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Complicado y aturdido: Badur Hogar, por Diego Baridó

Apegarse a la comedia romántica sin rodeos, pero guardarse un margen de maniobra


para eludir clichés, singularizar la propuesta y sumar matices. He aquí la principal virtud
de Badur Hogar, segunda película del realizador salteño Rodrigo Moscoso, cuya premier
tuvo lugar en el BAFICI, allí donde su ópera prima Modelo 73 lo presentara en sociedad
y encaramara como una de las referencias de ese nuevo cine vernáculo, nacido en las
entrañas de aquel caldeado incio de siglo argento.
A Juan Badur (Javier Flores) los treinta y pico lo encuentran girando en falso, sin un
trabajo estable ni motivaciones de fuste y viviendo en la casa de sus padres. Como al
Mehari desvencijado que usa para limpiar piletas de casas quinta, junto con su amigo
metalero Gaspar, a Juan le está costando arrancar. La forma en la que por reflejo
reacciona, a veces evadiendo, otras ofuscándose, son más propias de aquel adolescente
que, sin urgencias económicas por el buen pasar de su familia, boyaba de carrera en
carrera y se dedicaba a viajar y hacer radio de forma amateur.
Hoy, Juan acusa la incomodidad de estar desfasado de su tiempo, al igual que lo está su
habitación, aún con la batería en un rincón y fotos de su juventud, y como está “Badur
Hogar”. Otrora “la tienda más importante de todo el noroeste argentino” y recordada
por todos por su jingle pegadizo, Badur Hogar es hoy, luego de que su padre la cerrara
en los noventa, un enorme depósito de muebles y electrodomésticos pasados de moda.
Ese gran local, con las vidrieras tapadas con papel de diario y sus góndolas colmadas de
productos vintage, luce detenida en el tiempo, en sintonía con Juan, quien pasa allí las
noches, ocultándose de la (sobre)protección materna y de una hermana que, para
“autoafirmarse como adulta”, hace leña del árbol caído y pone la lupa en cada paso en
falso del errático Juan. ¿Y el padre? El padre, por algún motivo, no le marca la cancha.
Una serie de acontecimientos ponen en movimiento a Juan. Uno de ellos nos viene
dado. Sabemos que afronta un problema de salud de cierta complejidad, lo que lo tiene
bastante preocupado y que sirve como excusa para que su entorno sea aún más
condescendiente con él. El otro elemento es el reencuentro con el fanfarrón Martín
(Daniel Elías), un ex compañero de la secundaria que resulta ser el dueño de una de las
casas a la que va a trabajar. Martín le enrostra su éxito profesional como asesor
financiero y el haberse casado con la Paola, un fugaz amor adolescente de Juan. Esos
golpes dan justo en la quijada de los complejos de Juan, que resuelve mintiendo el
motivo de su presencia en la casa y su presente laboral, al que pinta como asesor de una
empresa francesa. La caramelera de Juan termina de sacudirse cuando su camino se
cruza con el de Luciana (Bárbara Lombardo), una porteña pizpireta cuya belleza y
desparpajo sacan a Juan de sus atribulaciones y lo reconectan con la risa… y con el amor.
Las mentiras y omisiones son protagonistas del relato. Algunas de ellas son evidentes y
ponen en marcha las curvas y contracurvas típicas de la comedia de enredos. En una
fiesta en la que Juan finge ser invitado, Luciana le salva la ropa haciéndose pasar por su
mujer. Pero a esa farsa la engorda con 6 años de matrimonio y dos hijos en común, lo
que divierte a Luciana y hace transpirar a Juan. Mientras esa mentira va aumentando y
complicando la vida de Juan, otra crece a su lado. Por miedo a espantar a Luciana, Juan
le oculta su enfermedad y la cirugía a la que está a punto de ser sometido. En paralelo a
estas intrigas clásicas y estructurales, hay otras más discretas que le dan sustancia al
menú. Tienen que ver con la hipocresía que reina en toda esa clase media-alta salteña
de la que forman parte los Badur y su entorno. Un universo en el que todos se saben
sometidos a un lifting de personalidad. Expone, a su vez, el juego de apariencias y
autoindulgencia típico de una generación que no debió forjar una prosperidad
económica, sino administrar la heredada, tema que la película trata sobre el final.
Estos elementos, que afincan la historia a un tiempo y lugar específicos, son los que
habilitan a una comedia sostenida en personajes y conflictos recurrentes del género, a
introducir una batería de recursos que le aportan un trazo particular. Desde el punto de
vista argumental, la explotación de la belleza del paisaje salteño y de personajes con
expresiones que reafirman la orgullosa procedencia del film. Por el lado del tono, la
película interrumpe su ligereza con momentos de humor pardo, que el director inocula
aquí y allá en dosis justas, suficiente para darle mayor musculatura a la película, sin
bastardear la propuesta madre. El manejo sutil de los tiempos, cortando el flujo amable
de las situaciones con breves instantes de incomodad y extrañeza, es un buen ejemplo
de ello.
El abordaje discretamente burlón de ese universo, es el que salva al film de caer en una
lisonjera representación de la burguesía local. Ya que, a excepción del proletario Gaspar
y su familia, todo lo que vemos en pantalla son bellos paisajes y familias bien, con sus
hermosas casas, restaurantes y fiestas.
Resulta llamativo que en una película que avanza por sus propios medios con tranco
apacible, se incurra en algunos golpes de guión que alteran su marcha. Ciertos diálogos
que insertan información de sopetón, explicando elementos de la historia sin necesidad
aparente. Este aspecto del guión, sin embargo, es contrapesado por un dibujo acabado
de los personajes. A todos los comprendemos. Ninguno está presentado a la ligera.
Queda a la vista que Moscoso es un gran observador y que profesa afecto hacia sus
personajes.
El casting es excelente, al igual que las interpretaciones. A Javier Flores el traje de Juan
Badur le calza como un guante. Con la cabeza embutida entre los hombros, su postura
ya revela sus miedos e inseguridades. Responde bien al rol de galán, pero con una cuota
de espontaneidad y gracia que lo enriquecen y apartan del cliché. Bárbara Lombardo
construye una Luciana divertida y fresca, algo no tan sencillo en un personaje por
momentos muy sostenido en el texto. Por el lado de los secundarios, todo resulta igual
de bien, destacando a Nicolás Obregón, que con su graciosísimo y tierno Gaspar cumple
holgadamente como coequiper hilarante del protagonista, rol fundamental en el
folklore de la comedia romántica. Daniel Elías compone equilibradamente al fastidioso
Martín, logrando aguijonar al protagonista sin necesidad de caer en una oposición total
y evidente. Finalmente, el salteño Cástulo Guerra, aporta su larga y peculiar experiencia
como actor de Hollywood para una ajustada interpretación de Domingo Badur, el padre
de Juan.
Otro rasgo interesante de la película lo constituye la banda de sonido. Por momentos,
con una percusión divertida que sintetiza la comicidad seca y telúrica que persigue el
film. En otros, con una música que aporta la ingenuidad, magia y nostalgia propias del
género, casi en clave de homenaje. Fotografía, arte y montaje lucen por igual limpios y
precisos.
Badur Hogar es una comedia romántica que declara sin vueltas su voluntad de hacer reír
y pasarla bien. Pero Moscoso, con astucia, buen pulso y asumiendo el riesgo de no
apuntar a lo seguro, logra una pieza original partiendo de ingredientes tradicionales. El
resultado es una comedia amena que cumple en diversión, pero cuyo saldo no se
desvanece junto con su visionado, sino que persiste en nosotros gracias al sabor
agridulce de ese universo tan particular que construye.

Badur hogar (Argentina - 2019). Dirección: Rodrigo Moscoso. Guión: Rodrigo Moscoso,
Patricio Cárrega. Dirección de fotografía: Gaspar Quique Silva. Sonido: Juan Camilo
Giraldo. Edición: Federico Casoni- Dirección de arte: Mariela Rípodas. Música: Axel
Krygier. Interpretes: Bárbara Lombardo, Javier Flores, Cástulo Guerra, Nicolás Obregón,
Daniel Elías. Duración: 101 minutos.

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