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Ella

Por Elías Rubilar

Respiraba con agitación, el corazón le saltaba en el pecho. Estaba empapado en sudor. No eran
muchas las oportunidades que tenía con ella. No eran muchas las veces en que él se ausentaba como
para poder sacarla a escondidas. Rápido, fuerte, sin ninguna precaución, tal como él le dijo que no
lo hiciera... la otra vez, la única vez en que le permitió llevársela. El día que la dañó por su
inexperiencia. Pero lo deseaba tanto que no veía la forma de hacerlo más despacio. Él le dijo que
aún no estaba en edad para ella.

No entendía por qué su padre era tan posesivo con ella. Desde que tenía memoria no dejaba que
nadie más la sacara. Siempre que salían, no la descuidaba un minuto, parecía tener miedo a que otro
hombre viniera y se la arrebata. Cuando hombres de aspecto sucio se la quedaban mirando les
dirigía una mirada desafiante; estaba claro que no vivíamos en un buen barrio: tenía que cuidarla. Y
aunque muchos también tenían una, ninguna era tan bonita como la nuestra, perdón, la suya.

Lo envidaban por tenerla, no los culpo, las suyas eran feas, viejas o mal arregladas. Se paseaban con
ellas, las llevaban a comprar, pero parecía que lo hacían más por obligación que por gusto, parecían
incomodarles, no se veían orgullosos con ellas, más bien lucían avergonzados, como obligados a
traerlas consigo porque les eran de ayuda aunque ya no les gustaran ni un poco y ellas parecían
darse cuenta de ello. Se las veía desgastadas. También había otros que las trataban con indiferencia,
incluso oí que algunos las maltrataban. Sentía pena por ellas, pero no me gustaban, no las deseaba,
no había ninguna como la suya. Si solo hubiera podido arrebatársela, que fuera mía para siempre,
llevármela lejos. Pero era de él y además era demasiado grande para mí, me decía. Oí que existían
unas más pequeñas, adecuadas para mí, pero jamás había visto ninguna. Yo solo quería la suya.

Al principio, cuando recién llegó, tenía que verlo montarla cada vez que quería. Cuando le dije que
yo también quería hacerlo se negó rotundamente, dijo que yo era demasiado pequeño aun, que no
estaba en condiciones, que podía hacerme daño y yo no veía cómo podía lastimarme algo que él
parecía disfrutar tanto. Al poco tiempo y consciente de mi envidia empezó a llevársela a escondidas,
trataba de que yo no lo viera salir con ella, pero era evidente para mí, yo vivía pendiente y si no
estaba lo notaba de inmediato. Lo odiaba por ser su dueño y prohibirme con actitud protectora algo
que yo deseaba hacer tanto como él. ¿No es natural también que un hijo quiera hacer lo mismo que
su padre? No podía entender lo egoísta que era conmigo, yo sabía que había tenido otras. Incluso,
por las historias que contaba antes de que ella llegara, sabía que había tenido una cuando niño,
entonces ¿por qué me la negaba?

Aunque no podía entender exactamente lo que se sentía imaginaba que tenerla, que fuera mía y
poder salir con ella debía ser lo mejor del mundo.

Un día, como por compasión, porque siempre fue muy consciente de mi envidia, me dijo que
probaría dejarme. Fue poco tiempo después de que lo encaré por salir con ella a escondidas de mí,
le dije que yo no era tonto y que sabía lo que hacía aunque intentara ocultarlo y me respondió que
lo hacía por mí, para que no me sintiera mal, que ya crecería y tendría la mía propia, que el mismo
me traería una, pero que esa era suya, era para alguien adulto como él, que yo era un niño pequeño
que apenas había aprendido a caminar. Yo lo odiaba más por su condescendencia. Pero finalmente
me dejó, pude montarla, tenía que hacerlo bajo su supervisión, pero no me importaba, sabía que una
vez arriba me olvidaría de todo y solo seríamos yo y ella. Mi ansiedad era incontenible, sentí
vértigo y algo duro entre mis piernas, dolía un poco y no parecía estar muy bien adaptada al cuerpo
de un hombre, no entendía cómo podía alguien mantenerse tanto tiempo encima pero estar ahí era lo
que deseaba más que nada. Ignorando los gritos que daba mi padre a mis espaldas de que fuera más
lento, sintiendo el roce que ligeramente me lastimaba yo solo pensaba en ir más y más rápido, tanto
que sus palabras ya no se oyeran. Me mantenía con esfuerzo y respiraba agitado como un loco
Pude mantenerme en ella por un rato, pero de pronto las piernas me flaquearon, el movimiento se
detuvo, ella se deslizó hacia un lado y caí directo al suelo con un agudo dolor en la entrepierna
empapado en sudor y con sangre en mis manos raspadas.

Desde entonces, quizá para que yo no sufra al verlo con ella o quizá porque quedó más lastimada
que yo, mi padre la dejó encadenada a un poste del patio y ya nadie sale con ella, ya nadie la lleva a
comprar, nadie se siente orgulloso de tenerla, los demás ya no la pueden mirar con deseo, y ya nadie
teme que nos la puedan arrebatar.

Pero hoy, hoy que ya no tengo cinco años, que mis piernas son firmes y mis brazos pueden
sostenerla con fuerza. Ahora que no puedo lastimarla por mi inmadurez, que ninguna caída ni la
dureza del asiento van a hacerme daño. Ahoraa que mi cuerpo se ha desarrollado y soy un hombre.
Voy a hacer pedazos esa cadena, voy a llevármela lejos, vamos a ir mucho más rápido que nuestra
primera vez: voy a robarme la bicicleta de mi padre.

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