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La noche difumina el silencio. Las miradas opacan el paisaje de la calle. La voz estridente
anuncia la imagen triste de un rostro impasible y anónimo. Aún es temprano. Las sillas
permanecen inmóviles al tormento que se avecina en la imprevisibilidad del tiempo. Cerca
de la puerta moribunda, un cuerpo iconoclástico vibra por sus carnes. Se estremece. Con
furia e incontrolable. Al fondo del patio, entre una cortina de luz tenue, una lágrima visible
y húmeda en una mejilla amarillenta se exilia del asalto. La luna con tímido asombro
acaricia con su velo, la suave piel de la memoria que resbala entre unas manos poco
tersas. El grito ensordece el calor ínfimo de un hogar perdido entre las sombras. Bajo la
casucha improvisada por un mantel que cubre una antigua mesa provinciana, unos brazos
cándidos e infantiles escapan de la atmosfera tempestiva de olores pestilentes
alcoholizados en una boca podrida que vomita salvajismo, exhalando por los poros
sudorosos, la angustia malévola de la muerte apresurada. Y ella, con su negro movimiento
aguarda en el zaguán, de flores marchitas a su paso, el silencio perpetuo de frágiles senos,
grávidos y secos.
II
¡Qué feroz envidia carcome el corazón! Él no contó en absoluto nada. Allí de pie con la
proximidad de su cintura, un abrazo se extiende con dulzura, se oculta tras la sombra, se
pierde entre los pliegues del vestido. Dos cuerpos, dos siluetas, dos colores de piel forman
un yin yang humano. ¡Qué envidia! Pudo estrechar su mano bañada de fragancia, besar su
mejilla rosada, mirar con parsimonia sus ojos profundos, llenos de picardía y ternura, y
contemplar su sonrisa delicada, glamurosa, victoriana. Mientras una imagen de colores se
formaba en la pantalla, reflejándose en mi absorta mirada, una imagen que devolvía el
tiempo para dibujar un beso húmedo que se iba secando en la memoria. Un recuerdo,
una historia; la mudez, un verso; la distancia corpórea, la cercanía imaginada. Unas voces
sin sonido, al otro lado, tal vez un mundo análogo. Allí estaban incompletos,
estrechándose en caminos paralelos, con la mano extendida en tiempos disimiles. Pero
unidos por una intensa sensación que los conectaba, llena de soledad. De nuevo la
abrumadora desesperanza, un daltónico paisaje casi muerto. Un recorrido a la lejanía. La
ruptura lenta de un hilo perenne. De nuevo un cruce de abrazos, una calma obligaba a
enlazar las piernas como símbolo de una espera infinita. La cabeza gacha. Pensativo o
obnubilado. Allí permaneció mientras descolgaba unas manos grávidas por el peso de la
existencia.