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por Josefa Emilia Sabor *

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Nunca ha sido fácil para mi hablar de mi carrera bibliotecaria, y mucho menos
insertarla en el cuadro de la bibliotecología argentina. Primero por su larguísima
duración de más de sesenta años, tanto en la práctica como en mi permanente interés
por ella. Segundo, porque a través de ese largo tiempo se produjeron en nuestro
campo profundos cambios, algunos de ellos revolucionarios, que no siempre fue fácil
absorber y quizás en los últimos años ni siquiera aceptar, entendiendo por tal cosa,
comprometerse a fondo con ellos. En tercer lugar, porque dado que procedo de un
campo humanista y no estrictamente bibliotecario, no pude abandonar mi vieja
vocación, y así, mi tiempo se vio siempre compartido por mis lecturas y estudios no
bibliotecarios y el ejercicio de nuestra profesión.

Por mi edad soy un testigo no común del desarrollo de nuestra bibliotecología en un


período tan largo, agradeciendo a él y a los colegas interesados en esta entrevista, por
la deferencia que han tenido conmigo al invitarme.

En términos generales, ¿qué ha pasado en esos años? He presenciado y quizás en


alguna medida contribuido a sacar a nuestra bibliotecología de una situación que yo
llamaría “clásica”, en el más respetuoso sentido de la palabra, y en la que la tarea de
dirección bibliotecaria estuvo a cargo, preferentemente, de intelectuales, para
colocarla en el camino de su modernización, que incluyó su tecnificación.

Debo declarar que en el escenario que conocí en mi juventud ya actuaban figuras


como Domingo Buonocore, Ernesto Gietz, Augusto Raúl Cortazar y Carlos Víctor
Penna, entre otros. Ya se habían dado, pues, los primeros pasos para volcar a la
Argentina al mundo de la bibliotecología más moderna, cuyo paladín era Estados
Unidos. En 1943 se produjo un hecho esencial: la Universidad de Buenos Aires fundó
el Instituto Bibliotecológico (hoy SISBI), planeado fundamentalmente por Gietz y
Cortazar, y allí nos encontraríamos por primera vez en un grupo que dirigía Penna,
entre otras personas, Emma Linares y yo. Desde ese momento comienza la
tecnificación masiva de los procedimientos bibliotecarios argentinos dentro de normas
internacionales -las angloamericanas, por supuesto-, la exigencia del título de
bibliotecario para los profesionales, la relación con organismos del extranjero, la
reorganización de las escuelas de bibliotecarios sobre pautas modernas, el envío de
becarios al exterior, la presencia argentina en congresos profesionales, la producción
de literatura bibliotecológica propia. También en ese período surgirían nuevas
escuelas y, por lógica consecuencia, las asociaciones de bibliotecarios. Todo esto es
muy conocido, pero falta escribir su crónica minuciosa, que quizás algún día afronte un
equipo de colegas con gusto por la historia.

*
Publicada en el vol. 7 nº 2 de Diciembre de 2002 de la Revista Referencias de la Asociación
de Bibliotecarios Graduados de la República Argentina (ABGRA).
¿Qué falto en esa larga trayectoria profesional que perduró, con muchos aciertos, por
largos años? Creo que podría resumirlo en pocos enunciados: una mayor
comunicación entre los bibliotecarios, más dados a vivir en una torre de marfil que a
vincularse entre ellos; una producción mayor y mejor, de más envergadura, en el
campo profesional; escuelas y asociaciones más sólidas, más seguras y permanentes
en su accionar, cuyos profesionales fuesen capaces de sensibilizar a políticos y
gobernantes en una medida mayor, para lograr una formación de más alta calidad, por
un lado, y por otro, un compromiso de nuestras autoridades con el problema
bibliotecario en su totalidad.

Una característica de la época pasada fue, sin duda, su excesivo apego a las técnicas.
Éstas eran tan necesarias en un principio para terminar con la anarquía o los viejos
sistemas y normas más en boga, que todos nos dedicamos a incorporarlas,
imponerlas y absorberlas. Pasados unos años de euforia, algunos comenzamos a
reflexionar en que la catalogación y la clasificación no podían ser los fetiches de la
profesión, que no podían ser lo más importante del quehacer bibliotecario.

Y debo decir, en homenaje a Penna, que él, a pesar de su especialización, fue, junto
con Cortazar, el primero en plantearme el dilema. Eso explica el impulso que se dio
inmediatamente después a la referencia, es decir, a la biblioteca como vehículo de la
información y como artífice de la acción bibliotecaria en tanto servicio a la comunidad.

Todo fue mejorando y progresando, hasta que estalló la gran revolución producida por
la computadora. La bibliotecología cambió, dando un giro de ciento ochenta grados, y
los bibliotecarios ya mayores pudimos contemplar de nuevo el espectáculo del
fetichismo que años antes habían producido las admirables normas de catalogación.

En otras palabras, una confusión entre medios y fines todavía no erradicada. La


bibliotecología como técnica ha vuelto a campear como dueña y señora. Pero el
proceso es natural y las cosas encontrarán su cauce verdadero pronto, espero,
aunque me preocupa la velocidad vertiginosa de los cambios y las innovaciones de
estas nuevas técnicas, el tiempo que le insume al bibliotecario conocerlas, practicarlas
y aprovecharlas, así como la brecha que se profundiza cada día más entre países
pobres y ricos.

En cuanto a la enseñanza de la bibliotecología, la veo en nuestro medio sumida en


problemas muy profundos, de los cuales es para mí el mayor decidir qué se debe
enseñar hoy en ellas, qué papel cumplir y qué utilidad reportan los programas
vigentes sobre nuevas tecnologías y hasta dónde la desconfianza y la incomunicación
entre estas escuelas impide una discusión muy amplia sobre qué debe enseñarse y
qué adquirirse fuera de ellas. Y esto sin dejar de recordar que la más notable falencia
de los bibliotecarios es su débil cultural general, de la que muy poco o nada se
preocupan dichas escuelas.

No soy yo quién para aconsejar a mis colegas jóvenes. Jamás se me ocurriría opinar
sobre programas de enseñanza o planes de trabajo puntuales. Pero pienso que una
mejor comunicación entre colegas y el encontrar vías de acceso más fluidas con
autoridades de todo tipo y nivel permitirían valorizar y alentar en gran medida la noción
de servicio y colocar en un lugar más justo las nuevas tecnologías.

Prefiero mil veces a un Sarmiento apasionado por la lectura, las escuelas y las
bibliotecas populares que a miles de técnicos deslumbrados por los logros
incomparables de la nueva tecnología, pero que corren el riesgo de olvidar -como hace
algunos días me recordaba sabiamente Emma Linares- que el servicio a quien lo
necesita, la canalización de la información hacia quien la demanda es el fin primordial
de la tarea bibliotecaria y que no siempre el que tiene los mejores medios alcanza los
mejores fines.

Porque en esencia, y todos lo sabemos, el no distinguir con claridad cuál es la línea


que los separa, es el primer problema del quehacer bibliotecario de hoy.

Que esta Asociación y otras similares del país contribuyan en medida cada vez mayor
a ayudar a nuestros bibliotecarios a unirse y a esclarecer su pensamiento, es mi mayor
anhelo.

Buenos Aires, Noviembre de 2002.

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