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Hong Kong Crónica de Una Rebelión
Hong Kong Crónica de Una Rebelión
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La Universidad Politécnica el 20 de noviembre, durante los días del asedio. KIRAN
RIDLEY POLARIS/CONTACTO
El resultado electoral y el cerco a la Politécnica han iniciado una nueva fase en las protestas en la antigua
colonia británica
“Hemos demostrado que somos la mayoría”, sostiene Joshua Wong, dando un paseo en
torno a la sede del Parlamento autónomo hongkonés, donde ahora trabaja para la
oposición demócrata. “Vamos a mantener las protestas y reformar las instituciones desde
dentro”, dice. El líder estudiantil durante el Movimiento de los Paraguas, precursor hace
cinco años de las protestas actuales con la petición de un sufragio universal para elegir el
Gobierno autónomo, está exultante. Durante este lustro, el entonces adolescente de 17 años
ha madurado y se ha convertido en un político de raza, carismático y celebrado en el
exterior. Esta vez ya no es cabeza de las protestas, que se precian de no tener líderes. Su
papel es el de una especie de ministro de Exteriores, que aprovecha su celebridad y
contactos para intentar movilizar el apoyo internacional.
Avery Ng, líder
socialdemócrata. KIRAN RIDLEY POLARIS/CONTACTO
Algunas claves previas. Pero Hong Kong es todo menos una sociedad homogénea, y las
protestas no han hecho sino dejar de manifiesto su profunda división. Y sus miserias. El
Imperio Británico arrebató este puerto natural al chino durante las guerras del Opio del siglo
XIX y lo devolvió el 1 de julio de 1997. Con una economía basada en los servicios, esta
rutilante plaza financiera internacional presume de la mayor concentración de rascacielos
del mundo, construcciones de cristal y acero, cemento y neón que contrastan con las colinas
a ambos lados de su bahía. Pero su desahogado PIB per capita de 41.600 euros, cinco veces
más que el chino, oculta un reparto profundamente desigual: los 10 hongkoneses más ricos
concentran la misma riqueza que el resto de los siete millones de residentes juntos. Con el
metro cuadrado más caro del mundo, solo un 11% de los habitantes puede permitirse una
vivienda en propiedad. Y el alquiler ofrece un panorama aún más desolador: la mitad de las
viviendas disponibles se ofrecen por un precio medio de 2.270 euros, el 125% de un sueldo
medio. Para los jóvenes la situación es especialmente difícil: en una dura lucha por
encontrar empleos de calidad, los ingresos de la mitad de ellos están por debajo de ese
sueldo medio. Muchos se quejan de la fuerte presencia de turistas y nuevos residentes
chinos. Antes de las protestas entraban 20 millones de turistas al año, el triple de la
población local, y la legislación permite que cada día se asienten en Hong Kong 150 nuevos
migrantes chinos. Según muchos hongkoneses, este es el origen de que se distorsionen los
precios, no solo los de la vivienda, sino también los de los comercios.
Unos 6.000 manifestantes, el 15% de ellos menores de 18 años, han sido detenidos desde julio. Más de
En los Mid-Levels, el barrio de clase media alta en las laderas de la isla de Hong Kong, la
opinión sobre las protestas está dividida. Aquí ganaron los candidatos pandemócratas, pero
también se escuchan muchas voces críticas. “No reconozco mi ciudad”, comenta con pesar
Linda, un ama de casa en la cincuentena, de familia acomodada. “Este era un sitio tranquilo,
donde las cosas funcionaban. Ahora nunca sabes en qué momento te puedes ver en medio
de un follón. Se ha perdido el respeto a todo, y eso va a traer consecuencias para la sociedad
a largo plazo. Los chicos tienen que entender que así, por la fuerza, no se hacen las cosas”.
“No queremos que nuestra sociedad se mantenga en el caos de ahora, queremos volver
adonde estábamos antes de junio. Podemos resolver los problemas con la política, con el
diálogo y la consulta, en el Parlamento autónomo y en otras instituciones”, asegura,
repitiendo los argumentos de Carrie Lam.
Junio, cuando todo comenzó. Lo que sus simpatizantes conocen como El Movimiento
comenzó el 9 de junio. Aquel día, el activista Jimmy Sham, de 32 años, se había levantado
nervioso. Como cabeza del Frente de Derechos Humanos y Civiles de Hong Kong, temía
poco seguimiento para la marcha que su organización había convocado contra el proyecto
de ley de extradición que el Gobierno de Lam había presentado ante el Parlamento local.
La medida buscaba eliminar un vacío legal que había quedado en evidencia a principios de
año: un hongkonés acusado de matar a su novia embarazada en Taiwán no podía ser
extraditado a la isla por falta de legislación que lo permitiera. Resolver la situación
mediante un pacto bilateral era complicado por razones políticas: Hong Kong es parte de
China y Pekín considera a Taiwán parte de su territorio. Lam y sus asesores optaron por una
medida que permitiera la extradición a cualquier país con el que el territorio autónomo no
mantuviera un acuerdo bilateral específico. Incluida China continental. Pero la jefa del
Gobierno no tuvo en cuenta hasta qué punto tenía en contra a la opinión pública. La
perspectiva de entregar a China a los sospechosos que Pekín reclamase había enfurecido y
consternado a muchos. La memoria del secuestro en 2015 de cinco libreros que acabaron en
manos de la policía en China estaba aún muy presente.
Un millón de personas, según las cifras del Frente, desfilaron aquel domingo por el centro
de Hong Kong. Una cifra extraordinaria, solo comparable con algunas movilizaciones
históricas como la posterior a la matanza de Tiananmen en 1989 y la de 2003 que logró
aparcar otra polémica ley, la de Seguridad Nacional, y acabó causando la dimisión del
entonces jefe del Gobierno autónomo, Tung Chee-hwa.
El clamor popular no cambió la posición de Lam. Según anunció la jefa del Gobierno al día
siguiente, el proyecto de ley continuaría su tramitación prevista el 12 de junio. “Eso
enfureció a mucha gente”, recuerda Sham.
La mañana del 12, y tras una serie de llamamientos a través de las redes, decenas de miles
de personas, la inmensa mayoría jóvenes, rodeaban el Parlamento. La idea era bloquear los
accesos, para que los legisladores no pudieran entrar y la medida no pudiera tramitarse.
Nemo, un estudiante de 22 años que ya había participado en las protestas del Movimiento
de los Paraguas de 2014, estaba entre esa muchedumbre. “Técnicamente era una asamblea
ilegal, porque nadie la había convocado ni recibido el permiso de la policía. Pero todos
sabíamos que no podíamos permitir que el proyecto de ley se aprobara. Debíamos impedirlo
como fuese”, recuerda.
Un pequeño grupo acabó enfrentado con la policía a las puertas del Parlamento. Las fuerzas
de seguridad cargaron con gas lacrimógeno y balas de plástico. Una veintena de personas
quedaron detenidas. Lo que hasta entonces había sido una única exigencia —la cancelación
del proyecto de ley— se convirtió de la noche a la mañana en las cinco demandas que los
manifestantes mantienen hasta hoy.
Un millón de personas llegaron a manifestarse. Cifras solo comparables a las protestas de 1989 tras la
matanza de Tiananmen
“Durante estos últimos cinco años, después de los Paraguas, los jóvenes nos habíamos
hecho los dormidos. Habíamos visto los resultados de entonces: gente en prisión, nuestros
candidatos electorales descalificados, incidentes como el de los libreros… Sentíamos que
no podríamos volver a ocupar las calles, que no podríamos ganar. Pero cuando Lam pasó de
la gente, nos enfurecimos. Decidimos que basta de quietud. Dejamos de hacernos los
dormidos”, cuenta el estudiante Nemo, convertido desde aquel 12 de junio en un frontliner,
uno de los manifestantes más radicales que se colocan, parapetados tras barricadas o una
fila de paraguas, en la primera línea de enfrentamientos con la policía, vestidos de negro y
con el rostro cubierto.
Escalada de violencia. Desde entonces, las protestas han entrado en una espiral de
violencia cada vez mayor. Y ambos lados, policía y manifestantes, se acusan mutuamente
de haber radicalizado su respuesta. Cerca de 6.000 manifestantes, un 15% de ellos menores
de 18 años, han sido detenidos. El número de personas llevadas a hospitales llegaba a
inicios de noviembre a 1.550, según las cifras oficiales, aunque sin duda el número de
heridos es superior: muchos frontliners rechazan acudir a centros médicos por temor a que
la policía vaya a buscarles allí. Entre la policía, los heridos han sido más de 400.
Con el metro cuadrado más caro del mundo, solo un 11% de los habitantes de Hong Kong puede
El Movimiento nunca ha condenado ningún acto de sus integrantes, por violento que haya
sido: “Cuando la gente está muy airada y siente que no le escuchan, las acciones pueden
escalar. Entiendo y comparto esa sensación de rabia”, apunta el activista Sham. Desde el
comienzo, sus integrantes —radicales y moderados— acordaron dos principios básicos:
apoyarse sin críticas, en pos del objetivo común, y no contar con líderes. Una decisión
basada en la experiencia de hace cinco años: entonces, el Movimiento de los Paraguas se
disolvió, en parte por las disputas internas; sus dirigentes acabaron en la cárcel.
“Esta ausencia de líderes tiene sus pros y sus contras. Le ha aportado al movimiento la
capacidad de innovar y la flexibilidad que le ha permitido llegar hasta aquí. Pero también
implica que carece de una estrategia coherente, de un apoyo coherente y de una dirección
coherente”, analiza Ng. El pacto de no criticar, cree el presidente de la Liga de los
Socialdemócratas, se ha llevado “a tal extremo que no hay apenas sitio para la crítica
constructiva. Lo que significa que es difícil lograr una evolución sensata o mejorar cosas, y
si no cambia, eso va a perjudicar al movimiento en el futuro”, advierte.
Uno de los llamados
'frontliners'. KIRAN RIDLEY POLARIS/CONTACTO
En primera fila. A medida que las protestas se han vuelto más violentas, el protagonismo
ha recaído más en los frontliners, convertidos a estas alturas en expertos en guerrilla urbana.
Antes de cualquier acción, estudian minuciosamente el callejero de la zona, posibles rutas
de llegada de la policía y vías de escape. “He aprendido a leer mapas con una facilidad que
jamás hubiera imaginado”, explica el joven Nemo sobre su experiencia en primera línea.
Algunos de sus compañeros se han entregado a hacer ejercicio para desarrollar más músculo
con el que enfrentarse a los Raptors, la unidad de élite de los antidisturbios hongkoneses
uniformada de negro. Nemo no, admite con una carcajada. “Soy demasiado vago…, pero
mantenerse en forma es muy importante. En los choques con la policía a mí me acaban
dando calambres”.
“Como frontliner tienes que tener dos cosas: experiencia, para saber cómo moverte, cuándo
puedes avanzar y cuándo es mejor echar a correr”, dice Nemo. “Se consigue rápido: a
movilización por semana, en un mes ya sabes más que suficiente. Pero además tienes que
tener rabia. Sí, hay que planificar, mantener la calma y tomar decisiones rápidas con
responsabilidad. Pero también tienes que aferrarte a tu rabia para que te empuje y te ayude a
luchar”.
Los seis meses de protestas se han cobrado un precio, y no solo en una economía basada en
los servicios que ha entrado en recesión. Más allá de los efectos físicos está también el daño
mental. La demanda de atención psicológica se ha disparado entre los 30.000 policías
hongkoneses —exhaustos y superados, han necesitado pedir refuerzos entre otros cuerpos
de la Administración— y los manifestantes. A comienzo de este verano se dispararon los
suicidios entre los jóvenes.
“He tenido que llevar al aeropuerto a compañeros que se han tenido que marchar de Hong
Kong. He visto a gente herida. Pienso en los que han muerto. Ese dolor me va a acompañar
toda la vida”, reflexiona el joven frontliner.
Una sociedad dividida. La convivencia también se resiente. Las protestas han causado
profundas divisiones, incluso dentro de familias. Los padres de Nemo son “azules” —
prochinos y partidarios del Gobierno— y le han amenazado con dejar de mantenerle,
incluso de echarle de casa. “Están convencidos, como muchos en su bando, de que mis
compañeros y yo tenemos el cerebro lavado, de que estamos pagados por la CIA”, explica
el joven.
“El coste social que vamos a tener que absorber va a ser enorme”, reconoce Ng. “El
aumento del miedo y la rabia subsiguiente, la quiebra de la confianza y las divisiones. No
contra las instituciones, que eso se da por descontado, sino entre la gente. Eso va a ser un
daño que arrastraremos durante generaciones”.
Tras las elecciones municipales, Hong Kong ha entrado en un periodo de relativa calma,
aunque nadie duda de que las protestas continuarán de un modo u otro. Durante la pausa,
los manifestantes han aprovechado para descansar, y los políticos de ambos bandos, para
empezar a trazar sus estrategias. Como apunta convencido Joshua Wong: “Podemos
lograr otra victoria: es el momento de que nos propongamos una mayoría en el Consejo
Legislativo” (el Parlamento local) en las elecciones de septiembre de 2020.
Una manifestación el pasado 28 de noviembre. KIRAN RIDLEY POLARIS/CONTACTO
Los retos políticos. Sería un hito que los demócratas nunca han conseguido en la historia
reciente hongkonesa y que les daría el derecho de veto a las propuestas del Gobierno
autónomo. A priori, lograrlo no es nada fácil: a diferencia de las municipales, el sufragio
universal solo se aplica a 35 de los 70 escaños, los correspondientes a los distritos
geográficos. El resto se adjudica mediante “distritos laborales”, en una votación por
gremios donde siempre vencen por amplia mayoría los representantes del establishment.
Esos cálculos quizá pequen de optimistas. Un examen más detallado del reparto del voto en
las municipales muestra que ha sido muy similar al de las elecciones anteriores pese al
drástico aumento de la participación: un 60% para los demócratas, un 40% para los partidos
prochinos. Con esta perspectiva, el triunfo no es tan grande para la oposición y no garantiza
el éxito en las elecciones parlamentarias.
Mientras tanto, este 1 de enero los nuevos concejales asumirán sus cargos y les llegará el
momento de la verdad: ganarse con sus méritos el puesto que les dio el voto de indignación
contra el Gobierno autónomo y su gestión de las protestas.
“El objetivo no es que pierdan los partidarios de Pekín, sino demostrarles que vale la pena
que ganemos los prodemócratas. Tenemos que usar estos cuatro años para demostrar que
somos transparentes, incorruptibles y trabajadores. Y que sabemos escuchar. Que exista
comunicación y una plataforma de diálogo. Sin comunicación no hay democracia”, apunta
Sham. “Y cuando lo hayamos logrado, seguiremos luchando. La lucha por la democracia
nunca termina: siempre hay que trabajar para mantenerla”.
Los pacíficos, la retaguardia y los “muros de Lennon”
En la retaguardia, a los frontliners, los protagonistas en primera fila, les apoyan los
“pacíficos” o woleifei, los que no están dispuestos a la violencia pero comparten el mismo
objetivo. Ellos son los que protestan con pegatinas de colores en paredes públicas —los
“muros de Lennon”—, los que sostienen una economía de apoyo a los comercios
“amarillos” o ideológicamente afines y los que se encargan con sus donaciones en metálico
o en especie de mantener bien provistas las eficaces líneas de suministro: entre los
escombros en la Politécnica había numeroso material de primeros auxilios, alimentos y
maletas enteras de ropa por estrenar, incluidas algunas prendas de diseño. Los “pacíficos”
acuden también al rescate para extraer a los frontliners de situaciones de peligro y evitar
que sean detenidos.