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Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (VI):

anarquía en las relaciones internacionales

MIGUEL ANXO BASTOS BOUBETA30/01/2017

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El estudio de las relaciones internacionales es fascinante para un anarcocapitalista por


muchas razones, pero especialmente por dos. La primera es que nos permite observar
cómo en un entorno anárquico se pueden construir reglas de paz, cooperación y
comercio estables y duraderas en el tiempo, esto es, cómo se construye derecho sin un
poder central monopolista encargado de implementarlo. La segunda es que es una de las
pocas de las llamadas ciencias políticas donde aún se conserva el estudio teórico del
Estado como ente y donde el estudio de la anarquía en todas sus formas no ha devenido
en un área marginal sino que se constituye en parte fundamental del núcleo duro de la
disciplina. Muchos libros y artículos de esta rama del pensamiento tienen como objeto
el estudio de la sociedad anárquica internacional, como los trabajos de Wendt o de Bull
entre otros muchos. De hecho, las principales escuelas de relaciones internacionales, la
realista y la liberal, difieren no sobre la existencia de anarquía sino en cómo afrontarla:
con pactos o tratados la primera o con instituciones internacionales que poco a poco la
moderen la segunda.
En una inteligente discusión digital se me hacía saber que no estaba tan clara la
situación anárquica del orden internacional dado que en este se dan fenómenos de
hegemonía según los cuales existirían algunos Estados más poderosos que la mayoría,
conocidos en el lenguaje de las relaciones internacionales como hegemones, a los cuales
los Estados con menor capacidad de defensa se subordinarían y obedecerían. Los
hegemones desempeñarían las funciones de un Estado convencional sólo que esta vez
en el ámbito internacional. Lo cierto es que el sistema internacional da la apariencia de
ser ordenado y no de funcionar como una anarquía. A día de hoy los Estados cooperan
pacíficamente en multitud de ámbitos y los conflictos bélicos entre ellos son casi
inexistentes. Pero esta paz relativa en el orden mundial se debe precisamente a que
opera en anarquía y, como decía el viejo Proudhom, esta es la madre del orden.
En efecto, existen líderes estatales que deciden organizar la riqueza que extraen de sus
pueblos hacia la guerra y la expansión estatal en mayor medida que otros, y eso lleva a
que algunos Estados prefieran obedecerles a confrontarse con ellos. Su fuerza relativa
depende de los recursos económicos y humanos que pueden movilizar, pero también de
su disposición a la lucha. Han existido Estados de pequeñas dimensiones muy agresivos
y gigantes pacíficos, y han cambiado a lo largo de la historia. Los hoy pacíficos
mongoles fueron en la Edad Media un pueblo brutal, mientras que los antes pacíficos
coreanos del norte son hoy por obra y gracia de sus violentos gobernantes un Estado
gamberro. A estos Estados violentos se les suman, por tanto, otros más débiles con la
esperanza de que estos los defiendan de otros Estados violentos menos fuertes o bien
para evitar verse en problemas con el gamberro. De ahí las alianzas, ejes, ententes y
bloques que se dan con frecuencia en la política internacional. Pero aun así no se ha
dado nunca la situación de un hegemón operante a nivel mundial. Incluso en el caso de
un sistema bipolar imperfecto como el imperante en los años de la Guerra Fría seguía
prevaleciendo una situación de anarquía entre ambos bloques en la cual ninguno
conseguía imponerse por completo sobre el otro. Esos bloques tenían, por tanto, que
operar sin un ente superior que regulase sus conductas. Todavía hoy en un sistema de
hegemonía relativa norteamericana vemos como Estados Unidos no puede dominar a
todos los demás Estados a la vez. Incluso comprobamos cómo Rusia o China tiran de
las barbas al viejo Tío Sam de vez en cuando y muchos pequeños Estados como
Moldavia o Filipinas prefieran cambiar sus lealtades y sentirse más protegidos por
aquellos que por la ya declinante potencia norteamericana. Si en épocas de bloques o
hegemonías existe la anarquía, aún más existirá en las épocas de tipo Westfalia
caracterizadas por muchos actores estatales en competencia entre sí y sin que uno de
ellos destaque claramente, como fue el caso de la anárquica civilización europea, a la
cual debemos en buena medida el florecimiento histórico de nuestro continente.
El sistema internacional nos puede dar a los anarcocapitalistas buenas pistas de cómo
podría funcionar un sistema en ausencia de regulador monopolista. En primer lugar,
podemos observar cómo los Estados existentes, que buscan preservar su existencia libre,
están alerta ante la posibilidad de que aparezca una amenaza exterior que pudiera
privarlos de su autonomía. Cuando observan a otro Estado aliándose con otros o
iniciando conductas potencialmente amenazantes, buscan alianzas entre sí para
contrarrestar el peligro. En el antes citado sistema de Westfalia los Estados realizaron
alianzas sucesivas contra España, Francia, Reino Unido, Prusia, etc., de tal forma que
fueron capaces de neutralizar en cada momento a la potencia amenazante. Una sociedad
anarcocapitalista sería también consciente de las potenciales amenazas, internas o
externas, a su libertad y buscaría también la forma de contrarrestarlas. Algunos críticos
del anarcocapitalismo piensan que una sociedad de este tipo quedaría inerme frente a la
aparición potencial de un Estado, o de una nozickiana agencia dominante, pero, a
diferencia de nuestros antepasados los anarquistas prehistóricos, nosotros contamos con
las herramientas de la historia y de la consciencia, y sabríamos ver cuando tal amenaza
existiese. Como bien dicen los historiadores de los Estados primitivos, aquellas pobres
gentes no sabían dónde se metían cuando aparecieron los primeros jefes, pues carecían
de historia o del conocimiento de otras realidades geográficas (recomiendo las obras del
profesor Claessen al respecto), pero a diferencia de ellos nosotros sí tenemos
consciencia y seríamos capaces de actuar preventivamente, exactamente igual que lo
hacen los Estados frente a un potencial agresor.
Podemos aprender también otro aspecto muy importante del funcionamiento del sistema
internacional: el uso de la exclusión y el boicot como herramientas para conseguir el
orden. Cierto es que los Estados han recurrido con frecuencia a la violencia en sus
relaciones, pero no es menos cierto que en perspectiva histórica el recurso a la misma no
ha sido la pauta dominante. El Estado español lleva ya dos siglos en paz con sus vecinos
continentales, y los años en paz con ellos superan en mucho a los años en guerra. En la
actualidad, como antes apuntamos, son casi inexistentes los conflictos entre Estados (las
guerras hoy son en el interior de los Estados, bien para apoderarse de otros Estados,
bien para secesionarse). Es más, observamos cómo existe comercio, turismo o
transacciones financieras entre todos ellos sin necesidad de un poder centralizado. Las
cartas llegaban de un país a otro gracias a la anárquica Unión Postal Internacional (y
hoy en día los correos electrónicos o las páginas web gracias a instituciones parecidas
en estos ámbitos). Podemos deleitarnos con anárquicos festivales interestatales como
Eurovisión o disfrutar de anárquicas ligas de fútbol europeo, americano o mundial (el
estudio de órdenes sin Estado que funcionan por exclusión con normas propias
autorreguladas, como las instituciones deportivas internacionales, merecería otro
estudio, así como de las distorsiones causadas por los Estados cuando quieren intervenir
estos órdenes). El comercio internacional opera fundamentalmente en anarquía, con la
expulsión o boicot como principales fuentes de orden. La Lex Mercatoria medieval
operaba a través de la pérdida de reputación del comerciante incumplidor y, por tanto,
su expulsión de los mercados en la misma forma en que operan las grandes plataformas
de comercio internacional vía internet, como Amazon o Alibaba. No cuentan con
ningún tribunal estatal común a comprador y vendedor que sea capaz de establecer
justicia en caso de incumplimiento.
El orden internacional nos puede enseñar también que, incluso en ausencia de una ley
común para todos las personas, somos capaces de convivir en paz, de la misma forma en
que en una sociedad anarcocapitalista cada grupo en su comunidad puede establecer
normas distintas. Los diversos Estados cuentan con leyes y normas distintas sobre
pluralidad de asuntos, desde el derecho penal al civil pasando por el tributario y aun así
conviven. En algunos casos incluso puede escogerse la ley (matrimonios, sociedades
mercantiles, etc.), aun dentro del territorio de un Estado. La pluralidad de leyes en un
territorio estatal se da, por ejemplo, en el derecho diplomático (un embajador viviendo
en España no está sujeto a la ley española, un militar norteamericano tampoco) y no lo
vemos como imposible, de hecho antiguamente esta era la norma. Un delincuente solo
con cruzar una línea fronteriza puede perfectamente quedar impune de delitos que en la
otra parte de la frontera serían gravísimos. Con esto se quiere señalar que lo que se
considera inimaginable dentro del territorio de un Estado lo estamos viendo a cada
momento en el ámbito del derecho internacional sin que el mundo se acabe (al
contrario, vivimos en paz generalizada). Cuesta imaginar marcos legales más distintos
que el español y la sharia saudí, pero vemos que los gobernantes de ambos Estados
comparten negocios y tratados en paz y cooperación. Algo semejante podría
perfectamente ocurrir en una sociedad sin Estado, en la cual vivirían sociedades muy
distintas, comerciando y cooperando sin necesariamente tener por qué compartir los
mismos valores.
Por último, el sistema internacional nos apunta la importancia de la legitimidad y el
reconocimiento como rasgos fundamentales del poder político. Un Estado solo es
considerado legítimo si los demás Estados lo reconocen como tal, y de no ser así no
pasaría de ser considerado como un vulgar bandido, terrorista o guerrillero. Pero si se
logra tal reconocimiento, el bandido pasa a ser cosiderado respetable, a contar con
embajadas y un buen mullido asiento en la ONU. Exactamente igual que en el interior
de los Estados. El antiguo bandolero que gana una guerra y conquista un territorio pasa
de repente a disfrutar de reverencias y honores de todo tipo e incluso llega a ser
estudiado con alabanzas en los libros de texto de las escuelas estatales y puede firmar
papeles con su nombre susceptibles de ser utilizados como medios de pago. ¿A qué se
debe tan radical transmutación? Pues a nada más que al genio invisible de la
legitimidad, que nadie sabe en qué consiste exactamente (como nos recordaba el viejo
Guglielmo Ferrero en su magistral libro El poder: los genios invisibles de la
ciudad), pero todos sabemos a quién se le atribuye en cada momento.
La principal ventaja con que cuenta el sistema internacional es precisamente la de ser
anárquico, y precisamente por eso, puede existir cierto orden en las relaciones entre los
distintos entes estatales. De esta anarquía se derivan ventajas para las personas, como la
imposibilidad de establecer medios de pago a nivel mundial, cierta competencia fiscal o
la dificultad de limitar libertades a nivel global, dado que en cualquiera de estos casos
siempre queda algún espacio donde refugiarse. Un Estado mundial eliminaría todo eso y
nos dejaría sin capacidad de refugio frente a sus abusos. Así que de momento mejor que
la anarquía mundial siga existiendo antes que el potencial horror de un Estado único
mundial.

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