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istoria y teologia de la navidadPara que la Navidad no se reduzca a una mera
evocación cultural, acompañada por una sensación de romanticismo, sin
consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y
significado. La Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños...
1. Introducción
Entre todas las celebraciones de la Iglesia, las de Navidad son las que conservan mayor
repercusión en las manifestaciones culturales y folklóricas de la sociedad, impregnando
todas sus dimensiones: recetas culinarias, adornos, belenes, obras de teatro, villancicos,
películas de cine (tan numerosas, que han dado lugar a un género específico),
actividades para niños, campañas solidarias, etc. Hay que reconocer que nuestros
contemporáneos muchas veces la celebran privándola de su referencia religiosa, por lo
que hay que centrar la atención en lo esencial, que es la contemplación orante del
misterio.
Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural, acompañada por una
sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que
profundizar en su origen y significado. La Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños
ni una celebración periódica del misterio de la infancia. La Navidad es algo más
profundo, porque supone la entrada de Dios en nuestra historia. En este sentido, la
Navidad no es solo recuerdo, sino también una presencia, ya que Jesucristo ha entrado
en nuestra historia y se ha quedado para siempre con nosotros. La Congregación para el
Culto Divino dice que lo propio de este tiempo es la manifestación de la identidad y de
la misión del Señor, que se revela en los diversos acontecimientos que se conmemoran
en esos días: «En el tiempo de Navidad, la Iglesia celebra el misterio de la manifestación
del Señor: su humilde nacimiento en Belén, anunciado a los pastores, primicia de Israel
que acoge al Salvador; la manifestación a los Magos, “venidos de Oriente” (Mt 2,1),
primicia de los gentiles, que en Jesús recién nacido reconocen y adoran al Cristo Mesías;
la teofanía en el río Jordán, donde Jesús fue proclamado por el Padre “Hijo predilecto”
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(Mt 3,17) y comienza públicamente su ministerio mesiánico; el signo realizado en Caná,
con el que Jesús “manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11)».
(Directorio, 106).
2. El lugar de la Natividad
2.1. Belén
Desde antiguo, los cristianos de Belén acudían a rezar a la gruta donde nació Jesús. Con
la intención de acabar con el culto cristiano, el emperador Adriano, el año 135, ordenó
plantar encima un bosque sagrado en honor de Adonis. Pero los creyentes locales nunca
perdieron memoria del lugar. San Justino, a mediados del s. II, confirma la tradición.
Otros testimonios indican que vecinos y forasteros lo visitaban. Orígenes escribe el año
248 que «en Belén se muestra la cueva en la que nació Jesús y, en esta cueva, el
pesebre en el que fue depositado».
Tal como narra Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos, el año 326, santa
Elena hizo construir una preciosa basílica, colocando el altar sobre la gruta y
conservando un acceso a la misma. Severamente dañada por los samaritanos el año 529,
el emperador Justiniano la sustituyó por otra de mayores dimensiones, que es la que se
conserva. Los cruzados la usaron para las ceremonias de coronación de sus reyes y la
adornaron con mosaicos y frescos, de los que algunos aún perduran. En la fachada se
pueden observar: el dintel de la gran puerta primitiva, el arco gótico que la sustituyó en
época cruzada y la pequeña puerta que se adaptó en siglos posteriores, para que los
turcos no pudieran entrar a caballo. Esta puerta se ha convertido en el símbolo de la
necesaria humildad para poder penetrar en el misterio de la encarnación. Miguel de
Unamuno tiene una preciosa poesía que se puede aplicar a la puerta de la basílica de
Belén, que dice: «Agranda la puerta, Padre, / porque no puedo pasar; / la hiciste para
los niños, / yo he crecido, a mi pesar. / Si no me agrandas la puerta, / achícame, por
piedad, / vuélveme a la edad bendita / en que vivir es soñar».
Desde antiguo, se tuvieron allí celebraciones en honor del nacimiento de Cristo. A partir
de la paz constantiniana, la numerosa afluencia de peregrinos a Tierra Santa influyó en
la extensión de las fiestas que conmemoraban algún aspecto de la vida del Señor. Al
regreso a sus lugares de origen, las fueron instituyendo, a imitación de las que habían
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pesebre de madera. La tradición dice que es el pesebre de Belén, llevado a Roma por
san Jerónimo. Algunos creen que fue llevado en tiempos del Papa Teodoro (s. VII) para
librarlo de la profanación de los sarracenos y otros por los cruzados (s. XII).
El Papa Liberio († 366) la incorporó dentro de una Basílica en honor de santa María de las
nieves. Después del concilio de Éfeso (431), Sixto III la reedificó, llamándola de santa
María la Mayor. De esa época son los mosaicos que decoran el arco triunfal, con escenas
de la vida de la Virgen y de la infancia de Cristo. Con el pasar del tiempo, se convirtió
en la iglesia de Navidad en Roma. Nicolás IV (Papa franciscano † 1292) encargó los
mosaicos del ábside y de la fachada, así como las figuras del Belén, obra de Arnolfo di
Cambio, que se conserva en el museo de la Basílica y que es el primero conocido de
esculturas exentas.
Los latinos usaron el nombre de Natalis Domini para su fiesta del 25 de diciembre. En
ella subrayaron la fe en la encarnación del Señor, la debilidad libremente asumida por
Cristo al tomar nuestra condición (la apparitio Domini in carne). Los griegos, por su
parte, usaron los nombres de Epifanía y Teofanía para su fiesta del 6 de enero. En ella
subrayaron la revelación de la gloria de Cristo y de su divinidad en distintos
acontecimientos.
Eran fiestas romanas en honor del dios Saturno (el Chronos griego). Comenzaban el 17
del décimo mes (diciembre), con un sacrificio en su templo del foro y un banquete, en el
que podía participar todo el pueblo. Duraban siete días, durante los cuales había
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espectáculos de gladiadores, disfraces y juegos de azar. También se suavizaban las
obligaciones de los siervos y esclavos, que eran admitidos a comer en la mesa de sus
señores y recibían regalos. Ya que las fiestas obligaban a todos y los cristianos eran
minoría, éstos pudieron aprovechar la ocasión para celebrar a Jesucristo, que libera de
la esclavitud, regala su propia vida y sienta a su mesa a los creyentes, convirtiéndose en
su alimento (al contrario de Saturno, que devoraba a sus propios hijos).
Más clara parece la relación del Natalis (Solis) Invicti en el surgir de la Navidad. En esto
coinciden muchos autores, aunque no hay unanimidad. Al llegar el solsticio de invierno,
los romanos celebraban grandes festejos en honor del sol, especialmente en su templo
del Campo Marzio en la Urbe. El emperador Aureliano (270-275) decretó la obligación de
celebrar la fiesta en todo el imperio. La fecha estaba muy bien escogida. De hecho, en
el hemisferio Norte, a medida que avanza el otoño, los días son cada vez más cortos y
fríos, y las noches más largas. En cierto momento, la tendencia se invierte, las horas de
luz van creciendo y los rayos del sol ganan fuerza, hasta que las noches son más cortas
que los días. En la parte occidental del imperio romano, el solsticio de invierno se
celebraba el 25 de diciembre.
Los romanos creían que, desde el principio de los tiempos, las tinieblas hacían guerra al
Sol para arrebatarle su poder benéfico sobre la Tierra. La noche previa al solsticio,
parecía que las tinieblas alcanzaban su máximo poder y que la pervivencia del sol (y con
él, de la vida) estaba en peligro. Por eso, el 24 de diciembre encendían hogueras en las
puertas de sus casas y junto a las murallas, para ayudar al sol en su batalla contra las
tinieblas. Cuando amanecía, se postraban para adorar al astro rey, que ascendía
victorioso un año más. La fiesta, llamada Natalis (Solis) Invicti, continuaba con
intercambios de regalos, comilonas y borracheras.
Estas costumbres estaban tan arraigadas, que todavía san León Magno († 461) denuncia a
los que continuaban realizando gestos de veneración al sol en Navidad: «Antes de pisar
la basílica de san Pedro […], suben las escaleras que llevan a lo alto de la plaza, vuelven
allí su cuerpo hacia el sol naciente, e inclinando la cabeza, hacen reverencia al brillante
disco» (Sermón 27 in nativitatem). Gesto que él reprueba, considerándolo incompatible
con la participación en la misa. Se conservan varios testimonios de los Santos Padres que
condenan los abusos que se realizaban en esos días, invitando a los cristianos a meditar
la Palabra de Dios, a la oración y a la limosna, como verdaderas prácticas de Navidad.
San Agustín contrapone los regalos, fiestas en los teatros y borracheras de los paganos, a
las limosnas, oraciones y ayunos de los cristianos (Sermón 198,2). San Gregorio
Nacianceno insiste en lo mismo: «No pondremos guirnaldas en los zaguanes, ni
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organizaremos danzas, ni adornaremos las calles […]. Nosotros debemos gozar con la
Palabra de Dios y con las explicaciones correspondientes a la fiesta de hoy» (Sermón
38,4-6).
Estas cosas no sucedían solo en las provincias occidentales del imperio. Casi todos los
pueblos de la antigüedad consideraron al sol como un dios benéfico. Con motivo de su
ciclo anual, también en Oriente había fiestas aunque, por el uso de calendarios diversos,
celebraban el solsticio el 6 de enero, como testimonia san Epifanio de Salamina, a
mediados del s. IV: «Ocho días antes de las kalendas de enero, los idólatras griegos
celebran una fiesta que los romanos llaman saturnalia, los egipcios kronia, los
alejandrinos kikellia. En efecto, el octavo día antes de las kalendas de enero significa
una ruptura, ya que en ese día cae el solsticio y el día comienza de nuevo a alargarse y
la luz del sol brilla durante más tiempo».
Con estos precedentes, no debe extrañar que, entre los formularios litúrgicos más
antiguos para Navidad y Año Nuevo, se encuentren los de la missa ad prohibendum ab
idolis, es decir: misa para apartar a los fieles del culto a los ídolos. Los primeros
cristianos transformaron lentamente las fiestas invernales en honor del sol hasta
convertirlas en fiestas en honor de Cristo, luz del mundo y salvador de los hombres,
tomando del ambiente cultural algunos elementos simbólicos, como la victoria de la luz
y el calor sobre las tinieblas y el frío. Muchos villancicos hacen referencia al frío del
invierno, para indicar el sufrimiento libremente asumido por Cristo.
El simbolismo solar puede ser una buena ayuda a la hora de expresar la dimensión
cósmica de nuestra fe, pero los contenidos de la Navidad no se explican únicamente a
partir de esas referencias, ni mucho menos a partir de las antiguas fiestas paganas en
honor del sol. El simbolismo cósmico ayuda a comprender el acontecimiento histórico de
la encarnación, pero nunca puede suplantarlo. El cristianismo no cree en mitos
intemporales, sino en la manifestación de Dios en la historia. Lo novedoso del
cristianismo es que Dios ha entrado en nuestra historia, se ha dejado ver, oír y tocar (cf.
1Jn 1,1-3). En Navidad, la Iglesia celebra el amor de Dios, que ha enviado su Hijo al
mundo para salvar a los hombres del pecado y hacerlos hijos suyos. Por eso, las fiestas
de la manifestación de Cristo tienen el mismo significado en los países mediterráneos
del hemisferio norte, donde surgieron, que en los países del Ecuador o en los del
hemisferio sur, que celebran la Navidad en verano. Más aún: la celebración de la
Navidad en el mundo entero, independientemente de su relación con la estación
invernal, indica que la fe cristiana va más allá de los condicionamientos geográficos o
culturales. La liturgia hace referencias a los ciclos de la naturaleza, pero solo por su
relación con los episodios históricos de la vida de Cristo, que son la clave última de
interpretación de toda la obra de Dios, también de la Creación, ya que «todo fue creado
por medio de Él y para Él» (Col 1,16). Por lo que todo (también los ciclos de la
naturaleza) encuentra su sentido último en Él.
Éste es el motivo por el que no deben ser despreciadas las explicaciones de la teología
simbólica de los Padres sobre el origen de la fiesta. Según una tradición judía, recogida
por san Agustín y otros autores, Dios creó a Adán el 25 de marzo (inicio de la primavera
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e inicio del año hebreo, que coincidía con la Pascua según Ex 12,2). En la misma fecha
habrían tenido lugar los principales acontecimientos de la historia de Israel, por lo que
también en esa fecha se esperaba la manifestación del Mesías, como se puede ver en el
tratado hebreo de Rosh Hashanah: «El mundo fue creado en el mes de Nisán y en Pascua
nacieron los patriarcas, al inicio del año Sara, Raquel y Ana recibieron la visita de
mensajeros celestes, José salió de la prisión, cesó la esclavitud de nuestros padres en
Egipto; y en el mes de Nisán llegará la redención futura».
Hoy, estos razonamientos pueden resultar extraños, pero para la tradición judía son muy
importantes, porque manifiestan la unidad de toda la historia de la salvación, en la que
la creación, la alianza y la redención final son distintas etapas del eterno proyecto de
Dios. De hecho, hasta el presente, los israelitas celebran cuatro noches en la Pascua: la
de la creación, la de la alianza con Abrahán, la de la salida de Egipto y la de la futura
venida del Mesías. Por este motivo, desde antiguo, los Padres pusieron en relación la
creación del mundo, el nacimiento de Cristo y su muerte redentora. Algunos autores
hacen coincidir el nacimiento y la muerte; otros, la concepción y la muerte, situando el
nacimiento nueve meses después.
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Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año
204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación
del templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La
coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios
en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios
a esta tierra. En la cristiandad, la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el
siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del Sol invictus, el sol invencible; así
se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las
tinieblas del mal y del pecado» (Audiencia General, 23-12-2009).
Los primeros cristianos anunciaban que Jesucristo murió, resucitó y ha sido constituido
salvador de los hombres (cf. Hch 2,22-36). Por eso lo aclamaban como Kyrios (traducción
del Adonai hebreo, forma de nombrar a Dios en la versión griega de la Biblia). No
ignoraban su pasado histórico, pero ponían el acento en el poder salvador de Cristo
resucitado, único camino para llegar al Padre y fuente del Espíritu Santo. Con el pasar
del tiempo, algunas personas quisieron adaptar el cristianismo a sus ideas filosóficas,
surgiendo diversas herejías cristológicas, a las que respondieron los autores ortodoxos,
profundizando en la verdad revelada.
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comprendió que Jesús no comenzó a ser el Hijo de Dios después de su resurrección. Lo
era desde siempre. Y no por adopción, sino por naturaleza. De hecho, es el mediador de
la Creación, presente junto al Padre desde antes del tiempo: «Él es imagen de Dios
invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las
cosas» (Col 1,15ss). Si no se dieron cuenta durante su vida mortal es porque Él mismo
escondió su condición divina al asumir la naturaleza humana: «Cristo, a pesar de su
condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su
rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6ss). La
reflexión alcanza su punto culminante en el prólogo de san Juan, cuando afirma que «la
Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Es decir: el Logos de Dios ha asumido nuestra sarx,
nuestra realidad concreta, débil y limitada.
Al principio, los cristianos solo se interesaban por los acontecimientos de la vida pública
de Jesús, a partir de su bautismo en el Jordán, tal como muestra el Evangelio de san
Marcos (el más antiguo). A partir de las polémicas con los docetas, surgió el deseo de
saber más datos de su infancia, aquéllos que María conservaba en su corazón (cf. Lc
1,29; 2,19.51). Por eso, san Mateo y san Lucas antepusieron unos evangelios de la
infancia a sus narraciones de la vida pública, como pórtico de lo que viene después, pero
también como clave de comprensión.
Aunque parecía que el peligro de una comprensión sesgada del misterio de Jesús había
sido superado, se presentó con nuevas variantes. En el s. II surgió el adopcionismo, que
sostenía que Cristo (el Hijo eterno de Dios) había descendido sobre Jesús (un hombre
histórico y concreto) y se había aposentado en su cuerpo, como en un templo, cuando
fue bautizado en el Jordán. Cristo habría hablado y actuado entre los hombres usando el
cuerpo humano de Jesús, que abandonó en el momento en que éste fue crucificado. En
resumen, creían que el que enseñó e hizo milagros fue el Cristo de Dios, pero el que
nació de María y murió en la Cruz fue el hombre Jesús.
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en el sepulcro». Por su parte, san Hipólito († 235) añade: «Sabemos que se hizo hombre
de nuestra misma condición […]. Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se
sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de
descanso y no rechazó el sufrimiento». San Atanasio († 373) insiste en el realismo de la
encarnación, en clara polémica con los herejes: «Tenía que parecerse en todo a sus
hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro […]. Estas cosas no son una ficción,
como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue
verdaderamente hombre, y de Él ha conseguido la salvación el hombre entero […]. El
cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo
atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro».
Una vez superado el adopcionismo, surgió una nueva herejía, que esta vez negaba la
plena divinidad de Jesucristo: el arrianismo. Según Arrio († 336), el Verbo sería la
primera y más excelsa criatura de Dios, mediador de la posterior creación, que se
encarnó en el vientre de María para salvar a los hombres, pero que no era de naturaleza
plenamente divina. Más tarde, los nestorianos se manifestaron contrarios a llamar
Theotokos a María, porque la consideraban madre de Cristo, pero no del Hijo de Dios.
Todas estas desviaciones tienen un origen común: querer asimilar el misterio de Jesús a
los mitos paganos sobre semidioses, originados por la unión entre una divinidad y un ser
humano, dando lugar a seres medio humanos y medio divinos. Por el contrario, los
Padres (siguiendo la enseñanza bíblica) afirman unánimemente que Jesucristo es
totalmente Dios y totalmente hombre, su ser Dios no quita nada a su ser hombre. Esto
no tiene nada que ver con los mitos paganos de semidioses generados por la divinidad.
El resultado más importante de estos concilios fue la formulación del símbolo niceno-
constantinopolitano, el Credo que une a todos los cristianos en la confesión de la
divinidad y de la humanidad de Jesucristo. La formulación del Credo no surgió como una
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novedad. Al contrario, fue el esfuerzo de la Iglesia por preservar la originalidad de la fe
cristiana en la encarnación libre de contaminaciones posteriores: «La fe en la verdadera
encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en
esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de
Dios” (1Jn 4,2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando
canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1Tim 3,16)»
(Catecismo 463).
https://www.portalcarmelitano.org/liturgia/122-liturgia-articulos/453-historia-y-
teologia-de-la-navidad.html
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