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Max Von Oppenheim, el Lawrence de Arabia alemán

Su familia poseía la importante casa bancaria Sal. Oppenheim y su padre daba por descontado que
todos sus hijos entrarían en el negocio familiar, pero con Max fracasó, porque a partir de aquella
Navidad su hijo sólo soñaba con conocer el país de Harum-al-Rashid y Scheherezade. Le mandó a
Estrasburgo a estudiar derecho, pero lo único que hizo fue divertirse en la fraternidad Palatia,
luego le mandó a Berlín y más tarde volvió a Colonia, donde por fin acabó la carrera y se presentó
el Referendariat, una especie de examen para entrar en el funcionariado que aprobó a los 31 años
con el grado de asesor. Durante esos años estudió árabe y se interesó por la cerámica oriental. Su
padre no se extrañó; era un gran mecenas y su casa estaba siempre llena de artistas, él mismo era
un gran coleccionista de arte. Ya maduraría cuando entrara en el negocio familiar. Pero en vez de
entrar en la Banca familiar, le dijo a su padre que quería viajar por los países árabes y perfeccionar
el idioma. Su padre no se preocupó mucho porque casi todos los buenos hoteles en el Oriente
Medio y en el Magreb eran propiedad de judíos que le informaban puntualmente de las andanzas
de su hijo… hasta que un día desapareció en el Cairo. Estuvo siete meses en la Medina, vistiendo
como ellos, rezando como ellos, comiendo como ellos; era un enamorado de la cultura árabe y
podía pasar por uno de ellos. Comenzó un viaje desde El Cairo recorriendo Siria, Mesopotamia y
Basora, conviviendo con los beduinos y estudiando su forma de pensar. Max conoció lugares a los
que jamás había llegado antes un europeo. De aquel viaje, que duró más de un año, escribió un
libro: “Del Mediterráneo al Golfo Pérsico”, del que Lawrence de Arabia, al que Max conoció
cuando excavaba en Karkemish, dijo que “ era el mejor libro sobre el área que había leído” / Le
interesaba la política y la diplomacia e intentó entrar en el cuerpo diplomático, apadrinado por
Paul Graf von Hatzfeld, el embajador alemán en Constantinopla (del que Otto von Bismarck decía,
con su habitual diplomacia, que “era el mejor caballo de la cuadra diplomática”). Pero nadie se
fiaba de un judío, no era un verdadero alemán, así que sólo le aceptaron como agregado en el
Consulado alemán del Cairo, pero sin ningún nombramiento oficial, lo que le dejaba una total
libertad para actuar. Alemania se había puesto del lado de los turcos mientras que franceses e
ingleses defendían sus intereses petrolíferos y económicos en Oriente Medio : la guerra se veía
venir. Max se dio cuenta de lo importante que podía ser unir a las tribus árabes contra los aliados,
eran una gran fuerza que podía inclinar la balanza de la guerra y comenzó a hacer sus primeros
contactos entre ellos. Porque no sólo conocía a los jefes de las tribus del desierto, sino también a
los más influyentes islamistas de la buena sociedad del Cairo, donde se había establecido en una
lujosa casa con cinco criados y un buen cocinero. Incluso llegó a ser recibido en Constantinopla por
el Sultán Abdul- Amid II con el que estuvo durante varias horas hablando del panislamismo en
perfecto árabe, cosa que agradó mucho al sultán, y mucho más le agradaron sus ideas sobre unir a
todas las tribus árabes contra los colonialistas, aunque temía que las diferencias suníes y chiíes
fueran difíciles de superar. Pero Max comenzó a reunirse con todos los jefes tribales y a sondear
sus ideas y qué era lo que deseaban a cambio de su contribución a la guerra. Comprobó que
muchos de aquellos jeques estaban dispuestos a levantarse en armas y que su colaboración sería
relativamente barata. Escribió informes asegurando la fidelidad a Alemania de muchas tribus,
estaba entusiasmado con su proyecto. Alemania podía establecer allí un protectorado, como
hacían franceses e ingleses y aprovecharse del / petróleo. Pero la actividad de Oppenheim no pasó
desapercibida para los servicios secretos aliados que pusieron el grito en el cielo. Si Alemania
lograba poner de su parte a las tribus, tenían la batalla perdida. Los alemanes ya asesoraban al
ejercito turco y estaban construyendo un ferrocarril que iría de Berlín a Bagdad y que uniría las
principales ciudades y aumentaría la riqueza del país al favorecer el comercio y las
comunicaciones. Había que evitarlo, debían actuar rápidamente. Franceses e ingleses unieron sus
voces contra Oppenheim, le llamaron ”el maestro espía del Káiser” y pidieron su expulsión del
Cairo. Lo que los aliados no sabían era que los únicos que se habían tomado en serio a Oppenheim
eran ellos. Los informes que mandaba a sus superiores en Berlín, casi quinientos, acabaron por lo
general en la papelera o archivados sin el menor comentario y rara vez se mandaron a la embajada
alemana del Cairo. ¿ Quien iba a fiarse de un judío y de sus locas teorías? Pero los aliados sí que
tomaron buena nota de la idea y la aplicaron tan pronto comenzó la Primera Guerra Mundial con
los excelentes resultados que todos conocemos. Para ellos, desde luego, porque Francia e
Inglaterra traicionaron a sus socios árabes cuando ya no los necesitaron y el Gran Estado Árabe
prometido una y otra vez, nunca llegó a existir. Max también se dio cuenta de que no le hacían
caso y cuando el Deustche Bank le ofreció un trabajo para acompañar a los geólogos que trazarían
el tendido del tren por tierras sirias, se unió a ellos. Como Gertrude Bell o Lawrence de Arabia, era
un enamorado de la arqueología y sabia que aquellos territorios mesopotámicos estaban llenos de
ciudades enterradas y perdidas. Cada vez que llegaban a una aldea preguntaba a su jefe si
conocían algún lugar con estatuas o antiguas ruinas. Todos movían tristemente la cabeza, (los
extranjeros pagaban bien cualquier cosa antigua) alrededor de su tribu sólo había arena. / Pero al
noroeste de Siria, cerca de la frontera turca, en la provincia de Al Hasakah, donde se sitúa el fértil
valle del río Jabur, un labrador le dijo que cerca de allí habían desenterrado una extraña estatua
que habían vuelto a enterrar porque seguramente era la imagen de un dios infiel. Max se olvidó
del ferrocarril y del Deutsche Bank que le pagaba ,buscó una cuadrilla en el pueblo y tuvo suerte;
en tan sólo unos días desenterró extrañas estatuas de dioses, negras y con grandes ojos saltones, y
encontró la entrada al “Palacio del Oeste”. Pero no tenía permiso para excavar, así que mandó
volver a enterrar todo y pagó a los aldeanos para que le guardaran el secreto. Cuando volvió al
Cairo, lógicamente, el Deutsche Bank le despidió, circunstancia que aprovechó para mandar las
fotografías a arqueólogos alemanes que se entusiasmaron con su descubrimiento: pero no había
dinero para excavaciones en aquellos momentos. Max acudió a su padre que como buen mecenas
le dio el dinero necesario (750.000 marcos) para empezar la excavación en Tell Halaf (tell significa
colina artificial) acompañado de cinco arqueólogos. Había descubierto la cultura Halaf con una
antigüedad de cinco a seis mil años antes de Cristo. Pero comenzó la Primera Guerra Mundial y las
excavaciones se abandonaron. Aunque esta vez las opiniones de Max fueron tenidas en cuenta
como experto en Oriente Medio. En Berlín se estableció la Oficina de Inteligencia para el Este y le
hicieron su jefe. Mas tarde le enviaron a a la embajada alemana de Constantinopla y alentó al
sultán a declarar la Yihad (guerra santa) contra los infieles, o sea, franceses e ingleses. Los ingleses
le acusaron de dar discursos en las mezquitas alentando la masacre armenia y la lucha contra los
infieles, y decían que le llamaban Abu Yihad ( el padre de la Guerra Santa) En 1915 habló con Feisal
para atraerle a su causa. Pero era demasiado tarde: su padre , Hussein, estaba haciendo tratos al
mismo tiempo con los ingleses. La rebelión árabe se produjo, pero fue otro arqueólogo, T.E
Lawrence, el que le ganó por la mano y Max fracasó. / En 1927 Oppenheim pudo volver a excavar
en Tell Halaf que ahora era territorio francés y tuvo que dar a Francia un tercio de los hallazgos.
Ese tercio fue llevado a Alepo donde Oppenheim fundó el Museo Nacional, el resto se llevó a
Berlín, donde Max abrió el Museo Tell Halaf pagándolo todo de su bolsillo. Pero en la Segunda
Guerra Mundial, una bomba incendiaria de fósforo cayó sobre el museo. Todo lo que era madera o
piedra caliza desapareció y las estatuas de basalto, al intentar apagar el fuego, se hicieron añicos
por el choque térmico .Los fragmentos se guardaron en los sótanos del Museo de Pérgamo y allí
quedaron durante años. Actualmente se han reconstruido unas 30 estatuas a partir de ¡ 27.000
fragmentos! Max murió pobre en Baviera, acogido en la casa de una hermana. Había invertido
todo su dinero en sus querido museo y sólo tenía deudas. Otra bomba destruyó también su casa y
su biblioteca y todo se perdió. ¿Pero qué hubiera pasado si los árabes se hubieran puesto de parte
de los turcos y los alemanes hubieran ganado la Primera Guerra Mundial? Pues que seguramente
no hubiera habido Segunda Guerra Mundial, ni Hitler hubiera sido el tirano de Alemania, ni el
Holocausto Judío habría existido, ni millones de soldados de ambas partes hubieran muerto,
porque la Segunda Guerra Mundial fue la consecuencia directa del ánimo de venganza de los
franceses y el humillante tratado de Versalles que los alemanes se vieron obligados a firmar.

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