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El yo, el hombre y el semejante

en el tránsito del Discurso del método al Tratado de las pasiones o


cómo las capas y sombreros recuperan el alma1.

Beatriz von Bilderling

Primeras Jornadas de Filosofía Moderna: "Sujeto epistémico y sujeto político en la Modernidad". Facultad de Filosofía y
Letras. Universidad de Buenos Aires. 23, 24 y 25 de abril de 2003.

En la tercera parte del Discurso de Método, Descartes manifiesta su intención de no extender la duda teórica al
ámbito de la práctica. Las acciones, a diferencia de los juicios, urgen de tal manera que en ellas hay que ser
resueltos, antes que proscribir de cualquier modo el ser precipitados o prevenidos. Estas acciones importan,
además, al ser humano cabal y no a la mera interioridad solitaria vuelta hacia la consideración de ideas,
principalmente, de cosas materiales y espíritus infinitos. Ellas implican a los otros hombres, más reales que
ideales, con los que se interactúa, se comparten costumbres imbuidos de plena convicción, o, al menos, sana
tolerancia, con los que se acuerda la prescripción de leyes y la obediencia a un Estado. No dudar en la práctica,
es así, de alguna manera, dejar a salvo también la confianza en el semejante. De hecho, el recorrido metódico de
la duda cartesiana, sea en la cuarta parte del Discurso del método, o en la primera de las Meditaciones
metafísicas, no nos presenta ningún argumento especial para dudar de los otros hombres, ya sea como espíritus
puros o como espíritus encarnados. La duda es, en lo esencial, duda en la naturaleza corpórea en general y en el
propio cuerpo en particular. Y si bien no faltan leves y ligeras sospechas acerca del espíritu, en los dos
momentos en que se presentan la resolución llega tan pronto como su planteo. Si somos espíritus lo somos en la
finitud del engaño y de la duda, por tanto el yo espiritual, que duda y que se engaña, es. Cuestionamos, entonces,
al espíritu infinito. Pero sólo ese mismo espíritu infinito puede ser la causa de nuestra idea de la infinitud. Por
tanto, también es el infinito espíritu de la verdad, en una palabra, también Dios existe. A partir de aquí la
reconstrucción de lo perdido importa de nuevo al cuerpo, a la cuestionada esencia, existencia y cualidades de las
cosas corporales e incluso a la existencia del cuerpo en el que el propio espíritu se encarna. Y esto significa,
entonces, que aquella leve y ligera duda acerca del espíritu, en la consideración cartesiana, llega hasta el que
uno mismo es o hasta aquel que a todos sobrepasa. De nuevo, el espíritu del semejante permanece ausente, tal
vez para que nunca deje de estar presente.

Sin embargo, Descartes no se mantiene con firmeza en ésta que podríamos calificar de acrítica actitud con
respecto a los otros hombres, y en el desarrollo de su primera obra teórico-metafísica la abandona al menos dos
veces2. Lo hace primero, en el conocido pasaje de la segunda Meditación, en el que se ve acosado por la duda
de si sombreros y capas encubren artificios de pura extensión u hombres verdaderos.

1 Quisiera hacer una breve enmienda a este título y a todo lo que sigue, y con ello tal vez también un pequeño homenaje a
Elisabeth de Bohemia. En lo que sigue cada vez que yo diga "hombre" o "semejante", entiéndase "hombre/mujer", "el/la
semejante"
2 En el DM, en la cuarta parte hay ligeras indicaciones de duda con respecto a otros espíritus:
"[...] si en el mundo había cuerpos, o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fuesen del todo
perfectas, su ser debía depender del poder divino, hasta el punto de no poder subsistir sin él un solo instante." AT,
VI, 35-36.
2

[...] la casualidad [dice] hace que mire por la ventana a unos hombres que pasan por la calle, a cuya vista no dejo
de exclamar que veo a unos hombres, como asimismo digo que veo la cera; y, sin embargo, ¿qué es lo que veo
desde la ventana? Sombreros y capas que muy bien podrían ocultar unas máquinas artificiales, movidas por

resortes. Pero juzgo que son hombres y así comprendo, por sólo el poder de juzgar, que reside en mi espíritu, lo
que creía ver con mis ojos3.

Incluso aquí requiere más esfuerzo argumentativo mantener la autenticidad de la duda cartesiana, que dejarse
simplemente convencer por el eco de confianza de sus últimas palabras. Descartes manifiesta poder juzgar, con
prescindencia de o al menos primacía por sobre todo dato sensible, que capas y sombreros encubren hombres.
Por una indicación que presenta este párrafo, se habrá podido suponer que el contexto en el que se inscribe el
pasaje es el del análisis del trozo de cera. Y por la contraposición entre sentir y juzgar, lo que Descartes parece
querer plantear con mayor énfasis es que trátese de hombres o de simples cuerpos, lo que sean en su naturaleza
más propia lo determinará con certeza, no lo que cualquier sensación nos haga saber de ellos, sino una función
del entendimiento puro. En cuanto al problema de su existencia, tampoco podrá resolverlo ninguna sensación
por sí misma, sino tomada como premisa de un juzgar que en este caso es, en definitiva, argumentación. Sin
embargo, de nuevo sabemos que las Meditaciones se ocupan de desarrollar ambos aspectos para dejar a salvo la
naturaleza y existencia de las cosas corporales. Ahora, con respecto a los otros hombres, puede ser que también
haya algo que nos haga juzgar con verdad que los hay y que son tales, pero de ello las Meditaciones nada dicen.
De modo que, aunque Descartes haya querido apuntalar rápidamente la confianza en nuestros semejantes, somos
nosotros los que nos quedamos en la duda de ellos.

Más adelante, en el transcurso de la primera de las pruebas de la existencia de Dios, surge una segunda
sospecha, cuando Descartes sugiere que las ideas de otras almas finitas incorpóreas —ángeles— o corporizadas
—otros hombres— bien pueden ser meras ideas facticias.

Ahora bien [dice esta vez Descartes]: entre todas las ideas que están en mí, además de la que me representa a mí
mismo, la cual no puede aquí ofrecer dificultad alguna, hay otra que me representa a Dios, y otras que me

representan cosas corporales e inanimadas, ángeles, animales y otros hombres como yo. Y en lo que toca a las
ideas que me representan a otros hombres o animales o ángeles, concibo fácilmente que pueden haber sido
formadas por la mezcla y composición de las ideas que tengo de las cosas corporales y de la de Dios, aun cuando
fuera de mí no hubiese hombres en el mundo, ni animales, ni ángeles4.

Y por lo que respecta a las MM, antes de las que se indicarán a continuación, hay también una referencia en los pasajes
que anteceden al cogito:
Pero ya estoy persuadido de que no hay nada en el mundo: ni cielos, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpos [...] AT, IX,
19.
3 AT, IX, 25.
4AT, IX, 34. Los énfasis son míos.
3

En esta ocasión las Meditaciones ya son más claras en el planteo exclusivo de la duda, pero también callan la
resolución del problema para el caso planteado que aquí más nos interesa, el de los otros hombres. Una vez
restituidos los espíritus, ya sea en la certeza de la propia alma o en la existencia del espíritu divino, y recuperada
la confianza en la existencia de cosas corporales, uno bien puede retomar esta sugerencia cartesiana y considerar
que sólo aquéllos y éstas existen realmente, mientras que nos seguimos haciendo la idea de cualquier hombre
componiendo por nosotros mismos las ideas de algún alma y algún cuerpo. Por eso resulta llamativo que
Descartes no dé argumentos que nos prevengan de hacerlo así.

Sin embargo, también podría decirse que la misma sugerencia cabe extenderla al hombre que el sujeto pensante
que está meditando en definitiva es. Y es para ese caso particular, que las Meditaciones aportan en efecto y
curiosamente, un argumento que excluye la facticidad de la idea de hombre. Es decir, considero que puede
argumentarse que la prueba de la unión del alma y el cuerpo que Descartes desarrolla en el transcurso de la
Sexta Meditación no sólo cumple con su cometido expreso —probar la unión mente-cuerpo—, sino que también
viene a disipar esta posibilidad instaurada en el desarrollo de la primera prueba de la existencia de Dios, de
componer la idea de hombre como la yuxtaposición fantasiosa o inventada de la idea de un espíritu y un cuerpo,
al menos para el caso particular de cada yo. Según la lectura que me inclino a hacer de los pasajes en que
Descartes se refiere al propio cuerpo y su íntima unión con el alma, en ellos Descartes prueba, en primer lugar,
aunque tal vez en segunda instancia5, y a través de la presencia de las ideas sensibles de sentimientos —por
ejemplo, dolor— y apetitos interiores —hambre, sed— la existencia de ese cuerpo que el espíritu vivencia como
el más próximo e íntimo, y que, por tanto, concibe como propio6. En segundo lugar, y bajo las razones de que
no "entiende" de sus dolores ni "concibe" su sed o hambre, sino que las siente, Descartes prueba que su alma y
su cuerpo están tan estrechamente unidos, confundidos y mezclados que forman un solo todo. Apoyándose en
ello, ya no cabe, pues, la anteriormente posible facticidad, sea debida naturalmente a Dios, o por composición
imaginativa de nuestras propias ideas, de un cuerpo-navío con un alma-piloto. En tanto unión indisoluble y total
somos hombres, espíritus encarnados, cuerpos cabalmente espiritualizados.

Ahora bien, la pregunta que ha de surgir en este punto, es la de si las mismas consideraciones cartesianas sobre
ese hombre, que al decir de Machado "siempre va conmigo", valen para la humanidad del semejante. Y, por lo
que toca a la respuesta, considero que ella había de ser necesariamente negativa, tal como lo sugieren esta vez
los pasajes de la quinta parte del Discurso del método donde Descartes nos indica los rasgos que nos permiten
reconocer un hombre verdadero frente a cualquier autómata, sea natural o artificial. Tras sostener allí que si
hubiera artificios que semejasen en todo exteriormente a los animales no tendríamos forma de establecer la
diferencia entre unos y otros, Descartes sostiene que dos son los medios que nos permiten, en cambio, reconocer
—y de acuerdo con la terminología empleada en las Meditaciones, "juzgar"— que estamos ante hombres

5 La primera es la prueba por las ideas de la imaginación, cf. MM, AT, IX, 57-58.
6 Cf. MM, AT, IX, 64. Debo aclarar, entonces, que esta lectura que según he señalado es la que me inclino a hacer, se
separa de la de aquellos intérpretes que ponen más énfasis en las expresas palabras de Descartes en estos pasajes, por las
que reiteradamente indica que todo esto se inscribe en simples "enseñanzas de la naturaleza", poco necesitadas de
reflexión y meditación. Sin embargo, hay pasajes en su correspondencia y también ciertas expresiones de la Sinopsis o
Resumen que anteceden a las MM, donde Descartes dice haber probado, que existe el cuerpo propio y que está
estrechamente unido al cuerpo. Yo me inclino, pues, por seguir la vía de estas últimas expresiones.
4

verdaderos y no ante autómatas. El primero es el uso de palabras u otros signos, que los seres humanos
componen y ordenan de tan diversas maneras, que pueden dar respuesta a cualquier sentido que se les diga. Es
aquel, entonces, por el cual conforman un lenguaje que les permite declarar sus pensamientos a los demás. El
segundo consiste en la capacidad de variar las conductas de acuerdo con los dictados de la razón, aun cuando
por una determinada disposición de los órganos corporales sólo hubiera de seguirse una acción particular7.

Al ser otro hombre algo tan externo a nosotros mismos como cualquier otro cuerpo, sea extensión inerte o
autómata se-moviente, resulta claro que no pueda valer para él idéntico rasgo que, desde nuestra propia
interioridad nos permite reconocernos como humanos. Para el caso del otro, se apela a la exterioridad de un
lenguaje proferido, a la constatación de una plasticidad de acciones inesperadas, como manifestaciones externas
de una racionalidad interna. Para el caso del hombre que cada uno es, se apela, en cambio a la íntima vivencia
consciente del sentimiento. Con esto, deseo sugerir que aquella primera pregunta que Descartes se hacía en la
Segunda Meditación, con el objeto de dilucidar su naturaleza y que es la pregunta "¿qué es el hombre?"8
encuentra finalmente una duplicidad de respuesta conforme a que el yo se tenga a sí mismo o a otro como
referente cuando se la hace. Cuando la pregunta por el hombre se la dirige el yo desde sí mismo hacia sí mismo,
no es fundamentalmente la razón la que lo hace humano, pues ella también lo puede hacer angélico. Lo que
hace humano al propio yo es, más bien, el sentimiento, el apetito, y, como se agregará luego, la pasión,
excluidos por igual de animales y ángeles9. En cambio cuando la pregunta por el hombre es la pregunta del yo
por la humanidad del otro, ella aparece como razón que se expresa teóricamente en lenguaje y prácticamente en
la regulación de la acción.

Sin embargo, como esta última es en lo fundamental acción corporal regulada, podría pensarse asimismo que es
indirectamente por este último rasgo como, según Descartes, venimos a saber que el otro es también
humanamente un alma corporizada al modo nuestro, o más bien, un cuerpo espiritualizado a nuestro modo. Pues
esos sentimientos, apetitos y pasiones que en nosotros consisten en tales respuestas conscientes, a diferencia de
meros movimientos animales mecánicos, son las que requieren a veces la regulación activa del alma sea para
beneficio del cuerpo, de la unión, del alma sola, del otro, del conjunto social10. Ya las Meditaciones traen

7 Cf. DM, AT, VI, 56-58.


8 MM, AT, IX, 20.
9 Con respecto a lo último dice en carta a Regius:
Los sentimientos de dolor, como todos los demás sentimientos de naturaleza afín a ellos, no son pensamientos puros
de un alma ajena al cuerpo, sino percepciones confusas de un alma que está realmente ligada a él; porque si un ángel
estuviera unido al cuerpo humano, percibiría los movimientos causados por los objetos externos, sin verse afectados
por los sentimientos que nosotros experimentamos, diferenciándose, en ello, de un verdadero hombre. [A Regius,
enero de 1642, AT, III, 493].
En carta a Gibieuf separa al hombre del animal:
En lo que concierne a los animales, advertimos en ellos movimientos semejantes a los que siguen a nuestras
imaginaciones o sentimientos, pero no por esto imaginaciones o sentimientos. Y por el contrario, como estos
movimientos se pueden hacer también sin imaginación, tenemos razones que prueban que se cumplen así en ellos,
como espero hacer ver claramente describiendo con detalle toda la arquitectura de sus miembros y las causas de sus
movimientos. [Carta al P. Gibieuf, Endegeest, 19 de enero de 1642, AT, III, 479. Descartes, Obras escogidas, 408-
409]
10 Por ejemplo, el artículo 156 (Cuáles son las propiedades de la generosidad; y cómo sirve de remedio contra todos los
desarreglos de las pasiones) señala:
Los que son generosos de esta manera se ven llevados naturalmente a hacer grandes cosas y, sin embargo, a no
emprender nada de lo que no se sienten capaces. Y, como nada estiman más / que el hacer el bien a los otros
5

indicaciones de que no siempre es beneficioso dar curso a la satisfacción de los movimientos mecánicos que
generan el hambre o la sed11. Beber es fatal para el hidrópico y la ingesta de azúcar puede serlo para el
diabético. El Tratado de las pasiones dirá luego que temer no siempre es conveniente12, así como a veces no lo
es ser colérico en demasía13. Son todas estas acciones las que el alma devenida en voluntad tiene que dominar
gracias a que es consciente no solo de ellas, sino también de las ocasiones en que son beneficiosas o nocivas,
aunque sólo pueda hacerlo indirectamente e interponiendo ya sea, representaciones, razones o juicios de aquello
que ha de presentarse como bien frente al mal. Son todas estas acciones, las que en un animal se seguirían
inexorable y unívocamente, mientras que en los humanos son sustituidas por otras, por aquellas que la razón ha
juzgado más convenientes. Pero si eso es lo que podemos constatar tanto en nosotros como en otros, esa lucha
ocasional del alma con sus propios sentimientos y pasiones no solo ha de suponerse también en todos, sino
alabarse como aquello que, adelantando un motivo kantiano, hace a la más alta dignidad y estima del ser
humano cuando tiene un desenlace que redunda en virtud. De allí que resulte también significativo que, otra vez
según las enseñanzas del Tratado de las Pasiones del alma, aquella pasión por la cual nos estimamos y
admiramos de nosotros mismos, como lo es la generosidad, también podamos suponerla en todos los demás.

En principio y en el artículo CLII del mencionado Tratado, Descartes manifiesta observar

[...] en nosotros una sola cosa que nos pueda dar justa razón para estimarnos, a saber, el uso de nuestro libre
albedrío y el dominio que tenemos sobre nuestras voliciones. Pues solamente se nos puede alabar o censurar con
razón por las acciones que dependen de ese libre albedrío, que nos asemeja de alguna forma a Dios, haciéndonos

dueños de nosotros mismos, siempre que no perdamos por cobardía los derechos que nos da.

A eso es a lo que en el artículo siguiente designará con el nombre de "generosidad". Pero, además, y como lo
manifiesta ahora en el artículo CLIV la conciencia de nuestro valor como seres libres y poseedores absolutos
del dominio de nuestras voliciones es un aspecto que se ha de suponer y reconocer en todo otro ser que

hombres y menospreciar su propio interés por este motivo, siempre son perfectamente corteses, afables y
serviciales con los demás. Por eso son enteramente dueños de sus pasiones, en especial de los deseos, los celos y
la envidia, porque no creen que haya nada cuya adquisición no dependa de ellos que valga lo bastante como para
que merezca desearse mucho; y del odio hacia los hombres, porque los estiman a todos; y del miedo, porque la
confianza que tienen en su virtud les da seguridad; y, en fin, de la ira, porque, como estiman muy poco todas las
cosas que dependen de otro, nunca conceden a sus enemigos la ocasión de reconocer que están ofendidos.
Las mismas consideraciones se reiteran en la correspondencia con Elisabeth.
Por lo que respecta al carácter libre y estimable de los otros yoes vuelve el final del artículo 155:
ARTICULO CLV. En qué consiste la humildad virtuosa
Así los más generosos tienen costumbre de ser los más humildes; y la humildad virtuosa consiste simplemente en
la reflexión que hacemos sobre la imperfección de nuestra naturaleza y sobre las faltas que podemos haber
cometido en otro momento, o que somos capaces de cometer, que no son menos que las que otros pueden cometer,
es la causa de que no nos prefiramos a nadie y pensemos que los demás, teniendo su libre albedrío tan bien como
nosotros, pueden utilizarlo igualmente bien.
Resulta interesante la indicación de Amélie Oksenberg Rorty, quien señala la posibilidad de entender la generosidad
como un antecedente del principio de caridad, empleado como instrumento para interpretar las creencias y acciones de
otros. ([1992] 1995, “Descartes on Thinking with the Body”, en The Cambridge Companion to Descartes”, en John
Cottingham (ed.) The Cambridge Companion to Descartes. Cambridge: Cambridge University Press, p. 387).
11 Cf. MM, AT, IX, 66-67.
12 Art. LXV.
13 Art. LXVI.
6

manifieste voluntad, y que se haga por ello tan digno y respetable como nosotros mismos14. Nuevamente
estamos ante la presencia del otro, ahora como agente libre.

Sin embargo, lo dicho hasta aquí puede aun parecer la explicación de un cartesiano tibio. Descartes se ha
preocupado por mostrarnos rasgos por los que diferenciar un semejante de otras cosas corporales carentes de
alma, como cosas materiales y animales, ha supuesto en él libre albedrío y le ha concedido la estima de la
generosidad. Pero se ha olvidado que si nos ha picado con el aguijón de su duda más radical, ya no podemos
sustraernos a los efectos del sueño o de aquel que se vale de ellos para engañar, el genio maligno. De modo que
podríamos aún preguntar, ¿por qué un lenguaje cargado de sentido, dispuesto como diálogo, ordenado con
coherencia, tiene que ser el lenguaje de otro? ¿Por qué no podemos ser novelistas y académicos universales de
cualquier relato y de todo argumento? ¿Cómo saber si el curso inesperado de una acción que sustituye a otra
nace del dictado de la propia razón del que creemos semejante o es ejemplo de esa enajenación de derecho
concedida por cobardía a algún genio maligno? Considero que si nos hiciéramos tales preguntas, Descartes
necesitaría algún argumento del tipo de los que en la Sexta Meditación le han servido para recuperar su
confianza en las cosas corporales externas en general y en su propio cuerpo en particular, para aplicarlo ahora al
rescate de los otros. Pero, para los cuerpos basta la idea pasiva que el propio yo tiene de un simple matiz de
color, su inclinación a creer que una cosa externa, y no cualquier ser de orden superior, es su causa activa y la
ya argumentada convicción en que Dios no me engaña ni en mis más claras y distintas ideas ni en mis más
fuertes inclinaciones a la creencia, para saber que ese cuerpo como cosa supuestamente coloreada existe15. Lo
mismo se podría decir, como ya hemos adelantado, del cuerpo íntimo y próximo al que nos sentimos inclinados
a adscribir nuestros pasivos sentimientos de dolor o nuestros apetitos de hambre y sed16. En cambio, lo que
Descartes nos aporta en el Discurso del método como base para la afirmación del otro no son ideas simples y
atomizadas (como diría Hume). Se trata de argumentos, relatos, segmentos de historia que muestran que ciertos
seres padecen y a menudo cambian con más versatilidad que la cruda materia. Demasiada complejidad como

14 ARTICULO CLIV. [La generosidad] impide que se menosprecie a los demás


Los que tienen este conocimiento y este sentimiento de sí mismos se persuaden fácilmente de que los otros hombres
también pueden tenerlos de ellos mismos, porque en esto nada depende de otros. Por eso nunca menosprecian a nadie;
y, aunque vean con frecuencia que los demás cometen fallos que hacen aparecer su debilidad, sin embargo tienen más
tendencia a excusarlos que a censurarlos y a creer que es más por falta de conocimiento que por falta de buena voluntad
por lo que los cometen. Y del mismo modo que no se creen muy inferiores a quienes tienen más bienes, honores o,
incluso, más ingenio, más conocimientos, más belleza o, en general, a quienes les sobrepasan en alguna otra perfección,
tampoco creen estar muy por encima de aquellos a los que sobre/pasan, porque les parecen muy poco dignas de estima,
comparadas con la buena voluntad, por la que únicamente se estiman, y que suponen existir también, o al menos poder
existir, en cada uno de los demás hombres.
En esto habría que notar, en primer lugar, que, de acuerdo con las palabras finales del artículo, Descartes nos está
diciendo algo así como que
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como
bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad . [Kant, Fundamentación de la metafísica de las
costumbres].
Se podría notar adicionalmente que así como una pasión, la admiración, nos abre al mundo en el sentido de naturaleza a
contemplar o conocer, otra pasión, la generosidad, nos abre al mundo como el universo de los otros yoes. En el mismo
sentido se expresa Romeo Crippa: "La realtà dell'altro, che per certi aspetti e in certi momenti della speculazione
cartesiana appare sfocata e quasi secondaria, qui si presenta oltremodo sicura. Mi circondano non solo dei corpi, ma altri
uomini, con i quali, se pur non sembra si instauri una relazione essenizale e intensa, resta tuttavia che, riconoscendone
inizialmente la dignità e capacità, si apre un rapporto fatto di umanità e comprensione" (Romeo Crippa, 1964, “Etica e
Ontologia nella dottrina cartesiana delle passioni”, en Giornale di metafísica, 19, 4-5, p. 542)
15 Cf. MM, AT, IX, 63.
16 Cf. MM, AT, IX, 64.
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para que en sus intersticios no se filtre de nuevo la duda. De la cual, creo, vuelve a ser la principal la posibilidad
de que el propio yo se baste para hacer de todo ello una ficción. Pues, en el caso de las pruebas anteriormente
mencionadas —la que restituye a los otros cuerpos y al propio—, Descartes remarca que las ideas pasivas que el
yo está considerando como premisa base de su argumentación —esto es, las ideas de cualidades sensibles, de
sentimientos y de apetitos—, no son esenciales a su yo como alma pura. Ahora bien, considero que es ese
aspecto, aún más que el que Descartes señala también expresamente y que es el carácter involuntario de tales
representaciones, el que excluye la posibilidad de que el yo sea su causa activa. ¿Por qué habría el yo de causar
algo de lo que puede y hasta le conviene prescindir? El yo también pretende ser espíritu de la verdad y esas
ideas son las que crean en él la confusión y la oscuridad. El yo, como alma pura, no puede ser su causa. En
cambio, en lo que está reparando cuando trata de establecer si ciertas configuraciones corporales encubren, no
obstante, hombres, es justamente en esos aspectos que, en tanto alma, le son más propios: un razonamiento
ordenado, que, para volver a Machado, puede incluso monologar privadamente con sí mismo, una voluntad que
hasta se puede suponer infinita. De nuevo, ¿sobre qué base excluir entonces aquí la posibilidad de que los otros
sean mi "humilde" y ficticia creación a imagen y semejanza? o más bien, ¿sobre qué base asentar mi fuerte
inclinación a creer que no son eso, a creer que son seres que realmente causan los relatos y argumentos que
oigo, las variaciones de conducta que observo?

Ante tales preguntas, y como última y final sugerencia, invitaría a reflexionar si la generosidad, como pasión
sentida del propio yo no es aquello que, por el costado práctico del alma, tiende el puente del yo a ese semejante
ya no ficticio, sino real. Hemos señalado que por ella el yo se siente y se estima como agente libre, sabe que lo
único que está en su poder son sus propias voliciones y que sólo será alabado o censurado por su buen o mal
empleo17. Ahora bien, se ha de suponer que siente que sus voliciones y juicios están dirigidos hacia las acciones
que pueda ejercer con respecto a otros y, ya no tan sólo con respecto a sí mismo, pues solamente en esa
dimensión con la alteridad ellas han de alcanzar una verdadera dimensión moral. Además, sólo podrán tenerla si
los otros son seres tan dueños de sus voliciones y acciones como él mismo y si lo son como seres reales y no
meros entes de ficción. Como me gusta expresarlo, un moral que se entabla con seres de ficción sólo puede que
sea una ficción de moral. Dios no puede entonces engañarme tampoco en esta inclinación ética a traspasar mi
mirada-espejo hacia aquella que me enfrenta al rostro y al alma del semejante o incluso del diferente y ante la
cual se juega toda la virtud de mi alma. Si esto pudiera sostenerse, quizá tendríamos, entonces, un argumento
más convincente de que las capas y sombreros, los turbantes y túnicas, encubren, tal vez ya no armas de
destrucción masiva, sino cuerpos que han recuperado su alma. Un alma que, como la propia, pero a su modo,
razona, piensa, se expresa, dialoga, oculta, desea, ama, odia, se pone en el lugar del otro, hace, omite,
sorprende.

17 Art. CLIII.

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