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la sobreviviente

novela

clara silva
Claro Silva

La sobreviviente

Narradores / 2
Clara Silva

La sobreviviente
Novela
(2a. e d i c i ó n )

Queda hacho el depósito que marea la ley. Ediciones Tauro


Copyright by Ediciones Tauro
Montevideo
La mañana

Todas las mañanas, al levantarse, ella sentía la misma


vacía felicidad de existir, de estar viva entre las cosas. Ni
júbilo ni agradecimiento. La felicidad simple y oscura de
reanudar los vínculos, de establecer después de la ruptura
del sueño, las relaciones vitales de la conciencia y el tacto.
Ser ella misma, y al mismo tiempo verse el cuerpo inaugu­
rando sus sensaciones, sus movimientos claros y sencillos.
Después de una ausencia, volver a su continuidad de cuer­
po, sin estratagemas ni modificaciones, a un equilibrio de
novedad antigua, en que el caminar, el respirar, no eran más
que eso. Caminar. Respirar. La mañana iba entrando en
su sueño, adelgazándolo con los pormenores de lo cotidiano.
Ya desde antes, una franja de luz pálida atravesaba la ven­
tana. Y sin ver aún, ella sabía que el ropero, los libros, sus
vestidos dispersos, la esperaban en un silencio fiel, de dócil
costumbre. E iban llegando, primero lejanos, envueltos en
niebla, después claros y conocidos, los rumores de la ma­
ñana, con su tono, su color, su momento. Sólo perceptibles
en la aguda sensibilidad de su oído, despierto aún antes que
el cuerpo. Ya tan imaginados como sentidos, e incorpora­
dos al suceso constante de la mañana, que en realidad no
sabía si ubicarlos en su memoria o en la semit-concien-
cia del duerme-vela. La bocina de una fábrica; un tran­
vía, el de esa hora, entre ruidos de fierros y de campa­
nas, un leve rozamiento en el mosaico del piso, una inter­
mitencia seca y deslizada; y el diario entraba por la rendija
de la puerta. Un timbre apagado en otro piso, y el ruido
sordo de una botella en el suelo. Y aquellos pasos graves,

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pausados, en el corredor. Se detenían, volvían, desaparecían una serenidad blanca desprendíase del cielo. Como al prin­
sin saber nunca a dónde se dirigían. cipio, nacía la luz, la nube, el viento, entre ligeros y eter­
El cuerpo salía de la entraña de la noche, terso y dorado nos cambios inalterablemente reiterados. Existía un Dios
como el trigo, limpio de las fatigas del abrazo, de sin pavores, sin infierno. Creer no tenía riesgos. Dios crecía
los sedimentos oscuros y terrestres, de la sangre dirigida, de con nosotros. Se juntaba a nosotros, sin atributos, deste­
la prisa, de las palabras gastadas, del tedio opaco de los rrado de la teología. Se familiarizaba jugando con nosotros
días, de la convivencia con el mundo. La mañana tenía a la contradicción del bien y del mal. El pecado era inocente
una eternidad inocente, un maravillado asombro. No pesaba. como la mañana. Era la hora en que se podía entrar en una
Se sentía su levedad en la atmósfera. Descalza, abría los bal­ iglesia sin tristezas.
cones de la terraza. El viento agitaba su pelo, sacudía como
un ramo húmedo el olor íntimo de su cuerpo. Apre­
tada a sí misma sentía su física y animal corporeidad.
Con la nariz dilatada, respiraba la mañana sorbiéndola con Pero la mañana en la calle de los hombres era otra cosa.
una apetencia ávida de frescura. Tomaba posesión de esa Ya al bajar en el ascensor la tomaba, como una ola pe­
zona sólo habitada por ella y algún pájaro matinal. Todo sada, el ritmo amargo de la vida. Los zaguanes abiertos arro­
era nuevo, naciente. La torre en la disolución del azul pá­ jaban a la calle el olor inconfundible y triste de los pobres.
lido, sin estridencias, se erguía en una ecuación de frá­ Manos afligentes buscaban residuos de comida, papeles, en
gil gracia. Las azoteas, los techos grises, las claraboyas em­ los tachos ele basura alineados en la vereda. La miseria se
bellecidas en el silencio, en la soledad de su aire. ponía un delantal a cuadros y salía de compras. La calle era
En esa terraza, con matemática dulzura, con una levedad el desahogo, la respiración. Se abrían las ventanas. Se expo­
transparente, se sucedían las estaciones. Se desarrollaba allí, nía a la luz cruda la intimidad caliente de la vida. Sábanas,
el movimiento de la tierra. Giraba el tiempo, el tiempo de colchones. Se sacudían alfombras, ropas usadas. Sólo el
la luz y sus reflejos. Sabía el momento de la estación, lenocinio permanecía cerrado, mientras el hielo iba derritién­
su madurez, su declinación, por el matiz de la luz. Sentía dose en la puerta, formando un charco sucio. La fruta, el
que en esa pequeña zona, en ese círculo transparente de la polvo, el pan, circulaban entre las manos como las njone-
mañana, se podían realizar las más grandes empresas. El das. De una puerta a la otra se cambiaban saludos, palabras
alma estaba dispuesta en sí misma, a recibir, a darse. Todo agrias, frases convencionales sobre el tiempo, los precios,
era claro y sencillo, en una conjugación gozosa. Aquel, las enfermedades y el gobierno. El caballo de una jardinera
por ejemplo, terrible poder, casi demoníaco, que ella misma de leche lanzaba su chorro caliente y pesado, de emanaciones
confería a algunas personas, sin éstas proponérselo, su de­ violentas. Presa de una angustia creciente cruzaba de una
pendencia, amargamente analizada, y nunca superada, de vereda a la otra, esquivando olores, esquivando puertas, es­
gestos, palabras, actitudes ajenas. La llaga oculta de sus quivando gentes. Pero era casi imposible desprenderse de
inhibiciones, allí donde lo circunstancial hería su vida, se las basuras en las que se regodeaban los perros famélicos.
introducía en su sensibilidad sin defensas, la perturbaba. Y del olor pegajoso de la carnicería que le hacía subir a la
Todo eso era en la mañana un humo blanco de hojas, pero boca una saliva nauseabunda. Y del olor agrio y dulzón
que iría creciendo en las horas, hasta convertirse en humo del puesto de verdura recién abierto; y del agua turbia de
espeso y negro, un hollín que la tiznaba, ensuciándola. la canaleta del desagüe. Y el pavor de aquel escaparate, con
“Sos como un castillo de espumas, le había dicho. las crudas fotografías instantáneas de carnet. “Tres a cin­
Al menor soplo, te caes, te disuelves.’’ Pero no- se caía en cuenta centésimos.” Y los coágulos de sangre en las baldosas
la mañana, en la blancura del comienzo. Una paz ligera, municipales del Dispensario.
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He aquí que la existencia se tornaba una cosa agria y vínculos astrales, sus amantes que venían de un más allá,
desolada. El ser, su ser de carne y hueso, desaparecía, en­ a sentarse en la penumbra de una sala de conciertos, para es­
traba a formar parte de un rebaño. Pero, —se dijo— en cuchar sus poemas en la boca de una diva, y luego, en la
la palabra rebaño va siempre implícita la ternura del cor­ luz, desaparecer. Había que tomar en la perfección de sus
dero, su inocencia, colinas, campos verdes, los atardeceres versos, los caminos de la angustia que lo llevaron a ellos,
en la flauta del pastor, églogas. Se entraba en otro engra­ subjetivizar sus vivencias. Aquí estaba la confusión. Aque­
naje: el de las palabras nuevas, las de la prisa. Colectivos, llo era sólo Ja internación en la zona particular de un alma,
monederos públicos, standard de vida, policlínicas, toilet en el paisaje y el movimiento de una vida determinada en
para señoras. Se había llegado al más alto grado de la pro­ sus propias circunstancias, que no eran las de ella. Todos
miscuidad y la nivelación. Se nacía de un gran útero co­ los elementos que habían contribuido a hacerlo próximo y
mún: la vida. Y por un largo tubo pneumático, como distante, fabuloso arquetipo de hombre-artista, habían ve­
aquéllos que en el Banco servían para apresurar los recibos, nido de un azar o de un destino. Pero este azar, este destino,
se era arrojado a la tierra, con un rótulo a la espalda, escrito eran sólo de él, en él, de su mundo singular.
con las palabras usuales: mujer, hombre. Petición a algo. No había escapatoria. Tenía que sumergirse más en la
¿A qué? A luchar, a defenderse, a destruirse. No sólo la lu­ realidad de esa mañana, y empezarla en la vereda, y trans­
cha bíblica por el pan, la .ierra, una felicidad, un ideal, un curriría en los ómnibus con la sensación y el tacto. La lle­
amor. Era la lucha árida y opaca, una lucha gris de porme­ vaban. La empujaban. Sentía en los brazos, en los mus­
nores comunes, en que cada uno asumía su acontecimiento los, el calor anónimo de los cuerpos. El vértigo de una
vacío y entraba y salía, y salía y entraba, por la inmensa axila que se descubría y expandía su olor a sudor viejo y
puerta giratoria de la vida. Y traía en la mano permanente­ pesado. Lodo estaba húmedo de espesas huellas, manijas,
mente una moneda. Monedas para el colectivo, monedas para pasamanos, bajo un color resbaladizo de mugre. La mano,
el automático. Monedas al muchacho que traía el mensaje; y enloquecida, buscaba lugares desconocidos donde apoyarse,
al ascensorista; y al portero; y al mozo. Y dar, y dar, y dar se encogía como un reptil al contacto de las monedas calien­
siempre a cambio de algo que corría vertiginosamente, y tes. Se sentía envuelta, arrastrada, perdida en el Número.
en la economía del alma servía para desmonetizar el sueño El Número era el signo de la época. Sus fuerzas frías y
o algo parecido al sueño y equivalente a su sustancia. crueles traían la corrupción, las prostituciones del alma.
Laura llevaba siempre para defenderse del asalto, para El cuerpo sin intermediarios, traído, llevado en la polea del
poner una cortina de ficción entre ella y aquel mundo, un engranaje. El alma se acomodaba sin aventura. El Número
libro en la mano. La presencia de algún ser mágico, el había sustituido al nombre. Dos cifras, cuatro cifras, cinco,
claro y ardiente equilibrio de un alma. Esa mañana, eran miles, millones de cifras. Crecían, se desarrollaban. Piso 6.
las Elegías del Duina. Esperaba el 73. Apartamento 4. Número. Casa, teléfono. Número. Creden­
cial Cívica. Número. Epidemia. Los cadáveres se entregan
‘‘Oue
>» un día, al salir de la terrible intuición, a l.. . Números azules en la columna. Cuarteto de Ravel.
mi canto de alegría y de gloria ascienda a los ángeles apro- Boletería. No hay más localidades. Lo escucha el Número.
[ badores” . .. El Número llenaba las calles, atravesaba el viento de las
diagonales. Llenaba las tiendas, los teatros, las panaderías,
Se sentía habitada por ese ser de encantamiento que, en los mingitorios. Ganaba el mar. Carteles. Megáfonos. Vote
un castillo fantasmal vivía de sus propias raíces, en “un la lista 45. Elecciones. Números. La copa de vértigo de la
abuso de soledad’’. Pero eran sus raíces, las de .él, las de su ramera del Apocalipsis no tenía validez. Se había sustituido
infancia, su muerte, sus frecuentaciones con lo invisible, sus por el Número. El Número era el vino de las fornicaciones.
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Progreso. Bancos. Trusts. Sindicatos. De los frigoríficos,
de las fábricas, el humo salía cantando. Números. Núme­
ros. El Número era la sangre de los pobres. El alma se adel­
gazaba. Estaba tísica. Vomitaba angustias. Empavorecida,
se echaba en los vaciaderos y el desamparo. Guerras. Sabo­
tajes. Huelgas. Erotismos. Sus derrotas hinchaban el Nú­
mero.
El guarda gritaba: "de a cuatro en el pasillo. Adelante,
señores pasajeros. De perfil”. El Número la empujaba, la
Púrpura
llevaba. Estaba sobre el radiador; sentía bajo sus pies una
trepidación sorda, una vibración desagradable que le subía
de los talones a la raíz del cabello. La envolvía un calor
pegajoso de las emanaciones de la bencina. Se bajaba, se Al entrar, era siempre la misma sensación de horror, de
ascendía. Se ascendía. Se bajaba. El Número estaba enros­ asco, de compasión a ojos cerrados. Ya en la puerta, en el
cado a sí mismo. Círculo de la serpiente. El Número tenía ascensor, en el hall de acceso, grandes carteles amarillos con
rumores, olores, vegetaciones, adherencias, costumbres. Sa­ letras rojas y negras advertían de la selva espesa y húmeda
lían peces, rotos dientes, rotas uñas, zapatos rotos. Niños, de la fauna invisible. Las palabras claras, nítidas y redon­
llagas, ropa sucia. Codos, rodillas, buscaban contactos, apro­ das, sin reveses, introducían con prodigalidad fría en la ma­
ximaciones. Erente a una carnicería el ómnibus se detuvo. teria descompuesta. A contramarcha de la vida, después de
Ella vió una larga cola de gente rodeando la manzana. haber atravesado un maravilloso jardín, en que la mañana
Rostros tristes y cansados aguardaban desde la mañana su nacía como un perfume de las intermitencias de las nu­
turno. No había escasez, había Número. “Adelante, ade­ bes, esta entrada parecía un túnel abierto subrepticiamente
lante. Corriéndose.” La pisaban. Sobre los zapatos queda­ a los iniciados. Pero, por una razón inversa, aquí estába la
ban manchas grises que la humillaban. El polvo del Nú­ vida misma, abierta como un fruto podrido, mostrando el
mero. El Número se sobaba, se manoseaba en una solidari­ trabajo arduo, tenaz y oscuro de las larvas.
dad grasienta, húmeda de axilas. “Adelante, adelante”. Ha­ Se dejaba en la puerta, junto con el abrigo, las sensacio­
bía que desaparecer o sobrevivirse. Había que trepar el muro nes, el ardor de la noche, el sentirse despertando. El libro
Illanco del día, escalarlo sin adulteraciones, sin sustitucio­ que llevaba en las manos, —su defensa— quedaba inerte
nes, sin rodeos. Rápido, decidido. Y descender. Y franquear en la ficción de las palabras. El ascensor se detuvo.
siempre a la misma hora los carteles amarillos con las pala­ Entraron varias personas. Dos mujeres, una, la cabeza
bras que lastimaban la carne. Y el olor excrementoso de los envuelta en una vieja pañoleta, se apoyaba en otra muy
conejos encerrados en las jaulas del laboratorio. Y el aullido desgreñada, que la sostenía penosamente. Tenía la cara
de los perros sobrevivicndose, aterrados, a los experimentos. enrojecida cubierta de manchas purulentas. Un temblor
Y todo. Y aquello. Y las salivaderas azides en los rincones. afiebrado, convulso, la sacudía angustiosamente. Por la
Y la mujer que detenía siempre a la misma hora, para que boca llena de saliva se pasaba un trapo sucio y arruga­
ella pasara, con un saludo de matinal camaradería, la escoba. do. Se desprendía de ellas un olor viejo y grasiento. Un
Y pasar, sobre la espesa capa de aserrín mojado, que iba hombre con un traje muy lustroso en los codos, un porta­
arrastrando el polvo, las colillas, los papeles, las escupidas folio debajo del brazo. Dos nurses con las capas azules
de la víspera. ‘ sobre el uniforme subieron también conversando animada­
mente. Una mostraba al hablar dos dientes de oro. El as-
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censurista, un muchacho flaco y albino, con gruesos lentes clases, el psicoanálisis. Hasta el alba, en el café o en la
oscuros saludó a Laura, mientras ponía en marcha el ascen­ reunión mundana. Pero ¿quién se acercaba a una de estas
sor. Lacónicamente pregunto: “¿Pisos?”. “5, 8, 10”, con­ camas, levantaba las frazadas, y entre las llagas, el olor, el
testaron a un tiempo y en diferentes voces y tonos los demás. sudor, hundía su corazón como un escalpelo y mostraba la
Con la boca apretada y los ojos desviados, Laura se co­ noche de Dios sobre la tierra y en la carne del hombre?
rrió hacia el fondo del ascensor, y allí trató de no moverse, ¿Quién afrontaba?. . . El reloj dió sus ocho campanadas
casi de no respirar para evitar todo contacto. Pero en la alertas. Apresuradamente dejó sus cosas en el “guardarro­
pequeña caja, el contacto era inevitable. Su brazo sentía pa” y se internó en los corredores.
el calor del brazo de la mujer afiebrada y su nariz casi se Un olor pesado y dulzón de emanaciones agudas, disi­
hundía en el pelo suelto de la nurse, de un olor confuso muladas entre el escamoteo del blanco y la lisura de las
entre la animalidad y la brillantina. paredes, le subió a la boca antes que a la nariz. Lo sentía
Sólo el pensamiento podía apartarse. Abrió el libro. entre sus dientes como una masa blanda y elástica, pegándo­
“El gran defecto de las novelas de ideas está en qué son sele al paladar en una intolerable sensación nauseosa. Pasó
una cosa arreglada artificialmente, necesariamente pues las un médico presuroso, la túnica desabrochada, el estetoscopio
gentes capaces de desarrollar tesis propiamente formuladas colgando a su cuello. Y a su lado, una enfermera lo seguía
no son del todo reales, son ligeramente monstruosas. A la tomando apuntes. Por las altas ventanas entraba una luz
larga, convivir con monstruos resulta un tanto fastidioso”... tamizada por cortinas grises. Al principio los corredores se
¿Tenían vigencia aquí las ideas, aún ligeramente mons­ proyectaban largamente en una desnuda uniformidad. Pero
truosas? Monstruosas, anti-naturales, extraordinarias... después aparecían otros corredores, en una blanca y fría
¿Y cuál era el esqueleto humano de esas ideas?; ¿su sangre?; encrucijada, con pequeñas puertas cerradas y entreabiertas,
¿su piel?; ¿su anatomía?. . . ¿Es que corrían sueltas, sin por las que se adivinaba todo sin ver nada. Y más al fondo,
origen, como dementes, en la ruptura de su Yo con la reali­ sin preámbulos, sin disimulos, yendo directamente al asun­
dad? Dos obreros con overálls azules detuvieron el ascen­ to, una inmensa vitrina exponía mascarillas, brazos, pier­
sor bruscamente, y entraron, apoyando sobre los hombros, nas, antebrazos, gargantas, vientres, como ex-votos ofreci­
cubierto con un cuero negro, dos grandes barras de hielo. dos al altar de la materia. La piel era un mapa de vicisitu­
Ante la mirada interrogativa de los lentes oscuros, uno dijo des pavorosas. Se hinchaba aquí como un cráter enrojecido,
brevemente: “El montacarga está descompuesto, vamos allá era lisa y viscosa como una ciénaga. Otras veces se iba
al 6'Y' Una sensación de frío sobrecogió a la mujer de devorando a sí misma en el lento trabajo de la descomposi­
las manchas ¡purulentas. Su temblor se hizo más convul­ ción. Gargantas ennegrecidas se abrían como un hijo ma­
sivo, más triste. De los extremos de las barras de hielo caían duro. Con las manos crispadas, los dientes apretados, y un
dos hilos de agua, formando un charquito en el piso. deliberado propósito de no ver, de no oir, de no oler, pasaba
—.. .porque cada idea, como un árbol, tenía sus raíces en junto a las camas. Pero después, se apoderaba de ella una
lo profundo de la tierra. Todo venía de la tierra. Se prosti­ vergüenza intolerable. Un instinto más poderoso que su vo­
tuían las ideas. Como a una ramera, el hombre se acoplaba luntad, que su conciencia, ejercía su autoridad y la sujetaba
a ellas, en la gran mancebía de sus concupiscencias, de sus a sí misma. Laura entró en el Laboratorio. Se acercó a los
intereses, de su lucro. En el ascensor no quedaban nada altos ventanales y miró el cielo. El blanco caserío, tendido
más (pie Laura y las Nurses que cuchicheaban, sofocando a sus pies, iba subiendo lentamente, como una colina desde
las risas. el mar. Hundido en la distancia el mar era un cielo inver­
Hombres y mujeres revestidos de ideas se juntaban para tido, irradiando en el espejismo de las nubes. Un coche
conversar. Dios, la democracia, el socialismo, la lucha de negro con coronas y su séquito de automóviles pasaba len-

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lamente. En un pequeño espacio¡de césped, una vaca y un abandono de sí mismo, no estaba en la actitud del cuerpo
ternero pastaban en su inocencia eglógica. Se sentía en la concierne de su orgullo. La simple, la pura sinqrlificación
luz la sonoridad de la mañana. Cielos, nubes, mar, y muer­ de su vanidad, de todo su orgullo, de toda insania super-
te, todo tenía una antigüedad presente, un acatamiento sin humana, estaba aquí, sobre el esputo, sobre la orina, sobre
alardes a la potencialidad de sus leyes. Un vínculo perfecto el excremento, sobre la vida misma pugnando por la vida.
cerraba la esfera. ¿Empezaba en el cielo?; ¿empezaba en Lo que prevalecía era la sangre, los argumentos de la
la tierra?. . . ; ¿empezaba en el mar?. . . sangre. Se ordenaba en los tubos, oscura, clara, en una
Tenía, la voluntad de permanecer indiferente, ajena a gama desde el rojo intenso apretado, casi negro, hasta un
toda circunstancia que no fuera el enfoque de sí misma. color desleído en el amarillo, casi ámbar. Se manipulaba la
Una resistencia pasiva, un no admitir más que el lujo de sus sangre. El misterio del hombre, la clave del hombre, la gé­
pensamientos la dominaba. Ciega a una realidad indestruc­ nesis de la vida y de la muerte se ponía en finos tubos, de
tible, sólo quería palpar con la conciencia de sus dedos la vidrio. Los labios, como una ventosa, aspiraban. Y la san­
belleza de las formas, los contactos muelles y sensitivos de gre subía, pausadamente, locamente, por grados. Las horas
sus recuerdos. Pero su ¡remamiento desconfiaba. Y su co­ medían su densidad, separaban violentamente, como en
razón, al que nunca había asignado en la complejidad de campos adversarios, las corrientes vivas, celulares de la
sus emociones, un papel definitivo, porque siempre las sen­ vida. Y en el fondo del tubo quedaba un sedimento espeso,
saciones habían ido a golpear su vientre, su estómago, las de un rojo encendido, casi insolente. Y en la superficie,
entrañas de su ser, daba sus noticias. Una oleada caliente, como desprendido, flotaba un líquido ambarino y sensible,
un rubor, le subía a la cara. Sentía vergüenza de su cobar­ un líquido de dramática pasión: el plasma.
día, de su cuerpo sano girando alrededor de las pupilas
afiebradas. De su inutilidad. De la torpeza de sus De un estante, Laura tomó un pequeño tubo clasificado,
manos. De su incapacidad, que buscaba refugio en y lo alzó hasta sus ojos contemplándolo. Extraído de la
las deleitaciones intelectuales. Y sobre todo de su miedo sombra organizada del cuerpo, del cauce interno de la vida,
a mirar. Sentía que ojos cargados de reproches la seguían. sintió de pronto una piedad conmovida, al mirarlo a la luz
Hubiera querido acercarse, establecer un contacto, un puen­ cruda de la mañana. Era doloroso y tierno, con su color
te de amor entre ella y ese dolor. Pero el miedo a mirar de miel, como aquel feto conservado en un frasco de vi­
la sofrenaba, humillándola. drio, que una amiga le había mostrado sacándolo de entre
A su alrededor, el trabajo anónimo, silencioso, mecánico, las ropas de la cómoda. Plasma, feto. A través de ese proceso
proseguía. Sobre la mesa, frascos, pescaderas. Los instru­ anónimo, se abrazaba el linaje, desamparado. Incrustada
mentos de metal brillaban. En los rincones esperaban bido­ en su raíz, la selva pululante de los microbios.
nes de oxígeno. Seres sencillos cumplían su tarea oscura en Sangre, sangre, sangre. En las manos, en los algodones,
la rutina de los días, sin amor, sin asco. La exudación del en las mesas. Predominaba un silencio; pero como de más
hombre, sus residuos, su agonía, se guardaban, se clasifica­ allá de las cosas; como si todo ese movimiento cotidiano no
ban, en ficheros de orden. Todo tenía un aspecto maquinal, fuera nada más que la representación de otro, que se des­
sin ternura, desposeído. Pero detrás de todo había otro sen­ arrollaba a telón cerrado. Un silencio lúgubre y blanco,
tido, el alto y tremendo sentido de justificar al hombre de agazapado en la sombra, pronto a irrumpir en un grito, en
la crucifixión de su dolores, levantar al hombre por el co­ un alarido, en nada. Tenso. Tenso de espera. Se cambiaban
nocimiento del hombre en sus visceras doloridas. —“Sim­ palabras breves. Sobre un mechero de gas hervían constan­
plificaos; sentaos en el suelo”—, decía a sus .visitantes el temente las agujas de metal. Una gota de agua caía en la
tragediante de Yasnaia-Poliana. Pero la simplificación, el pileta. A veces, los instrumentos dejados sobre la mesa vi-
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biaban un instante. Ella se resistía a ser tomada en aquel gre. Sangre. La sangre del pobre derramada. ¿Y dónde
engranaje en que las personas, los instrumentos, la sangre, estaban los santos y las santas para esta ejecutoria de san­
sus problemas, se consustanciaban en una unidad perfecta. gre? —“Bañaos en la sangre”. "Saciaos en la sangre”. “Bebed
Lo natural giraba alrededor de lo innatural. Era la llaga la sangre” — clamaba' la Mantellata. “Y tenía su cabeza
oculta y visible de la carne. Se andaba alrededor de ella, sobre mi pecho; yo entonces sentí un júbilo y un olor de
apuntándola. Cercándola. Ordenándola. Un ballet en que su sangre”. ¿Quién iba a mojar sus dedos, con pasión sen­
la muerte, oculta, danzaba locamente. sual en esta sangre, para lamerlos?. . . Los dedos estaban
Se acercó otra vez a la ventana. Con los nudillos, bajo guantes de goma. Las caras bajo la mascarilla.
tamborileaba en los vidrios. Le persistía una sensación de­ Se acordó de repente, como en un relámpago. Quiso
primente, la certidumbre de su egoísmo. Se sentía incómo­ desechar su pensamiento, hundiendo más y más sus ojos en
da, llena de embarazo. De repente, con brusco movimiento, aquella cosa enardecida y horrorosa. Pero de aquel horror
se desprendió de sí misma, de la ventana abierta a la luz y se iba naciendo, como esas moscas azules, en un zumbar enlo­
internó en los corredores. Y con un deliberado desafío, co­ quecido sobre los desperdicios, un recuerdo, sin obstáculos
mo quien se hunde en el mar, o en la noche, se acercó a uno ya, sin objeciones. Una cama. Un espejo. Su cuerpo se des­
de los boxes. Ouería justificarse, castigándose. Castigar sus prendía, como una sombra, del abrazo, y se acercaba lenta­
ojos. Castigar su pensamiento. Castigar sus sensaciones. mente hasta sentir en sus senos la fría superficie. Él le
Tras los vidrios que la separaban de los otros seres hu­ decía. Parecés un ciprés lunar en el espejo” . . .
manos, como los barrotes de hierro de una jaula de fieras, Pegada al vidrio, nublado por su aliento, vió como el
yacía su cuerpo. Pegó su cara en el vidrio, la apretó hasta box iba quedando ordenado para la muerte. Bajaron las
sentir en su nariz, en sus labios, en su frente, su frial­ cortinas. Acomodaron las almohadas. Pusieron sobre la ca­
dad física. Miró. Miró hasta que el mirar no fue más que ma un horno, para dar un poco de calor, un poco de ali­
un sollozo sin lágrimas, quemante en la pupila. Por la pe­ mento, a aquella masa fría y huyente. Se percibía un débil
queña ventana abierta hacia el cielo, entraba la luz sin es­ movimiento de respiración, un jadear lastimoso y ítiono-
crúpulo, difundiéndose en el blanco de las colchas, de las corde. Un olor pesado engordaba el silencio.
paredes, de los uniformes. Sólo el cuerpo ardía en la cama Quedó solo como un Cristo. Pero ¿qué ángeles se acer­
en una roja llaga. Las enfermeras con los tapa-bocas y los carían con sus copas de plata pegadas a su cuerpo, como
guantes de goma, manipulaban aquella cosa viva y muerta, en aquella agua-fuente de Durero, a recoger la sangre ma­
aquel despojo sangriento crucificado en la cama. nando de sus heridas? En esta otra agua-fuerte cruda y
El cuerpo estaba desnudo. Desnudo de su calor vital. La anónima, con su autonomía de espanto, sólo cabía un he­
piel había desaparecido, devorada, arrancada por los dientes cho simple, despiadado, la muerte, danzando fríamente
lívidos de los parásitos. Era como un fruto pelado, pudrién­ sobre la vida. Y el sentimiento de su inútil caridad.
dose al sol, en la cuneta de un camino. La cara hinchada,
sin pestañas, sin párpados. El sexo como una rosa tume­
facta. Reducido a su miseria, a su no ser aún siendo, sólo
estaba anclado a la vida de las sensaciones por un frío agu­
do, letal, clavado como harpones en su carne sin defensa.
Y la sangre brotaba, brotaba como un sudor de sus vasos
capilares, de las llagas de su cuerpo, de su boca. Las sába­
nas limpias eran enrojecidas al instante. Los algodones
empapados. Las túnicas. Era un menester de'sangre. San­
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ojos, desarrollándose desmesuradamente, como una filoden-
dra en la oscuridad, sus raíces echadas fuera por la hume­
dad de sus secreciones. Tanto que, a veces, sus manos, al
tocarlo, le producían una sensación intolerable.
Pero su voz, incorporada a la persona, sufría sus trans­
formaciones. Ya tenía una lógica, una determinación,
una condición limitada, concreta. Estaba incluida en es­
El cuerpo tatura, en su cara, en un físico que a Laura le era
por momentos hasta desagradable. Salía de entre sus la­
bios que, al moverse, dejaban ver una hilera de dientes
desiguales, amarillentos. Se acomodaba a los movimien­
Por ese tiempo, la más cruel de las guerras destrozaba el tos de sus manos; le llegaba a ella a través del olor de
mundo. Venían los telegramas enlutados de niños perdidos, su cuerpo, de su pelo, del cigarro. Y esta tarde, como
Muertos por el hambre. Las mujeres violadas. La carne del otras en que ella iba a su lado, le sucedía algo extraño
hombre deshecha, gangrenada. Su condición humana, expe­ y absurdo, que la llenaba de confusión y la defraudaba.
rimento de los gases y la metralla. Como un veneno amargo Le era necesario un largo rato, para volver a encontrar
y corrosivo la ignominia corría por el mundo. Se extendía. aquella voz; para devolverle la fascinación que asumía en
En el cine, los noticiarios rodaban los pueblos incendiados. su recuerdo. Tenía la sensación de haber perdido o dejado
Los judíos perseguidos como perros rabiosos. La bota, los algo. Y en eso que había perdido estaba precisamente su
campos de concentración, los cuerpos enloquecidos bajo el poder.
horror de las torturas, la Gestapo, las cámaras letales. El
asunto del siglo era sólo el odio del hombre contra el hom­
Dejaron atrás las grandes avenidas. El estrépito ele la
bre. Laura salía de esas visiones, con las manos crispadas,
ciudad se iba asordinando lentamente. Se hacía un rumor.
desgarrada de tanta miseria, de tanto dolor, de tanta bar­
El color del atardecer, esfumaba, apagaba lo agrio de las
barie. No había nada que hacer, lo d o estaba perdido
edificaciones. Con la cabeza un poco inclinada Laura ca­
y tan lejos. . . Y con ese egoísmo que le daba la seguridad
minaba a su lado. A veces, cuando las veredas eran muy
del suelo y la distancia, y, más que nada, con una pereza
angostas, y pasaban transeúntes apurados, sus cuerpos se
que sobornaba el pensamiento, se hundía cada vez más apretaban. En la penumbra, la voz adquiría otra vez algo de
en la interferencia de aquella voz.
sus mágicos poderes. Barría como un viento desatado las ne­
Si le hubieran preguntado de qué color eran sus ojos o blinas de sus resentimientos. Y su cuerpo la recibía de
cómo eran sus manos, tal vez no hubiera podido responder
nuevo plenamente dirigiendo los movimientos de su san­
exactamente. Sólo conocía bien su voz, que venía desde el
gre. No eran solamente las palabras —o no.eran las pala­
origen a golpear las zonas sensibles de su piel, a ubicarse bras precisamente— un poco alejadas, como sueltas de
oscuramente en la porosidad de sus reflejos. A veces estando su raíz, sino la voz misma, nacida de la garganta, de 1111
sola, cerraba los ojos para sentirla crecer en la sombra de color granate sordo, un poco ronca; pero que en sus bordes
sus párpados, con una masculinidad dulce y directa. Actua­
se aclaraba y ascendía limpia como una espada.
ba como el bajo en la orquesta, valorizando la instrumen- Ahora la voz le traía el cuerpo. Lo levantaba lleno de
tración de su carne; introduciendo en sus nervios tal ri­ una ebriedad vegetal y pánica. De todas las zonas prohibi­
queza y tal misterio de emociones, que ya su cuerpo no era das por el miedo, los convencionalismos, el pecado; del
más que una sensibilidad atenta viviendo debajo de sus eufemismo y la hipocresía de las palabras, hacía un pa­
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/
raíso. Cada verbo tenía su exacta conjugación con el cuerpo. entre las nubes.” Y de pronto la voz la trajo de nuevo a la
Cada cosa su nombre legítimo, sin la adulteración de la superficie del instante desde el fondo submarino de la
hoja de parra. Con sus palabras, se volvía a un equilibrio memoria.
natural, sin violencia, a aquel desnudo ardor sin escrúpulos —Acostate en la arena. Todavía está tibia del sol.
ni temores, a la jerarquización del cuerpo. “—El cuerpo — Ella sentía a su lado la ardiente respiración del hombre.
decía— es una finalidad, no un medio. Toda sabiduría Oía venir desde lejos como un oído aplicado a la tierra, el
viene de él. Existe, por sí mismo, sin compromisos.” casco de los caballos, las polvaredas de la sangre. Los dos
cuerpos inclinados al antiguo rumor, rodeaban con silencio,
con inflamada distancia y deliberada cautela, el centro
Con un brusco movimiento ella echó atrás la cabeza. La mismo de sus deseos. Vigilaban celosamente el argumento
mano del hombre avanzaba en la penumbra, buscando el progresivo de sus emociones. Alargaban los párrafos hacia
desorden de los cabellos. El mar golpeaba las rocas. Y un un desenlace de imprevisión calculada, de renovado asom­
viento pesado, del Norte, levantaba remolinos de arena. bro. Había en este tácito consentimiento, en este silencio
Se respiraban emanaciones violentas de almejas y algas espeso como un jarabe entre los dientes, una felicidad ex­
podridas acumuladas en la costa. traña y oscura. Laura se sentía como devuelta a su física
¿Dónde, ahora, aquella luz cruda que golpea sin obs­ realidad, reincorporada a sí misma, a su boca, a su gar­
táculos los grandes ventanales abiertos a la mañana?.. . ganta, a su cintura, a todos sus sentidos como purificados
¿Y a q u élla ...? ¿Dónde estaba?... “Es imposible, seño­ del arduo proceso del día. El presentimiento, más que la
rita, el cadáver no se entrega a sus deudos. Va para la sala aproximación de la masculinidad del otro cuerpo, abría
de disecciones...” Ring, r in g ... Teléfono. “Imposible, en su piel los recuerdos, los sustituía, volvía la sensación a
hable con el Director. —Pero ¿con quién hablo? ¿Cómo se sus orígenes, a sus tradiciones lujosas. Le subía a lo largo
llama Vd.? — Yo no me llamo. No tengo nombre. Soy la de la espalda, como una lengua, como una enorme y po­
A dm inistración...” Una ola avanzó mojándole los pies. rosa lengua de toro, humedeciendo las zonas del olvido.
Todo estaba tan lejos, a h o ra ... La Administración cerra­ Y el tacto se calzaba sus guantes de oscuro terciopelo. T ac­
das las puertas, los cadáveres en los depósitos. Ya no for­ t o . . ., de oscuro terciopelo. . . Y un deslizamiento con, los
maba parte, no engrosaba, como en la larga cola de los ex­ ojos cerrados hacia la noche del toro, hacia su garganta
pendios y de los continuados, del engranaje del día. El día enardecida.
de los teléfonos. El día de las bocinas. El día de los gritos Echada sobre la arena, sintió de pronto que el
y los vendedores de diarios, y el de la púrpura y el de la cielo con toda su carga de estrellas se le venía encima
fiebre, habían cerrado su taquilla. Y ella tenía un boleto sofocándola. Él se echó a su lado. Los dos cuerpos exten­
con asiento. Era asombroso; un boleto con asiento para didos sobre la playa, palpitaban como dos pájaros noc­
ubicarse en el territorio de su cuerpo, en la aventura de su turnos, mientras la sensación iba abriendo su episodio de
cuerpo, y en la nada y en el sí de sus actos, en la libertad oscuro instinto y estremecida alegría. Los dos sabían que
limitada y condicionada del instante. Y tantas y tantas toda cosa iba a llegar por sí misma, sin adulteraciones. El
cosas... Era como jugar a distraerse, a olvidarse. No, no cuerpo —como decía ella— a la vanguardia; el alma un
era eso. Era con un vestido azul de lunares blancos que poco atrás, un poco atrás, como un ángel descuidado. . .
me perdía en las n u bes... El aeroplano va por un mar No se iba a exigir sino ser uno mismo, pero a través del
de algodón. “—¡Piloto, p ilo to ..., extienda la carta topo­ otro, sin compromisos, disociados de todas las circunstan­
gráfica sobre las rodillas! R í o ..., San P a b lo ,.. ¿Dónde, cias del mundo, solos en el acto fulgurante. Y eso mismo
dónde? Tengo m iedo.. . —No, no tengas miedo; estamos era tan difícil de sobrellevar, ¡tan terrible y tan mísero!. . .
22 23
Pero su deseo tenía una autonomía de vida tan emancipada Irritó a Laura tanta seguridad, tanta confianza en sí
como una conciencia vegetal, a semejanza de esos flexibles mismo y en las circunstancias. Pensó decirle: —“Quizás
y casi transparentes tallos de los pólipos atrapando con sólo vengo para encontrarme.”
sus tentáculos lo fugitivo del instante. Él prosiguió con la' embriaguez del instante.
Laura se sentía llevada sin resistencia, ardorosamente —La primera vez que te vi ibas caminando entre la
entregada al poder del momento. Una dulce pereza, una gente. Recuerdo que me quedé sorprendido al mirarte.
sensación de maravillado estupor la invadía. El cuerpo era Nadie sabe caminar. Nadie sabe llevar el cuerpo- como vos.
como una cera blanda pronta a fundirse, a plegarse; y ner­ Después te vi otras veces y supe que serías mía. Presentía
vios afinados de vibraciones percibían los rumores, la no­ que con nuestros cuerpos llegaríamos a encontrarnos.
che, el grito de una gaviota, el aliento precipitado del —T ú no hablás más que del cuerpo. . .
hombre, ia arena incrustándose a su piel desnuda. Sus na­ Y aunque estaba tan segura como él, de sus poderes, le
rices palpitaban a los fuertes olores de la marea descen­ gustaba oírselo decir, como una capciosa redundancia.
dente. Hubo un silencio tenso, casi grave. De pronto las —El cuerpo es la tierra —dijo él—. .. .Cuando te toco
manos del hombre, en la sombra, echaron hacia atrás hundo mis manos en las raíces vivas, en las entrañas de la
con ligera violencia, sus cabellos, descubriendo sus sienes, tierra. Y hasta toco el cielo. Con el cuerpo también estamos
su nuca; buscando su garganta, su pecho. No vió más las en presencia de Dios. . .
estrellas. Sus ojos se cegaron en los otros ojos. Y otro cielo —¡No, a sus espaldas!... Me siento más cómoda con­
nocturno, con todas sus estrellas, se le venía encima. Pero tigo a sus espaldas que en su presencia.. .
no tenía miedo. Porque este cielo era la vida misma cru­ Peinó sus cabellos. Se pasó un cisne por la cara. Se calzó
cificándola sobre la arena. Era llevada, arrastrada, deglu­ los zapatos. Y se puso bruscamente de pie.
tida en una hondura densa, sin salida. —¿Por qué te vas ya? —dijo, sorprendido—. Todavía es
temprano.
Ella callaba.
Él se levantó. Y abrazándola con ternura le murmuró
La noche los envolvía. La sensación decrecía, fatigada. casi en la boca la eterna pregunta:
La voz como una piedra arrojada cada vez más débilmente —¿Me querés?. . .
al agua, abría círculos cada vez más pequeños. Todo volvía —¿Quererte? —dijo ella vagamente, sin mirarlo— . No
a su lugar. Y las cosas deshabitadas de su demencia, recu­ s é ... ¿Qué es querer?
peraban su pálida fisonomía. Arriba, un cielo profundo —¿Querer? ¿Hace un instante no me querías?
de estrellas los cubría. Y el mundo abría otra vez sus Lo miró. Vió su cara en la sombra como una máscara
puertas terrestres. pálida. Contestó casi involuntariamente pensando en alta
—Hacía mucho tiempo que esperaba este momento. voz:
--¡Ah! —dijo ella, despertando como en un susurro, a —T al vez me quería a mí misma.
la voz que parecía venir de lejos. Retornaban a la ciudad, por las pequeñas calles veci­
nales. La vida doméstica trascendía de puertas y ventanas
—Pero, mientras tanto, tantas cosas podrían haberse in­
abiertas. Se veían mujeres atareadas atravesar los patios, en
terpuesto. ..
los menesteres de la cena. Un olor intolerable a cebolla
—¿Cuáles, por ejem plo?... frita le penetraba por la nariz, crispándola. Rondas de ni­
Ella hizo un gesto vago, encogiéndose de hombros. ños descuidados jugaban en las veredas. En las esquinas, los
—No, tenía que ser. cafés arrojaban a la calle los gritos de los jugadores de
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naipes, la estridencia de las radios, y un vaho pesado de los azules, los grises de sus pizarras, en una irradiación de
alcohol y orines. Hombres parados, en manga de camisa, los cristales. La encerraba en un reflejo solar de agua marina.
envolvían al ¡jasar con una mirada de obsceno entendi­ La ciudad, suspendida como un voto a la gloria de su
miento. La masa de la ciudad aparecía en las perspectivas renacimiento, la traspasaba. Era como un brote de su arbo­
de las boca-calles, con sus edificios enormes. Las terribles rescencia humana; y un viento vital, un viento de libertades
ciudades nuevas, levantadas a prisa, a espaldas de la ima­ anchas y gozosas, echaba hacia atrás los paños confusos, las
ginación y con los moldes del dinero. Sólo tenían la ri­ fábulas del miedo. Ella y la ciudad se encontraban a sí
queza del mar y del cielo; pero la alejaban a fuerza de mismas, en el cuerpo. El tiempo estaba detenido. La ciu­
luces y de ruidos. dad estaba en el tiempo de su conciencia, en la apoteosis
La vida la tomaba otra vez brutalmente por el cuello. de su ser, en la plenitud del hombre. Se sentía identificada
Había que empezar, otra vez de nuevo, empezar, siempre con la ciudad. Ella también era una curva tendida entre
empezar. No había principio rii fin; sino sólo empezar. La oscuros pilares, una voluntad de oposición entre las som­
noche sucedía al día, el día a la noche. Y se iba entre ellos bras de la herencia y la forma de sí misma, reinventada
rodando, empezando. Se vivía entre ellos como en un es­ en un canto de alegría. Se inclinaba a sí misma como a una
pejo. El final nunca se veía porque los ojos ya estaban flor recién abierta, sobre 1111 tallo de siglos medrosos. Des­
cerrados, sin suposiciones. cubría sus nervios, el juego de sus músculos, la piel ceñida,
Vacía, ajena, caminaba a su lado sin oirlo, como sin re­ la flexibilidad de sus caderas. El fulgor de su desnudez.
conocerlo. Sus sombras alargadas, iban y venían. Se ade­ Después de la procesión, ascendió por la puerta de San
lantaban, les precedían. Se rezagaban. A veces, a lo largo
Miniato, entre torsos y cipreses milenarios, profundos de
de una tapia, eran cuatro sombras. O andaban sueltas, des­ carne mineral y sustancia terrestre. La amplia escalinata,
prendidas en el espacio; se incrustaban en el tronco de un
abría los pentagramas de la luz. De una terraza a otra te­
árbol, o haciéndose pequeñitas se introducían en el reflec­ rraza en un delirio de perfumes, rosas, glicinas, azucenas.
tor de un auto que pasaba. Detrás de las rejas de una Palomas de amor, cruzaban en teorías angélicas. Una ma­
quinta una hilera de altos cipreces jóvenes se recortaba
dre con 1111 bambino ascendía también, enseñando a contar
en el cielo claro, de estrellas. Y de pronto, Laura sintió
al pequeño; uno, due, tre. . . Se parecía a las Madonas
que su sombra quedaba violentamente separada de la otra.
de los Museos.
Se proyectó lejana en un camino distinto, bajo una me­
moria de cipreces antiguos. Y en una ausencia ele certidum­ Desde la altura Florencia era un bosque de torres, una
bre inmediata quedó abrazada a otra sombra, en una pri­ primavera humana de gracias resueltas, bajo un acontecer
mavera de luz recuperada. . . de nubes. El Arno era un topacio líquido corriendo entre
(Por la Plaza del Duomo avanzaba la procesión. Venían el verdor de las colinas. Pinos, viñas, olivares cerraban un
adelante las insignias de la Comuna; sobre un estandarte horizonte de maravillada atmósfera, de espaciales acuerdos
de raso blanco y franjas de oro el lirio rojo flameaba. Se­ entre la luz, el volumen, la sombra. La lejanía era una vi­
guía después la Arciconfraternitá della Misericordia. Enca­ sión habitada por un aire de imponderables claridades.
puchados de negro, en la mano un cirio encendido. Lleva­ Apoyada en la balaustrada, miraba la ciudad encerrada
ban sobre los hombros un gran féretro de cedro y bronce, en el tiempo de su conciencia. No estaba ni superada ni
vacío. Iban a buscar el cuerpo yacente de un general. Las vencida. La luz del Renacimiento vertía sobre ella la eter­
campanas de Santa Maria dei Fiore tocaban a duelo. Era la nidad del milagro. La joven mujer se sentía transportada,
primavera en Florencia. Cúpulas, torres, campaniles, bajo como llevada en vilo, con los ojos cerrados, a una cumbre
una órbita de luz, centelleaban. Se descomponían en oro, de vértigo. El aire tenso de luz, la golpeaba. Había en su

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vibración, un mágico redoble de tambores; algo sordo, ar­
diente y secreto, solicitaba su voluntad, inventaba la noche.
Camino entre estatuas y palacios y jardines y ci­
preces. El mercado está lleno de gladiolos, de lirios, de
azucenas. Voy entre fachadas gloriosas. La ciudad tiene
el rostro asomado a sus fachadas. Yo me asomo a mi rostro
con sensual deslumbramiento. Me siento a la sombra del
Perseo. Soy la joven resucitada. Se me acerca el Ángel de Yo soy Laura Medina
la Anunciación botticellesca con un movimiento de danza.
Mi garganta es redonda como una fuente. Está desnuda,
Savonarola quemó sus collares en la hoguera. Descubro
mis sensaciones. El movimiento de la vida. Mis movi­ Y Vds. sólo tienen de m i un conocim iento unilateral
mientos. La música de los latidos y el color de mis venas Y gratuito. Pero es necesario, antes de que Vds. me juzguen
bajo la piel. Me siento. Luego existo. . . ”) por lo que de mí se dice en este relato, que yo, directa­
m ente, les hable de mi caso. Es verdad: hasta'ayer no exis­
tía. N o tenía nom bre. Ni figura. N o tenía probabilidades
Junto al ascensor, le oyó decir, como¡ de lejos: de encarnación. Ni una justificación irreem plazable. Vaga­
—¿Nos veremos el miércoles?... ba, invisible,-alrededor de la casa cerrada. Aro pod ía intro­
—Sí, tal vez. . . T e llamaré por teléfono — contestó sin ducirme en ella ni en la mañana, ni en la tarde, ni en la
mirarlo, un tanto evasiva. n oche. Era tan inexpugnable al sueño com o a la vigilia.
Sólo sabía una cosa. Que tenía la física, desesperada Como lo supe después, todas las habitaciones que daban
necesidad de estar sola. al jardín —si bien es cierto, las ventanas perm anecían ce­
Subió. Abrió la puerta y encendió la luz. Todas las rradas— las ocupaban los huéspedes más extraños y diver­
cosas de su intimidad le salieron al encuentro. La rodearon. sos. Tres de estas habitaciones eran las m ás invulnerables al
Cada objeto tenía allí su expresión, la cantidad exacta de exterior. Y p or tanto, las más solicitadas. Una tenía un
materia cuando era llamado a actuar, a responder por sí inmenso lecho sin respaldo, cubierto p or una colcha pu rpú ­
mismo. Era una reciprocidad fiel y sin intermediarios. Y 110 rea. Se alzaba sobre una tarima de dos escalones. A lrede­
eran sólo los objetos los que llevaban en sí mismos su con­ dor, un grueso cordón de seda lo separaba —como en los
tenido de alma: los cuadros, los retratos, los libros. Eran museos— del resto de la habitación , vacía. Las cortinas
también los otros, los humildes; una piedra trabajada por el estaban siem pre echadas. Y iodo murmullo, todo beso, todo
mar, un corta-papel, la portátil, recortes de diarios y revistas. suspiro, era devorado, com o el polvo, por la espesa alfom ­
Se sacó los zapatos que le habían oprimido todo el día. bra que cubría totalm ente el piso. Otra habitación, más
Se tiró en la cama. Suspiró, con una sensación de alivio, pequeña, sin pu erta ni ventana al exterior, y de una form a
de reposo. muy irregular, pues tenía una pared en falsa escuadra, esta­
ba cubierta de espejos. N i asientos, ni mesa. Sólo espejos.
Y una pequ eñ a banqueta de terciopelo gastado. Sé entraba
al ti para mirarse salir fuera de sí mismo. Se sentía uno d e­
trás de sí mismo, en el silencio de los espejos. O proyec­
tado y m ultiplicado hasta un vago infinito, cuyo fon do era
ése: uno mismo.

28 29
Pero, antes de hablar del salón, que p or sus muchas golf” en las manos —A lbertina, una de ellas, con un “p o lo ”
circunstancias iba a com prom eter mi vida, con su influen­ encasquetado en la cabeza— conversaban descaradam ente en
cia desm oralizadora, soslayándome lo verdadero y hurtán­ un argot parisiense. M adam e Bovary, con su traje color de
dom e la consecuencia de los actos, diré que el jardín era azafrán y una rosa en el p elo (la rosa con falsas gotas de
tan irrespirable com o las cerradas habitaciones. L os árboles agua e7i las hojas), se arreglaba con desesperación ante un
inmóviles, estaban siem pre com o bajo la luz de un oculto espejo. Echado en una chaise longue, cubierto con un kim o­
reflector, revestidos de un falso otoño. A llí nadie buscaba no de mandarín, de raso negro y dragones plateados, a sus
frescura, verde, lunas, sino recuerdos de jardines, de fu en ­ pies una .tortuga incrustada de piedras'preciosas, Des Essein-
tes, de estatuas, proyectadas al pasado. Servía de trampolín tes tem a en sus manos un cuaderno en el que había escrito
para volver a caer en la misma imagen, en el mismo espa­ una sola frase “ . . .Vartífice est la m arque distinctive du
cio interior. N ada era en si ni p or sí mismo. Parecía que génie de V h o mme . . Displicente, aburrido; descuidado,
todo ]estaba puesto allí para revivir algo, o asirlo, más allá en la boca una amarga mueca de ironía, com o si le subiera
de su realidad; un sueño, una pasión, un fantasm a, un el regüeldo de su, hartazgo de cultura, se paseaba el joven
tiem po huido en el tiempo. Stephen Dedalus Joyce, m onologando (mientras se sacaba
El salón, de vastísimas proporciones, estaba totalm ente con un dedo el m oco seco de la nariz). “—Un \tetrámetro
ocupado, lo que se dice repleto, de mujeres, de hom bres, de cataláptico de yam bos en marcha. ¿Por qu é no me arrodillé
niños, vestidos de los más diversos modos. Y de épocas ex­ cuando ella m oría?. . . H e ahí la cuestión. T erribilias me-
trañas. Los m uebles corrían parejos con los personajes, en ditans. W ho chose this face fo r me? H onoraficabilitudine-
un bric-á-brac de atmósfera delirante, enrarecida. Ju n to a tatibus. ¿Dónde está el p obre Arius para probar conclusio­
una consola del más retorcido Luis XV, un sofá colonial nes? B a r a b u m ...” Una voz dom inaba p or sobre el mur­
de jacarandá y brocato rojo. Un biom bo chino con¡ pájaros m ullo del salón; una voz aguda, cascada, ambigua. El B a­
de nácar, separaba una pesada mesa del R enacim iento, sos­ rón de Charlus reconvenía a M orel p or su infidelidades.
tenida p or cuatro quim eras doradas, de un sofá pullm an del H abía muchísimos otros, aún más extraños, que apenas co­
anónim o estilo 1915. L a luz seguía fielm ente los caprichos nocía. Sin em bargo, todos hubieran p od id o darse cuenta,
del m obiliario y la decoración. Arañas de caireles, a gas, a p or su aire sonám bulo, que cada cual estaba aislado p or su
electricidad; lám paras de querosene con pie de ónix y pan ­ pasión y su tiem po, com o si estuvieran solos. Sólo Orlando-
tallas y tubos de cristal, candelabros de plata con bujías, y Orlanda, iba de una a otra época, m etam orfoseándose; y
hasta horrorosas barras de luz fluorescente. Era, tanta y tan ella o él, vivía tam bién su soledad, su eternidad, su fuga.
confusa la concurrencia que se hacía difícil distinguir a na­ Pero; ocurrió que p o r las rendijas de la casa cerrada, se
die. Sólo a veces, cuando Francisca pasaba sirviendo los li­ fueron infiltrando com o subterráneas corrientes. Grandes
cores, se abrían pequeños ciaros; entonces se podía reco­ manchas cubrieron las paredes. Una niebla espesa descendió
nocer entre la n iebla que cubría el salón, a algunos de los sobre el jardín, aprisionándolo eyi una tristeza estática de
personajes. cuadro. Ahora los huéspedes del salón se hacían cada rjez
Apoyado en un “chifonnier”, junto al reloj, vestido con más ralos. Se fueron alejando, perdiéndose entre las corti­
traje negro y am plio, de anchas mangas, corbata de puntas n as/p orq u e en la casa ya no había m ucho interés p or ellos.
flotantes, pantalón ceñido, zapatos blancos atados con la­ Se había usado su novedad. Sólo quedaban los más exi­
zos, estaba Charles Baudelaire, estudiando, som brío, desde­ gentes e imperiosos, aquéllos que daban, p or sí mismos, la
ñoso; mientras Doña Elena Mutti desnuda, envuelta en una siuna de todos. O una síntesis de angustia. E jem plo:
colcha zodiacal se acercaba voluptuosam ente al fuego de la R askoln ikoff.
estufa. Un grupo de cinco o seis m uchachas con “club de

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Una inquietud, una desazón desesperada invadió la casa. han intolerable y al mismo tiem po se estaba en ella tan
Se pasaba de los estados más exaltados y febriles, a una de­ definitivam ente, que se pensaba que, careciendo de angus­
presión amarga y pasiva. Un m etabolism o absurdo; como tia uno se m oría de aburrim iento.
una operación de bolsa, subía o bajaba los valores, desmo Em pecé p or ser sólo una m ancha pálida en la superficie
netizaba la vida. R otos los vínculos con el m ando, ninguna del espejo, Al principio nadie se fijab a en mí. Pero com o
cosa en sí tenía un valor propio y directo. T o d o se filtraba me interponía entre la imagen y el espejo; intentaron sa­
a través de un bizantinismo deliberado. H abía tal p erfec­ carme. M e frotaron fuertem ente. Pero yo persistía agran­
ción en este cuidado, tanto preciosism o, que se llegó a ol­ dándom e. N o querían adm itirm e; pero al fin com pren­
vidar el origen de la vida para encontrarlo sólo a través de dieron qu e yo era un punto de contacto con la vida, la
la ficción. En una palabra, se tocaba todo con guantes de condensación necesaria en una form a. Entonces me dieron
terciopelo. En la sensación adulterada estaba el misterio. e l aliento. Y de todos los sueños y de todas las sensaciones
Y em pezó la búsqueda de Dios. De buena fe se creyó que y de todos los movimientos, una sensación, un sueño, un
él estaba allí a la vuelta de la esquina o d e la página espe­ tacto, un cuerpo y sus asuntos; y un alma náufraga y des­
rando el llam ado. Después se supo que Dios venía m ediante garrada.
la fe ; y que la fe era una donación gratuita. D ecían: “Orad Cuando salí del espejo y me miré en él com o los demás,
y tendréis fe ”. Pero se com prendía que esto era un paliativo ya me fastidié enorm em ente. Esas som bras acum uladas so­
para los sim ples; pues Jo b ya había sentenciado desde su bre la palidez del rostro, m e daban'desde la “tom a” un aire
m iseria: “Es inútil la oración si Dios no extiende la m ano”. dram ático, com o de aparecer entre cortinas. N o 1estaba muy
L a casa em pezó a palidecer, a marchitarse. T od o se vol­ segura de que eso fuera a com prom eterm e para nada ni de­
vía como de hum o, de niebla, de aire. Se tocaban las corti­ cidir mi psicología. L o >acepté con resignación. Pero cuan­
nas y desaparecían en un polvo gris. A los m uebles los iba do me vi actuar, protagonizar, a través de ese espejo, ya
com iendo la carcoma. Las plantas morían antes de nacer. no fu e resignación sirio una protesta inútil de mi destino.
Y los perros lamían las baldosas para refrescar su lengua. Me vi adulterada, desfigurada. Claro que no era p rop ia­
Fue en ese preciso m om ento, que apareció la Muerte. Y yo, mente desfiguración ni adulteración, puesto que yo antes
Laura M edina, junto con ella. Pero antes es necesario que no existía, no sabía, no debía tener una individualidad.
hable de la muerte. Como todo lo que concierne a la ex­ Entonces ¿por qué ahora, siendo, me sentía ya falseada y
traña casa, la Muerte tenia también allí su literatura. Su no hubiera querido ser así, sino de otra m anera?. . .
lujoso romanticismo. El enterram iento del Conde de Or- D eliberam ente —y hasta pienso que fu e una explicable
gaz, los cipreses, Proust yacente en su lecho de m uerte; “L a venganza— fu i arrastrada com o todos en el viento de la
mer; fid éle, y dort sur mes tom beaux”. L a otra, la que caída. Y ya tan determ inada antes de nacer, que así m e
tocaba al hom bre, era hasta entonces casi desconocida. Fue moviera a la izquierda o a la derecha, giraría siem pre en
entonces, que la M uerte se desnudó y adquirió su verdadero un circulo sin salida y sin esperanza entre dos mañanas.
rostro. A ndaba suelta por los corredores y en las habita­ Se me había dado destino de m ujer, cuerpo, tierra, ceniza,
ciones cerradas ejercía su autonom ía de espanto. Entraron nada. Y yo tenía que acatar este destino, doblegarm e a
hom bres con túnicas blancas. Luchaban contra ella. Ella él, a mi m ortalidad; aceptar ser un “vaso de honra o de
se iba, pero volvía con su realidad presente. Era, com o se deshonra”, m ola o buena, linda o fea, según pluguiese a sus
dice ahora, una muerte estimulante. Entre la M uerte y la designios m isericordiosos o a sus caprichos literarios. Si
Casa se fueron anudando oscuros y extraños vínculos. C o­ hubiera sido hija de la cópula sexual y nacida en dolores
mo dos fuerzas, se atraían y se rechazaban, se destruían de parto, em bridada p or e l pecado, con orgullo, con hu ­
una a otra en una hostil vigilancia. Y la angustia se hizo m ildad, hu biera aceptado sin protestar, com o tantos, m i
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destino; mi inscripción en el Registro Ge7ieral de Cadáve­ “la garganta del toro”. ¡No, no y n o ! . . . Protesto con
res. Pero yo no era hija de la Especie; era, más poderosa, veheme7icia. A llí hay una confusión. Yo no quiero•ser asi.
más centelleante que todo eso: era hija de la abstracción, Quiero actuar de otra 771 añera. Sin subterfugios; natural­
de la ficción, del sueño. Era libre. Era, inmortal. Y sin mente. Por ejem plo: “al llegar a una calle 7nás oscura, él
em bargo no me dejaron elegirme. m e arrim ó contra un portal y nos besamos hasta el alm a”...
Y ahora —yo quisiera que ustedes se pusieran un ins­ Díganme si esto no es más lógico, más espontáneo, más fres­
tante en mi lugar, porqu e aqu í está mi, terrible p a r a d o ja - co . . ¡Ah, si ustedes pudieran juzgar mi desesperación. ..!
llega lo más dram ática de mi alegato. Sé que no voy a ¿Cómo lo podré decir, para no herir sentimientos ni va-
p od er decirlo todo. Las palabras me sofocan, me aturden, 71 i da des?. .. Sé que después 711 e tratarán de desagradecida
me asedian, me engañan. M e tienden sinuosos lazos. A y de hipócrita, porqu e me alzo contra esta personalidad
veces son furias. Otras ángeles. O todas furias-ángeles a deliberada. Y malograda, desde mi punto de vista. Pero,
la vez. N o qu iero pecar de injusta. Exam inando bien este de una vez p or todas, declaro que yo hubiera qu erido ser
asunto que me toca tan de c e r c a . . . , y hasta me com pro­ una m ujer sana, positiva; tipo■m edio; bien educada, culta;
mete un poco) con mis lectores, 7ne pregunto: ¿Por qué me inglés, rummy-canasta. Y, sobre todo, sin com plicaciones,
dieron esa alma tan angustiada, desgarrada y pesimista?. . sin Yo, o, en último caso, con un Yo tipo standard, sin
un alma en la que, a lo m ejor, nadie c r e e ? ..., ¿literaria, com plejos sexuales, sin intelectualismos. Ennovíada o ca­
com o dice la gente. . .? sada, \asumiendo mis responsabilidades comunes, sin des-
Es muy difícil para mí seguirme paso a paso, pulsarme r q 11 i Ub ri os nerv ios os.
y hasta casi mirarme con im parcialidad en la proyección de Pero es necesario que les demuestre com pletam ente con
m í misma. Me han querido dar una postura, dejarme bien los hechos y no con conjeturas, a qu é grado de desespera-
dentro de un criterio intelectual. Me han colocado en el ción m e hicieron llegar. Qué argumentos, qué circunstan­
centro<de la época, en m edio de todas las corrientes agudas cias, qu é introspección rigurosa, qué hechos positivos y qué
del mom ento. En cada situación se trató de ubicarm e lo invenciones, tejieron a mi alrededor y cóm o m e hicieron
7nejor posible para sus planes, com o una muy especial­ asumir esa jornada, que pongo de amargo ejem plo; de muy
mente recom endada en un em pleo. Se me hizo andar entre distinta manera a cóm o pu do ser, si yo hubiera pod id o ser
cosas duras y agrias, para que así se realzara mi sensibilidad. rom o quisiera.
Se me preparó una pérfida mise-en-scéne ; ahora lo com ­ Eué esa mañana, y ustedes lo habrán visto ya, 'cuando
prendo. Y confieso, ingenuamente, que casi me dejo enga­ empezó mi existencia com o Laura M edina. Se me hizo
tusar p or ciertas escenas hábilm ente preparadas. Con mi (leer que el mal estaba en el mundo, en la vida, en lo exte­
cuerpo 7ne tendieron sensuales emboscadas. Se trataba con rior, y no en m i misma. Se me impuso un grado de su bje­
una com placeiicia dem orada, 7nis senos, mis dientes, mis tivismo tan feroz —si; ¿por qué 7 1 0 ?; feroz— qu e daba la
caderas. A quel inom ento, p or ejem plo, de la gran escalera sensación de que se había com etido una injusticia divina
de m árm ol y el traje de terciopelo ne gro. . . Cualquiera contra mi, cuando la injusticia, si la había, estaba precisa­
otra, en mi lugar, hubiera sucum bido a tanto Yo narcisizado. mente en eso, en mi creación egocentiista. Ya, desde el
Pero, fue después, envuelta ya en la marea de los aconteci­ comienzo, aquella “vacia felicidad de existir”, tenía una
mientos, cuando mi protesta se hizo form al. Ahora 7 7 0 sé Índole pesimista. 'P al vez podría ser una proyección hacia
si podré recordarlo exactamente. Pero sé que me cansó un un desenlace gratuito; o una excusa; vaya uno a saber
estupor extraordinario. M e hacen ir cíe paseo con un hom- (fué. . . Pero, no nos adelantem os a los acontecim ientos.
bre; con un amante. Creo que' es al atardecer. Por las calles I 1nu “felicidad vacia”, me daba una conciencia intelectual
llenas de gente nos rozamos. Y de pronto, yo desciendo a de existir, un sentido filosófico; era una felicidad razonada.
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Y yo, precisam ente, hubiera querido eludir toda responsa­
bilidad intelectual, vivir sim plem ente, plenam ente, al abrigo
del mundo, sobre las cosas, en el instante, sin exam inarm e,
ocupada totalm ente, com o una colm ena, por el rumoroso
trabajo de las abejas.
Ale llevan p or esa pendiente escabrosa. Y fatal. Voy a
decirlo con sus mismas palabras. “Siempre llevaba, consigo,
para defenderse del asalto, para pon er una cortina de fic­
ción entre ella y el m undo, un libro. Ese1 día eran Las ele­ La caja de los sólidos
gías del Duino. Así voy, así me hacen ir p or la calle. Subo
al óm nibus; entro ai Instituto. Desde mi Yo, analizo a los
hom bres, mis hermanos. L os com padezco o los juzgo, pero
no me m ezclo a ellos. Alo soy uno de ellos. Entre ellos y yo, Aquel monte de eucaliptos que la niña tenía que atravesar
el libro. Mi alm a está rezagada tras de mi propia alm a; todas las mañanas, era como un lugar de encantamiento,
com placida en si misma, en su paisaje, retorciéndose, entre su casa y la escuela. Allí nadie exigía de ella ser más
suscitándose emociones. P oiqu e, aun mismo cuando me que una niña vagando entre los árboles. Los altos troncos
acerqué al box, y a través del vidrio hundí mi mirada acogíanla favorablemente como ángeles tutelares de la ma­
en aqu el cuerpo putrefacto —y lo diré, aunque el horror y ñana. Apretados y oscuros, adquirían a contraluz, expec­
el descrédito caigan sobre m í— fue para castigarme m orbo­ tantes actitudes, gestos dulces y amicales, una condición de
samente a mi misma. Pero no entré. N o puse mis manos vida vegetal alegremente silvestre. Entre tronco y tronco
en función generosa sobre las llagas. Sólo fu i atravesada p or un espacio de luz, una ventana abierta a la brevedad de
aqu el pensam iento voluptuoso, maso quista. ¡Ah!, es indes­ una nube, un semitono ai pasaje del viento. Formaban Jar­
criptible. ... N o lo diré. N o p u ed a decirlo. ifas calles cerrándose estrechamente en la perspectiva do un
Y después, para desagraviarme de tan generosos sentim ien­ ( icio distante y descolorido. Y aunque esta distancia pro­
tos, voy a la playa con ¡él. Con un “boleto —según esa ducía una sensación de soledad, la niña no sentía angustias
expresión mía qu e odio— para ubicarm e en el territorio de ni tampoco miedo, sino una paz ligera, un sosiego inde­
mi cuerpo”. (¿Alguna vez m e hicieron olvidar el cuerpo?). finible.
Él espera Ae mí la calma, la comunión, el amor. H a pasado I I monte estaba lleno de rumores, de reflejos, de gritos
un día entre papeles, alumnos, textos, números. Pero yo) me lejanos. A veces, después de una tormenta, un tronco derri­
entretengo en mis pensamientos, en la literatura de m í mis­ bado (erraba el camino. Entre las hojas mustias y quemadas
ma, en mis emociones. Él sólo me sirve de espejo. Como pendían como trapos, nidos abandonados con las cáscaras
estoy callada, me pregunta: “En qué pensás.. . . ¿Ya no me ile los huevos rotas, y pichones muertos, sin los padres. Al pie
querés?. . . ” Yo contesto: “¿Q uererte?... N o s é . . . ” “Y de los eucaliptos se extendía una colina de hormigueros, de
entonces, ¿por qué v in iste ? ...” —insiste él, ingenuo, sin una tierra rojiza y brillante al sol. Aparecían en la mañana,
com prender tanta gratuita perfidia. Escuchen m i respuesta ordenados y limpios, como un caserío, sin un desmoro­
y júzguenme. “Porque me quiero a mí misma”. namiento en la tierra, sin un granito abandonado, diáfanos
v sólidos en su misteriosa arquitectura. El innumerable
pueblo de las hormigas, subía y bajaba por los troncos,
i e< oí ría las avenidas, en un infatigable trabajo, continuo y
silencioso. Cada hormiga llevaba en sí; como un penachito
os( ilan te, lo minúsculo, lo liviano del monte; hojitas, briz-
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ñas, pelusillas. El viento sacudía los altos ramajes produ­ con el dividendo. Ni sentada largo rato con un pedazo de
ciendo un rumor rítmico y constante de voces, como aquéllas tela entre las manos, se aburría en una quietud desesperada,
que cantaban en los coros de la Iglesia en el mes de María. haciendo una vainilla de ocho hilos. Pero, más que el piza­
Creía que los árboles conversaban entre sí, contándo­ rrón y la vainilla, sobrecogíala, ciertas mañanas, una voz
se la vida del monte, el nacimiento de las hojas, los pájaros fría y cortante: “Laura, trae la caja de los. sólidos’ ;
que anidaban, el miedo a la noche, la luna y sus fantasmas. Sobre un banco era depositada una caja cuadrangular,
Arrojábanle, al pasar, semillas perfumadas. El suelo se con tapa corrediza, que 110 encerraba un misterio maravilloso
llenaba de ellas y las recogía en los bolsillos de su delantal. como aquellos cajones de la cómoda de caoba en el cuarto
de su madre, sino un misterio frío y duro cpie nada le decía
El monte respiraba un olor familiar y limpio de botica y a la imaginación. Laura amaba aquella cómoda. Sobre un
pastillas de eucalipto, como aquéllas, para la tos, que guar­ alto espejo movible, sostenido por dos columnas retorcidas y
daba la vieja tía en una cajita de lata. La tierra enflaquecida rematadas por perillitas, sobresalía una cabeza de india, es­
por el arduo trabajo de las raíces, no tenía flores ni casi culpida en madera, bajo un tocado de plumas,! entre flores y
pasto. Levantadas en una contorsión violenta, en una audaz Initos, reflejando su perfil hermético y lejano en un mármol
topografía, rompían la tierra, la desmantelaban, arrasando rosado. El mármol tenía vetas oscuras, tiernas y tibias, como
todo lo que no fuera su propia sustancia, su propia savia. una red de venas jugosas y sensibles. El espejo; era tan alto
La niña caminaba lentamente, con cuidado, para no pisar y tan verde y tan profundo como la copa de los eucaliptos;
el largo convoy de las hormigas; para no pisarlas pero tam­ y contenía la vida de la casa, su inquietud nerviosa, las co­
bién porque reventaban bajo los pies, produciendo un cru­ rrientes alternas de sus emociones, los rostros pálidos.
jido desagradable, como de azúcar, que la erizaba. Le gustaba Los cajones, con sus talladas guirnaldas y sus piñas, se
más andar sobre las hojas; en los lugares en que el monte abrían panzudos y profundos, con un olor antiguo a ma­
hacía pequeños declives, se habían acumulado por las suce­ dera, a saquitos de alhucemas, a recuerdos; un olor que era
sivas estaciones y por los vientos, formando viejos lechos para Laura, el del misterio mismo; y que perduraba en ella,
amarillentos, blandos. Sobre esta hojarasca, Laura hundía desde siempre, sin memoria, como incorporado a su sangre.
sus pies, produciendo un ruido seco y crepitante. Huían des­ Allí estaban los álbumes de nácar cerrados con un broche de
pavoridos viboritas, insectos, lagartijas. Arriba, el monte plata, con niños tristes y pálidos, el sombrero en la mano; o
encerraba como una alegre jaula, la vida de los pájaros. niñas, mirándola desde sus encajes desvanecidos. Una caja
La niña hacía allí su libre y fugitivo aprendizaje de in­ con tapa de cristal, guardaba un abanico de moaré blanco,
fancia. Sin responsabilidades, se sentía elevada a su rango amarlilado por el encierro; tenía atravesado como un pen­
de niña. Era tan pequeña como el más pequeño objeto. samiento melancólico un ramo de miosotis. Y cajas, y cajitas,
Como una hoja, como un insecto, como un pájaro. Una tier­ y ( artas, atadas con cintas; y un mantón negro con grandes
na apoyatura en la gran sinfonía vegetal del monte. No M inos rojos, de la abuela, cuando iba a la Ópera; y un ban­
había gritos. No había palabras. Ni la tomaba su madre vio­ derín de raso verde con pequeños agujeros quemados en los
lentamente de la mano, para hacerla testigo de aquellas bordes y una inscripción: “Regimiento 49 de Infantería”.
escenas. Ni se ordenaba su atención para los amargos asuntos Pero lo que más encantaba a Laura era aquel libro grandote,
familiares. No había cuartos cerrados, ni velas encendidas guardado religiosamente, que, algunas noches de calma, la
para las almas del purgatorio. Ni frente a un implacable pi­ vieja tía leía en alta voz.
zarrón, tan alto que Laura tenía que ponerse en puntas de
pie para alcanzar su centro, se debatía bajo severas miradas, ‘ Imonees el Emperador Constantino recibió de manos de
en una división en que el cociente nunca tenía nada que ver un mensajero arrodillado, fragmentos de la Santa Cruz,

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sobre un paño de brocado, que le enviaba la Reina Elena cuerpo blanco girando sobre sí misma. Y el Cielo como un
desde Jerusalem .. . ”. agujero negro visto desde un embudo. La boca como un
Las páginas ornamentadas con grandes mayúsculas góti­ agujero de desesperación, gritando. Sin ¡salida.
cas, graves y pensativas. En ]a tapa, policromada, semejante Pero a veces la clase tomaba categoría de monte. Sobre
a un vitral o a un mosaico, un Rey alargado e impávido ]as descascaradas paredes se extendían grandes mapas. Y paí­
bajo una capa pluvial de suntuosos colores, sostenía en la ses exóticos. Y grandes elefantes blancos atravesaban el viejo
mano una cruz; a sus pies, una serpiente levantaba una patio de baldosas coloradas y se detenían en el umbral
cabeza agonizante. trayendo su cargo de misterio. Un mar azul jugaba a ser
Pero esta caja de sólidos sólo encerraba a una realidad hos­ entre los bancos. Y palmeras, cocodrilos y faisanes, y nom­
til. Se corría la tapa y aparecían, helados, despiadados, el bres fabulosos: el Caribe, Mar de las Antillas, Saigón, Bor­
cubo, el cono, la esfera.. . Sobrecogida de angustia iba neo, abrían la tienda policromada de la fábula. Ahora con
tomando aquellos objetos entre sus manos y depositán­ una regla en la mano, señalaba: Mar de la China. El mar
dolos en los bancos. Su mano no percibía más que una arrojaba perlas redondas y carnosas, como uvas marinas,
superficie lisa, sin calor, sin color, sin olor, sin abandono. para que ella hiciese su coilar.
No eran cosas; no eran como una piedra, como una hoja, ni
siquiera como una pizarra. De entre todos, la esfera era la
que le producía un estupor más particular. Como si se Y no era necesario, ahora, que el escenario se quedase vio­
hubiera oscurecido el sol de repente, la voz de la maestra lentamente a oscuras, para que dos cortinas silenciosamente
decía: “Es un cuerpo engendrado por la revolución de un corridas, y unos reflectores hábilmente colocados, dieran al
círculo, girando sobre sí mismo”. espectador la ilusión de un tiempo transcurrido. Ni que vi­
“La revolución de un círculo. . . ”. Se extraviaba en el vos ni muertos mezclados en un primer plano angustioso,
laberinto de los ángulos, de las aristas, en una abstrac­ dieran la confusión de ese tiempo. En la frontera de la tierra
ción simple y profunda y en tantas líneas y círculos como 0 en la ilusión de las cortinas. Ni era necesario talar el monte
encerraba la esfera. “Laura, no te distraigas, rep ite.. . ”, de­ de eucaliptos y levantar en su lugar una casa, para darle al
cía la voz golpeando con la regla en el pupitre. Entonces tiempo vejez o movimiento; o un episodio común en la
se aplicaba sobre aquellos objetos, los miraba entre sus continuidad del pensamiento. No. El tiempo sólo había
manos y repetía maquinalmente: “Girando sobre sí mis­ tenido un acontecer, en las ropas de Laura, en las mu­
mo . . . Si hubieran tenido un color, rojo o verde, un danzas del vestido. Entre estas dos Lauras,—la de ahora y
sonido, una vibración, Laura hubiese hasta aceptado el tes­ aquélla, sosteniendo con su débil poderoso tallo la afirma-
timonio glacial de un cuerpo engendrado por la revolución <ión desesperada, la fatalidad de existir. El pelo estaba igual;
de un círculo. Era peor que la noche entrando por la ven­ detenido en el tiempo, sin variantes. Las dos trenzas negras
tana, la noche aquella que se parecía a la hermosa y pavo­ sobre la morenez del rostro; antes, sueltas sobre la espalda;
rosa diosa india con muchos brazos y cabezas y piernas que .diora, cruzadas sobre la cabeza. Y una pollera larga y amplia
ella había visto en un libro1de figuras. O al dominó negro, ceñida a las caderas, sustituía al blanco delantal. Y un libro,
que sentado en el comedor de su casa, se abanicaba con le s lettres de Marcel Proust, o la carpeta forrada de verde,
una pantalla de colores. Se sentía hundir en la esfera ‘ on una etiqueta con letras rojas: “Escuela Urbana, N9 20”;
como cuando se cayó en aquel pozo de cal. De improviso se Vel libro A delante. Lo que había transcurrido era lo circuns-
vió arrastrada en un remolino, en un vértigo blanco. Se asía t.1 ncial. Y, claro que había tiempo transcurrido. Laura casi
desesperadamente a sus paredes. Ni un apoyo, ni una hen­ podía palparlo. Ahora vivía en una casa de departamentos,
didura, ni un verde. Todo era blanco. Blanco. Y ella un 1is ratoneras decentes de la clase media. Tenía teléfono y
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calefacción. No había cercos con campanillas azules; las* ca­ ces, como un río de soberbia, último modelo made iii U.S.A.
lles estaban asfaltadas. Adentro, calefacción, aire acondicionado.
Circulaban ómnibus. Todo, a lo largo, estaba lleno de
pequeñas y graneles invenciones para la estabilidad del Atravesaba un barrio residencial. Casas magníficas orien­
mundo normal, mecanizado, para su tjuehacer, su afán y tadas al sol. Ventanales, cortinas de muselina, jardines, ha­
su muerte. macas para el ocio vacío. “Sirvientitas” con delantal y cofias
Estaba también el tiempo de las estaciones. Tac-tac:-tac. blancas sacaban a pasear perritos afeitados como ídolos egip­
Y el reloj, como el almanaque, iba dejando caer sus horas. cios. Los perritos, enfermos de tedio, de falta de acoplamien­
Primavera. Verano. Otoño. Invierno. Se podía tirar el reloj to, y de distinción, levantaban la patita junto a los árboles.
por la ventana y entonces la casa quedaba sin tiempo, en Pero en los terrenos al fondo de las casas, ranchos de techos
un estado puro, rodando en el espacio. Pero el tiempo de la de zinc, inclinados, hundidos, servían de guarida a criaturas
angustia, de las ilusiones, del miedo, de la miseria, de la sucias y famélicas, el vientre hinchado de frutas verdes, un
úlcera, del amante, del orgullo, estaban como al principio, perro sarnoso junto a las piernas. La llamaban. “Señorita,
en su antigüedad presente, en la línea secreta, en el espesor señorita, ¿me trajo los polvorones?”
del mundo. “¿Soy feliz? ¿Por qué, qué hago yo en medio de estas
Y esa mañana, o ésta, o aquélla, Laura se dirigía como fuerzas tan dispares, entre estos mundos inconciliables de
otras veces a un punto determinado, que no era la escuela, circuncisos e incircunsisos, yo, mujer, en la incertidumbre
precisamente. Y por una rápida mutación de la escena, ya de mí misma, sin Dios, sin condiciones de apóstol ni de
no era el monte cíe eucaliptos, el lugar de encantamiento en­ santa, desconfiando de la literatura de mis pensamien­
tre su casa y la escuela. Ahora lo exterior la golpeaba dolo- tos? . . . ¿Hago limosna? Soy pobre, ¿qué hago con eso?
rosamente, íe gritaba, la tomaba violentamente de las manos Asisto a un Congreso y oigo los desahogos verbales de
y la hacía participar en el vórtice de la calle. Ahora era seño algunos que arreglan el presente, el pasado y el futuro, desde
su casa el refugio en que ella se sustentaba a sí misma; creaba su asiento? Y este mismo parque —pensó— con sus fuentes,
con los objetos circundantes, la torre, el mar, los retratos y sus árboles, y sus pájaros, este jardín maravillado, en que
los libros, descubría las cosas, las transformaba, haciendo el —como ella había dicho— la mañana nacíla de las intermi­
aprendizaje de los sueños. Ahora se levantaban rascacielos tencias de las nubes, ¿no es ligeramente sospechoso' de
sobre las casas, avenidas sobre las avenidas del silencio, bo­ artificiosidad? Entre aquel monte de encantamiento, en que
cinas, automóviles, ómnibus, entre nubes de bencina ahu­ ella hacía su aprendizaje de infancia y este jardín urbano,
yentando a los venteveos. El poeta decía: no se habían acumulado los amores, los libros, los viajes, la
“Yo era un escritor nocturno; que pasó parte de su exis­ sensibilidad dirigida y exacerbada?. . .
tencia pegado a las paredes, en una noche vacía. Ahora soy Entró en el Instituto. Grandes mapas colgaban también
feliz. Debemos andar por el medio de la calle al encuentro de las paredes blancas y lisas. ¿Y Saigón, y el Caribe, y el
de la vida”. Mar de la China, y las perlas redondas y carnosas como
Ahora salgo a la calle. Me incorporo a la vida. ¿Soy fe­ uvas marinas?. . . Ahora el profesor iba señalando otras
liz ? ... en una esquina quedaban los últimos solicitantes manchas verdes o rojas o negras. Selvas vírgenes alimentando
de un expendio de leche. Desde el aclarar formaban la lar­ entre sus miasmas el zumbido del mosquito. Hongos ele
ga cola, mujeres pálidas y flacas, jovencitas, hombres, niños carnación secreta y blanda, entre los cocoteros, lluvias, hu­
desnutridos y descalzos, en las manos botellas, latas de acei­ medades, soles, fiebres. Y el lamento de los perros en los
te abolladas. Al sol, al viento, a la lluvia, tanto daba. Pero corredores; y el cobayo hinchándose en una muerte larga,
por esa esquina pasaban los autos largos, brillantes velo­ cayéndole de certera paciencia entre sus tejidos.
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liptos entre las hojas, sobre las hormigas, repetía asustada,
Salió del Instituto. — “Salgo a la calle. Me incorporo a la defendiéndose de la nada con su instinto de vida. Y Laura-
vida. ¿Soy feliz?” Dió un salto y retrocedió, tropezando con
mujer, se hundía ahora en el éxtasis abstracto de aquel
un cajón de tomates, que rodaron por la vereda. Los frenos
círculo engendrado de sí mismo. Sin mí, sin ti, sin ellos.
de un auto chirriaron violentamente. Desde dentro una voz
Y ellos, y el tú y el mí, los pronombres personales de la
iracunda le gritó: "Idiota* estúpida, boca-abierta, ¿en qué
carne, del dolor, de la ilusión, del miedo, se fundían en
vas pensando?. . . ” ¿En qué iba pensando? Se levantó confu­
una ola blanca y cerrada, una ola girando sobre sí misma,
sa, bajo las miradas semicoléricas, semiburlonas del puestero. un diámetro, una esfera, una forma detenida entre el pen­
¿En qué iba pensando? Si no lo vuelvo a pensar me muero samiento y la memoria. Algo más antiguo que la calle, que
en esta esquina”. Se disponía a cruzar la calle. Pero en ese
la ciudad, que el mundo, que el sonido golpeando en las
momento el varita detuvo el tránsito, ómnibus y tranvías bóvedas del silencio. Más antiguo que todo lo manifestado.
pasaron, inclinados por el peso de la gente colgada en las La caja de los sólidos.
plataformas y los estribos. Una espesa cortina de nafta, se
le metió entre las ropas, la boca y la nariz. Un carro de leche
pasó entre un rechinar de ruedas y de ejes. El caballo dejaba
sobre el asfalto un reguero amarillo y caliente. Bajo el sol
de enero, los olores se calaban, se confundían, se trepaban
a las columnas, a los faroles, a las piernas, a los nervios,
componían con la estridencia de sus nombres: bencinas,
bosta, verdura, sudores, el olor indistinto, anónimo, progre­
sista y desesperante de la calle. “¿En qué iba pensando?”
Se detuvo maquinalmente en una vidriera. Pizarrones, nú­
meros de lotería. El peso argentino a $ 9.20. El dólar a $ 3.80.
“No dude más” Compre un numero. Aquí está su suerte.
“Su suerte . .
Revisó todos sus pensamientos como una caja de cartas
antiguas. “No dude... Su s u e rte ...” ¿Éste o aquél? “No
dude m ás... Compre aquí. . . ” Y súbitamente, un silencio.
Como esos silencios que había sentido caer verticalmente,
a la anochecida, en Río de Janeiro. ¿Por qué se acordó?
Se salía del tumulto de la Avenida Beiramar y al entrar
en las pequeñas calles adyacentes, la quietud era tan súbita
que se creía andar, con los oídos tapados, sobre algodones.
. . con el silencio súbito, cada cosa volvió a su lugar, a su
origen, a su orden, a su paz, a su olor. Un olor sin apoyatura,
sin asociaciones, sin reminiscencias. El olor sin olor de
ángulos, de las líneas, de los puntos. Del cono. Del cubo
y —¡ay!— de la esfera...— “Laura, repite: la esfera es el
cuerpo engendrado por la revolución de un círculo que gira
sobre su diám etro...”.
Y Laura-niña, que había atravesado un monte de euca­
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do a vivir, y contra las fórmulas usadas y las palabras en­
vejecidas. Era como el primer día del mundo. Y su aban­
dono y su felicidad eran tantos que creía casi no sentir nada,
no desear nada que no fuera este abandono dulce y pro­
fundo como una ausencia.
Una sombra palpitante los envolvía, acostados. A veces,
el movimiento de una mano, una palabra, un suspiro, rom­
pían como en un relámpago su envoltura, introduciendo
Desencuentro en sus profundos corredores, una ráfaga blanca y difusa;
pero en seguida la sombra se cerraba sobre ellos, más silen­
ciosa, más apretada, más tenaz.
—Sos como una niña —dijo él. Afuera los pájaros cantaban.
Estaba sentada en el borde de la cama, la cabeza incli­ Podía ser el alba o el crepúsculo. En el cuarto no había
nada, el rostro un poco oculto por los cabellos. ¿Una niña? cantidades de tiempo. Sólo había una pendulación, la gra­
¿Una selva oscura?... ¿Una egoísta?... ¿Qué soy? -S e vitación de una ley. Y sus cuerpos, arrojados fuera de sí,
preguntó.— ¿O cómo soy? ¿Estoy hecha de fragmentos, de cayendo dentro de sí, sin resistencia, desde los huesos, desde
cosas dispersas, de sueños vagos?.. . Soy como un espejo la carne, desde su origen. Con los ojos cerrados entraba en
roto. Cada uno toma un pedazo. Me reconstruye a su los reinos submarinos del tacto. Su cuerpo se extendía
manera. Me usa. Me da su vida. Me da sus sueños. Me tra­ bajo un sol de tránsitos, como un lagarto sobre rocas vivas.
duce a su idioma. A su medida. Me hace a su imagen mas Ondulaba. Caracoles, peces, subían, se trepaban a lo largo
no a su semejanza. ¿O soy como un torso antiguo aban­ de sus muslos, de sus brazos, de su vientre. Su piel se abría
donado? La ilusión me crea brazos, piernas, cabeza, me en miles de bocas ávidas.
imagina dentro de una realidad de lejanía y nostalgia inal­ Con los ojos bajos el hombre se miraba. Tenía el mismo
canzable. Pero yo, Laura Medina, en mi carne, en mis hue­ asombro, la misma unción que Adán en el encuentro de
sos, en mi entraña, tomada en mí misma, con triste desafío, su cuerpo, en la primera noche de la tierra. La cara encen­
me pregunto: ¿Qué soy; qué busco? ¿por qué estoy sentada dida le temblaba como una hoja, y un placer en olas ca­
en esta cama? ¿A qué. . . ? lientes, le hinchaba las venas del cuello. A veces echaba
—Acostate —dijo él. hacia atrás la cabeza, en un éxtasis insostenible, casi doloroso.
Una gruesa cortina separaba la cama del resto de la habi­ Ella sentía que sus manos crispadas la sostenían, inclinada
tación, sumiéndola en una oquedad densa y sombría de sobre ellos mismos, como al borde de un abismo. Subía de
olores y silencios sofocados. El espejo brillaba como un ellos un olor a heno, a pasto pisado, un olor húmedo que
fanal pálido en la penumbra, recogiéndolos en su lejanía se extendía como una mancha, circundándolos. Un gorgo­
secreta. Dos brazos la ciñeron con avidez. Laura sintió en teo, rumoreaba dulcemente, en las pausas del mar junto a
su cuerpo un calor gozoso, una felicidad, un abandono tier­ las rocas.
no y sin premuras. Inconscientemente, su voluntad cedía. No había nombres. No había sexos. Sólo un delirio. La
Y sus músculos y sus nervios se relajaban de la tensión vi­ suma de un delirio. Y un deseo indecible de alcanzar o tras­
gilante, de la hostilidad del día. Era como si descansara pasar un vacío.
de sí misma; del peso de su nombre; entregándose a otra Rociaban entre piedras rojas. Bajo nubes rojas. Ascen­
voluntad, más hábil y poderosa, que iba g devolverle su dían, ascendían como a golpes ligeros, a una luz remota.
equilibrio, contra el desamparo de la tierra, contra el mie­ Era una regresión hacia las épocas magníficas, a los mitos
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gloriosos, hacia los hombres-plantas, hacia las bestias-hom­ to” en su condición de mujer; ahora la miraba a través
bres, hacia la gran confusión orgiástica/ de la naturaleza en de su deseo satisfecho. Y Laura sentía que había en él la
sus orígenes. Los dos cuerpos eran un solo tronco de sus­ altanera, la irritante, discreta seguridad de que, ella, sin él,
tancias vegetales y amargas. Los ojos dilatados bajo el no era más que una cosa sin realizarse, una fuerza vacía,
asombro, esperaban el momento inefable. Venía enfure­ una riqueza estéril. Respiraba calma y pausadamente. Ha­
cido entre las venas abiertas. Se consumaba el sacrificio. bía encontrado en ella la paz, el equilibrio de sus nervios,
El toro inclinaba la cerviz, y un gran río de leche corría la razón de su sangre. El cuerpo perdía sus fuerzas oscuras,
por sus flancos, inundando la tierra con sus coágulos, ex­ instintivas, y adquiría un poder maravilloso de dios en re­
tendiendo su olor de harinas machacadas. poso, transfigurado todo aquel arrebato, aquel delirio, aquel
El cuerpo resuscitaba. Ahora una paz profunda la envol­ desenfreno, en una calma casi mística, de conciente y res­
vía. Tenía miedo de moverse, de respirar, de romper el ponsable abandono.
encantamiento. Odiaba todo contacto exterior. Sumergida Con un largo y perezoso movimiento se desprendió de
en sí misma, se respiraba el olor que subía de su pelo, de los brazos del hombre y se acercó al espejo. Vió un fulgor
sus axilas, de su pelvis. “Mi cuerpo es como un largo río reflejado, un dorado desafío al tiempo y sus fantasmas. Él
atravesando la tierra. Grandes pájaros perdidos se acercan encendió un cigarrillo mirándola; no a ella, sino a la ima­
a beber en mis aguas. Yo los dejo y sigo mi corriente.. . gen que le devolvía el espejo, de una manera impersonal.
Mi vientre es liso. Mi ombligo es el sonido del m undo.. Con los ojos entornados, como un gustador de cuadros o
—¿Por qué te besás? —dijo él. como un amante, no ya del amor sino de la belleza, esti­
—Me reconozco a mí misma —murmuró. maba aquel cuerpo que le restituía el espejo, límpido, frío
Permenecía extendida sobre las sábanas en un estado de y silencioso como una estatua, en su inmóvil pasión.
vacía y feliz inconciencia. Como una convaleciente, iba re­ —Tus muslos —dijo él— parecen los de San Sebastián
cuperando lentamente la vida; y un sopor semejante al adolescente.
sueño, la tenía egoístamente encerrada en sí misma, ale­ Laura volvió friolenta a la cama y se sentó silenciosa.
jándola de todo lo que no fuera el bienestar, la pereza, la La espalda inclinada dejaba en relieve la columna vertebral,
languidez sedante de su cuerpo. Para no ver nada, y más como un arroyo surcado de piedrezuelas.
que nada, para no verlo a él, había vuelto la cabeza, hun­ —¿Qué tenés? —dijo él—. Y como pasaron instantes sin
diéndola en la almohada. El pelo despeinado le ocultaba contestar —debe ser tarde— agregó. Y encendió la luz.
completamente las mejillas. De pronto él la tomó suave­ Todo fué retrocediendo. La pared entró en la pared,
mente, aunque con firmeza, de los hombros, obligándola a la ventana en la ventana. Y el espejo, que era como una
mirarle. Le acariciaba el pelo, contemplándola con una boya pálida en la penumbra, entró en el ropero de tres
ternura grave y reconocida. La cara, desnuda de la violen­ cuerpos. Laura miró a su alrededor. Los zapatos dejados de
cia de hacía un instante, de aquel ardor que lo enrojecía cualquier modo sobre la alfombra, abrían sus bocas en un
tornándolo casi irreconocible, descansaba. Sólo en los la­ ancho bostezo. Sobre una silla, una corbata y un saco aban­
bios finas persistía un pequeño temblor como un sollozo donados. En un diván sus ropas en desorden. Con una mano
reprimido . A Laura se le fueron haciendo casi intolerables segura, él corrió la cortina. Laura vio su cuerpo recortándose
aquella mirada, aquel temblor. Se sentía incómoda por algo bajo el dintel, vacío de toda significación. El torso des­
que no podía expresar. nudo, cubierto de un espeso vello, el cuello corto, tenían
Libre y seguro en su masculinidad, él tomaba la extraña una fuerza vulgar y primitiva. Las piernas y los pies, ágiles,
actitud de ella como un capricho o un mimo concedido a su musculosos, iban y venían confiados pero sin elegancia.
debilidad. Ya había exigido de ella el “máximo rendimien­ Empezó a vestirse y todos sus movimientos sueltos y sere­
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nos, sin saber por qué, le fueron a Laura tan odiosos, que Amar.. En un lugar favorecido por los ecos, uno gri­
dijo sólo para fastidiarlo. taba: ¡ A h ! ...”; y el eco, saltando, cantando, rebo­
—Parecemos dos extraños, como arrojados fuera de nos­ tando: “—A h ...! ¡A h ...! ¡ A h ...! ,,, llenaba los huecos,
otros mismos. el vacío; se extendía por los ámbitos, expectante, sobre la
—¿Dos extraños?.. . . , ¿después de e s to ? .... —dijo él, sensibilidad desnuda. ¡Ah!, era una reiteración fría, blanca,
sorprendido. impersonal, pero disfrazada de presencia humana como si
—Ya no somos los mismos que éramos hace un momento. la soledad comenzase a dialogar de pronto con la soledad.
Él levantó los hombros, un poco sin comprender. Pero a Laura le era tan necesario este eco, o la memoria de
—Nunca me he sentido más feliz. ¿Por qué no sos tú ese eco, sobre su carne, sobre sus huesos, sobre sus nervios,
feliz, también? que peligrosamente se inclinaba como al borde de un ba­
Se había sentado en la silla y se ponía los zapatos. Lau­ rranco para escucharlo.
ra veía su cabeza, el pelo corto y espeso, ceñido como un
Él iba y venía por la habitación, llenándola con su pre­
casco, las orejas un poco separadas, la frente prominente.
sencia. Su cuerpo, como una máquina sostenida por sus pen­
—¿Feliz?... —dijo ella, enarcando las cejas. Tenía un
gesto agrio y descompuesto que la afeaba—. Si no hubiera samientos, desembarazado ya de toda acechanza carnal. En­
que empezar a vivir otra vez......... tre sus pestañas, Laura, resentida, lo seguía, buscando en
—¿Y no estamos viviendo? ¿Ésta no es también la vida?. .. vano sus huellas, su olor, sus gritos, en aquella seguridad,
—Y esto .. . —contestó ella, mirando amargamente a en aquel equilibrio. Pero él ya había levantado la tienda de
su alrededor. su gozo. Y tal vez lo dominaba una secreta prisa de incor­
—No —dijo él, alzando la cabeza para mirarla, mientras porarse a la vida exterior, al mundo, a la acción, a su liber­
seguía atándose los zapatos—. Esto no significa nada. tad de hombre. ¿Qué llevaba él de ese encuentro? ¿A ella,
—Hizo un gesto desdeñoso con los labios, moviendo los hom­ que había tomado como él quería que fuese, a través de sí
bros—. Esto es circunstancial —dijo levantándose para abrir mismo?. . . ¿Una niña, una selva oscura, un misterio? ¿O
la ventana—. T u cuerpo es como esta noche, sometida a el sentimiento subconciente y orgulloso de su varonilidad, de
la voluntad de la naturaleza, fiel al orden, humilde al lla­ ser hombre?.. .
mamiento. Lo demás no tiene importancia. Cuando él descorrió la cortina con mano segura, había
El cuarto se llenó de ruidos, de rumores, de voces perdi­ puesto las cosas en su lugar y en su orden; una división
das. En un piano lejano manos inexpertas tocaban lenta­ clara y precisa entre el sueño y la realidad de la vida. No
mente “Hoja de un álbum para Elisa”, Una gran tristeza había ruptura, sino categorías. Un día él le había dicho:
la invadió. Se contempló a sí misma entre un desorden de —Si me dejara llevar por tu locura, acabaría caminando
ropas y olores fatigados, con compasión. Su cuerpo lleno sobre algodones. — Y ella también era una cosa en su orden.
de movimientos ausentes. Se sintió más sola, más desampa­ Mujer. Él le asignaba todo en su vida. Pero en este todo,
rada que nunca. No, era inútil discutir. Cerró los ojos estaba el menos: su condición de mujer. Sin él, ella no tenía
para no ver el papel a rayas, con pequeños lacitos entre­ destino. O, al menos, él creía poder darle a este destino el
cruzados, la cama de bronce, que asociaba absurdamente a sentido concreto de su profundidad, como un título im­
algo del surrealismo amargo y cínico de Dalí. preso en rojos caracteres. Él era el creador; ella la forma.
—Sí —pensó—, existe también la ternura, el amor. Pero Y él perseguíja esta forma, no en ella misma sino en su pro­
para querer, amar, había que dejar de ser uno mismo, com­ pio deseo. Llabía que plegarse a él. Así iban todas, casi to­
prometerse a dar, entregarse. ¿Y, a quién, aunque fuese das las mujeres, buscando, ciegas y desesperadas, la tierra
posible esta entrega? ¿Quién podía salir de sí mismo? extranjera del hombre.
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Un olor fresco y agradable a jabón llenó la habitación.
Se sentía en el cuarto de baño correr el agua en las canillas.
Mientras él, lentamente, silbaba, como si estuviera solo, un
aire de ópera. —Ah —se dijo Laura—, si perdiera por
un instante esa seguridad en sí mismo, si se enfermara de
pronto y no silbara. . .
—jCómo! ¿Todavía acostada? ¿No te vestís? Es tar­
de. Tengo que ir al diario —dijo, entrando, con una Ciudad
impaciencia reprimida, mientras se pasaba el peine por los
cabellos. Tomó de sobre el diván las ropas íntimas de la
mujer y se acercó a la cama. Ella yacía tirada, las manos “Sublimes”,- “Sublimes”, “Hágase un porvenir. Estudie
debajo de la nuca, la cara pálida, fatigada, desagradable. en Academias. . . ”. Dos dedos negros surgiendo en la blan­
Bajo la luz cruda de la araña, el cuerpo desnudo, lacio, sin cura del tablero, indicaban: —Estación. Suba. Baje. Esca­
resistencia, tenía un patetismo, un abandono desolado. Sen­ leras mecánicas. —Caballeros, a la izquierda. — Dos dedos
tía una angustia física intolerable vaciarle el estómago. Con negros vinculando al subterráneo vientre de cemento las
los dientes apretados se dijo: “ Si me toca, voy a llorar’’. venas de la ciudad. El pulso de la ciudad. El esplendor, las
Pero no lloró. Se inclinó sonriente, ajeno al desorden de hagas purulentas de la ciudad. “La mujer sin destino”. “Vea
sus ideas. Y con una gracia traviesa, como se hace con un a Narcisin. . . ”, Grandes zonas oscuras: “Estación”, “T o ­
niño, la tomó por los pies hasta hacerla sentar en la cama. me Toddy”. “Sublimes”, “Sublimes” . . . Y otras zonas
Y soplándole suavemente en la cara, corno para despertarla, oscuras como pizarrones para las cifras dormidas del polvo.
le dijo: Los ojos tras los vidrios de las ventanillas se incrustaban
—¡One seria estás!. . . ¿En qué pensás? en este oscuro acelerado, buscando las palabras del verde,
—En nada. Y empezó a vestirse. del aire, en un antojo de ahogado de la tierra. “Subli­
mes”, “sublimes”, “Hágase un porvenir”, “La plancha­
dora elec. . . . ”, “Le diable au corps” . . . y las puertas se
abrían y se cerraban. Se cerraban y se abrían entre resopli­
dos de aire caliente, para que el cuerpo, sólo el cuerpo, fran­
queara ese umbral presuroso. De adentro para afuera o de
afuera para adentro, en una circunvalación sin principio ni
fin, en un círculo perfecto, en un girar a plazo fijo y a
distancia de sí mismo.
En cierto modo, y trascendiendo las circunstancias, esta
circunvalación, este trasladarse hacia un mismo punto era
como una desesperada lucha por alcanzar algo inexpresable
todavía, cuyo punto podía ser el centro afanoso del hombre.
Y que se traducía en este vertiginoso lenguaje ambulatorio.
Circular. Circular. Como a través ele un paisaje cerrado.
Jamás una equivocación, ni en el paisaje, ni en el destino.
El coche sobre los rieles. Los rieles sobre la tierra. La tierra
sobre sí misma.
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Pero aquí en esta noche subrepticia del día, se masticaba En una esquina, como un último barroquismo de estilo
un olor intransmisible y parasitario de su misma naturaleza; en el trágico poema del asfalto, una vendedora ofrecía su
un olor que era ese o l o r cálido, neutro y un poco nauseoso. canasto de violetas. Ramitos húmedos y apretados entre las
Un olor sinuoso y rampante. Al bajar se adhería a los to­ hojas verdes, exhalaban sus antiguas gracias. “—Cómpreme
billos, subía por las piernas a lo largo del cuerpo, y por uno, señorita, cómpreme uno". Laura se acercó y con un
último lo recibía la cara, como una bofetada. Se incrustaba gesto perdido de inmunidad colectiva se lo prendió en su
en la boca, en los ojos, en la memoria. Y uno ya introdu­ abrigo de terciopelo negro. Aspiró largamente su perfume.
cido en este olor, perdía nociones de tiempo y espacio. Ce­ Se hundió, se alejó en él. . .
rrados los ojos, se podía estar en París o Madrid. Sólo se (Violetas . . . Perfume de violetas. . . Laura y él atravie­
respiraba el olor peculiar, progresista y miserable del subte. san el Bois. Pasan cabalgatas entre los árboles desnudos.
Y el cuerpo era tomado como un principio portador, no El cielo, el lago, las avenidas, los troncos centenarios, in­
de vida, sino de los duros engranajes de la tierra. Devora­ móviles en este paisaje al carbón, sostienen el éxtasis de la
do por la, boca de esta ballena de cemento, el hombre, este luz que cae sin peso sobre sí misma. Gris. Gris. Gris. Toda
nuevo Jonás del dinamismo, con una moneda en la mano, la atmósfera está sumergida en un gris blando, opalino.
circulaba por el enorme vientre de la ciudad, con una es­ Un gris espiritual, esfumando los contornos, poniendo en
peranza de fatiga, hacia los dioses pardos de las nuevas in­ evidencia sensible, lo irreal del instante. El Louvre gris.
venciones. Y ella también, en el molinete de hierro, para el Notre-Dame gris. Les Invalides gris. Y ya es el gris una pá­
paso de este rebaño humano, introducía en la ranura su tina verdosa, musgosa, sobre la piedra. Y la piedra es ya un
moneda. Pase. Suba. Baje. Salga. Y en un andén sin des­ ángel, o una ojiva, o una diosa, una piedra cantando. ¿De
pedidas, sin encuentros, se era llevado, arrastrado, impeli­ dónde viene esta armonía? ¿De dónde nace esta belleza?
do hacia la prisa vacía de un destino. ¿Esta entonación? ¿De este gris suntuoso, delicado, quiméri­
Laura desembocó en la caile. Deslumbrada por la violen­ co? De la retina que contiene esta proporción gozosa, esta
cia de la luz, ensordecida por el tumulto, se vio filtrada en perspectiva sin estridencia, sin contradicciones? ¿De la pro-
esa corriente humana. Un río de cabezas ondulando entre linulidad del tiempo? ¿O de esa luz corpórea, de una sustan-
fachadas. La Ciudad se extendía, crecía. Se desarrollaba en­ c ¡a tan cálida v sensitiva en sus semitonos, que París vive de
tre las soledades de sus multitudes. Crecía cubriendo con su e lla y no se olvida?
sombra de cemento la higiene del alma; tendiendo la fero­ Y el gris ya es casi violeta, una niebla violeta sobre la
cidad de sus raigones de piedra en la erosión del suelo. De Place des Vosges, sobre la casa ele Víctor Hugo. Y el gris
una belleza diabólica, que no tenía nada que ver con la feli­ es ya casi violeta sobre las pizarras, sobre las torres, sobre
cidad del hombre, crecía en una proporción adquisitiva de las quimeras de Notre-Dame. Y el Sena corre entre las aca-
fuerzas materiales, en un delirio mecánico. Tenía exigen­ ( ias herrumbrosas. Gorgotea entre los pilares de los puentes.
cias. Movimientos de tenebrosas filiaciones. La adoración En los embarcaderos, parejas se besan largamente. Pasan
del dinero. El becerro de oro. Rascacielos. Negocios. Bancos barcazas cargadas) .
con puertas de hipogeos. Inmensas y desoladas avenidas se
llevaban las tradiciones, para que soplaran los vientos nue­
vos. Con las arcas llenas de dinero, se levantaban con la prisa —Señorita, señorita...
de los nuevos ricos, engordados por las divisas y el mercado Laura volvió de su ausencia. La miró sorprendida, va­
negro, demoliendo su pasado, en un arranque de expansión gamente.
invasora, dominante. Sólo quedaba de aquel pasado el ángel . .se olvidó del vuelto — le dijo la mujer de las vió­
de la pluma, pensativo. lelas, extendiéndole unas monedas.

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—¡Ahí, sí, son para Vd___ gritos. De las bocinas. Del tránsito. Del número. Ella leyó
—Gracias. una columna entera del diario anunciando conferencias,
Siguió andando. La multitud iba y venía por aquella conciertos, exposiciones. Los teatros abrían sus puertas. Se
calle angosta, reservada sólo a los peatones, produciendo llamaba desesperadamente al sueño del hombre. Se le in­
un rumor extraño, confuso. Canillitas voceaban la última vitaba. Se le buscaba. Y el hombre entraba. Salía. Entre
edición de la tarde. Las vidrieras deslumbrantes de luces él y el amor la ciudad ¡se extendía lúbricamente. Le daba
ofrecían desde chocolates hasta brillantes, pasando por ca­ calles. Le daba radios. Diarios, lupanares, pólizas, ruletas,
misas, zapatos, culotes, medias, tapices, estilográficas, artícu­ tráfico. Pero le daba también “Tristán e Isolda”.
los de m énage “$ 1.95 por esta semana”. Y vió por primera vez en la magnificencia del escena­
De pronto, fue atraída hacia una luz discreta, emergien­ rio el drama grandilocuente y desgarrador del amor y la
do de lo profundo de un salón. Entró. Era una exposición muerte. “Deja que la muerte venza al día”. “Sin fin, ni
de pintura. Fue un descubrimiento. Una conciencia pura, despertar jamás”. “Sin angustias”. “Sin nombre”. “En el
una inteligencia de abstracción finísima, daba en esas telas seno del amor totalmente nuestro, viviendo del amor”. El
una de las altas lecciones pictóricas del momento. Una delirio, la pasión, la exaltación de la noche, la redención.
vuelta al orden, al reposo, un acuerdo feliz entre la luz, el Y venía el día; y con el día, la ruptura del sueño. De pie
volunten, la sombra. Ni embriagueces ni deliquios; el mis­ sobre sí misma, como una columna de sangre y de nervios,
terio en, la exactitud de la línea; la línea en el rigor exacto junto al semi-dios caído, Isolda cantaba sus propios fune­
del color. Con ardor, sin consentimiento ni compromisos, rales. Los funerales del amor. No era la anécdota, el epi­
con una voluntad de expresar solamente eso; y eso era nada sodio, en la ficción del drama; era el canto crepuscular del
más ni nada menos que la pasión en geometría. Una ecua­ mundo, sus gracias abolidas, su fuerza espiritual estrangu­
ción resuelta de valores, en su lenguaje plástico. lada. Entre las arpas, las violas, los oboes, las maderas,
En la librería, con una redundancia fatigosa, se apila­ Isolda, ya en el acatamiento sublime de su destino, obe­
ban los libros. Desaparecían los libros entre los libros. diente a su fatalidad, aceptaba su signo, pero en la éspe-
Sartre. Joyce. Gide. Hugo Wast. Constancio Vigil, Plutar­ ranza de un más allá desesperado. “Oh, amigos, ¿no lo
co. Wells. Tres por 10 pesos... A elegir. A una sola firma. véis? Fluye de sus labios deleitoso suspiro. ¿No lo sentís?
“Sorprendente. Asombroso. Oferta jamás vista. Increíble. ¿Oigo yo sola ese maravilloso can to?... En el gran todo,
Antes $ 80. Ahora ¡ 40. ” . . . Nunca se había escrito tanto. desvanecerse, abismarse, deleite supremo” . ..
Nunca se había traducido, se había impreso tanto, con esta ¿Oigo yo sola ese maravilloso canto? —se dijo Laura—.
inquietud vertiginosa. “Por siempre ámbar” . . . “Las estre­ ¿Quién oía con los oídos del corazón ese canto universal y
llas miran hacia abajo” .. . “La náusea”, “Flor de duraz­ humano? Y traspasando la pesada cortina de terciopelo,
no”, “La cortina de hierro”, “Las llaves del reino”. En más allá de las bambalinas y del desorden, al final de la
aquella selva de libros se confundían, se desmonetizaban representación, le parecía asistir a su agonía, a la agonía
los nombres, se abarataban. Se llegaba a la idolatría del de todo. Del mundo debilitado y endurecido por las fuer­
libro por el libro, a la muerte del espíritu por la letra. La zas oscuras y áridas de los fuertes. Suprimido el amor. Su­
ciudad, con su frenesí de ciudad progresista, tomaba al li­ primida la caridad. Suprimida el alma. Suprimido el hom­
bro como al hombre, y los iba nivelando en sus costumbres breen la gran maquinaria de los acontecimientos. Como
grises, de cemento. Se sintió tan perdida y sola como en un nuevo Jacob, luchaba con Dios; pero un Dios a tono
las calles. con la época, un Dios duro y resentido. Y el hombre, este
Pero la ciudad también se defendía. Se defendía de sus nuevo Jacob, le decía: “—No te soltaré hasta que me hayas
calles abiertas y transitadas como lechos de rameras. De los bendecido”. Y para que lo bendijera, bajaba a las minas;
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barría las calles; recogía basuras, formaba en los mítines, —En realidad se dijo, atravesando la Diagonal— aun
votaba en las elecciones, lo alistaban en los ejércitos. Lu­ dentro de esta misma angustia, de este desamparo, si me
chaba por el pan; por el zapato ;por el sueño; por el libro; fuera dado elegir, ¿eludiría mi época, mi pequeña respon>
por una cama en los hospitales. Y trepaba una escalera sin sabilidad, mi yo de lucha y de sombra, mi acción en el
ángeles, una escalera de hierro. Y espinas. Y Dios estaba destino y en el fu tu ro ...? ¿Retrocedería, para sumergirme
arriba y lo deshauciaba porque no tenía esperanza. Y el en las opulencias sensoriales de aquel decadentismo exqui­
hombre entonces consagraba aquel lugar y lo llamaba “del sito, de aquella belleza que no conocía este frag o r...?
desamparo”. (Porque ella sentía, una vez más, en el fondo —y como con
Atravesó la plaza. Algunos niños jugaban todavía entre cierta vergüenza de su debilidad— la atracción de aquellas
los árboles antiguos. Y una luna nueva pendía del cielo épocas delicadas y decadentes, en su secreta angustia por
con gracia inocente. Con la noche, la ciudad adquiría sus escapar, por sustraerse a las tremendas exigencias, a las
altos poderes maléficos. Sus calles hondas como abismos, durezas de este otro tiempo en que vivía. .. A sus respon­
en la fulguración de sus avisos luminosos, blancos, verdes, sabilidades. ¿Ante quién ..„.?)
rojos. Miles de autos la atravesaban en vértigo de locura. ¡N o !... ¡N o !... ¡N o !... —lo dijo tan alto que algu­
En los cafés abiertos, orquestas de señoritas golpeaban los nos transeúntes la miraron con asombro. “Estoy viviendo
instrumentos lastimosamente. Una jazz corría como un mi época. La comparto. Es mi destino. No sé si la admiro
vehículo de aceite por las caderas de los espectadores. El o la odio. ¿Hay grandeza en su fealdad, o una monstruo­
silbato del policía ordenaba la masa humana. Un fuego sidad transformada en belleza por la magia de su poder?
serpentino y oscuro soliviantaba la ciudad bajo el guante Soy uno de los tantos y miles ,enrolada en los ejércitos pa­
de la noche. La ciudad no tenía pechos. No tenía boca. Ni sivos del mundo. Dura. Escéptica. Desesperada. Y un co­
cabelleras derramadas. Sólo un sexo anónimo. Un apremio. razón traspasado, golpeando las puertas cerradas del mun­
Un deseo fácil y desesperado de apurarse a sí misma. do. ¿Para encontrar una respuesta? Mientras el hombre de
Y tenía su Profeta. El hijo de las calles populosas. De las ciudades sin terciopelos, hecho de huesos, de problemas
los rascacielos. De las máquinas. Del dólar y del hierro. y de lágrimas, desciende a lo más oscuro, al centro oscuro
El que había conocido todos los oficios, todas las aventu­ de la materia. Y extrae una flor sangrienta, una flor de
ras, todos los menesteres, todos los lenocinios. El desen­ profecía. “Elle avait, comme toutes les autres, une sorte de
gaño y el ostracismo. Del lodo, de la piedra, de las trá­ sexe personnellement impersonnel, dont elle était incons-
gicas desigualdades sociales, bajo el escamoteo de las de­ ciemment consciente. Dédale obseur et souterrain doté de
mocracias, de su hipocresía, había extraído su lección amar­ divans et de cosycorners, de niche moelleuses et d’édredons
ga. Y su palabra era devastadora y reputada, Y como un de feuilles de murier.” Allí reposaba del vacío dinamis­
ángel terrible, con su espada de sombra, hendía, ultrajada, mo de las ciudades el hijo de la época, en una regresión
destrozaba y fulguraba. Y asumía su desesperación con una infra-humana a fuerza de civilización. “Nous avions pour
clarividencia de alucinado. “No selles las palabras de este demeure la carcasse des instinets, pour nourriture les mé-
libro porque el tiempo está cerca”. Era una conciencia moires ganglionnaires” .. .
desesperada y lúcida, presa en la pesadilla de las ciudades
Otros, por otros caminos, tal vez traerían otras flores
modernas. Se anegaba en el delirio de la sangre y del es­
¿(jné traigo?. . . —se preguntó, quedándose parada de pron­
perma. Se hundía en el sexo como en una mandrágodra
to en medio de la gente, perpleja y desorientada, de todo
de olvido. Lo esgrimía. Lo lanzaba sobre el mundo como
y de sí misma. Como si hubiera olvidado adonde iba.
un despojo, mientras sus ojos sostenían el orden frío de
las constelaciones.
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pre que una gran emoción la dominaba, su atención se
distrajo, se dispersó; se fijó obstinadamente en pequeños
detalles que la alejaban clel centro sensible de su pensa­
miento. Inconsciente, o conscientemente, se defendía, pro­
yectando su imaginación o haciéndola recaer en lo circun­
dante, en lo que sus ojos percibían, sustituyendo lo que
la atormentaba por circunstancias nimias, inmediatas.
Vió que los vidrios de la ventana estaban bastante su­
La hora de la confusión cios, salpicados de lluvia; y que una mancha de tinta daba
al piso un aspecto descuidado. Enderezó un cuadro que
estaba torcido. Y mientras sacaba de entre los libros una
Fue una impresión tan violenta e inesperada que se pluma del plumero, se miró las uñas. “Ah —se dijo—, debo
sintió palidecer Dejó un instante en suspenso la taza de arreglármelas un poco”, acordándose de que esa noche te­
té que llevaba a la boca; mientras la otra mano, que sos­ nía que asistir a una fiesta en honor de un visitante es­
tenía el diario* temblaba de indignación. pañol. Después volvió a la mesa; retiró la taza y el plato;
—Estoy leyendo mal — se dijo. tomó nuevamente el diario y leyó, ya más dueña de sí.
Pero los grandes títulos negros, abarcando toda la pla­ “El Líder.
na mayor del diario, daban la noticia sin escrúpulo; sin —Sí —pensó—. Parece una conspiración de fuerzas ocul­
ningún lugar a duda. El líder de la paz yacía muerto. En tas y dirigidas. Los dos símbolos del mundo, las dos co­
el momento en que se dirigía a sus oraciones matinales, rrientes en las cuales podía el hombre limpiarse, purifi­
era atravesado de dos balazos, por un fanático. carse de sus errores, de su sensualismo, de su cobardía mo­
Dejó la taza sobre la mesa y nerviosamente recorrió ral, caían; el uno entre la pólvora, el otro perseguido co­
toda la página buscando una aclaración, un desmentido. mo un perro por los duros gendarmes. “Oí también la voz
Se sucedían los telegramas. “Rusia reiteró su protesta ante del Señor que decía: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá por
Inglaterra y Estados Unidos por la presencia de una flota nosotros?...” Clamaba el profeta. ¡Ah! los mensajeros
en el Mediterráneo’'. “Se formará una milicia judía para eran muertos, acosados. El Santo, que antes de morir había
Palestina”. “Detuvieron en Brasil agentes del comunismo”. solicitado perdón para su asesino, yacía envuelto entre
“Johnny Weismüller, el Tarzán de la Pantalla, contrajo blancos linos, cubierto de pétalos de rosa. Yacía el pequeño
matrimonio anoche con la rubia Alien Gates”. Cuando, cuerpo yogui, que había ascendido por el escarpado sen­
casi escondida entre los numerosos acontecimientos y las dero del renunciamiento, arrojando fuera de sí, junto con
frivolidades, corno algo que careciera de mucho valor y sus vestidos, los huéspedes de la carne, la ilusión terrestre,
sólo fuera puesto como información secundaria, para ar­ la violencia y el deseo; y sólo había sustentado las verda­
mar la página, leyó, ya casi fuera de sí, otra noticia. des de su evangelio, el evangelio del amor al hombre.
“Santiago de Chile, enero 30 (U. P.) — El poeta huye Imaginó su cara de incorruptible muerte, desnuda de
de su casa allanada y solicita asilo en la Embajada de sombras; la nariz se pronunciaba casi violentamente, como
Méjico.” un garfio de captación humana; los párpados bajos sella­
Se levantó tan bruscamente que volcó la silla. Se acercó ban su cuerpo, ya elevado a misterio. Había atravesado
a la ventana. Miró las nubes, el cielo, la torre, con indi­ los siete portales, abriéndolos con las siete llaves de oro
ferencia, casi con hostilidad. Tenía en la boca un sabor del conocimiento; había encontrado la verdad, la armonía
amargo. Los dientes ásperos bajo la lengua. Y como siem­ en la palabra y en la acción; la dulce paciencia en el do­

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lor, la energía sin violencia, hasta que la naturaleza entera llenos de los sonidos del mar. Todo se hace en nombre
gritó: “Ha nacido un salvador dela'hum anidad”. — Y yo de una palabra. Palabra de ley. Palabra de orden. Y la
lo maté. Lo mataste tú. Lo matamos todos. Americanos, palabra tenía una máscara. Dos máscaras. Tres máscaras.
europeos, asiáticos. . . La misma lengua del mundo, larga, Estaba disfrazada de serpiente emplumada. Y tenía una
emponzoñada, entre paladares de mieles. El juicio erróneo, cola larga, y verde, y era de trapo. Y la movífci con faci­
la indiferencia, el Número, los tratados, la tinta, el papel. lidad en los melindres de la danza. En un escenario pe­
Era la hora más trágica, más confusa del hombre. La queño, con luces de trastienda y ya amenazado y herido por
hora del desconcierto. Se vivía el momento de la disipación la misma palabra, pura, devuelta, como una espada de lu­
verba]. Nunca se habían firmado más tratados. Los clippers ces atravesando la oscuridad.
surcaban el cielo noche y día, llevando los mensajeros del
caos. La oratoria llegaba a su máximo de esplendor estéril.
Se daba testimonio de la vida haciendo ruido. Nunca se Salió a la calle. Tenía que llevar al Correo unas car­
había hablado tanto de libertad. Pero la libertad era el tas; y además comprarse un par de guantes para la fiesta
patio de una cárcel. Se paseaba alrededor, dentro de sus de esa noche. Se encontraba desalentada y triste. Y hubiera
muros altos y fríos, para entrar en las celdas duras y empe­ deseado no asistir. Pero, al mismo tiempo, ansiaba conocer
dernidas del yo. Era el siglo de la falsa democracia. al peregrino español a quien admiraba desde lejos, como
Y el poeta, que había elegido su posición en la tierra escritor, hacía tiempo. Un sol de enero caía sin compasión
por amor a los hombres, que los iba a buscar al fondo sobre la Avenida. El asfalto era una masa oscura, caliente.
de las minas, de los tugurios, de los prostíbulos, que se Mujeres vestidas de claro, anteojos negros, pañuelos de co­
había comprometido hasta la sangre en la ardua aventura lores en la cabeza, hombres sin sombrero, cruzaban ligeros
de libertar el idioma —y en este caso el idioma era la li­ la zona tórrida y se refugiaban bajo los toldos de las vi­
bertad más allá de la libertad m ism a- de lo superfino, de drieras o entraban en los cafés discretamente penumbrosos.
la espada y del oro; el que quería volver hacia la tierra, Bajo ese sol quemándole la espalda, Laura cruzó la plaza.
restituyéndose a sus raíces originales Bajó por Bartolomé Mitre y entró en “El Telégrafo”, a
esa hora casi desierto. Sintió una frescura, un reposo, co­
com o una vieja lágrima enterrada que vuelve a ser semilla mo de gruta. Amaba este lugar, que conservaba en las mu­
danzas edilicias del momento, la tradición de sus costum­
era un palomo perseguido por los mismos hermanos que bres, su estilo señorial, el silencio enrarecido de sus espe­
él cantara. jos; entre sus lunas, los mozos envejecidos, andaban len­
Ahora su casa, que él había levantado junto al mar Pa­ tamente, como envueltos en la pátina sorda de una nos­
cífico, al salitre, a las rocas, frente a los naufragios y bajo talgia proustiana. Deslumbrada, al principio no vio a na­
las constelaciones, como el nido de un aIba tros, había sido die. Pero, desde el fondo, una voz vagamente conocida la
allanada. ¿Quién no recordaba? Avenida Linch 164: Los llamaba: —L a u ra ... L a u ra ...
Guindos. Puertas abiertas. Ventanas abiertas. Corazones Se acercó indecisa, sin poder distinguir todavía clara­
abiertos. El homenaje del mundo en el suelo. Pisoteado. mente las personas que allí estaban sentadas. Un hombre
Papeles, cartas, libros, dedicatorias, retratos. El poeta ase­ se levantó y vino a su encuentro; de gruesos lentes, vestido
sinado junto al muro. Las vírgenes talladas en madera. de una elegancia standard, con un aspecto de confortable
Las rameras del alba lo desnudan. Violan el pudor de su burguesía en toda su persona. Laura reconoció en él a un
lecho. Manosean los bolsillos de sus trajes. Tiran sus za­ antiguo camarada de Liceo; ahora abogado y magistrado
patos. Los gendarmes ton los sables rompen los caracoles en una ciudad del interior. Le acompañaban dos mujeres,

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una muy joven, muy descolada, el pelo cayéndole abusiva­ ñas, sentimientos universales, deberes de conciencia? Al
mente sobre una mejilla; la otra —su mujer— un rostro de que luchaba tan denodadamente contra esos males, cual­
perfecta y vacía belleza. Después de las presentaciones, quiera que fuese su partido, ¿no le debíamos nuestra admi­
se sentó, algo molesta, contrariada. Hubiera preferido estar ración, nuestra gratitud? Y, sobre todo, si era uno de los
sola. Pidió al mozo un helado de café. mayores poetas contemporáneos de habla española. .. —La
La encontraban un poco pálida. ¿Es' que estaba enfer­ muchacha callaba. El magistrado sonreía. Laura cada vez
m a ?... —“Como para no estar enferma y pálida, con las más nerviosa y molesta, buscaba palabras duras. Hubiera
cosas que p a sa n ../ ’ —contestaba Laura vagamente. ;Có- querido humillarlos. Sentía que sus corazones estaban ce­
mo! ¿Qué era lo que pasaba?. . . ¿Y ellos no lo sa­ rrados.
bían? . . . ¿No se habían enterado? Estaban alarmados y la —Es que Uds. tienen para cada cosa un rótulo —insis­
miraban con sincera ansiedad. —El santo asesinado. . . El tía—, como si fueran frascos de remedios. Política, poesía,
poeta perseguido como un animal dañino. . .— ¡Ah!, no comunismo, democracia... —Sí —replicaba el abogado iróni­
era más que eso. Pero eso, ¿no era una desgracia, una ver­ camente, mientras comía sus aceitunas—; de acuerdo. Pero
güenza para todos? ¿No se sentía él también culpable, como a veces, se confunden los rótulos. Y entonces viene la gran
ella?. . . ¿No sentía su parte de responsabilidad?. . . Las con fu sión ...: la gran confusión... Como te pasa a ti en
dos mujeres la miraban asombradas, curiosas. No, para él, este momento. Ella quedaba un instante indecisa, sin sa­
esos eran asuntos ajenos, un poco lejanos, que no nos in­ ber qué contestar. Él seguía tomando el cocktail con aire
cumbían. Cada cual en su casa. La cara de Laura se en­ de triunfo. Las dos mujeres la miraban bobamente. Luego,
sombrecía. El amigo parecía observar cómo los años, iban reaccionando, y ya a tiempo que se levantaba para despe­
trabajando delicadamente aquel rostro que él conociera en dirse, respondía, más que a ellos, a sí misma: —La gran
su resplandeciente y descuidada adolescencia. —“Con ayu­ confusión no está en mí. Está en todos. . ., en el mundo. . .
nos y abstinencias se llegará a la santidad, pero no a go­ Es la hora de la gran confusión.
bernar los pueblos, a dirigir la política mundial, que ne­
cesitan manos fuertes, criterios positivos...” Y repetía las
frases, creyéndolas importantes —“manos fuertes; criterios Otra vez la calle. El mundo seguía rodando. Los cines
positivos. . . ”— Sin embargo —Laura, pensativa— ¿qué fuer­ llenos de gente. Los ómnibus llenos de gente. Se discutía el
za moral, qué poder magnético había en su ayuno, que fútbol, las carreras, el nuevo Ministerio, la última película.
cuarenta millones de almas vivían pendientes de él?. . . Lo inmediato, lo que flotaba en la superficie. Servido. He­
Ah, eso era en la India, pueblo primitivo y supersticioso. . . cho. Había una pereza, una cobardía, un dejarse llevar, un
Pero aquí, en nuestra civilización occidental. . . Y en cuan­ no querer afrontar la responsabilidad de los acontecimien­
to al o tro .. ., en cuanto al otro. . . —El discurso del ma­ tos. A flote sobre las cosas; a flote sobre uno mismo; y ;a
gistrado se hacía más categórico. Los poetas no entendían vivir!. . . Vivir no era más que hacer ruido, para dar tes­
nada de política. Pero, ¿qué era hacer política?... ¿No timonio de la vida; y aturdirse. Y todo estaba lleno de
era luchar por los derechos hum anos...? ¿bajar a las mi­ ruidos confusos.
nas? . . ., ¿denunciar los monopolios. . . ?, ¿la tiranía negra Se moría el padre. Se moría la madre. Se morían los
del dinero?... ¿Un poeta, no sabía y no debía hacer hermanos. Los amigos. Los coches negros. Las coronas frías.
eso? La muchacha del pelo a lo Verónica Lake habló. Se lloraba. Se lloraba en el egoísmo de la propia carne las­
¿Es que ella era comunista? ¿Comunista?, ¿por qué? Es timada. Todo pasaba. ¿Quién lloraba por los muertos del
que hablar del dolor, de la miseria, de la injusticia, es mundo? ¿Quién lloraba por los perseguidos? ¿Quién hacía
pertenecer a algún partido? ¿No eran realidades huma- el mundo suyo y lo abrazaba? Se encontró sola y perdida.

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Sujetando, como otra vez, lejana, cuando niña, el alazán de
la tormenta desbocado.
Entró a su casa. Descorazonada, volvió a sus papeles, a
sus libros. Todo le pareció inerte. Vacío. Palabras. Mon­
tones de palabras. Dialéctica dirigida. Henchida de huecas
resonancias. ¿No era más razonable abandonarlo todo y
acomodarse a las circunstancias? Lo heroico tenía la heroi­
cidad negativa de un suicidio. Y suicidio no era sólo el
que eliminaba la carne. Estaba el otro, el más amargo y En la fiesta
quemante. Dejaba la carne intacta. Dejaba los huesos in­
tactos. Pero se iba sonámbulo por las calles, sin esperanza.
Delante de su ropero abierto, miró sus vestidos, pen­ El ritmo del cuerpo se hacía suelto y ordenado, ascen­
sando cuál le iría mejor, por su posible exactitud... Ine­ diendo la gran escalera de mármol. De un escalón a o<tro
vitablemente le atrajo aquel de terciopelo negro. El negro escalón, como de una respiración a otra respiración, el pie
no es un color —pensó— es una sombra. Se lo puso. Se avanzaba grave; la rodilla bajo la suavidad del terciopelo
ceñía voluptuosamente a sus pechos y a sus caderas, ca­ se insinuaba con un gesto de amazona demorada. Gradual­
yendo con soltura, en pliegues esculturales, sobre sus pier­ mente la perfecta arquitectura ósea, iba desarrollando sus
nas. En el cuello desnudo una cadena de oro sostenía un movimientos, nacidos del equilibrio de su propio peso. La
relicario antiguo. El pelo llevado hacia atrás con violencia, cabeza tenía un leve balanceo lento y cadencioso, con gra­
descubría las sienes, y apretándose en un moño sobre la cia de flor sostenida en el tallo. Con su mecanismo de
nuca, le daba una gracia clásica, griega. Tomó sus guan­ secreta pasión y de secreto orden, el cuerpo, en la marcha,
tes, su bolso; y fue a mirarse al espejo que la recogió en iba desenvolviendo su intimidad profunda, poniendo ya en
tera, maravillada. “Soy una sombra de ardor”, —se dijo—. la luz, ya en la sombra, las bellezas de su perspectivá, el
E inmediatamente pensó: “ ¡Ah!, ¿podría yo quemar ese testimonio de las alabanzas. La cintura fina y ceñida, sos­
egoísmo que nace en el cuerpo, en mi cuerpo?. . . ¿Y servir tenía los altos hombros de arrebatado desafío, pero de­
a un gran ideal hum ano?... ¿Por cuánto tiempo vibrará jaba caer con cuidado, con ternura casi adolescente, las
en mí ese llamado? Porque yo también, como los otros, lo estrechas caderas, el vientre liso y la grupa de una inten­
iré olvidando. Desplazando.” “Ya lo estoy olvidando” — sidad velada. Los brazos caían sin violencia, con voluntad
murmuró— mientras se envolvía en una última mirada en de gracia; y las manos rozaban furtivamente el terciopelo
el espejo. “Me estoy sirviendo a mí misma, como los otros. del vestido. Se establecía entonces un contacto sordo, ca­
En la gran mesa del mundo, sólo hay un convidado. Está liente y apagado, una caricia de enguantada sombra.
soló. Es el yo.” Y con un movimiento largo y perezoso, Atenta a sí misma, incapaz ya de sostener otra cosa que
con un rumor de follaje nocturno, salió de su cuarto, apa­ no fuera la sombra de su cuerpo, los pensamientos de su
gando la luz.
cuerpo, se encontró de pronto, casi sin darse cuenta, en un
amplio salón, en un inmenso salón, rodeado de altos espe­
jos venecianos. Los espejos se reproducían en sí mismos,
en una uniforme perspectiva de luces, en un horizonte
cerrado por un misterio. Caían ahí, dentro, como en un
vacío de temible ausencia, las personas, los profusos ramos
de cartuchos en sus jarrones de porcelana, las arañas de
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cristal, los candeleros de plata. Los rumores, las voces, el de la miseria, extraían prestigio para sus nombres, para
tintineo de las copas, se estrellaban en su desierta super­ encabezar las crónicas sociales de los diarios. “Pro niños de
ficie, deshaciéndose. Pero en su interior, en su cárcel se­ T a l”. “Pro Albergue de allá”. “Pro casitas y pro obre­
creta, vivía un mundo efímero de sombras creadas por la ros . . . ” Ahí estaban erizadas de plumas, erizadas de pieles,
luz, cuyos gestos, cuyos movimientos, se percibían como a hinchadas de orgullo y de moral. Una, sobre todo, con­
través de una incorpórea corporeidad. Un espacio poblado citaba a su alrededor el homenaje más gordo y solemne.
de fantasmas. En el silencio de los espejos, ella se sintió Bajo un tocado de altas plumas, el cuello grueso y corto,
sola, desprendida de sí misma como otra sombra. Un cria­ sostenía en sus enormes tetas su matronidad consciente. El
do de guantes blancos, se acercó, tieso, para pedirle su pelo, teñido de negro, sombreaba una frente baja y vulgar.
abrigo. Al dárselo, sus ojos se encontraron con su sonrisa La mandíbula inferior terriblemente desarrollada, y los
servil de falso comedimiento. La condición humana alcan­ dientes postizos, daban a su fisonomía caballar una sonrisa
zaba su más pérfida negación en la servidumbre de librea. estereotipada, de orgullo, de estupidez y de hipocresía. Es­
¿Y esta sombra o mujer, dama, fría, huesuda, pálida? taba rodeada del Embajador X, un señor bajito, regordete,
Parecía un lebrel con sus movimientos elásticos y dis­ pulido, los ojillos vivaces, el vientre saliente; una cintita
tinguidos. Tenía un vestido estilo imperio, de gruesa roja cruzándole la solapa. Del poeta oficial H. P., un pe-
faya, a rayas verticales negras y violetas. Sobre el gran es­ lucón del que se burlaban en los nuevos círculos literarios,
cote se había cruzado —por frío, por coquetería, o para pero condecorado por todas las Academias. De una ajada
disimular las arrugas del cuello— un marabú blanco que solterona distinguidísima, envuelta en antiguos encajes ne­
le bajaba hasta las rodillas. Era la dueña de la casa. A las gros, los ojos alargados por una sombra azul: una fatigada
palabras de cumplido de Laura, contestó, sonriendo con reproducción 1900.
los labios fruncidos. Desde su fondo de malicias reprimidas, desde su dinero,
Al hablar no alteraba la rigidez de su cara; no movía desde su vajilla Christoffles 800, desde sus pieles, desde
un músculo de su máscara de salón, para no descomponer sus joyas, desde su larguísimo Rolls Royce, dictamiiíaba.
el maquillaje. Daba la impresión de una mujer de yeso, Dictaminaba desde su misa dominical. Ella y Dios. Dios
sin órganos, sin secreciones, en la que sólo las largas pes­ y ella. Asunto personal. Los demás rodando al pudridero.
tañas postizas, subían y bajaban, no correspodiendo a nin­ Solos. Solitos. Arreglándoselas como puedan. No hay más
guna emoción interior, sino a un movimiento automático; lugar para los enfermos. —“Señorita, por fa v o r... —“No
pero que conseguían dar al rostro algo como una expre­ insista, se lo ruego. No tenemos lugar. Llévelo al piso 8?.
sión vital;, el falso apasionamiento de una Greta Garbo, Eloy reciben. Es martes.” Las camas a lo largo de los co­
en su segunda fosilización escénica. rredores. Laura atraviesa, ceñida su túnica, entre el mie­
Circulaban entre los espejos, sombras, muchas sombras. do, la compasión, el asco. Lienzos crudos, frazadas gri­
Diplomáticos, pintores, escritores, académicos, poetas oficia­ ses, luz cruel. “Está lleno de piojos.” Suena el teléfono.
les. Pero esta pequeña minoría desaparecía, bajo los pila­ —“Señorita, por fa v o r ...” —“No insista, se lo ruego. No
res temibles de la burguesía, cuyos ornamentos florecientes, se entrega el cadáver. Va para la sala de disección.” —“Se­
resplandecientes, eran sus matronas, revestidas del triple ñorita. . ., queremos velarlo en casa.” —“Imposible. El
atributo del dinero, del nombre, de la virtud. Dinero. Jo­ reglamento lo prohíbe. Pase una nota al Director.” —“ ¡Se­
yas. Apellidos. Y también apellidos de la inmigración. Todo ñorita!. .., señorita. . . ” Se corre el telón. Que venga otro.
les venía rodando entre las manos sin esfuerzo. Presidían —“Laura, necesitamos m o rta ja s...” —“Las mortajas va­
las sociedades de beneficencia. Las kermesses. Las veladas len 4,60.”
literario-musicales. Del desnivel social de la desigualdad, Al pasar junto al grupo Laura se detuvo. Los hombres
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la saludaron entusiastamente. Las mujeres con fingida ama­ p io s...?, ¿mi religión?. . . , ¿mi patria?. . . ; ¿Qué sostengo
bilidad. Estaban comentando un escándalo social, muy re­ y o ? ... ¿Qué me sostiene?... Me estoy sirviendo a mí
sonante en esos días. La matrona no compadecía a sus misma. Me sustento a mí misma. Vivo de mí como de un
madres; las censuraba severamente. Si fueran hijas suyas.. . caudal vitalicio. ¿De amor?. . . ¿De acción?. . . No; de mis
Pero, n o. .. —agregaba prontamente, corrigiéndose de ha­ sueños; de mis sensaciones. Si se pudiera salir de uno mis­
ber nombrado a sus hijas— a Dios gracias, con la educa­ mo. . . Y darse.. . ¿A qué?. . . ¿Para qué. . .? Vió la cama
ción cristiana que ella y su marido les habían dado, jamás de bronce, gastada... El papel azul con lacitos lilas
cometerían una acción así.. . Y movía las plumas senten­ Los cuadros en la pared. .. La cortina. . . Vio su cara.
ciosamente, segura de la aprobación de su auditorio. ¡Y Los labios finos, en los que persistía un ligero temblor,
cómo habían enlodado su apellido!. . . —subrayaba la vieja como un sollozo reprimido, mientras su mano le acariciaba
solterona. Nadie se querría casar ahora con sus hermanas. el pelo con una ternura grave, reconocido. Ella se sentía
Descontaba, por supuesto, que ellas, las culpables, no se culpable de algo que no podía expresar. —“¿Me querés?”
casarían jamás. Insidiosamente, Laura deslizó que, como —“Me quiero a mí m ism a..
ellas bien sabían, había muchas maneras de hacer las cosas... El calor de tantos cuerpos, las luces, el aliento, el humo
Sentía que los dos hombres la miraban con una alarma de los cigarrillos, los perfumes, las palabras, iban empa­
creciente. Como implorándole discreción en sus palabras. ñando los espejos de una niebla opalescente, tornasolada.
En esa misma forma en que lo habían hecho —insistía Avanzó hacia el fondo de los espejos. En el gran comedor,
ella— escapar de la clase, con una travesura de colegia­ junto a la mesa en que brillaba ia platería antigua, entre
las, se veía cierta ingenuidad. “Oh” — decían las señoras los candelabros, sobre el mantel de encaje de Venecia, se
con horror. ¿Pero, cómo podía ella llamar ingenuidad a esa hablaba más ruidosamente. Y se comía. Con gula. Con
depravación? “¡Depravación! ¡Por Dios, señoras!” —rién­ melindre. —“Qué feos son, comiendo. . — pensó.
dose, con el evidente placer de molestarlas. Eran unas —“No saben ustedes lo que decía Flaubert. ..? ” Era
pobres criaturas que, tal vez a causa de su edad, —¿no la voz conocida, temible, seca, sin matices, sin blanduras.
decían que la menor tenía quince años?.. . — y las argucias Y se le fue acercando lentamente, zig-zagueante. Se detu­
del D ia b lo ... —“¡Quince a ñ o s ...! —se le escapó al Em­ vo. Aspiró una bocanada de humo. Volvió la cabeza. Se
bajador— ¡Qué v erd es!...” Y los ojillos le brillaban de besaron. Los ojos acerados, agudos, inquietos, tras los len­
concupiscencia. —“¿No es cierto que es un rebaño tentado tes ahumados, iban y venían sobre las personas y las cosas,
en los prados del lobo, Sr. E m bajad o r...?” —insistía do­ con una lucidez rápida y fría. Imperiosa, bajo su melena
minando la repulsión que le causaba la sensualidad gro­ encanecida, que ella lucia con gracia otoñal, la Presiden­
tesca de aquella cara. ¡Ah!, no, de ninguna m anera... ta de la Sociedad de Gente de Letras hablaba. Hablaba.
Ellas no estaban de acuerdo con Laura. Hablaba así porque Segura y pagada de sí misma. Sabía todo. Libros. Pintu­
no tenía hijas. La mujer debía aprender a guardar sus prin­ ras. Política. Teología. Mariposas. Vestidos. Su personali­
cipios desde que razonaba. Qué sería de la sociedad si.. . dad, subordinada a este mecanismo de la razón y de la me­
La mujer era quien sostenía la religión y el porvenir de la moria, era una ficción, no un estado del ser. Intelectualiza-
patria. Laura se apartó saludando, sonriente. ba las sensaciones. El olvido. La muerte. Dios. El sueño.
La mujer debía aj^render a guardar sus principios desde Las comidas. Sensual, su sensualidad era llevada a la más
que razonaba. . . Era la que sostenía la religión y el por­ alta química.
venir de la Patria. . . Ah, sí. . . , los principios. .. Después —“ . .. l o que decía Flaubert, en carta a una amiga?” —
de todo, ésta tiene los suyos. . . ¿Convencionales?. . . ¿Ri­ repetía, prosiguiendo su disertación. Naturalmente, nadie
d ícu los...? Pero, ¿cuáles son los m ío s?...; ¿mis princi­ lo sabía. Y en un francés amanerado agregaba: —“ . .. L a
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vie est une chose tellemente hideuse que le seul moyen de a sí misma, como una sombra más, igual a todas incorpo­
la supporter c’est de Eéviter. Et, on levite en vivant dans rada, confundida, en aquel mundo de sombras que se agi­
l 'a r t . . . ” —“Pero —objetaba Laura, casi tímidamente, con taba en los espejos. ¿Y el santo m uerto?... ¿Y el poeta
recelo de sus réplicas prontas y mordaces— . . . considerar perseguido?. . . ¿Y la niña sola en la tormenta?. . . ¿Dón­
el arte como una evasión, ¿110 es una posición falsa. . . ?, ¿y de estaba el amor, el heroísmo, la fe. . .? ¿Eran literatura?...
peligrosa...?, ¿y hasta repugnante...? ¿Puede y debe el —¿Por qué estoy aquí?. .. —se preguntó, desolada.—
arte desvincularse de lo humano, del peso de nuestra an­ ¿Qué vanidad, qué inercia, qué narcisismo, me trajo a este
gustiosa realidad?” —“No, no, querida, —replicaba inme­ mundo de vacíos espejos...? ¿Qué busco? No quiero espe­
diatamente Mabel, con su habilidad polémica—. Nada de jos. No quiero una máscara. Quiero una respuesta. Un
arte en gagé. . . ” —“¿Por qué en g ag éf. .. —ratificaba Lau­ acto puro. Una acción desinteresada.
ra—. Sólo he dicho humano, libremente hum ano.. . Ver­ Pero en ese momento se le acercó la dueña de casa.
dadero. . . ” Pero Mabel ya se desentendía de la respuesta. —Venga —le dijo—. Voy a presentarle a nuestro ilustre
Le molestaban las objeciones. Y seguía dogmatizando, ante visitante.
sus oyentes, mientras echaba grandes bocanadas de humo Ella casi lo había olvidado. Estaba rodeado por un gru­
de su cigarrillo. po que lo escuchaba respetuosamente. Se vió mirada por
Con uno de esos saltos bruscos que en el sueño despier­ dos ojos pequeños, agudos, avizores. Ceñido y magro como
tan completamente, volvió a la realidad de sí misma. Con un torero. De una ardorosa palidez ascética, la boca de la­
decepción, sin artificio, y, hasta si se quiere, con cierta ver­ bios finos y apretados y una nariz incisiva y aquilina, le
güenza. Con un movimiento que le era habitual, se alisó daban a la cara la fuerza soslayada y hermética de un fraile
los cabellos. —“Y e lla ..., ella misma, Laura, ¿cómo había del Greco. Había en toda su persona algo de huidizo y
vivido hasta ahora, sino evitando la vida?... ¿Podía en­ oblicuo, una inestabilidad corpórea, una fragilidad de ci­
rostrarle a Mabel, la fría, la calculada, negación de esa vilizada estirpe.
vida?. . . ¿Qué he hecho, hasta ahora, con mis manos, con —Ah, me siento emocionada de conocerlo. Me parece'im­
mi corazón, por esa realidad humana?.. . ¿Por qué, por posible que esté con nosotros. Su nombre lejano tenía algo
quién he luchado, a quién he sostenido, sino a m í misma?. . . de mito.
Entre yo y el mundo, siempre un libro. . . como una cor­ —“Hay conceptos de un día como flores” —le contes­
tina de ficción. En la calle. . . En el óm nibus... ¿Qué in­ taba él mirándola sonriente y enigmático.
dividualidad de mujer he hecho de mí m ism a?... ¿Una Hablaba tan bajito, tan como lleno de pudores y reser­
cereb ral...? ¿Una sensitiva?... ¿Una apasionada?... vas intencionadas, que Laura tenía que estirarse para escu­
Pasaban los mozos con el champagne. Estaba helado. charlo, mientras los otros oyentes quedaban a la expecta­
Estaba amargo. Todos hablaban a la vez. Nadie escuchaba. tiva. Articulaba apenas las palabras como con un resabio
Había una agitación estéril, un frenesí hueco, una falsa com­ de pereza andaluza. Las dejaba morir entre los dientes y
postura de salón. Plumas. Sedas. Blancas pecheras. Estaban los labios, fluyendo sólo como un murmullo —a veces un
llenos de palabras. Se apoyaban en las palabras. Les daban siseo— fatigoso para la avidez del oyente.
una apariencia de conciencia humana. Atravesando el salón, # —Hay mucha expectativa por oír sus clases. Su palabra
ella escuchaba: —“Sartre y Gide son los antípodas de la sabia, su enseñanza de verdadero m aestro.. .
m o r a l...” —“Mañana, a la misma hora, en el Club de Oh —interrumpía él, con su murmullo— “Gran maes­
G o l f ...” —“Michéle Morgan en la Sinfonía Pastoral, ha tro aquel que comenzaba a enseñar desenseñando...” Era
alcanzado. . —“Este vestido te queda monísimo. . . ” Va­ diestro en jugar con las palabras en un malabarismo ele­
cíos. Vacíos, en la algarabía de sus voces. Y ell ase vió gante.
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Era el pasajero de la “España peregrina”. En aquel
mundo fantasmal de los espejos —en aquella “feria de va­
nidades”— había como una tierra firme; una zona donde el
trigo era trigo y la palabra era la palabra humana en fun­
ción de conciencia. Al escucharlo, se experimentaba al prin­
cipio un titubeo. Un azorarse a la entrada de su conoci­
miento. El conceptismo alcanzaba en él su más alambicado
y requemado esplendor, su misteriosa y extraña plenitud.
Sus invenciones mañosas, su profundidad, su agudeza, su Noticia de Dios
discurrir de sazonadas alusiones, desconcertaban. ¿Jue­
go? ¿Alarde? ¿Artificio? Pero entrando en los laberínticos
meandros de un estilo, ahí estaba puro, sin concesiones, ni Era el único que le traía noticias de Dios. ¿Dónde es­
alardes. El estoque —pensó ella —en las manos de un in­ taba? ¿No sería mejor preguntarle dónde estaba ella? — le
quisidor. decía, mirándola con dulzura. Se estrecharon las manos. La
Narraba la amarga experiencia de su vida, de su sangre, esperaba de pie, en la pequeña biblioteca que le servía de
de su idioma, de su raza. Nuestra sangre, nuestra raza, nues­ recibimiento. Laura iba a veces a visitarlo. No con mucha
tro idioma. Muerte. Destrucción. Actos salvajes. Actos heroi­ frecuencia. Pero sí en los momentos en que su necesidad
cos. La ciudad encogida en su miedo, tiembla. Y en un ca­ de Dios era casi insostenible. Y hacía crisis en ella su más
mión niños perdidos. Los pudrideros de los campos de con­ secreta herida: su falta de fe.
centración. Sobre el Escorial se acercan las botas de la muer­ Ella le confería a este amigo ese don particular. Tam ­
te, perseguido de metrallas, allá va el peregrino asistido del bién otros le hablaban de Dios. Pero desde una posición
ángel, a depositar en las arcas del Banco de Madrid, la dogmática. Una fórmula lógica. 2 x 2 suma Dios. Un Dios
eternidad del mundo. Lleva en sus bolsillos “Las memo­ armado de los atributos de la razón teológica. Y con
rias de Santa Teresa”; en sus manos un tríptico de marfil, una arcanidad de indescifrables propósitos. Y tan fuera de
con la vida de San Lorenzo. Apoyados en sus rodillas cua­ su angustia, que su angustia sólo veía en Él el círculo
dros del Greco. Está enfermo. Tiene fiebre. Hace dos días perfecto y cerrado de una abstracción divina. Pero preci­
que no duerme. No importa la vida: “que, en dándola, se samente este amigo lo había alojado en su corazón como
encuentra, en el hallazgo de sí m ism o.. . ” algo vivo. Su poder encarnante no era una fórmula abs­
No está todo perdido. Hay todavía amor. Hay todavía tracta. Era una realidad en la misma ecuación de la sangre.
fe. Hay todavía esperanza —se dijo Laura conmovida, mien­ Y la cumplía no sólo en su propio cuidado sino en el de sí
tras atravesaba el jardín, pura retirarse—. Sentía, al cami­ mismo junto a los hombres. Era su gozo, pero para infun­
nar, la ligereza de su cuerpo, y una extraña, inesperada dirlo en los otros. Su perfección sin rigores, por persuasión
felicidad, que la hizo suspirar profundamente, aspirando de amor. “La razón” no “se inclinaba ante la fe”, sino ante
la frescura de la noche. De la oscuridad llegaba el aroma este corazón, tierra propicia y cálida para los reservorios
intenso e intermitente de las rosas. Un grillo cantaba. Miró de la fe. Y de un salto, ella transcurría los obstáculos sor­
el cielo. Brillaban los astros con una intensidad maravi­ dos, el mórbido panorama de su pereza. Y se introducía
llosa, en un cielo de corpóreo espacio. Una paz profunda en esta casa generosamente abierta, en que todo brillaba de
circulaba como una parábola entre el cielo y la tierra; lím­ una gracia nueva. Allí habitaba Dios. Con sencillez. “Se
pida, sin rupturas, sin máscaras. hablaba con Él cara a cara cual suele hablar un hombre
con un amigo.” Y Laura hasta le disculpaba muchas cosas.
74 75
Como, por ejemplo, ser Dios y no acordarse de su olvido. en silencio como recogiendo sus pensamientos. Si estábamos
Ya, desde la entrada se sentía cómoda y confortada. Una destinados a Dios, ¿no era necesario que Dios nos sometiese
pulcritud casi conventual era humanizada por libros, cua­ a una prueba de fidelidad? ¿Y ésa no era nuestra libertad?
dros y algunas flores en las repisas. Su intimidad limpia y Dios, espíritu, ¿no respetaba en él, en ella, nuestra concien­
sin afectación reposaba sobre los sentimientos más delica­ cia humana? “—No, no” —negaba tercamente ,como un niño,
dos. Laura se sentó y sacó maquinalmente un cigarrillo de sacudiendo la cabeza.
su petaca. Pero al ir a encenderlo se acordó de que a él 110 Ella no podía comprenderlo. Sentía en todo eso una
le gustaban las mujeres fumando. Y lo dejó sobre la mesa. injusticia terrible. Él mismo, hace un instante, ¿no lo había
—“¿Qué le parece si oyéramos un poco a Bach?” . .. confirmado con sus palabras? “Si él estaba destinado a
Era casi ritual en él, antes de iniciar ninguna conver­ Dios” . . . ¿Y ella, que no estaba destinada? —“¿Y cómo
sación, “preparar el ambiente”. Darle un fondo muscial, lo sabía ella?. . . ” Calló, sin saber qué responder. Se le­
como el mar a una ventana. Se acercó a la ortofónica y vantó. Se puso los lentes y se acercó a mirar una reproduc­
puso un disco. Hubo un imperceptible arañazo. Después ción del Greco. Cristo en la cruz. Sobre un fondo de nu­
una voz honda, una v o z... Laura rechazaba la compara­ bes, anaranjado, sulfuroso, envuelto en la corriente irresis­
ción. Pero volvía insistente. Marian Anderson, desde su tible de un fuego serpentino, el cuerpo crucificado pendía,
entraña negra, telúrica, desolada, desde el abismo de su con una palidez astral. El hombre aparecía no desintegrado
raza, elevaba, no ya como una oración, ni ya como un canto, todavía de su corporeidad terrena; y, con estremecimiento
un grito o un sollozo, pastoso, oscuro, potente. “Komm, angustioso, o como un remolino fantasmal de pasión, iba
síisser Tod”. Era casi como alcanzar a Dios. Alcanzarlo de aproximándose lentamente al centro del misterio. Por los
semejanza a semejanza, por conscientes renunciamientos, sin contornos de condensación de su forma, pasaba de lo hu­
blandas beatitudes. mano a lo divino, conjurando las potencias demoníacas: po­
Sintió un pequeño sobresalto. Un poco ajena al lugar, der, orgullo, ambición. Y, en una luz extraña, entre fosfo­
despertó al oír la voz de su amigo: —“Los hombres y las rescentes nubes de ultratumba, el cuerpo de Cristo, envuelto
mujeres”— d ecía.. . Lo miró. La blanca cabeza resplan­ en la ceniza terrestre del día, ascendía en un cielo de
decía en la penumbra de la habitación. Una cabellera de presagios.
linajes proféticos le caía de un cráneo levantado. La cara Las palabras del amigo persistían. —“¿Cómo lo sabe
carnosa y pálida parecía concentrarse en unos ojos jóvenes V d .? ...” Sí, realmente, ¿cómo lo sabía? Tuvo un instante
y claros bajo el arco hirsuto de las cejas. La frente alta y de desconcierto, casi de malestar, en que sintió vacilar su
serena. Parece —pensó Laura— un clulce, ardiente, inso­ fe en aquella falta de fe, su credulidad en aquella incredu­
bornable rabino rasurado, “ . . . —como somos inteligentes lidad. Después, se acercó nuevamente a él. Esto que ha­
y libres, somos lentos, lentísimos en aprender lo eterno”. blaban le hada recordar una representación que había visto
¿Libres?. . . ¿Dónde estaba el testimonio de esa libertad?. . . anoche, en un teatro de títeres. En ese pequeño espacio
Una cama. Gritos. Sangre. Sábanas descompuestas. Nacía cabían todas las posibilidades de la vida, todos los actos,
un niño. Otra cama. Otros gritos. Otras sábanas. Moría. buenos y malos; delirios, celos, injusticias, heroicidades. Se
Y a ese espacio que iba entre el nacer-morir o entre el amaron, discutieron, bailaron. Pero todo estaba determi­
morir-nacer, a esa trampa, ¿él la llamaba libertad?. . . nado en ellos por los invisibles dedos que, desde arriba, los
—“Ah!, Laura, Laurísima”. ¿No le gustaba que la llama­ gobernaban. Estaban elegidos; sí, elegidos. Y antes de bajar
ran así? La miraba con su ternura grave. ¿No confundía a la escena, traían ya su destino, su juego, su muerte, su
ella nuestra condición terrestre con el ser? ¿Con el alma? pecado. ¿Por qué aquella marioneta de faldas azules —y no
Él echó hacia atrás sus cabellos blancos. Ouedó un instante aquella otra de encarnado, que parecía tratar desesperada­

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mente de hacerse una elección, corno un vestido que le sen­ temela”. —Todo lo que decía era para él tan auténtico,
tara mejor—, circulaba graciosamente elegida?... ¿Y por tan angustiado. . . —“Oh, gracias” . ..
qué aquel otro con un jubón a rayas amarillo y violeta, Fue un día, en la Catedral de Sevilla. Con las ropas
triste, torvo y desmandado, era obligado, por las razones oliendo al patio de los n a ra n jo s...; ¿se acordaba él del
de la comedia, a clavar un puñal en el pecho de su her­ patio de los n aran jo s?.... Levantando la pesada cortina
mano?. .. Eso que ella contaba era muy bonito. Le hubiera de cuero se hundió en aquella embriaguez de espacio con­
gustado verlo. Había tanto encanto inocente en un teatro tenido, en aquella atmósfera corpórea en que el silencio
de marionetas... Pero, en esa fría deducción que ella le gravitaba. Se enroscaba en su bosque de columnas altas,
aplicaba, queriéndolo hacer un símbolo de nuestra vida. .. poderosas - y esbeltas—, una arquitectura de yedras mine­
Y además, ¿la doctrina de la iglesia no nos aseguraba —y rales. Ante un inmenso retablo dorado, de madera de las
aquí su voz se revistió de una solemnidad y de una obe­ Indias, el obispo, arrodillado, oraba. Sobre las gradas caía
diencia humilde y consciente— que le habían sido dados al la áurea capa pluvial como un telón de boca separando
hombre el libre albedrío y la responsabilidad?.. . Sí, pero el misterio. Entre accesorios de amor y los manteles ritua­
San Agustín y Pascal, ¿no decían que Dios da la gracia a les se oficiaba la misa. La Catedral resonaba como un ór­
quien quiere d arla?... Recordó las Escrituras: “Amé a gano. “Di una palabra solamente y mi siervo será salva­
Jacob pero a Esaú aborrecí”, y “Así pues, de quien quiere, do”. Una palabra, solam ente... ¿Dónde estaba esa pala­
tiene misericordia; y a quien quiere, endurece”. Pero tam­ bra? Los fieles se acercaban. Era el momento de la comu­
bién había dicho “Pedid y se os dará. Buscad y encontra­ nión. “Venid y comed todos”. “Tu cuerpo que he recibi­
réis”. Hubo un pequeño silencio. —Yo sólo sé —decía amar­ do” . . . . “Tu sangre que he bebido” . . . “Cordero de
gamente— que la responsabilidad de mis actos depende de Dios”. Di una palabra y seré sana de alma”. Ella
El y de mí. Al apartarse para que no tuviera fe, le tenía necesidad de Él. Pero no podía hacer nada por
había dejado la responsabilidad vacía de sus días. A Él, porque Él no tenía ninguna necesidad de e lla ...
veces se sentía como un parásito en la tierra. Adherida a Quedó más sola, más desamparada que nunca. Con una
su propia substancia. Chupando su existencia. Sin fe. Sin rebelión muda, amarga. Con un odio feroz contra esta
Dios. Sin n a d a ... “¿Era digno de su espíritu hablar de injusticia. Contra esta desnivelación de “almas”, de “cas
esa manera?” A él le dolía mucho oiría. Pero, implacable, tas” en las jerarquías del cielo. Se sentía más que nunca
sombría, sin escucharlo, insistía. Llegaba hasta sentir ver­ exilada en la geografía de su lengua. ¡Dios! ¡Dios! ¿Dónde
güenza de su repudio, de su crueldad, de su falta de mi­ estaba ese Señor tan exir año? Estaba en ella misma —res­
sericordia hacia ella. “¿Por qué? ¿Por qué?. . . ” —le pre­ pondía él—. En su memoria. En esa “memoria del olvido”
guntaba, mirándolo con desaliento—. ¿Dé qué era culpa­ que decía San Agustín, ese santo que parecía amar tan­
ble? . . . Él la miraba profundamente, en silencio. ¿Tal vez to. .. Porque, el Dios que ella buscaba, no era el Dios de
no sería ésa la prueba a que Dios la sometía?. . . Se oía la luz y de las tinieblas, el de las leyes matemáticas, el de
el tictac del reloj. Laura teñía ahora la cabeza baja, in­ las constelaciones, el de las tempestades, el de los porme­
clinada; las manos abandonadas sobre la falda. Sonriendo nores de la flor. . . , sino el Dios de los hombres, el de la
con dulzura, pero con reconvención, él le recordaba. Si carne, el de la miseria, el de la injusticia, el de la putre­
hubiera seguido sus consejos... ¿Qué consejos?... Ir a facció n ... ¿Dónde estaba?... Precisamente: ¿es que
la iglesia. —“Ir a la iglesia” . . ., repetía con voz sorda, olvidaba que “no se va al Padre sino por el H ijo”? Y
con amargura, y como para sí misma. Lo miró con cierta prescindía del Hijo, que es la salvación. En Él estaba el
timidez. Si no fuera por temor a aburrirle, le contaría una secreto del Padre que buscaba. Unamuno d e cía ... Lau­
cosa. Pero no, era larg a.. ., y él se iba a cansar. .. —“Cuén- ra le interrumpía otra vez nerviosamente. Pero, avergon-

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qué Dios, si no nos amábamos? ¿Y para qué la fe, si no todos, en libertad trágica de su desamparo . .. Y se acor­
había caridad?
daba también de aquella muchacha, que esa mañana traje­
Noé gritó con amargura: “ ¡Óyeme, óyeme, óyeme!”, tres ron al Instituto. Se había arrojado desde un tercer piso,
veces. “La tierra trabaja y se estremece con violencia. huyendo del horror de su carne, de su piel cayéndole a ji ­
Pereceré con ella”. Así clamaba su ungido, el tronco ju ­ rones sanguinolentos. La vió, recogida en unas arpilleras,
daico de las ramas del mundo. Pereceré. Es decir, mi fe como un perro sarnoso, los ojos semicerrados, la boca apre­
vacila. Tengo miedo. —“¿Y nosotros —dijo—, los ángeles tada, en una máscara de soledad sombría y angustiosa. Sin­
caídos, arrojados, por designio, en la rebelión de nuestra tió un olor que llegaba ya desde la sepultura. La mañana
existencia? ¿Nosotros, desde el principio, sin Arca, sin palo­ resonaba como un tambor de luces sobre sus veinte años
ma, sin olivo, sin alianza?” . . . La voz del amigo respondía: crucificados —“Dios”— tal vez dijera, sin pensarlo . . .
—“Vd. ya tiene la pasión de esa fe que niega. Buscarlo es Lo que pasaba, decía Laura, después de una pausa, es
admitirlo”. —Era más que admitirlo; era necesitarlo —re­ que él había saltado hasta Dios sin obstáculos. Admitía
plicaba ella, vivamente—. Desde la infancia había vivido todo lo que había en ese espacio —o no h a b ía ...— entre
en el ámbito de su desamparo. Ahora levantaba hasta Él su El y él. . . Lo admitía o lo suprimía con la Fe. —No, no lo
niñez ensombrecida por el miedo. Buscaba a aquella niña admitía, no lo suprimía. Lo daba en él m ism o. “El es
pálida y se la daba, como Abraham dió a su hijo, para la lo que es y ante El me prosterno”. —Pero ese espacio estaba
crueldad del holocausto. lleno de objeciones. ¿Cómo lo salvaba ella? ¿Cómo rompía
¿Y de qué holocausto?. . . ¿Y por qué lagrimas?. . ., ¿Y los vínculos de su historia, y lo creaba, en su ignorancia?
por qué miedo?. . . Y se vio aquel día, como tantos otros, Sólo tenía para enfrentarse a El, el escándalo de su palabra
en el gran patio, a la sombra de la magnolia. La niña amarga. Las verdades que necesitaba decirle, llamándole
jugaba descuidada, en un ambiente de inusitada calma. por su nombre, sin blanduras. . . ¿Se enojaba él por esto?...
Había dispuesto a sus pies los caracoles arrancados al tron­ El la miraba con indulgencia. La blanca cabeza resplan­
co. Y trataba inútilmente de hacerlos aparecer al borde de su decía. Él creía con absoluta sencillez. Como* un hijo en su
frágil concha, repitiendo incesantemente: —“Caracol, col..., padre. Contra lo que ella esperaba, él respondió: —“Es
col..., saca los cuernos al sol. Caracol...” De pronto, la casa bueno, también, que, a veces, alguien le diga sus verdades.
se llenó de gritos, de llantos, de imprecaciones, de ruidos. Que discuta con El, como J o b . , . ”. Si lo buscaba desde
De voces roncas de hombre. Enmudeció de espanto. De las el dolor de su entraña, desde la angustia de su corazón.
piezas interiores apareció la madre, la trenza suelta, arro­ —Mi corazón... — murmuró ella, con secreta, dolo¡-
jada fuera de sí en su desesperación. Se acercó a la niña. rosa ironía. ¿Cuándo le había asignado, en la complejidad
Crujieron los caracoles, convirtiéndose bajo los pies en una de sus experiencias, un lugar definitivo?...
masa viscosa, adherida a la suela de sus zapatos. La tomó
violentamente de la mano, como un testigo, frente a tanta
injusticia. Y dirigiéndose a una Virgen de Murillo que tu­
telaba el dormitorio, la escupió, gritando. —“Toma, Dios...”
Enloquecida se agarró a las polleras de la madre, para no
ver. Y durante muchos días pasaba por el cuarto sin mirar,
soslayando aquella escupida, que se iba secando en lo bajo
del vidrio. —“Ah —decía el amigo—, 110 me lo cuente.
Me acongoja. ¡Pobres seres! ¡Pobres criaturas de Dios!.. . ”
Pobre yo —contestaba Laura—, pobres nosotros, pobres
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vez p or m iedo a com prom eterm e, que yo iba al laboratorio
a ver los conejos cuando los pinchaban en el corazón. Qiie
me acercaba llena de curiosidad al m icroscopio para ver
danzar al m icrobio en el esputo. Y a los cuerpos putrefac­
tos. Y que iba una y muchas veces a los Noticiarios para
ver los huesos alucinados en los Campos de Concentración.
Pero todo esto era para juzgar a los otros. Mi juego es ése:
Conjeturas juzgar. Pero no a mi misma.
M e presentan escudada \en una insolvencia moral de p a ­
labras y aspavientos. Y hasta se ve claro el deseo de real­
H abía resuelto callarme. Por pudor. Por inutilidad. Ale zarme adoptando esas actitudes heroicas, trepada en la cresta
molesta hablar tanta de mí, sobre todo en prim era persona. de un esteticismo agudo. P ien so que hay en todo eso el
Y también por el deseo de no com prom eter al lector, deján ­ placer de hum illar a los otros, acusarlos, confundirlos, eri­
dolo libre en la decisión de nuestro conflicto. Pero, como, giéndose en juez de una cobardía que soy la prim era en
entre otros sucesos, principalm ente en esa N oticia de Dios, alimentar. N o olvidarán, por cierto, cuando mataron al
se pretende dar la clave de mi dramática posición, yo quiero Santo y encarcelaron al Poeta, qué enfáticam ente gritaba:
antes aclarar algo con Vds. Será esta, lo prom eto, la última “¡Yo lo m até! ¡T odos lo m atamos! ¡T od os lo encarcela­
vez que mi palabra, com o en un doblaje, venga a inter­ m o s ! ...” Y cóm o quise abrir en sus corazones una llama
ferir en el pensam iento de Vds. Y aunque pequ e de insis­ de am or humano. Pero yo, en verdad, ¿qué hice? Nada.
tente, les diré lo que pienso de esa “N oticia”, en que se ¿Qué dije? Palabras. E im púdicam ente m e vestí para ir a
busca justificar, p or ausencia de Dios, mi conducta negativa, una fiesta.
mi resen timiento, mi egoí smo, mi angustia. Yo, que sé de m em oria las palabras del A póstol: —“Aun­
Es una consecuencia de toda esa larga tortura psicoló­ que el hom bre tuviera am or y no tuviera c a r id a d .. . ”, nun­
gica a que me som etieron, que esa angustia, ese resenti­ ca di una limosna p or la caridad misma, sino p or simpatía
m iento, ese desencuentro con el m undo y conm igo misma, al que m e la solicitaba, fuera niño, m ujer u hom bre. T od o
provengan de una falsa posición espiritual, de un am or está condicionado a mi capricho, a mi im presionabilidad.
p ropio agresivo, 1delirante, y, hasta diré morboso. Se me hace Claro que, al crearme así —¿cómo d ir é ? ...— em ancipada,
aparecer com o una elegida, al ser victima de la in justicia se me buscaron excusas. O se dejaron unas para lograr
de Dios. Yo soy un dechado de virtudes; El, mi verdugo. otras, más encubiertas, estableciendo la atención en los p ri­
N o tendría necesidad de hacerlo notar, pues Vds. se habrán meros planos. Y situándom e en actitudes favorecedoras de
dado cuenta m ejor que yo, lo henchida que estoy de p ala­ un plan preconcebido. Se tuvo mucho cuidado en justificar
bras compasivas: dolor, llagas, herm anos, injusticia, solida­ a la perfección m i aventura terrestre. ¿Por m iedo del am ­
ridad, etc. Pero también se habrán dado cuenta qué cóm o­ biente?.. . ¿Por razones de familia? ¿Por la crítica litera­
dam ente circulo a través de estas palabras; y cómo, cuanto ria?. .. Pero no se tuvo en cuenta —o tal vez se tuvo m ucho
más hablo de mi compasión más me alejo del hom bre, más en lo escrito pero no en lo p osible— el azar. Y el azar era
lo recrimino. Y más abandono lo particular p or lo general. yo, que iba a rebelarm e. Y a decirle mi verdad. Que iba
T od o es heroico en mis palabras; pero ninguna conduce a negarles toda esa falsa arquitectura en torno a Dios, al
a la acción. N o hay un solo acto en m í que justifique este desamparo, a la injusticia, a la angustia, a la realidad. Y
am or, esta compasión, esta generosidad. Se ha callado, tal sobre todo, aquella pregunta mía, ¿recuerdan? —“¿Dónde está
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el testimonio de mi lib e r ta d ? ...” — Trataré de explicar­ Pero tam bién hay que reconocer —y p or e s o )tener cierta
me mejor. indulgencia conmigo, con ésta que me han obligado a ser—
Se pretende ocultar con sofismas que, al adm itir al Pa­ que nunca pusieron un veloj blanco de comunión sobre mis
dre y desconocer al H ijo, me hacían desconocerm e a mi cabellos, ni en mis labios sensuales una oración. N o, no
misma. Y me negaban m.i salvación. M i salvación, no ya sabía una oración, yo, que recitaba de m em oria “L es Lita-
en el cielo, sino tam bién, y ante todo, aqu í, en la tierra. nies de Satan“. Ale metieron en un m undo de abstracciones,
Pero com o esta cosa tan clara y sencilla hubiera devorado sin haber hecho el aprendizaje de las cosas humildes.
esa tesis absurda en la que me sostienen com o en una cuer­ Desde la infancia, más aún, desde la som bra de la pla­
da floja, se m e hace andar en esa cuerda apoyada en la centa, me fueron infiltrando el virus amargo de la discon­
som bra de un Dios arbitrario y cruel. Y, lo qu e es \peor, form idad. De niña, me sentaron a la asam blea rebelde de
apoyada en versículos sueltos, tomados insidiosamente, com o sus objeciones. M u ch a ch a.... ¡ A h ...! ¡Los comensales
el p ie roto de una copa. L a falla es tremenda. ¿Fué una voraces del instinto. . .! ¡Los filibusteros del am or. . .! Los
venganza?. . . ¿Un resentim iento?. . . Ahora es tarde para que tocaron con dedos ágiles y ambiguos, ¡despertando brus­
saberlo. camente, corno a un niño dorm ido, el erotismo. Falsificando
Pero, no está claro p or qué yo em pezaba a buscar, en­ la vida. Falsificando los sueños. Falsificando la muerte.
tonces, mi som bra, desesperadam ente. Lentam ente me fu e­ Y el destino. Baudelaire, Nietzsche, Proust, Barbusse, Joy-
ron cercando, estrechándom e en una m aniobra estratégica. ce, Gide, H u xley. .. Tantos. ¡Cómo los o d i o . .. ! Los
Feroz. M e fueron llegados los santos y sus ángeles. Y los quem aría en una hoguera, p or crueles, p or pérfidos, por
cultos graves y sencillos del cristiano. Y ahora verán por destructores. . . ¿Y qué diré de las “Confesiones” del San­
qué yo creo que esto es lo más arduo del asunto. Se me io, con sus dos caras de fuego? O, m ejor dicho, ¿con su
hizo entrar siem pre en las catedrales de soslayo, o sim ple­ cara y su máscara?. . . Me hacían hundir en la máscara,
mente para adm irar su arquitectura, sus frescos, sus tallas. hurtándom e, deliberadam ente, la cara. Y ellos sabían p or
N o sólo en la de Sevilla perm anecí dura e in flexi­ q u é . ..
ble, en aqu ella solem ne cerem onia, cuando< el Arzobispo, Y así fu e cóm o, p or infancia —y esto es tan doloroso
revestido de la capa pluvial, dijo la misa, mientras subía para mí que he resuelto callarlo—, p or libros, p or costum­
el incienso. Y mujeres y hom bres y niños, deslumbrados, bres, por tanta m ultiplicidad de elem entos adversos y diri­
recibían la comunión sin preguntas. Supe tam bién de mi gidos, me fueron estrechando en este círculo, com o dije
actitud negativa en la basílica de San Pedro en R om a, en antes, pane arrebatarm e la fe, en esta mi aventura terrestre.
el m aravilloso cerem onial del Jueves Santo. M ientras el Y literaria. . . Esa fe sencilla y directa, sin com plicaciones
cardenal lavaba los pies a un menesteroso, yo 'm iraba, fría teológicas, que yo hubiera debid o tener. Esa fe de la fe,
y distante, p or entre las columnas salom ónicas del Bernini, sin analizar el 'misterio, aceptando sim plem ente la revela­
con las manos m etidas en los bolsillos de mi saco de tweed. ción, com o caudal del hom bre, con la garantía de Dios.
Sin em bargo, un oscuro presentim iento, algo no nacido ¡Ah! sentir en las claras mañanas de dom ingo las campanas
aún, pero ya forcejean do obstinadam ente en la conciencia, llam ando a los fieles. L a Catedral llena de cantos y de
me atravesó y me dió el coraje de rebelarm e y venir a flores. Yo de rodillas en la confesión. Yo•de rodillas reci­
dilucidar aqu í mi problem a. Aunque m e envolvieran en biendo la sustancia de Dios. Después atravesaría la plaza
una luz esteticista y sensual (y aunque ella no quisiera), yo de árboles antiguos; y pájaros; y una fuen te; agradecida en
veía. Y tal vez esté en ello la razón de mi protesta. A través la cordialidad de este acto sencillo e inm utable.
d e una niebla, es cierto, aunque ya perfilándose lo bastante Si. Yo sé que Vds. m e van a objetar, tal vez, que mis
en aqu el cerem onial del lavapiés. 1 deseos son, ¿por qué no decirlo?, dem asiado comunes y
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el testimonio de mi lib e r ta d ? ...” — Trataré de explicar­ Pero tam bién hay que reconocer —y p or e s o )tener cierta
ía e mejor. indulgencia conmigo, con ésta que me han obligado a ser—
Se pretende ocultar con sofismas qu e, al adm itir al Pa­ qu e nunca pusieron un velo\ blanco de comunión sobre mis
dre y desconocer al H ijo, me hacían desconocerm e a mi cabellos, ni en mis labios sensuales una oración. N o, no
misma. Y me negaban mi salvación. M i salvación, no ya sabía una oración, yo, que recitaba de m em oria “Les Lita-
en el cielo, sino tam bién, y ante todo, aquí, en la tierra. nies de Satan“. Ale metieron en un m undo de abstracciones,
Pero corno esta cosa tan clara y sencilla hubiera devorado sin h aber hecho el aprendizaje de las cosas humildes.
esa tesis absurda en la, que me sostienen com o en una cuer­ Desde la infancia, más aun, desde la som bra de la pla­
da floja, se me hace andar en esa cuerda apoyada en la centa, me fueron infiltrando el virus am argo•de la discon­
som bra de un Dios arbitrario y cruel. Y, lo qu e es \peor, form idad. De niña, me sentaron a la asam blea rebelde de
apoyada en versículos sueltos, tomados insidiosamente, com o sus objeciones. M u ch a ch a ... ¡ A h ...! ¡Los comensales
el p ie roto de una copa. L a falla es tremenda. ¿Fué una voraces del instinto. . .! ¡Los filibusteros del am or. . .! Los
venganza?. .. ¿Un resentim iento?. . . Ahora es tarde para q ue tocaron con dedos ágiles y ambiguos, ¡despertando brus­
saberlo. camente, com o a un niño dorm ido, el erotismo. Falsificando
Pero, no está claro p or qu é yo em pezaba a buscar, en­ la vida. Falsificando los sueños. Falsificando la muerte.
tonces, mi som bra, desesperadam ente. Lentam ente me fu e­ Y el destino. Baudelaire, Nietzsche, Proust, Barbusse, Joy-
ron cercando, estrechándom e en una m aniobra estratégica. ce, Gide, H u xley. . . Tantos. ¡Cómo los o d i o . .. ! Los
Feroz. M e fueron negados los santos y sus ángeles. Y los quem aría en una hoguera, p or crueles, p or pérfidos, por
cultos graves y sencillos del cristiano. Y ahora verán p or destructores. . . ¿Y qué diré de las “Confesiones” del San­
qué yo creo que esto es lo más arduo del asunto. Se me to, con stis dos caras de fuego? O, m ejor dicho, ¿con su
hizo entrar siem pre en las catedrales de soslayo, o sim ple­ cara, y su máscara?. . . M e hacían hundir en la máscara,
mente para adm irar su arquitectura, sus frescos, sus tallas. hurtándom e, deliberadam ente, la cara. Y ellos sabían por
N o sólo en la de Sevilla perm anecí dura e inflexi­ q u é .. .
ble, en aqu ella solem ne cerem onia, cuando el Arzobispo, Y asi fu e cómo, p or infancia —y esto es tan doloroso
revestido de la capa pluvial, dijo la misa, mientras subía para mi que he resuelto callarlo—, por libros, p or costum­
el incienso. Y mujeres y hom bres y niños, deslumbrados, bres, p or tanta m ultiplicidad de elem entos adversos y diri­
recibían la comunión sin preguntas. Supe tam bién de mi gidos, me fueron estrechando en este círculo, com o dije
actitud negativa en la basílica de San Pedro en R om a, en antes, p ara arrebatarm e la fe, en esta mi aventura terrestre.
el m aravilloso cerem onial del Jueves Santo. M ientras el Y lite r a r ia ... Esa fe sencilla y directa, sin com plicaciones
cardenal lavaba los pies a un menesteroso, yo 'm iraba, fría teológicas, que yo hubiera debido tener. Esa fe de la fe,
y distante, p or entre las columnas salom ónicas del Bernini, sin analizar el misterio, aceptando sim plem ente la revela­
con las m anos metidas en los bolsillos de mi saco de tweed. ción, com o caudal del hom bre, con la garantía de Dios.
Sin em bargo, un oscuro presentim iento, algo no nacido ¡Ah! sentir en las claras mañanas de dom ingo las campanas
aún, pero ya forcejean do obstinadam ente en la conciencia, llam ando a los fieles. L a Catedral llena de cantos y de
m e atravesó y me dió el coraje de rebelarm e y venir a flores. Yo de rodillas en la confesión. Fo> de rodillas reci­
dilucidar aquí mi problem a. Aunque me envolvieran en biendo la sustancia de Dios. Después atravesaría la plaza
una luz esteticista y sensual (y aunque ella no quisiera), yo de árboles antiguos; y pájaros; y una fuen te; agradecida en
veía. Y tal vez esté en ello la razón de mi protesta. A través la cordialidad de este acto sencillo e inm utable.
d é una niebla, es cierto, aunque ya perfilándose lo bastante Sí. Yo sé que Vds. m e van a objetar, tal vez, que mis
en aqu el cerem onial del lavapiés. < deseos son, ¿por qué no decirlo?, dem asiado comunes y
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convencionales. Y que una biografía no se basta con una frivolo del que les hablaba hace un instante, ¿imaginan
m ujer sim ple y norm al, en las cotidianas necesidades de Vds. de qué distinta manera hubiera p od id o em pezar esta
si misma. Aunque esas necesidades sean de las más res­ amarga historia? Así, p or ejem plo:
p etables, tales com o ir a misa, leer a R om ain R olland, uT odas las mañanas, al levantarse, ella sentía la fácil
acostarse con su marido. Y otras pequeñas cosas. Que ne­ felicidad de vivir. Extendida en el edredón de plumas, se
cesitaba, por lo menos, personalidad, intelectualidad y p e ­ contem plaba en el alto espejo dorado que la recibía toda
ripecias, para que ella (yo) tuviera un interés novelesco, entera, en la elegante habitación de su H otel de la R am bla
excitara la imaginación, hiciera pensar. OTIiggins. El día abría el libro blanco de su ausencia. Y
Pero acaso yo también podría objetar. L a personali­ Laura, distraídamente, sin prisas, sorbiendo su taza de cho­
dad de Laura, la que me dieron a pesar mío, ¿fluye de si colate, iba anotando su jornada. A las once: partido de
misma? Su ser de carne y hueso, y su ser —espíritu— ¿se golf; a las c a to r c e ... ”
definen p o r sus actos o p or las circunstancias de que la Yo sé que Vds. pensarán que soy injusta al querer dis­
rodearon? ¿Fue su índole estimulada p or el episodio o b ­ minuir a Laura dándole circunstancias com o tem peram en­
jetivo que tuvo qu e transcurrir? ¿O fu e su debilidad de to. Y que; en realidad, esas circunstancias son tan vulga­
carácter, su cobardía, su pereza, su sensibilidad exacerba• res y difusas, que sólo un espíritu com o el de Laura pudo
da, que se armaron de esa índole artificiosa y, hasta, por darles vigor, profundidad, sentido. Y de la nada, del no
qué no decirlo, lucrativa, com o un Santo de sus llagas? ser, de aqu ella m ancha pálida en la superficie del espejo,
¿Ella misma motiva con su carácter las circunstancias? ¿O surgir sola, por su íntima personalidad. Y que yo, la Otra,
son éstas las que plasm aron y hasta violentaron su perso­ con esta protesta, quiero rehuir mis responsabilidades y
nalidad? mis angustias. Cubrir mi debilidad, mi nulidad de a b a­
Vamos a suponer que Laura habita una espléndida casa. lorio, asegurándome argumentos y justificaciones. N o, no
T oca un tim bre. L a mucama. T oca otro timbre. El cho­ es solam ente, que yo trate de escapar a la tortura de esa
fer. D escuidadam ente transcurre su vida entre cosas blan­ personalidad que me han dado, en nom bre de mi pequ eñ o
das, superficiales, intrascendentes. Sin inquietudes espiri­ derecho a mi pequ eñ a felicidad. Pero, pónganse Vds. en
tuales. Sin angustias de conciencia. Y aqu í siento ya la mi lugar, ahora que tengo que representar un pap el que
voz de Lau ra, que me diría despectivam ente: —'Claro. repudio; ahora que mi suerte está echada en su mayorazgo.
¿Quién siente inquietud ni angustia, escam oteando en ese Ella, mi doble viviente, mi usurpadora, asume aquellas
aburguesam iento el sentido profundo de la vida, com o en un responsabilidades sin consultarme, mientras yo perm anezco
juego•de cartas?” Porque, imagino que Vds. se habrán dado aprisionada en la sombra.
cuenta de que no se trata sim plem ente de diferencias de ¿Por qué no me han dejado ser com o yo hubiera q u e­
condición social en si misma, sino de la muy distinta psi­ rido, afrontando mi fem ineidad sin Pam pas fortuitas, sin
cología que esa circunstancia —u otras que pudieran supo­ ponerm e gratuitamente a prueba en esa carrera de vallas
nerse— crearían en nuestra ficción. ¿En qué iba a revelarse a que me sometieron? ¿Y en la qu e yo tuve que ser sujeto
la seguridad del yo? ¿Dónde iba a demostrarse su su perio­ de una acción desesperada y pasiva? Yo, a quien Vds. ha­
ridad, si no había obstáculos, problem as ni rebeliones, ni brán oído decir que padecía la conciencia del mundo, vivo
sensibilidades lastimadas— “f7~ente a la tiágica realidad de realm ente en la coexistencia im púdica y deliberada de mi
las cosas” (diría ella)? misma. En la índole forzada de mi acontecim iento. En la
Si esa prim era mañana m em orable en nuestro distino, jactancia verbal de mi conducía.
en vez de bajar a la calle y entrar al Instituto., yo¿ Laura Así fueron esas rupturas, esos desacuerdos, esas contra­
M edina, me hubiese dem orado en las blanduras de ese ocio dicciones en mi doble existencia. Se me fue dando de todo

88 89
—las drogas más sutiles com o a un enferm o atacado de
fiebres altísimas. Pero la Fe, que hubiera sido lo más sen­
cillo para m ejorar mi estado, com o un poco de quinina,
me fue negada. E hicieron de mí, sádicam ente, ese per­
sonaje dramático, atorm entado y negativo. Por un lado
solicito acción. Por otro soy de un egoísmo t a l . . . ; y, si
se quiere; hasta de un tal resentim iento. . . Pero, a veces
parecería tam bién que todo fue para hundirm e en un sen­
sualismo am argo y desesperado, para que hiciera de mi
El niño muerto
cuerpo esa “experiencia arrebatadora”. Y, com o ellos de­
cían, “si no tiene fe, al menos tiene p ecado”. N o he p o ­
dido hasta ahora com prender este sofisma. Pero una mañana, al salir de su casa para ir a la es­
N o quiero adelantarm e a los acontecimientos. Pero Vds. cuela, la atención de la niña fue dirigida hacia un grupo
verán, al final, cóm o fu i colocada estratégicam ente en el de personas que caminaban hablando acaloradamente. Se
centro mismo de la angustia, com o un toro en el centro1de había perdido un niño. La madre, de un pelo lacio y
la Plaza. Gritos, capas, banderillas, picadores, me incita­ ceniciento, arrastraba un par de chancletas, el rostro en­
ban, me enceguecían, me arrastraban a la muerte. Pero cendido. Golpeaba ansiosamente en las casas preguntan­
verán también cóm o yo, con un esguince imprevisto, “me do: —“¿Está mi niño?” — Detenía a los vecinos que iban
redim o” para la acción. ¿Para una acción de am orf O de prisa a sus ocupaciones. “¿Han visto a mi niño?” —
de com prom iso. Algunos contestaban negativamente y seguían. Otros, por
piedad, o por esa malsana curiosidad que atrae la des­
gracia, la seguían uniéndose al grupo. Se hacían comen­
tarios en alta voz. Unos decían: —“¿No estará en el mon­
te?” Otros decían: —“No, estará en la laguna”. Una mu­
jer, con un atado de ropa sobre la cabeza, opinaba que
era imposible que el niño estuviera allí porque la laguna
estaba muy lejos de la casa. Una muchacha que se acer­
có en ese momento le dijo a otra en voz baja que había
visto pasar una banda de gitanos con un niño gritando.
Laura quedó indecisa entre ir a la escuela o seguir a
Ja gente. La mañana crecía bajo un sol de fuego. Se di­
rigieron al pequeño monte de eucaliptos. El grupo iba
engrosando. Un guardia civil con una gorra blanca, un
muchacho con una tricota verde, empujando su bicicleta;
un vendedor de pescado con su palanca al hombro; una
mujer que venía del mercado con su canasta y una som­
brilla azul. Pero antes de llegar al monte, el grupo se de­
tuvo en la herrería. Un muchacho golpeaba sobre el yun­
que; chispas rojas y azules saltaban alegremente; el herre­
ro inclinado sobre la pata del caballo que sostenía en su

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delantal de cuero miró a todos sin hablar; hizo que no escalera. El padre descendió. Se hizo un silencio desespe­
con la cabeza. El olor de la herrería y de los caballos era rado de gritos. Después, el chirrido seco y agrio de la
tan violento, que Laura tiró el resto del bizcocho que cadena girando en la rondana. Y el silencio era cada vez
iba comiendo. más desesperado.
El monte fue registrado, en sus árboles, en sus monto­ Se había distraído en tan largo peregrinaje. Pen­
nes de hojarasca. Al salir de su sombra, ya nadie hablaba. saba en lo que le diría a su madre cuando volviera; en
Había un presentimiento de tragedia, una ansiedad tensa un borrón de tinta sobre su plana. Casi había olvidado
y pesada. La madre, como una sonámbula, pasiva, pero por qué estaba allí. Se acercó a la canasta del pescador
llena de una resistencia enardecida, subía calles, bajaba y pasó su mano sobre la superficie brillante y escamosa,
calles, sin hablar, arrastrando sus chancletas que producían sobre los ojos duros y resistentes, redondos como una bo­
sobre el empedrado un sonido monótono, apagado: chas- lita. Ignoraba lo que iba a salir del aljibe. Pero era tan
chas. El padre, a quien habían ido a buscar apresurada­ grande el suspenso que sintió un miedo pavoroso.
mente a su trabajo, iba a su lado, con sus ropas enharina­ De pronto sostenido y atravesado* en el balde, la cabeza
das de panadero, sin hablarle, mirándola, hosco y ceñudo desgajada cayendo hacia atrás, los brazos colgantes, apa­
como acusándola. La niña tuvo miedo. El grupo, cada reció el niño ahogado; los rubios cabellos tiesos como una
vez más grande y silencioso, bajo un sol de plomo cayen­ colita de ratón, el delantal pegado al cuerpo. La madre
do sobre sus espaldas, se dirigió a la laguna. Algunas co­ dio un alarido y enmudeció repentinamente. Extendido
madres, condolidas, dejaban sus quehaceres y se acercaban sobre la tierra, el rostro un poco amorotado, le salía de la
secándose las manos en los delantales. boca entreabierta, mostrando los pequeños dientes de le­
Bajo una espera interminable, en que la ansiedad cre­ che, un hilo de agua verdosa. Tenía una lastimadura en
cía como una tormenta, trajeron un pequeño bote para la sien, que manaba sangre; y apretaba entre los dedos
rastrear la laguna. Nadie hablaba. Gritos de pájaros y vo­ las negras crines del caballito de madera.
ces de los boteros, dándose órdenes, rasgaban el silencio. Muda de espanto soltó sus cuadernos y se agarró
Los remos rompían una nata verde y espesa que cubría a la pollera de la mujer que llevaba el atado de ropa;
la laguna. De las aguas removidas subía un olor putre­ ésta se santiguaba repetidamente sobre sus grandes tetas,
facto. Ranas y sapos, sorprendidos, huían desde la orilla, diciendo bajito y sin respiro: —“Jesús, María y José/.-.”,
a saltitos, sobre el pasto, lleno de residuos; maderas po­ “Jesús, María y J o s é ../ ”. Trajeron una sábana blanca y
dridas, una quijada de vaca, huesos de perro, latas rojizas lo envolvieron. El padre lo tomó en sus brazos. Los pie-
de herrumbre. Y todas esas cosas ciegas y blandas y re­ cecitos desnudos iban dejando un fino reguero de agua.
pugnantes que habitan en el cieno. Una lagartija le pasó Silenciosamente el grupo se dispersó. Pero algunos seguían.
entre las piernas. Zumbaban los mosquitos, picándole las Sentíase el chas-chas de las chancletas, cada vez más arras­
manos y la cara. El niño no aparecía. trado, más desmayado, más lento. Sin hablar, sonámbula,
Y otra vez a desandar lo andado. Y calles; y pregun­ la madre lo tomó a su vez entre sus brazos, con cuidado,
tas. Y calles, y respuestas. Y más gente. Y el sol en el con mimo, como para no despertarlo de su sueño.
mediodía. Cuando casi mismo frente a la casa, pasaron No sabía si tenía que llorar, estar triste, volver a
junto a un aljibe abandonado, el brocal deshecho, en un su casa o seguir a la madre con el niño muerto. Estaba
camino de tránsito vecinal. En el fondo, sobre las aguas, horriblemente cansada y tenía mucha sed. Se apoyó en
flotaba un caballito de m adera... Laura, al lado de la un cerco de alambrado, cubierto de campanillas azules, ce­
madre, sentía su respiración anhelante y un sudor cayén­ rradas ahora por el ardor del mediodía. Había perdido
dole como hilos por la cara desencajada. Trajeron una los cuadernos y tenía el delantal sucio y arrugado. Otros

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niños que volvían de la escuela, jugando alegremente tras tes. El delantal se iba encogiendo cada vez más, alejándose
un arco, pasaban a su lado sin verla. bajo las lluvias y los soles. Sólo quedaba el cuellito fes­
No sabía de dónde venía la voz. Pero oyó que la lla­ toneado sujeto al prendedor de plata: una herradura lle­
maban despacito, muy despacito, como cuando su madre na de piedrecitas celestes. Y las trenzas cayendo sobre la
la despertaba para ir a la escuela, con dulzura, para no morenez del rostro. Hombres con rancho de paja, pasaban
sobresaltarla. —“L a u ra ... L a u r a ...”. La niña no se mo­ y le decían brutalmente su deseo. Una diagonal de esfalto
vía. Sentía miedo. Se acordó de todas las cosas malas que atravesaba la calle. Se había llevado la casa de balcones
había hecho. Faltar a la clase, perder los lib ro s... Pero de mármol con sus cortinas de macramé. Y en su lugar
no podía moverse. Tenía las piernas clavadas en la tierra se levantaba una estación de cemento con sus surtidores
y una confusión le iba entrando como un chorro de agua de nafta de colores blancos y rojos. Y enormes letras con
fría en los oídos. Se puso a decir unos versos que le ha­ palabras importadas: “ESSO”.
bían enseñado para la fiesta de la escuela. “Yo soy la Pero Laura seguía clavada a la tierra, en una encruci­
siempreviva — que lloro sin c e s a r ...”. Pero se calló de jada de calles, de vientos, de años, sola, a la intemperie,
repente. El silencio era más fuerte que su voz. Nadie la mientras a su alrededor pasaban los tranvías, los ómnibus,
oía ni la miraba. se voceaban los diarios, se desarrollaba el estridente canto
El llamado se hacía cada vez más persistente, más im­ del progreso y giraba la rueda de las estaciones bajo el
perioso. “L aaau ra... Laauraaa. . . ”. La niña hizo un es­ ronco silbido de los aviones.
fuerzo desesperado para desprenderse de la tierra, cruzar —“L a u ra !... ¡L a u r a !...”. — El grito era cada vez más
la calle y entrar en su casa. Pero una cosa extraña la en­ lejano, arropado en la niebla azul de las campanillas. Cada
volvía, apretándola de tal manera que la sofocaba. Tenía vez se oía menos, o porque se habían cansado de llamarla,
los ojos llenos de lágrimas, pero ninguna caía. Quedaban o porque ella se había acostumbrado a él, como a su voz,
suspendidas en los párpados, se resumían en las órbitas, como al tic-tac de su corazón, como a sus dolores de estó­
produciéndole un ardor seco y desesperado. Ahora hacía mago. Flotaban en el aire como babas del diablo las
mucho frío y hojas secas eran arrastradas por el viento del hilachas del cuellito festoneado y a la herradura de plata
sur. Nubes bajas y amenazantes ocultaban el sol. Las gen­ se le habían caído las piedrecitas azules. Pero, lejano y
tes pasaban ligero, las mujeres envueltas en pañoletas, los próximo, y obstinado y triste, más allá del cerco, del as­
muchachos en gruesos pullovers. Para olvidarse, quiso falto, del cemento, de la estación de nafta, persistía el chas-
arrancar un ramo de campanillas azules del alambrado. chas de las chancletas sobre el empedrado; y la voz: “¿Ha
Pero el cerco no estaba allí. En su lugar se levantaba una visto usted a mi n iñ o ? ...”.
casa de balcones de mármol, con ángeles de filet en las cor­ A la lavandera que se persignaba sobre las grandes te­
tinas. Y una calle lisa, de hormigón, se extendía sobre tas: “Jesús, María y José”, al vigilante, al muchacho de
las antiguas piedras. Laura se miró, sorprendida. El de­ tricota verde que empujaba una bicicleta, al pescador con
lantal le quedaba muy corto y los pequeños senos se iban sus palancas cargadas, a la vecina con la sombrilla azul,
abultando desesperadamente, bajo la estrechez del corpiño. a las comadres que se secaban las manos con los delanta­
Pasaban unos muchachos jugando al balero; uno alargó les, se les había agregado un industrial, con su cartera
una mano gruesa y torpe para tocarla, diciéndole cosas bajo el brazo, un fotógrafo callejero con su trípode al
horribles que la hicieron enrojecer. < hombro, un vagabundo. La multitud crecía. Crecía. Del
“L a u ra ... L a u ra .. . ”. Los árboles de aroma, a lo largo norte, del sur, del este, del oeste, desembocaban en la dia­
de las aceras, se habían cubierto de flores amarillas, con­ gonal, como en un río. Muchachas y muchachos, estudian­
virtiendo la calle en una avenida de olores dulces y agres­ tes, sin sombrero; ellas, con la melena cayéndoles sobre

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los hombros, cubriéndoles un ojo, y buzos de colores. Hom­ La multitud iba llenando los cines, los teatros. Bus­
bres de frente cuadrada, con camperas de cuero, sin cor­ caba en la pantalla la clave del encuentro. En la tiniebla,
batas, con un aire decidido y categórico de arrojar bombas Gérard Pliilipe, en el atrio de una iglesia, mientras las
al paso de los trenes, opulentos judíos, del brazo de in­ campanas repican a vuelo: “ ¡Paz, p a z !...”, lo veía partir
descifrables mujeres que tenían el aire misterioso de en un féretro negro. O Iván el Terrible, lo buscaba bajo una
Ruth, llevándose entre las ropas los ídolos domésticos de lluvia de monedas de oro, en sus desposorios bárbaros. O
su padre Laban; pulcros americanos con un cronómetro en un diván del Infierno, la lesbiana, el desertor, la in­
en la mano; a las siete me levanto, a las doce almuerzo, a fanticida, lo perseguían en el círculo cerrado de sus pala­
las dieciocho me acuesto con una mujer, a las diecinueve bras: (iEt bien : recommengons”. Y otra vez se levantaba
me caso, a las veintitrés me divorcio. . . Y europeos, y asiá­ el telón. O bajo el círculo de la luz, la selva encantada del
ticos, el mundo, el mundo entero tras el rastro del niño violín, la viola, el violencello, era sacudida por un viento
perdido. mágico. Sobre la platea, las galerías, enredándose a los
Laura vió, confundidos, arrastrados entre la multitud, caireles de la araña, el Cuarteto de Debussy subía, libre
al amigo que le traía noticias de Dios, la blanca cabellera de esfuerzos, para caer con la gracia exacta de un bailarín
al viento. Y a Pablo Neruda, con sus nocturnos ojos, en sobre sus números. ¿Tal vez el niño estaba allí, dormido,
la pasión de los gerundios, agitando una bandera. Y a escondido entre violetas y sándalos y blancuras? Se abrían
Mariusa, abrazada estrechamente, en su desilusión, a otra las puertas; rodaba el mundo. Y otra vez a buscarlo más
muchacha. . . Al rey del cobre, al del acero, al del fósforo, perdido que nunca.
al del kerosene y al de las medias nylon. A Stokovsky A veces corrían rumores de que habían visto las crines
con su cara blanca y fofa de serrallo, con un pullover de un caballo de madera flotando en las aguas del pozo.
azul eléctrico, de alta cuello. Y al General De Gaulle y a Y allí se reunían desesperados. Y levantaban un rascacielo
Stalin y a Elisabeth Arelen. Y veía también el otro amigo, con fachadas lisas y muchos ojos. O una catedral de imi­
el que le había enseñado que su cuerpo no era el medio tación antigua. Pero aquí era distinto. Si se entraba, un
sino el fin, y que toda la sabiduría venía de él. Y Mabel, hombre con hábitos negros y sobrepelliz blanca, les decía
que quería imponer a la vida su dialéctica libresca. Y que el niño estaba en el cielo, a la diestra de Dios. Algu­
Gabriela Mistral, del brazo del Rey Gustavo, con la gran nos creían, algunos se quedaban porque estaban cansados
condecoración al pecho. Y Carmen, la mística-visceral. Y y querían creer. Pero los más se iban con los puños en alto,
el peregrino español que había expuesto su vida para sal­ replicando que él estaba en las máquinas, en los sindicatos.
var los tesoros del Escorial, con su cara de inquisidor y Y también sucedía a veces, que en la laguna desecada, le­
su palabra gracianesca, rodeado de muchachas. . . Y la vantaban una casa con escaleras y cuartitos, y espejos y1 ca­
“presidenta” de todas las sociedades de beneficencia, con mas y cortinas. Y hombres abrazados de mujeres entraban
su cara de caballo, seguida del pelele de su marido, por­ y salían; salían y entraban. Era también una manera de
tador del palio en las procesiones. Y Ramón Gómez de buscarlo, olvidándose.
la Serna, montado en un elefante verde. Y Churchill con Y ocurrió entonces, que una amargura, una desesperanza
su enorme habano; y Chaplín; y Rita Hayworth bailando empezó a comer como un cáncer el corazón de los hombres.
desnuda, con largos guantes negros. Y Maritain, sostenien­ Con la desaparición del niño, se morían el verde y el azul.
do al Dios del siglo con su escolástica. Pero ya había ün Mangas espesas de langostas empañaban el sol, ensuciaban
gran claro en la multitud: Gandhi, asesinado, tal vez por­ el agua con sus larvas, arrasaban las campos, golpeaban los
que todos sabían que iba a encontrar al niño y era necesa­ vidrios. El hombre, para no verlas, se encerraba en su casa
rio que no lo encontrara. y escribía libros desolados y duros como cargas profeticas.
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Y se burlaba del hombre, escarnecía al hombre, haciéndolo
bailar en un charco de esperma y de petróleo. Y el niño no
aparecía. Y Clippers gigantescos llevaban los tratados.
Traían los tratados. Hechos. Deshechos. Los de ayer con
los de hoy. Los de hoy. . . Sobre grandes mesas cubiertas
de papeles se iba haciendo la guerra y la paz. Una ola roja
y una ola de oro disputaban el mundo.
Y la ola roja decía:
El niño por el Estado, el Estado por todos.” Condición de mujer
la desdicha; ni rico ni pobre; no tendrá problemas, no ten­
drá pensamiento. El estado piensa por él. Le elige escuela,
oficio, mujer, sepultura. No tendrá Yo. El Yo es el Estado. Consideró unos instantes la joven letra de su amiga. Las
El niño por el Estado, el Estados por todos.” mayúsculas, las o redondeadas y cerradas con un pequeño
La ola de oro contestaba:
lacito, los puntos y los tildes exactamente colocados, con­
—“No, el niño será libre. Ciudadano de una democracia. servaban un apego escolar, una ornamentación de inocencia
(En ese momento se tocaba un gran bombo, que natural­ caligráfica, de aplicación blanca y reflexiva sobre el modelo
mente sonaba a hueco y vacío). Será lo que quiera ser: de tiza escrito en el pizarrón. Pero, las p y las g eran de
canillita, presidente, gángster, actor, rey del dollar. Aquí trazo enérgico e independiente, de un nerviosismo agudo,
hay elecciones. (Otro redoble del bombo, vacío, hueco. Y se emocionado; y las l, un poco sueltas entre las vocales, de­
extendían grandes biombos pintados, con bonitos panora­ notaban un suspenso desganado, flotante en al acción o en
mas: nieve, el árbol de Noel, el Presidente tomando coca­ el pensamiento.
cola. Confraternidad, democracia). Pero si algún malicioso ¿De dónde venía este llamado angustioso, pidiendo so­
miraba furtivamente detrás del biombo, malo. . . Monta­ corro o pidiendo nada. . .? T al vez sólo una mirada atenta
ñas de oro para los monopolios, para las divisas, para las y un oído solícito a sus consecuencias. “Me muero de deses­
fábricas de armamento: oro, oro, oro. Y en una desolada
peración
avenida de cemento, dos bancos solitarios. Uno decía: “Para Más que verla —esperándola— la adivinó entre los ár­
el pueblo de color”. boles, caminando bajo sus cabellos sueltos sobre los hom­
El niño tendría que decidirse; ellos tendrían que decidir bros. Se podía decir justamente de ella, que caminaba bajo
por el niño. Abolir el Yo o ser “libre”. Pero, observadores sus cabellos. Eran el sostén, el equilibrio de su cuerpo; di­
avisados, opinaban que el niño sacrificaría el Yo, que era, rigían sus rítmicos movimientos, la razón de sus deseos. En
según ellos, el azote del mundo; y otras cosas; muchas más. el atardecer, la cabellera de un rubio auténtico y espec­
Y se entregaría en holocausto para la gran experiencia del tacular, fulguraba, de estímulos secretos. Ahora, abandonada
Estado, para que, al menos en un instante, fueran todos sobre el banco, con una gracia torturada, las palabras fluían
iguales, en la gran fábrica del mundo. de sus labios caóticas, sofocantes, subrayadas de reminiscen­
Laura seguía allí en medio del torbellino. Aturdida, con­ cias eróticas, de figurerías literarias, de verdades amargas y
fundida, desconcertada, con una fatiga inmensa y vacía, descarnadas. No encarecía el sueño. No encarecía la vida.
sólo sentía ya el deseo de irse a su casa, cerrar la puerta, y Hablaba, hablaba. — “Mirame, estoy sucia, desgarrada;
acostarse, hundiendo la cabeza en las almohadas para no salgo del hospital. Sobre las sábanas he dejado un coágulo
oír más todo aquello; ni el chas-chas de las chancletas sobre rojo: mi sueño. ¿He amado para esto? Me han sacrificado.
el empedrado.
Quiero morir”.
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Laura la miró. Era como un ramo deshecho en su deses­
de las comidas. . . Y la mesa con aquellos saleros de vidrio,
perada inquietud. Sin vínculos con el mundo, pero presa en
siempre opacos. Y sus escarbadientes. Y la cama de bronce
sus reflejos, iba golpeando secretamente puertas, buscando
gastada. ¡Ah!, y aquel otro olor, que llenaba la casa, y no se
en la ilusión de las palabras el esclarecimiento de la víspera.
apartaba de sus narices.
Acercarse a ella era acercarse a un espectáculo violento de la
Ráfagas sueltas se internaban entre los árboles, remo­
naturaleza, a un sacudimiento, a un vórtice de inesperadas
viéndolos dulcemente. Paseantes solitarios hacían crujir el
consecuencias, en que todo cabía. Lo contradictorio, lo in­
balasto bajo los pies. Lo que pasó después, era casi innece­
coherente, lo álgido, lo tierno, lo despiadado. La vida era pa­
sario preguntarlo. Vendría solo, a golpes, como un oleaje
ra ella una ola de sensualidad triste, un darse, para encontrar
sólo en las mañanas, con su lucidez demoníaca, en un lecho impetuoso, irrefrenable. Ahora callaba, ceñuda, el rostro
de amor, las miserias del desencuentro. Y salir con la terrible agriado de un duro resentimiento. Las manos abando­
interpretación del hombre que sólo cumplía su misión y su nadas sobre el regazo. Había echado hacia atrás los ca­
aventura. bellos. Y era tierno, fugitivo, un vello casi infantil que le
cubría la sien y la oreja pequeñita, corno de niña. Y cierta
Pero —pensó— ¡cuántas tardes de gratitud le debía
a esta desventurada criatura!. . . Por el mar, bajo las imprecisión en los rasgos, tal vez por la sombra de ese cre­
magnolias en flor, por las calles, solas entre las gentes, com­ púsculo de otoño que las cubría por entero. Se volvió
ponían un círculo cerrado, una isla que el mundo no alcan­ bruscamente. Sus grandes ojos verdes —uno de ellos con un
zaba. Y con aquella su voz velada, un poco ronca en los pequeño lunar entre el iris y la pupila, que le daba cierto
comienzos, iba diciéndole sus inquietudes, sus problemas. singular extravismo— se habían vueltos sombríos, hoscos. Su
Pero, en realidad, más que sus asuntos, era su voz la que lenguaje se hacía gráfico, de una crudeza natural, sin per­
conmovía dándole su forma. Una voz capitosa de hondos versiones. Laura pensó que pocas veces había encontrado
trémolos, que manejaba con una sabia indolencia, como una mujer que pudiera relatar —y ero era, precisamente:
un abanico, como sus cabellos, como sus ojos, como sus relatar— el momento sexual, con más atrevido virtuosismo,
besos. Hubiera deseado por un instante, a veces, cap­ sin caer jamás ni en lo vulgar ni en lo obsceno. No se ensal­
tar esta voz en la esencia de su femineidad, escucharla de la zaba ni se justificaba. Corridos los efímeros terciopelos, el
otra manera, desde el atro lado. Realizar la experiencia hombre y la mujer eran expuestos en su autenticidad carnal.
imposible de lo que podía ser esta voz entrando en el deseo Tenía Ja facultad de expresar lo inexpresable, lo que la
del hombre. mayoría de la gente ni se formula, ya por convencionales
pudores, ya por que eso no fuera, para ellos, más que un
—El me llamaba Me escribía. “Vení. Dejá todo. intercambio de sensaciones sin otro alcance que el meramen­
Pondré toda mi influencia a tus pies. Ya hablé con el
te corporal.
director” . —‘‘No hay nadie más hermosa que vos. Un viejo, con una bolsa al hombro, pasó vendiendo
Dejá todo. Todo. Vení” . . . Y se fué con él. ¿Por qué lo “manises”. —“Calentitos, señorita. . . ”.— Y dos muchacho-
quería? Él le ofrecía, además, un camino para independi­ tes, al pasar junto a ellas, guiñaron los ojos lanzándoles un
zarse. Ella quería “abrirse camino”. Era joven. Lucharía. chiste grueso. Mariusa proseguía. Él sólo tenía una apa­
Saldría de aquella oficina en que su espíritu agonizaba, riencia de alma. Estaba vacío. Arrastraba su mundanidad
escribiendo a máquina, en legajos, seis horas diarias, bajo en un círculo de vanidades. Ella no quería sólo treparse
la dura mirada del “jefe” . Estaba asqueada de aquella pen­ hasta su cuerpo; quería llegar también hasta su alma.
sión en que vi\ía. El cuarto de baño con las boldasas siem­ Pero era rechazada constantemente. Fué exhibida su intimi­
pre mojadas y pelos enredados en las canillas. Y el olor seco dad a los amigos. Su frivolidad la paseó por todos los lugares
de orines.. . Las toallas siempre sucias. El tufo grasiento en que había hombres, mujeres y luces. Como un caballo
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de carrera. La manoseaban las palabras. La manoseaban las en pie el doctor de los doctores, el Santo aristotelesco, el
miradas. Los silencios. El tiempo pasaba. Ninguna promesa que había destruido el Dios de los simples; porque Dios
se cumplía. Huyó de él, al fin, deshecha, asqueada. Y em­ era una abstracción del conocimiento, una ecuación de la
pezó la búsqueda del empleo. —“Venga a verme mañana, Inteligencia. Y marcó a la mujer. Y dijo en medio de un
a tal hora”— decía el Director. Y en un ambiente subrep­ silencio glacial y aprobador: —“Es un varón mutilado” .
ticio y pesado, de almohadones, divanes, luces veladas, des­ —“Acostate co n m ig o ...” . Y de David era el alma.
nudos “artísticos”, se le ofrecían cigarrillos y cócteles. —“Sí, Porque era activo. Porque era divino. “Y, desde encima del
es seguro. . . Pero, hay que esperar un poco. . . ”. Y bus­ terrado vió una mujer hermosa que se estaba bañando.
caban su cuerpo, su boca, sus senos. —“Acostate conmigo”. Bethsabée, mujer de Urías heteo. Y la mandó buscar y se
El viejo, el joven, el casado, el burgués, el literato, el pede­ acostó con ella. Y a la mañana escribió una carta diciendo:
rasta; —“Acostate conmigo”. Y las bocinas de los autos, “Poned a Urías en lo más recio del combate para que sea
u h !. . . u h !. . . Y los frenos de los ómnibus. Chas-chas. herido y se muera”.
“Acostate conmigo. . . ”. Y en la calle; y en el café; y en el El hombre hablaba. Se dirigía al hombre. De su pensa­
ascensor; y en el hotel; y por teléfono; y en la sombra; y miento. De su libertad. De su destino. Pero, en esta libertad,
en las miradas; y en los silencios. Ella era atravesada como en este destino, en este pensamiento, ¿qué era la mujer?. . .
por espadas por esa demanda. —“Acostate conmigo”. Un agregado. Un comensal de su voluntad, de sus instintos.
Días y días anduvo sola por aquella ciudad inmensa. No era una causa sino el efecto de una causa. —“Acostate
Salía de mañana y recorría sus calles, sus plazas, sus corre­ conmigo” . . Condición de mujer. Su sexualidad como
dores, sus escaleras. A la noche, con sus zapatos sucios de piedra de escándalo y tropiezo. ¿Cantaba?. . . ¿Pintaba?. . .
polvo, sudorosa, los cabellos abandonados, se hundía en un ¿Escribía?. . . Eso era un además concedido a su femineidad.
sueño sin sueños. Pero Laura ya no escuchaba aquella his­ Se acordó que esa mañana, en el Instituto, mirando por el
toria lamentable y frecuente. Encendió otro cigarrillo. Miró microscopio, sobre una superficie de un azul metileno, co­
a la criatura mísera y radiante, apelotonada en la sombra. mo un pequeño mar pintado en tinta, entre una pululaclón
Sólo le persistía, le atravesaba a ella también, aquella frase, de innumerables células, vió flotar un pequeño corpúsculo
aquel grito: —“Acostate conmigo. . . ”. Condición de movedizo, una flor roja, estriada. El bacilo.
mujer. Con su boca, con sus senos, con su vientre, ya traía Si un espectador desprevenido, .sentado a unos pasos de
desde el principio su destino trágico. Su designación. Ma­ allí, hubiese presenciado esta escena, pensaría, con cierta
teria. Portadora del pecado. El virus del pecado extendién­ aparente razón, en la dureza de corazón de Laura. Con una
dose en los miasmas selváticos de la materia. ¡Ah!. . . ., e actitud un poco lejana, al parecer distraída, no hablaba.
inducir al hombre. “Y dió también a su marido cuando con Se diría que 110 escuchaba. Sólo fumaba intensamente. Mien­
ella estaba. Y él comió. . . ” . tras Mariusa, a su lado, se debatía en una agitación dramá­
Alrededor de una gran mesa, sin carpeta verde, se habían tica, confidencial. Agitaba las manos, le temblaban los
reunido los Altos. Los Graves. Los Ascéticos. La negra toga labios; la cabellera rubia era sacudida por un nerviosismo
cayendo sobre el cuerpo magro de ayunos y oraciones. Ve­ desesperado. Pero “a fuer” de verídicos —y justos— debemos
nían cargados de infolios. De tesis. De latines. Y noche decir que el pensamiento de Laura iba más allá de esta
y día, y días y noches, discutieron. Discutieron a la luz pá­ mímica apasionada, de este alarde patético. Como soiiía
lida de los vitrales. Y entre el humo espeso de las lámparas. acontecerle, la idea absorbía en ella lo particular .Y Mariusa
Y llegaron a una conclusión, dogma despiadado y orgulloso: no era ya un fin sino un medio; le servía para entrar en la
“El alma pertenece al hombre. Lo divino sólo pertenece amarga realidad de su condición de mujer. —“Acostate
al hombre, porque es activo”. Y entonces se había puesto conmigo. . . ”.
102 103
Imaginaba que los profesores se reunían otra vez para y con el frío propósito de humillarnos, iba, en su pérfida
deliberar. Y decidían elegir —como a Miss Universo— al malicia, a incrustarnos en los ciclos de la Historia, como la
arquetipo representativo de ía mujer de nuestra época. Y ramera del Apocalipsis.
decían: - “Ella no sólo comparte nuestro lecho. Es nuestra Fuera de moda las grandes adúlteras novelescas, las pa­
semejante, nuestra camarada, en la lucha, en los afanes, en sionales famosas: Mme. Bovary, Ana Karenina, justifican­
los ideales”. Había una gran expectativa. ¿Quién sería, cómo do su extravío por un suicidio lavaculpas. . . El amor to­
sería esa mujer? Los comentarios se hacían apasionados; davía estaba en el satán. O, por lo menos, en el boudoir.
las discusiones violentas. Algunos pensaban inmediatamen­ Pero. . ., vinieron los grandes descubrimientos psico-analí-
te en Mme. Curie. La abnegada, la inteligente, la ejemplar ticos, la libido freudiana, el complejo de Edipo, todas esas
compañera. En su nombre ya iba implícita su alta, su, total cosas, y el amor pasó al “fon d o”. Para su análisis burlón,
condición de mujer. Otros sostenían que debía ser Mme. perverso, fisiológico, el genial ex-alumno del Seminario je ­
Roosevelt. Aunque algunos de los opositores insinuaran suítico, tomaba, del cuerpo, el residuo más oscuro de su
que su físico era difícil de asociar a ningún argumento de infierno: Marjorie Bloom, despertando de sus sucios sueños
amor, sus defensores contestaban que eso era innecesario. entre sus sucias ropas. Pero, además, —y esto lo habrían
Tan innecesario como decadente. ¿El Amor? Ella era una tenido en cuenta los Doctores— ella, Marjorie Bloom, no
madre excelente y una admirable colaboradora. Y, además, estaba sola. La seguían otras. Y otras. Era larga la lista.
un pilar de la Democracia. Luego, a último momento, sur­ Y convincente. Claro que 110 podían incluir en ella a Al­
gió otro nombre. Concitaba a su alrededor el sufragio de bertina, por su adolescencia y su muerte prematura. Estaban
los más reacios. Era la mujer por excelencia, la consecuencia Fanny, Helen, Lucy, Gesica, Kio Kio, que en un arranque
más elevada, más fina, más espiritual de nuestra época. Y de cinismo confesaba al marido —viniendo de acostarse con
hasta se suponía que ganaría el Premio Nobel. En una pa­
otro hombre— que “la sexualidad 110 compromete a nada” .
labra, Gabriela Mistral.
Se entraba y se salía de ella como en esas películas norte­
Pero ocurría lo imprevisto. Lo desconcertante. Una con­
americanas, en que la protagonista pasa por todas las vici­
fusión, un estupor general. Nadie podía dar crédito a sus
situdes imaginables conservando siempre las postizas pesta­
oídos ni a sus ojos. —“¿Pero es posible —decían— que la
ñas y la perfección de una vacía “permanente”.
mujer haya retrocedido hasta ocupar un puesto tan escanda­
losamente negativo, más bajo aun que la hembra del Gé­ Laura comprendió que había sido arrastrada demasiado
n e sis?...”. El Cónclave, después de un severo y objetivo lejos por el romanticismo crepuscular de la hora. O, tal vez,
examen del pro y del contra, y de agotar todas las ponencias, por una ternura imprevista y excesiva hacia el cálido y tem­
por A más B, llegaba a esta conclusión: el símbolo de la bloroso cuerpo de Mariusa, como un pájaro aterido. Volvió
mujer de nuestra época es Marjorie Bloom. a su realidad. ¿Kio?. . . ¿Helen?. . . ¿Fanny?. . . Y ella,
¡Marjorie Bloom!. . . Su monólogo, ¿no era el centro ella misma, Laura? . . . ¿A quién se había dado de cora­
negro de la literatura contemporánea?. . . Ya ni siquiera el zón, no siendo a ella misma?. . . ¿Podría enrostrarle la
“Acostate conmigo”, sino el “Yo me acuesto con todos” . fría, la fugaz avidez de sus actos?. . . ¿Podría enrostrar a
Bajando al subconsciente, su Revelador no tomaba una mu­ sus relatores, la sensualidad egoísta, orgullosa y desesperada,
jer en cuerpo y alma, en su flaqueza, en su contradicción, en la que, el amor, las reciprocidades ardientes de la carne y
en sus sueños, en el desamparo de una vida dirigida por el alma, el mío y el tuyo, eran como las graciosas guirnaldas
los hombres. Como esta criatura que tengo a mi lado —diría # %n las alegorías del pasado, quedando sólo en pie, como una
Laura. Sólo tomaba un cuerpo sin alma. Y del.cuerpo, lo armadura centelleante y vacía, el cuerpo y sus razones?. . .
más visceral, lo más grosero. Y con una delectación ralentie, ¿Se había levantado, con su conciencia, con sus experiencias
105
de mujer, de su condición turbia de mujer, para darle a la
sexualidad un sentido valioso y humano?. .
—‘'Acostate en la arena. . . ” . Y ella se había acostado,
sintiendo que el cielo se le venía encima con su carga de
estrellas. Y sintiéndose a sí misma en la enardecida noche
del toro. Y reconociéndose y divulgándose en el suceso de sí
misma. Mientras él, a su lado, asía inútilmente los ligamen­
tos implícitos de la ternura. —“Me querés. . .?”— Y
buscando ansiosamente en su boca, la leve, breve respuesta;
La última puerta
—“Me quiero a mí misma’' . — Y fué el retorno por las
calles iguales. Ella, a su lado, ajena, lejana, sin reconocerlo.
Y otra vez —¿cuándo?. . . — la reiteración genérica y apa­ —“¡Laura! el Director la llama. . . ”— El oído regis­
sionada —“Acostate. . .”— Y su cuerpo se extendía bajo tró: el Director me llama. Levantó los ojos del inmenso
un sol de tránsito, como un lagarto sobre rocas vivas. libro con tapas negras, en el centro de una etiqueta blanca.
—“¿Por qué te besás. . .?” —“Me estoy reconocida. . “Movimiento General de Cadáveres” . Cada hoja dividida
Vió su cara. Los labios finos, en los que persistía 1111 ligero en pequeños rectángulos, orillados de negro. Cada rectán­
temblor, como un sollozo reprimido; mientras su ma­ gulo recogía los residuos esparcidos en la tierra, los reducía
no le acariciaba el pelo con una ternura grave. Ella se a una cifra, a un nombre, a una sección. Los gritos, los
sentía incómoda. Culpable de algo que no podría expre­ sollozos, los besos, los trabajos, la ilusión, el desencanto,
sar. “Me quiero a mí misma*’. “Me estoy reconocida” . Me caían allí, a 1111 descanso anónimo y fichado. Oficializados,
sustento a mí misma. ¿De amor?. . . No, de mis sensacio­ protegidos, asegurados, en el gran movimiento de la nada.
nes. Como de esas úlceras artificiales que, en una profilaxis Tac. Tac. Tac. Los dedos golpeaban tensos sobre la má­
del alma, le hacían a los paranoicos, para desviarlos del ar­ quina de escribir. “El Director me llama”. Y una voz meu~
gumento dramático de sí mismos. ¿Quién podía salir de tía dictaba: “Señor jefe de la Oficina de Recaudaciones,
uno mismo?. . . ¿Y darse?. . . ¿ Y a qué, si era po­ Contratos y Administración. Presente. Señor jefe: A los
sible? . . . efectos del porcentaje que como encargado de recaudaciones
Anochecía. Hacía casi frío. E 11 la sombra, la criatura de este establecimiento ejerce el señor Raimundo Fricht,
callaba ahora, taciturna. Un poco avergonzada de haberla cúmpleme manifestarle que en el mes de junio de 1948. .
abandonado- en sus pensamientos, Laura le tomó la cabeza Rin-rin-rin. Interrumpía el timbre del teléfono. —“Seño­
con ternura, como a un niño enfermo. La apoyó en su rita, ¿cómo está el enfermo del número 14?”. “Con quién
hombro. Todas las palabras que iba a decir le parecieron hablo? ¿Es un familiar?” —No, señorita, es un amigo.
inútiles. -M u rió anoche, a las tr e s .- “Ah. . . ”- decía la voz del
otro lado, perdiéndose como en un túnel.
El Director me llama. Empiezo el día. Las papeleras
vacías. El felpudo sin residuos. Las salivaderas limpias. Los
casilleros del día, vacíos. Hay que llenarlos, rebosarlos. Con
mi fatiga. Con mi hastío. Con mi presunción quebrada.
Con mis manos que se irán ensuciando con el roce y <4
polvo acumulado en la costumbre de las cosas. Hasta que el
reloj dé las doc¿e campanadas del mediodía. Vacías. Vacías.

106 107
que suenen las doce horas del mediodía. Las doce horas en
Vacías. Acabo, empiezo. Empiezo, acabo. Soy máquina, soy
un estallido de espera. La anunciación de una a otra tarde en
número, soy nombre, cifra, sección, en el Movimiento Ge­
neral de la Vida. Soy nada. que había que comenzar de nuevo, trepar para alcanzar y ser
rechazada constantemente. Cada hora, desvanecida de la
—“¡Señorita. . . ¡Señorita!. . . ”Dos hombres trajea­
otra, era pequeñita, ligera, casi sin tiempo. Una bolita de
dos con ropas domingueras, se acercaron con timidez mo­
color para juego de niños. Pero una tras otra, enfiladas in­
viendo torpemente el sombrero entre las manos. Pregunta­
terminablemente como ristra de furia, componían el escala­
ba: —“¿Cómo se llamaba? ¿Cuántos años tenía? ¿A qué
fón trágico de la vida, el grado, la medida exacta desde el
sección pertenecía?” Y ellos, indecisos, contestaban, mirán­
punto cero del comienzo. Sí. Una mañana se abría el Re­
dose perplejos. —“Firme usted acá. . . ”. Y ellos firmaban
y se iban. gistro, Laura Medina, sexo femenino, hija de tales, nacida
el 28 de junio. . . 4^ sección del Departamento. Quedaba
Tempraneras, ágiles, agresivas, caen las órdenes. Rebotan
anotada una fecha, una cifra, en el juego de dados del des­
como papirotazos de papel sucio sobre su túnica blanca.
tino. Uno, dos, tres, siete. ¿A qué distancia, con qué des­
—“Señorita Laura, los expedientes. . . ”— “Laura, los pe­
treza, con qué trampas, sería arrojado el dado para dar la
didos. . . . ” . —“Por favor, señorita Laura, firme el parte
cara desconocida de la felicidad?. . . —“Laura, parece que
mensual”. “L a u ra ... L a u ra ... L a u r a ...” Los puños del
el sumario está incompleto. Y el Director dice que es nece­
día caían implacablemente sobre ella, marcándola, aturdién-
sario suspender a la enfermera del turno de la n o c h e ...,
tlola, despojándola. —“Señorita Laura, faltan tres bidones
la que se acostaba con un e n fe rm o ...” —“Ella declaró
de oxígeno” . Dejó la estilográfica sobre la mesa. Se acercó
que es dueña de hacer con su cuerpo lo que se le antoje. . . ”
a los grandes ventanales. La luz sostenía, con una persua­
Venía después la inscripción escolar. Año I. Salón B .
sión de inoperantes cambios la inalterabilidad del paisaje,
“¿Quieres leer?” Las primeras letras, las vainillas, la caja
ensanchando hasta el mar el ámbito de las horas. La luz
de los sólidos. Sección Secundaria. El profesor, la declina­
iba triturando, devorando los misterios, como una aplana­
ción del nombre. La fórmula algebraica en el pizarrón.
dora en el asfalto, las diferencias del terreno. Y la muerte
Descubrimiento de Baudelaire y de Dostoievsky. Paseo a
y el morir eran briznas volando en el espacio.
la orilla del mar con un compañero. Y un amor. Y un viaje.
—“Laura. . . Laura. . . ” No eran sólo los puños del
“Hasta que la muerte nos separe. . . ” . Y se iban produ­
día, frenéticos de órdenes, de sucesos. Eran también los
ciendo las incisiones y en la ruptura del sueño la dura inter­
otros, enguantados de sombra. Suplicaban. Ordenaban.
pretación, la violencia impasible de la vida. Y otro amoi.
—“Acostate en la arena” . “Acostate en la cama” . Diri­
La reiteración genésica y apasionada. Y efímera. “Acos­
gían su sangre. Marcaban su piel. Estaban en todas partes.
En la calle, en el café, en el cine, en el ómnibus, en la som­ tate” . Y darse. Y en un lecho de amor, en las miserias del
desencuentro, salir con la terrible interpretación del hombre
bra, en las miradas, en los silencios. La golpeaban. “Acos­
que sólo cumplía su misión y su destino. —“Yo tenía un
tate conmigo. . . ” Y los casilleros del sueño desbordaban
alma. Y una inteligencia. Y una sensibilidad. ¿Para qué?
de un humo blanco, desvaneciéndose, evaporándose de entre
Con mi boca, con mis senos, con mi vientre, traía desde el
las manos que asían inútilmente los ligamentos dispersos
principio mi destino en mi condición de mujer. Mi fatali­
del desencuentro. “ ¡L a u ra !... ¡L a u ra !... Se necesita san­
dad: materia. Una tierra yerma en la que sólo se erguía un
gre. No hay sangre. No han venido ios dadores”. De un
árbol seco y antiguo, el Pecado. Ella había comido de su
brazo al otro, en una familiaridad saludable, un goteo vital,
una permuta desesperada con la muerte. En la cama el rostro fruto más amargo.
de una mujer exangüe. Los ojos de vidrio, un círculo negro El corredor, blanco, impersonal, se .extendía como una
alrededor, clavados en la pared blanca sin resistencia. Hasta estrecha y larga calle de angustia; de angustia blanca e im­

108 109
personal. Puertas pequeñas, cerradas, o entreabiertas, los en la mano. El pie, sin media, siente el frío de la baldosa.
alvéolos donde la vida depositaba su sufrimiento, sus la­ Un hombre con uniforme de brin azul, gruesos zuecos de
cras, sus desperdicios. Un olor a éter se iba extendiendo madera, un farol en la mano; ella no le ve la cara porque
cautelosamente sobre las cosas, tomando posesión de los la luz del farol levantada a la altura de sus ojos la des­
sentidos. En el pulmón de acero, se juega la trágica carrera lumbra. Pero supone quién es. --“¿Qué b u sca ?...— dice el
de la respiración. El motor sube, baja. Baja, sube. Respira, hombre. —“¿No está Dios?. . . ”— “¿Dios?. . . No sé de
muere. Muere, respira. El cuerpo tragado por el gran tonel qué habla”. — “Eh, vos —grita el hombre del farol, diri­
blanco, como un monstruo acuático, la cabeza de un mu­ giéndose a una mujer que aparece en el fondo, un niño
chacho, como decapitado, descansa sobre una almohadilla. escuálido prendido a su pezón. La mujer mira, la mira y
San Juan, en la muerte por asfixia. El pelo cayéndole sobre ríe sin dientes; la boca como un pozo oscuro de miedo. Un
la frente; los ojos desencajados de espanto. Se oyen voces gato enarca el lomo junto a sus piernas, oliéndola,
sofocadas, murmullos. —“¡Sálvamelo, Dios m ío ! ...” —“Se­ maullando dulcemente. —“Vaya al lado. . .” —dice, ce­
ñora, le ruego se retire del corredor, el reglamento lo rrando bruscamente la puerta. Renqueando, con el zapato
prohíbe”. siempre en la mano, camina calle arriba. El gato la
El olor a éter entra por su boca, se instala en su nariz sigue, la cola tiesa, en alto. El blanco de las puertas, el
produciéndole un malestar indefinible. Siente una náusea brillo de las mirillas, su obsesión constante a lo largo del co­
apretada a las mandíbulas y una saliva acuosa llenarle la rredor confunden sus pensamientos. Pasa un muchacho, con
boca. Tiene la sensación de andar por la cubierta de un guantes de goma, un balde y un escobillón en la mano.
barco.—“Laura. . .! ¡Laura. . .! ” El corredor es una calle “¿No sabe dónde está. . .?” El olor a éter crece en su estó­
larga, desierta, atravesada por el aullido de un perro invi­ mago. —“No, no sé dónde está. . . Pero, allá. . . Mire.
sible. La luz cae de un cielo opaco de vidrio. Las casas son Ahí saben” . . . Y hace un gesto cínico con los ojos. Atra­
todas iguales. Las puertas pequeñas pintadas de blanco, y viesa la calle de un salto. El gato la sigue, maullando. La
una mirilla de metal en el centro. No hay ventanas. Sólo puerta está entreabierta. Tímidamente, después con brusque­
un pequeño tragaluz como un ojo de buey. Todas las puer­ dad, la abre. Una luz amarillenta, espesa, envuelve el
tas tienen el mismo número, que no se distingue bien, por interior. Una pareja acostada, desnuda, frente al espejo, el
la luzi difusa y como marchita que cae de aquel cielo bajo, orinal debajo de la cama. En la confusión de los cuerpos dis­
incoloro. Una monotonía la esculpe, le da carácter en la tingue una mano, una pierna, una cadera. Cree recono­
designación de su tristeza. Le han dicho a Laura que en una cerlos. Está segura. Sabe a quién pertenecen. El gato se des­
de esas puertas probablemente en la del centro. . . ¿Ésta?. . . liza entre las piernas de Laura y se instala en la cama, olfa­
¿Aquélla?. . . Son todas iguales, uniformes. Laura se acer­ teando prolijamente la naturaleza de los olores. Después se
ca. Busca un timbre. Con los nudillos golpea. Primero hace un ovillo y empieza a ronronear plácidamente. Se sien­
suavemente, después con fuerza, impaciente. Adentro re­ ten voces roncas, como de vino, como de noche, como de
suenan los golpes, contestándose, ensanchándose como en hombres en la intimidad de mujeres. Una cabeza se levanta,
un vacío. Acerca el ojo a la mirilla atisbando el inte*- el pelo alborotado, la barba crecida. “¿Qué quiere?. . .
rior. Sólo percibe una masa oscura, corno si hubiese una ¿Por qué nos interrumpe?. . . ”. La mujer grita: —“Yo
espesa cortina. Rabiosa, se saca el zapato y con el taco gol­ tengo el derecho de hacer de mi cuerpo lo que me da la gana.
pea la puerta. La casa es sacudida como por un acceso de Me río de los sumarios. . . ” . El hombre y la mujer, acos­
tos. Al fin se sienten unos pasos recios y el tintineo de un tados, ríen a carcajadas. El vientre, los senos de ella, sacu­
llavero. Con un crujido de maderas resecas, la puerta se didos por la risa. Él abre una boca enorme, mostrando las
abre. Extrañada de su acción, Laura se queda con el .zapato muelas cariadas. — “Entre. Venga. Aquí está. . . .

110 111
Acostate con nosotros” . Se para en medio de la cama, y decorativo, de atraer a los curiosos. En el umbral, un hom­
con un gesto lascivo muestra su cuerpo, cubierto de espeso bre en mangas de camisa, con un manojo de papeles gri­
vello, lleno de una erupción de manchas rojas, las piernas taba: “Adelante, señores. Pasen. Pasen. Va a comenzar
cortas y membrudas. El gato asustado salta y se mete de­ el acto”. Entró. Parecía imposible que en un espacio tan
bajo de la cama. Laura sale corriendo. Pero se detiene en pequeño cupieran tantas personas, banderas, voces. Papeles.
seco; las piernas, blandas, como de goma, no la sostienen. El magnesio de los fotógrafos enturbiaba el aire. Una gran
El olor a éter está tan próximo que ya la envuelve como mesa con micrófonos, una botella de agua Salus, un vaso
una niebla. Una camilla sale del ascensor arrastrada suave­ de agua. Un hombre grueso hablaba, golpeando con el puño
mente hacia un box. Un cuerpo rígido, respira apenas, co­ sobre la mesa como si martilleara. En el fondo, contra el
mo un hilo pronto a romperse, bajo el embozo de las sába­ muro, enormes retratos ondulaban en el aire. —“Señores,
nas. El ojo, nadando en la órbita, es una gota de cera pronta debemos agruparnos para la acción. Necesitamos la acción
a licuarse. Siente el café con leche subirle a la gargan­ conjunta de todos. Nos dirigimos a todos. A las mujeres
ta, tomar contacto con su paladar en una boconada agria. también. Somos explotados. No esperemos sentados. Tene­
Busca un pañuelo en el bolsillo de su túnica. Quiere apre­ mos que superar nuestros dolores y levantarnos sobre la
tarse la boca, impedir que le suba la cosa desagradable y destrucción. La pasividad, el aislamiento son el suicidio del
final. Se acuerda de un desfile escolar frente al monumento hombre. El hombre nuevo no se forja para sí. Es el partido
a Varela, una mañana de octubre, en una larga espera. De que lo dirige” . . .
pronto una compañera lanzó sobre su delantal tieso de al­ Laura tuvo que apoyarse en la pared emocionada de ex­
midón la ola oscura y pesada del café con leche. Laura teme traña felicidad. Dirigida. . . Ordenada. . . Incorporada al
el recuerdo de aquel olor. Pero como de costumbre, en el bienestar colectivo. . . No pensar. . . No sufrir. . . ¡Qué
bolsillo sólo encuentra un lápiz, un cigarrillo quebrado, un descanso!. . . La angustia, como una alfombra vieja, era
botón, la barra del rouge. Fatigada, con las piernas pesadas, arrollada en el desván. Y en su lugar se extendían caminos
sigue caminando. Dos médicos conversando animadamente, claros, colectivos, perfectos, sin dudas. “Mi sueño adminis
seguidos de una nurse, la saludan, casi sin mirarla. —“Bue­ trado, mi vida, mi muerte en el gran osario, sin juicio, sin
nos días, señorita Laura”. “Qué tal Laura”. Sus voces llegan proceso. Sin cielo-. Sin infierno. Sin El. “ ¡Viva! ¡ Viva!...
a su oído lejanas, indefinidas, borrosas. —gritaba la gente. Laura los miró. Caras vacías. Bienestar
Se detuvo frente a la penúltima puerta. ¿Dónde estaría? colectivo. Se sentían gordos de esta palabra, hinchados de
Tal vez se hubiera muerto. . . Tantos años. . . O, viejo y felicidad. —“¡Viva!. . . —estuvo a punto de gritar ella
cansado, se olvidara y confundiera los actos y las circuns­ también. Pero sintió caerle sobre la espalda como una ducha
tancias. Y, ¿para qué lo busco? ¿Acaso lo necesito? Tengo fría. “Sin libertad me condeno. ¿Condenación . . . ¿De
otras cosas. ¿Cuáles? Deliberadamente procuraba engañarse. qué?. . . ¿De quién?. . . Si El no existe. . . ”. —“Lau­
Mecía en un sueño de grandezas el centro mismo de su an­ ra. . Laura. . ., el Director está furioso, esperando” —le
gustia. Me tengo a mí misma. Era como estar en un cuarto dijo la nurse. —“Pero, qué pálida está. . . ¿No se siente
vacío, sin cama, sin sillas, sin espejo. Ni un solo apoyo. bien?” Abrió la última" puerta. Allí estaba, detrás de su
Nada que le hiciera sentir la afirmación, el peso, la realidad, inmenso escritorio y de sus gruesos anteojos, entre altas pilas
el calor de uno mismo. Nada me defiende de la nada. En esa de expedientes. —“Señorita —dijo El, mirando el reloj con
penúltima puerta el blanco era tan intenso como la luz. severidad—. Hace diez minutos que la espero. El sumario
Al costado, un altoparlante tocaba una marcha estridente. está incompleto. . . ” .
La puerta se abrió. Una alfombra raída y unas ma­
cetas de palmas, mostraban el propósito, ingenuamente
112 113
La otra la siguió, tan pegada a ella que Laura sentía el
roce de su cuerpo. Caminaron así unos instantes en silencio.
Laura no sabía qué hacer. Entonces, dijo conciliadora:
—Bueno. Como soy tan distraída y tan corta de vista tai-
vez no la haya reconocido. ¿Cuándo nos hem os encontrado?
—N o, no nos hem os encontrado. Somos.
—¿Somos. . . q u é ? ...
Laura contra Laura —Laura Medina.
H ubo una pausa. Se m iraban intensamente como m idien­
do sus intenciones. Lentam ente, con palabras cortantes, co ­
mo calculando su efecto, la Otra agregó:
Laura seguía caminando. Pero un malestar, una sensación —Pero yo soy la verdadera. Tú sos la intrusa, la im pos­
indefinible la. dom inaba. Sentía que la seguían. N o hubiera tora. Ocupás el lugar que me pertenece
pod id o afirm ar quién. N o había visto a nadie. Sin em bargo Laura la observó atentam ente, alarm ada. Vió en su cara
estaba segura que alguien iba, solapado, tras ella. Se detuvo una dura terrible ansiedad. Los ojos fijos sobre ella tenían
bruscamente para sentir los otros pasos. Y, sea p or el ruido un reflejo tan extraño e insostenible que, lastimada, bajó los
de un tranvía que pasaba en ese m om ento o a causa de su suyos. L a idea de que pod ía ser una dem ente se afirm aba
misma nerviosidad, no sintió nada. Siguió caminando. Y en ella. Ella quería afirm arse en esa idea. Pero no porqu e
otra vez la misma sensacióni. De repente se dió vuelta. Y vió estuviera segura de eso, sino porqu e buscaba una salida que
venir hacia ella 'una m ujer extraña, los cabellos peinados pudiera librarla de esta situación qu e em pezaba a serle an­
hacia atrás violentam ente, el aire resuelto y casi agresivo, gustiosa.
Tenia un rostro pálido y grave, de expresión apasionada. —¡Ah!, si —dijo con una voz convencional sin mirarla
Laura no sabía quién era. Como estaba sin lentes, no dis­ ya—. Pero ahora no podem os seguir hablando. ¡Qué tarde
tinguía bien sus rasgos. Pensó que sería alguien que conocía es!. . . —exclam ó m irando el reloj—. Ya son las cinco, y
de alguna parte; aunque, en ese m om ento su cara le recor­ m e esperan. Adiós.
dase confusam ente algo molesto. L a otra se le acercó más, Y dió m edia vuelta para retirarse. Se paró en seco cuando
hasta estar frente a frente. Se le acercó tanto que Laura sin­ oyó a su espalda algo que la dejó desconcertada.
tió su aliento agitado. Y retrocedió un paso. —Anoche —había dicho la Otra lentam ente, con aire de
—Qué ligero ibas. . . —dijo—. Casi no te alcanzo. maligno triunfo— cuando estabas con él. ..
Y com o Laura la mirase perpleja, agregó: Laura se volvió rápidam ente, con una oleada de sangre
—¿No me reconoces? en la cara.
N o, realm en te. . . —Vcl. alucie. . .
Y después de un instante de vacilación: —. . .eviden tem en te. ..
—Perdóneme. Estoy apurada. —Y siguió caminando. —¡Ah!, entonces. ..
L a otra la tom ó p or el brazo. Laura no sabia si se sentía hum illada o indignada frente
H abía una dura severidad en el fon do de sus ojos. a aquello. Pero, p or otra parle, com prendía, a pesar suyo,
—L e ruego que no insista —volvió a decir Laura, tur­ que había en todo esto algo más oscuro y absurdo que ella
bada ya p or aquella m irada persistente, de una intolerable no podía dominar.
agresividad—. L e repito que no la conozco. L a Otra, com o adivinando su pensam iento, dijo:
Y cruzó resueltam ente la calle. —Es nuestro amante.
114 115
—B u eno; acabem os —dijo Laura, ya exasperada—. ¿Qué —Las amas a través de ti misma; te amas a ti misma.
es lo que quiere Vd. de mi? Laura replicó alzando la cabeza con un gesto desolado—.
—Quiero ocupar —contesté) duram ente la Otra— tu lu­ Sólo sé que hay un triste desencuentro.
gar que me pertenece. Anoche; mientras te entregabas, —Sos com o un fantasma entre cosas muertas.
con un subjetivismo feroz y despiadado, yo, com o una m en­ —¿Un fantasm a?. . . Si, de veras, dijo Laura, riendo ah o­
diga en la som bra, en tu som bra, pugnaba p or actuar, por ra, sin saber por qué, entre amarga y burlonam ente—. Un
salir. Pero til me sofocabas, me ahogabas. Era horrible. Es­ fantasma, pero no entre cosas muertas, sino vivas, y d e una
tando con él estabas sola. \vida grosera, brutal, despiadada. ¡Mire todo esto . . .! —agre- *
—Como se está siem pre solo. En eso. . . Y en todo, —dijo gó, señalando a su alrededor con un gesto vago, displicente.
Laura en voz baja. Pero inm ediatam ente se arrepintió de Pero la Otra, sin escucharla, proseguía:
ese tono confidencial. —Desde que apareciste, usurpando mi progenitura, com o
—¡Ah! -g r itó triunfante la Otra— ahí está el error, el Jacob, com prendí que estabas perdida. ¡Cómo sufrí vién­
trem endo pecado. ¡Cómo he sufrido!. . . Si me hu bie­ dote surgir, em ancipada, sola, siem pre sola entre los demás,
ras dejado salir un in sta n te... Pero estabas allí, con sin com partir la vida de los otros, buscando>sólo tus sensa­
tu yo exacerbado, encastillado, sin tregua, sin olvido, enros­ ciones, com o un perro olfateando las huellas. . .
cada a ti misma como una culebra. Sos un m onstruo. . . -¿V d. sufrió?. . . ¿Y yo. . .? ¿Y yo. . .? H abla así porqu e
Y después. . . ¡ah! no me conoce. ¡Qué sabe Vd. cómo s o y ! ... ¡Ah!, cuando
¿Después q u é . .. ? —interrum pió Laura vivam ente—. salí a la calle, al mundo, y me rom pí contra la amarga
—Ya lo sabemos. Pero ¿era necesario que le dijeras a él, realidad. . . Mire —le d ijo— ya tengo algunas canas. . . —Y
que sólo te querías a ti misma?.. . le mostró unos hilos blancos entre sus cabellos oscuros.
-¿Y p or qué n o ? ... ¡B a h !. . . —dijo Laura alzándose —L a vida puede ser m aravillosa. . .
de hom bros, con cinismo triste—. ¿Acaso él no se quiere —¿Maravillosa?. . ., porqu e no la ha vivido. . . le res­
tam bién a sí mismo cuando me busca?. . . pondió Laura con sarcasmo. Y agregó casi entre dientes,
—¡O h !. . . —exclam ó la Otra, abandonando su tono agre­ como para sí—. Es absurda.
sivo y ya con una expresión desolada en la cara—. ¿Por qué —Si a mí me hubieran dejado aparecer, vivir —d ijo en­
te habrán h echo a s i? ... tonces la Otra, ahora con cierta exaltación—, si me hu bie­
—¿Asi?. . .. ¿Cómo?. . . ran dejado ser como hubiera qu erido, yo hubiera hecho de
Estaba sorprendida de esta conversación, en la< calle, con tu vida, que es l a m i a , ¿ en tien des?..., la-m ía, un largo
una absurda desconocida. Pero; al mismo tiem po quería aprendizaje de dulzura. T oda la acción que has rehu ido,
escuchar, sentía la secreta necesidad de seguir escuchando por cobardía, p or orgullo —y tené entendido que el orgullo
hasta el fin. Percibía que en este encuentro se jugaba algo es siempre una c o b a r d ía ...—, yo Ja hubiera asumido sin
muy íntimo y profu ndo de su ser. Pero se resistía. Soslaya­ melindres, sin aspavientos, con fe en mis semejantes.
ba la verdad, contestando un poco vagam ente. —¡Mis sem eja n tes...!
—Tan orgullosa. . . —proseguía la Otra—, tan dura, tan La Otra buscaba los ojos de Lau ra; pero ésta contes­
egoísta, tan sin amor. ¿Qué fines habrán perseguido al ha­ taba con un aire abstraído, com o respondiéndose a sí misma.
certe así, de esta índole tan amarga y o d iosa ? .,. ¿Y no -¡M is sem eja n tes!... ¡Qué difícil es com partir la vida
com o yo hubiera querido ser?. con e llo s !... ¡Ah! —d ijo; y el rostro le ardía de una pa­
—N o —respondió Laura, casi hum ildem ente, inclinando sión salvaje—. ¡Cómo odio lo feo, lo vulgar, lo g r o s e r o ...!
la cabeza—. Yo no soy dura ni egoísta. Es dura la realidad. Hay días, que quisiera andar sola entre calles desiertas, en
Amo tarifas cosas. com pañía de perros y gatos.
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—¡Oh! —dijo la Otra— estás m acho peor de lo que pen ­ guian el cotidiano ir y venir de los vecinos. Atravesaron
saba. —Y tom ándola dulcem ente de los brazos com o a una una vieja plaza con una fuente donde, un niño m ohoso,
enferm a—: Vení conmigo. Vamos a una iglesia. Rezarem os sobrevivía por el m ilagro de un hilo de agua com o un tallo
para que Dios te dé fe.
vivo sobre la vejez del tiem po detenido. Laura, estrem e­
—F e . . . D io s ... —Y com o despertando de un sueño— cida, escuchó el borboteo del agua que le traía su infancia.
¿Pero es que realm ente Vd. c r e e ...?
Oyó a la Otra decir, indiferente:
—No, Laura. N o podríam os entendernos. Sólo quisiera —¡Qué viejo, qué triste es todo e s to ! ...
encontrar una respuesta a tu amargura. Hay que encontrar Llegaron a una calle tan desvanecida, com o de humo.
una solución para que no me arrastres con tu muerte. Pasaron junto a tapias con madreselvas. E n las veredas des­
—N o sé qu é contestarle —dijo L aura—. Podría decirle hechas crecía el pasto. Un abandono, un polvo viejo, iba
esta frase, que no es mía, pero la tom o para m í: “Tuve el cubriendo las casas, borrándolas en una m elancolía desga­
ardor, la energía, la audacia, y no pude ponerlas a disposi­ rradora. Se detuvieron frente a una de esas casas. Tenía tres
ción de nadie, por la falta de fe en cualquier cosa hum ana’'. altas ventanas de hierro herrum brosas; y una puerta de pos­
—Yo no sé quién dijo eso. Pero sé que es una de las tigos con pequeñas rejas y la mano de bronce del llam ador,
más tristes y dolorosas blasfem ias que se han dicho. oscurecida. Por la reja de la puerta, las dos miraron hacia
H acía ralo que Laura pensaba en algo. Pero un pudor adentro, ya m edio en sombra. E l patio d e baldosas, el arria­
o un tem or a que la Otra supusiera p or un instante que te con la magnolia sobreviviéndose al desastre, cubierto de
ella le reconocía el derecho de hablarle de esa extraña yuyos. Más al fon do, p or la puerta de hierro que separaba
manera, la detenía. Y tam bién la irritaba la seguridad con del jardín, venía un viento de lim onero, un chirrido de
que le hablaba, el m odo superior de m irarla; y sobre todo puertas, un qu ejido de hojas, de cosas, gritos de niños au­
—¿a qué negarlo?— porqu e en lo más profundo de sí m is­ sentes jugando entre los árboles.
ma, adm itía, llegaba a adm itir, la verdad de sus palabras. —Mirá -d ijo L au ra—, ésta es la casa de nuestra in­
De repente dijo, rom piendo el silencio, antes de pensarlo:
fancia. ¿No te acordás?
—Vam os. ..
La Otra la miró sorprendida. Era la prim era vez que
—¿Adonde?. . .
la tuteaba; y más que nada, adm itía que ellas eran una
—Al principio de esta historia.
sola Laura M edina.
—Pero, ¿de qué historia me hablas? ¿No te has dado —¡No te acordás! —exclam ó—. ¿Ves? ¿Qué sería de ti,
cuenta todavía de que no hay ningún hecho, ninguna h is­ sin mi? Yo soy más necesaria que tú. Yo soy la verdadera.
toria de ti que yo ignore? ¿Que entre tú y yo no hay mis­ —¿Por qué? —preguntó la Otra, ahora, a su vez, des­
terio?
concertada.
—Sí que lo hay —replicó L au ra— y muy grande. Vd —Porque yo tengo las raíces en la infancia; las man­
no sabe todo o lo ha olvidado.
tengo vivas para sostenernos en m edio de estas ruinas. ¡A ho­
Siguieron caminando entre el crepúsculo. Atravesaron ra lo com prendo! Tú sólo vives de m i; sólo tienes raíces
muchas calles y una gran avenida; y entraron en un barrio en mi angustia, te sostienes en mi vacilación.
suburbano, antiguo y tedioso bajo los árboles. Casas semi- Y lo dijo con una convicción tan profunda que la Otra
ruinosas, con sus anchos zaguanes, en los que, todavía, en calló, sin saber qué contestar.
un sillón de Viena, se ham acaban algunas señoritas. Con­ Laura siguió diciendo:
servaban sus ventanas de rejas o sus viejos balcones de már­ —Siempre andaba sola p or esta inmensa casa. Ya en­
m ol, en cuyos antepechos se apoyaban, sobre halconeras de tonces tenia un aire de abandono, com o si estuviera des­
lanas de colores, otras mujeres, de ojos lánguidos, que se-
habitada.
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—¡Oh! ¡(¿né triste! No puedo, no quiero imaginarme rendidas noche y día en los rincones, sostenían sus almas,
en esta casa —murmuró la Otra, con un ligero estrem eci­ las llamaban. Se consultaban sus lágrimas, sus deseos, en la-
m iento, corno si tuviera frío . form a de la cera derretida. Se andaba com o entre un silencio
—T odo se desarrollaba detrás de esa puerta —siguió de ánimas en pena. L a casa estaba toda habitada por ellas.
Laura sin oírla—. ¿Ves? ésa que está frente a la magnolia. Al pasar de un cuarto al otro, p or las altas puertas entor­
A veces veíamos sombras alargadas m oviéndose en las p a­ nadas, entre un viento de bujías, temblorosas, veíamos en
redes. Pero nunca nos dejaron entrar. Un día —¡cómo p o ­ las paredes el m anto de su sombra.
dría olvidarlo!— la puerta se abrió y apareció una alta —Pero, ¿estábamos siempre solas. . . ? ¿Siempre tris­
figura envuelta en un chal, la trenza negra sobre la espalda. tes? . . . —preguntó la Otra—. ¿No teníamos herm a­
Cam inaba sobre las baldosas com o sobre arenas movedizas. nos? . . . ¿No había otros niños? ¿Nunca había ninguna
Quisimos llam arla. . . Pero, com o una reina vencida del alegría en la casa?
tablero, atravesó el patio sin mirarnos y tomó un coche. —T al vez era necesario que no hubiera otros niños
Los caballos piafaban de im paciencia; el chasquido de un —contestó Laura vagamente—. Pero, venían, a veces, des­
látigo y el rodar del coche sobre este em pedrado, quedaron de afuera, algunas pequeñas e inesperadas alegrías. Una vi­
para siempre com o una herida abierta en mi m emoria. sita que traía con el rumor de sus polleras de faya y su
—Pero, ¿quién era esa m ujer? —preguntó la Otra, tím i­ som brilla de encaje, un perfum e de violetas. Y conversa­
dam ente, con voz velada. ciones con noticias del mundo, de la fam ilia; casamientos,
—¡Ah!, no me lo hagas decir. . . Es muy doloroso. noviazgos; algún \viaje. Y el regalo de una caja de dul­
H ubo una pausa. Sólo se oía el rumor triste que venía ces; o una muñeca que, poco después; olvidada en aquel
del interior de la casa. Laura prosiguió con voz cada vez banco de azulejos, se destripaba al sol mostrando el aserrín
más íntima y opaca. de su vientre. Podíam os también, a veces, en la cochera,
—¿Ves?. . . Desde aquellos patios interiores venían fres­ girar en las calesitas abandonadas, entre el brillo1' m ulticolor
curas de parrales. Las calabríalas que colgaban de los zagua­ de sus innum erables espejitos; y ser llevadas vertiginosa­
nes con sus globos de vidrio azules, traían recuerdos de mente, en un caballo>de madera, las crines plateadas, en un
agua. Si vieras. . . T odos los de la casa, tenían un aire vago, viento de inmovilizada música. Peyó —era extraño v
incierto, com o si caminaran fuera de las horas y costumbres. la tristeza de la casa nos atraía, nos reclam aba. Nos pren ­
Un ir y venir apresurado y silencioso, desorganizado. ¿Qué díamos a ella com o a la teta enorm e y negra de nuestra
pálidas eran sus caras y qué manera de mirar ten ía n !... nodriza, henchida de la leche pesada y caliente del miedo.
R ecordán dolo, me, dai la sensación de que vivían en la con­ El m iedo la nutría, la sostenía, la dirigía. Se nace bajo sig­
fusión delirante de personas que son despertadas de im pro­ nos zodiacales, estrellas luminosas madrinas benignas.
viso a la madrugada, p or un parto o una larga a g o n ía ... ¡Ah! —dijo— nosotras nacimos bajo el signo del m iedo.
Las mujeres siempre tenían el pelo suelto, la ropa puesta Dorninós de raso negro visitaban la casa. Se les esperaba
com o de cualquier manera, en la prisa del levantarse. Y a d e ­ con los postigos y la puerta cerrada. Altos, altísimos, si­
más, nunca estaba nada en su sitio. H abía que atravesar niestros, caían de noche o a la atardecida, sacudiéndola
muchas piezas, abrir los cajones, dar vuelta los vestidos, todo con los golpes de este llam ador de bronce. Traían n o­
para encontrar un pein e, un cepillo, un zapato. Sólo los ticias de desastres, cartas arrugadas qu e sacaban con enguan­
muertos y los recuerdos estaban siempre en sus Jugares. tadas manos de bolsillos ocultos, misteriosos. A veces, lo­
—¿Los m u ertos?... —dijo la Otra, con la voz ya so­ graban introducir un brazo p or las rejas de esta puerta,
brecogida. m anoseandot el pecho y la cara de las mujeres, entre gritos
—Sí, los muertos. Nunca se perdían. Porque, velas en- airados y desmayos. O, inesperadam ente, estaban sentados
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en el com edor. ... abanicándose con una pantalla de palm a.
Nosotras, húmedas de dem encia, recorríamos distancias de
desesperación. L a cara entre las manos, sentíamos que los
pies se hundían com o en arenas blandas. L os sapos del m ie­
do nos perseguían, se adherían a nuestras piernas, subían
p or nuestros cabellos. H uíamos, hechizadas en el mismo
punto. ..
Laura volvió la cabeza para m irar a la Otra. Ib a a de­
cirles —“¿Comprendes a h o r a ...? Pero la Otra no estaba Y otra vez la mañana
allí. Sorprendida, miró a su alrededor, buscándola. N o vió
a nadie. L a calle estaba desierta, apretada de sombras. Ya
era noche cerrada. Algunos faroles amarillentos, medrosos, Laura no podía reconocer dónde estaba ni por qué la
aum entaban el silencio y la oscuridad.
habían llevado a ese lugar tan extraño. Nada le era familiar.
Y se sentía, no' inquieta, pero sí como perdida, en ese patio
enorme, de baldosas blancas y negras. Aunque había algu­
nas personas, un silencio hueco lo llenaba, como si estuviese
vacío. A un costado se elevaba una monumental chimenea
de marmol rojizo y brillante, con un complicado dibujo de
ornato. Del plafon d pendía una gigantesca araña de hierro
forjado, negra, terminando en una gruesa borla de flecos
de seda violeta.
Sobre el artesonado del techo, vitrales de colores azules,
rojos, amarillos, envolvían el patio en una luz submarina,
como de acuario. Ella vió inscripta en los vitrales del p la ­
fond una cifra en números romanos, MCMX; y unas ini­
ciales entrelazadas que no podía distinguir claramente. En
un extremo empezaba una escalera con anchos escalones,
que se iba ocultando en la brusca curva de la pared. Tenía
a modo de pasamanos un grueso cordón sujeto en las bocas
de bronce dorado de unas quimeras; y terminado él tam­
bién, como la araña, en una borla de seda violeta.
En el centro del gran patio se levantaba un féretro de
caoba con herrajes de plata. Estaba separado de la
gente por el mismo grueso cordón del pasamanos. Había
muchas flores; algunas sillas de metal con asientos de cuero
de vaca; una mesa con una máquina de escribir y un tablero
de timbres. Frente a la chimenea un alto reloj de péndulo,
parado en la hora siete.
Laura no podra verse. Se le habían olvidado los lentes.
Y aunque la distancia entre ella y el féretro no era mucha,
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tres o cuatro metros, sólo su cara yacente era visible, como trajo un balde y lo puso* debajo de la gotera. El agua, estre­
una mancha pálida en la madrugada. Y un mechón de pelo llándose contra la lata del balde producía un ruido antiguo,
que le caía inerte sobre una mejilla. Debía hacer frío, por­ familiar, de canaletas y caños de desagüe, como un canto
que algunas mujeres tenían puestos sus abrigos de piel y lejano de infancia, que Laura quería descifrar. Pero por
pañuelos en la cabeza. Laura se miró y vió que no tenía más que su oído se inclinaba ansiosamente a esa solicitación
nada más que una especie de túnica, de una tela gruesa y melancólica, lo percibía cada vez menos, cada vez más le­
opaca que le caía torpemente como colgada de los hombros. jano, como si un hilo invisible se fuera adelgazando, rom­
Pero no sentía frío. Se miró las manos curiosamente. Esta­ piéndose, a medida que ella se sujetaba, más a él. Asustada
ban tan pálidas y afiladas que se asombró, porque ella las se dijo: —“Estoy perdiendo la memoria”.
tenía casi siempre un poco enrojecidas a causa, de su mala Como la gente iba afluyendo cada vez más a medida que
circulación. Las levantó para contemplárselas al trasluz. la mañana crecía, muchos pasaban por detrás del féretro, y
Pero las manos no tenían ninguna flexibilidad. Estaban se iban a otro patio, de una luz fría y verdosa, cubiertas
como vaciadas en un molde, alargadas y estáticas. Se pare­ las paredes de hiedra. Laura los veía bajar unos escalones
cían un poco a esas manos de cera que suelen ponerse en las gastados y desaparecer en unos cuartitos con cortinas nylon
vidrieras de las joyerías, sobre un peluche granate. Pero no de un verde chocante. “Entran allí para hablar mal de mí”,
tenían anillos. pensó. Y no se puso nerviosa. Por primera vez sintió
Laura hizo un ademán de llevarse hacia atrás el mechón que eso no significaba nacía para ella. Alrededor, la gente
de cabellos que por momentos parecía iba a hacerle cosqui­ formaba grupos cuchicheando. A veces la miraban de sos­
llas en la nariz. Pero pasó una cosa extraña. No sintió nada. layo, haciendo signos con la cabeza, difíciles de interpretar.
El contacto musgoso de sus cabellos había desaparecido. Laura quería acercarse; pero se sentía clavada en el suelo,
Pensó con terror: “Se me cayó el pelo” . Las manos se hun­ como si sus piernas no respondieran a su voluntad. Vió a
dían en el vacío de aire muerto. Había entre ellas y su Mariusa, con un grueso cinturón rojo y el pelo corto y al­
cuerpo como un silencio de puertas y alfombras; de cosas borotado, tirada en el suelo junto a la chimenea, mientras
dormidas. Como si las manos, para alcanzar sus cabellos, un hombre, que estaba de espaldas, le acariciaba el vientre.
fueran quebrando sin ruido objetos de humo. Los dos reían descaradamente, pero sin ruido. Y Mabel,
Al aclarar, por los vitrales del piafon d, caía una luz con un antifaz de plumas amarillas, discutía acaloradamen­
neutra, dejando el contorno del patio en una semios- te con el Sub-Director del Instituto, en tiradores, acerca de
curidad velada, neblinosa. Entraba mucha gente. Pero un perro muerto.
nadie se fijaba en ella. No la veían. Todos parecían quedar De la calle venían ruidos apagados y confusos, como si
pasmados ante la enorme araña de hierro forjado, con sus estuvieran lejos o hubieran sido sofocados a propósito. Pero
faroles colgados de un rosetón corno de encaje negro. Un de repente, un relinchar de caballos hendió el silencio. Se
hombre con un pañuelo al cuello y un grueso paraguas, dijo: abrieron bruscamente las puertas y entraron unos hombres
—“Ya no se hacen estas cosas” . Pero una muchacha vestidos de negro. Laura reconoció, aunque no podía dis­
que estaba a su lado, comentó: —“Si se cae encima del tinguirles las caras, a algunos de sus amigos. Al que le traía
cajón. . . Ya le digo. . . ” —“¿De qué cajón? —preguntó noticias de Dios. Y al que comparaba su cuerpo al de San
el hombre sorprendido—. Yo vine a darme una ducha”. Sebastián adolescente. Y a otro que no conocía, pero (pie
Empezó a llover. Del techo caía un hilo de agua que se un día la había llamado por teléfono pidiéndole una cita.
fué haciendo cada vez más grueso hasta formar un charco Sé acercaron para levantar el cajón. \
triste en el patio. Algunos dijeron: —“Hay que arrimar el Un terror espantoso la dominó. Gritó. Pero de sus labios
cajón. Se va a mojar”. — Úna mujer con túnica blanca no salía sonido. —“ ¡Ahí —dijo enloquecida— esto es
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un sueño. Tengo que despertar. Ahora voy a despertarme. nada. La mañana, filtrándose por la ventana, envolvía
No quiero que me lleven; no quiero. Tengo que ir al Insti­ el cuarto en una luz lechosa, una luz inmóvil, de espejo,
tuto. Es tarde. ¡Quiero despertarme!” Y enloquecida, salió donde las cosas se quedaban un poco ausentes, asordinadas,
corriendo. T omó al pasar, del perchero, una pequeña som­ solas. Y existiendo solas en ese espejo que haría trizas, des­
brilla de broderie blanca que su madre le daba en los días pués, la violenta irrupción del día .
de sol para ir a la escuela. Subieron a una volanta y echaron Morosamente, como pidiéndole permiso a su cuerpo para
a andar por un camino de plátanos. Laura quería alejarse, iniciar los movimientos, salió del cuarto. Los pies descalzos
alejarse de prisa, para que no la encontraran. Los caballos sobre el mosaico, le produjeron un escalofrío desde la mé­
removían bajo sus patas las hojas secas; y la volanta se iba dula hasta la raíz de sus cabellos. Era una sensación tonifi­
balanceando, inclinándose vertiginosamente, de un lado a cante, que aventaba los últimos vapores del sueño. Los li­
otro. Llovía a cántaros. Abrió la pequeña sombrilla blanca. bros en los, estantes,, los cuadros, el amplioi sofá con ,sus pe­
La carrera se hacía cada vez más desesperada. Ahora iban queñas flores doradas extendidas como una cabellera sobre
por la rambla. Y ella sintió vergüenza porque pasó la maes­ la combada superficie, los retratos, estaban llenos de un re­
tra de la clase y la vió lloviendo, con una sombrilla abierta. cogimiento de íntima familiaridad, de dulce costumbre. Pero
El agua barría el asfalto; el mar golpeaba levantando olas al mismo» tiempo, conservaban en su silencio pensativo una
de espuma. Los caballos empapados resbalaban sobre el pa­ grave y culta independencia, un dar y entregarse sin alterar
vimento. Pero Laura no se había mojado. Su túnica per­ con su contacto la soledad. Se estaba libre entre ellos, porque
manecía intacta. Se oía a la distancia el tintineo de una ellos no exigían, no imploraban; eran, a lo sumo, una ecua­
campanilla. El cochero fumaba tranquilamente, con un telé­ ción de silencio estimulante.
fono sobre las rodillas. Ella, de pie, gritaba desesperada: Laura pasó la mano sobre las pulidas maderas, tocó los
—“Más ligero, más ligero!” El cochero contestó: —“¡Son libros al pasar, acomodando alguno que había quedado
las vastas proporciones del Atlántico!. . . . “Laura lo miró abierto sobre la mesa, recogió unos pétalos caídos sobre la
y vió que era Lorenzo, el negro portero del Instituto. alfombra, estableciendo los contactos, empezando con las
—“¿Cómo voy a entrar así, desnuda y tan tarde?. . . Diré manos el conocimiento de ella misma, su incorporación a la
que me he dormido. Dormido. . . . ”. El camino se iba estre­ mañana. Tomó el diario del suelo, junto a la puerta. Gran­
chando cada vez más. A pesar de la lluvia y los truenos se des títulos negros, como enormes y gordas moscas, ánun-
sentía cada vez más fuerte el tintineo de la campanilla y el ciando los lugares en descomposición, decían: “Ha renun­
rumor de un carro danzando sobre sus ejes. Llegaron a un ciado Molotof. Una ola de pesimismo se extiende por Eu­
puente. La campanilla era tan aguda y persistente que Laura ropa. Se teme con su alejamiento que Rusia intensifique la
quería taparse los oídos con la almohada para no oírla. Del guerra fría”.
otro lado del puente apareció un coche todo negro con Salió a la terraza en, camisón. La mañana le entró por
cortinas negras y letras violetas; los caballos desbocados. los ojos, por la boca, en sus cabellos. Había llovido. Los
—“No, no” -gritó Laura. Y, haciendo un supremo esfuerzo, plátanos ya delicadamente alcanzados por el otoño —que
saltó de la volanta y se tiró del puente. Bruscamente se sentó con una persuasión implacable y laboriosa iba metamorfo-
en la cama. El despertador daba las seis y media. seando sus hojas, en las gamas del oro—, sacudían sus ra­
Echó hacia atrás sus cabellos, levantó perezosamente los majes todavía pesados de lluvia. Gotas gruesas y redondas,
brazos y bostezando se miró distraída los pies. Contra lo como uvas moscateles, caían sin ruido. Y aunque ella no
habitual en ella al despertar, se sentía oprimida; le picaba hubiera visto por las hojas, ni hubiera sentido su piel eri­
la garganta como si hubiera llorado o gritado mucho . “Debo zarse por el frío, sabía, sólo mirando la luz, que el otoño
haber tenido un mal sueño” pensó. Pero no recordaba empezaba.
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Abarcó con su mirada el cielo, la cinta del mar a lo lejos, ruido seco, como de olas batidas, golpeó sobre su cabeza.
sobre las azoteas. Todo estaba igual, La mañana se ordenaba Y antes que tuviera tiempo de reaccionar, polvos, colillas,
entre sus leyes fijas, inmutables. Y la gravitación del tiempo papeles, pelusas, cayeron sobre la terraza. En el piso de
era tan poderosa e irreemplazable que Laura se sentía arras­ arriba sacudían sus alfombras a la mañana.
trada en su fugacidad, traída y llevada como esos muñecos Despabilada, la mañana empezaba a abrir sus puertas, a
que aparecen un instante junto a las horas, en los antiguos sacudir sus polvos, a fregar sus pisos. Llervía el agua en las
relojes. cafeteras. Jabón, pasta en los cepillos de dientes; el agua
Pero, ¿estaba todo igual? El paisaje del hombre había corría por los grifos; el agua corría por la piel, despertán­
sufrido sus trágicas modificaciones. La torre/aquella torre dola, excitándola, estimulándola para el proceso del día.
que ardía y se ensombrecía bajo las nubes, había desapare­ ¡Ligero, rápido, a ubicarse! Acción. Tostadas. Montones de
cido. Tragada por el Número, el cemento, el ladrillo. Su mermeladas. Parados. Llamaban las bocinas; llamaban los
lugar en la dimensión de la pupila era ocupado por un rasca- tinteros. Tac-tac: llamaban las máquinas de escribir. Lla­
cielo en construcción. Sobre los andamios, los obreros tra­ maban las salivaderas y los felpudos. Y el cuerpo manejado
bajaban. Chirriaba una roldana subiendo los baldes de mez­ como una marioneta por invisibles hilos, salía, gesticulaba,
cla; los martillos repiqueteaban sobre lingotes de hierro; la comprimiendo el alma, reduciéndola a cero en la polea
necesidad, el progreso, la prisa, devoraban las gracias in­ del día.
útiles. Y el Número, como una fiera con las fauces voraces,, Se vistió, se sujetó el pelo con unas peinetas, se puso su
necesitaba espacio, apartamentos, living-comedor, dormito­ abrigo de lana; y tomando sus cosas, se echó una última
rios, calefacción, cuartos de baño completos. Porque la ciu­ mirada al espejo. Y como otras tantas mañanas, atravesó los
dad crecía, se multiplicaba, con la vitalidad, el descuido, la oscuros corredores, con las botellas de leche junto a las puer­
prisa de la juventud. Y también su grosería. Tal vez se tas cerradas, un círculo negro de mugre en el timbre, las
quedaría sin silencio. Ella contempló entristecida a su alre­ chapitas doradas con los nombres anónimos y extranjeros:
dedor. Sólo quedaba el cielo, el mar y la memoria de la torre. familia Tal, Doctor Cual. Y en el espejo húmedo del ascen­
Pero, a la distancia, vió que ya se levantaban apresurada­ sor, junto a una señora que llevaba su perrito a hacer sus
mente otras casas. Y que ya no le quedaría más que el cielo, necesidades, se miró tan triste, opaca y desconocida, que se
estrechándose cada vez más entre los edificios. tuvo lástima. Y como se hace con un niño, se pasó las ma­
Distraídamente, un poco ajena al acto, se cepillaba el nos dulcemente por el rostro, compadeciéndose.
pelo. Hebras negras volaban por el aire, se alejaban y vol­ Afuera, la calle resplandecía bajo un sol de otoño. Laura
vían a caer otra vez sobre la terraza. Y de pronto, sin saber sintió su dulzura, como una vena abierta, fluyendo tierna­
por qué se llevó las manos a la cabeza, buscando el contacto mente. Hubiera corrido hacia el mar, hacia los árboles, ha­
de su pelo. Le persistía una ansiedad dolorosa, y un mal­ cia las viejas quintas, con sus fuentes, sus estatuas, sus si­
estar que no sabía a qué atribuir, como si hubiera dormido lencios. Se acordó de una mañana, en Roma, entre los altos
dal lado del corazón. Creía haber olvidado algo. Ráfagas cipreses señoriales* de la Villa Borghese; cuando por primera
sueltas rozaban levemente la superficie de su pensamiento, vez sintió, por sí misma, la opulencia del otoño en los par­
desvaneciéndose instantáneamente, antes que ella pudiera ques antiguos. De gradaciones tan graves y barrocas como
hacer el más pequeño esfuerzo para recordar. Era algo tan los terciopelos del Tiziano.
inapresable y fugitivo como un reflejo; o como la intermi­ “Ahora soy feliz. Debemos andar por en medio de la
tencia angustiosa de un perfume que se quiere retener en el calle y al encuentro de la vida” —decía el Poeta. La calle,
mismo instante que se olvida. Abstraída, el cepillo en afto, con sus estridencias y sus emanaciones. Sus Bancos con
más que se dijo, pensó: “Ah, ya sé lo que es. . . ”. Pero un puertas de hipogeos. Sus horribles altoparlantes. El olor de
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sus carnicerías y de sus colectivos; del asfalto, de los perros, tándose nítidamente, cobrando una forma concreta en la
del sudor, de los tarros de basura. La soledad afanosa de sus indecisión de su pensamiento. Maquinalmente bajó los ojos
multitudes. La despiadada solidaridad humana. Casi estuvo y sacó de su cartera las monedas para el ómnibus.
a punto de gritar: “Enseñadme, ¿Cómo hago para ser feliz La cosa persistía ya, debajo de sus párpados, volvía a la
en medio de esta realidad tan dura, triste y miserable?. . . memoria, como esas fotografías olvidadas de un lugar en
¿Cómo hago este aprendizaje? . . . ¿Cómo dejo de ser y que hemos vivido intensamente. Parado, detrás de una fila
entro en el Número? . . . ¿Qué hacen los otros consigo mis­ de ómnibus detenida por el varita, estaba un carro negro,
mos? ¿Y con los otros? . . . Mi vida, mi destino, ¿es des­ vacío, con cortinas negras e iniciales violetas y doradas.
truirme en la crisis de mi desesperación, y excederme en mi Violentamente, como si una puerta se abriera sacudida por
inadaptación a la vida, a este mundo deshumanizado de el viento, Laura entró en su sueño, en la sensación extraña
fuerzas mecánicas? . . . que tuvo al despertar. Su angustia, su doble, la absurda casa,
“Está bien —se dijo—. Dios no existe. Pero existo yo. el féretro, y su huida desesperada bajo la lluvia. . .
Laura Medina, en este mil novecientos cuarenta y nueve, Subió al ómnibus. Maquinalmente pagó al guarda. Se
cargado de sombras y de presagios. Estoy llena de responsa­ agarró a la manija de cuero. Y entre una mujer con un
bilidades, para conmigo y para con los demás. Tengo canasto de verdura y un muchacho que se escarbaba prolija­
cinco millones de glóbulos rojos. Amores, viajes, estudios, mente los. dientes, mientras por sus espaldas, por su grupa,
experiencias. Estoy en el meridiano de mis ideas. Puedo por sus brazos, subía el calor de otros cuerpos, quiso re­
escoger el futuro. Y dejar atrás, entre las cenizas de un construir su sueño, buscarle su oculto significado. Y en
incendio, el ardor, la prisa, la terrible incertidumbre. Una aquella ola humana que subía y bajaba, que bajaba y subía,
gran bandera llama a la acción. Una mística creadora agru­ entre el “corriéndose” del guarda, y el “adelante, señores
pa a los hombres y los mueve. Los organiza para el amor”. pasajeros”, y los rudos barquinazos y las intempestivas frena­
Pero, aquí Laura, arrastrada en la exaltación de sus pensa­ das, el sueño se acercaba, se alejaba, como las nubes vistas
mientos, se detuvo de golpe, como si hubiera dado un tro­ desde las ventanillas.
pezón. “¿Organizar el amor. . .? ¿Organizar el amor?. . Pero, atravesando la limpidez de aquel jardín, en el que,
De una jardinera, bajó un muchacho con una canasta como decía Laura, la mañana nacía de las intermitencias de
rebosando de pan fresco y dorado, internándose en un oscu­ las nubes, bajo los grandes eucaliptos que sacudían sus olo­
ro corredor. Pasó una barrendera. Entre el estruendo del rosos ramajes, simplemente, sin esfuerzo, sin fatigar la me­
motor, se iba levantando un polvo húmedo, un olor a tierra moria, tuvo su revelación. Fué tan desconcertante que, por
mojada, que le dilató las narices. “Bueno —se dijo, conci­ un momento, tuvo miedo de vivirla, de no poder soportar
liadora, pero sin mucha convicción—, organizar el trabajo, sus consecuencias. Se detuvo un instante, como quien ha
organizar la condición humana, ¿no es, hasta cierto punto, caído al suelo y se recobra para poner en orden sus vestidos.
organizar el amor. . .?”. Pasaron unos niños para la escuela, con sus delantales blan­
Tres cuartos de hora, sonoros y pimpantes, dados por el cos, las carteras bajo el brazo. En la claridad de la mañana,
reloj de la MutuaJista, dejaron a Laura como bajo una du­ unos reclutas hacían sus ejercicios militares, a los sones de
cha fría. Corrió a tomar el ómnibus. En la esquina, un una banda. El libro que llevaba en la mano, “para defen­
racimo humano esperaba pacientemente su número. Cuando derse del asalto, para poner una cortina de ficción entre ella
llegaba, repleto hasta los estribos, esperaban pacientemente y aquel mundo”, le pareció inerte, vacío. “No —dijo Lau­
el otro. Pasaron el 101, el 108, el 77. Laura se mezcló en ra—, no huiré, no huiré. No me mataré, como Kirilof, para
la corriente humana. Hacía unos instantes que sus ojos mi­ afirm ar mi insubordinación, mi nueva y terrible libertad.
raban sin ver algo que se iba aislando en su atención, recor- Mi “nueva y terrible libertad” la distribuiré entre todos.

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Es lo único que poseo, lo único mío, con mis vestidos y
mis zapatos”. INDICE
Caían, como frutos podridos después de una tormenta,
las idolatrías del Yo. Comprendía. Había estado envene­
nada de la droga del Yo, bebida a sorbos lentos y continua­ Pág.
dos. Sin ver. Sin oír. Sin participar. O1 sólo viendo, oyendo
y participando desde el ángulo tergiversado de su sensibili­
dad, desde el enfoque absurdo, negativo, de su egoísmo. Se La mañana ................................................................................. 7
justificaría. Y de la angustia, y de la confusión de su carne y
de su espíritu, y del resentimiento, y del asco, y del miedo, Púrpura ...................................................................................... la
saldría milagrosamente recreada otra vida. Otra mujer. Una
mujer que afrontara la vida, con sus sentidos claros, sanos. El cuerpo .................................................................................... 20
Con la responsabilidad activa de sí mismo, dentro de su
tiempo. Sin yo. Sin mí. Con todos. Yo soy Laura M ed in a ........................................................... 29
La mañana, era otra vez inocente y exacta como al prin­
cipio. “Seré feliz. ¿Seré feliz? . . . Entraré en el gran ejér­ La caja de los sólid os........................................................... 37
cito del mundo, recuperada la unidad colectiva. Me daré.
¿A' quién? . . . ¿Para qué? . . . No importa. Es necesario.
Desencuentro ........................................................................... 46
Me comprometeré. Descenderé o ascenderé a los otros seres.
Me uniré a su carne. Me uniré a sus llagas. Oleré sus olores.
Me alegraré con ellos. Sostendré sus esperanzas con mis des­ Ciudad ........................................................................................ 53
esperanzas. Los ampararé con mi desamparo. Alimentaré su
fe con mi escepticismo. Desapareceré entre todos ellos. No La hora de la confusión ..................................................... - 60
seré más que una en el Número”.
Y con paso firme, franqueó otra vez los carteles amarillos En la fiesta ................................................................................ 67
con las palabras que lastimaban la carne. Y el olor escre-
mentotso de los conejos. Y el aullido de los perros, sobre- Noticia de D io s ............................. 75
viviéndose, aterrados, a los experimentos. Y todo. Y aque­
lla, . . Y las salivaderas azules en los rincones. Y la mujer
Conjeturas ............................................................................ 84
que detuvo la escoba, a la misma, hora, para que ella pasara,
con un “Buen día” de matinal camaradería, sobre la espesa
capa de aserrín mojado, que iba arrastrando el polvo, las El niño m u e rto ......................................................................... 91
colillas, los papeles, las escupidas de la víspera.
Condición de m u je r ............................................................. 99

La última puerta .................................................................... 107

Laura contra Laura ............................................................. 114

Y otra vez la m añ an a ............................................... 123


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OBRAS DE LA AUTORA

POESIA

I .A CABELLERA OSCURA. Poemas. Prefacio de Guiller­


mo de Torre. Buenos Aires, Nova, 1945 (Col. “Pa­
loma”) .
MEMORIA DE LA NADA. Poemas. Buenos Aires, Nova,
1948 (Col. “Paloma”) .
LOS DELIRIOS. Sonetos. Montevideo, 1955.
I AS BODAS. Montevideo, 1960.
l'UELUDIO INDIANO Y O TRO S POEMAS. Caracas, Edi­
ciones Lírica Hispana, 1960.
C U T A R R A EN SOMBRA. Montevideo, Aquí Poesía, 1964.
GUITARRA EN SOMBRA. Montevideo, Aquí Poesía, 1965
(2:-1 edición).
ANTOLOGIA. Montevideo, Arca, 1966.

NOVELA

LA SOBREVIVIENTE. Novela. Buenos Aires, Botella al


Mar, 1951.
El, ALMA Y LOS PERROS. Novela. Montevideo, Alfa,
1962 (Col. “Carabela”) .
AVISO A LA POBLACION”. Novela. Montevideo, Alfa,
1964 (Col. “Carabela”) .
ESTA OBRA SE TERM INO DE
IM PRIM IR PARA TAURO
S.R.L., E L 16 DE D ICIEM B R E
DE 1966 EN T A LL . G R A FICO S
EM ECE
GONZALO RAM IREZ 1806
M O NTEVIDEO
— URUGUAY —
“L a Sobreviviente” puede, a nuestro juicio, figurar entre
lo mejor, dentro de su género, que se ha hecho en América
Latina. Extraño libro; original, audaz, nuevo, vibrante. ¿Se
puede llamar novela? Sí, por cuanto novela es lo que no es
otra cosa. Novela soñada, novela vivida, interior y externa,
concreta y vaga, conjunción de extremos antinómicos; pero
también, al mismo tiempo, himno, meditación o extravío. “La
Sobreviviente” respira personalidad. Ha pasado por la zona de
los maestros, pero después de cada muerte transitoria, su ener­
gía sobrevive y se realza, más libre; lo prueban el orden es­
pontáneo con que sale del caos y la corriente que sucede, con
su ímpetu recto, al remolino. Por momentos se diría un Henry
Miller con faldas. Su franqueza para hablar del amor traspa­
sa todo límite. Esta prosa cortada, tensa, sin nexos, por don­
de el soplo pasa estremecido, es el secreto que mantiene el
libro en pie. Con su agudeza psicológica, su introspección
cruel, sus estados de alma al descubierto, no deja relajarse un
instarite el interés. Novela, crónica, diálogo o monólogo inte­
rior, confidencia estilizada y meditada. . . Sea lo que fuere,
“L a Sobreviviente” se hace leer y hace vibrar al lector apasio­
nadamente. Y eso es lo que, en el fondo, importa. Lo demás
“os será dado por añadidura”.

ALONE. — (De “El Mercurio”, Santiago de Chile,


Diciembre 21 de 1952).

ED ICIO N ES T A U R O
N A R R A D O R E S / 2
F O T O DE I S A B E L G I L B E R T

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