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Las reflexiones de Alexei 


Stepánovich 

(La primera parte del relato, L​ a decisión de Alexei Stepánovich​, 


está publicada en la revista ​Moon magazine​) 

El destino es impredecible: una semana antes, los militares 


fieles a mi causa traían preso ante mí al jefe del Estado 
Mayor, y, sin embargo, ahora estaba privado de mi libertad. 
«La vida está llena de sorpresas y nunca te aburrirás», decía 
mi hijo. Aún en la muerte me seguía dando consejos. 

Miré por el ventanuco lleno de manchas, por el que a duras 


penas veía el campo etostrano. No sabía dónde me retenían. 
Como no tenía manija, no podía escuchar el trinar de los 
pajarillos. Echaba en falta cualquier sonido, incluso las voces 
coléricas de mis carceleros. 

Me senté en una butaca con más años que mi abuela, y una 


nube de polvo despertó de su letargo. Mi estómago gruñó 
quejándose de la ausencia de comida durante dos días, pero 
me negué a pedir clemencia a mis enemigos. Me concentré 
en los sucesos de cuatro días antes para engañar el hambre 
que me acechaba, recordando la sensación con el corazón a 
mil por hora. 

*** 

Las puertas se abrían con lentitud. Una gota de sudor nació 


en la parte trasera del cuello para morir en la camisa. 

Todavía no me terminaba de creer que entrarían aliados; no 


descartaba una treta de mis enemigos. Di un paso atrás 
mientras tanteaba la mesa en busca del abrecartas. No 
pensaba darles la satisfacción de rendirme sin llevarme a 
unos cuantos por delante. 

Los cuatro generales de mi bando cruzaron el umbral y casi 


suelto el abrecartas. Mi cuerpo había sufrido demasiadas 
emociones en pocas horas. Saludaron con presteza militar y 
el situado a la derecha se adelantó un paso. 
—Señor, hemos detenido al jefe del Estado Mayor como nos 
ordenó. El Cuartel General del Ejército también se ha puesto 
bajo nuestras órdenes. 

—Muy bien, general. ¿Cómo se encuentran los demás puntos 


estratégicos? 

—Se está librando una batalla por el control de la central 


nuclear; el aeródromo militar es nuestro, pero el aeropuerto 
internacional no hemos conseguido tomarlo. 

—¿Y la televisión pública? 

—La Guardia Nacional se ha puesto de parte del primer 


ministro y nos superaba ampliamente en número. Lamento… 

—Los planes son perfectos hasta que se ejecutan, general. 


Continúe con el informe. 

—El presidente de la República ha anunciado que permanece 


en la visita de Estado en Lituania bajo la excusa: «son cuatro 
militares insurrectos», sin merecer ningún minuto de su 
preciado tiempo porque «seguro el primer ministro puede 
solo». 

Todos sonreímos. El presidente era conocido por cambiar de 


discurso como quien cambia de calcetines. Había conseguido 
permanecer en el cargo durante más de una década pactando 
con aquel que le facilitara los votos para conservar un puesto 
más simbólico que ejecutivo. Apostaría la lealtad de la 
Guardia Nacional a que esperaría a ver cómo se inclinaba 
balanza antes de pactar con alguien. Con nosotros se 
decepcionaría: no habría negociación alguna. 

Mis generales continuaron con el resumen. Asentí y escuché, 


esperando dar una imagen de líder a pesar de no ser más que 
un padre cabreado en busca de justicia, con acceso al poder y 
el dinero necesarios. 

Presté atención en la parte relativa a cómo el ejército se 


había puesto de nuestro lado: cuando los mandos medios 
ordenaron acuartelar las tropas, bastantes soldados habían 
acatado la jerarquía militar. Hicieron énfasis en la misión de 
las Fuerzas Armadas dictada en la Constitución: defender y 
preservar la integridad del Estado, con el aderezo de frenar 
las políticas de desmembramiento del primer ministro. 
Como los políticos, entre los que me incluía, no querían 
redactar nada claro para salirse con la suya, un texto tan 
genérico se podía interpretar de muchas maneras. Los pocos 
hombres que se opusieron fueron detenidos ​in situ. 

Gracias a la planificación de los intensos meses previos, más 


de cuatro quintos de los cuarteles esperaban órdenes del 
ministro de Defensa Nacional. Sin embargo, no caí en la 
necesidad de contar con la Guardia Nacional: tan enfrascado 
estaba en liberar mi dolor e ir con cuidado para evitar 
filtraciones, que no conté con sus necesarios subfusiles. 
*** 

Un ruido me sacó de mi trance. Otro más. Sonó otro. Pronto 


escuché como un coro de balas rompía el silencio. Una gota 
fría rodó por mi frente. ¿Serían aliados? ¿Qué sucedía ahí 
fuera? ¿Hundirían este caserón conmigo dentro? 

Me imaginé a mi hijo al otro lado de la habitación, negando 


antes de preguntar: «¿Te das cuenta de lo que has 
provocado?». 

—Hijo mío —dije en voz alta—. Soy un padre que removió 


cielo y tierra para impedir tragedias como la tuya, pero se me 
ha ido la mano. Yo solo quería un castigo proporcional a la 
ofensa cometida, aunque ya es demasiado tarde para elegir 
otro camino. 

Cerré un momento los ojos, y al abrirlos mi hijo ya no se 


encontraba ahí. 

*** 

Conforme el plan se desarrollaba, debatíamos los pasos a 


ejecutar. Como mis rodillas protestaban por estar quietas, 
alcé la mano en dirección a los sofás enfrentados con una 
mesa desordenada en medio. Nos estábamos sentando 
cuando una enérgica llamada a la puerta interrumpió la 
conversación: mi ayudante personal entró con sus andares 
apresurados. 

—Lamento la intromisión, señores, pero el primer ministro 


está hablando por la tele. 

Se retiró tan rápido como había entrado. 

Miré a uno de los generales, que se levantó y encendió el 


televisor. Poco después apareció la cara oronda del primer 
ministro. 

—​… q​ uiero recalcar, estimados ciudadanos, la ausencia de 


motivos de alarma. Solo se trata de unos militares 
marginados que han seguido a un ministro situado fuera de 
la ley. El grueso de las Fuerzas Armadas y la Guardia 
Nacional están sofocando, en estos mismos momentos, el 
patético esfuerzo de Alexei Stepánovich por hacerse notar. 
Asimismo, he firmado el cese de este sujeto. Cualquier 
militar o ciudadano que cumpla órdenes suyas estará 
cometiendo traición… 

—Esos chorretones sobre su papada no dan una imagen de 


seriedad —dije. 

Los generales contestaron con carcajadas. 

—Una vez más, quiero transmitir a la población calma. La 


situación está bajo control. No dejaremos que un ególatra 
con ansias de poder arruine este magnífico día a los 
etostranos. ¡Viva la República! 

La transmisión se cortó y la pantalla anunció la emisión de 


un nuevo comunicado en breve, pero no retornó a la 
programación habitual. 

—Un hombre nervioso no puede tomar decisiones acertadas. 


Emplearemos eso en su contra —dije con los brazos 
abiertos—. Si no tenemos la televisión pública, crearemos 
una. 

—¿Cómo lo haremos, señor? —preguntó uno de los 


generales. 

—Las redes sociales con «estrimin» de ese nos pueden 


cortar en cualquier momento. No les culpo; yo también lo 
haría, por lo que quedan descartadas. Necesitamos los 
servidores de Defensa: poseen el ancho de banda necesario y 
la seguridad que nos garantizaría retransmitir en directo sin 
sobresaltos. Así se verá en abierto para todos los ciudadanos. 

—¿Cómo se le ha ocurrido? 

—Hablando con Dmitri acerca de nuestros planes. Lo ideó él: 


es un genio de la informática. Voy a llamarlo para que monte 
el artefacto. Las guerras actuales van más allá del nivel 
geográfico. Necesitamos ganarnos la opinión pública. 
Revolví entre los trastos de la mesa hasta que di con el 
comunicador y avisé a mi ayudante personal, que entró con 
un trípode y empezó a montar una cámara y un montón de 
cables. Mientras esperábamos, un general carraspeó y 
preguntó, titubeando: 

—¿Qué hay de su esposa e hija? 

Un nudo en la garganta me impidió contestar de inmediato. 

—Hace dos días, las convencí para que marcharan a Suiza 


con la excusa de respirar aire puro. Las mandé lejos y a un 
país neutral. 

—¿Cree usted que en algún momento sospecharon algo? 

—Son listas. No les comenté nada, pero sabían que tramaba 


algo. Ojalá algún día me perdonen. 

Tampoco quería mirar mi móvil personal, aunque seguro que 


habría recibido llamadas suyas. No tenía el valor de hablar 
con ellas. 

Aguardamos en un silencio incómodo hasta que Dmitri 


montó el armatoste. De vez en cuando, los móviles de los 
generales sonaban para recibir información o se coordinaban 
con el centro de mando. Habían pasado cinco minutos 
cuando mi ayudante me informó de que todo estaba 
preparado. 

Me senté en mi escritorio con un potente foco 


deslumbrándome y observé el taco de folios preparado para 
la ocasión. 

Mi ayudante, convertido en cámara, empezó la cuenta atrás 


con los dedos mientras los generales me observaban en 
silencio con la esperanza en el brillo de sus ojos. 

Llegó el uno. Un piloto se encendió en la cámara, inspiré 


profundamente y recé dentro de mi cabeza. 

—Etostranos, estamos en guerra. No empezaré un discurso 


con mentiras. Ahora bien, ¿por qué yo, el ministro de 
Defensa Nacional, y las Fuerzas Armadas hemos llegado a 
esta decisión tan drástica? ¿Acaso nos hemos levantado con 
el pie izquierdo o el afán de poder nos ha seducido? Nada de 
eso. Nuestra misión es defender y conservar la 
independencia nacional; la integridad de la República y el 
honor y la soberanía de la Nación. Nuestro primer ministro 
nos está vendiendo a potencias extranjeras, desgaja la 
soberanía nacional y mancilla el honor de nuestros 
antepasados. ¿Cómo defiende la integridad de la República 
mientras envía a nuestros jóvenes a la muerte y él se lleva 
lucrosos acuerdos con países y grupos de presión? 
Tomé aliento mientras cruzaba con fuerza los dedos encima 
del escritorio. 

—La situación es difícil, por supuesto. Ya nos gustaría a los 


valientes soldados y a mí que la integridad territorial y la 
independencia de la República no fuera violada por el propio 
jefe del Gobierno. Ojalá pudiera decir que no habrá muertos, 
pero el primer ministro tiene las manos manchadas de 
sangre con nuestros soldados. ¿Cómo podemos permitir 
nosotros, los ciudadanos, semejante afrenta? No hace falta 
que venga ningún extranjero a mirarnos por encima del 
hombro ni decirnos cómo vivir ni a qué alianza política 
pertenecer. Ellos también cometen errores, pero nadie les 
recrimina nada. 

Continué con mi discurso diez minutos hasta que llegué al 


párrafo final. 

—Somos los garantes de la Constitución. Si el primer 


ministro y sus marionetas se ponen en contra de la 
población, no lo podemos tolerar. 

»No puedo garantizar que no habrá muertes. Como dije 


antes, no diré mentiras, pero sí aseguro que eliminaremos la 
locura del jefe del Gobierno. A quien nos apoye, le animo a 
que salga a manifestarse, y restauraremos juntos el orden 
constitucional. También informo de la entrada en vigor de la 
ley marcial: las autoridades civiles deben someterse al 
control militar. Quienes se opongan, defenderán a un 
corrupto con las manos manchadas de sangre. ¡No 
descansaremos hasta conseguir una Etostrona libre e 
independiente! ¡Viva la República! 

Dmitri hizo el gesto de cortar con la mano una vez apagado el 
piloto, y relajé los hombros. Estuve unos segundos rebajando 
mi respiración tras la actuación. Giré la silla en dirección a 
mis generales. Estaban con la cabeza gacha, y les pregunté 
con temor: 

—¿Qué sucede? 

Tardaron un momento en alzar cabeza. 

—No sabemos cómo ocurrió, pero hay un número sin 


confirmar de muertos dentro de la Asamblea Nacional. 

Me santigüé. 

—¿Cómo hemos llegado a esta situación? 

—No conocemos los detalles, y las versiones se contradicen. 


No podemos sacar nada en claro. 

—¿Y nuestros aliados cómo están? ¿Viven?  

—El presidente de la Asamblea nos ha enviado un SMS y ha 


jurado dar la vuelta a la situación. Él y un cuarto de la 
Asamblea permanecen dentro del edificio. Casi la mitad de 
los diputados aprovecharon para huir y hemos retenido al 
resto. Nos ha anunciado que en breve saldrá por la tele. 

Me senté en el sofá y cerré los ojos. No me lo podía creer. 


Menos mal que mi amigo seguía vivo. Quince minutos 
después, un general me avisó. 

Me giré hacia la televisión y me concentré en la voz de Vasili, 


presidente de la Asamblea Nacional gracias a mis influencias. 
El primer ministro creía que me había derrotado en el 
congreso del partido, pero no tuvo en cuenta a mis socios. 

Un periodista se acercó a Vasili, escoltado entre dos 


militares, y la cámara hizo un zum sobre los asientos, donde 
se veía a los diputados con caras pálidas, cortes sangrantes y 
trajes rotos. También se mostraban los destrozos y cascotes 
ocasionados por granadas a lo largo de las hileras de asientos 
en el edificio neoclásico, uno de los orgullos de nuestra 
nación. 

El objetivo volvió a mi amigo. El periodista de la televisión 


pública alzó un micrófono inestable entre sus dedos 
temblorosos. Deseé suerte a Vasili. 

—Señor presidente, gracias por atendernos en estos 


momentos tan delicados. Esto parece el escenario de una 
guerra.  
—Tiene usted razón. El Parlamento ha sido testigo de 
muertes por primera vez en su historia, y todo gracias al 
primer ministro. 

—Eso es exagerar, ¿no cree? 

—¿Qué le parece a usted que estuviéramos en mitad de una 


sesión y que la Guardia Nacional, siguiendo sus órdenes, 
entrara a gritos con las armas en alto? 

—¿Qué hacían entonces los militares? 

El periodista me parecía patético. 

—Protegían la sesión a petición mía. Como presidente de la 


Cámara, entra dentro de mis atribuciones velar por el orden y 
la seguridad en la misma, máxime ante informaciones de 
posibles desórdenes públicos debido al descontento de la 
población gracias a la subida de impuestos anunciada por el 
primer ministro. Que yo sepa, los militares no han disparado 
contra los diputados ni molestaban para ejercer nuestro 
trabajo. Todo transcurría con normalidad hasta la llegada de 
la policía. 

—Pero la seguridad de la Cámara corresponde a la Guardia, 


no a las Fuerzas Armadas. 

—¿Me va a interrumpir a cada momento o me va a dejar 


responder a sus preguntas? —Sin esperar una respuesta, mi 
amigo continuó—: Un hecho es la costumbre y otra diferente 
la ley —dijo Vasili mientras alzaba su brazo, con un agujero 
de bala del que brotaba sangre. 

Un enfermero militar corrió hasta mi amigo. Intentó vendar 


la herida pero fue despachado por los gruñidos secos de 
Vasili mientras el cámara no sabía dónde mirar. 

—Consideré oportuno reforzar el equipo de seguridad con 


militares. El reglamento deja bien claro que corresponde al 
presidente de la Asamblea la seguridad de la Cámara, pero no 
el procedimiento. La Guardia Nacional del primer ministro, 
no los soldados, me ha disparado mientras le pedía 
explicaciones por su comportamiento irracional dentro del 
edificio. 

—Es verdad, pero… 

—¿Me está usted diciendo que es normal que la policía pegue 


tiros a los representantes del poder legislativo? ¿Defiende 
usted eso? 

—No, pero la granada… 

—No sé quién ha lanzado la granada, ¿acaso usted sí? Una 


guerra trae muertes. Es inevitable, y es lo que ha sucedido en 
esta institución cuando la Guardia Nacional ha entrado 
tiroteando a los diputados. Cuando los militares nos han 
defendido con su propia vida (sí, hay soldados muertos), he 
ordenado un receso tras asegurar el edificio. Durante el 
descanso, hemos visto los vídeos del primer ministro y del 
ministro de Defensa Nacional; me temo que debo dar la 
razón a Alexei Stepánovich. 

—¿Defiende un golpe de Estado? 

—Mi deber es velar por el bienestar de los diputados de la 


cámara y los intereses de los etostranos. El primer ministro 
ha intentado tomar a la fuerza la Asamblea Nacional, que 
representa la soberanía nacional. En cualquier país 
democrático se tildaría al primer ministro de golpista. ¿No le 
parece? 

—¿Entonces qué sugiere?  

—En vista de los graves acontecimientos, declaro que la 


sesión de la Asamblea se prolongará s​ ine die​ hasta resolver la 
situación. Además, hago un llamamiento a los diputados de 
todos los partidos para resolver esta crisis constitucional e 
institucional de forma sosegada. No es momento de 
enfrentamientos ni divisiones políticas. Debemos tomar la 
mejor decisión para los etostranos. Algunos diputados ya han 
sugerido cesar al primer ministro debido a su incapacidad 
mental declarada; otros, pedir el regreso inmediato del 
presidente de la República para que asuma el mando, y la 
mayoría no sabe quién debe asumir la jefatura interina del 
Gobierno. Son muchos temas a tratar. 
—¿Pueden hacer eso sin la mayoría requerida de la 
Asamblea? ¿Qué pasa con la Constitución y las leyes? 

—¿Acaso está estipulado cómo proceder en caso de agresión 


por parte del primer ministro contra la Cámara? Debemos 
ajustarnos a las circunstancias. Usted me está haciendo 
libremente una entrevista sin coacción ninguna, ¿verdad? 

—Correcto. 

—¿Por qué no puede hacer una entrevista al primer 


ministro? Hace escasos minutos que usted me comentaba su 
negativa a conceder entrevistas y tranquilizar a los 
ciudadanos. Nos encontramos frente a un golpe de Estado 
orquestado por el primer ministro: han intentado matarme, 
y si solo fuera eso… pero han intentado secuestrar la 
voluntad de los ciudadanos y disparado contra los diputados. 
No olvidemos que el Parlamento representa la soberanía 
nacional, no el Gobierno. 

—¿Entonces a-afirma que el ministro de Defensa, Alexei 


Stepánovich, n-no está d-dando un golpe de Estado? 
—preguntó el periodista con tartamudeos. 

—Eso mismo digo —respondió mi amigo alzando los 


hombros—. ¿Acaso defiende que la Guardia Nacional entrara 
de forma ilegal disparando contra los diputados? 
—No, claro que no. Lo condeno. 

Vasili iba a añadir algo más, pero un militar se le acercó, le 


habló al oído y él asintió.  

—Lamento ser brusco, pero me informan de que una oleada 


de guardias nacionales se aproxima. Le recomiendo que se 
ponga a salvo y rece por nuestras almas. 

El presidente del Parlamento se marchó sin dar ocasión de 


réplica. Quité volumen al televisor mientras unas sonrisas 
lobunas surgían entre mis generales. 

—Menos mal que lo tenemos de nuestra parte —dijo un 


general—. Es un manipulador nato. 

Yo solo asentí. Por dentro me sentía asqueado, pero ya era 


demasiado tarde. Me había lanzado a la piscina y quedaban 
dos opciones: romperme el cuello o entrar sin sobresaltos en 
el agua. Me preguntaba si mi hijo, estuviera donde estuviese, 
vería con buenos ojos lo que yo había orquestado por él. 

*** 

En la soledad de mi celda resonaban los llantos de mi tripa 


vacía. Mi hijo me miraba con ojos acusadores. «¿De verdad, 
papá, te justificas de esta forma? ¿O es tu ego el que habla?». 
—Alexei, mi querido hijo. Todo esto es por ti. ¿Cómo es 
posible que de repente un país se desmorone si todo 
funcionaba a la perfección? ¿O son ilusiones mías? Por 
mucho que los occidentales denigren a los orientales, 
nosotros también conocemos la historia, e, incluso, tenemos 
opinión propia. Por mucho que ellos se empeñen, la 
democracia murió con los griegos, aunque tuvo un leve 
resurgir durante los romanos. ¿Por qué es mejor un sistema 
disfrazado de democracia, aunque no reconozca la verdad? 
Todavía nadie me ha explicado dónde radica la democracia 
en la manipulación de las masas y en los intereses de los 
partidos y los grupos de presión. ¿Acaso es una democracia si 
votamos cual borregos? 

»Los insensatos llamaban logro a la democracia, cuando 


Hitler no ganó una, sino dos veces las elecciones. Me dijeron 
que fue un desliz insignificante en la historia. Les respondí 
que fue suficiente para causar la II Guerra Mundial. 

»Alexei, sabía perfectamente dónde me metía. Mi objetivo es 


el mismo: evitar la muerte de jóvenes etostranos en el 
extranjero por el capricho de unos burócratas y ladrones que 
se llaman a sí mismos políticos. 

Al coro exterior de balas se unió una orquesta de bombas. Por 


suerte, o por desgracia, parecía que mis leales me habían 
encontrado, aunque no sabía si sobreviviría al intercambio 
de granadas. Según se acercaban las bombas, se 
incrementaban las vibraciones; un trozo de yeso se 
desprendió del techo sobre mi hombro y me lo sacudí. 
Como no estaba en mis manos arreglar la situación, volví a 
concentrarme en mi recuerdo. 

*** 

—¡Señor, señor! —gritó mi ayudante—. Los primeros 


manifestantes a nuestro favor han empezado a reunirse en 
los alrededores del Parlamento. Los guardias nacionales no 
saben qué hacer. 

—Gracias, Dmitri. 

Cuando se marchaba me fijé en los rayos del sol y miré la 


hora, y le pedí que nos trajera algo de picoteo. 

La tarde se sucedió en un maratón de batallas; perdimos 


algunas, ganamos otras. El hecho más significativo fue el 
alzamiento de un aliado imprevisto: el ministro de 
Agricultura. Reconocía que era un hombre tosco incapaz de 
guardar un secreto, pero también era de nuestro mismo palo 
ideológico.  

El muy bestia pidió a los campesinos sacar los tractores a la 


calle para cortar las caravanas de vehículos de la Guardia 
Nacional pero dejar paso libre a los militares. Al principio de 
la noche, los accesos a los pueblos y algunas de las 
principales vías a la capital estaban reguladas por los 
tractores. Nunca habría apostado por su idea, pero reconocía 
que, una vez que se le metía algo entre ceja y ceja, no se 
rendía hasta lograrlo. Uno de sus éxitos había sido un 
acuerdo ventajoso para el mundo rural, y ahora este le 
devolvía el fruto de su trabajo. 

Por supuesto, la llamada telefónica fue obligatoria, y tuve 


que poner en práctica mi voz más zalamera con este zoquete. 
«Los sacrificios necesarios por la causa», pensé. Envié varias 
patrullas al ministerio de Agricultura para defender a mi 
nuevo aliado, además de varios militares de enlace para 
facilitar la comunicación . 

Tras una noche de tensión sin dormir, el día siguiente trajo 


noticias contradictorias sobre el primer ministro. Unos 
espías afirmaban que se encontraba atrincherado en su 
palacio; otros, que había huido a regiones más afines. El 
resto del Gobierno había desapecido, a excepción del 
ministro de Interior y el de Exteriores, los perros falderos de 
mi enemigo; le eran fieles incluso en la guerra. 

Por otro lado, la Asamblea Nacional había acordado, bien 


entrada la madrugada, destituir al primer ministro por violar 
la soberanía nacional. A falta de un Gobierno, habían pedido 
al presidente de la República que me encomendara la 
creación de uno nuevo. Mientras tanto, mi amigo Vasili había 
asumido la interinidad en el cargo de primer ministro. 

El presidente de la República reaccionó demasiado tarde 


cuando, a primera hora del día, pidió a los poderes del Estado 
impedir el avance de las tropas golpistas; para entonces, la 
sociedad ya se encontraba polarizada. Manifestaciones de 
uno y otro bando se encaraban por los barrios de la capital. El 
presidente tampoco respondió a la petición de la Asamblea 
Nacional. La ignoró como quien ve un zapato usado en la 
calle, dejando otro conflicto de poder. 

La rebelión había sido el catalizador de las rencillas. 


Etostranos contra etostranos, familias contra familias. Daba 
igual si me apoyaban o no: había roto el país, pero debía 
evitar cualquier debilidad; mi Alexei no estaba aquí para 
recriminar mis acciones. 

Mi círculo de confianza se encontraba dividido sobre el 


siguiente paso: asestar un golpe letal a los «demócratas» y 
tomar el palacio del primer ministro o asegurar el terreno 
poco a poco. Un peliagudo dilema. 

Mi Alexei decía que el que no arriesga no gana. A falta de un 


desempate, elegí seguir las palabras de mi sangre. 

Decidimos hacer unas grabaciones para ganar la guerra 


psicológica bajo la hipótesis de que el palacio del primer 
ministro había sido abandonado. Al igual que un general 
encabeza las tropas en los ataques, acompañaría a mis 
hombres para infundir ánimos y salir en las tomas. 

Mi pelotón grabaría las imágenes y daría a entender que 


habíamos tomado la residencia del primer ministro. No era 
un sitio con valor estratégico, más allá del poder simbólico 
que conllevaba controlar el centro político de la nación. Los 
exploradores confirmaron el abandono del palacio antes de 
proceder con la operación. 
Las tomas con los vídeos transcurrieron sin imprevistos, 
pero, al prepararnos para marcharnos del edificio neoclásico, 
obra del mismo diseñador del Parlamento, una compañía 
enemiga nos sorprendió. Sin parlamentar ni darnos ocasión 
de rendirnos, abrieron fuego. 

Lágrimas corrían por mi demacrado rostro mientras, uno a 


uno, mis valientes hombres defendían a un loco que había 
iniciado una cruzada vengativa por su hijo. 

El soldado que llevaba la cámara me miró y bajó los ojos 


hacia su instrumento: seguía grabando la carnicería de los 
demócratas. Yo no sabía mucho de internet, pero esa cámara 
estaba preparada para subir los vídeos a una nube, o algo 
similar, en tiempo real. Parecía que deseaba decirme algo, 
pero una bala se lo impidió. 

Mientras mis pocos valientes seguían en pie, me acerqué al 


soldado. Solo atiné a escuchar entre susurros. 

—Que todos sepan la verdad de lo ocurrido aquí. 

Sus ojos dejaron de verme. 

Calculé la situación. Mis dos últimos valientes habían caído y 


me encontraba solo. Mi objetivo debía ser despistar a mis 
enemigos de la lucecita roja de la cámara, aunque me daba la 
sensación de que esta crecía por momentos. 
Recé para interpretar el mejor papel de mi vida. Si debía 
morir, lo haría sin mostrar miedo, para que mi hijo estuviera 
orgulloso de mí. 

Formaron un corro a mi alrededor con los subfusiles 


apuntándome al pecho. Me insultaban, me señalaban con 
dedos amenazantes y lanzaban risas de satisfacción unos a 
otros. Me levanté sin que la barbilla me temblara, 
situándome delante de la cámara. 

—Sois despreciables. Ni siquiera llegáis a la categoría de 


bandoleros. Habéis abierto fuego sin avisar ni respetar las 
más mínimas reglas de la guerra. Os habéis limpiado 
vuestras posaderas con los convenios de Ginebra. ¿Y os 
hacéis llamar demócratas? 

Un teniente se acercó y me dio un guantazo que soporté sin 


girar la cabeza. 

—Aquí está el traidor que ha provocado el derramamiento de 


tanta sangre. Usted y sus seguidores no merecen ningún 
trato de cortesía. 

Me escupió en la cara y alzó una pistola a la altura de mi 


frente. Seguí de pie, sin demostrar el más mínimo miedo. Ni 
siquiera me limpié el escupitinajo. 
—Podéis hacer conmigo lo que queráis. Ya os habéis llevado 
la vida de mi hijo. ¿Qué otro mal lo superaría? 

—No hay un mal suficientemente grande para alguien como 


usted. Es responsable de sus propios actos; solo hemos hecho 
justicia siguiendo las órdenes del primer ministro: disparar 
primero y preguntar después. 

«Y luego me dicen que yo soy el malo. ¿Acaso no somos todos 


una mezcla de grises? ¿Quiénes son los héroes y quiénes los 
villanos?». 

—Haced conmigo lo que deseéis antes de que muera de 


aburrimiento. Asesinadme a sangre fría y terminemos de una 
vez. Vuestros colmillos me están manchando el traje de 
veneno. 

Un sargento se acercó corriendo al teniente con el entrecejo 


fruncido. Su superior alzó las cejas y giró la cabeza en todas 
direcciones hasta que localizó la cámara. Cerré los ojos 
mientras los hombros se me hundían. 

Aplastó la cámara con la bota. El piloto murió. 

—Gracias por convertirme en un mártir, teniente. Este video 


se ha retransmitido en directo, y el mundo ha visto cómo son 
los demócratas de verdad —dije con una sonrisa que no 
llegaba a mis ojos. 
El color huyó de la cara del teniente. 

Me dio un puñetazo y caí al suelo, mientras un reguero de 


sangre salía de mis labios. La mirada del teniente no dejaba 
dudas acerca de mi destino antes de alzar la pistola. 

—Esto va por mi hermano, cabrón. 

Un capitán atravesó el corro de soldados. 

—Teniente, baje el arma. Queda relevado hasta nueva orden. 

—Pero, señor… 

—Gracias a usted hemos perdido la gracia de la opinión 


pública. ¿Cómo se os ocurre asesinar a etostranos de esta 
forma? Twitter arde con la carnicería y el enfrentamiento 
con ese sujeto. Nosotros no juzgamos; solo defendemos el 
orden constitucional. Llevaos al prisionero —indicó al 
sargento. 

Me pusieron una capucha en la cabeza y me fui dando golpes 


en las espinillas con los cascotes del vestíbulo destrozado 
hasta que me subieron a un coche, donde me di en la cabeza. 
Tras media hora o tres cuartos, nos detuvimos y me 
arrastraron hasta una habitación. La misma en que 
permanecía encarcelado. 
*** 

Se acercaban el intercambio de balas y alguna que otra 


granada; una cayó cerca y mis pies me avisaron, a través de 
los maltrechos zapatos, que la butaca cedería. 

Amortigüé la caída apoyando las manos. El cristal del 


ventanuco no soportó tal tensión y se rompió. La luz del sol 
me dio directa en los ojos, que entrecerré antes de 
levantarme. 

Me asomé a la ventana: mis hombres estaban desplegados 


alrededor de la casa. Mil soldados protegían un tanque, 
acompañados por quinientos guardias nacionales. ¿Cómo era 
posible? Sin duda, habían sucedido bastantes novedades 
durante mi retención. 

Mis captores no llegaban a los quinientos guardias 


nacionales, y su número descendía con rapidez. Me pareció 
ver el reflejo de alguna cámara, pero no lo pude confirmar. 
Los seres humanos somos patéticos. ¿Reducir la guerra al 
mero control de la opinión pública? ¿Dónde habían quedado 
los ideales o el honor? ¿Acaso se había perdido en lo más 
profundo del armario el morir por la patria? 

Un par de lágrimas se me escaparon al ser consciente de que 


era el causante de tantas muertes. Rezaba para que mi hijo 
estuviera orgulloso de mí. ¿Por qué había abandonado este 
mundo? ¿Por qué permití que el primer ministro lo condujera 
a la muerte? ¿Por qué somos tan estúpidos? Solo creamos 
problemas allá donde vamos. 

Mi Alexei volvió a aparecerse al otro lado de la habitación. 

«¿Por qué tienes tanta manía a las democracias? Son mejores 


que las dictaduras. Si llegas a triunfar, ¿así honrarás mi 
memoria?». 

—La democracia es una ilusión infantil —dije en voz alta—. 


La idea de democracia es una utopía. ¿Recuerdas cuando 
defendías un futuro lleno de luz y sin ataduras del pasado? Yo 
respondía con las opiniones de personajes de la historia. 

»A Carlos I de Inglaterra, antes de ser decapitado, se le 


atribuye la frase: «La democracia es una broma griega», una 
opinión muy acertada. También, no recuerdo dónde, 
escuché: «La democracia consiste en votar a quien te va a 
robar». Aristóteles clasificaba los sistemas de gobierno como 
puros e impuros. Uno de ellos consistía en la democracia, 
cuya degeneración era la demagogia. ¿Acaso existe alguna 
democracia pura? Las demagogias son las causantes del 
mundo loco donde vivimos y del sufrimiento de inocentes. 
Un demagogo te asesinó cuando vendió su alma a los 
extranjeros por más poder y dinero. 

«Papá, tú siempre tan pesimista. ¿Por qué no admites que 


todos morimos? Lo mío fue un accidente. Cuando me alisté, 
conocía los riesgos. Tú no fuiste el responsable». 
—Claro que fui el causante —grité—. No pude protegerte; es 
lo mínimo que se espera de un padre. Mi misión consistía en 
que no te pasara nada malo, y aquí estamos. Un padre no 
debe enterrar a sus hijos: es antinatural. Es el peor castigo 
imaginable por el hombre: no estamos preparados para esta 
situación. Los hijos deben llorar la muerte de sus padres, no 
al contrario. No me lo puedo perdonar, y cada día el dolor 
sigue igual. Así que… 

Unos gritos me desconcentraron y la visión de mi Alexei 


desapareció. Las balas que acompañaban a los aullidos se 
encontraban cerca. Preguntas relativas a encontrar al primer 
ministro se infiltraban en mi aturdida mente. 

¿A quién se referían con «primer ministro»? Yo solo era un 


padre que había perdido a su hijo sin ser capaz de castigar a 
los responsables de su muerte.  

La puerta se abrió de un tirón tan potente que las bisagras se 


rompieron. Dos soldados rasos entraron con los fusiles en 
alto, listos para disparar. 

—¡Lo hemos encontrado! ¡Localizamos al primer ministro! 


—gritó uno—. Ya está todo bien, señor. Ahora lo llevaremos 
a casa. 

Estaría hecho un cristo, desde la cabeza hasta los pies, pero 


tuvieron la consideración de no mencionarlo. Salí al pasillo y 
me encontré con multitud de soldados que aplaudieron 
según pasaba a su altura. Solo tenía fuerzas para inclinar la 
cabeza o alzar la mano de vez en cuando. Al salir de la casa, 
me aguardaba uno de mis generales, que me dedicó un 
saludo marcial. 

—Señor, han ocurrido muchas cosas durante su cautiverio. 


La guerra va bien… 

¿El militar pensaba de verdad que me importaba la evolución 


de la guerra? Si era sincero conmigo mismo, no esperaba 
triunfar. Como muerto en vida, ya me habían arrebatado lo 
más preciado que existe. El golpe de Estado había sido un 
medio para alcanzar la justicia. Solo pedía al Señor que me 
permitiera vivir lo suficiente para ver arrodillado al primer 
ministro, aunque luego todo se fuera al carajo. Hambre, 
sueño y fatiga se confabularon para impedirme pensar, 
sentir o indagar: estaba hecho polvo. 

—Muchas gracias, general. Me gustaría ser un superhombre, 


pero me estoy muriendo de agotamiento. Solo aguanto de pie 
por la enorme ilusión de los hombres. Aprovecharé para 
dormir en el coche. Ya hablaremos en el ministerio, ¿le 
parece? 

Un tenue rubor se extendió por su cara. 

—Por supuesto, señor. Debería haber previsto este detalle. 


—Nadie es perfecto, general, yo el primero. No hay nada que 
reprochar. 

Los diálogos con mi hijo me habían ayudado a tomar una 


decisión: llamaría a mi mujer a la vuelta, aunque me 
rechazara. 

Una vez dentro del coche, dudaba si pedir a Dios soñar o no 
con mi Alexei antes de caer rendido bajo el manto de la 
inconsciencia. Los muertos en vida también teníamos 
derecho a olvidar durante un rato, ¿no? 

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