre guerras, el tema de la reforma constitucional en los
estados democráticos europeos tenía como trasfondo político la existencia de un compromiso entre dos
concepciones diferentes de la sociedad y del estado, la liberal-democrática y la democrática-socialista, y para
los partícipes en tal tipo de compromiso era esencial que éste no quedara a disposición de cualquier mayoría
parlamentaria futura. Esta tensión se disolvería después de la Segunda Guerra Mundial. Ver en este sentido
PÉREZ ROYO, Javier, La Reforma de la Constitución, Congreso de Diputados, Madrid, 1987, p. 51.
187
Puede ser resultado de experiencias traumáticas sufridas y superadas por una comunidad,
como pueden ser regímenes caracterizados por la opresión o la discriminación. Constituye
caso paradigmático el alemán, como consecuencia del régimen nacionalsocialista, que
arrastraría al mundo a la Segunda Guerra Mundial y cuyos horrores conmocionarían al
mundo336. Caso en que parece que tales límites están íntimamente relacionados con los
fantasmas de cada sociedad.
En todo caso, cuando tal pretensión de intangibilidad o inmutabilidad se establece de forma expresa
en la propia Constitución, se está ante el empeño explícito de “enervar la función reformadora,
impidiendo que ésta pueda recaer sobre ciertos aspectos de la constitución que el constituyente
originario ha considerado demasiado importante, para sustraerlos definitivamente de la
competencia de los órganos de revisión establecidos por ese mismo constituyente originario.” 338
La presencia de estas normas pétreas no ha estado exenta de críticas por parte de algún sector de la
doctrina. Entre las principales objeciones que se esgrimen en contra de tales límites se pueden
mencionar:
336
Ver HESSE, Conrado, “Significado de los Derechos Fundamentales”, cit., pp. 111 y 112. Así, el artículo
79, párrafo 3, de la Ley Fundamental de Bonn, de 1949, dispone: “No podrán verificarse reformas de la
Constitución que afecten a la organización federal de los Länder, a la cooperación fundamental de los
Länder en materia legislativa y a los principios fundamentales afirmados en los artículos 1º y 20º.”
337
En tales casos, se cree: “(…) en algo extraordinario e impredictible, que operará ese cambio, antes de
confiar en el encauzamiento (de cauce) de las tendencias revisionistas del andamiaje jurídico-constitucional.
Prefieren el misterioso encanto de la ruptura (que suele ser doloroso) antes que el rutinario
perfeccionamiento que medianamente garantiza o aseguren los mecanismos fríos y abstractos de la
constitución vigente.”337 VANOSSI, Jorge Reinaldo, op. cit., p. 203.
338
Ibíd., p. 187.
339
Los ejemplos que se citan a continuación son tomados, principalmente, de DÍAZ RICCI, Sergio, op. cit.,
pp. 585 a 588.
188
Tienen apenas un valor relativo, ya que no logran sobrevivir a los momentos de crisis o
cuando existe un efectivo consenso respecto a la conveniencia o necesidad de la reforma.
En tales supuestos, lo único que se logra es condenar al pueblo a actuar antijurídicamente.
Ha sido Karl Loewenstein quien ha afirmado que: “sería de señalar que las disposiciones
de intangibilidad incorporadas a una constitución pueden suponer en tiempos normales
una luz roja útil frente a mayoría parlamentarias deseosas de enmiendas constitucionales –
y según la experiencia tampoco existe para esto una garantía completa-, pero con ello en lo
absoluto se puede decir que dichos preceptos se hallen inmunizados contra toda revisión.
En un desarrollo normal de la dinámica política puede ser que hasta cierto punto se
340
DUVERGER, Maurice, Instituciones Políticas y Derecho Constitucional, Ariel, Barcelona, 5ta ed., 1970,
p. 228. No han faltado autores que han destacado la relación entre reforma constitucional y revolución, al
punto de afirmarse que la primera puede evitar la segunda. En este sentido, se indica que “una Constitución
bien diseñada adoptará las oportunas medidas para su enmienda de modo tal que evite, en cuanto sea
humanamente posible, los alzamientos revolucionarios. Por todo esto las previsiones relativas a la reforma
constitucional forman ya parte esencial de las Constituciones más modernas.” En FRIEDRICH, Carl,
Gobierno Constitucional y Democracia, Editorial Bibliográfica Argentina, Madrid, 4ta ed., 1975, p. 281.
341
En este sentido, se indica que “estas limitaciones no tiene justificación alguna. No es posible pretender
que una generación ate a las sucesivas a determinado concepto político o modos de vida, colocándolas en la
necesidad de violar, por la fuerza, el orden jurídico establecido.” En RAMELLA, Pablo, Derecho
Constitucional, Ediciones Depalma, Buenos Aires, 3ra ed., 1986, p. 8.
342
ARAGÓN, Manuel, Constitución y Democracia, Tecnos, Madrid, 1989, pp. 36 y 37.
189
mantengan firmes, pero en épocas de crisis son tan sólo pedazos de papel barridos por el
viento de la realidad política...”.343
Además de inconvenientes:
343
LOEWENSTEIN, Karl, op. cit., pp. 189 y 190. En similar sentido: “(...) La reforma de la Constitución es
un mecanismo de defensa que está en el mundo del Derecho. Nada impide inventar un procedimiento
agravado que obstaculice cambiar las normas esenciales de una comunidad. Sin embargo, la prohibición de
reformar pura y simple no es una decisión jurídica ni se ampara en procedimiento de Derecho alguno. Es
una decisión de valor político que puede ser respetada, o no, por las generaciones venideras. Desde un punto
de vista jurídico, nada impide que el poder constituyente modifique cualquier precepto de la Constitución,
incluso aquellos que prohíban ser reformados. [...] Se puede concluir por ello que no existen límites
autónomos al contenido material de la reforma constitucional; el valor de los límites expresos –o tácitos- es
relativo, y de más naturaleza política que jurídica.” En RODRÍGUEZ ZAPATA, Jorge, Teoría y Práctica del
Derecho Constitucional, Tecnos, Madrid, 1996, p. 227. Además: “(...) desde un punto de vista realista parece
claro que no puede existir ningún límite absoluto, porque todos dependen de las fuerzas políticas y de las
relaciones que entre ellas mantengan, del arraigo que tenga cada constitución concreta, de las
circunstancias sociales, económicas y culturales y de otros muchos factores reales. Desde un punto vista
teórico, la razón profunda es que la Constitución, como las demás leyes, pueden crear la obligación de
obedecer las normas menores que ella, pero no la obligación política básica de obedecer la propia
Constitución. Esta segunda hunde sus raíces en la importante cuestión de la legitimidad y la obligación
política, y no puede ser desarrollada ahora. Que algunos legisladores constituyentes quieran distinguir entre
los impedimentos relativos y absolutos es cosa que sólo tiene eficacia mientras las espadas no estén en alto y
mientras las fuerzas políticas preponderantes quieran respetar los preceptos del documento constitucional.
Un general al frente de una división acorazada o un grupo revolucionario extremista, concederán,
probablemente, más bien poca importancia a la distinción formal entre límites relativos y absolutos; por
tanto –no en el plano legal, pero sí en el real-, todos los intentos de impedir las modificaciones
constitucionales, incluso aquellos formalmente presentados como absolutos, tienen valor y eficacia
relativos.” En PEREIRA MENANT, Antonio Carlos, op. cit., p. 76. Finamente, las normas pétreas “no
consiguen mantenerse enhiestas más allá de los tiempos de normalidad y estabilidad, fracasando en su
finalidad cuando sobrevienen tiempos de crisis, cuyas eventualidades no pudieron contemplar o no
consiguieron someter...”. En VANOSSI, Jorge Reinaldo, op. cit., p. 189.
344
TAGLE ACHAVAL, Carlos, Derecho Constitucional, Depalma, Buenos Aires, t. I, 1976, p. 113.
190
Situación que se agrava en el caso de los límites jurídicos materiales o autónomos sustanciales
implícitos, pues, en tal supuesto, surge la discusión sobre cuáles serían tales límites, ya que estos no
están formulados de forma expresa en el texto constitucional.
Ahora bien, la discusión sobre la procedencia y alcances de los referidos límites jurídicos materiales
o autónomos sustanciales ha estado condicionada, normalmente, por la mencionada distinción entre
poder constituyente originario y poder constituyente derivado o poder de reforma, y, en particular,
por la concepción que se adopte sobre la naturaleza jurídica de este segundo. De esta forma, parte
de la doctrina sostiene que el poder constituyente derivado o poder de reforma, como poder
constituido, es un poder esencialmente limitado y sus posibilidades en la modificación de los
contenidos de la Constitución se ven sustancialmente reducidas. Posición que sostiene, por ejemplo,
Pedro de Vega, quien afirma:
Tal tesis fue defendida en el ámbito costarricense por Eduardo Ortiz Ortiz, quien indicó:
“El argumento capital –entre más de diez que se dan para defender la vigencia de
las prohibiciones de reforma constitucional- radica en la indiscutible distinción
345
Ibíd.
346
En DE VEGA, Pedro, op. cit., p. 237.
191
Como consecuencia, para ambos autores, toda reforma constitucional debe ser necesariamente
parcial y está fuertemente limitada en sus alcances. Al punto que ambos autores sostienen que,
aunque las Constituciones vigentes en sus países (España y Costa Rica) prevean la posibilidad de
reforma total, ésta es jurídicamente imposible.
Más adelante se habrá de volver sobre la distinción entre poder constituyente originario y poder
constituyente derivado o poder de reforma y sus implicaciones. Pero, previo a ello, resulta
necesario diferenciar entre diversos planos de análisis, en cuanto al tema de los límites a la reforma
constitucional, a saber: de juridicidad, de legitimidad/justicia y de estabilidad.
Por juridicidad se hace referencia, a grosso modo, a la observancia de las normas que
pertenecen al propio ordenamiento jurídico. En el caso de la reforma constitucional,
principalmente a la observancia de los condicionamientos materiales y procesales
impuestos por la propia Constitución u otra normativa que le resulte aplicable.
Por estabilidad se hace referencia, a grosso modo, a que las normas jurídicas se mantengan
en el tiempo, sin riesgos sustanciales de cambiar o desaparecer. En cuyo caso, pueden
347
Y afirma, de seguido, que: “Surge la potestad constituyente originaria cuando surge un nuevo Estado a la
vida...; o cuando hay una ruptura del orden constitucional establecido.... Cuando una convención o
constituyente en tales condiciones dicta una Constitución lo hace sin otros límites que los culturales o
políticos que sus componentes quieran observar, con el riesgo de provocar nuevos golpes si su criatura no es
viable, por chocar con la realidad social que pretende regular. No hay límites jurídicos que pesen sobre esa
Constituyente, precisamente porque no hay todavía Constitución. Cuando ésta se promulgue será la norma
fundamental y suprema, por venir de quien viene y porque así lo quiere la constituyente, soberana hasta el
momento en que la dicta. El poder llamado a revisar la misma Constitución, así como el procedimiento al
respecto, no son otra cosa que productos de la Constitución misma y, como tales, instrumentos de la
Constituyente originaria para la realización de la ideología y de los valores cristalizados en la Constitución.
El órgano creado por la Constituyente y la Constitución para revisarla, vive de esa misma Constitución y
puede tener sólo los poderes que ésta le dé, con las limitaciones y fines que le imponga.” Todo esto en
ORTIZ ORTIZ, Eduardo, De las reformas constitucionales inconstitucionales, Incosep, San José, C.R., 1977,
pp. 20 y 21.
348
Ver SERRANO, José Luis, Validez y vigencia. La aportación garantista a la teoría de la norma jurídica,
Editorial Trotta S.A., Madrid, 1999, p. 18.
349
MORESO, José Juan, y VILAJOSANA, Josep María, op. cit., p. 50.
192
existir diversos factores políticos, sociales, económicos, ideológicos, etc., que pueden
presionar a favor o en contra de una reforma constitucional.
Por otra parte, y más allá de los vínculos jurídicos que afectarían, en cada caso, al poder
constituyente originario y al poder constituyente derivado, existiría también la posibilidad
de valorar la justicia/legitimidad de sus actuaciones. De esta forma, tanto el dictado de una
nueva constitución por parte del poder constituyente originario, como el resultado del
procedimiento de reforma constitucional, pueden ser objeto de un examen y enjuiciamiento
crítico, al existir parámetros de valoración meta-jurídicos o extra-jurídicos.
350
En cuanto a los límites jurídicos impuestos al poder constituyente originario por el Derecho Internacional,
ver: DÍEZ-PICAZO, Luis María, “Límites internacionales al poder constituyente”, en Revista Española de
Derecho Constitucional, núm. 76, 2006, pp. 9 y ss. REQUEJO PAGÉS, Juan Luis, Las normas
preconstitucionales y el mito del poder constituyente, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
Madrid, 1998, pp. 61 y ss. SAGÜÉS, Néstor Pedro, Elementos de Derecho Constitucional, Editorial Astrea,
Buenos Aires, t. 1, 1993, pp. 99 a 100 y 103 a 104. BIDART CAMPOS, Germán, El Derecho de la
Constitución y su fuerza normativa, cit., pp. 257 a 263. Este tema se retomará con mayor profundidad más
adelante (vid. infra III.7).
351
En tal sentido entiendo la afirmación realizada por Eduardo Espín Templado, quien indica: “He escrito en
otro lugar, y lo he hecho con plena convicción, de la escasa utilidad de las cláusulas de intangibilidad
constitucional. Tales cláusulas están destinadas, por su propia naturaleza, a poner límite a la
autodeterminación de la comunidad política, vinculándola a la decisión del constituyente originario. Sin
embargo, en situaciones extremas, la realidad de las fuerzas políticas dominantes en la sociedad se acaba
193
Todos estos temas serán nuevamente abordados y con mayor profundidad más adelante. Procede,
ahora, analizar la regulación concreta prevista en España y en Costa Rica en cuanto a la reforma
constitucional.
El tema de la iniciativa se encuentra regulado en el numeral 166 y resulta de aplicación común para
ambos procedimientos. Se establece, al efecto, lo siguiente:
“Artículo 166
La iniciativa de reforma constitucional se ejercerá en los términos previstos en los
apartados 1 y 2 del artículo 87.”
“Artículo 167.
1. Los proyectos de reforma constitucional deberán ser aprobados por una mayoría
de tres quintos de cada una de las Cámaras. Si no hubiera acuerdo entre ambas, se
intentará obtenerlo mediante la creación de una Comisión de composición
paritaria de Diputados y Senadores, que presentará un texto que será votado por el
Congreso y el Senado.
imponiendo en la inmensa mayoría de los casos, de tal forma que el respeto a los procedimientos de reforma
constitucional dependerá, en última instancia, de que los mismos abran un cauce suficiente a la
transformación querida por dichas fuerzas. De no ser así, estás impondrán, de tener fuerza suficiente para
ello, una ruptura constitucional abierta. Por ello, las cláusulas de intangibilidad tienen eficacia solamente en
situaciones de normalidad política e institucional o, en el mejor de los casos, en aquellas ocasiones en las
que las fuerzas que pretenden un cambio radical y las que se oponen al mismo se encuentran en un
equilibrio de fuerzas. Y eso supone decir, en definitiva, que las cláusulas de intangibilidad tienen eficacia
cuando no son necesarias y que carecen de ella casi siempre que se dan las circunstancias para las que se
idearon”. Esto en el prólogo, de DÍAZ REVORIO, Francisco Javier, La constitución como orden abierto,
McGraw-Hill, Madrid, 1997, pp. XV y XVI.
352
Para un análisis en profundidad, respecto al procedimiento de reforma constitucional en España, ver
VERA SANTOS, José Manuel, La Reforma Constitucional en España, La Ley, Madrid, 2007.
194
“Artículo 168.
1. Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que
afecte al Título Preliminar, al Capítulo Segundo, Sección 1.ª del Título I, o al Título
II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada
Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes.
2. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del
nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de
ambas Cámaras.
3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para
su ratificación.”
Dicho numeral no establece qué debe entenderse por revisión total de la Constitución.
ser así, se constituyen en Cortes Constituyentes, que deberán conocer del proyecto y para aprobarlo
se requería de la mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Finalmente, la reforma aprobada deberá
ser sometida a referéndum para su ratificación.
“Artículo 169.
No podrá iniciarse la reforma constitucional en tiempo de guerra o de vigencia de
alguno de los estados previstos en el artículo 116.”
En cuanto a este tema, F. Javier Díaz Revorio señala que la ausencia de límites expresos a la
reforma constitucional tiene importancia jurídica ya que, pudiendo hacerlo, la Constitución ha
renunciado a imponer trabas absolutas a su reforma353. Ahora bien, dicho autor también aclara que
el artículo 168 de la Constitución española protege determinados contenidos constitucionales al
establecer que su reforma procede por medio de un procedimiento especialmente agravado, que es
“un procedimiento tan rígido que puede decirse que está pensado para evitar la reforma”354. Con
lo que se refuerza, muy considerablemente, el procedimiento de reforma constitucional para ciertos
títulos o capítulos que el constituyente ha considerado son la base del sistema constitucional
democrático (en específico: el Título preliminar, el Capítulo 2, Sección 1ª, del Título I, o el Título
II). Sin embargo, tal protección no llega al punto de prohibir de forma absoluta su reforma. El
citado autor argumenta que el hecho que la Constitución española permita su revisión total, y la de
sus valores y principios fundamentales, se debe a las siguientes razones355:
353
DÍAZ REVORIO, Francisco Javier, La constitución como orden abierto, McGraw-Hill, Madrid, 1997, p.
41.
354
Ibíd., p. 45.
355
Ibíd., pp. 48 y 49.
196
De esta forma:
F. Javier Díaz Revorio también argumenta que no parece que del citado artículo 168 puedan
deducirse límites implícitos a la reforma misma, en sentido jurídico. Debe tenerse en cuenta, en tal
sentido, el hecho incuestionable de que la Constitución, pudiendo hacerlo, no ha establecido límites
materiales expresos a la reforma y, además, permite en el citado artículo 168 la revisión total del
texto357. El citado autor aclara que lo anterior no significa que pueda hablarse de indiferentismo
axiológico o de ausencia total de preocupación por defender el orden subyacente frente a los
enemigos de la Constitución -sea, respecto de quienes pretenden subvertir el orden constitucional,
aun utilizando los medios que ofrece la propia Constitución-. Pero es que tal defensa opera de otro
modo. Para tales efectos debe distinguirse entre validez y legitimidad. Al efecto cita a Manuel
Aragón Reyes, en el sentido que la Constitución concibe a la democracia como un orden que
descansa en determinados valores -señaladamente, libertad e igualdad-, de forma que en la
dimensión material de la democracia reside el núcleo principal de la legitimidad de la Constitución.
Se trata, por tanto, de una legitimidad interna. Por lo que una Constitución emanada
democráticamente pero que no establezca un Estado democrático puede tener en el principio
democrático su validez, pero nunca su legitimidad. Por lo que F. Javier Díaz Revorio concluye:
356
Ibíd., pp. 49 y 50.
357
Ibíd., p. 51.
197
En cuanto a este mismo tema, José Manuel Vera Santos señala que es posible afirmar la
procedencia política del establecimiento de cláusulas de intangibilidad, pues expresan la
identificación de toda Constitución con determinado régimen político, aclaran de alguna manera las
posibles concomitancias y diferencias entre el poder constituyente y el poder de revisión y
determinan contundentemente el significado y el alcance de las funciones de la Justicia
Constitucional. Agrega que, incluso, se podría considerar que la falta de explicitación de tales
cláusulas en la Constitución española no obsta a su posible eficacia jurídica, que se manifiesta en la
imposibilidad de aceptar, bajo el régimen constitucional vigente y desde una perspectiva jurídica,
determinadas reformas que desfigurasen el núcleo esencial de la Constitución. Sin embargo,
finalmente concluye:
Por su parte, otro sector de la doctrina española sostiene una posición distinta. Ya se hizo expresa
referencia a Pedro de Vega, quien afirma que el poder constituyente derivado, como poder
constituido, es un poder esencialmente limitado360. En esta misma línea se puede citar, por ejemplo,
a María Victoria García-Atence, quien defiende –en general- la necesaria existencia de límites
sustanciales a la reforma constitucional, en razón de “la connatural limitación del poder de
revisión”361 como poder constituido. Señala, al efecto, que “ignorar la existencia de ciertos límites,
presupone la vulneración de la Constitución material que recoge la decisión política asumida por
358
Ibíd., pp. 52 y 53.
359
VERA SANTOS, José Manuel, La Reforma Constitucional en España, cit., p. 265. Similar posición
defiende Isidre Molas, quien indica –a la luz de lo dispuesto en el artículo al 168 CE- que: “La Constitución
no contiene límites materiales explícitos a la reforma, puesto que prevé la revisión total de la misma. No
existe un núcleo constitucional indisponible para el poder constituyente constituido. En la Constitución no
existen cláusulas de intangibilidad. Precisamente para evitar su introducción se articuló un doble
procedimiento de revisión y se creó una vía especial, singularmente agravada, para la revisión total. La
revisión total de la Constitución es admitida expresis verbiss. En esta misma medida no queda justificado
hablar en nuestra Constitución de límites implícitos”. Esto en MOLAS, Isidre, Derecho Constitucional,
Tecnos, Madrid, 2da ed., 2003, p. 220.
360
Ver, en similar sentido, CALZADA CONDE, Rogelia, op. cit., pp. 64 y ss. En cuanto a este tema, se puede
revisar BELDA PÉREZ-PEDRERO, Enrique, “Los límites a la reforma constitucional ante propuestas más
propias de una revolución”, en Teoría y Realidad Constitucional, núm. 29, 2012, pp. 261 y ss. En dicho
artículo se exponen distintas posiciones doctrinales a favor de los referidos límites materiales implícitos a la
reforma constitucional e, incluso, se propone una lista de materias o preceptos cubiertos por tales límites en el
caso español.
361
GARCÍA-ATANCE, María Victoria, Reforma y permanencia constitucional, Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales, Madrid, 2002, p. 200.
198
La fórmula política, que –sin perjuicio de concretarse en otros artículos- está expresada en
el artículo 1 CE.
Los principios previos o preconstituyentes sobre los que se vertebró la fórmula de identidad
del orden superior y que se configuran en los soportes de la propia Constitución, a saber: la
unidad de la Nación española –dentro de la que se proyecta el sistema autonómico-, y el
reconocimiento de los derechos inviolables que son inherentes a la dignidad de la persona
(art. 10 CE).
362
Ibíd., p. 177.
363
Ibíd., p. 178.
364
Ibíd., p. 287.
199
Así las cosas, la Constitución Política prevé dos procedimientos de reforma distintos, a saber: el
procedimiento de reforma parcial y el procedimiento de reforma general.
En el caso particular del procedimiento de reforma parcial, lo primero que cabe advertir es que
existe un límite jurídico autónomo procesal formal orgánico, en tanto se confía a la Asamblea
Legislativa la competencia funcional de conocer y tramitar la reforma, mediante un procedimiento
distinto y agravado respecto al de formación de las leyes.
Existe una competencia compartida en cuanto a la iniciativa (artículo 195, inciso 1). Originalmente,
solo estaba prevista la iniciativa legislativa, supuesto en que se establecía como límite formal que la
proposición debía presentarse firmada por diez diputados. Sin embargo, recientemente se reformó la
norma constitucional (Ley No 8281 de 28 de mayo de 2012), a efectos de introducir la iniciativa
popular, en cuyo caso se exige que la proposición esté firmada por un cinco por ciento, como
mínimo, del padrón electoral. También se establece un límite temporal, ya que la propuesta solo
puede ser presentada en período de sesiones ordinarias, sea, del primero de mayo al treinta y uno de
julio y del primero de septiembre al treinta de noviembre de cada año (artículo 116 de la
Constitución Política).
200
Por lo demás, y en lo referente al trámite, en el caso costarricense se adopta uno de los sistemas
tradicionales en materia de reforma constitucional, como es requerir la aprobación de la reforma por
parte del poder legislativo en distintas legislaturas y mediante mayorías calificadas. Según lo
dispuesto por el artículo 195, inciso 3), una vez admitida a discusión la propuesta, la misma debe
pasar necesariamente a una comisión especial para conocer y deliberar respecto de la misma, ello en
una etapa preparatoria. La que debe brindar un dictamen en el plazo de veinte días. Una vez
presentado el dictamen debe procederse a su discusión por los trámites establecidos para la
formación de la ley y la reforma debe aprobarse por votación no menor de los dos tercios del total
de los miembros de la Asamblea (art. 195, inc. 4). En cuanto al trámite por seguir, de conformidad
con el artículo 124 de la Constitución Política, la propuesta debe ser objeto de dos debates, cada uno
en día distinto y no consecutivo. Además, como lo indica claramente dicho artículo, en su párrafo
tercero, la respectiva deliberación debe realizarse en el plenario y no en una comisión. Si se acuerda
la procedencia del trámite de la reforma ésta deberá volver a otra comisión, la que se encargará de
la redacción del respectivo proyecto. El mismo deberá ser aprobado en comisión, por una mayoría
absoluta (art. 195, inc. 5).
Luego, el proyecto aprobado en la primera legislatura debe ser remitido al Poder Ejecutivo, a
efectos de que éste lo estudie y haga las observaciones del caso. Finalmente, el Poder Ejecutivo
deberá enviar el proyecto a la Asamblea Legislativa con el Mensaje Presidencial al iniciar la
próxima legislatura ordinaria, a efectos de que se continúe con el trámite y se apruebe la reforma en
segunda legislatura (art. 195, inc. 6). En la segunda legislatura el proyecto debe ser aprobado por
una mayoría calificada de dos terceras partes de los integrantes de la Asamblea Legislativa (art.
195, inc. 7). Acordada la reforma esta forma parte de la Constitución y esta se comunica al Poder
Ejecutivo para su publicación y observancia.
Como ya se indicó, mediante Ley 8281 de 28 de mayo de 2002, se reformó el artículo 195, a efectos
de agregar el inciso 8), con lo que se introdujo, en el procedimiento, la institución del referéndum
constitucional, al que podrá convocarse si lo acuerdan las dos terceras partes del total de los
miembros de la Asamblea Legislativa. A lo que hay que agregar lo dispuesto por el artículo 105
constitucional (también reformado mediante Ley 8281), que expresamente establece que el pueblo
podrá ejercer el referéndum para aprobar o derogar “reformas parciales de la Constitución, cuando
lo convoque al menos un cinco por ciento (5%) de los ciudadanos inscritos en el padrón
electoral...”. Con lo que se dispone un referéndum facultativo dentro del procedimiento de reforma
constitucional. Lo que debe integrarse con lo dispuesto en el artículo 102, inciso 9), de la
Constitución Política, que en lo que interesa establece: “No podrá convocarse a más de un
referéndum al año; tampoco durante los seis meses anteriores o posteriores a la elección
presidencial. Los resultados serán vinculantes para el Estado si participa, al menos, el treinta por
ciento (30) de los ciudadanos inscritos en el padrón electoral, para la legislación ordinaria, y el
cuarenta por ciento (40%) como mínimo, para las reformas parciales de la Constitución y los
asuntos que requieren aprobación legislativa por mayoría calificada”. De esta forma, de
convocarse a referéndum, éste será vinculante de participar al menos el cuarenta por ciento de los
ciudadanos inscritos en el padrón electoral.
201
Otro límite orgánico es la necesaria participación de la Sala Constitucional por medio de la consulta
preceptiva prevista por el artículo 10, inciso b, de la Constitución Política. De conformidad con los
artículos 97 y 98 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional la consulta deberá hacerla la Asamblea
Legislativa, por medio de su Directorio, después de su aprobación en primer debate, en primera
legislatura, y antes de la definitiva. Además, conforme al artículo 101 de la Ley de la Jurisdicción
Constitucional, el dictamen de la Sala sólo será vinculante en cuanto establezca la existencia de
violaciones en los procedimientos.
En lo referente a los límites jurídicos a la reforma constitucional, una primera lectura de la actual
Constitución Política permite comprobar que no se establecen límites jurídicos materiales o
autónomos sustanciales expresos (normas pétreas expresas), y, por el contrario, el propio texto
constitucional reconoce la posibilidad de una reforma general de la Constitución.
365
Por ejemplo, antes de la reforma del 2002, que introdujo el referéndum constitucional al procedimiento de
reforma parcial de la Constitución, Rodolfo Saborío había afirmado que: “Ante la inexistencia de mecanismos
de consulta directa a los ciudadanos sobre el contenido de las reformas constitucionales, debemos compartir
la tesis en el sentido de que el constituyente derivado se enfrenta en el ejercicio de sus competencias a límites
intrínsecos derivados de la propia organización constitucional y de los principios y valores predominantes en
la sociedad. En otras palabras, la legitimidad que ostentan los integrantes de la Asamblea Legislativa,
originada en la delegación temporal que hace en ellos el pueblo de la facultad de legislar, es una legitimidad
limitada y condicionada. Es una legitimidad limitada en cuanto que emana de un mandato sujeto a término y
brindado a partir de reglas predeterminadas de organización política y social. Es una legitimidad
condicionada en tanto está sujeta a su ejercicio de conformidad con las normas, principios y valores sobre
los que está diseñada la representatividad política, que son las mismas de las cuales derivan su condición de
legisladores. [...] A partir de lo anterior, resulta contrario a las reglas de una sociedad evolucionada una
transformación de gran alcance del cuerpo constitucional sin participación directa de todos los ciudadanos.
El procedimiento de reforma parcial vigente no garantiza esa participación ciudadana, y en esa medida
debemos rechazar de principio la posibilidad que el constituyente derivado actúe sin sometimiento a ningún
límite sustancial, sujeto tan sólo a aquellos que imponen los procedimientos calificados analizados.” En este
sentido SABORÍO VALVERDE, Rodolfo, “Los límites a las reformas parciales de la Constitución y la
203
Al abordar este tema resulta importante recordar la discusión que se dio en el propio seno de la
Asamblea Nacional Constituyente de 1949. En la sesión celebrada el 14 de septiembre el diputado
Trejos Quirós presentó una moción para incorporar un nuevo artículo a la Constitución que rezaba:
En contra de dicha moción se pronunciaron los diputados Arroyo Blanco y Ortiz Martín, en cambio
los diputados Zeledón Brenes y Baudrit González manifestaron su acuerdo, aunque este último
planteó su reserva respecto de la adición de nuevos artículos, con lo que acordaron los diputados
Leiva Quirós y Arias Bonilla. Después de la discusión respectiva la moción fue aprobada de la
siguiente manera:
jurisprudencia de la Sala Constitucional”, en Revista Parlamentaria, vol. 3, núm. 3, diciembre, 1995, pp. 51-
75. Por su parte, Rubén Hernández hace una distinción entre el “Poder de reforma parcial” (art. 195) y el
“Poder Constituyente derivado” (art. 196), e indica: “En conclusión: el poder de reforma parcial de la
Constitución es limitado, en todo lo relativo a su estructura (órgano titular de ejercerlo), procedimiento para
su integración (forma de convocatoria a una Asamblea Constituyente), organización (número de miembros)
y funcionamiento (reglas procedimentales que debe seguir en sus actuaciones), así como por razones de
competencia material. [...] En cambio, el órgano encargado de la reforma general (Asamblea Constituyente)
no está sujeto a ninguna norma jurídica, expresa ni implícita, en cuanto al ejercicio mismo de su potestad
reformadora. De manera que frente al ejercicio del Poder Constituyente derivado no es posible, desde el
punto de vista jurídico, oponer cláusulas pétreas expresas ni implícitas, pues el constituyente, en cuanto
titular de la soberanía, puede modificar los contenidos materiales de la Constitución cuando haya un cambio
de consensos políticos, sociales, económicos o culturales en la sociedad civil.” En HERNÁNDEZ VALLE,
Rubén, Derecho Parlamentario Costarricense, IJSA, San José, C.R., 2000, p. 328. Más recientemente, al
retomar el tema, en cuanto a la posibilidad de limitar o restringir el régimen de los derechos fundamentales a
través del procedimiento de revisión, reitera su distinción entre el “Poder Constituyente derivado” (art. 196) y
el “Poder Reformador de la Constitución” (art. 195), indicando que este último es limitado por razones de
competencia material y constituye “uno de los principales límites competenciales del poder de revisión
parcial de la Constitución… el régimen de los derechos fundamentales, el cual no puede ser limitado ni
restringido válidamente por la Asamblea Legislativa, dado que los derechos fundamentales existen para
proteger la libertad no para limitarla. Por ello, sólo el pueblo en el ejercicio del Poder Constituyente,
original o derivado, tiene el poder jurídico y la legitimación política para restringir válidamente el régimen
jurídico de los derechos fundamentales pues el ejercicio de dicho Poder no está sujeto a límites
competenciales.” Esto en HERNÁNDES VALLE, Rubén, El Régimen Jurídico de los Derechos
Fundamentales en Costa Rica, cit., p. 70. Similar posición se defiende en CHINCHILLLA CALDERÓN,
Rosaura, El Derecho de la Constitución como fuente del ordenamiento jurídico, Editorial Investigaciones
Jurídicas S.A., San José, C.R., 2007, pp. 32 y ss.
366
Actas de la Asamblea Nacional Constituyente, Imprenta Nacional, San José, C.R., t. III, 1956, p. 278.
204
Sin embargo, en la sesión del 19 de septiembre siguiente los diputados Acosta Jiménez, Facio
Brenes, Arroyo Blanco, González Herrán, Fournier Acuña, Volio Sancho y Baudrit Solera
presentaron una moción “para que se revise lo resuelto por la Asamblea en su sesión del miércoles
catorce último, al otorgarle aprobación a la moción del Representante Trejos Quirós”368. Entre los
principales reparos que se formularon, se pueden mencionar los siguientes: (i) lo oneroso y
dificultoso que supondría convocar a una Asamblea Constituyente para reformar un artículo
constitucional; (ii) situación que podría impedir que se aprobara, de forma oportuna, una reforma
estimada necesaria para preservar el régimen democrático o por otros motivos de interés público;
(iii) reforma que, en todo caso, bien podría aprobarse por “las mayorías populares representadas en
la Cámara, por los trámites señalados para toda reforma de la Carta Política”369; (iv) máxime que
era discutible en qué supuestos se estaba alterando “en lo esencial” la forma de Gobierno o
“menoscabando” un derecho individual; y, iv) además, si se pretendía “ser lógicos, era necesario
darle a todos los artículos de la Constitución el mismo valor formal, ya que son todos ellos parte de
un todo orgánico cuyas disposiciones se encuentran íntimamente ligadas unas con otras.”370
La discusión continuó en la sesión celebrada el 20 de ese mes. Ocasión en que los diputados Chacón
Jinesta y Arroyo Blanco también plantearon sus objeciones a la moción del diputado Trejos
Quirós. Se señaló, nuevamente, que era discutible en qué supuestos se estaba alterando “en lo
esencial” la forma de Gobierno o “menoscabando” un derecho individual. También se señaló que
no debía “cerrarse la puerta” a eventuales reformas, “creyendo que lo nuestro es lo mejor, que la
Constitución que estamos redactando es intocable”371, y, en su lugar, lo “más aconsejable es dejar
las puertas abiertas para que en el futuro una Asamblea Legislativa, haciéndose eco de los anhelos
populares, pueda reformar la Constitución en lo que estime prudente.”372
367
Ibíd., p. 280.
368
Ibíd., p. 284.
369
Ibíd., pp. 284 y 285.
370
Ibíd., p. 286.
371
Ibíd., p. 304.
372
Ibíd., p. 305.
205
constituyente derivado. Así se evidencia en sentencia número 2003-2771 de las 11:40 horas del 4 de
abril del 2003, en la que sostuvo:
Posteriormente agregó:
“(…) La Asamblea Legislativa como poder reformador derivado, está limitada por
el Poder Constituyente en su capacidad para reformar la Constitución: no puede
reducir, amputar, eliminar, ni limitar derechos y garantías fundamentales, ni
derechos políticos de los ciudadanos, ni los aspectos esenciales de la organización
política y económica del país. Únicamente mediante el procedimiento de reforma
general, regulado en el artículo 196 de la Constitución Política y en estricto apego
a lo allí dispuesto, se podría intentar una reforma de tal naturaleza. (…) Una de
las razones de sentido común en que se fundamenta la distinción entre reforma
parcial y general, es que el criterio para determinar la capacidad de reforma
parcial no sea cuantitativo, sino cualitativo, porque de lo contrario, por vía de la
primera podrían reformarse todas y cada una de las normas constitucionales, -
incluso aquellas que definen la fuente del propio poder legislativo que las
promulga-, lo cual sería una contradictio in absurdum, porque implicaría la
posibilidad de que la Asamblea se despojara de su propia competencia
constitucional, e incluso alterara la fuente misma del poder constituyente, es decir
la titularidad de la soberanía.”373
Se puede argumentar que dicha posición es contradictoria y opuesta a la intención del constituyente
originario. Así lo ha sostenido, por ejemplo, Gerardo Trejos Salas, quien ha manifestado que ni los
artículos 195 y 196, ni algún otro texto constitucional dispone, como lo señala erróneamente la Sala
Constitucional, que los derechos fundamentales no pueden ser reducidos ni limitados por el
constituyente derivado mediante la reforma parcial del texto constitucional374. Agrega, que de la
373
Posición que ya se había reflejado en una serie de votos salvados anteriores, como en voto de minoría de
sentencia número 1084-93 de las 14:39 horas del 3 de marzo de 1993.
374
TREJOS SALAS, Gerardo, “Un desacierto judicial”, en Revista Costarricense de Derecho Constitucional,
t. V, mayo, 2004, p. 112.
206
lectura de las actas de la Asamblea Nacional Constituyente (en especial, las actas 151 y 177) se
corrobora -de forma clara y precisa- que la voluntad de la mayoría de los constituyentes de 1949 fue
que los derechos y libertades fundamentales consignados en la Constitución sí se podían limitar375.
Lo que considera demuestra que la mencionada sentencia se sobrepone y contradice la voluntad
expresada en votación libre por los disputados constituyentes, convirtiéndose así la Sala
Constitucional en un órgano judicial con potestades no sólo para aplicar e interpretar la
Constitución sino también para reformarla376.
Por otra parte, Julio Jurado Fernández ha alegado que lo resuelto en la citada sentencia implica un
«peligroso rediseño del sistema constitucional», pues, de conformidad a lo dispuesto en la Ley de la
Jurisdicción Constitucional, la Sala Constitucional sólo tiene competencia para enjuiciar las
reformas parciales a la Constitución desde el punto de vista del procedimiento y, en este caso, la
Sala ha asumido nuevas potestades al enjuiciar el ejercicio del poder constituyente derivado por el
fondo. Sostiene, al efecto, que determinar si una reforma parcial a la Constitución disminuye o
suprime el contenido de un derecho fundamental no es un asunto de forma o de procedimiento, sino
que de fondo. Agrega que tal determinación establece un límite material, no formal, al ejercicio del
poder de reforma parcial de la Constitución, por lo que ha sido la propia Sala Constitucional la que
ha excedido su competencia377.
Fernando Castillo Víquez ha manifestado, por su parte, que la Sala Constitucional ha caído en una
grave imprecisión al sostener que la Asamblea Legislativa, como poder reformador derivado, está
limitada por el Poder Constituyente en su capacidad para reformar la Constitución, en el sentido que
«no puede reducir, amputar, eliminar, ni limitar derechos y garantías fundamentales», pues al no
precisar que las reducciones o limitaciones prohibidas para la Asamblea Legislativa, en materia de
reforma constitucional, son aquellas referidas al núcleo o contenido esencial de los derechos
fundamentales, podría hacer incurrir al operador jurídico en una incongruencia lógica, toda vez que
lo induciría a pensar que el contenido de estos derechos tiene un alcance absoluto378, cuando lo
cierto es que tanto la doctrina como la jurisprudencia constitucional admiten que el legislador puede
establecer limitaciones a las libertades y derechos fundamentales para armonizarlas entre sí, por
razones de interés público o por cualquier otro motivo que resulte objetivo y razonable, siempre y
cuando no afecte su contenido esencial379. Pero, además, no resultaría lógico ni congruente con el
sistema de fuentes del ordenamiento jurídico, así como con la potencia y resistencia de cada una de
ellas, que el legislador ordinario tuviera competencia para establecer limitaciones o restricciones a
las libertades y derechos fundamentales, pero no cuando la Asamblea Legislativa ejerciera el poder
constituyente derivado, pese ser su fuente normativa más potente y resistente, así como
jerárquicamente más alta380.
375
Ibíd.
376
Ibíd., p. 58.
377
JURADO FERNÁNDEZ, Julio, “Peligroso rediseño del sistema constitucional”, en La Nación,
[http://www.nacion.com/ ln_ee/2003/ julio/27/opinión.7html], 28 de julio del 2003.
378
CASTILLO VÍQUEZ, Fernando, “Aciertos, imprecisiones, dudas y peligros de una sentencia”, en Revista
Costarricense de Derecho Constitucional, t. V, mayo, 2004, p. 53.
379
Ibíd., p. 51.
380
Ibíd., p. 57.
207
Se constata, de esta forma, que lo resuelto por la Sala Constitucional en tal ocasión ha sido objeto
de diversas críticas por algún sector de la doctrina costarricense. Y a tales críticas se puede agregar
otro problema práctico, a saber: de acogerse la tesis de la Sala Constitucional, en el sentido de que
efectivamente existen materias cuya reforma está reservada al procedimiento de reforma general,
surge entonces el dilema de determinar el criterio por seguir, a fin de resolver cuál es la materia en
cuestión. Máxime si la propia Constitución no brinda reglas o parámetros expresos al efecto, por las
razones históricas ya analizadas.
Otro tema que queda pendiente es que la Sala Constitucional sostuvo que al reformarse
parcialmente la Constitución por parte de la Asamblea Legislativa no se pueden afectar
negativamente los derechos fundamentales –sea, que no los puede “reducir, amputar, eliminar, ni
limitar...”-, pero permanece la cuestión de si es posible sostener la existencia de límites jurídicos
materiales o sustanciales en el caso del procedimiento de reforma general de la constitución. De la
citada sentencia se puede desprender que sí sería posible “reducir, amputar, eliminar” tales
derechos, sin aparente limitación, por medio del procedimiento de reforma general de la
Constitución Política. Tema que exige un análisis más profundo, como se hará de seguido.
Procede ahora analizar, con mayor detalle, lo referente a la existencia y procedencia de los límites
jurídicos autónomos procesales y sustanciales a la reforma constitucional. Lo referente a los límites
jurídicos heterónomos será el objeto del siguiente apartado (vid. infra III.7).
En primer lugar, debe reiterarse que la posición que se adopte al efecto puede estar –o deberá estar-
condicionada por la posición que, previamente, se adopte respecto a la distinción entre poder
constituyente originario y poder constituyente derivado o poder de reforma.
Por ejemplo, Riccardo Guastini381 analiza la distinción entre poder constituyente y poder de reforma
constitucional, y entre instauración constitucional y reforma de la Constitución. Señala, al efecto,
que la noción de poder constituyente, si es oportunamente depurada de incrustaciones ideológicas,
se define, simplemente, por oposición a la de poder constituido. Se llama «poder constituido» a todo
poder «legal», es decir, conferido y disciplinado por normas positivas vigentes (y ejercido de
conformidad con ellas). Las normas que provienen de un poder constituido encuentran su
fundamento de validez en las normas sobre la producción jurídica vigente. Por el contrario, se llama
«constituyente» el poder de instaurar una «primera» constitución. Se entiende «primera
Constitución» a toda Constitución que no encuentre su fundamento de legitimidad en una
Constitución precedente. Una primera Constitución es en suma una Constitución emanada extra
ordinem –fruto de una revolución- y por tanto privada de fundamento de validez en normas (las
381
GUASTINI, Riccardo, “Sobre el concepto de Constitución”, en CARBONELL, Miguel (ed.), Teoría del
neoconstitucionalismo, Editorial Trotta S.A., Instituto de Investigaciones Jurídicas – UNAM, Madrid, 2007,
pp. 23 a 26.
208
Agrega que se puede convenir que el poder de reforma constitucional es un poder constituido
(constituido por la Constitución existente), y que el poder de instauración constitucional sea, por el
contrario, el poder constituyente. Ante ello, plantea el siguiente interrogante: ¿Qué distingue la
reforma constitucional, es decir, la modificación de la Constitución existente, de la instauración
constitucional, es decir, de la emanación de una nueva Constitución?
El autor indica que tal interrogante admite, al menos, dos respuestas y, cualquiera de ellas supone
una diversa concepción de la Constitución (y de su criterio de identidad) e implica una diversa
concepción del poder constituyente. Tales respuestas son las siguientes:
ii. La concepción formal o formalista, que, a grosso modo, implicaría lo siguiente: una
Constitución no es más que un conjunto de normas. Ahora bien, un conjunto (cualquier tipo
de conjunto) se identifica –extensionalmente- por la simple enumeración de los elementos
que lo componen. Se sigue que existen tres tipos posibles de reforma constitucional: (a) la
introducción de una norma nueva; (b) la supresión de una norma; y (c) la sustitución de
una norma preexistente (es decir, la supresión de una norma vieja combinada con la
introducción de una norma nueva). Se sigue también que, comúnmente, toda reforma
constitucional comporta la modificación del conjunto preexistente, y la modificación de un
conjunto da lugar a un conjunto diverso: diverso porque son diversos los elementos que lo
componen. Por ende, toda reforma constitucional –por más «marginal» que sea desde el
punto de vista axiológico- produce una nueva Constitución. De modo que reforma
constitucional e instauración constitucional son –desde un punto de vista wertfrei,
209
avalorativo- cosas simplemente indistinguibles bajo un perfil sustancial. Por lo que no resta
más que distinguir reforma e instauración sobre la base de elementos puramente formales.
Toda modificación constitucional realizada en forma legal –por más que pueda incidir
profundamente sobre la Constitución existente- es mera reforma. Toda modificación
realizada en forma ilegal –por más marginal que pueda ser el cambio- es instauración de
una nueva Constitución. En suma: la modificación legal de la Constitución es ejercicio del
poder constituido, mientras que su cambio ilegal es ejercicio del poder constituyente. Desde
este punto de vista, no tiene sentido hablar de límites lógicos a la reforma constitucional.
De mi parte, estimo que al abordarse este tema se requiere ajustar a su debida dimensión la noción
de poder constituyente y, en particular, la noción de poder constituyente derivado o poder de
reforma, dentro del contexto de un sistema democrático y de las actuales relaciones internacionales
de los distintos Estados. También se requiere analizar el tema de la objeción democrática y su
específica relación con el tema de la rigidez constitucional.
Según se adelantó, para abordar lo relativo a la existencia y procedencia de los límites jurídicos
autónomos a la reforma constitucional, se requiere –previamente- estudiar la noción de poder
constituyente originario y poder constituyente derivado, así como sus supuestas características y
distinciones.
Lo primero que se puede afirmar es que el concepto del poder constituyente originario resulta
problemático. En cuanto a este tema, Genaro R. Carrió explica que si se estudia a los teóricos
clásicos del Derecho Constitucional se constata que éstos indican que las constituciones suelen
prever su propia reforma, por lo común mediante un procedimiento ad hoc y/o por un órgano ad
hoc. Tal como existen los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, cada uno de los cuales está
constituido por la Constitución como un conjunto limitado de competencias, existe un poder
constituyente, igualmente constituido por la Constitución, que sólo puede actuar sujetándose a las
formalidades previstas y dentro de la órbita prevista. En este caso, la palabra poder, referido al
poder constituyente, designa tanto un conjunto de competencias como el órgano titular de ella.
Dicho poder constituyente constituido por la Constitución es una criatura de ésta, como lo son los
otros poderes (el legislativo, el ejecutivo, el judicial). Por lo que se le llama poder constituyente
derivado, en contraposición al poder constituyente originario. Este segundo no designa a una
criatura de la Constitución, sino al creador de ella, o bien, al ilimitado conjunto de competencias
supremas ejercidas para crearla.
210
Añade el autor que, en tal sentido, la doctrina suele calificar al poder constituyente originario como
inicial, autónomo e incondicionado. Es inicial porque por encima de él no hay, ni en los hechos ni
en el derecho, ningún otro poder. Su autonomía no es sino el corolario de su carácter inicial. Es
incondicionado, pues en su cometido no se subordina a ninguna regla de fondo ni de forma. El
poder constituyente originario está siempre fuera del orden jurídico. Su naturaleza misma es la
insubordinación.
Indica el autor que, en conclusión, se “trata de que entendamos que es (o posee) una competencia
anterior a toda normación y que esa competencia es ilimitada o total”382, y es que el uso típico del
concepto del poder constituyente originario, aunque no el único, es “el de legitimar o justificar la
creación revolucionaria de normas constitucionales”383.
En cuyo caso, el autor acusa que usar el concepto de poder constituyente originario para justificar o
convalidar la reforma revolucionaria de normas constitucionales importa le pretensión de llevar el
concepto normativo de competencia (en el sentido de potestad o de atribución) más allá de los
límites dentro de los cuales este último concepto puede ser usado informativamente o servir
realmente de justificación. Explica, al efecto, que cuando para convalidar una reforma de la
Constitución impuesta por la fuerza se habla de la «competencia inicial e ilimitada» del titular del
poder constituyente llamado «originario» se dice algo sin sentido, en tanto que un sujeto jurídico
dotado de una competencia total e ilimitada es tan inconcebible como un objeto que tuviera todas
las propiedades posibles. El concepto de competencia funciona informativamente dentro de un
orden normativo cuya existencia es presupuesta al afirmar que alguien tiene una competencia, y
toda competencia deriva de una regla o conjunto de reglas que al conferir la competencia excluyen,
al mismo tiempo, aquellas cosas para las que no se otorga competencia. Por lo que la idea de una
competencia sin reglas de las que derive es algo así como la de un hijo sin padre.
382
En CARRIÓ, Genaro R., Sobre los límites del lenguaje normativo, Editorial Astrea, Buenos Aires, 2da.
Reimpresión, 2008, pp. 36 y 37.
383
Ibíd., p. 37.
211
su uso parece querer apoyarse a la vez en dos acepciones distintas de la palabra poder. Además, la
sistemática ambigüedad de la expresión hace que ella quiera decir a veces «facultad o potestad
suprema» y otras veces «fuerza política o poderío político supremo». Agrega que:
Siguiendo a Carrió, José Luis Pérez Triviño reitera que el uso ambiguo de la expresión poder
constituyente originario provoca que los autores superpongan los dos sentidos de la expresión,
«facultad o potestad suprema» y «fuerza política suprema», es decir, que cometan la falacia
naturalista de inferir que se tiene el poder normativo para dictar normas a partir del hecho de la
posesión del poder fáctico de dictarlas385.
Ahora bien, para entender la dimensión justificatoria que se suele asociar al concepto del poder
constituyente originario, es vital recordar el contexto en que surgió tal concepto, sea, en el marco de
las revoluciones americana y francesa, que implicaban la histórica transferencia de la soberanía
(poder omnímodo básico) del monarca al pueblo386. Lo que exige, de previo, analizar la génesis de
la noción de soberano, como autoridad normativa suprema.
José Luis Pérez Triviño explica que el origen del concepto de soberano, como autoridad normativa
suprema, se produjo en la transición de la Edad Media a la Edad Moderna, época caracterizada por
cambios profundos en la cosmovisión del Derecho, de la política y de la sociedad. El universo
jurídico-social vigente en la Edad Media se caracterizaba por la primacía del Derecho
consuetudinario sobre el Derecho promulgado legislativamente, lo cual suponía que los jueces
aplicaban una normativa consuetudinaria antes que una norma recientemente edictada. Por otro
lado, el signo del poder político no se encontraba en la capacidad de legislar sino en la capacidad
judicial y ejecutiva.
384
Ibíd., 51.
385
PÉREZ TRIVIÑO, José Luis, op. cit., pp. 134 y 135.
386
RUIZ SOROA, José Ma., El esencialismo democrático, Editorial Trotta S.A., Fundación Alfonso Martín
Escudero, Madrid, 2010, p. 144.
387
PÉREZ TRIVIÑO, José Luis, op. cit., p. 73.
212
Una nueva concepción del orden jurídico consistente en la primacía de la ley sobre
cualquier otra forma de creación del derecho, especialmente, el Derecho consuetudinario.
Frente a la dispersión de las fuentes normativas existentes hasta la Edad Media se inicia un
proceso de progresiva monopolización de la creación de normas jurídicas por parte de quien
tiene la supremacía política.
“(…) que el poder político encarnado por un individuo que no está limitado por el
Derecho viejo tiene la capacidad de modificar la realidad social mediante la
creación de nuevas normas jurídicas. El poder político recaba para sí la plenitud
del poder de creación normativa y se proclama fuente originaria de toda autoridad
jurídica. Es entonces cuando se habla de soberano para hacer referencia al
individuo que ocupa el lugar más alto de la jerarquía de fuentes normativa”388.
De esta forma, la noción de soberano tuvo un papel fundamental en la referida transformación del
viejo orden medieval en el nuevo orden jurídico-político de la Edad Moderna. Ahora bien, la
atribución del papel político-jurídico central al soberano requería algún tipo de justificación. Esta
fue de tipo teológico y filosófico.
Explica Pérez Triviño que la referencia a Dios en la teoría política sirvió para legitimar la existencia
de un soberano absoluto. La comparación entre sociedad y cosmos suponía que, si en este último
existía un ser omnipotente, en el orden terrenal debía existir otro ser de similares características. En
el caso de Dios, se trata de la personificación del cosmos u orden del mundo; en el caso del Estado
se personifica el orden jurídico a través del soberano. La personificación tiene como resultado
atribuir a determinados objetos propiedades de personas, dotándolas así de unidad. Esa unidad se
concreta, en lo que al mundo jurídico se refiere, en la persona cuya voluntad es el contenido de ese
orden, el soberano.
388
Ibíd., p. 73.
389
Ibíd., p. 75.
213
Por otra parte, y en lo referente a la justificación filosófica, Pérez Triviño indica que se ha afirmado
que la apelación al soberano como base necesaria del orden jurídico es paralela a la creencia en la
fundamentación metafísica de las verdades como base necesaria de la epistemología y del
conocimiento humano. En tal sentido, en el pensamiento filosófico de la época moderna fue
característica la búsqueda de una base absoluta e incuestionable del conocimiento, es decir, el
establecimiento de algunas verdades absolutas. Estas verdades constituirían las bases desde las
cuales construir un orden deductivo de enunciados generales. La búsqueda de la base de la que se
puede derivar la existencia del cosmos, por un lado, y del Derecho, por el otro, remite a un mismo
argumento lógico: el regreso al infinito. La solución a ese problema conduce a postular la necesidad
de un punto final en la descripción de la realidad en cuestión: Dios en el caso del mundo y el
soberano en el ámbito de un sistema de normas jurídicas.
De esta forma, en el caso del soberano, los argumentos lógicos a los que se ha apelado para
justificar su existencia han sido390:
Se constata, así, las similitudes entre los conceptos de Dios y soberano, por cuanto ambos agentes
tendrían un poder supremo, ilimitado y único sobre un determinado dominio de acciones.
390
Ibíd., p. 78
214
Indica el autor que dicho problema se va a vivir, en un primer momento, en la forma del siguiente
dilema: cómo se puede estabilizar la revolución. Sea, por un lado, el poder que pertenece al pueblo
es absoluto e ilimitado, luego éste puede en todo momento expresa su voluntad, cambiar las reglas,
modificar las estructuras estatales y sociales; no hay nada fuera del alcance de lo que el pueblo
quiera, pues la soberanía le pertenece. Es la democracia en su forma absoluta e irrestricta, la
revolución permanente y la excepción perpetua. Y, por el otro lado, el pueblo ha hecho la
revolución para proteger sus derechos individuales frente al poder y, para ello, ese poder debe estar
limitado y sometido a reglas; es decir, debe ejercerse conforme al Derecho. De esta forma, por un
lado se tiene la proclamación de un poder absoluto que su titular puede actualizar en cualquier
momento –democracia directa, poder revolucionario de la asamblea-, y de otro lado, la exigencia de
un poder limitado y sometido a normas –poder rutinizado y constitucionalizado-. Entonces, ¿cómo
compatibilizar ideas tan contradictorias? Es en este contexto que triunfa la solución conceptual
desarrollada por Sieyès y que implica:
“(…) distinguir entre dos clases de soberanía, o entre dos momentos del poder
soberano si se prefiere: el poder constituyente y el poder constituido. El primero, el
poder constituyente recoge la noción clásica y temible de la soberanía: La nation
existe avant tout, elle este l’origine de tout. Sa volonté est toujours légale, elle est la
Loi elle-même. Es el poder del pueblo en estado puro, el poder de fundar, el
«inicio –arjé- absoluto» (dirá Carl Schmitt), es pura facticidad. Pero éste es un
poder que se ejerce y aparece sólo en «los grandes días» de la vida de un país,
391
Ibíd., p. 29.
392
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, cit., pp. 34 y 35.
393
RUIZ SOROA, José Ma., op. cit., p. 144.
215
como dirá después Carré de Malberg (o «en los días críticos» de Georges
Burdeau). En los días normales, ese poder se adormece, se mantiene latente (es un
lieu vide), se autolimita al aceptar los moldes de una Constitución, al crear un
sistema jurídico a través del cual actúa cotidianamente dentro de un Estado de
derecho. En esos días aparece como poder constituido, es decir, como un poder
reglado, limitado, predecible. El constitucionalismo –dice Toni Negri- fue ideado e
implementado para encarcelar y quitarle el poder al poder constituyente.”394
Agrega José Ma. Ruiz Soroa que tal distinción entre dos clases de poderes –o de dos soberanías-
hizo fortuna, y es la que hoy todavía está hasta cierto punto implícita en la arquitectura
programática de las Constituciones actuales. La primera sería la soberanía originaria, la irresistible,
absoluta e ilimitada que ostenta el pueblo que se constituye. Es la competencia sobre las
competencias; es decir, un poder previo a cualquier delimitación de esferas de actuación política y
jurídica entre diversos poderes y autoridades, es la competencia de establecer competencias de los
demás. Esa soberanía es única –solo su titular último la posee-, no puede compartirse –sería una
contradicción de términos-, ni puede ser limitada –quien pudiera limitarla sería entonces el
soberano-. La segunda, en cambio, es la soberanía de ejercicio o poder constituido. Es el poder
repartido y desagradado en diversas competencias, regulado por el Derecho. Un poder sometido a
las competencias, reglas, cautelas y fines establecidos en la propia Constitución.
Ahora bien, dicho autor plantea algunas críticas a tal concepción. En primer lugar, sostiene que, en
términos politólogos, ese poder mítico del soberano responde a una concepción antigua y desfasada
de lo que en sí mismo es el poder como realidad política. Concibe el poder como una sustancia o
atributo que alguien –un sujeto- posee. Pero el concepto moderno del poder es puramente
disposicional, no sustancial, sea, “el poder es tan sólo la capacidad estructural de influir en la
conducta de otro, y existe en tanto en cuanto existe una relación entre actores sociales”395. Por lo
que el autor afirma que concebir el poder como un depósito que alguien posee, o como un lugar
donde alguien tiene sentada plaza de mando, es una concepción anticuada, y, sobre todo, es una
concepción inadecuada para comprender la realidad política de las organizaciones modernas y las
interacciones entre sus componentes.
También añade que, en el fondo, sucede con la soberanía algo parecido a lo que sucede con la idea
de Dios como causa última, sea:
“Contemplamos una tan gigantesca obra como la del Estado moderno y pensamos
casi sin quererlo que para explicar su existencia hay que suponer que existe
también un poder extraordinario fuera de él mismo, un poder que lo ha creado y un
sujeto –el pueblo- que posee ese poder fundador absoluto e ilimitado; es la
394
Ibíd., p. 145.
395
Ibíd., p. 147.
216
Sin embargo, el autor cuestiona tal visión y afirma –de contrario- que es mucho más certero:
En similar sentido se pronuncian diversos autores, quienes cuestionan la noción tradicional del
poder constituyente originario, la que califican de irreal o mítica. Así, por ejemplo, Ignacio
Colombo Murúa critica la imagen del poder constituyente originario como “entidad soberana,
ilimitada y todopoderosa que puede crear y recrear cualquier ordenamiento normativo que le
plazca”398, que supone, claramente, “un caso de secularización de una noción teológica, pues se ha
desplazado y reemplazado a la voluntad divina por la voluntad del constituyente humano –
transfundiendo todos los atributos divinos hacia la voluntad humana-”399. Señala que, por el
contrario, la realidad histórica demuestra que el proceso constituyente no está concentrado en una
sola entidad previa y todopoderosa, sino que supone la interacción de diversos factores que lo
condicionan y limitan. También cuestiona la noción de pueblo, como titular del poder constituyente,
entendido como un todo homogéneo que decide sin fraccionamientos. Sostiene que esta es una
noción ficticia y que el pueblo real está compuesto por diversos individuos y grupos que persiguen
intereses diversos, por lo que su decisión debe ser consenso. De esta forma, la decisión “no es
uniforme ni automática, sino que se debe ir articulando intersubjetivamente y sobre la base de
valores y normas morales aceptadas. Por ende, la facultad constituyente del pueblo –por necesidad
396
Ibíd., p. 148. En cuanto a este mismo tema, el citado autor señala que el concepto de «soberanía», “no es
sino la idea-huella dejada por Dios en el Estado moderno o renacentista; porque no hace sino ocupar el
vacío que ha dejado tras de sí la desaparición forzada de la divinidad en el nuevo artefacto político. Y lo que
se dice de la soberanía como concepto se puede aplicar perfectamente a las ideas de «pueblo», de «voluntad
general» o de «contrato social». La única diferencia que tiene con el concepto de la divinidad como
legitimación última del sistema político es que ésa era una legitimación extrínseca y trascedente al propio
sistema político, mientras que los conceptos políticos modernos son inmanentes al sistema mismo. Pero la
función que en él cumplen es la misma: la de servir de referentes últimos y absolutos para explicar y
legitimar el poder”. Ibíd., p. 17.
397
Ibíd., p. 148 y 149.
398
COLOMBO MURÚA, Ignacio, Límites a las reformas constitucionales, Editorial Astrea, Buenos Aires,
2011, p. 122.
399
Ibíd., pp. 122 y 123.
217
conceptual- no puede ser ilimitada”400. Se constatan, así, las críticas a la noción tradicional del
poder constituyente originario.
Por su parte, el concepto de poder constituyente derivado también resulta problemático. Así lo pone
en evidencia Ignacio Colombo Murúa, quien señala que en el caso del poder constituyente derivado
se dice que es poder constituyente porque crea normas constitucionales –de igual jerarquía que las
creadas por el originario-, pero su sujeción al mecanismo procedimental (y a los límites
sustanciales, en los casos de cláusulas intangibles), genera la siguiente paradoja:
Pero, en cambio:
Y es que pretender concebir el poder constituyente derivado como un poder constituido, aunque se
le conciba como un poder constituido especial o extraordinario, no deja de generar cierta
perplejidad –sino es que una auténtica aporía-, si se procura defender, de forma coherente, el
principio de supremacía constitucional, sea, la concepción de la Constitución como auténtica norma
configuradora y limitadora de los poderes constituidos. Se puede argumentar, al efecto, que el
hecho que un poder constituido pueda reformar la Constitución -es decir, disponer acerca del propio
contenido de la Constitución-, aunque se le conciba como un poder constituido especial o
extraordinario, pone en entredicho o produce una fisura al principio de supremacía constitucional.
400
Ibíd., p. 125.
401
Ibíd., pp. 140 y 141.
402
Ibíd., p. 141.
218
O la Constitución es suprema y no puede ser reformada por un poder constituido, o puede ser
reformada por un poder constituido y entonces no es suprema. Si es suprema, toda reforma a la
misma, por mínima o marginal que sea, debe ser forzosamente manifestación del poder
constituyente. Bien lo resume Carlos Sánchez Viamonte:
403
SÁNCHEZ VIAMONTE, Carlos, op. cit., pp. 574 a 577.
404
DE CABO MARTÍN, Carlos, La reforma constitucional en la perspectiva de las Fuentes del Derecho,
Editorial Trotta S.A., Madrid, 2003, pp. 31 y 32.
405
COLOMBO MURÚA, Ignacio, op. cit., p. 131.
219
De allí, que se haya afirmado que “hablar de Poder constituyente y Poder constituido es seguir
anclados en formas pasadas que no subsisten sino como mitos; la diferencia entre uno y otro no
puede seguir apoyándose en que uno es fundador y otro derivado, uno incondicionado y otro
sometido, pues lo cierto es que también el Poder constituyente es un Poder limitado y de tal manera
que el seguimiento y respeto a esos límites y circunstancias es también fundamento de su
legitimidad”407. Al punto que, incluso, se ha sostenido: “Poder constituyente y poder de reforma no
son en realidad dos poderes diferentes, sino el mismo poder en momentos distintos”408 En similar
sentido: “(…) en un orden democrático, si la creación originaria de una Constitución supone un
Poder Constituyente, la creación subsecuente de nuevas normas constitucionales observando un
procedimiento de revisión preexistente supone también un Poder Constituyente. El objeto es el
406
Ver al respecto DE OTTO, Ignacio, op. cit., pp. 53 y 54.
407
DE CABO MARTÍN, Carlos, op. cit., p. 37.
408
GONZÁLEZ ENCINAR, José Juan, “La constitución y su reforma”, en Revista Española de Derecho
Constitucional, año 6, núm. 17, mayo-agosto, 1986, p. 369.
220
De mi parte, estimo que lo dicho hasta ahora exige replantearse los conceptos de poder
constituyente originario y de poder constituyente derivado o poder de reforma en el marco de un
sistema democrático. Se puede señalar, en primer lugar, que la democracia, como forma de vida y
sistema político, se sustenta en dos valores esenciales, como son la igualdad y la libertad. Las
personas nacen iguales y por consiguiente libres, pues si “todos los hombres son iguales, ninguna
autoridad exterior a ellos puede imponerles obediencia, puesto que esta autoridad no existe”410. Por
ende, el poder no puede basarse más que en el acuerdo de los miembros de la sociedad y nadie
puede ejercer el poder más que con el consentimiento de los ciudadanos. Como corolario de lo
anterior, la ordenación vinculante de la vida en común, así como la instauración, organización y
justificación del poder estatal, deben ser expresión de la libertad y capacidad de autodeterminación
del pueblo.
Pero, además, si las personas son esencialmente libres, entonces toda persona puede estructurar su
propio ideal de vida digna de ser vivida. Y si son verdaderamente iguales entre sí, entonces todas
las personas están igualmente legitimadas para defender su propio ideal. Ante ello, las sociedades
democráticas no se presentan como bloques monolíticos, por el contrario, en su seno conviven
distintas cosmovisiones, pensamientos y proyectos personales de felicidad, todos igualmente aptos
de reivindicarse y que compiten libremente a fin de incidir en la orientación estatal y en la adopción
de las principales decisiones políticas. Por lo que la democracia implica la existencia de “una
especie de circuito abierto de poder en el que las distintas ideologías compiten y las fuerzas
sociales que las apoyan circulan de manera libre e igualitaria”411.
Lo que se agrava en las sociedades modernas, que se caracterizan por la progresiva autonomía
moral de sus miembros. En tal sentido, si algo define a las sociedades democráticas modernas es la
diversidad. La diversidad étnica, cultural, política, religiosa, de pensamiento, de formas de vida, etc.
Se afirma “que a comienzos del nuevo milenio, lo que caracteriza a las modernas sociedades es una
constante lucha por el reconocimiento de la triple legitimidad de la variedad, a saber: la
legitimidad de ser distinto, (co) existir en diversidad y multiplicar la variedad. Este es el resultado
de un largo proceso de rupturas del “orden natural de las cosas”, que han ido teniendo lugar en
los diversos discursos sociales.”412
409
DÍAZ RICCI, Sergio, op. cit., p. 87.
410
DUVERGER, Maurice, op. cit., p. 91.
411
HERNÁNDEZ VALLE, Rubén, Instituciones de Derecho Público Costarricense, EUNED, San José, C.R.,
1993, p 3.
412
RIVERO SÁNCHEZ, Juan Marcos, op. cit., p. 20.
221
“(…) Si los hombres son libres para elucubrar cualquier pensamiento y son iguales
entre sí, debe de entenderse que se van a producir en su seno distintos pareceres y
se van a suscitar diferentes intereses. Van a actuar, asimismo, de distinta manera.
El único límite que se puede fijar es precisamente el de la paz social. Estas
diferencias no pueden estimarse como perniciosas o inconvenientes. Es más, una
sociedad democrática se reconoce por la diversidad de planteamientos y su libre
discusión.”413
“(…) Una sociedad democrática tiene que ser una sociedad pluralista donde el
dogmatismo esté proscrito. El dogmatismo, la intolerancia se sustenta en la
presunción que uno de los intereses es superior al del resto, que quien promueve un
tipo de pensamiento tiene una superioridad sobre los demás que hace que se pueda
prescindir o sojuzgar a los disidentes. Eso es impropio de una democracia, donde
al ser todos iguales tienen el mismo derecho de ser oídos y de cotejar con el resto
de la comunidad, que es titular del poder, sus puntos de vista y sus propuestas.”414
Asimismo, ante la complejidad que envuelve toda cuestión vital para el conglomerado social, toda
conclusión a que se llegue es potencialmente provisional, en tanto que su corrección puede ser
puesta en duda y sometida a crítica, así como modificada ante reflexiones o experiencias
adicionales. Por ello, toda conclusión presenta un grado inevitable de contingencia, ya que siempre
puede ser objeto de revisión y modificación. Lo que se plasma en un proceso infinito de discusión y
decisión. Incluso, el disenso adquiere particular significación, al ser motor o resorte crítico que
obliga a la permanente auto-revisión del consenso.
413
BOREA ODRIA, Alberto, “Democracia”, en Diccionario Electoral, IIDH, San José, v. I, 2000, p. 352.
414
Ibíd.
415
Ver KRIELE, Martín, Introducción a la Teoría del Estado, Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1980, p. 43.
222
Todo ello implica que la ordenación vinculante de la vida en común debe ser producto de un
proceso dialéctico libre, abierto y constante, que permita que las decisiones que se hayan adoptado
en determinado sentido puedan ser cuestionadas, puedan ser nuevamente debatidas, y puedan ser
corregidas o confirmadas. Y así sucesivamente. Lo que supone, en el ámbito jurídico, que se
excluya racionalmente la posibilidad de legislar de una vez por todas y para todo el mundo. La
creación del derecho debe ser resultado de un proceso discursivo o deliberativo siempre abierto a
aquellos que han de ser sus destinatarios416.
Ante tal escenario, se puede señalar que tradicionalmente se ha entendido por poder constituyente la
capacidad de configurar –en determinado momento histórico y de forma efectiva- la estructura
básica de un Estado y de dotarlo de un ordenamiento jurídico-político fundamental y supremo por
medio de una Constitución. Y en el contexto de un régimen democrático, en que se ha consolidado
el principio de soberanía popular, se debe entender que tal capacidad debe radicar en el -o es
inherente al- pueblo, al que se le concibe necesariamente como su titular, y que supone su poder de
definir y redefinir las normas jurídicas fundamentales y supremas para la ordenación vinculante de
la vida en común. Y el fundamento de tal poder no puede “encontrarse más que en el individuo y en
la sociedad que él configura, y en el derecho de autodeterminación, que es un derecho reconocido
universalmente –incluso en el derecho positivo internacional-”417. Poder, que, por lo demás, no
puede desaparecer mientras no desaparezca el pueblo; por el contrario, mientras permanece el
pueblo subsiste el poder constituyente, aunque sea en forma latente. En cuyo caso, se puede
argumentar que el procedimiento de reforma constitucional lo que pretende es juridificar el ejercicio
futuro del poder constituyente y garantizar -ante la eventual necesidad de redefinir o modificar las
normas constitucionales- que su ejercicio sea auténtica y libre expresión de la capacidad de
autodeterminación y autonormación del pueblo. Por lo que estimo que, dentro de las coordenadas de
416
Como se ha afirmado: “El poder de definición del derecho debe recibir un tratamiento democrático. (...)
La solución de los problemas éticos, morales y jurídicos no puede recibir un tratamiento monológico, pues
entonces se corre el riesgo de que el criterio de uno, siempre parcial, limitado a la perspectiva del sujeto y
por tanto, representativo de un momento limitado desde la perspectiva temporal, espacial y subjetiva, se
imponga arbitrariamente a la colectividad, generando, de esta forma, relaciones de violencia ilegítima.(...) El
poder de definición jurídico, sólo es legítimo, esto es, no violento, en la medida en que la definición de lo que
debe crearse como derecho, así como las condiciones en que este derecho debe ser mantenido y ejecutado,
hayan podido ser discutidas ampliamente por todo aquel que tenga interés en ello. [...] el ejercicio del poder
de definición sólo es legítimo cuando se lleva a cabo de manera autorreflexiva. Es necesario que aquellos
que van a ser destinatarios de las normas jurídicas, puedan considerarse, a su vez, autores o legisladores de
las mismas. Solo así se logra dar plena realización al principio de la autolegislación. Sólo así se logra
desterrar del terreno jurídico la violencia. Cuando el poder de definición del derecho no recae sobre los
propios sujetos que serán afectados por la norma..., el derecho se torna en violencia, es decir, en no
derecho.” Esto en RIVERO SÁNCHEZ, Juan Marcos, op. cit., pp. 148 y 149.
417
COLOMBO MURÚA, Ignacio, op. cit., p. 127.
223
un régimen democrático, debe concebirse al poder constituyente derivado o poder de reforma como
auténtica expresión del poder constituyente, que simplemente se ha juridificado o traducido en
procedimiento jurídico, como garantía democrática418.
De este modo, si se entiende que el ejercicio del poder constituyente no es necesariamente contrario
a la existencia de un marco jurídico que lo condicione, así como que lo esencial en un régimen
democrático es garantizarle al pueblo su derecho de revisar las normas constitucionales cuando así
lo estime necesario, entonces se puede comprender que el poder constituyente derivado o poder de
reforma es expresión o manifestación del poder constituyente, cuyo titular es el pueblo, y que se
ejerce a través del procedimiento jurídico de reforma constitucional reglado en la propia
Constitución. Principalmente mediante la intervención de órganos de carácter representativo y cuyo
accionar se complementa con controles, tanto de naturaleza política como jurídica, que procuran
garantizar la posibilidad de revisar democráticamente las normas constitucionales419.
418
Así lo ha hecho ver Manuel Aragón, quien, en cuanto a este punto, ha indicado: “Ahora bien, la grandeza
histórica de la Constitución, como categoría, reside justamente en su pretensión de garantizar jurídicamente
ese hecho de la soberanía popular, ese poder del pueblo para autodeterminarse o, lo que es igual, en
pretender regular jurídicamente los cambios de consenso. Convertir, pues, ese hecho en Derecho supone
regularlo, normativizarlo, asegurar su modo de expresión con el objeto de que la voluntad popular no sea
suplantada. La normativización de la soberanía popular no significa tanto su limitación como su garantía y,
en ese sentido, la autolimitación del soberano, constitucionalizándose, no repugna a su propia condición de
soberano. Por ello, la Constitución supone la positivación, es decir, el aseguramiento, tanto del derecho a la
revolución del pueblo como del derecho de resistencia de los ciudadanos....” Así en ARAGÓN, Manuel, op.
cit., p. 33.
419
En este sentido: “(...) De lo que se trata es de que el proceso constituyente se configure de modo tal que en
él puedan expresarse democráticamente, como en el proceso legislativo, las diversas opiniones acerca de la
Constitución, de forma que ésta tenga la legitimidad que un proceso de esa índole proporciona. A ello mismo
responde la exigencia de que la Constitución esté abierta a la reforma democrática, que es la otra
consecuencia de la teoría del poder constituyente del pueblo. Esta teoría, sin embargo, expresa esas
exigencias incorrectamente, porque al invocar un poder previo al derecho desconoce que el propio proceso
de manifestación de una voluntad democrática sólo es posible conforme a reglas que aseguren la igualdad y
libertad de los partícipes y la veracidad del resultado: no hay democracia sin derecho. Por ello la propia
gestación de la Constitución es un proceso jurídicamente reglado, no un simple hecho; y por ello también la
reforma de la Constitución está regulada por la Constitución misma. La exigencia democrática se desplaza
así hacia el contenido de esa regulación para asegurar que ésta sea el cauce adecuado de expresión de la
voluntad democrática y no un obstáculo a la democracia.” En DE OTTO, Ignacio, op. cit., p. 56.
224
420
En este contexto, el procedimiento de reforma, como procedimiento democrático, descansa sobre tres ejes
esenciales: (i) es deliberativo, pues en él tienen lugar sucesivos estudios y discusiones respecto de la materia
sobre la que debe recaer la decisión final, a fin de que las diversas fuerzas que en él participan puedan hacer
valer su opinión, puedan opinar sobre los puntos en conflicto y pueda darse la composición de los intereses
contrapuestos; (ii) procura garantizar la participación de las minorías en él, de manera que todas las
posiciones políticas puedan expresarse libremente en su seno; que se pueda escuchar el parecer de todos los
grupos eventualmente afectados por la decisión que pueda adoptarse y que se refleje efectivamente la
pluralidad de intereses que existen en la sociedad y; (iii) prima la publicidad, pues al intervenir un órgano
representativo, requiere que la discusión que en él se dé se proyecte hacia la comunidad, de manera que ésta
pueda conocer del objeto de la discusión y pueda manifestarse al respecto. La publicidad permite al pueblo
dar seguimiento al proceso y asegurarse la debida representación de sus valores e intereses fundamentales.
421
Tanto la iniciativa popular, como el referéndum, son instituciones de democracia directa o semidirecta, que
dentro del contexto de una democracia representativa la complementan, garantizando la participación directa
del pueblo en el proceso político. En el caso del referéndum, éste se concreta normalmente en una
manifestación del cuerpo electoral respecto a un acto normativo, como sería una reforma constitucional o una
ley. Existen diversas modalidades, como “referéndum constitucional o legislativo (eventualmente
administrativo, a nivel municipal); referéndum preventivo o sucesivo (ante legem o post legem); referéndum
constitutivo o abrogatorio (según establezca la norma o la derogue); referéndum obligatorio o facultativo,
etc.” En MODERNE, Franck, “Las Instituciones de Democracia Semidirecta en la Europa Contemporánea”,
en Revista Costarricense de Derecho Constitucional, t. III, marzo, 2002, pp. 117 y 118.
225
Finalmente, con lo dicho hasta ahora no se pretende negar la distinción conceptual entre poder
constituyente originario y poder constituyente derivado o poder de reforma, ni negar la
trascendencia jurídica y política de tal distinción; sin embargo, sí resulta oportuno desmitificar, o
bien, ajustar a su debida dimensión, dicha diferenciación jurídica/política, dentro del contexto de un
sistema democrático y de las actuales relaciones internacionales de los distintos Estados. Y, en tal
sentido, se pueden sostener una serie de conclusiones preliminares, a saber: (i) que la debida
comprensión y conceptualización del fenómeno constituyente no puede construirse, sin más, en
términos de una distinción ontológica absoluta o rigurosa entre poder constituyente originario y
poder constituyente derivado o poder de reforma; (ii) en tanto que, en el marco de un sistema
democrático, tanto uno como otro, comparten un mismo titular y fundamento; (iii), además, ambos
comparten un mismo conjunto de límites extrajurídicos y jurídicos; y (iv) en tal entorno referencial,
se puede afirmar que el poder constituyente derivado o poder de reforma es una manifestación o
expresión del poder constituyente (sea, de la capacidad de autodeterminación y autonormación del
pueblo, que comprende su capacidad inmanente de configurar, desconfigurar y reconfigurar las
normas jurídicas fundamentales y supremas para la ordenación vinculante de la vida en común), que
se ejerce a través del procedimiento jurídico de reforma constitucional reglado en la propia
constitución, y que procura garantizar normativamente la posibilidad de revisar democráticamente
las normas constitucionales.
Ahora bien, lo anterior exige ahondar un poco más en la relación entre democracia,
constitucionalismo y reforma constitucional, para así poder abordar el tema de los límites jurídicos
autónomos procesales y sustanciales a la reforma constitucional. Ello constituye el objetivo de las
siguientes páginas.
Según explica José Ma. Ruiz Soroa –remitiendo, a su vez, a Giovanni Sartori- las democracias
contemporáneas “son un ovillo enredado de ideas, prácticas y nociones de muy diversa progenie
conceptual e histórica, que aparentan poseer cierta unidad y coherencia hasta el momento en que
se empieza a tirar de uno de los hilos y a desenredar la madeja”. Es en ese momento que se hace
evidente “el carácter acusadamente tentativo y escasamente coherente de ese conjunto (borroso) de
instituciones y aspiraciones políticas”. En concreto, aparecen “dos capas tectónicas distintas pero
superpuestas, procedentes de tradiciones ideológicas muy diversas: la capa de instituciones y
mecanismos pensados para la demoprotección, cuyo origen está en la tradición liberal más clásica;
y el estrato de la demoparticipación, de origen incluso más antiguo y que conecta con nuestras
prácticas democráticas con las de la Antigüedad griega. Unas responden a la función de proteger a
las personas del poder, las otras a hacer que las personas ejerciten ellas mismas el poder político.
Unas son desconfiadas, tanto que parecen expresarse sobre todo en prohibiciones y límites; las
226
otras son optimistas, porque incorporan una de las más bellas ideas creadas por la libertad
positiva, la de autogobierno”422.
José Ma. Ruiz Soroa423 también introduce uno de los temas predilectos de la reflexión moderna,
tanto en el campo de la filosofía política pura como en el espacio de la doctrina jurídico
constitucional aplicada, referente a la relación mutuamente excluyente o, por lo menos dilemática,
entre la idea de Constitución y la de autogobierno popular. Explica el autor que, por un lado, se
tiene un régimen que se gobierna por el principio de soberanía popular, en virtud del cual las
decisiones públicas, todas, se adoptan por mayoría de votos; y sin embargo, en las actuales
democracias constitucionales tenemos, por otro lado, un texto constitucional más o menos rígido
que impide efectivamente a esa mayoría decidir sobre una amplia gama de cuestiones. Por lo
menos, sobre un núcleo o coto vedado de verdades sustanciales apriorísticas sobre las cuales no es
posible decidir, porque ya se decidió en su origen. Se presenta, así, una contradicción difícil de
resolver que, para mayor confusión, se desdobla en una serie de planos distintos. En primer lugar, el
plano de los principios, en que la tensión irreductible entre la soberanía popular y el coto reservado
es bastante patente. En segundo lugar, está el plano de la perspectiva histórica o temporal, pues el
hecho que las constituciones sean textos heredados del pasado que resulta ahora difícilmente
modificables (rigidez constitucional) llevan a planear la idea de que el pasado (un pueblo ya
muerto) gobierna al presente (el pueblo vivo soberano). Y, en tercer lugar, está el plano de la
institucionalización concreta del control de la reserva constitucional, en la que de una u otra forma
salen a escena unos órganos, normalmente judiciales, que interpretan y deciden lo que la
Constitución dice y permite y lo que no y, al hacerlo, ponen la voluntad de unos pocos (la de una
«oligarquía o aristocracia judicial») por encima de muchos.
Situación dilemática que se agrava en las sociedades modernas que se caracterizan por su
pluralismo. Como lo explica Sebastián Linares424, el pluralismo refiere a la circunstancia de que las
sociedades actuales están habitadas por personas que conceden fidelidad a distintos planes de vida,
personas que discrepan respecto de qué planes de vida son mejores que otros, personas que, pese a
reconocerse como interdependientes y necesitar de los demás, discuten sobre cómo acomodar mejor
sus intereses comunes, y personas que discuten acerca de cuáles decisiones colectivas son más
justas o sobre cómo establecer qué decisiones son más justas. Además, son sociedades habitadas por
personas que aunque acuerden una decisión política –que se plasma en un texto jurídico-, discuten
también acerca de cómo interpretar el derecho.
En cuyo caso, el propósito de esta sección de la tesis es encadenar la posición de diversas autores
sobre este tema, a fin de exponer distintas perspectivas y argumentos alrededor de las posibles
relaciones entre constitucionalismo, democracia y reforma constitucional.
422
RUIZ SOROA, José Ma., op. cit., p. 10.
423
Ibíd., pp. 13 y 15.
424
LINARES, Sebastián, La (i)legitimidad democrática del control judicial de las leyes, Marcial Pons,
Ediciones Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 2008, p. 29 y 30.
227
Ernesto Garzón Valdés considera que no existe mayor inconveniente en aceptar que toda forma de
gobierno tiene un carácter instrumental. Así, por ejemplo, conforme a una «concepción mínima de
la función de un gobierno y su justificación», se podría sostener que este tiene por propósito:
Señala, el citado autor, que este tipo de concepción fue sostenida clásicamente por Thomas Hobbes:
de lo que se trataba era de evitar la confrontación entre lobos en discordia. Por lo que el valor del
gobierno o de un sistema político consistía precisamente en el aseguramiento de la seguridad
individual. Sin embargo, versiones posteriores impusieron mayores exigencias a los sistemas
políticos, que, finalmente, culminaron con la concepción de un Estado Social de Derecho que
garantizara la vigencia no sólo de deberes negativos sino también positivos. Pero, en todo caso,
tanto en la versión minimalista como en las maximalistas, las formas de gobierno son evaluadas
desde el punto de vista de su aptitud para asegurar la obtención de ciertos fines y la vigencia de
ciertos valores. Con lo que se constata el carácter instrumental de los sistemas políticos.
Por lo que respecta a la democracia, el autor indica que podría decirse que ella es causalmente
eficaz para expresar las preferencias de los ciudadanos, al menos por lo que respecta a los
programas de acción política que presentan los diversos candidatos y a las decisiones colectivas.
Pero no sólo ello, sino que la expresión de las preferencias de los votantes contiene un elemento
normativo con respecto al resultado de la votación: deben aceptarse e imponerse las preferencias de
la mayoría. Ello vale para toda elección y decisión democráticas, tanto para las de los ciudadanos
como para la de los representantes parlamentarios y los tribunales colegiados.
Ante ello, el citado autor señala que procede cuestionarse si el juicio de eficacia causal de la
democracia así entendida es verdadero y si su pretensión normativa es correcta. En cuyo caso, el
autor señala que suelen invocarse dos razones a favor de una respuesta afirmativa a ambas
cuestiones, a saber: una razón utilitarista y una razón epistémica.
425
La posición de este autor se tomará de: GARZÓN VALDÉS, Ernesto, “Representación y Democracia”, en
Doxa: Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 6, 1989, pp. 143 a 164. GARZÓN VALDÉS, Ernesto, “El
consenso democrático: fundamentos y límites del papel de las minorías”, en Cuadernos Electrónicos de
Filosofía del Derecho, núm. 0, 1997, [http://www.uv.es/CEFD/0/Garzon/.html], 01 de diciembre de 2014.
GARZÓN VALDÉS, Ernesto, Propuestas, Editorial Trotta S.A., Madrid, 2011, pp. 267 a 286.
426
GARZÓN VALDÉS, Ernesto, “El consenso democrático: fundamentos y límites del papel de las
minorías”, cit.
228
Una razón epistémica: es más difícil que la mayoría se equivoque. Si se acepta la existencia
de verdades políticas, se dice, entonces habría que admitir que es más difícil que muchos se
equivoquen acerca de lo que es políticamente correcto. Según su argumentación original,
formulada en el siglo XVIII, por el marqués de Condorcet, la búsqueda de la verdad
política es la razón para la acción del Homo suffragans. De lo que se trataría es de la
búsqueda colectiva de la verdad, es decir, de lo probablemente verdadero. La pluralidad de
personas que emiten su voto permitiría inferir que la probabilidad de error es menor que la
probabilidad de verdad. A diferencia de lo que sucede en la argumentación utilitarista, el
Homo suffragans no expresa un deseo o un interés sino un juicio de verdad. Las leyes
votadas por la mayoría serían la formulación más cabal de una renovación del pacto social
originario y la referencia más realista a la voluntad unánime de los ciudadanos en ese pacto.
Dicha argumentación fue recogida, más recientemente, por Carlos S. Nino, quien adopta
como punto de partida lo que él llama "Teorema de Condorcet" y, para ello, la democracia
sería un "sucedáneo institucionalizado" de la discusión moral.
Sin embargo, para Garzón Valdés, ni el argumento utilitarista ni el argumento epistémico son
sostenibles.
Por lo que respecta al argumento utilitarista y su afirmación de que la votación permite conocer las
preferencias de los votantes, alega que es de sobra conocido -desde la llamada «paradoja de Borda»-
que ello suele no ser posible cuando se trata de elegir entre más de dos candidatos o programas de
preferencias. Puede suceder entonces que obtenga la mayoría justamente la preferencia que no
figura en el primer lugar de ninguno de los candidatos o programas. Podría, además, ponerse en
duda la conveniencia de tomar incondicionadamente en cuenta los deseos de las personas: no
siempre es verdad que cada cual es el mejor juez de sus intereses, como creía John Stuart Mill. Y
tampoco puede aceptarse sin más que toda forma de paternalismo tenga que conducir al
perfeccionismo o la dictadura como sostiene Robert Nozick. Además, no es verdad que siempre la
satisfacción de las preferencias de la mayoría sea equivalente a un mayor cuantum de felicidad
social, pues todo depende de la intensidad de las mismas.
229
Por lo que respecta al valor epistémico de la regla de la mayoría, Garzón Valdés resalta que hay que
tener en cuenta que, tanto en Condorcet como en Nino, la obtención de este valor está supeditado a
la existencia de condiciones fuertes. Debe distinguirse, por ende, entre la votación como dato
empírico –es decir, el fenómeno psicosocial de la votación- y como dato normativo –es decir, la
concepción ideal del sufragio como un modo de determinar la verdad-. Por ello, para que el modelo
funcionara, Condorcet señalaba que las decisiones de los votantes debían ser “siempre tomadas
bajo ciertas condiciones (o restricciones). El número de votantes, la mayoría exigida, la forma de
la deliberación, la educación y la ilustración de los votantes, son condiciones necesarias para
definir la situación de decisión. La verdad de la decisión no depende solamente de los votantes sino
de las condiciones en las cuales el voto se efectúa, de la forma de la asamblea (...) como así
también de su funcionamiento para llegar a una decisión."427
Algo similar ocurre con Nino, quien enumera las condiciones que deben cumplirse para la discusión
democrática sea realmente un sucedáneo institucionalizado de la discusión moral. Tales condiciones
incluyen428: (i) todo participante debe justificar sus propuestas frente a los demás; (ii) las posiciones
que se adopten deben ser «reales y genuinas»; (iii) la discusión tiene que ser «auténtica»; (iv) las
proposiciones tienen que ser aceptables «desde un punto de vista imparcial»; (v) no puede tratarse
de una «mera expresión de deseos o la descripción de intereses»; (vi) no ha de limitarse a la «mera
descripción de hechos, como una tradición o una costumbre»; (vii) ha de cumplirse con el requisito
de universalidad; y (viii) las personas no deben limitarse a la expresión de «razones prudenciales o
estéticas» sino que tienen que intentar ser morales.
Sostiene Garzón Valdés que uno se encuentra que tales requisitos difícilmente se cumplen en la
discusión parlamentaria real o en las votaciones ciudadanas. Además, si se aceptan las restricciones
de Condorcet o de Nino, se abandona el ámbito de la eficacia causal de un mero procedimiento para
la adición de votos y entramos en el de las restricciones al simple acto de depositar un voto. Por lo
que el Homo suffragans es ahora un Homo restrictus.
El tema es qué tipo de restricciones debe imponerse al Homo suffragans. Para tales efectos, el
citado autor propone la imposición de restricciones institucionales externas inmunes a las actitudes
o motivaciones subjetivas del Homo suffragans. En es en tal contexto que se inserta el concepto de
«coto vedado».
Ahora bien, de previo abordar el contenido de tal «coto vetado», debe hacerse referencia a la
existencia de otras posibles restricciones. En cuanto a este tema, el citado autor parte de la premisa
básica de que toda “teoría política de la regulación normativa del comportamiento humano
presupone una antropología básica por lo que respecta a las características morales de los
individuos”429. En tal sentido, dicho autor sostiene que los resultados que podemos obtener de un
427
En CONDORCET, Mathématique et societé, citado por GARZÓN VALDÉS, Ernesto, “El consenso
democrático: fundamentos y límites del papel de las minorías”, cit.
428
En NINO, Carlos S., La construcción de la democracia deliberativa, citado por GARZÓN VALDÉS,
Ernesto, “El consenso democrático: fundamentos y límites del papel de las minorías”, cit.
429
GARZÓN VALDÉS, Ernesto, Propuestas, cit., p. 267.
230
sistema político y la forma cómo ellos se obtienen dependen del carácter y las disposiciones que
adscribamos a los actores políticos. En cuyo caso, existen dos concepciones antropológicas opuestas
que han sido sostenidas a lo largo de la historia del pensamiento político:
Una concepción optimista: los seres humanos son considerados como básicamente buenos;
son capaces, bajo ciertas circunstancias, de crear, en condiciones de igualdad, una sociedad
justa y de superar el propio egoísmo. Dentro del grupo de los «optimistas» se podría
incluir a Jean-Jacques Rousseau y David Hume.
Una concepción pesimista: se considera que los individuos tienen una naturaleza malvada
o, de forma más moderada, una inclinación o tendencia siempre presente a dejar de lado los
imperativos morales que deberían guiar la conducta humana. Al grupo de los pesimistas
pertenecen Thomas Hobbes e Immanuel Kant.
Sostiene Garzón Valdés que tanto los pesimistas como los optimistas se ven confrontados con
rasgos accidentales o actitudes de comportamiento que tienen consecuencias negativas para la
democracia. El citado autor menciona y desarrolla los siguientes: ignorancia, cansancio y
expresividad.
Garzón Valdez también distingue entre «ignorancia pasiva» e «ignorancia activa». Sostiene que la
ignorancia pasiva es normalmente el resultado o bien de falta de interés en la información, o de falta
de medios de información o de la dificultad de disponer de ellos. El ignorante pasivo se encuentra
en una posición social débil y sufre las consecuencias de ser incompetente para solucionar
problemas relevantes que padece en su sociedad. Muy a menudo esta precaria situación es creada o
mantenida por el grupo dominante a fin de reforzar su poder. Cuando tal es el caso, el ignorante
pasivo es víctima de la explotación y la discriminación. Por su parte, la ignorancia activa utiliza un
conocimiento falso para la promoción de intereses individuales o colectivos. Tanto la ignorancia
231
pasiva como la activa provocan desigualdad en el muy básico nivel de la posibilidad de satisfacer
necesidades primarias. Sociedades con un alto grado de ignorancia pública son heterogéneas y en
este sentido no son adecuadas para el establecimiento y desarrollo de la democracia representativa.
Garzón Valdez también distingue entre el «ciudadano expresivo» y el «ciudadano cansado». Dicho
autor cita a Geoffrey Brennan y Loren Lomasky, a fin de comprender el comportamiento del
ciudadano expresivo, cuyas acciones “puramente expresivas resultan de un deseo de expresar
sentimientos y deseos simplemente por mor de la expresión y sin ninguna implicación necesaria de
que así llegue a producirse lo deseado”430. En cambio –y como contraste del votante expresivo,
siempre dispuesto a participar en los procesos electorales-, en el caso del «ciudadano cansado», su
interés en la promoción de las instituciones democráticas es prácticamente inexistente y la
abstención y no la expresión de los sentimientos y deseos políticos es el modelo de su actitud
electoral. Puede suceder que el ciudadano cansado sea un ciudadano perplejo que ignora o tiene
dificultades para evaluar el mensaje electoral de los partidos políticos incapaces de proponer
programas claramente distinguibles; en tal sentido, la ignorancia puede provocar perplejidad y
cansancio.
A lo que debe agregarse que el representante electo (el político) también es un ciudadano que
puede presentar algunas de las mencionadas características; es decir, no está libre de los
inconvenientes que implican la ignorancia, la expresividad o el cansancio. Ello puede generar, en
algunos casos, que el representante electo delegue la responsabilidad para la formulación de
documentos legislativos básicos, dando lugar a la llamada «externización de la fuente»
(outsourcing) de la legislación.
Ahora bien, a juicio de Garzón Valdés, las anteriores consideraciones constituyen un trasfondo útil
para la propuesta de medidas adecuadas para guiar la conducta política del ciudadano ignorante,
expresivo o cansado y evitar “el siempre amenazante peligro de la tiranía de la mayoría”431. Lo que
resulta relevante “para la preservación de la coherencia conceptual y de la calidad moral de la
democracia representativa”432. Por lo que el citado autor se propone analizar cuáles podrían ser los
controles que permitan la buena marcha de la democracia representativa.
Dicho autor parte de la tesis de que la democracia entendida como regla de la mayoría basada en el
principio «una persona un voto» no es autojustificable. Por ello, para su justificación, la democracia
necesita un apoyo externo, es decir, una especie de «muletas morales» que permitan actuar al
sistema sin caer en la tentación de imponer el «dominio de la mayoría» (Kelsen).
Estos apoyos restrictivos, que permiten implementar el principio de la mayoría de una manera
justificable, pueden ser de dos tipos: personales o institucionales. Además, denomina
«horizontalistas» a quienes confían exclusivamente en las características morales positivas de los
ciudadanos, mientras son «verticalistas» quienes confían en la ayuda de terceras personas o de
430
Ibíd., p. 271.
431
Ibíd., p. 274.
432
Ibíd.
232
instituciones. Agrega que los «horizontalistas» son más bien optimistas y tienden a formular
proposiciones que o bien son universales pero utópicas o realistas pero de alcance restringido. Por
su parte, los «verticalistas» son cautelosamente pesimistas, por lo que buscan poner límite a las
eventuales debilidades o desviaciones de la voluntad humana.
En el caso concreto de los «horizontalistas», señala Garzón Valdez que en la historia del
pensamiento político hay varias versiones de la idea de restricciones subjetivas autoimpuestas (que
él denomina «restricciones horizontales», porque quienes las establecen se encuentran en un mismo
nivel de igualdad). En este grupo se pueden incluir a Jean-Jacques Rousseau y a David Hume.
Sin embargo, Garzón Valdez indica que el problema con esta exigencia de renuncia voluntaria al
autointerés, en tanto punto de partida para una comunidad democrática, es que es empíricamente
insostenible. Por lo que las restricciones horizontales de Rousseau pretenden universalidad pero ella
es sólo alcanzable en el reino de la utopía. No es pues plausible confiar en aquellas.
Por su parte, David Hume propuso la concepción del ciudadano «simpático» e interesado en el bien
común. El artificio de la simpatía permitiría que las personas, sin renunciar a sus inclinaciones
egoístas, pudieran ir socializando su egoísmo, es decir, reducir sus preferencias autocentradas en
aras de una mayor tolerancia y benevolencia. La simpatía nos vuelve más morales, o, mejor dicho,
sin ella sería imposible entender la moralidad pública. Y, en la medida en que mantengamos una
identificación simpática con el interés público, menor será el conflicto entre nuestra autonomía y la
imposición de las reglas heterónomas de la justicia. Por ello es que estamos dispuestos a aceptar la
virtud artificial de la justicia aun cuando en algún caso particular su aplicación pueda significar un
sacrificio de nuestros intereses inmediatos. En una comunidad democrática de ciudadanos
«simpáticos» en el sentido humeano, los votos serían, por definición, la expresión de un autointerés
socializado y, por lo tanto, constituirían un paso hacia el descubrimiento de la «verdad política». En
este sentido, no hay problema en atribuir calidad moral a una comunidad que restringe los impulsos
de autointerés en aras del bien común. No cabe aquí el «dominio de la mayoría». Ahora bien, el
propio Hume reconocía que la simpatía es limitada, pues está condicionada por la cercanía o
contigüidad.
Hume estaba convencido de que su propuesta era más realista que la de Rousseau, porque pensaba
que la tendencia a adoptar una actitud simpática está firmemente enraizada en la naturaleza humana
233
y, por lo tanto, para superar el egoísmo era innecesario recurrir a suposiciones metafísicas tales
como la existencia de una volonté générale. Pero, dado el alcance limitado de la simpatía, aun si
uno admite básicamente la posibilidad de comunidades de ciudadanos simpáticos dispuestos a
aceptar los principios de la democracia, tales comunidades tendrían que ser relativamente pequeñas
y culturalmente homogéneas. Por lo tanto, cuando se trata de democracias populosas y
heterogéneas, la propuesta de Hume aunque no es utópica no funciona mejor que la de Rousseau.
De allí, que Garzón Valdés señala que deben analizarse las propuestas de restricciones
«verticalistas». Señala el autor que si no podemos confiar en la naturaleza «angélica o simpática»
de los miembros de la sociedad, porque siempre tenemos que contar con la existencia de gente con
un carácter más bien «diabólico o antipático», entonces ¿no sería mejor recurrir a restricciones
«verticales» (es decir, restricciones impuestas desde arriba hacia abajo) que se apliquen a cada cual
a fin de quedar liberados de la inseguridad de la naturaleza poco confiable del hombre?
El objetivo de estas restricciones «verticales» sería el mismo que el de las «horizontales», es decir,
impedir desviaciones de la voluntad de la gente que conducirían a la autodestrucción de la
democracia al imponer el dominio de la mayoría o a ignorar las exigencias conceptuales y morales
de la democracia representativa. Importa, en tal sentido, «cercar» la voluntad de la gente, para
poner un límite a la «obesidad mayoritaria».
También es necesario evitar los peligros que resultan de la ignorancia y la incompetencia de los
ciudadanos que podrían ser la fuente de falsas decisiones (en algunos casos estimuladas por la
acción de votantes expresivos o, por el contrario, por la indiferencia del ciudadano cansado). Señala
el autor que se pueden pensar, básicamente, en dos tipos de restricciones verticales: personales e
institucionales.
Como ejemplos de restricción vertical personal, se cita la actitud de pensadores democráticos que
en el siglo XIX, en países latinoamericanos, como Argentina y Chile, propusieron el «tutelaje del
ignorante». Asimismo, en Inglaterra, a mediados del siglo XIX, John Stuart Mill pensaba que la
democracia era algo peligrosa porque podría dar demasiado poder al ignorante, al analfabeto, y
promover la mediocridad.
En cuanto a las restricciones verticales institucionales, señala Garzón Valdés que desde Platón y
Aristóteles hasta Kant, pasando por Hobbes y Locke, la desconfianza en la naturaleza humana ha
sido la razón principal para justificar moralmente la existencia del Estado como artificio normativo
destinado a asegurar la supervivencia pacífica. Y lo que se requiere para lograr este fin son
restricciones verticales institucionales, una especie de «muletas lógicas y morales». Afirma que:
Agrega que estos principios y reglas constituyen la substancia del «coto vedado» a la deliberación
democrática y a la toma de decisiones. Son restricciones a la voluntad y a la tendencia egoísta de las
personas y son inmunes a la ignorancia y al expresivismo de los actores políticos. Están fuera del
alcance de la autoridad del demos o de sus representantes. Afirma que, en conclusión, tomando en
cuenta los rasgos psicológicos de los seres humanos, la única forma de evitar los peligros de la
ignorancia, la expresividad y la imprudencia vehemente es excluir de la competencia del legislativo
aquellas propuestas que contradicen el concepto de democracia o dañan su valor moral. En cuyo
caso, el control judicial de la legislación se justifica en resguardo de tales restricciones.
En cuanto al contenido del «coto vedado», el citado autor insiste que la exclusión de algunos temas
básicos de la negociación parlamentaria o del ámbito del mercado parece estar éticamente impuesta.
Con respecto a cuáles deben ser estos temas, y cuáles es el criterio de exclusión, dicho autor
propone lo siguiente434:
ii. La determinación de este campo de exclusión no puede quedar librada el consenso fáctico
ni de los representados ni de los representantes parlamentarios. El consenso fáctico
determina sólo el campo de la moral positiva de una determinada colectividad en un
determinado momento de su historia. Del hecho que los miembros de una colectividad
coincidan en la aceptación de determinadas pautas de comportamiento no se infiera ni más
que ellas están también permitidas desde el punto de vista de una moral esclarecida o ética.
La fundamentación racional de las normas morales requiere recurrir al artificio de
situaciones hipotéticas en las que se acepten criterios marco como son los de la
imparcialidad y la universalidad.
iii. Por lo que respecta a la vigencia efectiva de los derechos en el «coto vedado» de los bienes
básicos, es indiferente la voluntad o deseos de los integrantes de la comunidad. Aquí está
433
Ibíd., p. 282.
434
GARZÓN VALDÉS, Ernesto, “Representación y Democracia”, cit., pp. 156 a 158.
235
iv. Si se admite la tendencia a la expansión de la ética, es posible afirmar que el «coto vedado»
de los bienes básicos tiene también una tendencia a la expansión. Ella pueda estar
determinada por un doble tipo de factores: (a) factores de tipo cognitivo, es decir, la
intelección de que algunas conclusiones, hasta ahora no percibidas, pueden ser inferidas de
las premisas del sistema ético; y (b) factores materiales de disposición de recursos
económicos, técnicos o culturales que pueden requerir correr los límites del coto vedado.
Si esto es así, es necesario contar con algún criterio que permita determinar cuándo una sociedad es
homogénea a fin de que el compromiso sea equitativo y todos los grupos sociales se sepan
integrables a través de la actividad parlamentaria y la votación democrática. Al respecto, la
propuesta del autor es la siguiente:
236
Una sociedad es homogénea cuando todos sus miembros gozan de los derechos
incluidos en el coto vedado de los bienes básicos435.
Indica el autor que cuando este no es el caso, entonces el principio de la mayoría se transforma en
dominio de la mayoría (Kelsen) o constituye una forma ideológica de justificación del poder
normativo (Habermas).
Afirma que la exigencia del umbral de homogeneidad es obvia si se piensa que la representación
parlamentaria, impuesta por la división del trabajo, es la única forma viable de la democracia en las
sociedades actuales y que ésta es el mejor candidato a una justificación ética cuando no se reduce a
la aplicación de un procedimiento sino que incluye el ingrediente normativo del respeto a la libertad
y la igualdad.
Agrega que, desde el punto de vista jurídico positivo, la conclusión es que los derechos incluidos en
el coto vedado de los intereses universalizables o derechos humanos, no pueden ser objeto de
recortes productos de negociaciones parlamentarias. Ellos constituyen el núcleo no negociable de
una constitución democrático-liberal que propicie el Estado social de derecho. Para el coto vedado
vale la prohibición de reforma (como la establecida por el artículo 79, 3 de la Ley Fundamental
alemana) y el mandato de adopción de medidas tendientes a su plena vigencia.
Es este coto vedado el que transforma confiablemente al Homo suffragans en Homo suffragans
restríctus.
José Juan Moreso sostiene, como punto de partida, que la idea de que un sistema político justo debe
respetar los derechos básicos de las personas pertenece a los fundamentos de la mayoría de nuestras
concepciones filosóficas de justicia. En cuyo caso, señala el autor que si se acepta una teoría de la
justicia entre cuyos principios hay algunos que confieren derechos básicos, entonces se plantean los
siguientes cuestionamientos: (i) ¿Debemos diseñar la estructura política de la sociedad de manera
que, al menos, algunos de esos derechos básicos, queden atrincherados en un Bill of Rights que goce
de primacía sobre la actividad legislativa ordinaria? (ii) ¿Qué lugar, si alguno, han de tener los
órganos jurisdiccionales en la producción de los derechos básicos fijados en el Bill of Rights?
Agrega el autor que la respuesta de los teóricos liberales a estas dos cuestiones suele ser la
siguiente: respecto a (i) se afirma que las decisiones mayoritarias y, por lo tanto, la soberanía
parlamentaria deben estar limitadas por los derechos protegidos constitucionalmente (aunque
también pueden quedar fuera de la decisión democrática otros aspectos del diseño constitucional) y
respecto a (ii) se sostiene que algún tipo de control jurisdiccional de la constitucionalidad ha de
435
Ibíd., p. 160.
436
La posición de este autor se tomará de: MORESO, José Juan, La Constitución: modelo para armar,
Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 2009, pp. 111 a 136.
237
establecerse, sea un control difuso en manos de todos los jueces (como en la práctica constitucional
norteamericana) sea un control concentrado confiado a un solo órgano (como en los sistemas de
inspiración kelseniana).
Ahora bien, el citado autor señala que tales respuestas han sido puestas en cuestión en los últimos
años y, por lo que hace a (ii), ha ocupado una gran parte de la discusión norteamericana sobre el
mecanismo del judicial review y la denominada objeción contramayoritaria. Además, destaca la
posición de Jeremy Waldron –que se analizará más adelante-, quien ha elaborado una crítica al
diseño institucional de la protección constitucional de los derechos, desde una concepción liberal y
democrática de la justicia, que acepta principios que confieren derechos.
“(…) si acepta una teoría de la justicia que contiene principios que establezcan
derechos básicos, entonces hay poderosas razones para que al menos algunos de
estos derechos se conviertan en el diseño institucional justo en derechos
constitucionales con cierta primacía sobre las decisiones legislativas ordinarias y,
también, que hay poderosas razones para confiar en los órganos jurisdiccionales
algunos aspectos de la protección de estos derechos constitucionales.”437
El citado autor aclara, en primer lugar, que, a menudo, los defensores de los derechos humanos han
concebido que dichos derechos tenían algún tipo de existencia objetiva. Por lo que parecería que las
teorías de los derechos humanos asumen un fuerte compromiso con el realismo moral. Sin embargo,
el citado autor indica que para la tesis que él pretende vindicar no es necesario asumir un
compromiso ontológico tan fuerte y, en tal sentido, puede argüirse que los principios que establecen
derechos son sólo propuestos o adoptados por determinadas teorías de la moral que tratan de
reconstruir nuestras intuiciones y prácticas morales.
El autor también aclara que su argumento tampoco necesita la adscripción a una teoría normativa
concreta que establezca derechos; de hecho, es compatible con todas las éticas normativas que
contengan reglas que establezcan derechos.
Por otra parte, el autor recuerda que John Rawls ha distinguido tres tipos de justicia procesal: la
justicia procesal pura, la justicia procesal perfecta y la justicia procesal imperfecta. En el caso de la
justicia procesal pura, consideramos justo un resultado por haber seguido un determinado
procedimiento. No disponemos de criterio alguno independiente para juzgar la justicia del resultado.
En un juego de naipes, por ejemplo, el resultado es justo si se han seguido las reglas que señalan el
procedimiento del juego y no se dispone de algún criterio independiente de las propias reglas
procesales para evaluar la justicia del resultado.
Se cita, como ejemplo, la división de una tarta. Si aceptamos que el resultado justo es que cada uno
tenga una porción igual, entonces el procedimiento que asegura dicho resultado es simple –
suponiendo que los destinatarios de la tarta son seres racionales-: se estipula que aquel que corta la
tarta se quede con la última porción.
Ante tal panorama, el autor señala que, desagraciadamente, los casos de justicia procesal perfecta
son raros en cuestiones de gran interés práctico y, a menudo, debemos conformarnos con la justicia
procesal imperfecta. Tal es el caso de la democracia, entendida como procedimiento de decisión
mediante la regla de la mayoría. El autor señala que la democracia es un sistema con muchas
ventajas sobre cualquiera de las alternativas disponibles. En tal sentido, la democracia, directa o
indirecta, reconoce en alto grado la voz de todos a la hora de tomar decisiones públicas. No
obstante, la regla de mayoría no puede ser entendida como un caso de justicia procesal pura para
aquellas concepciones de la justicia que reconocen principios de atribuyen derechos. Es siempre
posible que una decisión tomada por mayoría viole alguno de los derechos de las personas que la
teoría de la justicia reconoce. De hecho, para teorías de las justicia que reconocen derechos, los
procedimientos políticos son siempre supuestos de justicia procesal imperfecta, pues, por un lado,
tenemos un criterio independiente para evaluar la corrección de los resultados (los principios de
justicia establecidos en la teoría), y, por otra parte, ningún procedimiento político garantiza el logro
de un resultado justo.
Frente a ello, el autor sostiene que el problema que debe resolverse es cómo diseñar procedimientos
políticos que aseguren en la mayor medida posible resultados de acuerdo a principios de justicia. El
citado autor supone, para tales efectos, la exclusión de determinadas formas de democracia directa
en estado puro por las razones por todos conocidas, por lo que entonces quedan, al menos, dos
opciones o posibilidades: (i) o bien pensamos que algún tipo de democracia representativa con (al
menos) una cámara elegida por los ciudadanos y tomando todas las decisiones sobre cualquier
cuestión mediante la regla de mayoría, es la que alcanzará con mayor probabilidad resultados justos
(modelo monista), y (ii) o bien establecemos algunas restricciones a las decisiones que han de ser
alcanzadas mediante la regla de mayoría, dejando fuera del alcance de dicha regla algunas
cuestiones (democracia dualista).
Explica que una de las formas más atractivas de defender el modelo monista de democracia es a
través del valor epistémico de la democracia. En cuanto a este punto, el autor también cita a Carlos
S. Nino, quien sostiene que:
239
El citado autor aclara que el mismo Nino añade que de esta misma justificación de la democracia
surge una limitación a los órganos mayoritarios, en concreto: la mayoría no tiene legitimidad para
decidir sobre la restricción de las condiciones y los presupuestos que hacen del procedimiento
democrático un mecanismo apto para encontrar soluciones correctas.
El autor señala que tal argumento es criticado por Waldron, pues, según alega, la verdad acerca de
la participación y del proceso es tan compleja y discutida como cualquier otra cuestión en política.
Crítica que es compartida por José Juan Moreso, pues si no se justifica situar en el coto vedado de
los derechos constitucionales los «derechos substantivos», porque al ser controvertidos
atrincherarlos ignoraría la importancia central de la deliberación democrática, el mismo argumento
valdría para los derechos procesales de participación política.
Por lo que el autor señala que procede analizar el modelo de democracia dualista, entendida como
“coto vedado plus regla de la mayoría”439. Para tales efectos, el autor remite nuevamente a Rawls,
quien sostiene que:
438
Ibíd., p. 125.
439
Ibíd., p. 126.
440
Ibíd., p. 127.
240
límite, entre otros, del coto vedado que protege los derechos constitucionales.
Habitualmente este poder constituyente confía en un poder constituyente derivado la
reforma de la Constitución (aunque también es posible, como hace la Ley Fundamental en
Alemania, atrincherar algunos derechos de una vez para siempre). En este sentido, la
democracia no es una forma de gobierno sino más bien una forma de soberanía.
Ahora bien, el autor señala que Rawls no trata de argüir a favor de que la democracia constitucional
sea superior al modelo de democracia monista para una concepción política razonable de la justicia.
Sugiera que tal cuestión depende de las condiciones históricas, de la cultura política y de las
instituciones políticas concretas de un país particular.
Ante ello, para José Juan Moreso sí existen razones para preferir el modelo de democracia
constitucional al modelo de democracia monista. En tal sentido, para el autor existe una
explicación de la primacía de la Constitución sobre el resto de la legislación que justifique trazar un
coto vedado para proteger los derechos constitucionales de la actividad legislativa ordinaria.
Agrega que mecanismos de precompromiso son usados por los seres humanos en múltiples
situaciones de debilidad de la voluntad. Por ejemplo, en estrategias para dejar de fumar (pasar una
temporada en un lugar donde no haya cigarrillos al alcance de uno) o para adelgazar (no tener en
casa, o en el lugar donde se pase la mayor parte del tiempo, los alimentos que uno más desea). De
esta forma, atarse a sí mismo en tales situaciones consiste en excluir determinadas decisiones del
futuro, para preservar una decisión del pasado que se valora positivamente.
En cuyo caso, se puede sugerir que también para las decisiones colectivas vale el precompromiso,
sea, excluir la posibilidad de tomar determinadas decisiones en el futuro para preservar contenidos
especialmente valiosos. Así puede comprenderse la distinción entre poder constituyente y poder
constituido. Señala el autor que la idea de precompromiso se halla adecuadamente expresada en el
ideal de la democracia constitucional, por cuanto determinadas materias (los derechos
fundamentales, la estructura territorial del Estado, la división de poderes, etc.) quedan fuera de la
agenda política cotidiana y, por tanto, del debate público y del debate legislativo –de la regla de la
mayoría, que solo vale para la agenda política del resto de cuestiones-.
Añade el autor que, en definitiva, el mecanismo del precompromiso hace parte del «contexto» que
permite explica el concepto de primacía constitucional. Ello de la siguiente forma:
“Si las decisiones colectivas son susceptibles de ser afectadas por la debilidad de
las voluntades concurrentes, entonces es razonable pensar en introducir
mecanismos procesales para la toma de decisiones que introduzcan la
racionalidad indirectamente. Por otra parte, si nuestra teoría de la justicia
establece derechos individuales, entonces es preciso diseñar mecanismos
susceptibles de afianzar el respeto de dichos derechos. Por lo tanto, el coto vedado
de los derechos constitucionales está justificado como un mecanismo de
precompromiso para nuestras decisiones colectivas.”443
Agrega el autor que podría argumentaría que la cultura de los derechos puede estar vigente en una
sociedad y moldear sus decisiones colectivas sin necesidad de atrincherar los derechos en un Bill of
Rights, pero:
441
Ibíd., p. 128.
442
Ibíd.
443
Ibíd., p. 129.
242
En cuanto el tema del control jurisdiccional de constitucionalidad, el autor sostiene que las razones
para disponer de tal institución son separables de las razones que justifican garantizar un coto
vedado para los derechos básicos. Como ya indicó, el coto vedado de los derechos aumenta la
probabilidad de que nuestras decisiones democráticas sean justas. Ahora bien, si el control
jurisdiccional de constitucionalidad es un instrumento adecuado para asegurar el coto vedado de los
derechos depende de consideraciones contingentes y estratégicas. Alega, al efecto, que en algunas
sociedades, o en algunos momentos, el mecanismo del control de constitucionalidad puede ser
adecuado para aumentar la probabilidad de que las decisiones colectivas sean justas, pero, en otras
sociedades, o en otros momentos, pueden favorecer a minorías elitistas deseosas de mantener el
statu quo. Por lo tanto, la conveniencia de los mecanismos de control judicial de la
constitucionalidad depende de circunstancias históricas y contingentes.
Según afirma dicho autor, los defensores contemporáneos de la «democracia deliberativa» ponen el
acento en la conversación y el consenso como valores centrales. Sostienen que, idealmente, la
deliberación tiene por objetivo alcanzar un consenso, sea, encontrar razones que resulten
persuasivas para todos los que se han comprometido a actuar sobre la base de los resultados de una
evaluación libre y razonada de las alternativas por parte de iguales. Sin embargo, sostiene dicho
autor, que aceptar al consenso como la lógica interna de la deliberación no es lo mismo que
estipularlo como el resultado político correcto. Alega, en tal sentido, que los teóricos deliberativos
se equivocan al suponer que el disenso o los desacuerdos son signos de la incompletitud o del
carácter políticamente insatisfactorio de la deliberación.
444
Ibíd.
445
La posición de este autor se tomará de: WALDRON, Jeremy. Derecho y desacuerdos, Marcial Pons,
Ediciones Jurídicas y Sociales S.A., Madrid, 2005, pp. 117 a 142 y 251 a 372.
243
Señala que al teórico de la democracia deliberativa le resulta tentador poner en tela de juicio y
marginar de su concepción de la deliberación, las votaciones y los procesos de toma de decisiones
(como la decisión mayoritaria) implicados por dichas votaciones. Incluso, tales teóricos tienden
siempre a sospechar que la división entre facciones mayoritarias y minoritarias es un síntoma de
que algunas personas, o todas ellas, están votando sobre la base estricta de su autointerés, y no de
las cuestiones que conciernen al bien común, con el espíritu que presuponen los modelos
deliberativos. Waldron cuestiona tal enfoque. Alega que una buena teoría puede partir de
presupuestos ideales sobre las motivaciones de la gente, pero si lo hace debe ser consciente de que
en el mundo real, incluso después de la deliberación, la gente seguirá discrepando de buena fe sobre
el bien común y sobres cuestiones políticas concretas, de principios, de justicia y corrección.
Cuestiones sobre las que se espera que delibere un Parlamento. Señala que, en consecuencia, la
filosofía del Derecho debe situar la perspectiva del desacuerdo en el centro de su teoría de la
legislación.
En tal sentido, dicho autor propone la idea de que la dignidad de la legislación –el fundamento de su
autoridad y su pretensión de respeto- tiene que ver con el tipo de logro que ésta supone. Tal respeto
por la legislación es, en parte, el tributo que se debe pagar por el logro de la acción colectiva,
concertada, cooperativa o coordinada en las circunstancias de la vida moderna.
Indica, al efecto, que, normalmente, la gente cree que debe actuar y organizar cosas conjuntamente.
De hecho, muchas cosas solo pueden ser alcanzadas cuando todas las personas cumplen
masivamente su papel dentro de un marco común de acción. Sin embargo, la acción en conjunto no
es fácil. Máxime cuando existen desacuerdos sobre lo que exactamente debe hacerse. Para entender
ello, Waldron recurre a la idea de «las circunstancias de la política», en adaptación de las
«circunstancias de la justicia» de Rawls. Las circunstancias de la justicia son aquellos aspectos de
la condición humana, como la escasez moderada y el altruismo limitado de los individuos, que
hacen que la justicia como virtud y como práctica sea posible a la vez que necesaria. En cuyo caso,
señala Waldron que:
Aclara que los desacuerdos no importarían si no fuese necesario un curso de acción concertado y, a
su vez, la necesidad de este curso común de acción no daría lugar a la política, tal y como la
conocemos, si no existieran, al menos potencialmente, desacuerdos sobre cuál debe ser el curso de
acción.
Ante ello, la decisión mayoritaria se presenta como un procedimiento o mecanismo para afrontar tal
dilema, sea, para lograr una acción en conjunto frente a los desacuerdos. Pero, además, es un
mecanismo que respeta a los individuos cuyos votos son agregados. En primer lugar, respeta sus
446
Ibíd., p. 123.
244
diferencias de opinión sobre la justicia y el bien común, pues no requiere que se reste importancia o
se acallen los puntos de vista que cada uno sostiene sinceramente por la importancia imaginaria del
consenso. En segundo lugar, incorpora un principio de respeto hacia toda persona en el proceso por
el cual se decide sobre una concepción que debe ser adoptada como la nuestra, incluso a luz de los
desacuerdos.
En cuanto al primer punto, señala que la tentación más peligrosa no es la de negar la existencia de
un punto de vista opuesto, sino la de considerarlo indigno de ser advertido en una deliberación
respetable, la de presuponer que es ignorante, prejuicioso, autointeresado o que está basado en una
observación insuficiente de la realidad moral. Una actitud de ese tipo encarna la idea:
Ante ello, Waldron explica que el tipo de respeto en el que él está pensando implica el rechazo de
tal inferencia y, por el contrario, tiene que ver:
“(…) con la manera en que tratamos las creencias de los demás sobre la justicia en
circunstancias en las que ninguna de ellas es autojustificatoria, y no con cómo
consideramos la verdad sobre la justicia misma, que, después de todo, nunca
aparece en política in propria persona, sino sólo, si es que lo hace, en forma de la
creencia controvertible de alguien. Tampoco se trata tan sólo de un argumento
sobre la falibilidad, aunque por supuesto cualquiera que sostenga una concepción
de la justicia debe contemplar la posibilidad de estar equivocado, y no debe actuar
como si esta posibilidad pudiera ignorarse. Se trata más bien de que, cualquiera
que sea la confianza que siento acerca de la corrección de mi propia concepción,
debo entender que la política existe, en palabras de ARENDT, porque «la tierra no
está habitada por un solo hombre sino por muchos, que conforman un mundo entre
ellos»; no una sola persona, sino un pueblo; que la mía no es la única mente
trabajando en el problema al que nos enfrentamos; que son muchas las
inteligencias diversas; y que pensar que la gente razonable discrepará no es algo
imprevisto, innatural ni irracional.”448
En conexión con lo anterior, Waldron sostiene que la vida humana compromete múltiples valores y
es natural que la gente discrepe sobre la manera de ponderarlos o darles prioridad. Además, las
respectivas posiciones, perspectivas y experiencias sobre la vida le proporcionarán a cada persona
una base diferente desde la que realizar estos delicados juicios. Estas diferencias en las experiencias
y en las posiciones, junto con la complejidad evidente de las cuestionas tratadas, significan que
447
Ibíd., p. 134.
448
Ibíd., pp. 134 y 135.
245
personas razonables pueden discrepar no solo acerca de cómo es el mundo, sino también sobre la
relevancia y el peso que debe atribuirse a las diversas perspectivas disponibles. Este tipo de
factores, en conjunto, hacen que los desacuerdos de buena fe no solo sean posibles, sino también
predecibles.
Lo anterior nos lleva a enfrentarnos a un «problema de decisión». Es decir, cómo decidimos, una
vez que hemos advertido que los otros siguen en desacuerdo con nosotros aun tras haber deliberado
en una cuestión sobre la que deseamos actuar en conjunto. Ante ello, sostiene Waldron que el
método de la decisión mayoritaria implica el compromiso de dar igual peso al punto de vista de
cada persona en el proceso por el cual se seleccionará uno de estos puntos de vista como el propio
del grupo. De hecho:
“(…) intenta dar al punto de vista de cada individuo el máximo peso posible en el
proceso compatible con un peso igual para el punto de vista de los demás. No sólo
el punto de vista de cada persona puede ser mínimamente decisivo, sino que el
método atribuye un poder de decisión máximo a cada uno, sujeto sólo a la
restricción de la igualdad. En este sentido, la decisión mayoritaria se presenta a sí
misma como un método equitativo de toma de decisiones.”449
Por otra parte, el autor plantea que de la idea de derechos o de las premisas de una teoría moral
basada en derechos no se infiere necesariamente que los derechos constitucionales defendidos
jurídicamente sean un mecanismo político concreto deseable.
Señala el autor que cuando una disposición queda atrincherada en un documento constitucional, el
derecho-pretensión que se establece combina con una inmunidad frente al legislador; sea, se
establece una incapacitación al poder legislativo de sus funciones normales de revisión, reforma e
innovación del derecho. Por lo que pensar que una inmunidad constitucional es necesaria es
considerar justificado incapacitar a los legisladores a este respecto (y así, indirectamente,
incapacitar también a los ciudadanos a quienes dichos legisladores representan).
Indica el autor que ello supone adoptar una cierta actitud hacia nuestros conciudadanos. Tal actitud
se resume como una combinación de seguridad en uno mismo y desconfianza. Seguridad en la
convicción propia de que lo que se está proponiendo es realmente una cuestión de derechos
fundamentales y de que la formulación concreta que se propone la recoge adecuadamente, y
desconfianza implícita en su idea de que cualquier otra concepción alternativa que pudiera ser
elaborada por los legisladores electos el año siguiente o dentro de diez años será probablemente tan
errónea y estará tan mal motivada, que más vale que situé inmediatamente su propia formulación
más allá del alcance de la revisión legislativa ordinaria.
Sostiene el autor que tal actitud de desconfianza hacia los propios conciudadanos no encaja
demasiado bien con el aura de respeto por la autonomía y responsabilidad que transmite el
contenido sustantivo de los derechos atrincherados de este modo. Señala el autor que si el deseo de
449
Ibíd., p. 137.
246
atrincherar los derechos está motivado por una concepción predadora de la naturaleza humana y de
lo que las personas se harían entre sí al abandonarlas en la arena de la política democrática a su
suerte, será difícil explica cómo o por qué debemos ver a esas mismas personas esencialmente como
portadoras de derechos. Indica que, a fin de desarrollar una teoría de los derechos, necesitamos
alguna base para distinguir aquellos intereses que son característicos de la dignidad humana de
aquellos que son relativamente poco importantes en la actividad y los deseos personales. En cuyo
caso, si nuestra única imagen del hombre es la de un animal egoísta en el que no podemos confiar
para que se preocupe por los intereses de los demás, entonces carecemos de una concepción de la
autonomía moral dignificada, sobre la que deben basarse tales distinciones de intereses.
Además, confiamos en los agentes no solo en el ejercicio responsable de los derechos que se les
han atribuido, sino también en reconocerles algún grado de responsabilidad a la hora de determinar
exactamente cuáles son los límites apropiados para sus derechos, vis-à-vis los derechos de los
demás. En las teorías políticas basadas en derechos, los sistema jurídicos se fundan típicamente en
la soberanía popular (aunque sea de forma indirecta), así que hay un compromiso teórico con la
propuesta de que aquellos que poseen los derechos en cuestión sean también en principio capaces
de pensar cómo utilizarlos adecuadamente. Así se piensa, en cualquier caso, en la teoría liberal.
Pero, además, el autor pone de relieve que toda labor de reflexión acerca de los derechos está
plagada de dificultades y desacuerdos. En sentido, el autor señala:
“Creer en los derechos es creer que ciertos intereses centrales de los individuos
sobre la libertad y al bienestar merecen una protección especial, y que no deben
ser sacrificados por la obtención de una mayor eficiencia o prosperidad o por
cualquier agregación de intereses menos importantes bajo la etiqueta de bien
común. Algunos piensan que esta misma idea es errónea, pero incluso aquellos que
la proponen en filosofía política reconocen sus dificultades. Cualquier teoría de los
derechos debe enfrentarse a los desacuerdos acerca de qué intereses deben ser
protegidos como derechos y en qué términos podemos identificarlos. Dichos
desacuerdos serán entonces el vehículo para la controversia sobre el equilibrio
adecuado que debe alcanzarse entre los intereses individuales y otras
consideraciones sociales...”.450
450
Ibíd., p. 268.
247
De allí la importancia del proceso político y de los derechos políticos. Señala el autor que los
derechos no son una excepción a la necesidad general en política de contar con una autoridad. Dado
que la gente sostiene concepciones diferentes sobre los derechos y dado que tenemos que llegar a un
acuerdo y hacer valer una concepción común, surgen la siguiente pregunta: ¿Quién debe tener el
poder de tomar decisiones sociales, o mediante qué procedimientos, sobre las cuestiones prácticas
de las que las teorías de los derechos en conflicto pretenden ocuparse? ó ¿Quién decidirá qué
derechos tengo? Ante ello, el autor responde:
Relacionado con lo anterior, el autor realiza las siguientes observaciones referentes al problema de
la autoridad en política:
Agrega que no debe perderse la esperanza de una reflexión sustantiva o una deliberación
acerca de los derechos; sin embargo, es necesario completar la teoría de los derechos con
una teoría de la autoridad, y no reemplazar una por otra. La cuestión de qué cuenta como la
decisión correcta acerca de los derechos no desaparece en el momento en que se responde a
la pregunta de «¿quién decide?». Por el contrario, una teorización sustantiva de los
derechos es precisamente lo que se espera que haga la autoridad designada, por ejemplo, los
participantes en una democracia.
Pero, una teoría sustantiva de los derechos no es en sí misma la teoría de la autoridad que
se necesita a la luz de los desacuerdos sobre derechos. No es adecuado decir que cuando la
gente discrepa sobre los derechos la opinión que debe prevalecer es «la verdad sobre los
derechos o la mejor concepción de los derechos que tengamos», pues esta forma de zanjar
la cuestión en una decisión social a la luz de los desacuerdos reproduciría exactamente el
desacuerdo que hizo recurrir a una regla de autoridad en primer lugar. La teoría de la
autoridad debe identificar alguna concepción como prevalente sobre la base de criterios
451
Ibíd., p. 290.
248
distintos a los que son fuente del desacuerdo original. Señala el autor que ésta consciente
que este tercer punto puede resultar difícil de aceptar, pues, dada la importancia de las
libertades e intereses que los derechos protegen, las personas se siente incómodas con todo
procedimiento político que deje abierta la posibilidad de encontrarnos asintiendo a
repuestas (objetivamente) incorrectas sobre los derechos. Lo que lleva a que muchas
personas agreguen a sus concepciones de la autoridad una cláusula adicional pensada para
proteger sus derechos contra tal posibilidad. Tal cláusula podría formularse así: cuando los
miembros de una sociedad discrepen acerca de alguna cuestión, se deberá alcanzar una
decisión social mediante el voto de la mayoría, «siempre que los derechos individuales no
resulten violados por ella». Empero, el autor sostiene que tal cláusula no funciona como
parte de una teoría de la autoridad para una sociedad en la que los derechos mismos son
objeto de desacuerdo político.
“(…) la idea de los derechos está basada en una concepción del ser humano
esencialmente como un agente dotado de razón, con una habilidad para deliberar
moralmente, para ver las cosas desde el punto de vista otros, y para trascender la
preocupación sobre sus propios intereses particulares o parciales. La atribución de
cualquier derecho… es típicamente un acto de fe en la agencia y la capacidad para
el razonamiento moral de todos y cada uno de los individuos implicados. Esto
queda parcialmente reflejado en el hecho de que los derechos proporcionan
típicamente al individuo una decisión protegida sobre una cuestión que sigue
siendo moralmente relevante: el portador del derecho debe elegir entre opciones
que son correctas o incorrectas, respetuosas de los demás o no, nobles o
depravadas. La fe en la decisión del portador del derecho que queda manifiesta al
atribuirle el propio derecho no es ciertamente una confianza ciega en que dicho
sujeto de derecho tomará la decisión correcta sin ninguna posibilidad de error; en
cualquier caso nace de la convicción de que posee los medios necesarios para
ponderar responsablemente todas las cuestiones morales que implica la
decisión.”452
De esta forma, para Waldron es imposible pensar en una persona como portadora de derechos y no
considerarla, también, como alguien que tiene el tipo de capacidad necesaria para averiguar cuáles
son sus derechos. Por lo que el citado autor señala que se puede concluir que el atractivo de la
participación democrática consiste en el hecho de que es una solución «basada en derechos» al
problema del desacuerdo sobre los derechos. Apela a las propias capacidades que los derechos
452
Ibíd., p. 298.
249
como tales connotan, y revela una forma de respeto en la resolución del desacuerdo político en
consonancia con el respeto que los derechos evocan en sí mismos. En conclusión:
Juan Carlos Bayón también se plantea el tema de las tensiones o conflictos que se suscitan entre
«constitucionalismo» o «Estado constitucional», por un lado, y democracia y el principio
mayoritario, por otro lado.
Ahora bien, en primer lugar, dicho autor explica que se suele hablar de «constitucionalismo» en un
sentido más restringido, en concreto: el que históricamente trae causa del modelo estadounidense y
del europeo de inspiración kelseniana y que se traduce en una arquitectura institucional que se
puede resumir por la conjunción de tres rasgos esenciales, a saber: En el Estado constitucional el
poder normativo del legislador democrático está sujeto a límites materiales, cuyo contenido puede
ser muy diverso, pero entre los cuales el límite por antonomasia es sin duda el representado por los
derechos fundamentales. Además, para salvaguardar tales límites, se incluyen los otros dos rasgos
esenciales, como lo son la rigidez de la Constitución y la justicia constitucional. De esta forma, el
emplazamiento de los derechos fundamentales en una constitución rígida los hace indisponibles
para el Legislador, ya que la rigidez no es sino la previsión de un procedimiento de reforma
constitucional más complejo o exigente que el procedimiento legislativo ordinario. Mientras que el
control judicial de constitucionalidad de la ley sería la garantía necesaria de la primacía
constitucional, esto es, de la auténtica superioridad jurídica –y no meramente política- de la
Constitución sobre la ley.
El autor agrega que tanto la rigidez como el control judicial son –es cierto que bajo determinadas
condiciones y, a tenor de ellas, no siempre en idéntico grado, pero singularmente cuando se
combinan- mecanismos contramayoritarios.
453
Ibíd., pp. 371 y 372.
454
La posición de este autor se tomará de: BAYÓN, Juan Carlos, “Democracia y Derechos: Problemas de
Fundamentación del Constitucionalismo”, en CARBONELL, Miguel, y GARCÍA JARAMILLO, Leonardo
(eds.), El canon neoconstitucional, Editorial Trotta S.A., Madrid, 2010, pp. 285 a 355.
250
Manifiesta el autor que una Constitución rígida pone límites a lo que pueden decidir los órganos
políticos que representan la voluntad mayoritaria. En cuyo caso, si esos límites pueden modificarse
o removerse mediante un procedimiento que sólo es más complejo o exigente que el legislativo
ordinario porque añade requisitos especiales encaminados a intensificar la deliberación previa a la
decisión del propio órgano legislativo o a confirmar que ésta corresponde realmente a la voluntad
mayoritaria de los ciudadanos (tales como la necesidad de someter la reforma a una segunda
votación pasado cierto tiempo, de que entre tanto se renueve electoralmente el órgano legislativo, o
de convocar a un referéndum), no habrá, obviamente, nada que objetar desde el punto de visto
democrático. Pero, en cambio, si se requiere el concurso de órganos no representativos (o con una
legitimidad democrática derivativa menor que la de primer grado que ostenta el legislador), se
exigen mayorías calificadas o, en el límite, existen cláusulas intangibles, puede decirse que la
rigidez de la Constitución impone verdaderas restricciones al procedimiento democrático de toma
de decisiones por mayoría (tanto más severas, como es obvio, cuando más alejada esté del poder de
la mayoría la posibilidad efectiva de reformar la Constitución). Tal rigidez constituye, según lo
denomina el autor, una rigidez contramayoritaria.
Respecto al control de constitucionalidad, indica que podría pensarse que éste no añade nada a la
dimensión contramayoritaria que lleve implícita la rigidez, limitándose a corroborarla o hacerla
efectiva frente al legislador. El autor sostiene que ello podría ser cierto si los límites que los jueces
constitucionales hacen valer frente al legislador estuviesen claramente predeterminados en la
Constitución. Pero, si no es así, su contribución específica como mecanismo contramayoritario
surge por la reunión de tres factores y puede ser de mayor o menor dependiendo el grado de
intensidad con que se dé cada uno de ellos. El primer factor viene dado por el modo en que se
establezcan en la Constitución las restricciones a la capacidad de decisión del legislador
democrático e incluso por el tipo de práctica interpretativa seguido de hecho por los jueces
constitucionales. Cuando mayor sea el número de disposiciones constitucionales formuladas en
términos muy abstractos, cuyo significado sea esencialmente controvertido y que puedan entrar con
frecuencia en colisión, y cuanto menor sea la autocontención de los jueces constitucionales y su
deferencia ante la interpretación de esas disposiciones de significado controvertible que haga suya
el legislador, tanto más podrá afirmarse que el alcance preciso de los límites al poder de éste está en
la práctica en manos de los jueces constitucionales. Como segundo factor, los jueces
constitucionales tiene una legitimidad democrática de origen menor que la del Parlamento
(simplemente menor si, aun no siendo en modo alguno políticamente responsables, son elegidos por
los órganos representativos -con lo que tendrían, al menos, una legitimidad de segundo grado- y se
nombran por tiempo limitado; mucho menor o nula si son designados de otro modo y con carácter
vitalicio). Finalmente, y como tercer factor, si el grado de rigidez de la Constitución es tal que para
la mayoría parlamentaria la posibilidad real de responder con una enmienda constitucional a las
decisiones de los jueces constitucionales de las que discrepan es demasiado remota, el resultado es
que el control de constitucionalidad poseerá un potencial contramayoritario específico más allá del
que traiga consigo la propia rigidez, porque no solo habrá restricciones al poder de la mayoría, sino
que, además, cuando sea controvertible el sentido y alcance de estas restricciones, no será
necesariamente la opinión que la mayoría parlamentaria tenga al respecto la que prevalezca.
251
Señala que, en conclusión, si rigidez y control, en los términos ya expuestos, se consideran rasgos
característicos del Estado constitucional, entonces se suscita el problema de su justificación para
todo el que asuma el valor de la democracia y acepte que el principio mayoritario, aún cuando no se
identifique sin más con ella, es como mínimo uno de sus ingredientes. Explica el autor que algún
sector de la doctrina ha dado por sentado con «demasiada facilidad» que entre democracia y
constitucionalismo no hay ninguna dificultad de encaje especialmente severa. Entre los principales
argumentos expuestos en tal sentido destaca la idea que la democracia no puede identificarse sin
más con el mero procedimiento de toma de decisiones colectivas por mayoría, sino que implica una
serie de requisitos sustanciales, sin los cuales sería grotesco calificar una decisión mayoritaria como
auténticamente democrática. Ello incluiría, además del sufragio universal e igual, todas las
condiciones que permiten afirmar que las decisiones individuales que se agregan a través del
método mayoritario han podido formarse de un modo libre e informado y son, por tanto,
verdaderamente autónomas. Los derechos fundamentales encarnarían precisamente esos requisitos
sustanciales. De allí que se afirme que, cuando se restringe el poder de la mayoría para impedir que
sus decisiones menoscaben los derechos fundamentales, el ideal democrático no sufrirá daño
alguno; el contrario, lo que se estaría haciendo es proteger a la democracia de lo que puede ser una
seria amenaza para ella: la omnipotencia de la mayoría. De esta forma, la democracia sería en sí
misma el fundamento de la limitación del poder de la mayoría.
Sin embargo, el autor duda que la objeción democrática quede realmente desactivada con tal
argumento, que, en realidad, lo que hace es encubrir el verdadero problema de fondo. Ello por
cuanto la raíz del problema está en que la «democracia constitucional» es en realidad un ideal
complejo compuesto por dos ingredientes, uno relativo a la distribución del poder (quién y cómo
decide), y otro concerniente a su limitación (qué no se puede decidir o dejar de decidir).
El segundo ingrediente es el del respeto a los derechos que garantizan la autonomía individual de
los ciudadanos.
Ahora bien, añade el autor que la asociación de esos dos ideales no es en modo alguno casual,
puesto que ambos son manifestaciones de una misma concepción de las personas como sujetos
morales, a saber:
“Es la que considera que todas las personas están igualmente dotadas de la doble
capacidad de articular concepciones acerca de qué constituye una vida buena y de
252
Apunta el autor que la raíz común de ambos ideales permite hablar de su «cooriginalidad». Ahora
bien, agrega que el hecho que ambos ideales cuenten con una raíz común e, incluso, puedan
considerarse igualmente valiosos, no implica en modo alguno que no pueda haber conflictos o
tensiones entre uno y otro. De allí la necesidad de plantearse o cuestionarse, con seriedad, si dos
criterios distintos de legitimidad del poder que en principio nos parecen igualmente esenciales e
irrenunciables pueden convivir armoniosamente en una relación de complementariedad libre de
fricciones o, por el contrario, pueden colisionar y resultar difíciles de acomodar en un diseño
institucional coherente.
En tal sentido, señala el autor que, en efecto, se puede entender al menos algunos derechos y
libertades individuales son en realidad prerrequisitos o condiciones necesarias de la genuina
democracia, puesto que sin ello el procedimiento de decisión por mayoría no diferiría realmente de
la toma de decisiones manipuladas o impuestas, con lo que ni cabría afirmar que encarna
verdaderamente el ideal que pretende hacer operativo (el de la auténtica participación de todos y en
pie de igualdad en la toma de decisiones públicas) ni, en definitiva, habría por qué considerarlo
valioso. Empero, ello no disipa el problema, por una razón muy sencilla: es controvertible qué
derechos deberíamos considerar «precondiciones de la democracia», como lo es también qué
alcance debería reconocerse a cada uno de ellos y cómo deberían resolverse los conflictos entre los
mismos; y no es evidente sin más por qué esas controversias, que se cuentan sin duda entre los
conflictos intersubjetivos más trascendentales que demandan decisiones públicas, no deberían
solventarse, precisamente, a través de un procedimientos de decisión basado en la participación en
pie de igualdad de todos los miembros del cuerpo político, esto es, mediante la deliberación
democrática y la decisión mayoritaria.
Indica el autor que surge un problema capital, al que habría que referirse como la paradoja de las
precondiciones de la democracia:
455
Ibíd., pp. 295 y 296.
253
Ante ello, el autor señala que la salida de tal paradoja requiere la articulación de una teoría
normativa que justifique la elección de un punto de equilibrio entre ambas exigencias.
Juan Carlos Bayón aborda el tema de los procedimientos de decisión. Para tales efectos, dicho autor
también remite a Rawls, quien señaló –como ya se indicó- que existen algunos casos de «justicia
procesal pura», en los que carecemos de criterios para evaluar los resultados de un procedimiento
que sean independientes del procedimiento mismo, por lo que decimos que cualquier resultado
producto a través de él es justo con tal de que se haya seguido el procedimiento correctamente.
Otras veces, en cambio, sí contamos con criterios independientes para evaluar los resultados que
arroje un procedimiento dado. En cuyo caso, se habla de «justicia procesal perfecta», si el
seguimiento del procedimiento asegura la obtención del resultado que con arreglo a dichos criterios
independientes es correcto, o de «justicia procesal imperfecta», si el seguimiento del procedimiento
no asegura, sino que meramente hace probable, en mayor o menor medida, la corrección del
resultado. Ante ello, señala el autor que a partir de tal clasificación se ha tendido a inferir que los
distintos procedimientos de decisión que puede adoptar una comunidad política no pueden ser otra
cosa que esquemas de justicia procesal imperfecta, puesto que se ha dado por sentado que se cuenta
con criterios independientes para evaluar los resultados que arrojen y que ninguno asegura la
obtención de resultados correctos. Lo que implicaría asumir que el único criterio para elegir entre
procedimientos de decisión alternativos es su valor instrumental, es decir, la mayor o menor
probabilidad de que siguiéndose se alcancen los resultados correctos.
El autor indica que, para quienes sostienen que el Estado constitucional es una exigencia del propio
ideal de los derechos, bastaría con presuponer que sus procedimientos de decisión específicos son
456
Ibíd., pp. 298 y 299.
254
los que, en comparación con cualquier posibilidad alternativa, con mayor probabilidad conducirán a
resultados que respeten los derechos. Ante ello, el autor señala que, a su juicio, esto último no
puede darse por sentado con tanta facilidad, y, probablemente, lo más sensato que quepa decir al
respecto es que la clase de resultados que es de esperar que arroje un determinado procedimiento de
decisión depende de factores contextuales, de manera que si la evaluación de un procedimiento
dependiera tan sólo de su valor instrumental, para diferentes condiciones sociales seguramente
habría que considerar justificados procedimientos de decisión distintos. En todo caso, lo que le
interesa al autor es analizar la idea misma de que la evaluación de un procedimiento de decisión
dependa solo de su valor instrumental. Señala, al efecto, que la clasificación tripartida de Rawls
debe ser ampliada con una cuarta posibilidad, que estima la más apropiada para la valoración de los
distintos diseños institucionales de los que puede dotarse una comunidad política. Tal posibilidad es
la siguiente:
Por lo que el autor sostiene que existen dos modos sustancialmente diferentes de entender qué es lo
que determina la justificación de un procedimiento para la toma de decisiones colectivas: el que la
hace depender exclusivamente de su valor instrumental y el que considera que depende de un
balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental.
En cuyo caso, el autor adelanta que la idea de que la participación de todos y en pie de igualdad en
la toma de decisiones públicas está revestida de una especial calidad moral, al margen del tipo de
resultados a los que conduzca, parece gozar de una considerable fuerza intuitiva, pues, tal y como
sostiene Waldron, hay una cierta dignidad en la participación y un elemento de insulto en la
exclusión.
457
Ibíd., p. 315.
255
Ahora bien, Juan Carlos Bayón sostiene que si se acepta su tesis, en el sentido que la justificación
de un diseño institucional depende de un balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental,
entonces se ha de admitir que cuál sea el diseño institucional preferible es una cuestión
inevitablemente dependiente del contexto, de manera que para diferentes condiciones sociales habrá
que considerar justificados procedimientos de decisiones distintos.
Ello motiva que el autor estime relevante distinguir entre el derecho mismo de participación en pie
de igualdad en la toma de decisiones y el valor de ese derecho para los distintos individuos a la vista
de circunstancias contingentes relativas a su comunidad política. Aunque disponer de un voto igual
bajo una regla de decisión por mayoría no cualificada asegura ex ante el mismo impacto de la
decisión de cada individuo sobre la decisión colectiva por adoptar, esto no implica, necesariamente,
que todos tengan las mismas probabilidades de que finalmente ésta se corresponda con su elección,
puesto que esto depende, como es obvio, de cuántos individuos más estén dispuestos a votar en el
mismo sentido que él y, por tanto, del perfil que adopte la distribución de preferencias políticas
dentro de la comunidad. Cuando la distribución de intereses, preferencias e ideales sobre la
totalidad de cuestiones que requieren decisiones colectivas siguen una pauta tal que es esperable
que no se repita sistemáticamente la composición de la mayoría, esto es, cuando no es esperable que
grupos bien definidos de individuos se encuentren constantemente en minoría, puede decirse que no
sólo hay igualdad de impacto ex ante, sino también ex post (en el sentido de que, a largo plazo y en
la consideración de cuestiones diferentes, la probabilidad de que las decisiones de cada individuo
coincidan con las decisiones colectivas que se adopten es, grosso modo, similar).
Pero si no es así, si la pauta de distribución de las preferencias e ideales que se aportan al proceso
de decisión y a los que los individuos atribuyen mayor importancia coincide sustancialmente con la
división entre grupos sociales claramente identificables y contrapuestos –por ejemplo, sobre bases
étnicas y religiosas- que acaban siendo de manera recurrente la mayoría y la minoría, entonces,
cabe afirmar que el valor del derecho de participación en pie de igualdad claramente no el mismo
para quienes se encuentren formando parte de una de esas minorías enquistadas. No se trata aquí de
que desde su punto de vista el procedimiento tenga un reducido valor instrumental (o, al menos, no
se trata solo de eso): se trata de que la percepción que puede tener cada uno de que la comunidad ha
organizado su vida política de un modo que le reconoce también a él como miembro igualmente
digno y valioso no depende sólo de que se le haya reconocido el derecho a participar en pie de
igualdad en el procedimiento de decisión, sino también del valor que puede tener para él ese
derecho a la vista de probabilidad efectiva de que a través de su ejercicio sus intereses e ideales no
se encuentren por principio ni en mejor ni en peor situación que los de los demás para verse
reflejado en la decisión colectiva. Esto pone de manifiesto lo siguiente: las circunstancias sociales
en las que el valor del derecho de participación es más bajo son también aquellas en las que es más
probable que la mayoría sea una amenaza para los derechos de alguna minoría «discreta o insular».
Lo que le permite concluir:
458
Ibíd., p. 331.
256
Señala el autor que, seguramente, este el caso de toda comunidad cuya cultura política haga
impensable la violación frontal por parte de la mayoría de los casos paradigmáticos claros de
ejercicio de los derechos, y donde el desacuerdo público reina, por tanto, sólo acerca de cómo
articular el contenido preciso de los derechos a los que los miembros de la comunidad no sabrían
cómo dar protección constitucional si no es mediante principios muy genéricos que requieren
concreción. En circunstancias como ésas no hay razones para esperar que sistemáticamente las
decisiones al respecto de la mayoría parlamentaria deban ser peores que las de los jueces
constitucionales. Y si no hay por qué esperar del procedimiento democrático un menor valor
instrumental, su superioridad desde el punto de vista de su valor intrínseco debe decantar la balanza
a favor de soluciones que den la última palabra a la mayoría parlamentaria ordinaria. Pero la
intervención de los jueces constitucionales dentro de un diseño de constitucionalismo débil puede
dar pie, a pesar de todo, a una forma de diálogo institucional que aumente la calidad deliberativa de
los procesos de decisión, no, por tanto, imponiendo al legislador ordinario sus puntos de vista
acerca de cuestiones relativas a la concreción de los derechos sobre las que existen desacuerdos
razonables, sino haciendo ver a la mayoría el peso de razones o puntos de vista que no ha sabido
tomar en cuenta, o contradicciones y puntos débiles en la fundamentación de sus decisiones,
forzándola de este modo a reconsiderarlas, pero no necesariamente abandonarlas.
Víctor Ferreres también aborda el tema de la objeción democrática. Señala, al efecto, que, en la
mayoría de las democracias contemporáneas, las leyes aprobadas por el Parlamento son susceptibles
de algún tipo de control judicial, con el objeto de asegurar su conformidad con la Constitución.
Agrega que los distintos países han recurrido a diversas fórmulas para articular tal control, siendo
posible establecer una clasificación básica entre dos grandes modelos: el modelo descentralizado y
el modelo centralizado. El autor añade que con independencia del modelo que se adopte, cabe
siempre plantear las siguientes inquietudes fundamentales: ¿Es aceptable, en una democracia,
459
Ibíd., p. 354.
460
La posición de este autor se tomará de: FERRERES COMELLA, Víctor, “El control judicial de la
constitucionalidad de la ley: el problema de su legitimidad democrática”, en CARBONELL, Miguel, y
GARCÍA JARAMILLO, Leonardo (eds.), El canon neoconstitucional, Editorial Trotta S.A., Madrid, 2010,
pp. 356 a 380.
257
someter al control de judicial las leyes aprobadas por el Parlamento? ¿Hasta qué punto es legítima
esta institución? ¿Cómo es posible permitir que los tribunales descalifiquen las leyes parlamentarias
con el argumento de que, en su opinión, violan lo dispuesto en el texto constitucional?
Manifiesta el autor que la primera cuestión que se debe afrontar es si tal objeción democrática está
bien planteada, sea, si cierto que la invalidación de una ley por parte de un tribunal de justicia lleva
aparejado un «coste» desde el punto de vista democrático. En cuyo caso, a juicio de dicho autor, tal
objeción sí está bien planteada. Estima innegable que existe una conexión entre el principio
democrático y la aprobación de las leyes a través de un Parlamento elegido de manera periódica por
los ciudadanos, bajo la regla de la mayoría. Sostiene que la democracia es un procedimiento que
otorga a cada ciudadano una igual oportunidad de participar con su voz y con su voto en la toma
de decisiones colectivas. A lo que se agrega que, en las circunstancias modernas, hay que organizar
la democracia en torno a un esquema representativo, dadas las ventajas de la división del trabajo.
Pero la aspiración subyacente es respetar el igual estatus de los ciudadanos y de sus representantes
en el plano de las decisiones legislativas que van a afectar a todos. Por ello, la regla general es que
las decisiones políticas se deben adoptar por mayoría. La regla de la mayoría tiene un valor
intrínseco, en la medida que otorga el mismo peso a los votos de cada persona, no expresa una
preferencia sustantiva a favor de una determinada decisión frente a otra, y no privilegia el statu quo
frente al cambio.
Explica el autor que existe una vía para negar relevancia a la objeción democrática frente al control
de constitucionalidad, que consiste en afirmar que las leyes tienen menos credenciales democráticas
que la Constitución. Se afirma, en tal sentido, que la Constitución expresa la voluntad del pueblo,
mientras que las leyes aprobadas por una asamblea legislativa son solo la manifestación de voluntad
258
de los representantes. Agrega que tal vía fue utilizada por Alexander Hamilton en El Federalista y
por el propio juez John Marshall en el caso Marbury vs. Madison. Añade que, recientemente, dicho
dualismo en la teoría de la democracia ha sido desarrollada por distintos autores, incluido Bruce
Ackerman, quien, por ejemplo, argumenta que no exista objeción democrática al control judicial de
la ley, pues, cuando los tribunales invalidan una ley, lo que están haciendo es preservar los
principios adoptados por el pueblo en momentos extraordinarios de deliberación democrática (los
«momentos constitucionales»), frente a la erosión que pueden sufrir por parte de los representantes
políticos en el curso de la «política ordinaria». Indica que similar vía han propuesto Dominique
Rousseau y Michel Fromont –aunque en el contexto de la tradición francesa-, quienes entienden que
la Constitución es una expresión más genuina de la voluntad democrática que la legislación
ordinaria. Por ello, cuando un tribunal invalida una ley en nombre de la Constitución, trata de
preservar una norma que está estrechamente ligada a las convicciones de los ciudadanos acerca de
sus derechos, frente a las decisiones de los políticos. Finalmente, otra versión de tal idea la expone
Philippe Blanchèr, cuando sugiere que el tribunal preserva, frente al legislador ordinario, la
voluntad del pueblo perpetuo, que está integrado por una cadena de generaciones.
Ante tales planteamientos, Víctor Ferreres señala que hasta qué punto el sistema democrático está
estructurado de acuerdo con tal esquema dualista es algo que depende de las características de cada
país. Si realmente se puede decir que la Constitución de determinada nación es el resultado de “una
forma superior de política democrática”461, entonces es verdad que el tribunal puede producir un
beneficio democrático cuando invalida una ley en nombre de esa norma suprema. Sin embargo, el
problema que se plantea es que, en muchos casos, existe controversia acerca de la interpretación del
texto constitucional. En cuyo caso, el tribunal podría acertar cuando trata de interpretar la voluntad
popular que la Constitución encierra, pero también puede equivocarse.
Por lo que el autor se cuestiona nuevamente si es posible marginar el valor democrático que supone
el juicio de mayoría parlamentaria. A lo que responde que ello no parece plausible. Por lo que,
inevitablemente, cuando un tribunal descalifica el juicio de esa mayoría, afecta a la democracia. El
hecho de que la Constitución objeto de garantía esté más intensamente vinculada al pueblo que una
ley ordinaria no altera tal conclusión, pues es un tribunal el que está interpretando la norma
suprema, sea, un órgano menos próximo a la voluntad popular que el Parlamento.
Aclara el autor que las cosas serían distintas si la Constitución hablara en términos claros, por
medio de reglas relativamente específicas, de modo que el control de constitucionalidad pudiera ser
una actividad relativamente mecánica. En tal caso, sí se podría sostener que, gracias al control
judicial, la expresión más genuina de la voluntad popular (la Constitución) logra prevalecer frente a
la expresión más atenuada de esa voluntad (la ley). Pero el hecho es que el catálogo de derechos
que encontramos en la mayoría de constituciones recoge principios abstractos de moralidad política,
cuya interpretación es controvertida.
A lo que se añade que, por lo demás, existe una objeción más profunda en contra de un modelo de
Constitución que impone restricciones muy específicas (en materia de derechos) a las mayorías
461
Ibíd., p. 363.
259
Ante tal situación, el autor afirma que existe otra vía o estrategia para minar la premisa mayoritaria,
de la que extrae su fuerza la objeción democrática en contra del control de constitucionalidad, y
consiste en apelar a las virtudes intrínsecas del proceso judicial. Como representante de tal
estrategia se cita a Lawrence Sager, quien acepta que la democracia significa que los ciudadanos
pueden participar como iguales en el proceso de deliberación pública acerca de sus derechos. Sin
embargo, considera que la democracia presenta dos facetas o modalidades. La primera de ellas es la
«electoral»: los ciudadanos participan como iguales en la medida en que pueden votar con igualdad
a sus representantes políticos. La otra modalidad de participación es «deliberativa»: consiste en que
los intereses y los derechos de cada persona son tenidos en cuenta con rigor por quienes ejercen la
autoridad. Sager sostiene que las asambleas legislativas son el mejor foro para articular la
modalidad electoral de participación democrática, mientras que los tribunales de justicia constituyen
el mejor foro para la modalidad deliberativa.
Víctor Ferreres estima que tal tesis es importante, pero destaca que resulta importante realizar un
adecuado balance de esas dos formas de participación democrática. Indica, en tal sentido, que la
modalidad deliberativa no puede reemplazar o marginar en exceso a la modalidad electoral. Añade
que la democracia no consiste únicamente en que la voz de uno sea escuchada de verdad por los
demás, pues es también parte de la democracia el que uno pueda participar en la toma de
decisiones, una vez se cierra la etapa deliberativa. Los tribunales pueden ser mejores que las
asambleas legislativas a la hora de valorar con cuidado los argumentos avanzados por un ciudadano,
y de darles respuesta de manera articulada. Pero cuando se trata de decidir finalmente, una vez que
se ha clausurado el debate, los tribunales exhiben un déficit democrático en comparación con las
asambleas legislativas. Mientras que los ciudadanos participan indirectamente en el proceso
legislativo, al elegir periódicamente a sus representantes, los tribunales, en cambio, están
protegidos frente a las presiones populares, y no están sujetos a elecciones periódicas.
Así las cosas, y luego de examinar tales posiciones, Víctor Ferreres concluye que no es posible
negar la relevancia de la objeción democrática. Por lo que sostiene que debe necesariamente
recurrirse a un criterio instrumental. El autor lo explica de la siguiente manera:
El autor manifiesta que existen distintas teorías acerca de la justicia constitucional, que difieren en
cuanto a la lista de principios respecto de los cuales los tribunales presentan una ventaja
comparativa frente a los legisladores. En cuyo caso, uno de los debates más importantes dentro del
grupo de teorías instrumentales se refiere a la cuestión de si los jueces deberían proteger
exclusivamente determinados derechos procesales que son necesarios para el buen funcionamiento
del proceso político o, por el contrario, deberían proteger también determinados derechos
sustantivos.
Agrega el autor que una de las teorías «procedimentalistas» más influyentes es la elaborada por
John Ely. Para tal autor, la objeción democrática frente al control judicial es suficientemente
poderosa en la mayoría de los supuestos; sin embargo, existe una situación en la que el control
judicial está justificado: cuando el legislador restringe los derechos gracias a los cuales el proceso
político mantiene su calidad democrática. Ely defiende que los tribunales deben encargarse de
salvaguardar los derechos que permiten a los ciudadanos participar en el proceso político con su
voz y con su voto. Si los derechos de libertad de expresión y de sufragio, y otros derechos conexos,
no son objeto de la adecuada protección, se menoscaba el correcto funcionamiento del proceso
político.
Ely también sostiene que los tribunales deben intervenir en garantía de un segundo tipo de derecho:
el derecho de los distintos grupos sociales a no sufrir discriminación en el reparto de beneficios y
cargas. Sostiene, al efecto, que en una sociedad compleja, los múltiples intereses individuales entran
inevitablemente en conflicto, y el legislador tendrá que proteger ciertos intereses en detrimento de
otros. Tal distribución de beneficios y cargas debe ser el resultado de un proceso equitativo. Para
Ely el proceso es defectuoso cuando los intereses de determinados grupos no se tienen en cuenta en
absoluto o cuando se les atribuye un valor negativo en el cálculo utilitario. Tal cosa ocurre cuando
ciertos grupos sufren las consecuencias de los prejuicios que la mayoría alberga respecto de ellos.
Supuesto en que los jueces deben intervenir.
Como corolario de lo anterior, para Ely los tribunales no deben tratar de proteger valores sustantivos
frente al legislador, sino que su función está más contenida, pues deben limitarse a mantener
abiertos los canales del cambio político y de corregir cierto tipo de discriminación en contra de las
minorías.
Ely ofrece tres argumentos en defensa de tal postura. El primero, circunscrito a la situación
estadounidense, obedece a la lectura que realiza de la Constitución de los Estados Unidos de
América, en el sentido que la misma se ocupa fundamentalmente de procedimientos y no de
462
Ibíd., p. 368.
261
valores. Ely alega que dicha Constitución desea proteger la libertad, pero la estrategia que ha
seguido no ha consistido en enunciar ciertos derechos sustantivos, sino en articular los procesos
adecuados para la toma de decisiones. Ante ello, Víctor Ferreres explica que tal lectura de la
Constitución estadounidense ha sido cuestionada por muchos autores, que entienden que el texto
está repleto de referencias a valores sustanciales. Agrega que, en todo caso, que tal argumento no
podría extenderse a las Constituciones de muchos otros países que incluyen un rico catálogo de
derechos sustantivos.
Frente a la anterior pregunta, Ely ofrece un tercer argumento, en el sentido que los jueces están en
mejor posición que las asambleas legislativas para identificar y corregir los defectos procesales del
sistema democrático. Dicho sistema no funciona adecuadamente cuando: (i) los representantes que
están en el poder limitan los canales del cambio político, asegurando que los que «están dentro»
del sistema no se vean sustituidos por los que «están fuera»; y (ii) los representantes perjudican de
manera sistemática a alguna minoría, por simple hostilidad o por prejuicios que les impiden
reconocer la existencia de intereses comunes. En cuyo caso, no puede esperarse que los propios
representantes pueden identificar y corregir tales defectos procesales; pero, en cambio, los jueces
ocupan una posición comparativamente externa dentro del sistema de gobierno.
Así las cosas, para Ely los tribunales no están en mejor posición que las asambleas legislativas para
especificar los valores fundamentales de carácter sustantivo. Y dado que la identificación y
elaboración de valores sustantivos es asunto controvertido, y dado que los tribunales no están en
mejor posición que los legisladores para afrontar esta tarea, la democracia exige que sean las
mayorías legislativas quienes decidan. En cambio, los tribunales son mejores que los legisladores a
la hora de identificar supuestos en que el proceso político no opera correctamente desde una
perspectiva democrática. En tal sentido, quienes constituyen una mayoría gobernante no tienen
incentivos para corregir el defectuoso funcionamiento del sistema, mientras que instituciones
externas, como es el caso de los tribunales de justicia, están mejor situadas para detectar el
problema y buscar una solución, pues no tienen tanto interés en mantener el statu quo.
262
Ahora bien, Víctor Ferreres sostiene que el argumento instrumental no se puede mantener de forma
coherente. Recuerda que Ely mantiene que los tribunales no están mejor equipados que las
asambleas legislativas para interpretar valores sustantivos, pero, según indica Víctor Ferreres, si
esto es así, entonces los tribunales difícilmente pueden justificar entonces sus decisiones acerca de
si son razonables las restricciones que el legislador impone a los derechos procesales. No debe
perder de vista, en tal sentido, que los derechos cuya garantía Ely recomienda a los jueces no son
absolutos, sino que pueden ser objeto de restricciones con el objeto de salvaguardar otros intereses o
valores sustantivos. Así, por ejemplo, el legislador puede limitar la libertad de expresión en
determinados supuesto para proteger la privacidad de las personas. En cuyo caso, para que se pueda
decidir sobre la constitucionalidad de ley, por eventual lesión a la libertad de expresión, el juez
deberá determinar si la privacidad es un valor sustantivo legítimo, cuál es su importancia o peso
relativo en el esquema de derechos, y cuál es su alcance. Pero si los tribunales de justicia no están
en mejor posición institucional que los legisladores a la hora de definir y apreciar los intereses y
valores sustantivos que pueden operar como límites a los derechos «procesales», entonces no es
posible que la opinión de los jueces se imponga a la del legislador.
Víctor Ferreres agrega que la situación se agrava aún más cuando Ely encarga a los jueces que
garanticen el derecho de ciertos grupos a no ser discriminados en virtud de prejuicios. En primer
lugar, determinar qué creencias constituyen «prejuicios» depende de una teoría sustantiva. Pero,
incluso existiendo acuerdo en cuanto a la lista de grupos que han sufrido históricamente los
prejuicios de las mayorías, los jueces aun tendría que analizar si las razones ofrecidas por la
mayoría para justificar en la actualidad una ley que afecta negativamente a uno de esos grupos son
razones de suficiente peso. Es decir, los jueces tendrían que evaluar la legitimidad y la importancia
del objetivo que la mayoría aduce en defensa de la ley. Pero si los tribunales no están en una
posición más ventajosa que los legisladores para afrontar las cuestiones sustantivas, entonces es
difícil justificar que se les atribuya la potestad de fiscalizar, y eventualmente invalidar, las leyes que
perjudican a los grupos históricamente discriminado.
Ante ello, el autor agrega que algunos constitucionalistas han ofrecido argumentos instrumentales
para justificar la expectativa de que los tribunales de justicia, mediante el control de
constitucionalidad, pueden contribuir al mantenimiento de un cultura pública en la que los derechos
fundamentales (tanto procesales como sustanciales) se toman en serio, de acuerdo con principios
que se elaboran y aplican de manera consistente. A juicio de Víctor Ferreres, tales argumentos son
463
Ibíd., p. 373.
263
suficientemente sólidos para dar respuesta a la objeción democrática. El autor parte de la siguiente
afirmación:
Explica el autor que, por ejemplo, la democracia representativa puede ser calificada como «menos
democrática» desde un punto de vista intrínseco que la democracia directa, pero lo cierto es que
tenemos razones para preferir la primera, por razones instrumentales: en general, la democracia
representativa tiende a generar mejores discusiones. Para adoptar decisiones correctas, es necesario
deliberar y reflexionar cuidadosamente, y dado que resulta imposible, en las circunstancias de la
Modernidad, que todos los ciudadanos dediquen su tiempo a los autos públicos, es razonable
introducir una división del trabajo a través del esquema representativo. Señala el autor que, con
respecto al control judicial de constitucionalidad, también se puede argumentar en similares
términos: si dicha institución aporta ventajas instrumentales en el terreno de los derechos
fundamentales, no deberíamos ser reacios a establecerla, a pesar de los costes democráticos que
implica.
Ante tal premisa, el autor sostiene que los argumentos instrumentales a favor del control de
constitucionalidad tiene dos partes: la primera apela a los efectos beneficiosos de la supremacía y
rigidez de la Constitución, mientras que la segunda se refiere más específicamente al mecanismo de
control judicial.
En cuanto a la primera parte (supremacía y rigidez constitucional), el autor afirma que el punto de
partida de las teorías instrumentales es la visión de la tabla constitucional de derechos como reflejo
de los valores fundamentales ampliamente compartidos por los ciudadanos que integran la
comunidad política. En cuyo caso, a través de la Constitución, los ciudadanos y sus representantes
quieren asegurar que determinados principios de justicia serán respetados en el futuro, cualquiera
que sea la situación o las circunstancias personales en las que se hallen. Dado que los miembros de
la comunidad no pueden saber con seguridad cuáles serán sus circunstancias individuales en el
futuro, y menos aún las de sus descendientes, tienen buenas razones para elegir los principios que
sinceramente estiman justos, y para dificultar su modificación en el futuro.
Además, quienes elaboran una Constitución tenderán a la imparcialidad a la hora de elegir los
principios y reglas que deben ser incorporados en dicho documento normativo, en la medida que la
Constitución esté pensada para perdurar por mucho tiempo. En tal sentido, y siguiendo el
argumento formulado por L. Sager, Víctor Ferreres afirma que:
sus hijos y nietos desarrollarán sus vidas el día de mañana, los constituyentes se
ven forzados a adoptar una perspectiva general, más allá de sus intereses
inmediatos, con vistas a elegir reglas básicas que sean razonables para todos”464
Agrega que los principios elaborados desde esta perspectiva general suelen ser relativamente
abstractos, lo que contribuye a proteger la Constitución frente al paso del tiempo. Gracias a la
abstracción, el texto constitucional puede ser objeto de renovadas interpretaciones a lo largo del
tiempo, obteniendo de este modo el apoyo de las sucesivas generaciones.
Ahora bien, el autor pone en evidencia que si los principios constitucionales afectan a cuestiones
fundamentales de la vida política y social, y si están formulados en términos relativamente
abstractos, es inevitable que surjan discrepancias interpretativas a la hora de hacerlos valer en
distintos contextos prácticos. No siempre será fácil especificar la finalidad, el alcance y el modo de
interacción de los diversos principios. Por lo que habrá desacuerdo en un número significativo de
casos. También indica que el respeto de los principios constitucionales en forma de derechos exige
costes, y resulta tentador para la comunidad política, en un determinado momento, en conexión con
cierto problema, optar por no pagar esos costes. Sea por falta de imaginación moral, por debilidad
de la voluntad, por ciertas pasiones impulsivas en circunstancias extraordinarias, o por mezcla de
estas deficiencias, lo cierto es que la comunidad política pude dejar de honrar los principios de
justicia que, en el plano abstracto, acepta.
Ante tal panorama, señala el autor que incluir los referidos principios fundamentales en el texto
constitucional, en forma de derechos fundamentales, es una buena estrategia para forzar a los
órganos estatales a tomarlos en cuenta cuando adoptan sus decisiones. Los derechos adquieren
mayor visibilidad en las discusiones públicas y la asamblea parlamentaria experimenta una mayor
presión para sopesarlos con cuidado cuando discute y aprueba las leyes ordinarias.
Añade que dicha justificación de la supremacía constitucional sobre la legislación ordinaria está
inspirada en la teoría –ya mencionada- del «precompromiso», según la cual las sociedades salen a
veces beneficiadas si se imponen restricciones a sí mismas, del mismo modo que también los
individuos actúan racionalmente cuando se atan las manos para evitar todas decisiones irracionales
en el futuro. Ahora bien, el autor plantea dos aclaraciones.
Aclara, en primer lugar, que la analogía entre individuo y sociedad no es perfecta, pues una
sociedad está formada por una multiplicidad de individuos, con creencias e intereses contrapuestos,
y aunque una Constitución refleje valores ampliamente compartidos, no expresa una voluntad
unánime. Además, la Constitución no sólo limita a la generación constituyente, sino también a las
sucesivas. No obstante ello, el autor sostiene que la idea del precompromiso se puede mantener,
aunque de forma flexible, de la siguiente manera:
“(…) la idea es que la gran mayoría de los ciudadanos que pertenecen a distintas
generaciones encuentran razonable mantener una Constitución que pone límites a
464
Ibíd., p. 374.
265
Aclara, en segundo lugar, que lo que se espera de la Constitución no es que imponga a la política
ordinaria un conjunto de reglas específicas que contrarresten los prejuicios existentes en la
sociedad, pues, en definitiva, no hay razón alguna para esperar que los “padres de la Constitución”
estén exentos del conjunto de prejuicios que afectan a la población en general. Por lo que la
función de la Constitución es otra, a saber:
Dicho lo anterior, procede analizar el papel de los tribunales dentro del referido contexto. Agrega el
autor que el control judicial de la ley se constituye en una pieza crucial dentro del referido conjunto
de restricciones, en tanto que un control externo sobre el legislador puede ser necesario para
empujar a la comunidad política hacia una apreciación más profunda de los principios
constitucionales, así como a una mayor disposición a respetarlos. En cuyo caso, los tribunales
presentan ciertas ventajas potenciales, en comparación con los legisladores. Tales ventajas son las
siguientes:
ii. En segundo lugar, afirma el autor que los tribunales tienen una mayor predisposición
institucional a tomarse en serio los valores constitucionales, en razón del carácter
especializado de su función, que consiste, justamente, en evaluar o examinar las decisiones
o productos políticos a través del prisma de las normas constitucionales.
465
Ibíd., p. 375 y 376.
466
Ibíd. p. 376.
266
iii. Se agrega –en tercer lugar- que los tribunales, en una cultura jurídica desarrollada, tienen
que decidir con arreglo a principios. Sea, tienen que ofrecer razones para justificar sus
decisiones y esas razones tienen que ser de orden general (es decir, deben valer no solo para
el caso concreto, sino también para casos futuros), y como los jueces no pueden saber con
precisión quiénes resultarán beneficiados o perjudicados el día de mañana por las reglas
jurisprudenciales que hoy formulan, entonces tienen un fuerte incentivo para actuar de
manera objetiva.
“(…) el mayor tiempo y aislamiento de que disponen los jueces para la reflexión,
el carácter especializado de su función y la cultura de los principios que está
asociada a sus decisiones, constituyen elementos clave dentro del paquete
normativo que puede justificar el establecimiento de un sistema de control judicial
de constitucionalidad en materia de derechos.”467
Finalmente, el autor aclara que lo que la comunidad puede esperar de la justicia constitucional no es
que los jueces vayan a acertar siempre en sus decisiones frente al legislador, ni siquiera que vayan a
acertar muy a menudo. Tanto el legislador como los jueces constitucionales son instituciones
falibles y pueden errar en muchas ocasiones en que están en juego derechos fundamentales. Lo que
importa, en cuanto a este tema, es que, a pasar de sus limitaciones, la justicia constitucional es
menos imperfecta que los legisladores en este campo.
José Ma. Ruiz Soroa también analiza el tema de la objeción democrática y de las diversas posturas
que se pueden adoptar al efecto, en particular, la oposición entre el sustantivista –quien defiende el
modelo de democracia constitucional- y el demócrata radical –quien defiende la incompatibilidad
de fondo entre Constitución y democracia-.
Indica el autor que, según un planteamiento radical –defendido, como ya se examinó, por Waldron-,
el pluralismo significa que en toda sociedad existen unas divergencias amplias y profundas entre los
valores y las creencias que sostienen sus ciudadanos. Divergencias que no solo son sustantivas sino
también procedimentales, puesto que no solo existe desacuerdo sobre el contenido de los valores
básicos de la sociedad, sino también sobre la forma de determinarlos en su concreción y aplicarlos
en la vida real. Pero la sociedad no puede subsistir en la contemplación de su pluralismo, sino que
es preciso tomar decisiones. En eso consiste la política. Y si hay que adoptar decisiones sobre
cuestiones públicas, es forzoso un criterio al que atenernos a la hora decisiva, algún referente que
fundamente en último término nuestro sistema de gobierno y legitime las decisiones que éste
produce. Porque si bien todas las decisiones son probablemente falibles, no todas son legítimas.
467
Ibíd., p. 377.
468
La posición de este autor se tomará de: RUIZ SOROA, José Ma., op. cit., pp. 23 a 46.
267
Ante tal planteamiento, solo quedan dos salidas: o bien aceptamos que existe un núcleo de verdades
sustanciales que actúa como límite a lo que los ciudadanos podemos decidir (el coto vedado) y
entonces nos encontraremos ante la exigencia de tener que justificar y legitimar ese núcleo
sustantivo de valores en una sociedad en la que el desacuerdo, según tal planteamiento, es un
elemento estructural irrenunciable; o bien aceptamos más humildemente que lo único que podemos
encontrar como piedra basilar es una verdad procedimental, una regla para la toma de decisiones
públicas.
Añade el autor que el sustantivismo está implícito en quienes defienden el modelo de democracia
constitucional, puesto que aceptan que existe un ámbito excluido de la decisión de los ciudadano, el
ámbito de lo que según ellos «ya está decidido de una vez por todas» y que, con mayor o menor
amplitud, corresponde a lo que conocemos como derechos fundamentales de las personas y reglas
básicas del Estado de Derecho. El autor cita a Ernesto Garzón Valdés, como exponente del
sustantivismo, quien afirma que “la democracia entendida como regla de la mayoría y basada en el
principio «una persona un voto» no es autojustificable, sino que requiere siempre de un apoyo
externo, es decir, una especie de muletas morales que permitan actuar al sistema sin caer en el
dominio de la mayoría. Por ello, la democracia sólo se justifica si se somete a restricciones
constitucionales...”469.
Pero el sustantivismo –según afirma el demócrata radical- siempre fracasará a la hora de fundar las
restricciones o muletas que propone, porque la misma idea de su existencia es contradictoria con el
dato irreprimible del pluralismo de valores. Solo queda, entonces, el recurso al procedimiento
como única instancia capaz de fundar la corrección democrática de las decisiones. Partiendo de la
base de que ese procedimiento debe ser necesariamente inclusivo de todos los afectados por las
decisiones públicas y, puesto que arranca precisamente de la consideración de la persona humana
como un ser cuya propia dignidad exige su autonomía, se concluye que el procedimiento debe
forzosamente considerar por igual todas las voluntades individuales (la igual dignidad). Lo que
lleva inevitablemente a la conclusión de que la regla de mayoría es la única regla de decisión
congruente con la democracia, y la única que puede utilizarse para tomar decisiones legítimas.
Limitar su aplicación a unas pocas cuestiones, alegando que las más importantes están ya
predecididas en base a valores sustantivos depositados en los textos sagrados constitucionales, es
contradictorio con la esencia de lo que constituye la democracia pluralista.
Aclara José Ma. Ruiz Soroa que no es que el demócrata radical sea enemigo de los derechos
humanos ni de los valores de dignidad humana ínsito en ellos. Por el contrario, precisamente porque
aprecia esos valores, es por lo que se niega a aceptar que puedan estar fijados al margen de y por
encima de la decisión de los ciudadanos. Porque si así se admitiera, se estaría negando la capacidad
de las personas para ejercerlos El procedimiento de toma de decisiones que propone este radical
incorpora en sí mismo ciertos valores sustantivos (la igual dignidad de las personas) y en este
sentido el demócrata esencialista no es un escéptico moral ni un relativista. Pero es
procedimentalista: la legitimidad democrática de las decisiones se halla en el procedimiento seguido
469
Ibíd., p. 27.
268
para adoptarlas, no en el hecho de que sea respetuosas con unos valores predefinidos. El guardián
de esos derechos es precisamente la ciudadanía activa así como sus representantes en los
parlamentos, que son quienes en cada momento histórico deben reconstruirlos, adaptarlos y
aplicarlos. Una Constitución, sobre toda una más o menos rígida y blindada, no es en este sentido
sino una limitación injustificable al proceso democrático, un deplorable caso de desconfianza
institucionalizada hacia precisamente los supuestos portadores de los valores que se pretende
salvaguardar con ella. En definitiva, puro paternalismo.
Ahora bien, ante el debate que se plantea entre ambas posiciones y, en particular, frente a referida
objeción contramayoritaria al constitucionalismo, José Ma. Ruiz Soroa formula el siguiente
cuestionamiento: ¿Puede la democracia fundarse a sí misma?
En respuesta a tal cuestionamiento, el autor afirma que una regla democrática de decisión o, en
términos más explícitos, un proceso democrático de adopción de decisiones públicas, puede
fundarse sobre sí misma, sin necesidad de apoyo de verdades sustantivas previas, únicamente
cuando esas verdades o valores previos han sido incorporados al proceso o a la regla en forma de
presupuestos implícitos de su operatividad. De esta forma, las verdades o valores que no se aceptan
como sustancia, se han reintroducido subrepticiamente como elementos estructurales del proceso
269
mismo (v. gr., los valores sustantivos de libertad e igualdad o el principio de igual dignidad de
todos).
Pero, además, el procedimiento de decisión mayoritario depende para poder aplicarse de una
larguísima seria de precondiciones, tanto fácticas como procedimentales, a saber:
Al reino de la factibilidad pertenece una precondición básica: que exista una comunidad
política unida que acepta serlo, y esta aceptación no es, desde luego, susceptible de ser
decidida por mayoría. La regla de la mayoría sólo puede resolver los problemas de un
conjunto social ya formado, pero es perfectamente inútil si lo que se pretende es determinar
cuál es el conjunto adecuado. La democracia parte de un dato previo no susceptible de
solución democrática: que la unidad política está ya determinada. Pero es que, incluso antes
de ese dato, hay otro aún más previo: el hecho de que las personas forman parte de una
sociedad y no pueden salirse de ella.
En segundo lugar está el tema de decidir quiénes tienen derecho a participar en la decisión
de las cuestiones comunes y quiénes no ostentan ese derecho. Indica el autor que parece
difícil sostener en buena lógica que esa es una cuestión que decidir por mayoría, cuando
mientras no se establezca quiénes votan, no se podrá determinar la mayoría de ellos. La
única salida es admitir que el de participar es un derecho preexistente a cualquier decisión
colectiva y que para su defensa solo cabe echar mano a razones sustantivas (la autonomía
personal, la pertenencia, la afectación, etc).
En tercer lugar están los precondicionamientos procedimentales: decidimos por mayoría, sí,
pero ¿cómo se determina el orden del día de lo que se va a decidir? ¿Y el procedimiento de
discusión y los turnos de las intervenciones? ¿Y los candidatos a la elección? Señala que un
democratismo radical tendría que exigir que todo ello fuera también determinado de manera
democrática con carácter previo a la decisión misma. Pero ello sí que sería una regresión
inviable, pues entonces no se podría avanzar. La comunidad política estaría empantanada en
discusiones de procedimientos previos a los procedimientos previos a los
procedimientos….
Explica el autor que lo cierto es que todos estos precondicionamientos los recibimos del pasado en
forma de reglas de funcionamiento, muchas constitucionalmente sancionadas, otras implantadas por
la pura arbitrariedad histórica. Y tales reglas nos constriñen puesto que determinan qué y cómo
podemos decidir. Pero, a su vez, también nos capacitan para decidir, pues sin ellas no podríamos
siquiera empezar a actuar como sociedad democrática. De esta forma, comprobar que toda regla
procedimental está fundada sobre otra, y sobre precondiciones y supuestos fácticos y políticos,
permite rechazar la noción improbable de la regla que se funda a sí misma. Y “comprobar que,
precisamente, son esas precondiciones fácticas e institucionales establecidas antes las que nos
permiten actuar ahora democráticamente nos pone en el camino de una forma distinta de ver las
270
Señala, en tal sentido, que las reglas preexistentes a una actividad no son siempre y necesariamente
limitaciones de la libertad de quienes participan en esa actividad. Es más, hay reglas que no solo no
limitan una actividad, sino que crean esa actividad, la hacen posible. Las reglas de un juego no son
unos límites a la forma de jugarlo, sino que son sus propios elementos constituyentes. No existe el
juego sin las reglas. Por eso, se trata en este caso de reglas que capacitan para hacer algo que sin
ellas sería imposible, son creadoras de una actividad. Pues bien, indica el autor que debemos pensar
en la democracia como un juego, como una actividad muy concreta que requiere de unas reglas
previas para poder ser jugada. Esas reglas que la constituyen son complejas y multiformes, de
origen muy diverso, algunas derivadas de una libre decisión adoptada en cierto momento histórico,
otras heredadas de una tradición que en sí misma no era democrática, otras puramente fácticas y
contingentes. Pero todas ellas son necesarias para que aquí y ahora podamos practicar ese sistema
de gobierno. Si tuviéramos que inventar ahora y de nuevo todas las reglas constitutivas, la tarea
sería imposible. Una colectividad no puede tener propósitos coherentes, no puede decidir, al margen
y aparte de todos los procedimientos necesarios para la toma de decisiones; no puede en ningún
sentido del término hablarse de gobierno popular sin tener en cuenta el marco institucional que
permite al electorado tener una voluntad consistente. Las reglas no son limitaciones del juego, son
el juego mismo, por eso las decisiones se toman sobre la base de las predecisiones y ambas no
pueden separarse analítica o quirúrgicamente, como si unas fueran limitaciones de una voluntad que
se manifiesta plena y gozosamente sólo en las otras. No hay decisiones sin procedimientos, ni
voluntad popular sin instituciones. Por ello, según sostiene el autor, tiene más sentido ver a las
Constituciones:
Además, agrega el autor que pensar la democracia como un juego que está constituido por una
compleja serie de reglas permite comprender cómo en ese juego resulta ser tan relevante la
Constitución como la libre decisión de los votantes o de sus representantes en los parlamentos; la
decisión de los jueces constitucionales tanto como las leyes que se aprueban por el legislador. Lo
que supone un:
“(…) radical cambio en la comprensión del sistema y de sus actores. Porque nos
fuerza a comprender que no existe en la democracia una única regla esencial, que
estaría monopolizada por la decisión del pueblo, sino que la democracia es un
resultado, lo que produce un conjunto complejo de interacciones entre actores,
instituciones y tiempos distintos.”472
470
Ibíd., p. 39.
471
Ibíd., p. 40.
472
Ibíd., p. 42.
271
“(…) para aquellos que se pregunten cuál es el papel de la voluntad del pueblo en
ese sistema complejo, no cabe sino una respuesta: la voluntad del pueblo es eso
que está detrás de todas ellas, tanto de las Constituciones heredadas del pasado
como de las votaciones celebradas ayer mismo para elegir el Gobierno. No existe
un único locus donde situar al pueblo, sino que el pueblo entendido como principio
está detrás de todas y cada una de las instituciones democráticas. El pueblo no
debe entenderse en una manera monista, limitado y encapsulado en su expresión
decisoria o electoral, sino que posee múltiples y complejos registros y
manifestaciones.”473
Señala el autor que la clave está en comprender la «voluntad popular» de una manera pluralista o
compleja, nunca monista. La voluntad popular es el principio que inspira el sistema democrático, en
el sentido de impulsarlo hacia el más pleno autogobierno de unas personas libres e iguales; pero la
voluntad popular no es un dato real o empírico que pueda situarse en lugar alguno. De esta forma:
Incluso, manifiesta el autor que si en lugar de pensar la intervención política con los términos
propios de las categorías de «soberanía popular» o de «voluntad general», lo hacemos con la
categoría de «ciudadanía», podremos apreciar fácilmente que no existe oposición de base alguna
entre los parlamentos y los jueces constitucionales, pues en ambos, en definitiva, se lleva a cabo la
participación política de los ciudadanos, aunque sea en forma diversa. En efecto, la ciudadanía se
expresa en la elección de sus representantes y en la adopción por éstos de las decisiones generales
de gobierno. Pero es también la ciudadanía la que pone en marcha al juez constitucional, aunque en
473
Ibíd.
474
Ibíd., p. 44.
272
este caso lo haga individualmente. Ello por cuanto el juez constitucional no se activa de oficio, sino
que responde siempre a la petición fundamentada de uno o varios ciudadanos para que se obligue a
los poderes públicos a razonar y justificar la conformidad de una medida concreta de gobierno con
los derechos básicos de los ciudadanos, tal como éstos los han definido en un texto constitucional.
Por lo que no es correcto ver la situación como un enfrentamiento entre legislador y jueces, o entre
el pueblo y la aristocracia de la toga, pues, en ambos extremos de la cadena no encontramos sino a
la ciudadanía.
Adicionalmente, el autor sostiene que al igual que la voluntad popular es ilocalizable en un punto
exclusivo del sistema, es también difusa en el tiempo. Por lo que habla de «democracia continua»,
para destacar que:
Finalmente, para que dicho proceso democrático de formación concurrencial de las decisiones
políticas pueda producir resultados óptimos, es conveniente que exista distancia entre las diversas
manifestaciones de la ciudadanía, sea, que el pueblo-sufragio se distancie del pueblo-reflexión y del
pueblo- juez, pues sólo la separación y distancia garantizan un diálogo conflictual fructífero, porque
exige argumentar más y mejor.
Por su parte, Sebastián Linares expone que el constitucionalismo encierra en su núcleo un doble
compromiso difícil de mantener:
“(…) un compromiso con la idea de derechos (y por lo tanto, con una dimensión
sustantiva de la legitimidad), y un compromiso con la idea de democracia (esto es,
con una dimensión procedimental de la legitimidad). El primero de ellos se expresa
475
Ibíd., p. 46.
476
La posición de este autor se tomará de: LINARES, Sebastián, op. cit., pp. 27 a 29 y 45 a 61.
273
Agrega que ambos ideales se encuentran en fuerte tensión y dicha tensión se materializa en dos
cuestiones analíticamente distintas, aunque interrelacionadas. La primera se puede expresar por
medio de los siguientes cuestionamientos: ¿Qué justifica que existan asuntos –los derechos
consignados en una «Carta de Derechos»- sobre los cuales las mayorías no pueden decidir?
¿Debemos delinear la estructura política de nuestra sociedad de manera que algunos de los
derechos fundamentales estén protegidos por una «constitución» o «carta de derechos» rígida? Lo
que atañe, en última instancia, a la justificación del mencionado «coto vedado» de naturaleza
constitucional. La segunda cuestión se pude plantear de la siguiente manera: ¿Qué justifica que
unos jueces que no son elegidos por el pueblo –y que por lo tanto no rinden cuentas ante él- tengan
la autoridad para invalidar las leyes del Congreso? Esta segunda cuestión se relaciona con la
justificación del control judicial de las leyes.
Explica el autor que ambas cuestiones están fuertemente interconectadas, pero admiten un
tratamiento analítico distinto. Pues, incluso, es posible encontrar países con cartas de derechos
rígidas pero sin sistemas de revisión judicial (p. ej. Holanda), así como países que tienen cartas de
derechos flexibles con sistemas de revisión judicial (p. ej. Israel).
Ahora bien, en cuanto el primer tema, señala que justificar el «coto vedado» exige dar una respuesta
a dos objeciones democráticas. La primera es una objeción democrática «a secas» y arremete
fundamentalmente contra aquellas constituciones rígidas que exigen mayorías reforzadas para su
reforma. La segunda objeción democrática es una objeción democrática «intemporal» y arremete
contra las constituciones rígidas en general, exijan o no mayorías reforzadas para su reforma.
Explica que, para entender la primera objeción, debe tenerse en cuenta que el concepto de rigidez
no supone, necesariamente, la exigencia de una cláusula supermayoritaria de reforma. Esto es así,
pues una constitución puede ser rígida porque establece un procedimiento de reforma distinto y más
costoso que el procedimiento legislativo (por ejemplo, más rondas de debate, la intervención de
comisiones especiales, entre otras), pero, finalmente, sujeta la decisión final de la reforma a la regla
de la mayoría absoluta (mitad más uno). Se pueda hablar de constituciones rígidas pero
mayoritarias, por ejemplo, cuando la reforma constitucional es aprobada por la mayoría del
Congreso y exige la ratificación de la misma por intermedio de un referéndum popular, o cuando la
reforma constitucional requiere de la ratificación de la mayoría absoluta del Congreso del período
subsiguiente. Pues bien, señala el autor que la objeción democrática «a secas» se dirige sólo a las
constituciones rígidas que exigen mayorías reforzadas para la reforma y se puede plantear de la
siguiente manera: ¿Qué es lo que justifica que una minoría sea capaz de bloquear la voluntad de
cambio o reforma de una mayoría? ¿Qué es lo que justifica que una minoría tenga poder de veto,
477
Ibíd., p. 45.
274
dadas las circunstancias del desacuerdo reinante sobre cuestiones sustantivas de justicia? Ante tal
panorama, se podría afirmar que:
La segunda objeción, por su parte, apunta solo a la rigidez constitucional (que abarca tanto la
rigidez mayoritaria como la supermayoritaria), en tanto vuelve costosa la reforma y hace que el
texto perdure inalterable en el tiempo, generación tras generación. Tal objeción se puede plantear de
esta forma: ¿Cuál es la razón para que las generaciones posteriores deban ajustarse a los mandatos
de una constitución que no tuvieron oportunidad de aprobar? ¿Por qué las generaciones futuras han
de estar obligadas por lo que decidieron las generaciones pasadas, si no han podido participar en
dicho arreglo?
Aclara el autor que detrás de ambas objeciones yace “con fuerza la preocupación por construir una
noción de legitimidad plausible en circunstancias en las que nuestros desacuerdos sobre el bien y
la justicia son amplios y profundos”479. Agrega, además, que quienes esgrimen tales objeciones en
ningún momento renuncian a dar testimonio de un compromiso robusto con los derechos. Caso
paradigmático es el de J. Waldron.
Pues bien, ante tales objeciones, el citado autor señala que la doctrina ha propuesto dos tipos de
respuestas. Por un lado están quienes niegan el peso de las impugnaciones y defienden a rajatabla el
valor del «coto vedado». Por otro lado están quienes procuran atenuar las objeciones, imaginando
caminos de conciliación sin por ello tener que renunciar a la idea de una carta de derechos rígida y/o
con cláusulas de reforma supermayoritaria. Señala que la primera línea de pensamiento acude a la
noción –ya expuesta- del «precompromiso». La segunda rescata el valor de las fórmulas abstractas
en la estipulación de los derechos constitucionales.
En cuanto a la primera vía, el autor afirma que a la estrategia del precompromiso falla por un
problema de identidad. La metáfora de Ulises habla de un caso de autolimitación, en principio,
justificado: en el tiempo T1, Ulises decide limitar el rango de acciones que puede realizar en el T 2.
Por lo que es el propio Ulises el que se auto-limita para el futuro. Sin embargo, tal situación no se
parece a la de una sociedad que decide adoptar una carta de derechos rígida, por cuanto ahora la
sociedad S, en el tiempo T1, decide no solo limitarse a sí misma para el futuro, sino también a las
posteriores. En la metáfora de Ulises se estaba en presencia de una misma persona en dos tiempos
diferentes, mientras que el otro supuesto se está en presencia de sociedades distintas (la que
generación que –veinte, cincuenta o cien- años atrás adoptó la carta de derechos rígida y las
generaciones futuras). Afirma el autor que la violación de tal requisito de identidad distorsiona
478
Ibíd., p. 48.
479
Ibíd.
275
completamente el sentido de ejemplo de Ulises y echa por tierra la justificación del coto vedado
basado en el precompromiso.
Añade el autor que la metáfora de Ulises tampoco es idéntica en otro aspecto. Ulises se ata a sí
mismo con la certidumbre de que en el futuro se rendirá al canto seductor de las sirenas. Pero esta
certidumbre no es nada comparable con lo que sucede en materia de derechos. El hecho es que las
personas discuten sobre qué significan los derechos, qué derechos tienen, qué derechos tienen
preferencia, qué situaciones fácticas quedan subsumidas en qué derechos, y así. Y tal contexto de
desacuerdo no se condice en nada con la idea del precompromiso y de la autolimitación. Porque si
resulta que no sabemos (o está en discusión) qué es a lo que se comprometió el pueblo, lo normal
sería que todos resolvamos estos desacuerdos discutiendo, pero entonces ya no estamos limitados
por el precompromiso: una vez que deja de estar claro o resulta controvertido qué es a lo que se
comprometió el pueblo, se pierde todo fundamento de la idea de precompromiso para defender el
«voto vedado» de derechos.
En cuanto a la segunda vía, referente al valor de las fórmulas abstractas en la estipulación de los
derechos constitucionales, el autor remite al ya citado Víctor Ferreres, quien ha defendido la rigidez
en las cartas de derechos con la condición de que los derechos estén formulados en términos muy
abstractos, de manera que las mayorías legislativas pueden seguir discutiendo con responsabilidad
sobre sus límites, sus excepciones y la manera en que deben ser ponderados cuando entran en
conflicto. Estima Sebastián Linares que tal idea, en principio, tiene sentido. Según expone Ferreres,
los derechos fundamentales deben expresar el consenso básico de la sociedad sobre cuestiones
sustantivas de justicia, y si la carta de derechos es de difícil reforma, puede suceder que se produzca
un divorcio entre el contenido material de la carta y el consenso mayoritario de la sociedad. Ante
ello, una carta de derechos rígida puede evitar este riesgo potencial de deslegitimación democrática
recurriendo a la abstracción, es decir, al empleo de términos abstractos para la enunciación de
derechos. El contenido específico de los derechos pasa entonces a ser materia de discusión
ciudadana y legislativa, y la carta puede ser adaptada según evolucionen los juicios de las mayorías
sobre lo que implican esas fórmulas abstractas. La abstracción aumenta, pues, la capacidad del
texto para adaptarse a los nuevos concesos en materia de derechos y, al hacerlo, permite mantener la
confianza en la agencia presupuesta en toda noción de derechos, a la vez que sortear o atenuar la
llamada objeción intemporal.
Señala Linares que tal estrategia resulta muy atractiva para el demócrata, porque además de atenuar
la objeción intemporal, la abstracción propicia la deliberación democrática. Sugiere la imagen de
que la carta de derechos es una «guía de principios para deliberar» en vez de un «manual de
instrucciones». De esta forma:
“La carta de derechos no nos dice qué medidas concretas debe tomar el gobierno,
ni cómo se acomodan esos derechos en juego en los casos concretos, ni qué
derechos tienen primacía cuando chocan entre sí; sólo nos dicen cuáles son los
parámetros a la luz de los cuales las instituciones políticas deben deliberar. (…)
bajo esta perspectiva la constitución es como una «carta de navegación» que
276
ilumina el recorrido de los navegantes para que no choquen con los roqueríos,
pero una carta que nunca les dirá cómo navegar la nave ni hacia donde ir.”480
Sin embargo, agrega el autor que la idea de una carta abstracta de derechos como una «guía de
principios para deliberar» debe superar la siguiente objeción: los derechos (sus contenidos, sus
alcances, sus jerarquías), aun cuando sea abstractos, también son materia de un amplio y profundo
desacuerdo. Explica, al efecto, que es posible que todos los demócratas están de acuerdo –en el
nivel abstracto- con un listado mínimo de derechos políticos y civiles: el derecho a la vida e
integridad personal, el derecho a expresarse libremente, el derecho de votar y ser elegido, el
derecho a asociarse libremente, el derecho a circular, el derecho al uso exclusivo de la propiedad
personal. Pero, en cambio, las discrepancias se abisman cuando se pasa a discutir el valor de otros
derechos abstractos, como los derechos sociales, o algunos derechos culturales. Ante ello, se
cuestiona el autor por qué hemos de aceptar la rigidez de una constitución que no reconoce el igual
valor de los derechos sociales para la dignidad y autonomía de las personas.
Ante ello, el autor expone otra línea conciliadora, que viene de la mano de lo que él llama la
«rigidez mayoritaria» de las constituciones. La idea básica es que la rigidez constitucional puede
admitir dos variantes: la rigidez supermayoritaria y la rigidez mayoritaria. En el primer caso, las
constituciones sólo pueden ser reformadas por procedimientos especiales que emplean mayorías
reforzadas. En la segunda clase de rigidez, en cambio, los procedimientos de reforma pueden ser
más gravosos que el procedimiento de sanción de las leyes ordinarias (p. ej.: reglas especiales de
debate, plazos distintos, intervenciones obligatorio de comisiones expertas, formación de una
convención constituyente, ratificación del pueblo a través de un referéndum), pero, en definitiva,
emplean el criterio de la mayoría absoluta para la reforma constitucional.
Sostiene el autor que el hecho del pluralismo y los desacuerdos ponen en diferente aprieto a ambas
clases de rigidez. Así, si la rigidez constitucional supermayoritaria da lugar a dos clases de
objeciones democráticas (la objeción democrática «a secas» y la «objeción intertemporal»), las
constituciones de rigidez mayoritaria dan lugar solo a la objeción intertemporal.
Ahora bien, el autor destaca que la sola adopción de la regla de la mayoría para reformar las
constituciones no significa abrazar la idea de las constituciones flexibles. Una constitución es
flexible si puede ser reformada por el mismo procedimiento de sanción de las leyes ordinarias. Las
constituciones de rigidez mayoritaria, en cambio, establecen procedimientos más gravosos, distintos
al procedimiento legislativo ordinario, pero sujetan esos procedimientos al criterio de mayoría.
Después de realizar tal aclaración, el autor reitera que las constituciones de rigidez mayoritaria
enfrentan reproches democráticos menos poderosos, pues frente a ellas no cabe invocar la objeción
democrática «a secas». Y es que estas constituciones honran la igual dignidad política (porque
tratan igual a todos los votantes) y son asimismo «neutrales» respecto de las eventuales mayorías y
minorías de la generación actual (porque no privilegian ni el cambio ni el mantenimiento del estado
de cosas a favor de una minoría actual). Por lo que, en conclusión, la única objeción que cabe
480
Ibíd., p. 52.
277
hacerles es la objeción «intertemporal». Sin embargo, cabría distinguir dos especies de rigidez
mayoritaria, una rigidez fuerte y una rigidez moderada. Se habla de rigidez mayoritaria fuerte, por
ejemplo, cuando la reforma constitucional exige la formación de una asamblea constituyente (que
sujeta sus decisiones a la regla de la mayoría) y ésta supone, a su vez, la disolución del Congreso.
Afirma el autor que en este caso el gobierno tiene pocos incentivos –al menos, al principio de su
mandato- para impulsar la reforma, porque se arriesga a perder el poder al llamar a elecciones
constituyentes. Además, la formación de una asamblea constituyente es sumamente costosa en
términos económicos. Señale al autor que parece claro que una constitución semejante es de rigidez
mayoritaria, pero el componente de rigidez es sumamente fuerte. El componente de «rigidez»
también puede ser muy fuerte cuando se exige la ratificación de la reforma a través de un
referéndum popular, dado que la organización del referéndum puede insumir una considerable parte
del magro presupuesto estatal.
Ante ello, el autor sostiene que existe una vía instrumental interesante para atenuar la objeción
democrática intertemporal. Se trata de constituciones mayoritarias con «cláusulas de enfriamiento»
moderadas, sea, requisitos procesales destinados a incrementar la atención deliberativa de los
órganos democráticos. Indica el autor a que a tales constituciones las denominará constituciones de
«rigidez moderada y mayoritaria». Se trata de un procedimiento de reforma «bi-instancial», que
requiere, por un lado, de la aprobación de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros del
Congreso, y, por otro lado, de la ratificación por la legislatura del período subsiguiente (también por
mayoría absoluta de la totalidad de los miembros). Tal es el caso de los procedimientos de reforma
constitucional previstos en Colombia, Panamá, Suecia o Dinamarca. Sostiene el autor que, bajo tal
modalidad, la objeción intertemporal prácticamente se diluye. Si la mayoría de representantes está
en desacuerdo con los contenidos del texto constitucional, pueden iniciar una reforma y deben
esperar sólo los años que restan para el vencimiento del período legislativo para cambiarla. De esta
forma, la reforma ya aprobada, pasará a formar parte de los temas de la campaña electoral de los
nuevos candidatos a diputados. Por lo que habría de prever que se produzca un amplio debate
político que trascenderá a la opinión pública, porque aquí el debate tendrá tres frases: deliberación
en el seno de la legislación actual, deliberación en las campañas electorales y deliberación en el
seno de la nueva legislatura.
Agrega el autor que procedería cuestionar por qué no preferir simplemente una constitución
flexible. Entre los argumentos en contra de tal opción destaca el hecho de que, como ya se indicó,
las constituciones de rigidez moderada y mayoritaria dan un mayor espacio al diálogo ciudadano.
Sostiene que si una mayoría legislativa pretende reformar la constitución, necesita abrir un debate
público más amplio que el requerido en las constituciones flexibles, pues necesita convencer no
solo a la mayoría de los legisladores sino que a la mayoría de los electores. Argumenta, en tal
sentido, que si la reforma constitucional no granjea la aceptación de la ciudadanía, es probable que
el gobierno que aprobó la reforma no logre la reelección o no alcance la mayoría absoluta en la
nueva legislatura. Para ser reelegido, el gobierno necesita persuadir a los electores en las campañas
electorales y necesita volver a tratar la reforma en la nueva legislatura. Por lo que el debate político
debe pasar, pues, por un filtro argumentativo más profundo y más extenso, que abarca a más
personas. Lo que no sucedería en el caso de las constituciones flexibles.
278
Francisco J. Laporta explica que la objeción democrática puede formularse en los siguientes
términos: supuesto que exista un órgano legislativo que represente fidedignamente a la mayoría de
los ciudadanos y su pluralidad de convicciones, opiniones y preferencias, y que tome sus decisiones
mediante la regla de la mayoría, ¿cuál puede ser la razón que justifique la existencia de un texto
constitucional que se superponga a ese órgano y limite sus competencias legislativas dificultando o
excluyendo de sus deliberaciones y decisiones determinadas materias?
Agrega que, en efecto, casi todas las constituciones actuales suelen tener al menos dos rasgos
característicos: (i) son, en primer lugar, vehículos de normas que acuerdan ciertas limitaciones a la
agenda de los poderes legislativos; y (ii) son, en segundo lugar, documentos dotados de un grado
mayor o menor de rigidez. En virtud de estos dos rasgos, las constituciones necesariamente se
superponen a los órganos legislativos sin que estos puedan incluir sin dificultad en sus
deliberaciones y decisiones los temas acotados por dichas normas. En esto consiste la llamada
«primacía» de la Constitución.
Aclara que este problema que plantea la primacía y la rigidez del texto constitucional se da tanto si
la Constitución es un documento impuesto desde afuera o desde arriba por mecanismos políticos o
sociales de cualquier tipo, como si se trata de un documento elaborado y puesto en vigor por
procedimientos exquisitamente democráticos, ya que en este segundo caso bastaría sólo con esperar
unos años, una generación, para que el documento tuviera ya la naturaleza de un imposición
externa, anterior, no decidida por los interesados sino por la generación anterior.
Ahora bien, de previo a abordar el tema de la objeción democrática, el citado autor indica que es
necesario hacer referencia al tema de la rigidez de las Constituciones. Explica que es en las
disposiciones de reforma en donde se hospeda la mayor o menor rigidez de las Constituciones y
donde se ve con toda claridad esa primacía que se traduce en las limitaciones al alcance de la
actividad del poder legislativo. Señala que, en general, pude decirse que cuanto más fuerza se le
quiera dar a la norma constitucional más limitadas resultan las competencias del legislador
democrático en cuanto a su reforma. Por lo que el autor procede a presentar un abanico de
procedimientos de reforma que van descendiendo paulatinamente desde la primacía total de la
norma constitucional, en detrimento absoluto del principio democrático, hasta la primacía de la
decisión democrática ordinaria que supone la desaparición del ideal del constitucionalismo. A
saber:
481
La posición de este autor se tomará de: LAPORTA, Francisco J., El imperio de la ley. Una visión actual,
Editorial Trotta S.A., Madrid, 2007, pp. 219 a 242.
279
1.- El grado superior, es decir, el menos democrático, lo ocuparía la constitución o las normas
constitucionales que prohibieran al legislador democrático su modificación o reforma. La
norma constitucional se impone aquí totalmente a la ley ordinaria. No hay procedimientos de
reforma posible; simplemente los preceptos constitucionales se declaran intangibles. Tal
técnica se utiliza para proteger principios considerados irrenunciables. La Constitución
alemana recurre a ella para proteger los derechos fundamentales y la organización federal, y
la francesa para proteger la integridad del territorio y la forma republicana de gobierno.
8.- Decisión del órgano legislativo por mera mayoría a la que se añade, sin embargo, una
cláusula de enfriamiento que suponga que tal órgano ha de reconsiderar el proyecto en un
momento posterior.
10.- Cerca ya de la pura decisión democrática del órgano legislativo, en un sistema en el que
el único requisito que se le exige al legislador para culminar la reforma es que la incorpore a
una ley especialmente identificada como ley de reforma constitucional.
280
11.- Finalmente, el caso en que opere el simple mecanismo de la lex posterior como fórmula
de modificación de los preceptos constitucionales.
Señala el autor que, dentro de dicho surtido de grados de rigidez, la objeción democrática puede
verse con más perspectiva. En los supuestos 1 y 2, bien por la intangibilidad de los preceptos bien
por la extracción no democrática del órgano decisor, la objeción democrática es perfectamente
pertinente. El legislador democrático tiene sus competencias coartadas y limitadas por normas,
valores sustantivos o derechos de veto que no puede cuestionar. En los supuestos 3, 4, 5, 6, 7 y 8, se
está en presencia de mecanismos (mayorías calificadas, cláusulas de enfriamiento y referenda) que
será necesario calibrar. Aunque en ninguno de esos casos se puede afirmar que se haya hurtado la
decisión de legislador democrático. Lo que se hace es introducir una serie de limitaciones a su
composición y deliberación, muy complicadas y engorrosas en el supuesto 3, y relativamente
sencillas en el supuesto 8. Ahora bien, procede cuestionarse si ¿perjudican tales limitaciones la
calidad democrática de la decisión?
Aclara el autor que como se está presuponiendo que los órganos democráticos representan
fidedignamente a la sociedad y toman sus decisiones mediante el principio de mayoría, en el caso
de la exigencia de mayorías cualificadas se produce sin duda una interceptación del proceso
democrático así entendido, pues una minoría puede hacer triunfar su posición simplemente
oponiéndose al cambio y votando la preservación del statu quo. La regla de mayoría tiene dos
implicaciones importantes para el proceso de decisión: en primer lugar, a todos los votos les es
atribuido un igual valor, con lo que, a efectos del valor de su voto, todos los votantes son tratados
como iguales; en segundo lugar, todas opciones que se someten al procedimiento decisorio basado
en la regla de mayoría se someten en pie de igualdad a la consideración de los votantes. La
exigencia de mayorías cualificadas ignora esos dos rasgos, en tanto da mayor valor a los votos de la
minoría que no quiere la reforma constitucional, con lo que los votos son tratados desigualmente, y
se inclina claramente a favor del statu quo, pues la posición minoritaria puede triunfar contra la
mayoría de los votos. Por eso puede decirse que los procedimientos de decisión colectiva que
exigen mayorías cualificadas no respetan los fundamentos del procedimiento democrático puro.
Establecerlo para la reforma constitucional exige, por lo tanto, alegar razones suficientes para
ignorar esos fundamentos.
Por lo que se refiera a las cláusulas de enfriamiento, las cosas no son tan claras, porque pueden ser
de varios tipos. Ahora bien, si de lo que se trata es de someter la propuesta de reforma tras
replantear electoralmente la composición del órgano decisor (suspendiendo la legislatura y
convocando a elecciones generales para obtener un nuevo legislativo que apruebe esa reforma),
entonces no hay nada de objetar. Se trataría simplemente de autenticar o corroborar la mayoría. Si
de lo que se trata es de operar un simple enfriamiento «temporal» por la vía de posponer la
decisión un tiempo para que el mismo órgano democrático vuelva a aprobar la reforma, se trataría
de un mecanismo de intensificación de la deliberación. En ninguno de estos dos casos prospera la
objeción democrática.
281
En los casos 9, 10 y 11, tales supuestos de reforma son perfectamente democráticos. El referéndum
mediante el que los ciudadanos individual, igual y directamente deciden la aprobación o rechazo de
la reforma no puede tener ninguna tacha democrática. Otra cosa es que la aprobación de textos
complejos mediante referéndum sea lo más adecuado, pero no tiene ninguna tacha antidemocrática.
De hecho, en el simbolismo politológico, el cuerpo decisor de los ciudadanos es frecuentemente
identificado con el poder constituyente. Que tal poder cree o modifique la Constitución debe ser
considerado una suerte de competencia «natural». Y lo mismo puede afirmarse de los supuestos en
los que los representantes del cuerpo electoral constituidos en poder legislativo, por decisión
expresa incorporada a una ley de reforma o por decisión tácita, procedan a la reforma de la
Constitución.
Agrega el autor que, dicho lo anterior, procede plantearse qué cosas se introducen y protegen en los
textos constitucionales; en cuyo caso, el citado autor explica que es convicción común que las
Constituciones han de reconocer, formular y garantizar los derechos individuales básicos, que se
vienen denominando derechos humanos o derechos fundamentales. Afirma el autor:
“Recurriendo a la venerable idea de John Locke, puede decirse que los gobiernos y
los Estados tienen su razón de ser en la protección de derechos individuales
anteriores a ellos y al derecho positivo. (…) En consecuencia, el documento
solemne mediante el que se constituye una unidad política tiene que llevar en su
frontispicio la misión de reconocer y proteger tales derechos. Esta idea propia del
iusnaturalismo moderno de que hay derechos naturales anteriores a la comunidad
política, puede hoy ser también aceptada, sin esas adherencias iusnaturalistas,
recurriendo a una concepción de la Justicia entendida como un segmento de la
moralidad o de la ética que se expresa a través de derechos morales individuales
anteriores a cualquier establecimiento o incorporación al derecho positivo. Si se
acepta esto, entonces puede concluirse que la Constitución de una comunidad
política ha de reconocer y garantizar como derechos fundamentales aquellos
derechos morales previos. La justificación de esa incorporación y especial
‘atrincheramiento’ sería precisamente la apelación a la Justicia como complejo de
razones morales justificatorias.”482
La Constitución, por tanto, parece tener como contenido más característico el de proteger de las
incursiones de la mayoría el ámbito de un «coto vedado», que está compuesto básicamente por
derechos fundamentales y por aquellos mecanismos institucionales que puedan ser condición para la
garantía de esos derechos fundamentales. Y es aquí precisamente donde se origina la gran pregunta
que suscita la objeción democrática.
Francisco J. Laporta también se remite a Jeremy Waldron, quien recuerda que el mundo político
no sólo exige de los filósofos una teoría de la justicia, sino también una teoría de la autoridad. En tal
sentido, uno de los grandes problemas de la filosofía política es explicar cómo puede haber una
sociedad que se ordena y se gobierna a sí misma, que toma iniciativas y que funciona como un
482
Ibíd., p. 234.
282
agente, dada la pluralidad de sus miembros y los desacuerdos que tienen entre sí sobre la pregunta
de qué es lo que ha de hacerse. Como ya se indicó, esto es lo que Waldron llama «circunstancias
de la política», sea, la necesidad de tomar una decisión común y la existencia de desacuerdos
importantes sobre el contenido y el alcance que haya de tener tal decisión. En tales
«circunstancias», el método de decisión que se ha impuesto en las sociedades modernas ha sido el
método o procedimiento democrático: se discute libremente y se acuerda la decisión por mayoría. Y
cuál es la justificación de semejante método. Pues una consideración de los seres humanos como
seres reflexivos y autónomos, capaces de diseñar su vida y de ponerse en el lugar de los demás,
aptos para tomar parte en una discusión racional sobre medios y metas en las que se respete los
puntos de vista de otros, y dispuestos a comprometerse con sus propias decisiones reflexivas. Y si
se prefiere el procedimiento democrático de toma de decisiones es porque pensamos que esos
individuos tienen un derecho a participar en aquello que va a afectar a sus vidas y a tomar parte en
aquellas decisiones que establezcan los medios para resolver los problemas de la comunidad. Y ello
sólo puede concebirse si se piensa que están dotados de la racionalidad y el carácter suficiente para
incorporarse a esa reflexión colectiva sobre las medidas y reglas necesarias para ordenar y gobernar
unitariamente esa sociedad.
Pero el problema es que ese mismo fundamento es el que subyace precisamente a la idea de los
derechos básicos, en tanto que la idea de los derechos está basada en una visión del individuo
humano como un agente esencialmente pensante, dotado de una capacidad para la deliberación
moral, para ver las cosas desde el punto de vista de los otros, y para trascender su preocupación por
sus intereses propios y sectoriales. Por lo que la atribución de cualquier derecho es típicamente un
acto de fe en el actuar y en la capacidad para el pensamiento moral de cada uno de los individuos
concernidos. Y es aquí, precisamente, donde estaría la fuerza de la objeción democrática, pues, si
esto es así, entonces ¿por qué se hurta a la decisión democrática las cuestiones constitucionales
relativas a derechos?, ¿no supone ello negar a los individuos precisamente un derecho fundamental
a la participación?, ¿podemos afirmar los derechos básicos mediante el expediente de poner en
cuestión el fundamento mismo de esos derechos al atrincherarlos frente a la reflexión y la decisión
de ese mismo individuo al que se los reconocemos? La respuesta pareciera ser que el «coto vedado»
es la negación de la capacidad de cada individuo de reflexionar y decidir sobre el propio «coto
vedado», y ello supone tratarle como un menor o un incompetente. Pero, si es un menor o
incompetente, ¿por qué le atribuimos los derechos del «coto vedado»? Sólo la decisión democrática
en la que todos participan respeta los fundamentos en que se basan los derechos individuales. Por
tanto, sobreproteger y atrincherar los derechos en una Constitución inflexible, inaccesible al voto
ciudadano es contrario al propio fundamento de esos derechos.
Ahora bien, Francisco J. Laporta aclara que se está hablando solamente de la primera forma de la
objeción democrática, es decir, de aquella que trata de enfrentar las condiciones de rigidez de la
Constitución frente a su propio cambio o reforma. Y, como ya se explicó, existe una panoplia de
métodos de reforma: referéndum, cláusulas de enfriamiento, ley ordinaria de reforma, que cumplen
perfectamente con la exigencia democrática, sin necesidad de entregar las cláusulas constitucionales
al mero mecanismo de la derogación tácita de acuerdo al principio lex posterior. Esta formulación
de la objeción democrática, por tanto, sólo sería aplicable a las clausulas constitucionales
283
intangibles, es decir, irreformables, y a aquellas para las que se prevén métodos de reforma, como el
veto, la intervención de órganos no democráticos o las mayorías excesivamente cualificadas, que
ignoran el valor igual de cada ciudadano y su voto en las decisiones democráticas. Ante ello, surge
la siguiente interrogante: ¿hay algunas materias que merezcan el atrincheramiento o la protección
constitucional «antidemocrática» o de un atrincheramiento o la protección constitucional
democrática pero muy difícil de operar?
Señala el autor que la respuesta no puede ser tan contundentemente negativa como podría suponer
un partidario de la objeción democrática. Para mostrar hasta qué punto esto es así no sólo podrían
recordarse algunas de esas disposiciones constitucionales que, como la prohibición de la esclavitud,
parece imposible pensar que puedan ser derogadas o modificadas por ningún motivo. Señala que los
partidarios de la objeción democrática podrían argüir que puede haber desacuerdos sobre el alcance
de la prohibición o sobre la naturaleza de ese derecho, no sólo para limitarlo, sino también para
ampliarlo, y en ese caso la mayoría sería la única autorizada para deliberar y decidir. Pero también
puede hacérseles algunas preguntas a esa misma objeción democrática para ver si pueden obtenerse
de ella algunas dimensiones del constitucionalismo. Ello pondrá de manifiesto que dentro de esa
objeción hay algunos problemas cuya solución puede depender de un atrincheramiento
constitucional de algunos extremos.
En tal sentido, afirma el autor que hay algunas cosas que el procedimiento democrático no puede
establecer por razones lógicas: el ámbito para el que la decisión se va a tomar y el universo de
aquellos que han de tomar parte en el procedimiento, es decir, la identificación de quienes han de
votar y decidir. Son dos cosas que se hallan, por así decirlo, en un momento lógico anterior a la
puesta en marcha de la maquinaria argumentativa del proceso democrático. Una de las llamadas por
Waldron «circunstancias de la política» es que exista una entidad humana colectiva, un grupo, un
demos, que se vea en la necesidad de resolver un problema común. Pero ¿cómo podemos decidir
esas dos cosas?, ¿quién puede hacerlo?, ¿acaso el procedimiento democrático mismo da respuesta a
esas preguntas? Las espinosas cuestiones de ámbito de la democracia no pueden ser resueltas por el
mismo procedimiento democrático, porque el establecimiento de ese procedimiento presupone que
ya hemos determinado de algún modo el ámbito al que se va a aplicar. Pues bien, este mismo
argumento le es aplicable a la pregunta por quiénes son los titulares del derecho a participar. Es
obvio que no podemos dejar la respuesta a un procedimiento en el que tengan derecho a participar
estos o aquellos porque eso sería una petición de principio. La respuesta a la pregunta «¿quién debe
votar?» no puede ser sino que debe votar aquel que «tenga derecho a votar», lo que significa que
ese derecho es anterior al procedimiento. Debemos pues aducir razones sustantivas: la autonomía
personal, la igualdad de todos, la pertenencia a la comunidad como ciudadano, los derechos a
aceptar o rechazar normas que me van a ser impuestas, etc. Es decir, tenemos que dibujar un perfil
de rasgos identificatorios que definan a los titulares de ese derecho antes de que el procedimiento se
ponga en marcha. Y el mejor modo de hacerlo es mediante un haz de derechos individuales basados
en una concepción sustantiva, no procedimental, de esos derechos. Pero si esos derechos son
necesarios para la existencia de un procedimiento tan importante, pareciera lógico que los
protegiéramos del funcionamiento mismo del procedimiento situándolos en un espacio al que el
mecanismo democrático no tuviera fácil acceso.
284
Una vez expuestas y confrontadas distintas perspectivas atinentes a las posibles relaciones –en
algunos casos, conflictivas o dilemáticas- entre constitucionalismo, democracia y reforma
constitucional, es posible formular algunas conclusiones de interés sobre los límites jurídicos
autónomos procesales y sustanciales a la reforma constitucional. Pero, previo a ello, es
indispensable retomar un tema ya esbozado (vid. supra II.3), referente a los profundos desacuerdos
o discrepancias que se pueden suscitar en materia de juicios de valor o de justicia, y la dificultad de
instrumentar un método idóneo para solventar tales desacuerdos o discrepancias. Situación que se
agrava en las actuales sociedades democráticas, que se caracterizan por su pluralismo.
Ya se citó a Sebastián Linares, quien explica que vivimos en sociedades plurales, sea, sociedades
marcadas por el hecho del pluralismo y por la existencia de hondos desacuerdos. Lo que implica
que:
También resulta oportuno remitir nuevamente a Jeremy Waldron484, quien sostiene que la vida
humana compromete múltiples valores y es natural que la gente discrepe sobre la manera de
ponderarlos o darles prioridad. Además, las respectivas posiciones, perspectivas y experiencias
sobre la vida la proporcionarán a cada persona una base diferente desde la que realizar estos
delicados juicios. Estas diferencias en las experiencias y en las posiciones, junto con la complejidad
evidente de las cuestionas tratadas, significan que personas razonables pueden discrepar no solo
acerca de cómo es el mundo, sino también sobre la relevancia y el peso que debe atribuirse a las
diversas perspectivas disponibles. Este tipo de factores, en conjunto, hacen que los desacuerdos de
buena fe no solo sean posibles, sino también predecibles.
483
LINARES, Sebastián, op. cit., p. 30.
484
WALDRON, Jeremy, op. cit., p. 135.
285
Frente a tal realidad, se requiere “una respuesta institucional no para poner fin a nuestras disputas
–pues no tenemos esperanzas de zanjarlas definitivamente- sino para actuar colectivamente”485. De
esta forma surge el problema de quién y cómo se decide sobre tales disputas o desacuerdos y cuál es
el contenido justo o correcto de las decisiones que se puedan adoptar. Discusión que se enmarca
dentro de problemas filosóficos más generales.
El primer tema que se nos plantea es si, en efecto, es posible obtener respuestas correctas en
materia de juicios morales acerca de la justicia. Jeremy Waldron sostiene que, en el ámbito
filosófico, se puede adoptar dos posiciones, a saber: el realismo moral y el antirrealismo moral. Para
el realista moral, existen algunos juicios morales que son objetivamente verdaderos y otros
objetivamente falsos. Señala el autor que debe caracterizarse técnicamente la creencia realista en la
objetividad moral de la siguiente forma:
“Hay hechos que hacen que algunos juicios morales (esto es, algunos enunciados
de valor o de principios) sean verdaderos o falsos, hechos que son independientes
de nuestras creencias o de nuestros sentimientos acerca de los asuntos en
cuestión.”486
Los antirrealistas niegan esto. Niegan que existan hechos morales que determinen la verdad o
falsedad de los juicios que formulamos, y afirman que solo existen los juicios morales y las
personas que los formulan. Algunos juicios nos gustan y otros no, repudiamos algunos y apreciamos
otros, ignoramos algunos y aceptamos otros únicamente para poderlos rebatir. Pero no hay
cuestiones de hecho objetivas que justifiquen dichas actitudes o que conviertan en correctos o
incorrectos estos juicios.
Ahora bien, el autor estima que la referida objetividad moral carece de relevancia para el derecho y
para la resolución de los desacuerdos políticos, en tanto que no existen métodos o procedimientos
que nos permitan demostrar la verdad o falsedad de un juicio moral o mostrar de qué manera se
corresponde con la realidad moral, o al menos, los realistas morales no han aportado o acordado
algún método o procedimiento en tal sentido. De esta forma, sabemos de la existencia de
desacuerdos morales en la sociedad, pero incluso aquellos que creen en la existencia de respuestas
correctas a tales controversias son incapaces de alcanzar un acuerdo acerca de cómo podemos
conocerlas. Señala el autor:
“Aunque la idea de valores objetivos implica que un punto de vista es correcto y los
demás equivocados en una disputa sobre la justicia, es una idea que tiene muy
poca utilidad en política. En la medida en que los valores objetivos no se nos
revelan por sí mismos, en nuestra conciencia o descendiendo del cielo, de una
forma que no deje ningún espacio para el desacuerdo, lo único que nos queda es la
tierra son opiniones o creencias sobre valores objetivos. Los amigos de la verdad
insistirán obstinadamente en que existe realmente, aún, una cuestión fáctica ahí
485
LINARES, Sebastián, op. cit., p. 30.
486
WALDRON, Jeremy, op. cit., p. 196.
286
afuera. Realmente. Y quizás tengan razón. Pero es sorprendente lo poco útil que es
esta confianza puramente existencial para afrontar nuestros problemas de toma de
decisiones en política.”487
Señala el citado autor que algunos podrían pensar que lo único importante para evaluar la
legitimidad de una decisión política –y como tal, el único criterio relevante para rendirle respeto u
obediencia- es el procedimiento de toma de decisiones. Según tal postura, que el autor denomina del
procedimentalismo radical, los desacuerdos sustantivos son tan amplios, tan profundos y tan
persistentes, que sólo queda confiar en los procedimientos para fundar una teoría de la legitimidad.
El autor aclara que tal enfoque plantea inmediatamente la siguiente pregunta: si los desacuerdos
sustantivos son tan amplios y profundos, ¿por qué pensar que vamos a ponernos de acuerdo en un
procedimiento legítimo?, ¿por qué no pensar que el hecho del pluralismo y los desacuerdos
contaminará también nuestras concepciones sobre los procedimientos legítimos?
Alega que ni siquiera Waldron, el autor que mejor ha expuesto la primacía del procedimiento
democrático en las circunstancias del desacuerdo, ha sido capaz de abrazar una postura
procedimentalista radical. Ello por cuanto su posición parte de reconocer primacía absoluta al
derecho de participación en pie de igualdad, en tanto que tal derecho honra el valor de la igual
dignidad y autonomía personal. Y aceptar el valor de la igualdad dignidad y autonomía personal
significa que la dimensión sustantiva no es irrelevante. Indica que, en efecto, si se elige la primacía
del procedimiento democrático es porque al menos coincidimos en un criterio de corrección
sustantivo (en este caso, la igual dignidad y autonomía), que es previo al, e independiente del,
procedimiento de toma de decisiones. De otro modo no se sabría qué procedimiento elegir. Lo que
implica, en definitiva, que la única razón para preferir el procedimiento democrático está basada en
determinados valores sustantivos ulteriores o subyacentes al proceso.
487
Ibíd., p. 134, pie de página 62.
488
En cuanto a este punto, se seguirá el análisis doctrinal desarrollado en LINARES, Sebastián, op. cit., pp.
27 a 44.
287
subyacentes, como, por ejemplo, los principios de igual dignidad e igual autonomía de todos los
seres humanos (y se trataría entonces de una justificación intrínseca del procedimiento). Por su
parte, negar que existan valores sustantivos ulteriores o subyacentes implicaría que todos los
procedimientos son igualmente legítimos (o igualmente ilegítimos), y en tal caso es irrelevante cuál
elijamos.
“(…) o niega que haya procedimientos más legítimos que otros, lo que equivale a
renunciar a una concepción de legitimidad política, o acepta que existen
consideraciones sustantivas importantes involucradas en la propia noción de
legitimidad procedimental, lo cual colapsa en una concepción mixta, es decir, en
una concepción que reconoce el valor tanto de las consideraciones
procedimentales como las sustantivas”489
Indica el autor que, de otra parte, se podría imaginar que lo único que importa para evaluar la
legitimidad de una decisión política es la corrección sustantiva de las decisiones, siendo indiferente
la cuestión del procedimiento. A esta posición no le importa quién toma la decisión y cómo la toma.
Lo único relevante para valorar la legitimidad de las decisiones políticas es que ésta cumpla con
unos criterios determinados de justicia. A tal posición se le puede denominar como sustantivismo
radical.
Señala que el flanco débil de tal postura es que torna irrelevantes la idea de autoridad,
procedimiento y respeto a las decisiones en una sociedad marcada por el pluralismo. Si las
decisiones políticas son legítimas sólo si son congruentes con aquello que consideramos justo,
entonces éstas no merecen respeto ni obediencia cuando no se ajustan a nuestras creencias. Pero
dado que en nuestras sociedades plurales muchas personas abrazan distintas concepciones del bien
y la justicia, no habría acción colectiva posible, ni autoridad posible.
De esta forma, la dificultad central del sustantivismo radical es la de no saber responder al hecho
del pluralismo y las circunstancias de la política (Waldron). Necesitamos, por tanto, de los
procedimientos porque tenemos posiciones irreconciliables respecto de cómo organizar mejor
nuestra sociedad y cómo distribuir sus recursos. Lo que nos lleva a deslindar parcialmente la
dimensión sustantiva de la procedimental. Concebir la legitimidad política es por lo tanto imaginar
que las personas pueden ponerse de acuerdo en algunos puntos procesales incluso cuando ellos
están en desacuerdo sobre los méritos sustantivos de las decisiones que arrojaran tales
procedimientos.
489
Ibíd., p. 33.
288
Ahora bien, el citado autor aclara que rendirse ante una concepción mixta de ningún modo
soluciona todos los problemas implicados en la noción de legitimidad, por cuanto una vez que se
acepta el valor irrenunciable de ambas dimensiones, se debe entonces enfrentar la cuestión de cómo
resolver las tensiones que se suscitan entre ellas. Una primera respuesta podría ser sostener que una
concepción plausible de la legitimidad política debe reconocer que las consideraciones
procedimentales y sustanciales funcionan como «condiciones necesarias». De esta forma, una
decisión política es legítima si y solo si es tomada a través de un procedimiento reconocido como
legítimo y, además, respeta ciertos criterios de justicia sustantivos. Añade el autor que tal posición
resulta atractiva, pero su aplicación tropieza con los mismos problemas que se habían identificado
en el sustantivismo radical. Reitera el autor que nuestros desacuerdos sobre el bien, la justicia y el
derecho son amplios y profundos, y esperar a ponernos de acuerdo tanto en la dimensión
procedimental como en la sustantiva significa renunciar a forjar una concepción plausible de la
legitimidad política.
De lo anterior se deriva que concepción plausible de la legitimidad política, además de ser mixta,
está obligada a fijar alguna relación de primacía entre ambas dimensiones. Es así como aparecen
dos concepciones mixtas: el sustantivismo débil –que concede primacía a la dimensión sustantiva,
pese a aceptar el valor irrenunciable del procedimiento democrático-, y el procedimentalismo débil
–que concede primacía al procedimiento democrático, pese a reconocer la importancia de las
cuestiones sustantivas-.
Ante ello, procede cuestionarse cuál de las dos posturas resulta más plausible. El autor estima que
existen buenas razones para preferir el procedimentalismo débil. Para sustentar su posición, el autor
parte de la premisa del «hecho del pluralismo», que puede envolver las siguientes cuestiones: (i)
qué es la justicia; (ii) cómo determinar qué es la justicia; y (iii) qué procedimientos son legítimos.
Lo que supone cuatro espacios de desacuerdo: (1) estamos en desacuerdo acerca de qué
concepciones de la buena vida son más valiosas, (2) estamos en desacuerdo respecto de qué
decisiones son justas (y por lo tanto acerca de qué es la justicia), (3) estamos en desacuerdo acerca
490
Ibíd., p. 34.
289
de cómo saber qué decisiones son justas (esto es, acerca de los procedimientos epistémicos para
resolver nuestras discrepancias en materia de justicia) y (4) estamos en desacuerdo acerca de qué
procedimiento político es más adecuado para zanjar las disputas sustantivas o epistémicas.
Señala el autor que, una vez que se desglosan tales espacios de desacuerdo, lo primero que se puede
advertir es que los tres primeros espacios son más problemáticos para el sustantivista débil que para
el procedimentalista débil. En tal sentido, el sustantivista débil pretende llegar a un acuerdo básico
sobre el segundo y el cuarto de los espacios, mientras que el procedimentalista débil le basta con
generar el acuerdo sólo sobre el cuarto espacio. Afirma, al efecto, que se puede imaginar
perfectamente una sociedad que logre alcanzar un consenso acerca de cuáles son los procedimientos
correctos para tomar decisiones colectivas, sin presuponer acuerdo alguno en los otros tres niveles.
Y es que, además, la adhesión a un criterio de justicia sustantivo requiere mayor convicción
personal que la fidelidad a un procedimiento. Mientras que no podemos prestar consentimiento
racional a un conjunto de principios sustantivos en los que no creemos, sí puede ser racional
consentir un procedimiento que no nos parece perfecto, pero que, dados los desacuerdos, puede
resultar aceptable.
Finalmente, el autor reitera que las razones para preferir un procedimiento a otro en términos de
legitimidad no pueden ser más que sustantivas, y están relacionadas con los valores concretos que
un determinado procedimiento puede honrar (así como con la probabilidad de que dicho
procedimiento produzca resultados justos, al menos en los términos de los propios valores concretos
que justifican el procedimiento). Entonces: ¿Cuáles son los valores o principios sustantivos que
justifican, pues, la elección de la primacía del procedimiento democrático? A juicio del autor, son
dos:
i. El principio de igual dignidad, que dice que todos los ciudadanos merecen ser tratados con
igual consideración y respeto en las circunstancias del desacuerdo.
ii. El principio de igual autonomía, que dice que las personas son agentes libres y responsables
para elegir, revisar y cambiar planes de vida, y para deliberar y participar en la vida política
en pie de igualdad.
A juicio del autor, ambos valores justifican la prevalencia del procedimiento democrático como
criterio último de legitimidad. Y una teoría de la legitimidad se proyecta necesariamente sobre una
teoría de la autoridad final en un sistema político. Llevado al plano institucional, ello supone que la
regla de la mayoría legislativa (o, en su caso, la mayoría ciudadana expresada en el referéndum)
debe tener la última palabra institucional.
De mi parte interesa destacar –con sustento en el anterior desarrollo doctrinal- lo siguiente: (i) en
primer término, las profundas dificultades que supone la resolución de las disputas sobre lo justo en
290
las sociedades actuales marcadas por el pluralismo y, no obstante tales dificultades, persiste la
necesidad de resolver –aunque sea de forma provisional- tales disputas, a fin de lograr la acción
colectiva, y, (ii) en segundo lugar, una vez abocados a la determinación de un procedimiento o
método institucional para resolver de forma legítima tales disputas, deben tenerse presente los
obstáculos que suponen defender un procedimentalismo radical o un sustantivismo radical, al punto
de concluir que la única concepción plausible de la legitimidad política ha de ser, necesariamente,
una concepción mixta.
Procede, ahora, aplicar tales consideraciones al tema de esta tesis, sea, a la relación entre
constitucionalismo, democracia y reforma constitucional, y, particularmente, su impacto en cuanto a
los límites jurídicos autónomos procesales y sustanciales a la reforma constitucional. Lo primero
que debe señalarse es que debe diferenciarse dos escenarios diversos de análisis, a saber: (i) una
situación normal u ordinaria, en que ha de adoptarse una decisión política/normativa dentro del
marco normativo impuesto por la constitución, y (ii) una situación anormal o extraordinaria, en que
ha de adoptarse una decisión política/normativa dirigida a modificar formalmente el marco
normativo impuesto por la constitución (reforma constitucional).
En cuanto al primer escenario, cabe afirmar que, en efecto, una concepción mixta de la legitimidad
política es la que mejor se corresponde con el contenido de las actuales constituciones –que son
producto del Constitucionalismo Democrático-, en que conviven tanto el reconocimiento y garantía
de un régimen democrático, como el reconocimiento y garantía de un robusto sistema de derechos.
De un lado, se parte del reconocimiento que la ordenación vinculante de la vida en común y la
adopción de las principales decisiones públicas debe ser producto de un proceso deliberativo, en
que se garantice la plena participación a los miembros de la comunidad, conforme a los referidos
principios de igual dignidad e igual autonomía. Pero, de otro lado, dicho proceso deliberativo se
encuentra enmarcado o delimitado por el debido respeto a una serie derechos, que condicionan qué
se puede decidir y qué no se puede decidir.
y derechos que, por un lado, reconocen y garantizan las condiciones que hacen posible dicho
proceso deliberativo, y, por otro lado, también establece elementos sustanciales o materiales que
permiten enjuiciar el resultado del proceso.
Ahora bien, aunque pueda existir el referido consenso a favor del reconocimiento o adscripción a
toda persona del mencionado cúmulo básico de derechos, lo cierto es que aún persiste un tema
clave, que pueda dar pie a extensos e intensos desacuerdos, como es el de concretar cuáles son tales
derechos, el de precisar su contenido y alcance, y el de acoplar y armonizar el ejercicio de diversos
derechos que pueden entrar en conflicto o colisión entre sí.
Se puede afirmar, además, que aunque las Constituciones ya reconozcan un extenso conjunto de
derechos, ello se hace –normalmente- por medio de disposiciones normativas predominantemente
abstractas y porosas, que requieren –inevitablemente- su ulterior desarrollo y concreción, para
garantizar su plena operatividad, y para encajar y concertar su goce entre sí y con el funcionamiento
de otros elementos esenciales del sistema. Incluso, tal y como lo explica Anna Pintore, en el caso
de las proclamaciones constitucionales de los derechos, es normal que, desde el punto de vista
semiótico, queden notablemente indeterminada la gama de conductas que se consideran
cumplimiento de las obligaciones relacionadas con el derecho subjetivo, y “ello sucede no por
casualidad ni por descuido semántico, sino porque, por lo común, en las constituciones nos vemos
obligados a incluir sólo aquello sobre lo que «hemos convenido disentir» , y no podemos hacer otra
cosa si las entendemos como producto del self-government y, por tanto, punto de convergencia de
valores plurales”491.
Tales medidas legislativas procuran, por un lado, compaginar o armonizar entre sí las diversas
exigencias normativas que dimanan de los distintos enunciados constitucionales, que tienden a
entrar frecuentemente en colisión. También procuran determinar en fines más específicos los muy
abstractos objetivos trazados por la Constitución y adoptar medios para poder alcanzar unos y otros.
Por último, procuran arbitrar procedimientos y garantías de protección de los derechos reconocidos
en la Constitución, para que éstos se hagan efectivos en caso de transgresión.
Explica el autor que tal fenómeno puede observarse mediante una perspectiva diacrónica o por
medio de una visión sincrónica. Si se le analiza desde una perspectiva diacrónica, se:
491
PINTORE, Anna, op. cit., pp. 261 y 262.
292
“(…) observará con nitidez que el poder constituyente traza la carta de navegación
de la sociedad de manera muy sumaria y a largo plazo y que este trabajo se
complementa con el del poder legislativo, que concreta esa carta de navegación
según las necesidades que correspondan a cada momento histórico, llena sus
vacíos y la adapta a los medios políticos de que dispone la sociedad.”492
Por lo que afirma el autor que el nexo entre la Constitución y la legislación está definido por una
tensión que se proyecta a lo largo del tiempo, pues “mientras la Legislación concreta en el presente
las miras constitucionales de futuro, la Constitución traza el marco de posibilidades de que dispone
la política en cada momento histórico”494. Es en tal marco, que el Parlamento ejerce su
competencia legislativa de configuración, sea, de adoptar las medidas políticas indispensables para
armonizar las exigencias que se desprenden de los diferentes enunciados constitucionales, para
especificar el contenido y regular los alcances de tales enunciados, y para arbitrar los medios
pertinentes para hacer que sus mandatos se cumplan en la realidad. Y, como ya se indicó, en tal
proceso de configuración pueden surgir extensos e intensos desacuerdos.
Ahora bien, en tanto no esté en cuestión el propio contexto de deliberación y validación, sino que
esté en discusión únicamente su debido desarrollo, concreción o regulación, resulta razonable
introducir elementos o mecanismos que, en razón de su valor instrumental, enriquezcan el citado
proceso deliberativo y coadyuven en la resolución de tales desacuerdos. Y la existencia de una
jurisdicción constitucional aporta dicho valor instrumental, como así lo justifica Víctor Ferreres
[vid. supra III.6.b.v)]. Incluso, como sostiene José M. Ruiz Soroa, se puede argumentar que la
intervención de la jurisdicción constitucional hace parte de un “proceso democrático de formación
concurrencial de las decisiones políticas”495.
Sin embargo, la situación adquiere una dimensión o matiz diverso al trasladarnos al segundo
escenario ya mencionado, esto es, cuando lo que se pretende es modificar el texto constitucional,
sea, si lo que se pretende modificar es justamente el contexto de deliberación y validación. Surge
entonces la duda respecto de si es procedente imponer restricciones o límites sustanciales a tal
pretensión, en particular, el establecimiento de normas pétreas.
492
BERNAL PULIDO, Carlos, op. cit., p. 500.
493
Ibíd.
494
Ibíd.
495
RUIZ SOROA, José Ma., op. cit., p. 46.
293
En cuyo caso, los diversos factores que se han ido apuntando a lo largo de esta tesis [a saber: (i)
concebir que el poder constituyente derivado o poder de reforma es una manifestación o expresión
del poder constituyente; (ii) aceptar que la existencia de un procedimiento de reforma debidamente
diseñado y reglado en la propia constitución, lo que procura es garantizar normativamente la
posibilidad de revisar democráticamente las normas constitucionales; (iii) reconocer los profundos
desacuerdos que pueden existir en materia de juicios de valor y de justicia en sociedades cada vez
más pluralistas, fragmentadas y complejas; y (iv) admitir la poca utilidad de una norma pétrea
cuando existe efectivo consenso a favor del cambio constitucional], pueden operar como
argumentos para reducir, tangiblemente, la posibilidad de sostener la procedencia y valor de las
normas pétreas. Incluso, se puede sostener que la pretensión de clausurarle al pueblo, de forma
definitiva, la posibilidad de revisar y modificar las bases jurídicas que han de regir su convivencia,
resulta contraria al ideal democrático. Lo que en materia de reforma constitucional restringe o pone
en duda la posibilidad de establecer normas pétreas.
No obstante lo anterior, también se puede argumentar que el propio ideal democrático impone
reconocer que existe, al menos, un núcleo irreductible de valores, principios y derechos que no
pueden ser legítimamente derogados o suprimidos mediante el procedimiento de reforma
constitucional. Dicho núcleo irreductible estaría compuesto por aquellos valores, principios y
derechos que se estimen como indispensables para la existencia y funcionamiento de la democracia.
Lo que incluiría, claramente, el propio principio democrático, que implica reconocer la capacidad
de autodeterminación del pueblo. Además, la intangibilidad del principio democrático entraña
reconocer la intangibilidad de los valores fundamentales que le dan origen y sustento, como son los
de igual dignidad e igual autonomía de todos los individuos, así como los principios en que ello se
manifiesta en un régimen democrático, como son el pluralismo y la tolerancia. Así, no puede ser
objeto de derogación legítima en un régimen democrático, mediante el procedimiento de reforma
constitucional, el derecho de todos los individuos de expresarse en libertad y participar activamente
en las decisiones colectivas -lo que se traduce, entre otros extremos, en los derechos a la libertad de
conciencia, de pensamiento, de opinión, de expresión y de participación política en situaciones de
no discriminación-. Incluso, se podría agregar su sustento biológico, sea, la protección del ser
humano y de su integridad personal y moral.
Y este núcleo no puede ser objeto de derogación legítima mediante el procedimiento de reforma por
razones de coherencia interna del sistema de legitimidad democrática. La soberanía popular no
puede justificar la renuncia de la soberanía popular -que sería lo que pasaría con la derogación del
núcleo antes descrito-, pues “la soberanía popular no es, en efecto, algo que se exprese en un acto
único (un día, un momento) sino que es algo que, en rigor, habría que estar ejerciendo
continuamente.... Se ejerce de vez en cuando, cada cierto tiempo... pero todos los días, todos los
minutos el cuerpo electoral crece y se incrementa con nuevos miembros. (...) La soberanía popular
es, pues, un acto colectivo y continuado... del que no puede disponer... los miembros de una
determinada generación o de un determinado cuerpo electoral”496. Por ello, no corresponde a un
496
DÍAZ, Elías, “Legitimidad Democrática Versus Legitimidad Positivista y Legitimidad Iusnaturalista”, en
Anuario de Derechos Humanos, Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Derecho, Instituto de
Derechos Humanos, Madrid, enero, 1982, p. 69.
294
cuerpo electoral concreto y transitorio enajenar en un momento dado y para siempre su soberanía,
así como también la de aquellos que no han podido participar en tal decisión (por ser menores de
edad o por no haber nacido). Los miembros de ese cuerpo electoral transitorio pueden tomar
decisiones sobre las normas básicas de su convivencia, las que pueden condicionar y comprometer a
futuros ciudadanos. Decisiones que, con el transcurso del tiempo, pueden llegar a estimarse
incorrectas y hasta injustas. Pero lo que no pueden hacer es privar a los futuros ciudadanos de un
sistema jurídico-político que deje abierta la posibilidad de libre crítica y, con ello, la posibilidad de
cambio de ese orden normativo, en el caso de que las futuras generaciones estimen justo,
conveniente o necesario su cambio.
Por ello, el mismo principio democrático, que pretende garantizar al pueblo el ejercicio libre de su
derecho de autodeterminación presente y futuro, es el que exige que exista tal núcleo irreducible del
que no se puede desprender legítimamente mediante el procedimiento de reforma. Sea, tal principio
democrático, que exige mantener un proceso dialéctico siempre abierto, de forma que el pueblo
pueda definir -en cada momento histórico- las normas que han de regir su convivencia, es el que
exige -también y precisamente- que se mantengan en el tiempo las condiciones mínimas necesarias
para garantizar la sobrevivencia de tal proceso. Por lo que, en definitiva, se puede argumentar que
respecto de este núcleo sí se puede sustentar la existencia legítima de normas pétreas.
Ahora bien, lo dicho exige una serie de precisiones. En primer lugar, y evidentemente, siempre es
posible que se dé un cambio sustancial en la estructura ideológica/axiológica prevaleciente en una
sociedad, al punto de motivar un cambio radical en las bases políticas y jurídicas que regulan su
convivencia. Incluso, un cambio que implique la destrucción del núcleo antes indicado. Lo que se
sostiene, en cuanto a este extremo, es que dicho cambio -que supondría derogar o suprimir la
esencia del régimen democrático- no podría operarse, de forma legítima, mediante el procedimiento
de reforma constitucional que consagra el propio régimen democrático, por razones de coherencia
interna del sistema de legitimidad democrática. Como lo sostiene Robert A. Dahl:
Se insiste, eso sí, que se está haciendo referencia a la legitimidad democrática de la reforma
constitucional.
En segundo lugar, no puede obviarse la problemática que supone delimitar el referido núcleo. Se
puede citar, a modo de ejemplo, a Luis Prieto Sanchís, quien cuestiona cuáles son las condiciones o
requisitos de la democracia deliberativa, y señala:
497
Citado en GARZÓN VALDÉS, Ernesto, Propuestas, cit., p. 282.
295
De allí, que el citado autor concluye que delimitar las condiciones o requisitos de la democracia
deliberativa puede ser producto de una interpretación muy restringida o de una interpretación
bastante amplia, con tan solo variar ligeramente las coordenadas ideológicas.
No obstante ello, estimo que el hecho que resulte difícil delimitar el contenido de tal núcleo no
implica que, conceptualmente, no deba reconocerse su existencia.
En tercer lugar, se puede afirmar que más allá de tal núcleo se reduce sustancialmente la posibilidad
de sostener la procedencia y valor de las normas pétreas. E, incluso, cabe señalarse que en tales
supuestos debe abogarse por mecanismos no contramayoritarios, en cuanto al procedimiento de
reforma constitucional –este tema se retomará más adelante (vid. infra IV.6). Lo anterior conforme
un procedimentalismo débil como el expuesto por Sebastián Linares.
En cuarto y último lugar, cabe apuntar que independientemente de la controversia que pueda
generar el tema de la procedencia y eficacia de los límites jurídicos autónomos procesales y
sustanciales, habría que reconocer la existencia de otro importante conjunto de límites jurídicos a la
reforma constitucional, como lo son los heterónomos. Supuesto en el que adquiere particular relieve
el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Tema que habrá de desarrollarse a
continuación.
En distintos apartados de esta tesis se ha expuesto que el Derecho Internacional de los Derechos
Humanos afecta el ejercicio del poder constituyente, tanto originario como derivado (vid. supra
II.6.a, III.3 y III.6.a). Procede, ahora, profundizar en tales afirmaciones.
498
PRIETO SANCHÍS, Luis, Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, cit., p. 161.
296
En lo atinente a los límites jurídicos heterónomos a la reforma constitucional, Luis María Díez-
Picazo499 formula el siguiente interrogante: ¿Impone límites el derecho internacional al poder
constituyente de los Estados?
Agrega el autor que el mero planteamiento de tal cuestión choca con la concepción clásica de poder
constituyente como “un poder originario, en el sentido de que no deriva de ningún poder jurídico
preexistente. […] poder prejurídico y, por ello mismo, ilimitado”500. Sin embargo, el mismo autor
señala que la concepción clásica de poder constituyente presenta aspectos poco convincentes. Indica
que, de entrada, no explica satisfactoriamente la creación de constituciones federales. Añade que
tampoco tiene en cuenta la importancia, a veces crucial, de las normas provisionales que regulan los
procesos de elaboración de constituciones. Cita, como ejemplo, lo sucedido en la República de
Sudáfrica, tras el fin del apartheid. Según las normas acordadas entre los diversos partidos políticos
por los que habría de regirse la transición a la democracia, el nuevo texto constitucional que se
elaborase tendría que ser sometido a examen previo de la Corte Constitucional y, solo una vez que
ésta hubiese dado su certificación, podría entrar en vigor. Afirma el autor que tal experiencia encaja
mal en la concepción clásica del poder constituyente.
Alega el autor que, en todo caso, y más allá de las controversias que pueden existir sobre la
concepción clásica del poder constituyente y sobre sus posibles límites, parecer haber un cierto
consenso en la doctrina acerca de los límites impuestos por el derecho internacional. Por lo que el
citado autor se propone analizar el fundamento, contenido material y la fuerza obligatoria de los
límites internacionales al poder constituyente.
Explica, en primer lugar, que, según el derecho internacional, los Estados son libres de dotarse de la
estructura política-administrativa que estimen más conveniente. Lo que implica que, en principio,
las interferencias en tal ámbito por parte de terceros Estados o de otros sujetos de la comunidad
internacional son ilícitas. Ello en aplicación del principio de no intervención en los asuntos internos
de los Estados, proclamado solemnemente por el apartado séptimo del artículo 2 de la Carta de las
Naciones Unidas, que establece: “Ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones
Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados,
ni obligará a los Miembros a someterse a dichos asuntos a procedimientos de arreglo conforme a
la presente Carta…”. Sin embargo, ¿significa ello que el ejercicio del poder constituyente –tanto
originario como derivado o poder de revisión constitucional- no puede quedar sometido a límite
alguno de derecho internacional? El autor afirma que la respuesta a tal cuestionamiento debe ser
negativa por dos órdenes de razones, a saber:
499
La posición de dicho autor se toma de DÍEZ-PICAZO, Luis María, “Límites internacionales al poder
constituyente”, op. cit., pp. 9 a 32.
500
Ibíd., p. 9.
297
Por lo que el autor afirma que los Estados no dejan de estar sometidos al derecho internacional
cuando aprueban o modifican sus propias normas constitucionales. Agrega que, sin embargo, no
todas las fuentes del derecho internacional inciden por igual sobre el ejercicio de poder
constituyente de los Estados.
Señala que las cosas están bastantes claras por lo que se refiere al derecho internacional
convencional. Como ya se adelantó, el Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 23
de mayo de 1969, que en gran medida codifica el preexistente derecho consuetudinario en la
materia, aborda expresamente el problema de las colisiones entre tratados internacionales y normas
constitucionales nacionales, en sus artículos 27 y 46. La regla general, por tanto, es que no cabe
invocar las propias normas constitucionales para justificar el incumplimiento de obligaciones
convencionales. Lo que comprende tanto normas constitucionales anteriores a la conclusión del
tratado, como eventualmente las normas constitucionales que se adopten con posterioridad.
Indica que, en definitiva, el hecho que los tratados internacionales puedan establecer límites al
poder constituyente no plantea especiales dificultades. Se trata de obligaciones voluntariamente
aceptadas por los Estados. Además, son normalmente susceptibles de terminación. Lo que implica
que los tratados internacionales en vigor no suponen un obstáculo insuperable para la adopción de
298
Agrega el autor que las cosas son menos lineales con respecto al derecho internacional general.
Explica que el hecho que el derecho internacional general esté formado por normas a las que el
Estado no ha dado necesariamente su consentimiento no excluye la plena vinculación de aquél. Lo
que se refiere también al ejercicio del poder constituyente. Sin embargo, ocurre que es difícil
identificar los límites al poder constituyente procedentes del derecho internacional general. En lo
referente específicamente a los derechos humanos, el autor explica que se debate si el respeto por
los derechos humanos constituye una obligación erga omnes. Indica, en cuanto a este punto, que
hoy en día se admite que los Estados tienen ciertas obligaciones hacia la comunidad internacional
en su conjunto, para la salvaguarda de importantes intereses colectivos. Estos son también
protegidos mediante el ius cogens, explícitamente consagrado en el artículo 53 del Convenio de
Viena sobre el Derecho de los Tratados. Como ejemplos indiscutidos de obligaciones erga omens –
y de ius cogens- suelen citarse las prohibiciones del genocidio, la esclavitud y la discriminación
racial. Sin embargo, resulta dudoso que en el estado actual del derecho internacional pueda
afirmarse que el respeto por los derechos humanos en su conjunto sea una obligación erga omnes.
Por otra parte, el autor reitera que los límites internacionales más intensos y frecuentes al poder
constituyente vienen dados por los tratados internacionales sobre derechos humanos. Ámbito en que
ha jugado un papel trascendental la regionalización de los tratados internacionales sobre derechos
humanos y la provisión de órganos jurisdiccionales internacionales habilitados para conocer de
recursos interpuestos por particulares por infracción a tales instrumentos internacionales. En cuyo
caso, tales órganos cumplen un papel trascendental al especificar el significado y alcances de los
derechos reconocidos en dichos tratados internacionales. Lo que supone, en el caso particular de los
derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, y en razón de cuerpo
jurisprudencial construido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que:
“(…) cada uno de esos derechos posee un contenido necesario y común a escala
continental, frente al cual no cabe oponer peculiaridades constitucionales
nacionales. En los países que pertenecen al Convenio Europeo de Derechos
Humanos, las normas constitucionales sobre derechos humanos sólo pueden
operar autónomamente en aquellos sectores que no han sido aún tocados por la
jurisprudencia de Estrasburgo. El derecho de los derechos humanos aplicable en
cada país resulta ser, así, una peculiar combinación de las propias normas
constitucionales y elaboraciones jurisprudenciales con la mencionada
jurisprudencia de Estrasburgo. Todo ello conduce a una notable uniformidad del
derecho de los derechos humanos a lo largo y ancho de Europa y, por consiguiente,
299
Otro tema a analizar se refiere a la fuerza obligatoria de tales límites internacionales al poder
constituyente. En concreto, ¿qué consecuencias tiene que un Estado establezca una norma
constitucional en violación de uno de los mencionados límites internacionales? El autor señala que,
respecto a este punto, procede diferenciar entre límites de derecho internacional general y límites
de derecho convencional.
Señala que los límites de derecho convencional son los más usuales. Añade que la opinión más
convincente es que, desde el punto de vista del derecho internacional, la aprobación de una norma
constitucional contraria a un tratado en vigor supone un incumplimiento de lo acordado que podrá
dar lugar a la responsabilidad internacional correspondiente. El autor sostiene que:
Ahora bien, señala el autor que el hecho que el derecho internacional no exija la anulación de la
norma constitucional contraria a un tratado internacional vigente no significa que ello no pueda ser
lo exigible según el propio ordenamiento interno.
Finalmente, en lo referente a derecho internacional general, el autor argumenta que este caso quizá
pueda reputarse como inválida una norma constitucional abiertamente contraria a aquél. Alega el
autor que el derecho internacional general no solo es obligatorio para todos los Estados
independientemente de su consentimiento sino que, como ya lo indicó, muy pocos de sus principios
son idóneos para limitar las opciones constitucionales de los Estados. El derecho internacional
puede ser visto como el marco que permite la existencia misma de los Estados y, por tanto, también
de toda forma de derecho. Por lo que, a su juicio, aprobar una norma constitucional abiertamente
contraria al derecho internacional general equivaldría, de alguna manera, a situarse deliberadamente
fuera de la civilización.
501
Ibíd., pp. 18 y 19.
502
Ibíd., p. 25 y 26.
300
Lo expuesto por dicho autor coincide, en términos generales, con lo que se ha venido exponiendo a
lo largo de esta tesis (vid. supra II.6.a, III.3 y III.6.a). Aunque debe hacerse la observación que el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos no solo opera como límite (deber negativo de
abstención) a la reforma constitucional, sino que, en determinados casos, genera la obligación de
operar una reforma constitucional (deber positivo de actuación). Como ya se señaló, constituye un
principio elemental del Derecho Internacional el que ningún Estado puede invocar la observancia de
su legislación interna, incluidas las normas de rango constitucional, para incumplir los compromisos
que ha asumido en un tratado internacional (artículos 26, 27 y 46 de la Convención de Viena sobre
el Derecho de los Tratados). A lo que debe añadirse que el Estado parte en un tratado, convenio o
pacto internacional sobre derechos humanos asume internacionalmente obligaciones de respeto, de
protección y de cumplimiento de los derechos reconocidos por tales instrumentos normativos, sea,
contrae los siguientes compromisos: (i) el deber primario de abstenerse de impedir, obstaculizar o
injerir indebidamente en el goce o ejercicio de tales derechos (obligación de respeto); (ii) el deber
de impedir que terceros imposibiliten, obstaculicen o injieran indebidamente en el goce o ejercicio
de esos derechos (obligación de protección), y, (iii) el deber de emprender las acciones necesarias
para asegurar que las personas sujetas a su jurisdicción estén en condiciones de gozar o ejercer los
mencionados derechos (obligación de satisfacción o cumplimiento).
De lo que se deriva que el DIDH genera una primera obligación básica, de carácter negativo,
referente al deber de los Estados que han suscrito un tratado, convenio o pacto internacional sobre
derechos humanos de no modificar o innovar su ordenamiento jurídico interno en contradicción con
tal instrumento internacional. De esta forma, admitido o integrado determinado instrumento
internacional sobre derechos humanos en el respectivo ordenamiento jurídico estatal, mientras tal
instrumento esté vigente impone una restricción externa o heterónoma, que hacia futuro impide
innovar o modificar el ordenamiento jurídico interno en oposición a éste, aunque la alteración en
cuestión sea de rango constitucional, por existir un compromiso internacional en el sentido de no
alterar el Derecho interno de forma que se incumplan las obligaciones asumidas por el Estado en
materia de reconocimiento, promoción y protección de los derechos humanos. Implica un coto
jurídico que el Estado asume y se autoimpone, incluso respecto a la futura actuación del poder
constituyente, tanto originario como derivado [vid. supra II.6.b.i) y III.3]. De esta manera, el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos se constituye en un límite jurídico sustancial
heterónomo a la reforma constitucional503.
503
Incluso, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido su competencia consultiva para
conocer de proyectos de reforma constitucional, a efectos de ayudar al Estado solicitante a cumplir mejor sus
obligaciones internacionales en materia de derechos humanos y prevenir una innovación en su ordenamiento
jurídico que pueda implicar una violación a la Convención. Esto en opinión consultiva OC-4/84 del 19 de
enero de 1984.
301
Pero, además, el DIDH también impone una segunda obligación, de carácter positivo, por cuanto el
Estado parte tiene el deber de adoptar acciones positivas, a fin de crear las condiciones necesarias
para que las personas sujetas a su jurisdicción puedan disfrutar –de forma inmediata o progresiva-
de los derechos reconocidos en los referidos instrumentos internacionales. Por lo que las
obligaciones del Estado parte no se agotan en el deber de abstenerse de incurrir en conductas
violatorias de los derechos humanos, sino que, además, debe adoptar aquellas medidas legislativas,
administrativas o judiciales que sean necesarias y eficaces para asegurar la vigencia, operatividad y
efectividad, a nivel nacional, de los derechos reconocidos en las normas internacionales sobre
derechos humanos. Lo que incluye el deber de proceder a la adecuación de sus estructuras y de su
sistema jurídico. Ello puede suponer, en determinados casos, la obligación de reformar las normas
constitucionales.
Así lo ha entendido, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Esta ha indicado -
en opinión consultiva OC-14/94 del 9 de diciembre de 1994- que los artículos 1 y 2 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos establecen el compromiso de los Estados de
respetar los derechos y libertades reconocidos en ella, a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda
persona sometida a su jurisdicción, y a adoptar, en su caso, las medidas legislativas o de otro
carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades. Por ello:
“(...) Según el derecho internacional las obligaciones que éste impone deben ser
cumplidas de buena fe y no puede invocarse para su incumplimiento el derecho
interno. Estas reglas pueden ser consideradas como principios generales del
derecho y han sido aplicadas, aún tratándose de disposiciones de carácter
constitucional, por la Corte Permanente de Justicia Internacional y la Corte
Internacional de Justicia [Caso de las Comunidades Greco-Búlgaras (1930), Serie
B, No. 17, pág. 32; Caso de Nacionales Polacos de Danzig (1931), Series A/B, No.
44, pág. 24; Caso de las Zonas Libres (1932), Series A/B, No. 46, pág. 167;
Aplicabilidad de la obligación a arbitrar bajo el Convenio de Sede de las Naciones
Unidas (Caso de la Misión del PLO) (1988), págs. 12, a 31-2, párr. 47]. Asimismo
estas reglas han sido codificadas en los artículos 26 y 27 de la Convención de
Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969.
36. Es indudable que, como se dijo, la obligación de dictar las medidas que fueren
necesarias para hacer efectivos los derechos y libertades reconocidos en la
Convención, comprende la de no dictarlas cuando ellas conduzcan a violar esos
derechos y libertades.
Son muchas las maneras como un Estado puede violar un tratado internacional y,
específicamente, la Convención. En este último caso, puede hacerlo, por ejemplo,
omitiendo dictar las normas a que está obligado por el artículo 2. También, por
supuesto, dictando disposiciones que no estén en conformidad con lo que de él
302
En cuanto al fondo, la Corte declaró que el Estado chileno había violado el derecho a la libertad de
pensamiento y de expresión, consagrado en el artículo 13 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos. Indicó –en lo que interesa a esta tesis- que:
Además, agregó:
Por lo que, finalmente, la Corte decidió que “el Estado debe modificar su ordenamiento jurídico
interno, en un plazo razonable, con el fin de suprimir la censura previa”.
Otro ejemplo paradigmático lo constituye el caso Caesar vs. Trinidad y Tobago (sentencia de 11 de
marzo de 2005). En esta oportunidad, la Corte Interamericana de Derechos Humanos tuvo por
acreditado que, el 10 de enero de 1992, el señor Caesar fue condenado por el delito de tentativa de
violación sexual, contemplado en la Ley de Delitos Contra la Persona de Trinidad y Tobago, y fue
sentenciado a 20 años de prisión con trabajos forzados y a recibir 15 azotes con el “gato de nueve
colas”. El 5 de febrero de 1998, el señor Caesar fue efectivamente sometido a 15 azotes con el
“gato de nueve colas”, en cumplimiento de su sentencia.
La Corte también tuvo por acreditado que las normas que autorizan la imposición de penas
corporales en Trinidad y Tobago están contenidas en dos leyes, una de las cuales es la Ley de Penas
Corporales (para Delincuentes Mayores de 18 años). Dicha ley prevé la aplicación de penas
corporales para ciertos delitos a través de, inter alia, los siguientes métodos: latigazos con una vara
de tamarindo u objetos similares, y flagelación con un objeto denominado “gato de nueve colas”.
El “gato de nueve colas” es un instrumento de nueve cuerdas de algodón trenzadas, cada una de
aproximadamente treinta pulgadas de largo y menos de un cuarto de pulgada de diámetro. Las
cuerdas están asidas a un mango. Las nueve cuerdas de algodón son descargadas en la espalda del
sujeto, entre los hombros y la parte baja de la espina dorsal. Por su parte, la Sección 6 de la
304
En cuanto al fondo, la Corte recordó que todos los instrumentos internacionales de derechos
humanos de alcance general, sean de carácter regional o universal, incluida la propia Convención
Americana sobre Derechos Humanos (artículo 5), reconocen el derecho a la integridad personal.
Dichos preceptos generales se complementan con la prohibición expresa de la tortura y otros tratos
o penas crueles, inhumanos o degradantes previstos en los instrumentos internacionales específicos
y, para efectos del presente caso, la prohibición de la imposición de penas corporales. También
señaló que diversos órganos internacionales de promoción y garantía de los derechos humanos han
considerado que el castigo corporal es incompatible con las garantías internacionales contra la
tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes. Por lo que, finalmente, concluyó que la Ley
de Penas Corporales debe ser considerada contraria a los términos del citado artículo 5 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Ahora bien, en lo que interesa específicamente a esta tesis, debe indicarse que la Corte también
examinó si el señor Caesar tuvo a su disposición un recurso efectivo en la legislación interna para
impugnar la existencia o la imposición de penas corporales. Se estimó que si bien el señor Caesar
no apeló su sentencia ante el Privy Council, al momento de los hechos era improbable que una
apelación ante dicha institución, respecto de la aplicación de penas corporales, tuviera éxito. Ello
en razón de la citada cláusula de exclusión, prevista en la Sección 6 de la Constitución. Por lo que
se concluyó que el Estado no proveyó a la víctima de un recurso efectivo para impugnar la
imposición de la mencionada pena corporal. Consecuentemente, la Corte consideró que Trinidad y
Tobago era responsable por la violación del artículo 25 de la Convención (que prevé el derecho a un
recurso sencillo y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o tribunales
competentes, que ampare contra actos que violen los derechos fundamentales reconocidos por la
Constitución, la ley o la Convención), en relación con los citados artículos 1.1 y 2 de la misma, en
perjuicio del señor Caesar.
“132. Por haber declarado que la Ley de Penas Corporales es incompatible con
los términos del artículo 5.1 y 5.2 de la Convención (supra párr. 73 y 94), la Corte
requiere al Estado que adopte, dentro de un plazo razonable, las medidas
legislativas o de otra índole necesarias para derogar la Ley de Penas Corporales.
Como consecuencia, la Corte decidió que el “Estado debe enmendar, dentro de un plazo razonable,
la Sección 6 de la Constitución de Trinidad y Tobago”.
Dicho lo anterior, procede ahora analizar la relación entre los límites jurídicos autónomos y los
límites jurídicos heterónomos a la reforma constitucional. Se podría pensar, en tal sentido, que el
DIDH, en tanto límite jurídico sustancial a la reforma constitucional, ha venido a sustituir la función
que tradicionalmente se atribuía a las normas pétreas expresas. Sin embargo, a tal impresión habría
que hacer una serie de reparos:
Por otra parte, en el caso en que efectivamente se considere que determinada norma pétrea
tiene la pretensión de consagrar y tutelar un derecho humano, aun así, habría que ser
cauteloso al estimar que su función ha perdido relevancia ante el desarrollo del DIDH. Ello
es así, pues, en primer lugar, siempre existe la posibilidad de Estados, aún democráticos, en
que no se hayan adoptado los principales instrumentos internacionales en materia de
derechos humanos. A lo que debe agregarse la principal limitación que actualmente persiste
306
Así las cosas, en un Estado concreto, en determinado momento histórico, particulares extremos o
contenidos de la Constitución pueden o no estar afectados, en cuanto a la posibilidad de su reforma,
por dos cuerpos distintos de límites jurídicos, los autónomos (normas pétreas) y los heterónomos
(DIDH). En caso de corroborarse que existen ambos cuerpos y que estos regulan un mismo aspecto
concurren entonces dos posibilidades: que la regulación sea compatible o que sea contradictoria. En
caso de ser compatible, el DIDH dotaría una protección mínima, complementaria y subsidiaria.
Protección cuya eficacia estaría condicionada por su coactividad.
De allí que la importancia del tema de las normas pétreas persiste actualmente. Por lo demás, en la
presente tesis se ha sostenido que en el caso de un régimen democrático existe un núcleo
irreductible, que corresponde al contenido mínimo de un régimen democrático, que no puede ser
legítimamente derogado mediante el procedimiento de reforma constitucional. Materia en que
legítimamente puede sostenerse la existencia de normas pétreas -sea, límites jurídicos autónomos
sustanciales a la reforma constitucional-. Núcleo que también es reconocido y consagrado por el
DIDH, particularmente en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y en el Sistema
Europeo de Derechos Humanos504, en cuyo caso, vendría a cumplir una función de garantía
adicional -como límite jurídico heterónomo-.
Finalmente, cabe reiterar que el DIDH se constituye en límite jurídico sustancial heterónomo a la
reforma constitucional –independientemente de la jerarquía que el Derecho interno la reconozca al
DIDH-. Pero, además, se añade la posibilidad que la aprobación de un instrumento internacional de
derechos humanos genere, hacía futuro, la obligación de reformar la constitución, en aras de ajustar
el texto constitucional a las obligaciones impuestas por dicho instrumento. Lo que obliga a
replantearse la cuestión de la naturaleza y trascendencia del proceso de incorporación de tales
instrumentos internacionales al Derecho interno. Particularmente de los tratados, convenciones o
pactos de derechos humanos, como principal fuente formal en la materia. En este sentido, es
prácticamente necesario reconocer que el procedimiento de incorporación de un tratado, convenio o
pacto internacional, particularmente de derechos humanos, implica una función para-constituyente
o constituyente complementaria, pues, aunque no suponga formalmente una modificación del texto
constitucional, sí genera, por un lado, un límite jurídico sustancial heterónomo a la reforma
constitucional, y, por otro lado, puede generar – a futuro- la obligación de reformar el texto
constitucional.
504
En esta línea puede citarse, por ejemplo, la sentencia emitida por el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos en el asunto Refah Partisi (Partido de la Prosperidad) y otros c. Turquía, sentencia del 31 de julio
de 2001, en que se indicó: “En opinión del Tribunal, un partido político pude hacer campaña en favor de un
cambio de la legislación o de las estructuras legales o constitucionales de un Estado con dos condiciones: 1)
los medios utilizados para ello deben ser, bajo todos los puntos de vista, legales y democráticos; 2) el cambio
propuesto debe ser compatible con los principios democráticos fundamentales.”
307
Capítulo IV.
Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Mutación Constitucional.
IV.1 Exordio.
Cuando se afronta el tema de la mutación constitucional se suele citar a algunos autores clásicos,
como sería el caso de P. Laband, G. Jellinek y Hsü Dau-Lin. Primeros autores en abordar el tema, y
quienes conciben a las mutaciones constitucionales en un sentido bastante amplio, pues incluyen
varios supuestos en los que se plantea una incongruencia entre las normas constitucionales escritas
y la realidad constitucional506. En este apartado se examinará lo expuesto por tales autores, así como
algunos desarrollos doctrinales posteriores, que han permitido delimitar mejor los contornos de tal
figura.
IV.2.a. P. Laband.
505
GARCÍA-ATANCE, María Victoria, op. cit., p. 98.
506
Ver en este sentido GARCÍA-PELAYO, Manuel, Derecho constitucional comparado, Alianza Editorial
S.A., Madrid, 1984, p. 137.
308
No obstante lo anterior -y de forma paradójica-, el citado autor también indica que la acción del
Estado puede provocar su transformación radical y significativa, sin necesidad de su modificación
formal, y sin que se accionen los mecanismos de reforma constitucional. Dicho autor describe tres
vías distintas de alteración informal de la mencionada Constitución del Reich, como lo son la
“regulación por parte de las leyes del Reich de elementos centrales del Estado no previstos o
previstos de manera colateral por la Constitución del Reich, modificación de elementos centrales
del Estado por medio de leyes del Reich que contradicen el contenido de la Constitución y
alteración de los elementos centrales del Estado por medio de usos y costumbres de los poderes
públicos”508.
Finalmente, el citado autor concluye que existe una imposibilidad de controlar jurídicamente tales
cambios. En cuanto a este punto sostiene:
“(…) la regla según la cual las leyes ordinarias deben estar siempre en armonía
con la Constitución y no deben ser incompatibles con ésta, constituye un postulado
de política legislativa, pero no un axioma jurídico…”509.
IV.2.b G. Jellinek.
G. Jellinek también analiza las transformaciones informales operadas en la Constitución del Reich
de 1871. Dicho autor afirma que el surgimiento de las Constituciones escritas está relacionado con
“la fe en el poder creador y consciente del pensamiento humano, tan arraigada en la época del
racionalismo”510. A lo que se añade que las Constituciones se conciben como “leyes fundamentales,
inconmovibles, difíciles de cambiar”, que deben dirigir “la vida estatal en virtud de su fuerza
irresistible hasta tiempos lejanos”511. Sin embargo, ante tal imagen, el citado autor alega que en la
realidad la estabilidad de las leyes fundamentales no es mayor que la de las otras leyes, pues toda
507
Citado por SÁNCHEZ URRUTIA, Ana Victoria, “Mutación Constitucional y Fuerza Normativa de la
Constitución. Una aproximación al origen del concepto”, en Revista Española de Derecho Constitucional,
núm. 58, enero-abril, 2000, p. 108.
508
SÁNCHEZ URRUTIA, Ana Victoria, op. cit., p. 108.
509
Citado por SÁNCHEZ URRUTIA, Ana Victoria, op. cit., p. 110.
510
JELLINEK, Georg, Reforma y Mutación de la Constitución, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1991, p. 5.
511
Ibíd.
309
norma -incluida, la norma constitucional- expresa “únicamente, un deber ser cuya transformación
en ser nunca se consigue plenamente porque la vida real produce siempre hechos que no
corresponde a la imagen racional que dibuja el legislador. Y este lado irracional de la realidad no
significa solamente una discordia entre norma y vida. Más bien se vuelve contra la misma norma.
El legislador se enfrenta con poderes que se cree llamado a dominar pero frecuentemente se alzan,
plenamente inadvertidos, contra él atreviéndose incluso a sustituirle. Tales poderes no se arredran
de ninguna manera ante leyes más elevadas y profundas. Las leyes fundamentales se establecen,
como las demás, en cuanto necesidad inevitable, reconózcase o no, en el curso de los
acontecimientos históricos”512.
De allí el interés de G. Jellinek por estudiar las vías o procesos por medio de los cuales se pueden
modificar las normas constitucionales. Para tales efectos distingue entre reforma constitucional y
mutación constitucional. Por reforma constitucional entiende “la modificación de los textos
constitucionales producida por acciones voluntarias e intencionadas”, y por mutación “la
modificación que deja indemne su texto sin cambiarlo formalmente que se produce por hechos que
no tienen que ir acompañados por la intención, o consciencia, de tal mutación”513. Y en el caso
específico de la mutación constitucional, incluye los siguientes supuestos:
512
Ibíd., p. 6.
513
Ibíd., p. 7.
310
514
Ibíd., p. 43.
515
DAU-LIN, Hsü, Mutación de la Constitución, Instituto Vasco de Administración Pública, Oñati, 1998, p.
31.
311
La primera posibilidad es que exista una plena congruencia entre ambas. Lo que puede
obedecer, a su vez, a dos explicaciones: o que la realidad siga lo marcado por la norma, o
que la norma constitucional siga lo marcado por la realidad, que es lo que sucede cuando se
opera una modificación formal de la Constitución.
A lo que se añade que para dicho autor pueden existir cuatro supuestos de mutación constitucional,
como lo son517:
516
SÁNCHEZ URRUTIA, Ana Victoria, op. cit., p. 126.
517
DAU-LIN, Hsü, op. cit., pp. 31 y ss.
312
Ernst Wolfgang Böckenförde pone de manifiesto, de forma acertada, que el desarrollo doctrinal
originalmente efectuado por Laband, Jellinek y Dau-Lin se enmarca en un contexto histórico y
jurídico determinado, caracterizado por la existencia de un ordenamiento constitucional en que no
se ha instaurado o no se ha desarrollado plenamente una jurisdicción constitucional, que garantice,
efectivamente, la supremacía constitucional. En tal contexto no es posible plantearse, debidamente,
el tema de la admisibilidad y límites a los cambios informales de la Constitución, sino que,
únicamente, procede un tratamiento descriptivo de dicho fenómeno, dirigido a identificar aquellos
factores que pueden representar u ocasionar alguna transformación del ordenamiento constitucional.
Lo que puede englobar muy diversos factores, como puede ser “el que se haya llevado a cabo la
reinterpretación del contenido de una norma constitucional, el que una norma tenga (solo) efectos
diferentes en una realidad transformada, el que se colmen lagunas existentes en el Derecho
constitucional, o incluso también la no observancia de hecho, pero con éxito, de los mandatos
constitucionales existentes”518.
Sin embargo, Böckenförde advierte sobre la necesidad actual de diferenciar entre diversos supuestos
que, a su juicio, no pueden entenderse como mutación o cambio constitucional. Al efecto indica que
no son cambio constitucional519:
Cuando se modifican los supuestos de hecho incluidos en la figura que tipifica una norma
constitucional o bien una garantía jurídico-fundamental. Supuesto en que no se modifica el
contenido de la norma constitucional (sea, su programa normativo), sino el contenido de
aquello que se toma como referencia para la norma por considerarlo jurídicamente
relevante, esto es, el ámbito de realidad o de la vida que abarca la regulación de la norma.
Lo que puede provocar que la norma constitucional tenga otros efectos en la realidad social,
puede dar lugar a una realidad constitucional diferente, y puede provocar un cambio de
significado y de función de la norma constitucional. Pero, en todo caso, tal cambio no
deriva de una modificación del contenido de la norma, sino que surge de la misma norma
ante una realidad social que ha cambiado.
518
BÖCKENFÖRDE, Ernst Wolfgang, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Editorial Trotta
S.A., Madrid, 2000, p. 183.
519
Ver, en cuanto a este punto, BÖCKENFÖRDE, Ernst Wolfgang, op. cit., pp. 185 a 193.
313
Manuel García-Pelayo retoma el tema de la mutación constitucional, a fin de poner de relieve que
incluso en el caso de las Constituciones rígidas, el procedimiento de reforma constitucional no es la
única vía para su transformación, sino que éstas están sujetas a constantes mutaciones en su
contenido, por más que permanezca inalterable el texto normativo. Para dicho autor, ello se explica
en razón dos características esenciales de toda Constitución, como lo son520:
En primer lugar, el hecho de que la Constitución no sea una normatividad abstracta, sino la
estructura normativa concreta de un Estado, es decir, de una individualidad histórica que
existe en cuanto que perpetuamente se renueva. Estructura normativa que forma parte
integrante de la existencia del Estado y que emerge de esta existencia. Por consiguiente, la
Constitución ha de participar de ese devenir, que es esencial a la vida del Estado.
Tales son las razones que pueden motivar la mutación constitucional. Por su parte, las vías que
convierten a la Constitución en un proceso dinámico, a juicio del citado autor, son:
Una primera vía de penetración del proceso dinámico en la estructura constitucional deriva
del hecho de que toda norma se manifiesta a través del lenguaje, sea: por medio de las
palabras. Y las palabras, en una lengua viva, no tienen un contenido fijo o inmutable, sino
que, por el contrario, éstas pueden ganar o perder contenido, pues “la vida de una lengua no
se manifiesta solamente en la creación de nuevas palabras, sino también en la integración
de nuevos pensamientos o en la sustracción de los antiguos a las palabras ya existentes”521.
Como consecuencia, cuando “la norma se expresa en lengua viva, sus prescripciones
quedan sometidas a los cambios de significación de las palabras, que se convierten así en
la vía de penetración de nuevos pensamientos, ideas y conceptos, y de la transformación
del sentido de la constitución con arreglo a ellos”522.
La Constitución sólo puede regular los aspectos fundamentales de la vida estatal. A lo que
se añade que es técnicamente imposible prever de un modo exhaustivo y sin lagunas todas
las posibles situaciones, todos los posibles casos y todas las cuestiones de competencia que
puedan surgir. En cuyo caso, y ante las imprescindibles omisiones de la Constitución, la
vida política requiere que se adopte una decisión, fruto de una voluntad o compromiso de
520
Ver, al efecto, GARCÍA-PELAYO, Manuel, op. cit., p. 132.
521
Ibíd., p. 133.
522
Ibíd.
315
voluntades. Decisión que puede o no afectar la esencia de la Constitución, pero que, en todo
caso, al completar su ámbito produce una variación en ésta.
Por otra parte, la Constitución no sólo es el esquema bajo el que ha desarrollarse el hacer
político, sino que también es instrumento de tal hacer, pues es la vía por medio de la cual
los poderes políticos-sociales se transforman en poderes jurídico-estatales, y cuando se
convierte en instrumento del hacer político sus preceptos adquieren otra función y
significado del que le dieron sus autores. La Constitución, en “su nacimiento,… representa
una sistematización de las relaciones de poder político existentes, y de aquí el carácter de
“compromiso” de las constituciones…. Sus preceptos tienen una intención determinada
que corresponde a la realidad del tiempo de su promulgación. Más dichos preceptos
pueden ser utilizados con intención distinta cuando varían las relaciones de poder o
cuando se plantean nuevas finalidades a la acción política, y entonces la ordenación que
producen al conexionarse con el resto de los preceptos constitucionales es distinta a la
estructura anterior”523.
También cabe citar a Pedro de Vega, quien sostiene que cabría entender como modificaciones no
formales del ordenamiento constitucional, aquellos cambios operados en éste sin seguir el
523
Ibíd., pp. 134 y 135.
316
procedimiento más agravado y difícil establecido para la reforma de la Constitución. Agrega que,
como así ha sido desarrollado por la doctrina alemana, lo característico de la mutación sería que se
trata de una modificación del ordenamiento constitucional al margen del procedimiento formal de la
reforma, por lo que el texto de las normas constitucionales permanece invariable.
Dicho autor también destaca la relación que existe entre la reforma y la mutación constitucional,
pues alega que en ambos supuestos lo que se pretende, en definitiva, es producir el acoplamiento
entre la realidad jurídica-normativa y la siempre cambiante realidad política. Por lo que explica que
deben tenerse en cuenta dos factores a la hora de analizar el tema de las mutaciones
constitucionales, como lo son: (i) que ante “la obligada dinamicidad que al ordenamiento
constitucional impone la realidad política y social, las transformaciones y modificaciones del
mismo, bien a través de la reforma, bien a través de la mutación, son inexorablemente
necesarias”524; y (ii) que “si la adaptación de la realidad jurídico-normativa a la realidad
histórica puede producirse, tanto a través de la reforma como a través de la mutación, es claro que
mutación y reforma tienen que aparecer como términos en cierta manera complementarios y
excluyentes”525.
Por otra parte, el citado autor remite a H. Kelsen, para explicar que la mutación del contenido de las
normas constitucionales puede producirse por circunstancias absolutamente diferentes. Al efecto
menciona dos supuestos:
La mutación derivada como consecuencia del cambio de significado de las palabras del
texto constitucional. Afirma que la lengua no es una simple forma con contenidos fijos, ya
que los significados lingüísticos también tienen una dimensión histórica.
Pero también existen mutaciones no derivadas de una interpretación evolutiva y distinta del
texto de las normas, sino que creadas como consecuencia de una praxis política en abierta
contradicción con el contenido de la Constitución.
524
DE VEGA, Pedro, op. cit., p. 180.
525
Ibíd.
526
Ibíd., p. 184.
317
Finalmente, el citado autor afirma que la contraposición entre realidad jurídica (normatividad) y
realidad política (facticidad) está en la base de la problemática de las mutaciones constitucionales.
Indica que, en su versión más simple y esquemática, dicha contraposición sólo puede resolverse
desde un triple orden de posibilidades. A saber:
La segunda opción ofrece, a su vez, una doble alternativa: que la legalidad constitucional
asuma formalmente, por la vía de la reforma, los cambios operados previamente en la
realidad por la vía de la mutación, o bien, que sobre la fuerza de los hechos se haga valer la
fuerza de las normas.
Finalmente, debe citarse a Konrad Hesse530, quien también realiza un balance crítico respecto de
análisis desarrollado en su momento por Laband, Jellinek y Dau-Lin, y, de su parte, defiende una
527
Ibíd., p. 209.
528
Ibíd., p. 212.
529
Ibíd.
530
Esto en HESSE, Konrad, Escritos de Derecho Constitucional, Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 2da ed., 1992, pp. 25 a 29 y 81 y ss.
318
concepción restringida de mutación constitucional, entendida como una modificación del contenido
de las normas constitucionales de modo que la norma, conservando el mismo texto, recibe una
significación diferente. Se trata de una modificación del contenido de la norma constitucional,
comprendida como cambio «en el interior» de la norma constitucional misma, que no ve
modificada su texto.
Dicho autor sostiene que la Constitución se compone de normas. Las que contienen requerimientos
dirigidos a la conducta humana y no son más que letra muerta sin eficacia alguna cuando el
contenido de tales requerimientos no se incorpora a la conducta humana. Indica que la Constitución
no puede ser desvinculada de la actuación humana y sólo en la medida en que a través de dicha
actuación y en dicha actuación resultada «realizada», alcanza la misma la realidad de un orden
vivido, formador y conformador de realidad histórica.
Tal realización no es algo que quepa dar por supuesto. Depende de la medida en que la Constitución
efectivamente motive y determine la conducta humana. En la medida que en sus normas se hallen
«en vigor» no sólo hipotéticamente sino también realmente. Y dicha vigencia real no la alcanza la
Constitución por el solo hecho de existir. La voluntad del constituyente histórico no puede
fundamentar la vigencia real de la Constitución y, desde luego, no puede mantenerla. Su vigencia
es más bien una cuestión de «fuerza normativa», sea, de su capacidad de operar en la realidad de la
vida histórica de forma determinante y conformadora.
Tal fuerza normativa se haya condicionada de una parte por «la posibilidad de realización» de los
contenidos de la Constitución. Cuanto mayor sea la conexión de sus preceptos con las
circunstancias de la situación histórica, procurando conservar y desarrollar lo que ya se halla
esbozado en la disposición individual del presente, tanto mejor conseguirán estos preceptos
desplegar su fuerza normativa. Cuando la Constitución ignora el estado de desarrollo espiritual,
social, político o económico de su tiempo, se ve privada del imprescindible germen de fuerza vital,
resultando incapaz de conseguir que se realice el estado por ella dispuesto en contradicción con
dicho estado de desarrollo. Su fuerza vital y operativa se basa en su capacidad para conectar con las
fuerzas espontáneas y las tendencias vivas de la época, de su capacidad para desarrollar y coordinar
estas fuerzas, para ser, en razón de su objeto, el orden global específico de relaciones vitales
concretas.
la actividad humana. Por lo que su fuerza normativa depende de la disposición para considerar
como vinculantes sus contenidos y de la resolución de realizar estos contenidos incluso frente a
resistencias. Resulta fundamental por tanto esa voluntad, que, a su vez, se apoya sobre el consenso
básico que asegura al orden jurídico una estabilidad firme. Es imprescindible que el acuerdo del
constituyente histórico se mantenga entre aquellos cuya actuación y cooperación dicho
constituyente trató de dirigir y coordinar a través de la norma de la Constitución.
Por otra parte, desde la perspectiva de las condiciones de realización del Derecho constitucional,
Constitución y «realidad» no pueden quedar aisladas la una de la otra. El contenido de una norma
constitucional no puede por lo regular realizarse sobre la sola base de las pretensiones contenidas en
la norma (sobre todo expresadas en forma de un texto lingüístico), y ello tanto menos cuanto más
general, incompleto e indeterminado se halle redactado el texto de la norma. Por ello, a fin de poder
dirigir la conducta humana en cada una de las situaciones, la norma en mayor o menor medida
fragmentaria necesita «concretización». Lo cual sólo será posible cuando se tomen en consideración
en dicho proceso, junto al contexto normativo, las singularidades de las relaciones vitales concretas
sobre las que la norma pretende incidir. La operación de realización de la norma constitucional no
puede prescindir de estas singularidades, so pena de fracasar ante los problemas planteados por las
situaciones que la Constitución está llamada a resolver.
De esta forma, pues, la «concretización» del contenido de una norma constitucional, así como su
realización, sólo resultan posibles incorporando las circunstancias de la «realidad» que esa norma
está llamada a regular. Las singularidades de estas circunstancias –con frecuencia conformadas ya
jurídicamente- integran el «ámbito normativo», el cual, a partir del conjunto de los datos del mundo
social afectados por un precepto, y a través del mandato contenido sobre todo en el texto de la
norma, el «programa normativo» es elevado a parte integrante del contenido normativo. Y como
estas singularidades, y con ellas el «ámbito normativo», se hallan sometidas a cambios históricos,
los resultados de la «concretización» de la norma pueden cambiar, a pesar de que el texto de la
norma (y con ello, en lo esencial, el «programa normativo») continúa siendo idéntico. De todo ello
resulta una mutación constitucional.
Insiste el autor que si la norma abarca los datos de la realidad afectados por el «programa
normativo» como parte material integrante de la misma, el «ámbito normativo», las modificaciones
de este último deben llevar a una modificación del contenido de la norma. Sin embargo, no todo
hecho nuevo perteneciente al sector de la realidad regulada por la norma, el ámbito objetivo, es
capaz de provocar tal modificación. Sostiene, al efecto, que:
“La instancia que decide si el cambio fáctico puede ser relevante para la norma, es
decir, si el hecho modificado pertenece al ámbito normativo es el programa
normativo que se contiene sustancialmente en el texto de la norma constitucional (y
que debe ser interpretado con los instrumentos tradicionales). Sólo en tanto este
320
Se constatan, así, las diversas posiciones doctrinales sobre el tema de la mutación constitucional.
Ahora bien, a mi juicio –y como producto de los distintos desarrollos doctrinales expuestos hasta
este momento-, se pueden obtener una serie de conclusiones preliminares. En primer lugar, debe
resaltarse que la teoría de la mutación constitucional surgió ante la inquietud que provocaba la
existencia de una clara incongruencia entre lo dispuesto en el texto constitucional y lo
efectivamente operado en la práctica. También debe destacarse que, en su formulación original,
dicha teoría contenía una agrupación de fenómenos dispares, de muy distinta naturaleza y origen,
cuyo denominador común era la constatación de un desfase entre la práctica y lo dispuesto en la
norma. Sin embargo, en la actualidad, ante el desarrollo del paradigma constitucional y, muy en
especial, ante la plena consolidación del principio de supremacía constitucional y la operatividad
del correlativo control de constitucionalidad (vid. supra I.2.b), simplemente resulta inadmisible que
se acepte la existencia de prácticas o actos normativos en contradicción con la norma constitucional.
No obstante lo anterior, no puede obviarse el hecho que la Constitución debe procesar el factor
tiempo, lo que supone enfrentar el constante cambio en la realidad que pretende regular. Incluso, se
plantea una situación de permanente tensión. Pues, por un lado, la Constitución pretende
consolidarse como auténtica norma jurídica, que opera como factor real y eficaz de ordenación de la
vida en comunidad, y, en tal sentido, que incide, de modo efectivo, en la forma en que se desarrolla
dicha convivencia. Pero, por otro lado, la Constitución también debe tener capacidad de asumir y
adaptarse a los cambios operados en la realidad objeto de regulación. Esto último se logra, en parte,
531
Ibíd., pp. 100 y 101.
532
Ibíd., pp. 101 y 102.
321
Pero más allá de lo anterior, debe indicarse que efectivamente pueden darse supuestos en que la
realidad motiva un innegable cambio en el significado atribuido inicialmente a determinado
enunciado constitucional. Es en tal hipótesis que puede ubicarse, de forma restrictiva, el concepto
de mutación constitucional. Mutación constitucional que se movería dentro de las posibilidades
interpretativas impuestas por el enunciado constitucional. Por lo que, a mi juicio, la posición que se
adopte sobre el sentido de la mutación constitucional, y más importante aún, sobre su procedencia o
validez, depende de la posición que se adopte previamente respecto al tema de la función y límites
de la interpretación constitucional.
Según se analizó (vid. supra I.4), el Derecho es un sistema normativo complejo, que tiene por
objetivo orientar y determinar el comportamiento humano, y que está respaldado por un aparato
coercitivo que garantiza su aplicación coactiva de resultar esto necesario. También se señaló que
dicho fenómeno normativo se manifiesta por medio del lenguaje. Y es que las referidas normas
jurídicas se formulan y se hacen explícitas a través del lenguaje; sea, por medio de actos o
emisiones lingüísticas de carácter, predominantemente, prescriptivo. Finalmente, se examinó el
problema de indeterminación que ello genera y la necesidad de diferenciar dos conceptos distintos:
el de disposición y el de norma. La mencionada distinción, entre disposición y norma, permite
comprender dos situaciones diversas:
Que una norma puede construirse a partir de varias disposiciones. Las disposiciones
actúan como fragmentos de norma que confluyen a la concreción final de la norma jurídica.
Que una misma disposición puede dar lugar a varias normas533. Si se acepta que una
misma disposición puede dar lugar a interpretaciones diversas, se entiende entonces que la
norma que finalmente se articule a partir de dicha disposición depende de la atribución
concreta de significado que se le dé al enunciado lingüístico. Lo que, además, permite
entender que el significado atribuido a un símbolo lingüístico no es inalterable, sino que,
por el contrario, fluyente y cambiante, y puede transformarse sin que su soporte material -
533
En cuanto a este punto, Riccardo Guastini insiste que es necesario distinguir cuidadosamente entre los
enunciados normativos (las disposiciones) y las normas (los significados). Añade que “entre las dos cosas, de
hecho, no se da una correspondencia bi-unívoca. Muchos enunciados normativos son ambiguos: expresan
dos (o más) normas alternativamente. Muchos enunciados normativos (quizá todos los enunciados
normativos) tienen un contenido de sentido complejo: expresan y/o implican una pluralidad de normas
conjuntamente”. En GUASTINI, Riccardo, Teoría e ideología de la interpretación constitucional, Editorial
Trotta S.A., Madrid, 2008, p. 32.
322
sea, el símbolo (la disposición)- se altere. Y es justamente en este ámbito que se puede
ubicar el fenómeno de la mutación constitucional.
Debe señalarse, además, que las disposiciones constitucionales no escapan del mencionado
problema de indeterminación o imprecisión significativa. Sebastián Linares ha afirmado, en tal
sentido, que “el texto constitucional es inherentemente incierto y controvertido”534. Explica, al
efecto, que el texto constitucional presenta los mismos tipos de indeterminaciones que otros textos
normativos, pero algunas indeterminaciones son más frecuentes. Cita expresamente el caso de las
ambigüedades y vaguedades. Pero, además, los actuales textos constitucionales se encuentran
afectados por otro tipo de indeterminaciones, debido a la presencia particularmente significativa de
conceptos esencialmente controvertidos y de principios. De seguido se analizarán todos estos
factores.
Ya se explicó que una palabra es ambigua cuando tiene más de un significado, y existe vaguedad
cuando resulta dudoso si ciertos objetos o situaciones caben aún dentro de la esfera de significados
de esa palabra. Lo que genera que, normalmente, los vocablos o conjuntos de vocablos tengan una
pluralidad de sentidos posible. Situación que se magnifica en el caso de las disposiciones
constitucionales, pues, para poder cumplir su función y poder perdurar como orden jurídico
fundamental, tienden a tener un carácter particularmente abierto y elástico, de manera que permitan
en su seno una pluralidad de opciones y su adaptación a las cambiantes necesidades de la sociedad.
Es lo que la propia Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica ha reconocido
como “la naturaleza habitualmente imprecisa, indefinida, abierta e indeterminada de las cláusulas
constitucionales”535. En similares términos se expresa F. Rubio, quien indica que las normas
materiales de la Constitución son generalmente “esquemáticas, abstractas, indeterminadas y
elásticas"536.
La doctrina ha desarrollado una serie de principios que iluminan este punto. Así, por ejemplo,
Miguel Ángel Ekmekdjian537 hace referencia al «axioma de perdurabilidad o futuridad», conforme
al cual las normas constitucionales tienen vocación de «futuridad», «permanencia» o
«perdurabilidad». Pues tienen por objeto regular el modelo del país, no sólo para la generación que
las ha sancionado, sino también para las siguientes. Como derivación de lo anterior, la textura de las
disposiciones constitucionales es más abierta, más genérica, que la de las ordinarias, para así
permitir su adaptación –dentro de ciertos límites- a los cambios que puedan producirse a causa de
nuevas situaciones no previstas por el constituyente. Lo que da lugar al «teorema de la generalidad
534
LINARES, Sebastián, op. cit., p. 63.
535
Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, Nº 4091-94 de las 15:12 horas del 9 de agosto de
1994.
536
RUBIO LLORENTE, Francisco, “La Constitución como fuente del Derecho”, en Constitución española y
las fuentes del Derecho, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, v. 1., 1979, p. 63.
537
Esto en EKMEKDJIAN, Miguel Ángel, Tratado de Derecho Constitucional, Ediciones Depalma, Buenos
Aires, t. 1, 1993, pp. 39 a 41.
323
de las normas constitucionales», que implica que tales normas deben ser lo suficientemente amplias
que permitan adaptarlas para resolver las nuevas situaciones que se presenten.
Este tema también es analizado por Víctor Ferreres, quien sostiene que existen argumentos a favor
de la abstracción de las disposiciones constitucionales, particularmente en el caso de los derechos y
libertades fundamentales. Indica que tal abstracción permite a los actores políticos irse moviendo
ante las cambiantes condiciones en la realidad política, social y económica. Afirma que la
Constitución, que es una norma difícil de corregir o enmendar como consecuencia de su rigidez,
sólo debe expresar decisiones en materia de derechos y libertades que sean relativamente abstractas
en su contenido, y debe dejar para la legislación ordinaria aprobada por los sucesivos Parlamentos
democráticos la responsabilidad de interpretar y concretar ese contenido abstracto a la luz de las
específicas circunstancias, siempre cambiantes538.
Explica Víctor Ferreres que una peculiaridad destacable de los actuales textos constitucionales es la
abundancia en ellos de expresiones que incorporan lo que en la literatura filosófica se denominan
conceptos esencialmente controvertidos539. Una expresión deviene controvertida cuando es claro
que expresa un criterio normativo, pero personas distintas están en desacuerdo acerca del contenido
específico de ese criterio (p. ej., castigo cruel, trato inhumano). Tales conceptos presentan las
siguientes notas características:
i. La disputa acerca del significado del concepto no se produce sólo en los casos marginales,
sino en los propios casos centrales o paradigmáticos. Se trata, pues, de una discrepancia
profunda, que da lugar a concepciones distintas, a partir de las cuales son unos y no otros
los casos paradigmáticos.
ii. La controvertibilidad es parte del significado de la expresión; forma parte de la esencia del
concepto el ser controvertido.
iii. El desacuerdo en la aplicación del concepto es indispensable para que el concepto sea útil.
El debate acerca de la definición del concepto enriquece el debate más general en el que se
hace uso de ese concepto.
Por su parte, Marisa Iglesias Vila –quien remite, a su vez, a Gallie- define tales conceptos
esencialmente controvertidos como “conceptos evaluativos referidos a bienes complejos que
pueden ser descritos de diferentes formas, residiendo la utilidad de estos conceptos en la
538
FERRERES COMELLA, Víctor, Justicia constitucional y democracia, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 2007, p. 105.
539
Ibíd., p. 27 y ss. Ver, en similar sentido, LINARES, Sebastián, op. cit., p. 64.
324
controversia competitiva que generan”540. Añade la autora que tales conceptos presentan las
siguientes características541:
i. Son conceptos evaluativos: presentan siempre una dimensión valorativa porque expresan un
valor o se refieren a algo que valoramos positiva o negativamente.
ii. Son conceptos complejos: se refieren a estándares y bienes sociales a los que atribuimos un
carácter o estructura compleja. A pesar de que se considere o valore el bien en su conjunto,
éste tiene diferentes aspectos que pueden ser relacionados entre sí de diversas formas.
iii. Son conceptos argumentativos: son conceptos envueltos en una permanente controversia y
tal disputa no se concreta en un mero conflicto de intereses y actitudes, sino en un debate
acerca del uso adecuado del término. Además, los participantes en el debate discuten sobre
los casos centrales de aplicación del término y no meramente sobre los casos marginales o
situados en su zona de penumbra. Y cada participante defenderá haber identificado el uso
correcto del término y tratará de aportar argumentos para mostrar que las opciones rivales
son incorrectas.
iv. Son conceptos funcionales: la controversia que caracteriza a tales conceptos contribuye a su
utilidad. La existencia de tales conceptos garantiza que se producirán determinados debates
porque su función no consiste en generar consenso. Un concepto es esencialmente
controvertido justamente por su dimensión dialéctica, sea, la demanda de justificación de
cualquier posición que trate de dar contenido a este concepto.
De allí que la presencia de un importante número de tales conceptos en los actuales textos
constitucionales genera, en suma, polémica en cuanto a su interpretación y aplicación.
IV.3.c Principios.
Otro factor que genera que el texto constitucional sea especialmente indeterminado es la abundancia
de principios. Lo que exige acometer la distinción entre reglas y principios. Según explica David
Martínez Zorrilla542, tradicionalmente, cuando se hablaba de «principios» se solía hacer referencia a
una fuente del derecho no positiva a la que se podía acudir en defecto de ley (entendida, en sentido
amplio, como norma escrita promulgada por una autoridad estatal) y costumbre. Se hablaba de
«principios generales del Derecho». Pero en la discusión teórica actual, cuando se habla de
principios (por contraposición a las reglas), normalmente no se hace referencia a esta supuesta
fuente del derecho no positiva, sino a un tipo o clase de normas jurídicas positivas,
540
IGLESIAS VILA, Marisa, “La interpretación de la Constitución y los conceptos esencialmente
controvertidos”, en CARBONEL, Miguel (comp.), Teoría constitucional y derechos fundamentales, Comisión
Nacional de los Derechos Humanos, México D.F., 2002, p. 446.
541
Ibíd., pp. 447 y ss.
542
MARTINEZ ZORRILLA, David, op. cit., pp. 69 a 84.
325
Martínez Zorrilla señala que tal criterio es criticable por distintos motivos. En primer lugar, porque
a lo sumo ofrecería una distinción de grado y no categorial. A lo que se añade que también existe
vaguedad a la hora de determinar el grado de vaguedad de una expresión. En segundo lugar, con tal
criterio recibirían la calificación de «principios» normas que normalmente se consideran reglas y
viceversa.
ii) Según la norma cuente o no con una «dimensión de peso». Según Dworkin, la diferencia
entre ambos tipos de normas radica en que mientras las reglas son normas del tipo «todo-o-
nada», en el sentido de que se aplican o no se aplican, los principios tienen una «dimensión
de peso» que los convierte en razones a tener en cuenta para tomar una decisión en uno u
otro sentido. Las reglas son normas que enlazan unas determinadas condiciones de
aplicación («supuesto de hecho») con la modalización deóntica de una acción
(«consecuencia jurídica»). En caso de que concurran las condiciones establecidas en la
regla, se aplica su consecuencia jurídica y el caso queda resuelto. Y si no se dan tales
condiciones, no se aplica la consecuencia jurídica. No habría alguna otra posibilidad
intermedia. Ello no significa que las reglas no puedan tener excepciones, ya que pueden
haber otras reglas en el sistema que establezcan consecuencias distintas para algunos
supuestos de hechos que se solapen parcialmente. En cambio, los principios contaría con
una «dimensión de peso»: ante una determinada situación, los principios cuentan como
razones a tener en cuenta y que debe ponderarse entre sí a fin de determinar finalmente
cómo se resuelve el caso; son elementos que intervienen a hora de «inclinar la balanza» en
uno u otro sentido. Dicha distinción podría interpretarse de la siguiente forma: las reglas
ofrecerían razones definitivas o perentorias para resolver el caso en un determinado sentido
(el de la consecuencia jurídica establecida por la regla), mientras que los principios
ofrecerían razones prima facie o no concluyentes, que deben ser comparadas y sopesadas
con otra razones.
Martínez Zorrilla explica que a tal criterio se le puede formular la siguiente objeción: en el
supuesto de que a un caso no le sea aplicable regla alguna y en cambio sí que lo sea un único
principio, este resolverá el caso, como razón perentoria o definitiva. Es decir, si sólo un principio es
aplicable al caso, la «dimensión de peso» no se manifiesta. Pero, incluso, aunque se produzca una
326
colisión entre principios, en último término siempre habrá uno que se aplica al caso y lo resuelva,
mientras que los demás no se aplicarán. Por lo que, en un sentido, también los principios «se aplican
o no se aplican».
iii) Según el carácter abierto o cerrado de las condiciones de aplicación. Según una
concepción ampliamente extendida, las normas jurídicas (prescriptivas) se conciben como
enunciados condicionales que unen «un supuesto de hecho» (definido por una serie de
propiedades) con una «consecuencia jurídica» (una calificación deóntica de un
comportamiento –acción u omisión-). En cuyo caso, Zagrebelsky afirma que sólo las reglas
tienen esa estructura, porque los principios «carecen de supuesto de hecho». Ahora bien, tal
afirmación no debe entenderse en el sentido que los principios son normas que carecen de
condiciones de aplicación, pues ello llevaría al absurdo de entender que hay normas (los
principios) que nunca podría (lógicamente) aplicarse o, dicho con otras palabras, no regulan
caso o supuesto alguno. Por el contrario, tal afirmación debe entenderse como que los
principios son normas cuyas condiciones de aplicación están indeterminadas o abiertas, al
menos parcialmente. De esta forma, las reglas se caracterizarían porque sus condiciones de
aplicación están cerradas (sea: que en el antecedente de la norma figuran todas y cada una
de sus condiciones de aplicación, incluyendo todas las posibles excepciones), mientras que
los principios tiene abiertas sus condición de aplicación (sea: no catalogan de forma precisa
ni sus condiciones de aplicación ni las posibles excepciones).
Explica Martínez Zorrilla que tal criterio también puede ser objeto de distintas críticas. En primer
lugar, resulta prácticamente imposible encontrar en el ordenamiento jurídico alguna disposición
normativa cuya interpretación dé lugar a una regla en este sentido tan estricto, que incluya
exhaustivamente todas sus condiciones y excepciones. De hecho, sólo cumplirían tales condiciones
complejas reconstrucciones del material jurídico por parte de los intérpretes. Y como lo habitual es
que nos encontremos ante normas de tales características, aunque sean calificadas usualmente como
«reglas», habría que concluir que estas últimas, al igual que los principios, ofrecen únicamente
razones prima facie a favor de una solución. De lo que habría que concluir: (i) o bien, que la
distinción entre reglas y principios es sólo de grado, en el sentido que ambas categorías presentan
de manera fragmentaria sus condiciones de aplicación, pero que las reglas tienen un mayor grado de
determinación de esas condiciones que los principios (y en ambos casos las razones ofrecidas a
favor de una decisión no son –o pueden no ser- definitivas-), con lo que la distinción pierde parte de
su utilidad al volverse imprecisa; y (ii) o bien, que casi todos elementos que componen el
ordenamiento jurídico son principios (algo muy implausible), siendo las reglas una categoría
extremadamente minoritaria o residual.
En segundo lugar, se admite sin problemas que un principio puede introducir una excepción a una
regla. Pero si los principios pueden introducir excepciones a las reglas y, por definición, los
principios no tienen cerradas sus condiciones de aplicación, entonces habría que concluir que las
reglas no pueden tener cerradas sus condiciones de aplicación, con lo que no podrían trazarse la
distinción.
327
iv) Los principios como «mandatos de optimización». Según sostiene Robert Alexy, los
principios son normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible,
dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes. Por tanto, mientras que las reglas
serían normas que solo pueden ser cumplidas o incumplidas, los principios son susceptibles
de una aplicación o cumplimiento gradual. Se podría distinguir, en consecuencia, entre
«normas de acción» o «normas de fin». Las primeras ordenan (prohíben, permiten) una
acción (u omisión), mientras que las segundas ordenan (prohíben, etc.) unos fines o estados
de cosas a alcanzar, teniendo el sujeto normativo discrecionalidad para elegir los medios
adecuados para ello. A diferencia del anterior criterio de clasificación, en este caso la
indeterminación no se encontraría en las condiciones de aplicación, sino en la
«consecuencia jurídica»: en las reglas aquello que se ha de hacer u omitir está mucho más
determinado que en los principios, que dejarían un amplio marco de acción para su
satisfacción.
Afirma Martínez Zorrilla que a tal distinción se le podría objetar que también existirían en el
ámbito de las reglas algunas «normas de fin» (sea: «reglas de fin»), con lo que el concepto de
«mandato de optimización» no quedaría limitado a los principios. Además, la concepción de los
principios como «mandato de optimización» parece adecuarse muy bien a cierto tipo de principios
que son denominados por autores como Dworkin como «directrices políticas», pero parece excluir
una categoría importante de los principios, como es el caso de los derechos fundamentales. En los
derechos fundamentales, la consecuencia jurídica no parece estar indeterminada, sino todo lo
contrario: sea, si un comportamiento concreto atenta contra un derecho, tal comportamiento se
prohíbe. Cuestión distinta es que surja un conflicto de derechos y, finalmente, un derecho ceda
frente al otro.
Tal dificultad puede obedecer a que existe una ambigüedad en el concepto alexiano de principio
como «mandato de optimización», ya que puede interpretarse que la propia norma es un mandato
de optimización –supuesto en que resultaría aplicable la anterior crítica-, o bien como que la norma
es el objeto de un mandato de optimización, sea, que lo existe es un mandato de optimización de
una norma, que prescribe que la norma sea aplicada con la máxima intensidad y/o frecuencia
posible. En este segundo caso, el mandato de optimización no es propiamente una norma jurídica
(no está en el discurso de las fuentes del derecho), sino más bien una regla o norma de la práctica o
argumentación jurídicas (discurso de los juristas o de la dogmática jurídica). Interpretado de tal
manera, sí que cobraría sentido entender los derechos fundamentales como mandatos de
optimización, en la medida en que se trata de normas que, si bien no son en sí mismas mandatos de
optimizar ciertos fines o estados de cosas, existe la pretensión de que sean «optimizados», en el
sentido de que se intenta que la aplicación de cada una de ellas sea de la mayor intensidad y
frecuencia posible, dentro de las facultades fácticas y jurídicas. En todo caso, al no tratarse
propiamente de una cuestión de una categoría de normas jurídicas (fuentes), tampoco podría
considerarse como un criterio satisfactorio de distinción entre reglas y principios, en tanto que
distintos tipos de normas jurídicas.
328
v) Normas categóricas o hipotéticas. Existe otro criterio de clasificación que se basa en las
condiciones de aplicación; sin embargo, lo que se toma en cuenta no es que las condiciones
de aplicación sean abiertas o cerradas, sino que el criterio distintivo se fundamenta en la
estructura de la norma en función de las condiciones de aplicación, diferenciando entre
normas categóricas y normas hipotéticas. Con base en Von Wright una norma es
«categórica» si su condición de aplicación es la condición que tiene que cumplirse para que
exista una oportunidad de hacer aquello que constituye su contenido, y ninguna otra
condición. En cambio, las normas son «hipotéticas» cuando además de las condiciones
exigidas por su contenido normativo, es necesaria alguna otra condición adicional. Según
tal criterio distintivo, los principios serían disposiciones que (al menos en una primera
interpretación) se conciben como normas categóricas, mientras que las reglas serían normas
hipotéticas.
Estima Martínez Zorrilla que esa distinción muestra algunos claros aspectos positivos: en primer
lugar, se trata de una distinción que permite una distinción de categoría y no de grado, y, en
segundo lugar, parece adecuarse bastante bien a la mayoría de preceptos que usualmente son
calificados por los juristas y teóricos como «principios», como los derechos fundamentales. Aunque
reconoce que también plantea problemas: en primer lugar, es un criterio estipulativo, por lo que deja
por fuera algunos elementos que serían considerados como principios por muchos juristas, pero que
según ese criterio serían reglas, y, en segundo lugar, convierte a la distinción entre reglas y
principios en una clasificación totalmente redundante y por tanto innecesaria, puesto que coincide
exactamente con la distinción entre normas categóricas e hipotéticas.
En definitiva, concluye el autor que la distinción entre reglas y principios resulta bastante
problemática y es poco probable que todo aquello que se califica como «principios» puede
reconducirse a una categoría unitaria.
En todo caso, lo que interesa destacar para efectos de esta tesis, es que cualquiera de las
posiciones doctrinales expuestas –o su mayoría- permiten corroborar que en las actuales
constituciones existe un denso contenido de normas, que se suelen denominar «principios», que, por
su estructura, contenido o funcionamiento, tienden a generar una mayor indeterminación normativa.
Y todo lo dicho nos permite verificar, en fin, que los textos constitucionales presentan importantes
niveles de imprecisión significativa y que su interpretación resulta particularmente controvertida.
Según se expuso (vid. supra I.4.b), la tarea hermenéutica no opera el vacío, sino que se desarrolla
dentro determinados ámbitos y contextos interpretativos. También se hizo mención a la existencia
de una serie de criterios y de directivas interpretativas que procuran disciplinar o encauzar el
proceso interpretativo. En cuyo caso, debe indicarse que en el supuesto de las normas
constitucionales también se aplican los métodos clásicos de interpretación (v. gr.: los métodos
329
543
Se puede citar, como ejemplo de lo anterior, que el Tribunal Constitucional español ha utilizado el método
gramatical o literal en la sentencia 50/1983, el sistemático en la sentencia 67/1983, el histórico en la sentencia
67/1985 y el teleológico en la sentencia 43/1984. En cuanto a este punto ver ASENSI SABATER, José,
Constitucionalismo y Derecho Constitucional, cit., pp. 198 y 199. En el caso de la Sala Constitucional de la
Corte Suprema de Justicia de Costa Rica ha utilizado el método gramatical o literal en la sentencia 2001-
10142, el sistemático en la sentencia 1990-00969, el histórico en la sentencia 2000-07730 y el teleológico en
la sentencia 2000-01918. Ver al efecto GIUSTI SOTO, Juan Luis, “La interpretación constitucional”, en
Temas de Derecho Constitucional Costarricense, Asociación de Letrados de la Sala Constitucional, San José,
C.R., 2007, pp. 129 a 140 y 188.
544
Ver HESSE, Konrad, Escritos de Derecho Constitucional, cit., pp. 45 a 48. PEREZ ROYO, Javier, Curso
de Derecho Constitucional, cit., p. 146. SANTAMARÍA PASTOR, Juan Alfonso, Principios de Derecho
Administrativo General, Iustel, Madrid, 2004, pp. 228 y 229. JIMÉNEZ MEZA, Manrique, La pluralidad
científica y los métodos de interpretación jurídico constitucional, Imprenta y Litografía Mundo Gráfico S.A.,
San José, C.R., 1997, pp. 99 a 101.
545
En cuanto a este mismo punto, Rubén Hernández Valle señala que la Constitución no puede entenderse
como “un conjunto yuxtapuesto y amorfo de principios, valores y normas, sino más bien, un todo coherente y
unitario que responde a un conjunto de ideas fundamentales en relación recíproca”. Así en HERNÁNDEZ
VALLE, Rubén, El Derecho de la Constitución, cit., p. 209.
330
dicha unidad. Por lo que se afirma que la Constitución debe ser un instrumento de
agregación de la comunidad política y no de desagregación;
Ahora bien, no puede obviarse que la existencia de tales criterios o directivas interpretativas -que
tienen por propósito orientar o regular la labor hermenéutica-, no garantizan el que se pueda
alcanzar un resultado pacífico o inequívoco, sino que tan sólo un resultado más o menos plausible.
Esto es así, pues siempre surge el dilema de seleccionar cuáles son los criterios que resultan
relevantes para resolver un caso concreto y cuál es la forma en que estos deben articularse y
aplicarse. Respecto a este punto debe reconocerse que, en definitiva, la selección y el uso que se
haga de tales criterios interpretativos dependen de una serie de elecciones valorativas que hace el
propio intérprete546. Lo que, a su vez, se encuentra condicionado por la concepción que se tenga de
la Constitución y por la posición ideológica que se asuma con respecto a la labor de interpretación.
546
WRÓBLEWSKI, Jerzy, Constitución y teoría general de la interpretación jurídica, Editorial Civitas S.A.,
Madrid, 1985, p. 70. Se puede citar, como ejemplo, a Juan Ramón Capella, quien afirma que existe un
“instrumental” que auxilia al hermeneuta en la interpretación de las normas jurídicas. Dicho autor denomina
como “selector doxológico” a tal instrumental, que está compuesto por “un conjunto de nociones, conceptos
técnicos, pareceres y modos de pensar que el hermeneuta… ha hecho suyos durante los años dedicados al
aprendizaje de las materias jurídicas y en su trato con éstas, y cuyo conocimiento es condición de la
comunicación entre juristas”. Añade que “el selector viene a ser un sedimento de cultura legal especializada,
algunos de cuyos estratos son muy recientes, transmitidos a los hermeneutas dotados de autoridad y en
general a todos los juristas en el curso de su aprendizaje de derecho”. Afirma que “el estudio de la normativa
contenida en un ordenamiento jurídico no se realiza directamente, mediante el examen inmediato y exento de
conceptos previos de las normas dictadas por la autoridad jurídico-política, sino a través de un conjunto de
doctrinas, concepciones, prácticas técnicas, estimaciones y juicios de valor (o incluso principios) adquiridos
al propio tiempo que los conocimientos legales. En realidad las normas no son contempladas por los juristas
directamente, sino sólo a través del selector doxológico. Éste actúa como unas anteojeras o como un
conjunto de referencias que posibilita insertar el material normativo en una trama conceptual predispuesta
para hacer asequible su manejo intelectual”. En CAPELLA, Juan Ramón, Elementos de Análisis Jurídico,
Editorial Trotta S.A., Madrid, 1999, pp. 138 y 139. Por su parte, Konrad Hesse indica: “El intérprete no
puede captar el contenido de la norma desde un punto cuasi arquimédico situado fuera de la existencia
histórica sino únicamente desde la concreta situación histórica en la que se encuentra, cuya plasmación ha
conformado sus ámbitos mentales, condicionado sus conocimientos y sus pre-juicios”. En HESSE, Konrad,
Escritos de Derecho Constitucional, cit., p. 41.
331
Respecto a los modelos de Constitución, el autor señala que el término Constitución es hoy muy
utilizado en el léxico de los juristas y, de hecho, habitualmente se le considera como uno de los
conceptos centrales tanto en la teoría del derecho como en la práctica forense; sin embargo, es un
vocablo que, en el ámbito jurídico, se emplea con más de un significado o, mejor dicho, existen
varios conceptos de Constitución. Ante ello, el citado autor afirma que se puede distinguir, al
menos, cuatro modelos que agrupan un conjunto de conceptos de Constitución. En concreto:
ii. Modelo descriptivo de la Constitución concebida como orden: En este caso, Constitución
designa simplemente un conjunto de fenómenos sociales (expresión entendida en su sentido
más amplio); es decir, un objeto que no posee valor intrínseco ni genera normas, y que,
como tal, puede ser descrito con los instrumentos de las ciencias sociales. Por lo que la
acepción Constitución designa una situación estable para un tiempo determinado de las
relaciones de poder sociales y políticas, o, en otras palabras, designa una cristalización de
las relaciones de poder, sociales y políticas, sea, un equilibrio momentáneo de negociación.
Se trata, además, de un orden artificial, puesto que la estructura de la sociedad y/o del
Estado ha sido creada y puede ser cambiada por la acción consciente de individuos o grupos
de individuos.
547
Esto en COMANDUCCI, Paolo, “Modelos e Interpretación de la Constitución”, en CARBONELL,
Miguel (ed.), Teoría del neoconstitucionalismo, cit., pp. 41 a 67.
332
En el caso del tercero y cuarto modelo, la Constitución es una norma. Para el tercer modelo, la
Constitución es una norma entre las otras normas, que si bien es un texto normativo que muchas
veces puede presentar peculiaridades respecto a los otros textos normativos, lo cierto es que no
difiere de ellos cualitativamente. En cambio, para el cuarto modelo, la Constitución es una norma
dotada de valor específico, es por sí misma productora de normas, y es cualitativamente diferente de
las demás normas del sistemas.
Según sostiene el autor, al tercer modelo se reconducen las concepciones de Constitución que se
elaboraron a partir de las revoluciones americanas y francesas, y que se difundieron después entre
los liberales y demócratas de los siglos XIX y XX. Se trataría de aquellas concepciones que, de
modo general, identifican la Constitución con un texto normativo específico. Ahora bien, dentro de
este conjunto se podrían distinguir diversas variantes, ubicadas entre dos polos. El primer polo
estaría representado por un concepto de Constitución (como norma) simplemente documental, por
lo que Constitución designa cualquier documento normativo que se llame Constitución. Cerca de
este polo se sitúan todas aquellas concepciones que distinguen a la Constitución de otras leyes por
alguna característica formal (p.ej.: los procedimientos más complicados de producción, revisión y
derogación). El otro polo está representado por un concepto de Constitución (como norma) fundado
en el contenido, por lo que Constitución designa solo aquel documento normativo, o aquella parte,
que contenga un específico contenido normativo. Cerca de este polo estarían, por ejemplo, todas las
concepciones que identifican la Constitución con “las meta-normas sobre la producción del
derecho, o con las normas que instituyen y organizan los máximos poderes del Estado; o con las
normas que identifican los fines globales del régimen”549.
Aclara el autor que, las concepciones «de contenido» de la Constitución presuponen una valoración
que considera ciertos elementos relevantes para definir como Constitución un determinado
documento normativo. En cuyo caso, si la valoración se detiene en tal punto, se estaría en presencia
del modelo previamente descrito; en cambio, se pasaría a un modelo axiológico cuando se considera
el objeto de la Constitución en sí mismo como dotado de valor positivo y como generador de
normas. Así, por ejemplo, el autor argumenta que se podría distinguir entre quien destaca que un
determinado documento tiene como fin tutelar las libertades fundamentales (y se sitúa de esa
manera dentro del modelo descriptivo) y quien, además, valora positivamente ese fin (y se emplaza
así en el modelo axiológico).
548
M. Dogliani, citado por COMANDUCCI, Paolo, op. cit., p. 44.
549
Ibíd., p. 51.
333
Señala el citado autor que en este cuarto modelo se entiende la Constitución como un documento
normativo que presenta características específicas que los distinguen de los otros documentos
normativos y, particularmente, de la ley. A saber:
ii. La Constitución es un conjunto de normas (como en el tercer modelo); sin embargo, no sólo
contiene reglas, sino también principios, que son los que la caracterizan. Esos principios no
son formulados necesariamente de modo expreso, y puede ser construidos tanto a partir del
texto como prescribiendo de él.
iii. La Constitución tiene una relación especial con la democracia, en un doble sentido: (a) hay
una conexión necesaria entre (una concepción de la) democracia –la democracia como
isonomía- y (el cuarto modelo de) Constitución (no puede haber Constitución sin
democracia, ni democracia sin Constitución); y (b) la Constitución funciona necesariamente
como límite de la democracia entendida como regla de mayoría.
iv. La Constitución funciona como puente entre el derecho y la moral (o la política), ya que
abre el sistema jurídico a consideraciones de tipo moral, en un doble sentido: (a) los
principios constitucionales son principios morales positivizados; y (b) la justificación en el
ámbito jurídico (sobre todo la justificación de la interpretación) no puede dejar de recurrir a
principios morales.
En cuanto al tema de la interpretación, el autor sostiene que el primer modelo exige una
especificidad interpretativa. Pues exige interpretar «un orden» o «una esencia». Conforme a tal
modelo, el:
En el caso del segundo modelo, la interpretación también asume características muy diversas de las
que suelen adscribirse a la interpretación de la ley. Ahora bien, el autor aclara –en primer lugar- que
este modelo presupone el tercer modelo, en tanto que cabe hablar de la Constitución como orden,
como equilibrio entre los órganos constitucionales, en la medida en que hay un documento
normativo llamado Constitución, al que esos órganos otorgan significado, en el mismo sentido o en
sentido análogo por el que se atribuye significado a la ley. Señala –en segundo lugar- que los
órganos que producen la Constitución son, al menos en parte, diversos de los órganos que producen
la Constitución-documento. Se trata de órganos que, a través de la interpretación de la Constitución-
documento, determinan el significado variable de la Constitución. Podría decirse que los
productores de la Constitución-disposición son, al menos en parte, diferentes de los que producen
la Constitución-norma. Estos últimos son aquellos que de hecho, y dentro de un determinado
sistema político, tienen el poder de interpretar con autoridad la Constitución-documento: del
variable juego de las influencias y de los recíprocos condicionamientos de esos órganos brotará, de
vez en vez, el significado contingente de la Constitución-documento, es decir, de la Constitución-
como norma.
Por lo que toca al tercer modelo, señala el autor que el problema de encontrar una especificidad de
la interpretación constitucional resulta más complejo que con respeto a los anteriores modelos. Ello
por cuanto se está en presencia de un objeto (la Constitución) que presenta al menos una
característica común con la ley: la de tratarse de un documento normativo. Señale el autor que, por
ello, quien adopta este tercer modelo suele configurar la interpretación constitución –y también la
interpretación de la ley- como una especie del género interpretación jurídica, y ésta se define,
generalmente, como adscripción de significado a un texto normativo. Por lo que, en conclusión, la
tendencia que suele preponderar en la literatura reciente es la que configura la peculiaridad de la
interpretación constitucional respecto a la interpretación de la ley como una cuestión de grado y no
como diferencias cualitativas.
Finalmente, y por lo que se refiere al cuarto modelo, Comanducci afirma que se aprecia en él una
radical especificidad de la interpretación constitucional respecto de la ley, como también de la
aplicación de la Constitución respecto a la aplicación de la ley.
En cuanto a esta misma materia, también puede citarse a Ernesto Pedro Sagüés, quien indica que de
previo a adoptarse una posición sobre cuál es la función de la interpretación, debe determinarse cuál
es la imagen que se tiene de la Constitución. En cuyo caso, él sostiene que existen al menos dos
conceptos de Constitución contrapuestos: «Constitución-estatua» y «Constitución viviente».
550
Ibíd., pp. 53 y 54.
335
Según explica el autor, una primera acepción extrema de la Constitución puede ser concebir a la
Constitución como una «Constitución-estatua». Se visualiza a la Constitución como un cuerpo
rígido, inmutable e incorrupto, compuesto por reglas ya diseñadas que cabe lealmente cumplir, y
esa lealtad significa, esencialmente, respetar la letra y el espíritu del constituyente histórico. La
doctrina de la «Constitución-estatua» se emparienta con la idea de la «Constitución-testamento»,
sea, la idea de un documento (ley fundamental) que fija las ideas y las órdenes del constituyente
histórico, y que debe ser obedecido y realizado de modo que su ejecución cumpla exactamente con
sus intenciones. El intérprete de la Constitución se convierte en su «albacea». En tal contexto, la
doctrina de la «Constitución-estatua» o «Constitución-testamento» le impone al intérprete un
trabajo casi de «arqueología jurídica», en cuanto “debe hallar el «verdadero» sentido autoral de
las frases de la constitución. Tendrá, en ese orden de ideas, que desbrozar y limpiar a las cláusulas
bajo examen, para despegar de ellas las interpretaciones espurias que pudieron habérsele adosado,
y acceder al meollo del problema, definido por la verdadera intención del constituyente
histórico”551.
Por su parte, y en el otro extremo del espectro jurídico, la doctrina de la «Constitución viviente»
califica como «ficción legal» o «idea mística» la tesis anterior. Se sostiene, por el contrario, que la
Constitución es lo que el pueblo reconoce y respeta como tal. Por lo que “la Constitución se
transforma y recrea constantemente, nutriéndose de conductas y de creencias comunitarias en
valores e ideologías que modifican continua y perpetuamente su contenido. […] la Constitución se
reformula o «reescribe» día a día, según el comportamiento de sus operadores y las reacciones
sociales de apoyo o rechazo a ellos. Ello no importa necesariamente que la constitución cambie (ya
que aquellos operadores y el pueblo pueden persistir en su modo de entender un precepto
constitucional), pero sí reconocer que la constitución es de hecho nuevamente sancionada cada
mañana, confirmándose la mayor parte de sus cláusulas, pero -quizás- con ciertos agregados y
correcciones las restantes”552. En consonancia con lo ya indicado, la doctrina de la «Constitución
viviente» le asigna al intérprete-operador una tarea más compleja de «construcción» jurídica. Dicho
intérprete-operador no podrá ignorar el texto constitucional, “pero tendrá que recurrir a muchos
más elementos para elaborar una respuesta interpretativa. Deberá poner al día el significado de
las palabras de la Constitución, averiguar los requerimientos sociales existentes, ensamblar y
compensar los valores en juego, inquirir sobre las consecuencias de la decisión a adoptar, y
finalmente, diseñar su producto interpretativo, en función al problema a decidir”553.
551
SAGÜÉS, Néstor Pedro, “La interpretación constitucional, instrumento y límites del juez constitucional”,
en BERTOLINI, Anarella, y FERNÁNDEZ, Hubert (ed.), La Jurisdicción Constitucional y su influencia en
el Estado de Derecho, Editorial Universidad Estatal a Distancia, San José, C.R.,1996, p. 4
552
Ibíd., p. 3.
553
Ibíd., p. 4.
336
En lo relativo a la posición ideológica que se puede asumir con respecto a la labor de interpretación,
cabe citar a Jerzy Wróblewski, quien hace referencia a la existencia de dos ideologías, como lo son:
«la ideología estática de interpretación legal» y «la ideología dinámica de interpretación legal».
La ideología estática de interpretación legal toma como valores básicos la certeza, la estabilidad y
la predictibilidad. Tales valores exigen que las reglas legales tengan un significado inmutable. La
referida certeza implica que el Derecho es cierto en la medida que lo sea el legislativo, sea, que el
Derecho no cambia sin el legislativo. Dicha ausencia de cambio en la interpretación legal se
relaciona con la idea de que el significado de una regla legal no cambia mientras no se cambie la
regla en sí. El significado se atribuye al acto del legislativo, a la formulación de una regla por el
legislador. El corolario teórico de los valores estáticos es la construcción del significado de una
regla como la «voluntad del legislador histórico».
Para la ideología dinámica de interpretación legal, en cambio, la interpretación legal implica una
actividad que adapta el Derecho a las necesidades presentes y futuras de la «vida social». En cuyo
caso, la «vida social» abarca “las ideas concernientes a la sociedad con todas sus características
estructurales y funcionales consideradas relevantes para el derecho y su interpretación. La vida
social corresponde, en general, al contexto funcional de las reglas legales y tiene en cuenta el
actual contexto sistémico y lingüístico. Elementos especialmente relevantes de la vida social son las
soluciones de conflictos de intereses, satisfacción de las aspiraciones y necesidades reconocidas,
expectativas de grupos diferentes y de la sociedad en su conjunto en las dimensiones económica,
política, ética, cultural, etc. El derecho, en parte expresa la contribución del legislador a estas
necesidades, pero en parte se rezaga a ellas. Por lo general, los cambios en la vida social ocurren
más deprisa que los cambios en la «letra de la ley», sin que esto obste a que el derecho suscite y
anticipe algunos cambios en la vida social misma”555.
554
WRÓBLEWSKI, Jerzy, op. cit., p. 74.
555
Ibíd., p. 75.
337
En concordancia con lo anterior, a la interpretación legal se le exige que adapte el Derecho a las
necesidades de la vida social para hacerlo más «adecuado» a ésta. Dicha adecuación es el valor
máximo de la ideología dinámica de la interpretación legal. El significado de la regla legal “no es,
por tanto, ningún hecho del pasado conectado por vínculos ficticios con la voluntad del legislador
histórico. De ser así, el derecho resultaría un gobierno de los muertos sobre los vivos. El
significado de las reglas legales cambia en la medida en que cambian los contextos en los que
opera. […] El lenguaje legal cambia según los contextos funcionales en los que valoraciones y
normas extralegales siguen a la evolución social. Cada acto de promulgación de nuevas reglas y
derogación de las viejas modifica el contexto sistemático. El contexto funcional está en constante
fluctuación en todas las dimensiones de la vida social. La tarea de la interpretación legal consiste
en adaptar el derecho a todos esos cambios atribuyendo un significado adecuado a las reglas
legales”556. Como consecuencia, el significado de una regla legal es un fenómeno cambiante y el fin
básico de la interpretación es la mejor adaptación del Derecho a las necesidades de la vida social.
556
Ibíd., p. 76.
557
Ibíd., p. 78.
558
Ibíd., p. 78.
338
De mi parte, cabe indicar que a lo largo de esta tesis se ha utilizado un concepto de Constitución
como norma jurídica y, más en concreto, una norma jurídica que presenta ciertas particularidades,
a saber: como norma fundamental, escrita, codificada, rígida, suprema, jurisdiccionalmente
garantizada y de fuerte contenido material [incluido un amplio cúmulo de derechos, en procura de
garantizar a la persona (i) el disfrute de mínimos vitales que permitan la subsistencia del individuo
en concordancia con su dignidad como ser humano, (ii) el libre e íntegro desarrollo de su autonomía
559
Ibíd., p. 79. En cuanto a este mismo tema, también se puede citar a Riccardo Guastini, quien, al analizar el
tema de la interpretación constitucional, explica la oposición que se plantea entra una ideología o doctrina
estática y una ideología o doctrina dinámica. Explica que la ideología o doctrina estática “está inspirada en
los valores de la estabilidad de la disciplina jurídica, de la certeza del derecho, de la previsibilidad de las
decisiones jurisdiccionales. Por eso esta doctrina recomienda a los intérpretes practicar una interpretación
estable, fija, diacrónicamente constante, sin revirements. Pero ¿cuál interpretación exactamente? La doctrina
estática, en cuanto tal, no lo dice. Sin embargo, está estrechamente asociada con la interpretación llamada
«originalista» -inspirada en el valor de la fidelidad a la constitución- que consiste en atribuirle al texto
constitucional su significado «original»: según el caso, el significado que corresponde al uso de las palabras
tal como era en la época de la promulgación de la constitución, o bien el que corresponda a la «intención»
de los Framers, los padres fundadores.” En cambio, la ideología o doctrina dinámica “se inspira en el valor
de la adaptación continua del derecho a las exigencias de la vida social (política, económica, etcétera). Por
ello esta doctrina sugiere a los intérpretes no practicar una interpretación fija, sino, por el contrario,
cambiar el significado del texto a la luz de las circunstancias (y, bien entendido, a la luz de sus sentimientos
de justicia). En otras palabras, la doctrina favorece una interpretación «evolutiva», tiende a remediar el
envejecimiento de la constitución y la falta de revisiones constitucionales. La interpretación evolutiva, sin
embargo, no consiste en una técnica interpretativa específica (a pesar de su tendencia natural a la analogía);
consiste sobre todo en utilizar una técnica interpretativa cualquiera con la finalidad de adaptar el texto –
sobre todo si se trata de un texto «viejo»- a las nuevas circunstancias. En la mayor parte de los casos esta
adaptación se cumple mediante la concretización de los principios constitucionales, y consiste en obtener
nuevas normas del texto, que se suponen «implícitas»”. Esto en GUASTINI, Riccardo, Teoría e ideología de
la interpretación constitucional, cit., pp. 60 y 61.
339
Como corolario de lo expuesto en los anteriores apartados, procede ahora ensayar un concepto
restringido de mutación constitucional, así como esbozar sus límites.
En esta tesis, ya se afirmó que, ante la plena consolidación del principio de supremacía
constitucional y la operatividad del correlativo control de constitucionalidad, resulta claramente
inadmisible el sentido amplio de mutación constitucional, y, por el contrario, únicamente resulta
admisible –con ciertos límites- el sentido restringido de mutación constitucional. Esto último exige
560
DÍAZ RICCI, Sergio M., op. cit., pp. 49 y 50. Ver, en similar sentido, CALZADA CONDE, Rogelia, op.
cit., pp. 51 y ss.
340
retomar algunas ideas o conceptos de interés, como resultado de la exposición doctrinal efectuada
hasta este momento (vid. supra I.4, IV.3 y IV.4), a saber:
Dicho proceso hermenéutico es un proceso complejo, que supone un tránsito por distintos
ámbitos y contextos interpretativos, así como la selección, articulación y aplicación de
diversos criterios y directivas hermenéuticas. Proceso que presenta una especial
complejidad y trascendencia cuando el objeto por interpretar es la Constitución, ya que ésta
se caracteriza por contener una gran cantidad de disposiciones normativas con un alto grado
de abstracción e indeterminación. Las que, además, están dotadas de un fuerte contenido
axiológico o ideológico. A lo que se añade que en razón de la supremacía normativa
(material y formal) de la Constitución, la forma en que se interpreta cada uno de sus
preceptos puede tener un profundo impacto en el proceso de producción, interpretación y
aplicación del resto del ordenamiento jurídico.
En todo caso, y como derivación de lo previamente indicado, se puede ensayar una definición de
mutación constitucional. Por mutación constitucional se entiende, en sentido estricto o restringido,
una transformación en la significación atribuida originalmente a una cláusula constitucional, sin
que, para tales efectos, medie una modificación del enunciado lingüístico -sea, sin que ello quede
actualizado en el documento constitucional mediante una alteración de su expresión escrita-. Lo
anterior como producto de la reinterpretación de dicha cláusula, que si bien no implica una
alteración de su texto, sí supone una nueva lectura o entendimiento de su contenido. De esta forma,
la cláusula constitucional obtiene una significación o alcance distinto de aquel que originalmente le
fue atribuido, sin que, para ello, se haya observado el procedimiento de reforma constitucional. Se
puede citar a P. Häberle, quien explica:
341
Ahora bien, resulta oportuno realizar algunas precisiones adicionales respecto a la definición que se
ha propuesto de mutación constitucional. Ello es así, pues una posible definición de mutación
constitucional sería la siguiente: La cláusula constitucional obtiene una significación o alcance
distinto de aquel que inicialmente fue pensado por el constituyente, sin que, para ello, se haya
observado el procedimiento de reforma constitucional. Sin embargo, ello conlleva el problema de
poder fijar la intención o voluntad original del constituyente, y más en general, los problemas
vinculados con el originalismo, sea, con aquella postura que propugna por aferrar el contenido de
la constitución al sentido original que le dieron sus creadores562.
Según explica Sebastián Linares, son diversas las críticas que se le pueden hacer al originalismo, a
saber:
561
HÄBERLE, Peter, El Estado Constitucional, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de
Investigaciones Jurídicas, México D. F., 2003, p. 62.
562
GARGARELLA, Roberto, “Interpretación del Derecho”, en Derecho Constitucional, Editorial
Universidad, Buenos Aires, 2004, pp. 655 y 656.
342
En cuanto a la primera crítica, debe reconocerse que una ideología evolutiva o dinámica de la
interpretación constitucional también podría enfrentar objeciones desde el punto de vista
democrático. Ello exige un análisis más profundo que se realizará más adelante. En todo caso, lo
que interesa destacar en este punto de la tesis es lo atiente a la segunda crítica expuesta por
Sebastián Linares.
De hecho, cuando se analizó –en general- el tema de la interpretación normativa, se expuso las
profundas complicaciones que podría generar el recurrir a un canon interpretativo que apele a la
voluntad o intención del legislador (en este caso, del constituyente). Se hizo referencia, en
específico, al desarrollo doctrinal realizado por Pierluigi Chiassoni (vid. supra I.4.b), quien expone
la complejidad que puede suponer la aplicación de una directiva interpretativa como la siguiente: A
una disposición se le debe atribuir el significado que corresponda a la voluntad del legislador. El
citado autor explica que ello supone un precepto hermenéutico altamente genérico y equívoco, pues
se presta para ser entendido y concretado en múltiples modos diversos.
En segundo lugar, la noción de «legislador» puede a su vez ser entendida en no menos de tres
modos diferentes: (i) designando al legislador ideal (sea, al buen legislador, el legislador racional);
(ii) designando al legislador real histórico u originario; o (iii) designando al legislador real actual.
En el primer caso, la directiva remite al recurso hermenéutico constituido por hipótesis acerca de la
«voluntad del derecho» o «de la ley», o bien, acerca de la «voluntad» de un «legislador» que no es
más que la personificación de principios de racionalidad y/o razonabilidad y/o de algún ideal de
bondad, justicia, magnanimidad, sabiduría, etc., apreciado por el intérprete.
El segundo caso presenta al intérprete diversos problemas aplicativos. La doctrina pone en duda si
se puede identificar de modo fiable y preciso la voluntad de un legislador individual cualquiera, no
pudiendo el intérprete penetrar en la mente de otro ser humano. Se duda, con mayor razón, acerca
de si existe la posibilidad de tal empresa, cuando el legislador es un órgano colegiado. Pero, aparte
de tal problema epistemológico, se ha apuntado que la única volición efectiva (en el sentido
propiamente psicológico) imputable a cualquier legislador de carne y hueso, sea individual o
colectivo, es la volición de un texto normativo (la disposición), y no ya un significado específico de
éste, que, incluso, podría permanecer de todo ignorado para la mayoría de los parlamentarios que lo
han votado.
343
Ante ello, el reenvió a la «voluntad» o a la «intención» del «legislador histórico» podría ser
entendido, simplemente, como una prescripción al intérprete para que busque elementos útiles para
la interpretación de una disposición en: (i) los llamados trabajos preparatorios; (ii) la occasio legis;
(iii) los (presumibles) principios inspiradores de las líneas de política legislativa del legislador
histórico; y (iv) cualquier otro dato concerniente al contexto histórico, político, cultural y social de
producción de la disposición interpretada, que el propio intérprete considere relevante para los fines
de formular conjeturas argumentativas plausibles sobre el sentido querido y/o el fin deseado por «el
legislador».
Finalmente, y en el tercer caso, si por «legislador» se entiende –se decida o se acuerde entender- no
ya el legislador histórico, sino que el legislador presente, la referida directiva interpretativa le
impone al intérprete que atribuya a una disposición un sentido conforme a hipótesis contrafácticas
sobre la «voluntad» semántica o teleológica del legislador competente en el momento de utilización
de la disposición. Se trata, en consecuencia, de formular conjeturas plausibles sobre cuál es el
significado que el legislador presente habría querido atribuir, o sobre cuál es la finalidad que habría
querido alcanzar, si hubiera producido aquí y ahora la disposición.
Explica Chiasonni que tales hipótesis contrafácticas no pueden valerse del auxilio de los trabajos
preparatorios. Deben fundarse, por el contrario, sobre elementos del contexto de aplicación que el
intérprete seleccione como datos, desde su punto de vista, indicativos. Entre tales elementos podría
señalarse los siguientes: (i) los principios que presumiblemente inspiran líneas de política legislativa
del legislador presente; (ii) el sentido (presuntamente) querido y/o los objetivos (presuntamente)
deseados para previsiones emanadas aquí y ahora en la misma materia, o bien en materias análogas
y pertenecientes en cualquier caso al mismo subsector o sector del derecho positivo, y (iii) los
fenómenos sociales, los progresos científicos y técnicos, los eventos naturales, etc., que el legislador
presente tendría presumiblemente en cuenta si produjese ahora la disposición que se interpreta.
Por lo que el autor afirma que un intérprete que pretendiese interpretar una disposición «según la
intención del legislador», se encontraría frente a la posibilidad de seguir –al menos- una o más de
las siguientes seis directivas intencionalistas (variantes del canon psicológico): (i) a una disposición
se le debe atribuir el significado querido por el legislador histórico, en el momento de la
producción de la disposición; o (ii) a una disposición se le debe atribuir el significado sugerido por
el objetivo que el legislador histórico quería alcanzar, mediante tal disposición, en el momento de
su producción; (iii) a una disposición se le debe atribuir el significado que el legislador histórico
habría querido atribuirle, si hubiera producido la disposición en el aquí y ahora de su aplicación;
(iv) a una disposición se le debe atribuir el significado sugerido por el objetivo que el legislador
histórico habría querido alcanzar, mediante tal disposición, si la hubiera producido en el aquí y
ahora de su aplicación; (v) a una disposición se le debe atribuir el significado que el legislador
presente le habría querido atribuir, si hubiese producido la disposición en el aquí y en el ahora; y
(vi) a una disposición se le debe atribuir el significado sugerido por el objetivo que el legislador
presente habría querido alcanzar, mediante tal disposición, si la hubiese producido en el aquí y en el
ahora.
344
Se constata, con lo anterior, los profundos equívocos y controversias que se pueden generar al
aplicar una directiva interpretativa que remita a la voluntad (o intención) del constituyente. De allí
que, para efectos de esta tesis, se haya optado por una definición de mutación constitucional que
haga referencia a una modificación en el significado atribuido originalmente a una cláusula
constitucional, pero sin ligarlo o vincularlo necesariamente con una específica voluntad o intención
del constituyente.
Por lo demás, procede reiterar que el grado de apertura que pueda existir a favor de la mutación
constitucional está determinado, en gran medida, por la concepción que se tenga respecto de la
Constitución y la ideología interpretativa que se sostenga al efecto. Resulta particularmente
importante la posición que, sobre estos dos puntos, se adopten en el supuesto de la interpretación
oficial o jurisdiccional, en particular, en el caso del Parlamento y del tribunal constitucional, o bien,
aquel órgano jurisdiccional que dentro del sistema jurídico estatal se le haya atribuido la
competencia última en la atribución de significado a las normas constitucionales.
De allí que la doctrina constitucional suele reconocer que unas de las fuentes de mutación
constitucional puede ser la función parlamentaria. Ahora bien, en aquellos ordenamientos jurídicos
en que existe un sistema jurisdiccional de control de constitucionalidad, la interpretación del texto
constitucional realizada por el Parlamento puede ser objeto de control jurisdiccional. Dando como
resultado que se confirme, se revoque o se modifique parcialmente la interpretación realizada564.
563
ANSUÁTEGUI ROIG, Francisco Javier, op. cit., p. 33.
564
En cuanto a este punto, referente a la mutación constitucional como producto de una «reinterpretación de
la Constitución» y su posterior «refrendo» por la jurisdicción constitucional, se ha afirmado: “Ya se ha dicho
que los conceptos propios del Derecho Constitucional son herencia de una tradición histórica, que lo ha ido
moldeando, de acuerdo con una evolución cultural y social que llega hasta nuestros días. Por ello, cabe que
términos constitucionales basados en esa tradición (piénsese, por ejemplo, en la expresión <<penas o tratos
inhumanos o degradantes>>, del art. 15 de la Constitución) sigan experimentando un desarrollo en la
conciencia social, de manera que su contenido se vea aumentado o disminuido. El cambio de significado de
un término constitucional puede representar como consecuencia, la alteración del mandato constitucional
que lo emplea. La garantía de que ese cambio de significado es real y general (y de que no se trata de un
capricho u ocurrencia minoritaria) sólo puede residir en su admisión de un modo expreso y formal: la vía
empleada para ello suele ser la jurisprudencia constitucional, que cobra así una importancia decisiva en la
345
En cuyo caso, no faltan autores que sostengan que una de las funciones esenciales de la justicia
constitucional es la de desenvolver y adaptar a la Constitución, mediante una interpretación
evolutiva o dinámica. Se puede citar, como ejemplo, a Ricardo Combellas, quien afirma:
Finalmente, la mutación constitucional está necesariamente sujeta a topes. El coto primario y básico
está impuesto por el propio texto constitucional. Según se explicó (vid. supra I.4.d), no obstante los
distintos factores que indicen en la indeterminación de todo texto normativo –incluidas las
“La decisión constitucional por una democracia con división de poderes veda una
interpretación sin límites que, eludiendo la reforma constitucional, difumine los
lindes entre interpretación y potestad normativa y haga subrepticiamente soberano
a quien únicamente es custodio de la Constitución.” 566
No obstante ello, la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia ha sostenido que debe
interpretarse el mencionado numeral en el sentido que se “requiere que exista orden por escrito de
un Juez de la República cuando el allanamiento debe ser practicado por la policía en un recinto
566
En SIMON, Helmut, “La jurisdicción constitucional”, en LÓPEZ PINA, Antonio (ed.), Manual de
Derecho Constitucional, cit., p. 854. Sobre este temática, Francisco Tomás y Valiente afirma que los
tribunales constitucionales “pueden dar un sentido virtualmente posible a una norma constitucional hasta
entonces entendida de otro modo, para dar entrada bajo el ordenamiento constitucional, rígido y no
reformado, a cambios de la realidad política o legislativa que sin ser opuestos a la Constitución no fueron,
ni quizá pudieron ser, previstos por ella, operándose así mutaciones en su sentido o contenido. Si esta
interpretación es prudente y autorrestringida puede producir mutaciones convenientes eludiendo la vía de las
reformas o de las enmiendas, por definición difíciles en un sistema de rigidez. Pero cada Tribunal
Constitucional ha de tener siempre presente sus propios límites, pues ni es titular de un poder de reforma
encubierto, ni sería admisible que las mutaciones constitucionales por vía de la jurisprudencia constitucional
llegaran a configurar una Constitución irreconocible. Cuestión de límites, de prudencia política y de self
restraint”. Esto en TOMÁS Y VALIENTE, Francisco, “Constitución”, en PÉREZ MANZANO, Mercedes, y
BORROJA INIESTA, Ignacio (coord.), Comentarios a la Constitución Española, XXX Aniversario,
Fundación Wolters Kluwer, Madrid, 2008, p. XXXVIII.
347
privado, sin embargo, cuando el Juez se encuentra presente en el acto procesal…, no se requiere
de esta orden por escrito pues precisamente quien resguarda este derechos constitucional (la
inviolabilidad del domicilio) se encuentra allí presente” (sentencia 2773-97).
Para justificar tal posición ha indicado que debe optarse por una «interpretación evolucionista» del
artículo 23 constitucional. Así, en la sentencia número 2003-04672 de las 14:47 horas del 28 de
mayo del 2003, la Sala Constitucional afirmó que al momento de aprobarse dicha norma
constitucional, existió “influencia de las normas y principios del sistema procesal penal vigente en
aquel momento, en el que prevalecía la escritura y el juez de la causa era la figura central que
marcaba el curso de la investigación y ordenaba las actuaciones que debían realizarse por otras
autoridades dentro del proceso con el fin de obtener la prueba a considerar al resolver. En tal
contexto tenía gran relevancia la necesidad de una orden escrita porque -en aquel diseño procesal-
no era el juez en persona quien habría de realizar la actuación sino otras autoridades por su
encargo, de modo que era importante documentar los detalles que encausarían la intervención
estatal sobre el derecho fundamental del ciudadano afectado, por lo que cabe concluir que la
escritura se entendió en ese momento, simple y sencillamente como el modo natural y legal en que
procedía plasmar esa autorización y sus particulares circunstancias…”.
Luego añadió que actualmente la situación es totalmente distinta y por ello se justifica la referida
«interpretación evolucionista». Lo anterior por cuanto, con “la puesta en vigencia de un sistema
procesal penal de corte netamente acusatorio, el juez deja de participar como investigador durante
el proceso y se le asigna una labor de protector de la regularidad -en especial de la regularidad
constitucional- del trámite, de manera que su presencia e intervención es exigida en ciertos casos,
pero ya no con el fin de dirigir la investigación como en el modelo inquisitorio, sino como vigilante
de que el ejercicio de la autoridad estatal se ejecute dentro de los parámetros constitucionales y
legales fijados y se lleve a cabo sin abuso de poder. Para la Sala, es justa y precisamente ello lo
que quiso el Constituyente y el papel que, de acuerdo con la mejor doctrina sobre derechos
fundamentales, debe cumplir la garantía fijada en el artículo 23 de la Constitución Política. Ello
sin duda se cumple a cabalidad si se cuenta con la presencia del juez en los allanamientos de
domicilio, pero siempre y cuando obviamente su participación como se dijo, lo sea no como
integrante del cuerpo investigador, sino como sujeto procesal que controla de forma estricta el
balance entre los derechos de los ciudadanos y las actuaciones de las autoridades estatales
encargadas de la investigación y producción de elementos probatorios. En consecuencia, pierde la
relevancia que una vez tuvo la exigencia de una orden escrita, porque con ella se pretendía
restringir la posibilidad de acción (y de exceso en la actuación) de las autoridades administrativas,
al someterlas a las condiciones y límites que un juez les señalara por escrito, circunstancia ésta
que ahora queda ampliamente cubierta si dicha orden es suplida por la propia presencia activa del
juez durante la ejecución del acto”.
Ante tal panorama, debe reconocerse que efectivamente en 1996 se aprobó un nuevo Código
Procesal Penal en Costa Rica, que implicó el tránsito de un sistema procesal penal mixto a un
sistema procesal penal marcadamente acusatorio. Lo que supuso, entre otros extremos, la
desaparición de la figura del juez de instrucción, a quien la correspondía dirigir la investigación. En
348
su lugar, se trasladó la dirección de la investigación al Ministerio Público. Para que, de esta forma,
el juez dejara de actuar como un investigador o acusador imperfecto, y en su lugar asumiera,
exclusivamente, la función de garante de los derechos de las partes y del cumplimiento de
formalidades previstas en el ordenamiento jurídico en protección de los derechos fundamentales,
incluido lo referente al allanamiento de morada. Con ello se pretendía asegurar la efectiva
imparcialidad y objetividad del juez. Ahora bien, independientemente que se haya dado dicho
cambio en el sistema procesal penal -que, sin duda, ha fortalecido la figura del juez como auténtico
garante de los derechos fundamentales de las partes en el proceso-, ello no permite obviar un hecho
innegable, como lo es que la Constitución Política sigue exigiendo, de forma expresa, la existencia
de una “orden escrita” de juez competente en que se disponga el respectivo allanamiento. Por lo
que procede cuestionarse si en el caso en estudio no se está ante un supuesto de mutación
constitucional que ha infringido el límite básico y esencial, como lo constituye el propio texto
constitucional.
Tomás Requena López añade que al límite genérico ya indicado habría que agregar, en el caso
particular del sistema constitucional español, la garantía del contenido esencial de los derechos
fundamentales, expresamente reconocida en el artículo 53.1 de la Constitución. Este autor sostiene
que, evidentemente, el citado artículo 53.1 le impone al legislador un límite, pero se cuestiona por
qué se lo impone, si todas las normas constitucionales, incluidas obviamente las que regulan los
derechos fundamentales, le vinculan. A lo que contesta que ello obedece a una sencilla razón: “para
expresar la importancia de la tabla de derechos como núcleo definitorio del Estado constitucional
democrático, infranqueable para la comunidad misma si no se acude a reformas expresas de la
Constitución, y por tanto como límite ineludible también para el legislador. Ante ello, la expresión
«contenido esencial» no hace referencia a un contenido que deba (o no) distinguirse de uno
adicional, sino al valor de los derechos fundamentales como barrera ineludible a cualquier poder.
(…) La expresión «contenido esencial» más bien pone de relieve, por tanto, que los derechos
fundamentales son un contenido esencial de la Constitución que debe respetarse por cualquier
567
REQUENA LÓPEZ, Tomás, op. cit., p 112.
568
Ibíd., p. 113.
349
A mi juicio, si se acepta que la Constitución –como institución jurídica- surgió con el firme
propósito de erigirse en un instrumento normativo destinado a proteger la dignidad del ser humano
(vid. supra I.2 y II.2), entonces, ante una realidad inevitablemente cambiante, se requiere de una
interpretación evolutiva o dinámica de la normativa constitucional que garantice, en cada momento
histórico concreto, la efectiva y adecuada protección de dicha dignidad y de los derechos
fundamentales que procuran asegurar la posibilidad de desarrollar una existencia en concordancia
con ésta. Por lo que la Constitución debe mostrarse como un tejido normativo vivo y sensible, capaz
de reaccionar y de adaptarse ante las nuevas realidades impuestas por un mundo en constante
transformación. Lo que puede exigir, en determinados casos, una reinterpretación de determinada
cláusula constitucional, que sin contrariar el texto (sea, sin infringir el marco de posibilidades
semánticas que se pueden relacionar, de forma plausible, con las expresiones lingüísticas que
conforman la formulación normativa), permita obtener una significación o alcance nuevo o distinto.
Ello a fin de poder proteger la dignidad del ser humano ante nuevas necesidades o peligros
derivados de los cambios propios de un mundo dinámico y contingente. Necesidades o peligros que
en su momento el constituyente ni tan siquiera pudo prever. Como ejemplo de lo anterior, se puede
citar el desarrollo jurisprudencial que efectuó la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia
de Costa Rica, para que en el ordenamiento jurídico costarricense se reconociera y protegiera el
derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado (ver, como ejemplo, la sentencia número
2233-93 de las 9:36 horas del 28 de mayo de 1993). Lo que se logró por medio de una relectura del
artículo 21 de la Constitución Política, que consagra que: “La vida humana es inviolable”. O del
artículo 89 constitucional, que establece que entre “los fines culturales de la República están:
proteger las bellezas naturales, conservar y desarrollar el patrimonio histórico y artístico de la
Nación, y apoyar la iniciativa privada para el progreso científico y artístico”. Tal desarrollo
jurisprudencial fue de tal impacto o relevancia, que finalmente motivó que se aprobara la Ley de
reforma constitucional número 7412 del 3 de junio de 1994, por medio de la cual se adicionaron dos
párrafos al artículo 50 de la Constitución Política, a fin de reconocer expresamente el derecho
569
Ibíd., p .132.
570
Ibíd., p. 141.
350
fundamental de todo persona a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado, así como el deber
del Estado costarricense de garantizar, defender y preservar ese derecho.
Se ha analizado en esta tesis, con la debida profundidad, la relación entre principio democrático y
reforma constitucional (vid. supra III.6). Sin embargo, procede ahora agregar un elemento adicional
al análisis, referente a la existencia e impacto de la mutación constitucional.
Lo primero que debe reiterarse es que la doctrina mayoritaria suele reconocer que la inmutabilidad
constitucional es insostenible, en tanto que la Constitución pretende “regular la vida de una
sociedad humana en continuo progreso”571. Por lo que siempre es posible que surja la necesidad de
reformar la Constitución, a fin de ajustarla a una realidad en permanente proceso de
transformación.
También procede recordar que, actualmente, la mayoría de Estados Constitucionales cuentan con
una Constitución rígida. Ello implica que la propia Constitución dispone un procedimiento expreso
571
BISCARETTI DI RUFFIA, Paolo, op. cit., p. 273. Ver, en similar sentido, LOEWESTEIN, Karl, op. cit.,
p. 164. También HESSE, Conrado, “Constitución y Derecho Constitucional”, cit., p. 9. Asimismo, DE
VEGA, Pedro, op. cit., p. 59.
351
Para poder contestar tal cuestionamiento debería establecerse, en primer lugar, cuál es la relación
conceptual que existe entre el «procedimiento de reforma constitucional, en el supuesto de una
Constitución rígida» (p) y «la posibilidad de adecuar o actualizar la Constitución» (q). Las
posibles relaciones entre los conceptos p y q son las siguientes:
La primera opción es que ambos conceptos sean independientes. Opción que habría que rechazar,
pues, como se ha explicado a lo largo de esta tesis, existe una clara relación entre el procedimiento
de reforma constitucional y la posibilidad de adecuar o actualizar la Constitución.
Todo lo anterior tuvo un impacto en la posterior evolución de los distintos sistemas constitucionales
occidentales, ante la adopción y progresivo desarrollo de las premisas heredadas del
Constitucionalismo Revolucionario. Al punto que, actualmente, la mayoría de Estados
Constitucionales incluyen en sus Constituciones un procedimiento de reforma constitucional,
establecido con el expreso propósito de permitir su revisión y modificación. Por lo que, incluso, se
ha afirmado que en toda auténtica Constitución debe incluirse un “método,… para la adaptación
pacífica del orden fundamental a las cambiantes condiciones sociales y políticas –el método
352
Una vez que se ha establecido que, efectivamente, existe una relación entre ambos conceptos, debe
precisarse cuál es esa relación. De lo previamente indicado se puede desprender que el
procedimiento de reforma constitucional constituye una condición suficiente para que se pueda
adecuar o actualizar la Constitución. Como ya se explicó, el procedimiento de reforma
constitucional surgió históricamente con la pretensión de prever y organizar en la propia
Constitución su proceso de transformación.
De hecho, ya se explicó que entre los factores que pueden motivar una reforma constitucional se
incluye la necesidad de asumir la evolución de los procesos sociopolíticos, de responder a las
variaciones en la estructura ideológica/axiológica subyacente, y de reaccionar a las
transformaciones en el entorno que disciplina (vid. supra III.2). A lo que debe agregarse un cuarto
motivo, referente justamente al núcleo de esta tesis, como lo constituye la obligación del Estado de
ajustar su Constitución a las obligaciones impuestas por el Derecho Internacional y,
particularmente, el DIDH (vid. supra III.7).
Ahora bien, también se ha aclarado que, en el caso específico de las Constituciones rígidas, la
reforma constitucional no se limita a ser un mecanismo de cambio constitucional. En el supuesto de
las Constituciones rígidas, la reforma constitucional comporta, preponderantemente, un mecanismo
de defensa de la Constitución, que si bien posibilita la evolución y adecuación del texto
constitucional, también se propone reforzar la estabilidad de la norma (vid. supra I.2.c y III.2). En
cuanto a este punto, procede reiterar algunas funciones que la doctrina suelen asignar a la reforma
constitucional, a saber: como garantía de supervivencia y como garantía de estabilidad.
Se afirma, en primer lugar, que la vida evoluciona y la Constitución debe adaptarse a ello. Y si la
Constitución pretende sobrevivir, como factor real de ordenación de la vida de una comunidad, no
se debe abstraer del cambio histórico y debe tener capacidad de reacción ante las continuas
variaciones que genera la vida en sociedad. Lo que incluye, justamente, la posibilidad de modificar
su contenido. En tal sentido:
Se puede afirmar que la Constitución, como toda norma jurídica, pretender encausar una
determinada realidad. Pero, a su vez, el fenómeno objeto de regulación incide en la Constitución,
573
En DE VEGA, Pedro, op. cit., pp. 67 y 68.
574
En cuanto a este punto: “(…) la idea de la permanencia ha Estado estrechamente vinculada con la de su
Constitución, hasta el punto de que la estabilidad se ha considerado como atributo necesario de ésta. Se
arguye, en efecto, que si la Constitución es el fundamento de la organización estatal y del orden jurídico, es
claro que ha de tener permanencia, firmeza pues de otro modo sería incapaz de cumplir su misión
fundamental.... La Constitución se concibe así como un complejo normativo o una forma firme, a través de la
cual pasa el movimiento de la vida: «la sustancia de la Constitución es la intención de crear un orden
jurídico fundamentalmente duradero» (Stier-Somló); debe ser «el polvo firme en el fluir de los fenómenos»
(Mangoldt): su contenido es abarcar la movilidad de los acontecimientos políticos de una forma firme
(Huber), etc. [...] Cuando la Constitución deja de ser un resultado del ser histórico o una pura creación
mental -y las «leyes fundamentales» eran una u otra cosa- para convertirse en cette grande prévision
humaine, que son la mayoría de las constituciones modernas, entonces fue preciso abandonar la tesis de la
inmutabilidad para asegurar la de la permanencia.” En tal sentido García-Pelayo, citado por RAMELLA,
Pablo, op. cit., p. 10.
575
Resulta oportuno apuntar que la estabilidad efectiva de la norma constitucional no depende,
exclusivamente, de factores normativos (de las referidas exigencias jurídico-formales). Ya se hizo expresa
referencia al tema de la adhesión (vid. supra I.3.d y III.3). También pueden incidir otras circunstancias
políticas, históricas o sociales. Por ejemplo, Víctor Ferreres menciona que el sistema de partidos políticos es
una variable importante, ya que cuanto más disciplinados sean los partidos y cuanto más arraigada esté la
cultura de la coalición, tanto más fácil será satisfacer la exigencia de alcanzar la mayoría exigida para la
reforma. También es relevante la historia del país. Expone el autor que la Constitución española no tan rígida
como la estadounidense desde un punto de vista formal (salvo cuando se trata de las materias sujetas al
procedimiento extraordinario previsto en el art. 168) y la existencia de partidos políticos disciplinados es un
factor que facilita el proceso de reforma; sin embargo, históricamente, en España, la idea de reformar la
Constitución ha sido una especie de tabú. Señala que ello ha obedecido a que la Constitución expresa, entre
otras cosas, un compromiso o consenso entre las principales fuerzas políticas a fin de zanjar de manera
pacífica ciertas querellas que en el pasado dividieron a los españoles de forma trágica, en esto, la Constitución
se elaboró con la memoria de la guerra civil. Y dado tal trasfondo, tradicionalmente, ha existido un interés
estratégico entre los principales líderes y partidos para que la Constitución se toque lo menos posible.
También puede ocurrir que las tradiciones políticas del país sean «conservadoras», en el sentido de que la
sociedad entienda que deben darse razones de mucho peso antes de proceder a una reforma constitucional. Tal
actitud de cautela y de respeto por el pasado puede proteger fuertemente a una Constitución frente al cambio.
Ver, al efecto, FERRERES COMELLA, Víctor, “Una defensa de la rigidez constitucional”, en Doxa, núm.
23, 2000, pp.32 y 33.
354
transformándose y ofreciéndole nuevo retos. Por lo que se presenta una relación de mutua
influencia entre ambos extremos, que exige de la Constitución que se organice y reorganice con el
fin de enfrentar exitosamente dicho desafío. Se afirma que “codificación, decodificación y
recodificación son momentos todos esenciales en el desarrollo del ordenamiento jurídico”576. Pese
a lo anterior, esta necesidad de adaptación adquiere un matiz particular en el caso de la
Constitución, precisamente por su carácter de norma fundamental y suprema [sea, en razón de las
enormes implicaciones que puede tener el producto de una reforma constitucional en toda la
estructura estatal y en su ordenamiento jurídico, al que condiciona e irradia como norma
fundamental y suprema (vid. supra I.2, I.3.c y I.5)]. Por lo que, en el caso concreto de las
Constituciones rígidas, el procedimiento de reforma constitucional no se restringe a ser una vía de
transformación, sino que pretende –además, o prioritariamente- ser un filtro, de forma que se
garantice –dentro del ámbito de sus posibilidades- evitar reformas disfuncionales o carentes de la
debida deliberación. El procedimiento de reforma se manifiesta como compromiso entre diversos
afanes: se renuncia a la inmutabilidad a efectos de lograr la permanencia de la Constitución, pero se
consagra su rigidez para garantizar su estabilidad. Por lo que “la reforma se sitúa así en el nudo de
tensión entre permanencia y adaptación-cambio del texto constitucional577”. Su éxito está
justamente en conjugar adecuadamente todas estas exigencias578.
576
RIVERO SÁNCHEZ, Juan Marcos, op. cit., p. 64.
577
APARICIO, Miguel, Introducción al sistema político y constitucional español, Editorial Ariel, S. A.,
Barcelona, 6ta ed., 1993, p. 192.
578
Sea: “(...) dentro de las constituciones escritas, el problema fundamental que plantea el establecimiento de
un procedimiento especial de reforma consiste en que el mismo no sea tan laxo como para dejar que la obra
del poder constituyente pueda modificarse a raíz de cualquier evento, ni tampoco que adquiera tal rigidez
que impida la adaptación de la Constitución a los cambios sobrevenidos en la vida social y política. La
búsqueda del punto equidistante entre estos dos extremos es la principal dificultad de las normas de revisión
constitucional. Éstas, además de como garantía, deben estar pensadas para procurar la adecuación del
contenido de las Constituciones a las exigencias de cada fase histórica. Por eso, la rigidez no puede
sobrepasar ciertos límites. Principio democrático es que una generación no puede condicionar a las
posteriores. De ahí la necesidad de que la revisión constitucional sirva también para la adaptación histórica
de la ley fundamental.” En SATAOLLA LÓPEZ, Fernando, Comentarios a la Constitución, Editorial Civitas
S.A., Madrid, 2da ed., 1985, p. 2392. En similar sentido: “En efecto, la vida de los sistemas constitucionales
oscila entre dos polos. Por un lado, la necesidad de una progresiva evolución de la Constitución, de tal forma
que se adapte a la transformación social y política para evitar un alejamiento de la realidad que pueda
favorecer la aparición de tensiones que conduzcan a una ruptura constitucional. Por otro, la conveniencia de
una estabilidad constitucional que favorezca el conocimiento de la Constitución, así como el arraigo en la
sociedad de los que se ha denominado «sentimiento constitucional», pues el valor simbólico y socialmente
integrador de la norma constitucional es innegable.” En LÓPEZ GUERRA, Luis, ESPÍN, Eduardo, GARCÍA
MORILLO, Joaquín, PÉREZ TREMPS, Pablo, y SATRUSTEGUI, Miguel, Derecho Constitucional, Tirant
Lo Blanc, Valencia, v. 1, 1991, p. 49.
355
Ahora bien, tal función de garantía de estabilidad debe anudarse con la función de la reforma
constitucional como garantía democrática (vid. supra III.6.a). Lo que exige replantearse el tema de
la rigidez contramayoritaria o rigidez supermayoritaria.
a. Permite a los actores políticos irse moviendo, ante las cambiantes condiciones en la realidad
política, social y económica, dentro del marco genérico que le impondría la Constitución.
Afirma, al efecto, que “la Constitución, que es una norma difícil de corregir (de
«enmendar») como consecuencia de su rigidez, sólo debe expresar decisiones (en materia
579
FERRERES COMELLA, Víctor, Justicia constitucional y democracia, cit., pp. 110 a 112.
580
RUBIO LLORENTE, Francisco, “La Constitución como fuente del Derecho”, cit., p. 63.
356
b. Una Constitución, “al proteger los derechos a través de disposiciones muy específicas,
corre el riesgo de que no incluya algunos aspectos de la libertad y de la dignidad humanas
que deben considerarse merecedoras de protección constitucional. Cuanto más específicas
son las disposiciones, mayor es el riesgo de que no sean exhaustivas. El riesgo aumenta,
además, con el transcurso del tiempo ya que puedan surgir nuevos problemas que
trascienden el ámbito de las disposiciones específicas. Según pasa el tiempo, una
Constitución de detalle se va haciendo vieja. Si las disposiciones de una Constitución son,
en cambio, abstractas, o si el conjunto de disposiciones específicas se cierra con alguna
disposición más abstracta que permita la apertura a nuevas dimensiones de la libertad y de
la dignidad, ese riesgo desaparece”582.
Incluso, y como ya se adelantó, no falta autores que afirmen que una de las funciones esenciales de
la justicia constitucional es la de desenvolver y adaptar a la Constitución, mediante una
interpretación evolutiva o dinámica. Se puede citar, como ejemplo, a Javier Pérez Royo, quien
sostiene que uno de los rasgos característicos del constitucionalismo democrático americano y
europeo es la existencia de una “justicia constitucional como complemento indispensable de la
Constitución rígida y como instrumento ordinario de interpretación de la Constitución y de
adaptación de la misma a los cambios que se producen en la sociedad”583.
581
FERRERES COMELLA, Víctor, Justicia constitucional y democracia, cit., p. 105.
582
Ibíd., p. 110.
583
PÉREZ ROYO, Javier, “Del Derecho Político al Derecho Constitucional: Las Garantías Constitucionales”,
en Revista del Centro de Estudios Constitucionales, núm. 12, mayo-agosto, 1992, p. 245.
357
Estimo que la respuesta exige ponderar distintos elementos o aristas. En primer lugar, debe tomarse
en consideración lo ya mencionado, en el sentido que el procedimiento de reforma constitucional no
es el único medio para actualizar o adaptar la Constitución. Incluso, existe un medio más común u
ordinario, como lo es la interpretación dinámica y evolutiva de la Constitución. Lo que se ve
facilitado por el carácter singularmente abstracto que tienen las disposiciones constitucionales,
especialmente las referentes a los derechos y las libertades fundamentales. En tal contexto, la
interpretación dinámica y evolutiva del texto constitucional permite una adecuación o actualización
paulatina de la Constitución, conforme a las constantes modificaciones operadas en la vida de una
comunidad.
Ahora bien, para aquellos casos en que se requiera un cambio o modificación de mayor calado en la
Constitución –que incluso exija una alteración de su texto-, existe el procedimiento de reforma
constitucional. En tal caso debe tomarse en consideración la existencia de diversos grados de
rigidez. Siguiendo la clasificación propuesta por Juan Carlos Bayón o Sebastián Linares, sería los
supuestos de rigidez constitucional contramayoritaria o supermayoritaria los que generarían serios
cuestionamientos desde el punto de vista democrático [vid. supra III.6.b.iv) y III.6.b.vii)]. De mi
parte, debe indicarse que en esta tesis ya se ha argumentado que el propio ideal democrático –que
remite a la idea del derecho de todos los miembros del cuerpo político a participar en pie de
igualdad en la deliberación y adopción de las principales decisiones públicas-, impone reconocer
que existe un núcleo irreductible de valores, principios y derechos que no pueden ser legítimamente
derogados o suprimidos mediante el procedimiento de reforma constitucional. Dicho núcleo
irreductible estaría compuesto por aquellos valores, principios y derechos que se estimen como
indispensables para la existencia y funcionamiento de la democracia (vid. supra III.6.c). Ello por
razones de coherencia interna del sistema de legitimidad democrática. Y respecto de dicho núcleo
se puede abogar por la imposición legítima de normas pétreas (sea, límites jurídicos autónomos
sustanciales a la reforma constitucional). Sin embargo, más allá de tal núcleo, se reduce
tangiblemente la posibilidad de sostener la procedencia de normas pétreas e, incluso, la procedencia
de un procedimiento de reforma constitucional en que se exijan mayorías cualificadas o reforzadas
en el proceso de decisión. Ello en atención a un procedimentalismo débil como criterio de
legitimidad política y en consonancia con los principios de igual dignidad e igual autonomía de
todos los miembros de cuerpo político. Lo que sí resulta admisible, desde el punto vista
democrático, es introducir cláusulas de enfriamiento moderadas –según expone Francisco J.
Laporta [vid. supra III.6.b.viii)]- encaminadas a intensificar la deliberación en el procedimiento de
reforma constitucional, así como mecanismos que permitan confirmar que la decisión adoptada por
los órganos representativos se corresponde con la voluntad del pueblo (referéndum).
no se había analizado hasta este momento, como es la posibilidad que la reforma opere justamente
como mecanismo corrector de una mutación constitucional.
De hecho, Eduardo García de Enterría explica que tal mecanismo ha funcionado en Estados
Unidos de América, justamente en tales términos, en al menos cuatro ocasiones. En concreto: (i) la
Enmienda XI, de 1788, que limitó la jurisdicción de los Tribunales Federales, contra la amplia
interpretación dada inicialmente por la sentencia Chisholm v. Georgia de 1793; (ii) la Enmienda
XIV, de 1868, para excluir la doctrina de la sentencia Scott v. Sandfort, de 1857, que había
declarado que los americanos descendientes de africanos, fuesen esclavos o libres, no podían ser
considerados ciudadanos de los Estados Unidos; (iii) la Enmienda XVI, de 1913, que anuló la
doctrina de la sentencia Pollock v. Farmer´s Loan and Trust Co., de 1895, que declaró
inconstitucional el impuesto sobre la renta, a menos que precediese al mismo un repartimiento entre
los distintos Estados; y (iv) la Enmienda XXVI, de 1971, para contradecir la sentencia Oregon v.
584
PEREZ ROYO, Javier, Curso de Derecho Constitucional, cit., pp. 163.
585
GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, op. cit., p. 201. En el caso la doctrina costarricense, se puede citar –
en similar sentido- a CASTILLO VÍQUEZ, Fernando, Temas controversiales del Derecho Constitucional,
Editorial Juricentro, San José, C.R., 2009, pp. 119, 123 y ss.
359
Mitchell, de 1970, según la cual el Congreso carecía de poder para fijar la edad de voto en las
elecciones de los Estados586. En todas estas ocasiones se utilizó el amending power, el poder de
enmienda o de revisión constitucional, para pasar por encima (override) de otras tantas sentencias
del Tribunal Supremo.
Finalmente, cabe apuntar que tanto la reforma constitucional como la mutación constitucional se
encuentran afectados o delimitados por un mismo factor condicionante, como lo constituye el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Ello ya fue analizado específicamente respecto de
la reforma constitucional (vid. supra III.7) y de seguido se examinará en cuanto a la mutación
constitucional.
A lo largo de esta tesis se han analizado las posibles relaciones de conflicto o de cooperación que se
pueden entablar entre el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y las Constituciones
nacionales. Procede, ahora, examinar en detalle la incidencia del Derecho Internacional de los
Derechos Humanos con respecto al tema de la mutación constitucional.
IV.7.a El Derecho Internacional de los Derechos Humanos como límite y como fuente
de mutación constitucional.
En primer lugar, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos puede operar como un límite a
la mutación constitucional, como ya se tuvo oportunidad de adelantar en su momento (vid. supra
IV.5). Se reitera, al efecto, que actualmente, en muchos ordenamientos constitucionales se reconoce
que las normas constitucionales referentes a derechos fundamentales deben interpretarse en
consonancia con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos aplicable en el país. De esta
forma, el contenido de los derechos humanos reconocidos internacionalmente, y la jurisprudencia
emitida por los órganos internacionales competentes al respecto, se constituyen en pautas o criterios
de obligado uso por los tribunales nacionales, a efectos de integrar y precisar el contenido de los
derechos fundamentales constitucionalmente consagrados. Lo que permite anclar un contenido
básico, referente a un derecho fundamental, que no puede ser desconocido ni degradado por medio
de una eventual mutación constitucional.
En segundo lugar, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos también puede impulsar una
mutación constitucional. Esto es así, pues en la medida que existe la obligación de interpretar la
Constitución en consonancia con los tratados y convenios internacionales sobre derechos humanos,
la adopción de nuevos instrumentos internacionales puede obligar a modificar la forma en que se ha
venido interpretando la Constitución, al punto de transformar el significado que tradicionalmente se
586
GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, op. cit., pie de página 173, pp. 201 y 202.
360
le había dado a una norma constitucional. Por lo que se puede afirmar que el sentido de un derecho
fundamental está en constante construcción, en la medida que su contenido siempre puede ser
enriquecido mediante la suscripción de nuevos instrumentos internacionales sobre derechos
humanos, o por la jurisprudencia emitida por los órganos internacionales competentes.
Incluso, si se sostiene que una de las características del Derecho Internacional de los Derechos
Humanos es su progresividad [vid. supra II.4 y II.6.b.ii)], ello impone inevitablemente un
dinamismo en la forma en que se interpretan sus normas y, en consecuencia, en la forma en que
debe interpretarse la Constitución. Respecto a este punto se ha afirmado que el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos “está en perpetuo desarrollo y está contenido en normas
formuladas de tal manera que permitan su progreso constante y su adaptación a las circunstancias
históricas de tiempo y espacio en que se apliquen”587. También se ha sostenido que los “tratados de
derechos humanos se consideran instrumentos en constante evolución, que se trasforman de
acuerdo a los tiempos y medio social, que se aplican para garantizar la efectiva protección de los
derechos consagrados en éstos”588. El referido dinamismo en la interpretación del contenido de las
normas de derechos humanos se advierte en la opinión consultiva OC- 10/89 de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, cuyo texto dispone:
Por su parte, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos también ha sostenido que la Convención
Europea de Derechos Humanos “es un instrumento vivo que debe ser interpretado a la luz de las
condiciones presentes hoy en día” (Caso Tyrer c. Reino Unido, resolución del 25 de abril de
1978589)
Por lo que se puede concluir que el carácter progresivo del Derecho Internacional de los Derechos
Humanos puede servir de motor a la mutación constitucional.
Resulta oportuno citar una serie de ejemplos, propios de la experiencia costarricense, para ilustrar lo
hasta aquí expuesto. Un primer ejemplo se refiere a la interpretación que la Sala Constitucional de
la Corte Suprema de Justicia le ha asignado al artículo 16 de la Constitución Política. Dicha norma,
en su redacción original, establecía:
Sin embargo, por medio de Ley de reforma constitucional No. 2739 de 12 de mayo de 1961, tal
numeral se modificó. A fin de disponer:
589
Ver, en similar sentido, Soering c. Reino Unido, 7 de julio de 1989; Loizidou c. Turquía, 20 de marzo de
1995.
362
Y por Ley de reforma constitucional No.7514 de 6 de junio de 1995 se modificó nuevamente. Por lo
que actualmente establece:
Antes de aprobarse tal reforma, el correspondiente proyecto de reforma constitucional fue remitido
a la Sala Constitucional, en razón de la consulta preceptiva de constitucionalidad impuesta por el
inciso b) del artículo 10 de la Constitución Política. Oportunidad en que la Sala Constitucional
emitió la sentencia número 1314-95 de las 16:42 horas del 8 de marzo de 1995, en la que advirtió
que la mencionada reforma -que tenía por propósito “garantizarle al costarricense, cuya
nacionalidad se ha adquirido, sea por el "ius solis" o por el "ius sanguinis", que por imperio
constitucional no podrá perderla, ni renunciarla nunca”-, podría entrar en contradicción con lo
dispuesto en los artículos 15 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, 19 de la
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, y 20 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos, pues en tales numerales se reconoce el derecho de renunciar a una
nacionalidad para adquirir otra. No obstante ello, se prosiguió con el procedimiento de reforma
parcial de la Constitución y se aprobó la reforma pretendida.
No obstante ello, en esa misma sentencia la Sala Constitucional resolvió que los hechos que habían
motivado la interposición de dicha acción podían conocerse por la vía del recurso de amparo, pues
argumentó que en ese caso podía existir una “interpretación errónea o una aplicación indebida del
texto del artículo 16 de la Constitución Política”, y conforme al artículo 29, párrafo final, de la Ley
de la Jurisdicción Constitucional, el amparo no sólo procede contra los actos arbitrarios, sino
“también contra las actuaciones u omisiones fundadas en normas erróneamente interpretadas o
indebidamente aplicadas". Por lo que en efecto dispuso convertir la acción en amparo.
Efectivamente, la Sala conoció del asunto por medio de la vía del recurso de amparo. El que se
tramitó en expediente número 02-006951-0007-CO y se declaró con lugar, por medio de sentencia
número 2003-08268 de las 14:52 horas del 6 de agosto del 2003. Como así lo resumió la propia
Sala Constitucional, el conflicto jurídico que se planteaba en el amparo era el siguiente: “(…) El
recurrente acude a la Sala porque el Registro Civil, mediante resolución No. 006, del 7 de enero
363
del 2000, denegó su solicitud de renuncia a la nacionalidad costarricense, con base en el artículo
16 de la Constitución Política. El recurrente alega que tal resolución lesiona el artículo 34 de la
misma Constitución, porque él, nicaragüense por nacimiento, optó por naturalizarse costarricense
bajo un régimen que le permitía renunciar a esa nacionalidad. Cuando se naturalizó, el artículo 16
constitucional no tenía el mismo texto que el actual; si el último texto se le aplica a él, se viola el
principio de irretroactividad contemplado en el artículo 34 de la Constitución Política. Argumenta
también, que la Sala ha reconocido que cuando se trata de instrumentos internacionales de
derechos humanos, no se aplica el artículo 7 de la Constitución Política, sino el 48, de tal manera
que esos instrumentos tienen la misma fuerza normativa de la Constitución. Este argumento viene
al caso puesto que el inciso 3 del artículo 20 de la Convención Americana de Derechos Humanos
otorga el derecho a cambiar de nacionalidad, el cual se lesiona con la resolución del Registro
Civil.”
Al abordar dicho conflicto jurídico, la Sala reconoció que el derecho a la nacionalidad está
ampliamente protegido en distintos instrumentos de derecho internacional (artículo 15 de la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre, artículo 19 de la Declaración Americana de
Derechos y Deberes del Hombre y el artículo 20 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos). Agregó que de los referidos instrumentos internacionales se desprende que el derecho a
la nacionalidad anida al menos dos aspectos de cara el Estado: a éste le está prohibido despojar a
una persona de su nacionalidad y está obligado a permitirle que cambie de nacionalidad si lo desea.
Luego, la Sala añadió que entendía que tales normas (además de todas las otras consecuencias que
puedan derivarse de ellas) necesariamente implican que ningún Estado podría interpretarlas de
manera tal que al aplicarlas a un caso concreto una persona se convierta en apátrida, sea, el “fin
principal de las disposiciones citadas es evitar la condición de apátrida”.
La Sala indicó que en "un primer análisis” parecería que así planteadas las cosas debía concluirse,
irremediablemente, que el artículo 16 es incompatible con los textos de derecho internacional. Sin
embargo, señaló que “cabe la posibilidad de interpretarlo de manera tal que el roce con esos
instrumentos internacionales desaparezca”. Expresó, al efecto, que la aplicación de las normas
constitucionales debe coordinarse con el ordenamiento supranacional aprobado por el país y con
mucha mayor razón cuando se trata de instrumentos de derechos humanos. De allí, que el Tribunal
argumentó que “la condición de irrenunciable del artículo 16 debe interpretarse, en armonía con
los textos de Derechos Humanos mencionados, como una prohibición absoluta para evitar que una
persona quede sin patria. En otras palabras, no es aceptable ninguna renuncia si como resultado
de ella la persona se convierte en un apátrida. Esta prohibición tiene sentido porque los derechos
humanos son irrenunciables y el derecho a ostentar una nacionalidad, como derecho humano, no
puede renunciarse. El artículo 16 de la Constitución Política así interpretado, resulta no solo
plenamente compatible con los instrumentos citados, sino que va más allá de ellos al suprimir la
posibilidad de que, por coacción o engaño, el Estado deje sin patria a una persona, obligándola a
renunciar de la nacionalidad. No es aceptable la renuncia, ni siquiera expresa, a la nacionalidad
costarricense si como consecuencia la persona se convierte en apátrida, lo cual no significa que le
esté vedado cambiar de nacionalidad, tal como está garantizado en el inciso 3 del artículo 20 de la
Convención Americana de Derechos Humanos”.
364
Como corolario de lo anterior, el recurso de amparo fue finalmente acogido, al acreditarse que el
recurrente pretendía conservar únicamente la nacionalidad adquirida por nacimiento (nicaragüense)
y que aún conservaba, y su renuncia a la nacionalidad costarricense no lo dejará apátrida. Por lo
que “interpretando el artículo 16 de la Constitución en armonía con los instrumentos de Derecho
Internacional aprobados por Costa Rica, la petición debe aceptarse. De otra manera la aplicación
literal al caso concreto del artículo 16 constitucional lesionaría el derecho del recurrente a
cambiar de nacionalidad, el cual le está garantizado en el inciso 3 del artículo 20 de la Convención
Americana de Derechos Humanos”. Y como consecuencia de la estimatoria del referido amparo se
ordenó al Registro Civil cancelar la nacionalidad costarricense al recurrente.
Lo que interesa destacar, en todo caso, es que si se revisa el expediente legislativo en el que se
tramitó la mencionada reforma constitucional (expediente número 11506), se puede argumentar
que el verdadero objetivo de dicha reforma era permitir la existencia de la doble nacionalidad. Al
analizarse la exposición de motivos y las correspondientes discusiones parlamentarias, se puede
sostener que la reforma se promovió teniendo en mente aquellos casos de costarricenses que por
distintos motivos debían abandonar el país e incluso debían adoptar otra nacionalidad -normalmente
por motivos de trabajo-, con el gravamen que ello implicaba automáticamente la pérdida de la
nacionalidad costarricense. Así, el propósito de la reforma era garantizar que si un costarricense,
por la razón que fuera, debía optar por otra nacionalidad, no por ello perdiera la nacionalidad
costarricense. Con lo que se corrobora que la intención del constituyente no era evitar que una
persona se convirtiera en apátrida, sino que habilitar la posibilidad que los costarricenses pudieran
adoptar otra nacionalidad, pero sin perder por ello la nacionalidad costarricense. Lo que sucede es
que el constituyente derivado, en lugar de establecer expresamente que los costarricenses podían
optar por otra nacionalidad sin tener que renunciar por ello a la nacionalidad costarricense,
estableció que “la calidad de costarricense” es “irrenunciable”. Ante tal situación, la Sala
Constitucional le dio una interpretación diversa al artículo 16 de la Constitución Política y cambió
el sentido originalmente pensado por el constituyente derivado, a fin de garantizar su
compatibilidad con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
En tal resolución se explicó que dicho instrumento jurídico internacional tenía por propósito crear la
Corte Penal Internacional, como un órgano complementario de las jurisdicciones penales
nacionales, que sólo actuaría cuando las jurisdicciones nacionales competentes no pudieran o no
quisieran ejercer su obligación de investigar o juzgar a los presuntos criminales de los delitos
establecidos en el Estatuto. Crímenes que, además, se estimaban de la más grave trascendencia para
la comunidad internacional en su conjunto, a saber: el crimen de genocidio, los crímenes de lesa
humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión. En cuyo caso, la Sala estimó que tal
365
Lo que interesa rescatar para efectos de esta tesis, es que en tal resolución se planteó si el artículo
89 del Estatuto de Roma infringía el numeral 32 de la Constitución Política. Esto, por cuanto el
citado artículo 89 facultaba a la Corte Penal Internacional para solicitar a los Estados Partes la
detención y entrega de la persona acusada, a fin de ser sometida a juicio ante ese tribunal
internacional. Y como tal disposición no se refería para nada a la nacionalidad de la persona cuya
detención y entrega se solicitaba por parte de la Corte, existía entonces la posibilidad que la
solicitud se refiriera a un nacional del Estado en cuyo territorio pudiera hallarse la persona. Lo que
podría plantear un problema en el caso de Costa Rica, si se solicitaba la detención y entrega de una
persona que ostentara la nacionalidad costarricense. La Sala explicó que la detención y entrega de
un extranjero no plantea dificultades de orden constitucional, porque no hay norma alguna en la
Constitución que pudiera invocarse para impedir su detención y entrega en el marco del Estatuto.
En cambio, el asunto ofrece mayor problema en el caso de que la persona ostente la nacionalidad
costarricense. Esto se debe a que el artículo 32 de la Constitución prescribe lo siguiente: "Ningún
costarricense podrá ser compelido a abandonar el territorio nacional".
El Tribunal agregó que la expresión “compeler” equivale a obligar a uno, con fuerza o por
autoridad, a que haga lo que no quiere. Y puesto que la disposición constitucional no hace expresas
distinciones referentes, por ejemplo, a motivos o a finalidades, la simple lectura de la norma y su
tenor literal dan base para pensar que el costarricense no puede ser obligado a abandonar el
territorio nacional por ningún motivo y no importa la finalidad que se persiga con ello, de modo que
la compulsión siempre será ilegítima. De esta forma, “la literalidad del artículo 32 implica, según
esta lectura, que el costarricense disfruta de una protección territorial absoluta, aplicable en todos
los supuestos imaginables y en cualquiera de ellos, tanto frente a actuaciones francamente
arbitrarias, ilegítimas o espurias del Estado, como para cualquier otro tipo de actos o actuaciones,
aunque en principio parecieran carecer de esas características: por ejemplo, para hipótesis como
las que se originan en la aplicación del artículo 89 del Estatuto de Roma". Por lo que se planteaba
la inquietud de “si el artículo 32 de la Constitución contiene una garantía absoluta para los
costarricenses, tal como la interpretación literal antes descrita lo hace ver, o si, por el contrario,
esa garantía carece de esa condición de plenitud, de modo que el correcto sentido del artículo 32
implica que ella no puede surtir sus efectos impedientes cuando de lo que se trata es de realizar
otras modalidades de protección o reivindicación de los derechos humanos, y más concretamente,
de la que dispensa el Estatuto de Roma.”
366
En razón de lo anterior, la Sala procedió a cuestionarse cuáles pudieron haber sido los motivos por
los cuales el constituyente había consagrado tal protección a favor de todo costarricense, en el
sentido que no podía ser compelido a abandonar el territorio nacional. Al efecto aseguró que “si
bien los documentos procedentes de la Asamblea Nacional Constituyente “son escasamente útiles
para esclarecer la cuestión aquí formulada, se tiene por evidente que la garantía del artículo 32
tiene su origen en hechos acaecidos en el país en épocas ya pretéritas. En suma, estos hechos se
refieren a la expatriación de costarricenses urgida por motivaciones o móviles políticos, es decir,
en virtud de circunstancias originadas al calor de la lucha política o relacionadas con ella;
circunstancias que entonces movieron a los titulares del poder público a recurrir a la expatriación
de modo inevitablemente ilegítimo o arbitrario. En ese contexto, el contenido histórico esencial del
artículo 32 configura una verdadera garantía contra la arbitrariedad del poder público”.
Así las cosas, la Sala Constitucional se planteó si el supuesto que se estaba analizando en tal
sentencia -a saber, la entrega de un costarricense a la Corte Penal Internacional, para ser sometido a
juicio bajo los términos del Estatuto de Roma-, quebrantaba la protección del artículo 32
constitucional. Ante ello, argumentó que para “llegar a la definición de las cuestiones planteadas
antes, es necesario recordar también la evolución notable que la Constitución Política ha sufrido
en el ámbito de la protección de los derechos fundamentales, ya fuera mediante la expansión de
estos derechos, directamente (es decir, en su propio texto), o mediante el reconocimiento de la
singular significación de los instrumentos de derechos humanos sumados al ordenamiento jurídico.
La convicción política de larga tradición histórica que ha incorporado a este ordenamiento,
convirtiéndola en imperativo jurídico, la visión de una comunidad pacífica, respetuosa de los
derechos humanos, evidentemente refuerza garantías como la establecida en el artículo 32, pero, al
mismo tiempo, la perfila, en este proceso inacabado de lucha por la libertad y la dignidad de la
persona humana, como una garantía cuya eficacia no puede trascender al punto de que por sí
misma impida u obstaculice la consecución de los propósitos de esa lucha. La perfila y la limita, de
modo que no es una garantía absoluta en los términos ya mencionados antes, sino que ha de
coexistir con otras modalidades de protección de derechos fundamentales, y hasta ceder en su
pretensión literal de ilimitada prorrogabilidad frente a la necesidad de realizar los valores y
principios de justicia que la animan aun a ella, porque animan la Constitución.” Por lo que,
finalmente, concluyó que “[i]nterpretado a la luz de estas consideraciones, lo dispuesto en el
artículo 89 del Estatuto no contraviene el artículo 32 de la Constitución”.590
590
Posición distinta a la sostenida en el voto de minoría, suscrito por los Magistrados Armijo y Castro.
Quienes sostuvieron: “(…) Tal y como se desprende de la lectura de esta norma, no se ha hecho en la misma,
alusión alguna en relación con la nacionalidad de la persona entregada. Sin embargo, si con fundamento en
lo dispuesto en este artículo, se interpretara que es posible efectuar el traslado de nacionales, esta norma, sin
duda alguna, sería inconstitucional y por ende, lesiva del principio constitucional establecido en el numeral
32 de la Constitución Política que expresamente señala que ningún costarricense podrá ser compelido a
abandonar el territorio nacional. De esta manera, consideramos que esta norma tiene que ser interpretada en
el sentido de que el Estado costarricense debe propiciar la entrega de las personas solicitadas por la Corte
Penal Internacional, única y exclusivamente cuando se trata de extranjeros, pero nunca lo podrá autorizar
entratándose de nacionales ya que esto lesionaría el principio constitucional contenido en el numeral 32 de
la Carta Política. Así, somos del criterio de que el artículo 89 del Estatuto de Roma no presentaría ningún
roce a principios constitucionales en la medida en que sea interpretado de conformidad con lo dispuesto en el
367
Lo dicho justifica que se destaquen varios puntos, como son: (i) la Sala analizó, en primer lugar,
cuál pudo haber sido la «intención» del constituyente al momento de redactar el artículo 32
constitucional; (ii) luego procedió a contrastar tal «intención» con la «evolución» que se ha dado en
materia de protección de los derechos humanos, tanto en el plano nacional como internacional; y
(iii) como derivación de lo anterior, concluyó que debía entenderse “que el sentido correcto del
artículo 32 es el de una garantía limitada, no absoluta”, por lo que sostuvo que el artículo 89 no
debía estimarse como inconstitucional. Se evidencia, de esta manera, otro caso en que la Sala
reinterpretó una norma constitucional, a fin de garantizar su debido engarce con el Derecho
Intencional de los Derechos Humanos.
Ahora bien, luego de citar los referidos ejemplos, procede analizar un tema complementario –que ya
se había adelantado [vid. supra II.6.b.ii)]-, y es que no puede obviarse el hecho que es posible que
se genere un conflicto a la hora de interpretar las disposiciones internacionales sobre derechos
humanos, al existir diversos intérpretes nacionales e internacionales que pueden realizar lecturas
contrapuestas de tales disposiciones.
Lo anterior se deriva, en parte, del alto grado de indeterminación o abstracción normativa que
generalmente caracteriza a las disposiciones jurídicas sobre derechos humanos. Indeterminación o
abstracción que en el caso específico del derecho internacional es, usualmente, intencional, a fin de
lograr su aceptación por varios países, en los que conviven distintas convicciones políticas e
ideológicas, así como diversas concepciones del mundo y de la justicia. A lo que debe agregarse
que el lenguaje de los derechos fundamentales está compuesto, principalmente, por conceptos
esencialmente controvertidos. Lo que explica las profundas discusiones que se pueden plantear al
momento de intentar delimitar el contenido de tales derechos o precisar sus implicaciones o
consecuencias. Lo que se agrava en las sociedades modernas que, como ya se ha explicado, se
caracterizan por su pluralismo. Así lo demuestra, por ejemplo, los debates que pueden provocar
temas como la pena de muerte, la eutanasia, el aborto o el matrimonio entre personas de un mismo
sexo.
Todo ello incide en el tema que se desarrolla en la presente tesis, ante las discusiones que se pueden
plantear entre personas que abrazan distintas concepciones del bien y la justicia, al momento de
desarrollar el contenido y los alcances de los derechos humanos, y al establecer cómo se acomodan
los distintos derechos entre sí y cuales límites o restricciones pueden imponérseles.
Ante ello, el propio preámbulo del Pacto de San José hace explícita referencia a la trascendencia de
las instituciones democráticas. Ello mismo que se puede asegurar respecto del Convenio Europeo de
Derechos Humanos. Lo que nos permite concluir que, como manifestación del ideal democrático,
debe garantizarse a los propios titulares de los derechos humanos el poder participar en las
discusiones relativas al desarrollo y regulación de sus derechos, por medio de procedimientos
democráticos, sustentados en “el principio de igualdad dignidad, que dice que todos los ciudadanos
merecen ser tratados con igual consideración y respeto en las circunstancias del desacuerdo; y en
segundo lugar, el principio de igual autonomía, que dice que las personas son agentes libres y
responsables para elegir, revisar y cambiar planes de vida, y para deliberar y participar en la vida
política en pie de igualdad…”591..
Lo que tiene una traducción institucional en el debido reconocimiento que debe otorgarse al papel
de los órganos legislativos de los distintos Estados, los cuales, por medio de procedimientos
democráticos, deben desarrollar los derechos humanos, concretar sus alcances y disciplinar su
ejercicio, lo que supone -incluso- imponerles límites o restricciones.
Todo ello permite entender que los órganos legislativos nacionales también tienen un papel en la
regulación o concreción de los derechos humanos. Asimismo, permite evaluar la importancia que
puede tener un concepto como el de margen nacional de apreciación, acuñado en la jurisprudencia
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), y que, en mi opinión, constituye un
instrumento para procesar el hecho de que, si bien puede existir un amplio consenso en la
comunidad internacional respecto a la existencia de un conjunto de derechos humanos, tal consenso
no implica, necesariamente, un acabado acuerdo respecto al contenido y alcances precisos de cada
uno de los derechos individuamente considerados. Ante ello, el margen nacional de apreciación
remite a la idea básica que a los Estados debe reconocérseles un cierto margen de discrecionalidad
en la forma de aplicar y dar cumplimiento a las obligaciones impuestas por las normas
internacionales, y, muy en particular, en la ponderación de intereses complejos que inciden en el
proceso de desarrollo y regulación de tales derechos a lo interno de tales Estados.
Ahora bien, el reconocimiento del referido margen nacional de apreciación no puede degenerar en
el sentido que las normas internacionales sobre derechos humanos se conviertan en fórmulas vacías,
que queden a plena disposición de la interpretación que pudiesen hacer de ellos los distintos
Estados. Por el contrario, es preciso reconocer que el DIDH impone una uniformidad mínima, y que
el papel de los órganos jurisdiccionales internacionales es asegurar, por medio de su jurisprudencia,
unos estándares mínimos o unos núcleos esenciales que son indisponibles para los distintos Estados.
Esto conecta con lo previamente señalado, al momento de referirse a las particularidades del DIDH,
en el sentido que éste establece un núcleo básico de protección para la persona humana (vid. supra
II.4).
591
LINARES, Sebastián, op. cit., p. 40.
369
Dicho lo anterior, cabe indicar que no es de extrañar que, paulatinamente, entre los distintos Estados
se vayan estableciendo más y mayores puntos de convergencia, en cuanto al contenido y regulación
de cada uno de los mencionados derechos humanos, generalmente por medio de influencias
recíprocas entre sus órganos legislativos y jurisdiccionales (judicial dialogue). Lo que otorga
sustento para que los referidos estándares mínimos o núcleos esenciales se vayan expandiendo y
ensanchando.
Todo lo anterior nos permite arribar a otra conclusión de importancia: que la protección de derechos
humanos es una función compartida, pues existen una pluralidad de actores (nacionales e
internacionales) que participan en el fenómeno de la protección de los derechos humanos, ya sea en
el ámbito de su reconocimiento, desarrollo y regulación, como en el ámbito de su garantía
institucional y jurisdiccional. Actores que, por lo demás, participan de tal fenómeno dentro de sus
respectivos ámbitos competenciales. Pero lo anterior no implica que estos actúen de forma inconexa
o desvinculada, sino que, muy por el contrario, entre tales actores se articulan complejas relaciones
de coordinación, complementariedad y mutua influencia, que inciden en la formulación final del
contenido y alcances que han de reconocerse a los derechos humanos y en su tutela efectiva. Lo que
permite que en una realidad política y jurídica caracterizada por la diversidad y el pluralismo se
puedan construir puntos de convergencia y núcleos mínimos de protección en materia de derechos
humanos.
370
Conclusiones.
El Derecho es un artilugio del ser humano, que tiene por propósito regular y orientar su
comportamiento en sociedad, en concordancia con determinados valores, objetivos e intereses. Para
cumplir tal misión, el Derecho se estructura como un amplio entramado de normas jurídicas que
procuran, principalmente, motivar comportamientos. Las que están respaldadas por un aparato
coercitivo que garantiza su aplicación coactiva de resultar esto necesario. Pero, además, dicho
entramado normativo se edifica conforme a una serie de criterios o condicionamientos de validez
que procuran garantizar, en definitiva, su unidad y coherencia. En tal escenario adquiere particular
trascendencia la Constitución, pues, actualmente (con la consolidación del paradigma del
Constitucionalismo Democrático), en la mayoría de los ordenamientos jurídicos estatales, la
Constitución se constituye en la norma básica de definición de las condiciones formales y
materiales de validez del resto de normas que integran el sistema normativo estatal.
La Constitución cumple, en tal sentido, una función primordial para la estructuración y operación
del sistema normativo estatal, tanto desde un enfoque extra-sistémico como intra-sistémico. En
primer lugar, en el actual contexto histórico e ideológico (paradigma) del Constitucionalismo
Democrático, prima el hecho convencional de adscribir a la Constitución un papel nuclear como
parte de la regla de reconocimiento, sea, como parte de la meta-regla o meta-criterio que permite
identificar el Derecho de una determinada comunidad. Lo que obedece, normalmente, a la adhesión
del grueso de la comunidad al contenido de la Constitución. En segundo lugar, la Constitución
también hace parte esencial del sistema normativo. De la Constitución originaria no se puede
predicar su validez o invalidez, por el contrario, es una norma soberana o independiente del sistema,
emitida por una autoridad normativa preinstitucional (en el lenguaje heredado del
Constitucionalismo Revolucionario, es producto del poder constituyente originario); sin embargo,
la Constitución sí determina la validez del resto de componentes del sistema normativo.
presentarse la necesidad de operar una modificación del texto constitucional ante un reacomodo de
las fuerzas políticas, sociales y económicas que existen en un Estado, o ante la exigencia de
reacción frente a los cambios en la realidad objeto de regulación, o ante la alteración en el
componente ideológico/axiológico que yace tras la norma constitucional. Ante ello, actualmente, la
mayoría de las Constituciones prevén y regulan un procedimiento jurídico específicamente
predeterminado o habilitado para modificar su texto, que normalmente supone trámites especiales,
distintos y más complejos o gravosos que los previstos para la modificación o abrogación de las
leyes ordinarias (rigidez constitucional). En cuyo caso, y en el marco de un régimen democrático, el
procedimiento de reforma constitucional procura habilitar un cauce pacífico y jurídicamente
regulado, para que el pueblo, en el ejercicio de su poder constituyente, pueda revisar
democráticamente el contenido del texto constitucional, sea, pueda ejercer su capacidad inmanente
de configurar, desconfigurar y reconfigurar las normas jurídicas fundamentales y supremas para la
ordenación vinculante de la vida en común
En cuanto a los límites jurídicos autónomos a la reforma constitucional, se puede argumentar que el
propio ideal democrático –que remite a la idea del derecho de todos los miembros del cuerpo
político a participar en pie de igualdad en la deliberación y adopción de las principales decisiones
públicas-, impone reconocer que existe, al menos, un núcleo irreductible de valores, principios y
derechos que no pueden ser legítimamente derogados o suprimidos mediante el procedimiento de
reforma constitucional. Dicho núcleo irreductible estaría compuesto por aquellos valores, principios
y derechos que se estimen como indispensables para la existencia y funcionamiento de la
democracia. Ello por razones de coherencia interna del sistema de legitimidad democrática. Y
respecto de dicho núcleo se puede abogar por la imposición legítima de normas pétreas (sea, límites
jurídicos autónomos sustanciales a la reforma constitucional). Sin embargo, más allá de tal núcleo,
se reduce tangiblemente la posibilidad de sostener la procedencia de normas pétreas e, incluso, la
procedencia de un procedimiento de reforma constitucional en que se exijan mayorías cualificadas o
reforzadas en el proceso de decisión (rigidez contramayoritaria o rigidez supermayoritaria). Ello
en atención a un procedimentalismo débil como criterio de legitimidad política y en consonancia
con los principios de igual dignidad e igual autonomía de todos los miembros de cuerpo político.
Lo que sí resulta admisible, desde el punto vista democrático, es introducir cláusulas de
enfriamiento moderadas encaminadas a intensificar la deliberación en el procedimiento de reforma
constitucional, así como mecanismos que permitan confirmar que la decisión adoptada por los
órganos representativos se corresponde con la voluntad del pueblo (referéndum).
Por lo demás, la experiencia muestra que no sólo por medio de la reforma constitucional se pueden
operar modificaciones en el contenido de la Constitución, sino que, además, un fenómeno que
puede tener una incidencia práctica aun mayor que el de la reforma, en la alteración del orden
constitucional, es el de la mutación constitucional. Por mutación constitucional se puede entender,
en sentido estricto o restringido, una transformación en la significación atribuida originalmente a
una cláusula constitucional, sin que, para tales efectos, medie una modificación del enunciado
lingüístico. Lo anterior como producto de la reinterpretación de dicha cláusula, que si bien no
implica una alteración de su texto, sí supone una nueva lectura o entendimiento de su contenido.
372
Para poder entender lo antes indicado es preciso comprender que la norma constitucional, como
cualquier norma jurídica, se manifiesta a través del lenguaje. Y predominantemente a través del
lenguaje común, que se caracteriza por su ambigüedad, vaguedad e inconsistencia. Por lo que todo
texto normativo presenta inevitables niveles de imprecisión significativa. Lo que supone,
necesariamente, que el intérprete tiene que desarrollar una labor activa para fijar el sentido o
significado para dicho texto. Ello implica que la norma jurídica nunca se agota en el texto escrito y
que el intérprete jurídico participa, de forma activa y constante, en el proceso de determinar su
sentido. Lo que permite disociar dos conceptos distintos: el de disposición y el de norma. La
disposición es el enunciado lingüístico emanado de un centro de producción normativa, mientras
que la norma es el significado o mensaje normativo obtenido como producto del proceso
interpretativo. Fenómeno que se magnifica en el caso de la disposición constitucional, que para
poder cumplir su función y poder perdurar como orden jurídico fundamental, tiende a tener un
carácter particularmente abierto y elástico, de manera que permita en su seno una pluralidad de
opciones y su adaptación a las cambiantes necesidades de la sociedad. Lo que se agrave en razón de
la presencia particularmente significativa de conceptos esencialmente controvertidos y de
principios en los actuales textos constitucionales. De allí, que los textos constitucionales presentan
importantes niveles de indeterminación significativa y que su interpretación resulta particularmente
controvertida. Y si se acepta que una misma disposición constitucional puede dar lugar a
interpretaciones diversas, se entiende, entonces, que la norma constitucional que finalmente se
articule a partir de dicha disposición depende de la atribución concreta de significado que se le dé al
enunciado lingüístico. Lo que, además, permite entender que el significado atribuido a dicho
enunciado lingüístico no es inalterable, sino que, por el contrario, fluyente y cambiante, y puede
transformarse sin que su soporte material -sea, el símbolo (la disposición)- se altere. Es justamente
en este ámbito que se puede ubicar el fenómeno de la mutación constitucional.
Eso sí, la mutación constitucional está necesariamente sujeta a topes, en atención al principio de
supremacía constitucional. El coto primario y básico está impuesto por el propio texto normativo.
No puede admitirse una mutación cuando ésta excede o supera las posibilidades semánticas que se
pueden relacionar, de forma plausible, con las expresiones lingüísticas que conforman la
formulación normativa. Aceptar dicha mutación implicaría aniquilar el sentido normativo de la
Constitución, es decir: destruir la fuerza y la función de la Constitución como norma jurídica
configuradora y limitadora de los poderes públicos constituidos y del ordenamiento jurídico en
general. Por lo que se puede concluir que la mutación constitucional debe operar, exclusivamente,
dentro de las posibilidades interpretativas de las cláusulas constitucionales. Y más allá de tal marco
de significados semánticamente posibles, debe recurrirse necesariamente al procedimiento de
reforma constitucional, de pretenderse una modificación constitucional.
instrumento normativo destinado a proteger la dignidad del ser humano, entonces, ante una realidad
inevitablemente cambiante, se requiere de una interpretación evolutiva o dinámica de la normativa
constitucional que garantice, en cada momento histórico concreto, la efectiva y adecuada protección
de dicha dignidad y de los derechos fundamentales que procuran asegurar la posibilidad de
desarrollar una existencia en concordancia con ésta. Por lo que la Constitución debe mostrarse
como un tejido normativo vivo y sensible, capaz de reaccionar y de adaptarse ante las nuevas
realidades impuestas por un mundo en constante transformación. Lo que puede exigir, en
determinados casos, una reinterpretación de determinada cláusula constitucional, que sin contrariar
el texto (sea, sin infringir el referido marco de posibilidades semánticas que se pueden relacionar,
de forma plausible, con las expresiones lingüísticas que conforman la formulación normativa),
permita obtener una significación o alcance nuevo o distinto. Ello a fin de poder proteger la
dignidad del ser humano ante nuevas necesidades o peligros derivados de los cambios propios de un
mundo dinámico y contingente.
Ahora bien, lo previamente indicado obedece a un análisis parcial del fenómeno de la reforma y de
la mutación constitucional, por cuanto debe completarse necesariamente con la consideración de las
actuales relaciones internacionales de los distintos Estados y, muy en particular, de las obligaciones
jurídicas impuestas por el Derecho Internacional. Lo que, incluso, exige replantearse el contenido e
implicaciones de conceptos claves de la Teoría de la Constitución y del Derecho Constitucional,
con lo son los conceptos de soberanía y de poder constituyente. En lo que atañe específicamente al
tema de esta tesis, ya se ha expuesto que el surgimiento y el desarrollo del DIDH han implicado una
modificación sustancial en la forma en que se producen, interpretan y aplican las normas jurídicas
internas o domésticas, incluidas las propias normas constitucionales.
Por lo demás, aunque puede afirmarse que, normalmente, se plantean relaciones de interacción
cooperativa entre el DIDH y las Constituciones nacionales, ello no obsta para reconocer que, en
374
determinados casos, pueden surgir antinomias normativas. En tales casos, el Derecho Internacional
parte del postulado general de la primacía o preeminencia normativa de los tratados internacionales
sobre todo el Derecho interno, incluidas las propias normas constitucionales. Así es ampliamente
reconocido por la jurisprudencia internacional. En esta tesis se ha defendido que, en materia
específica de derechos humanos, se debe sostener, como principio o pauta general, que, en
cualquier caso, el operador jurídico nacional debe otorgar preferencia o prevalencia a la norma que
contenga protecciones mejores o más favorables para el individuo. Lo que podría implicar, en un
supuesto concreto, desaplicar una norma constitucional, e, incluso, proceder con su reforma, a fin
de garantizar su compatibilidad con la norma internacional. Ello cuando un eventual conflicto
normativo no pueda ser salvado mediante una reinterpretación de la disposición constitucional. Lo
anterior, (i) en procura que el Estado no incurra en responsabilidad internacional –en observancia de
los principios jurídicos internacionales recogidos en los artículos 26, 27 y 46 de la Convención de
Viena sobre el Derecho de los Tratados-, y (ii) en aplicación de un criterio de ordenación axiológico
–principio pro homine-.
Como derivación de lo anterior, se puede sostener que el DIDH incide en el fenómeno de la reforma
y de la mutación constitucional en un doble sentido (activo y pasivo)
En cuanto al tema de la reforma, el DIDH genera una primera obligación básica, de carácter
negativo, referente al deber de los Estados que han suscrito un tratado, convenio o pacto
internacional sobre derechos humanos de no modificar o innovar su ordenamiento jurídico interno
en contradicción con tal instrumento internacional. De esta forma, admitido o integrado
determinado instrumento internacional sobre derechos humanos en el respectivo ordenamiento
jurídico estatal, mientras tal instrumento esté vigente impone una restricción externa o heterónoma,
que hacia futuro impide innovar o modificar el ordenamiento jurídico interno en oposición a éste,
aunque la alteración en cuestión sea de rango constitucional, por existir un compromiso
internacional en el sentido de no alterar el Derecho interno de forma que se incumplan las
obligaciones asumidas por el Estado en materia de reconocimiento, promoción y protección de los
derechos humanos. Implica un coto jurídico que el Estado asume y se autoimpone, incluso respecto
a la futura actuación del poder constituyente, tanto originario como derivado. De esta manera, el
DIDH se constituye en un límite jurídico sustancial heterónomo a la reforma constitucional.
Pero, además, el DIDH también impone una segunda obligación, de carácter positivo, por cuanto el
Estado parte tiene el deber de adoptar acciones positivas, a fin de crear las condiciones necesarias
para que las personas sujetas a su jurisdicción puedan disfrutar –de forma inmediata o progresiva-
de los derechos reconocidos en los referidos instrumentos internacionales. Por lo que las
obligaciones del Estado parte no se agotan en el deber de abstenerse de incurrir en conductas
violatorias de los derechos humanos, sino que, además, debe adoptar aquellas medidas legislativas,
administrativas o judiciales que sean necesarias y eficaces para asegurar la vigencia, operatividad y
efectividad, a nivel nacional, de los derechos reconocidos en las normas internacionales sobre
derechos humanos. Lo que incluye el deber de proceder a la adecuación de sus estructuras y de su
sistema jurídico. Ello puede suponer, en determinados casos, la obligación de reformar las normas
constitucionales.
De esta forma, si se reconoce que las normas constitucionales referentes a derechos fundamentales
deben interpretarse en consonancia con el DIDH aplicable en el país, entonces el contenido de los
derechos humanos consagrados internacionalmente, y la jurisprudencia emitida por los órganos
internacionales competentes al respecto, se constituyen en pautas o criterios de obligado uso por los
tribunales nacionales, a efectos de integrar y precisar el contenido de los derechos fundamentales
constitucionalmente reconocidos. Lo que permite anclar un contenido básico, referente a un
derecho fundamental, que no puede ser desconocido ni degradado por medio de una eventual
mutación constitucional. Por lo que el DIDH opera como límite a la mutación constitucional.
Pero, por otra parte, el DIDH también puede impulsar una mutación constitucional. Esto es así, pues
en la medida que existe la obligación de interpretar la Constitución en consonancia con los tratados
y convenios internacionales sobre derechos humanos, y la jurisprudencia emitida por los órganos
internacionales competentes al respecto, la adopción de nuevos instrumentos internacionales, o la
modificación de la jurisprudencia de los referidos órganos internacionales, puede obligar a mudar la
forma en que se ha venido interpretando la Constitución, al punto de transformar el significado que
tradicionalmente se le había dado a una norma constitucional. Por lo que se puede afirmar que el
sentido de un derecho fundamental constitucionalmente reconocido está en constante construcción,
en la medida que su contenido siempre puede ser enriquecido mediante la suscripción de nuevos
376
instrumentos internacionales sobre derechos humanos, o por la jurisprudencia emitida por los
órganos internacionales competentes. Incluso, si se sostiene que una de las características del DIDH
es su progresividad, ello impone inevitablemente un dinamismo en la forma en que se interpretan
sus normas y, en consecuencia, en la forma en que debe interpretarse la Constitución.
Debe señalarse, como corolario de lo previamente indicado, que la protección de derechos humanos
es una función compartida, pues existen una pluralidad de actores (nacionales e internacionales) que
participan en el fenómeno de la protección de los derechos humanos, ya sea en el ámbito de su
reconocimiento, desarrollo y regulación, como en el ámbito de su garantía institucional y
jurisdiccional. Actores que, por lo demás, participan de tal fenómeno dentro de sus respectivos
ámbitos competenciales. Pero lo anterior no implica que estos actúen de forma inconexa o
desvinculada, sino que, muy por el contrario, entre tales actores se articulan complejas relaciones de
mutua influencia, que inciden en la formulación final del contenido y alcances que han de
reconocerse a los derechos humanos y en su tutela efectiva. Lo que permite que en una realidad
política y jurídica caracterizada por la diversidad y el pluralismo se puedan construir puntos de
convergencia y núcleos mínimos de protección en materia de derechos humanos.
Finalmente, se puede afirmar que la incidencia efectiva del DIDH respecto de la reforma
constitucional y la mutación constitucional se encuentra reducida por la limitada coactividad que, en
general, afecta al Derecho Internacional. Ello resulta cierto. Pero algo similar se puede sostener
respecto a la permanencia o estabilidad de la propia norma constitución, pues, como ya se indicó, la
permanencia o estabilidad de la norma constitucional no depende, en definitiva –o exclusivamente-,
de factores normativos, sino que de la adhesión de la comunidad (o de aquellos que se encuentren
en posición de imponer su voluntad) a los valores y principios recogidos o presupuestos por el texto
constitucional y la determinación de dicho grupo de actuar conforme a tal adhesión. Lo mismo se
puede afirmar respecto del DIDH.
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