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Nada fácil fue que las mujeres tomasen la pluma y el papel; aún más, que hicieran de la

escritura una expresión de su soberanía. Se consideraba innecesario que aprendieran a leer


y a escribir: «¿Para qué hacerse a esas herramientas del espíritu, a ese lenguaje social, si
las mujeres estaban destinadas a la servidumbre de la especie?», decía así la mentalidad
hegemónica que buscaba sostener la jerarquía entre los géneros. Poder plasmar las voces
de nuestro ser sobre ese lienzo en blanco, dejar para otros nuestra interpretación sobre el
mundo, fue y ha sido una larga conquista. De ser la escritura una actividad de deleite para
algunas aristócratas (¡que se embellecieran con esa actividad era el mandato de los
hombres¡); de ser la escritura para otras de ellas un grito inicial de denuncia —ridiculizado
y sepultado por la crítica masculina— respecto a las situaciones de opresión vividas por las
mujeres; de ser la escritura una enseñanza para las burguesas o pequeño burguesas que
se perfilaban como educadoras del nuevo ciudadano; de ser, en fin, la escritura —o de
convertirla en ello— una estrategia para perpetuar el eterno femenino, se transformó,
gracias a la valentía de muchas mujeres, en un arma fundamental para minar esa
estructura social que las distancia de sus deseos y de su autonomía. Las mujeres escritoras
introdujeron, pues, esta ruptura alumbrando sus situaciones particulares, mostrando las
tristezas y los tormentos de su cotidianidad que se desprendían de una vida que se repetía
y se ahogaba en la impotencia; las mujeres escritoras acentuaron mucho más ese quiebre
cuando hicieron de la literatura un espacio para develar las relaciones sociales que
sostenían y reproducían ese orden de cosas, pero no una literatura para la denuncia o la
moralización —dejaría de ser literatura—, sino una literatura, cuya forma artística lograba
introducir la sospecha en torno a lo establecido y disponer a hombres y mujeres a la
interrogación de sus roles en el seno de la sociedad; las mujeres concretaban esa ruptura
haciendo suyo el poder de la escritura, situándose como sujetos que podían entender y
explicar —ya desde tantos saberes y teorías— las razones históricas y sociales que vedaban
su camino hacia su propia soberanía, hacia una palabra propia, que necesitaba para su
florecer, precisamente, de esas herramientas del espíritu.

La conmemoración de los 90 años de Una habitación propia de Virginia Woolf será la


oportunidad para pensar la aventura de las mujeres en la escritura, cómo ésta fue una
herramienta muy significativa para conquistar la tan anhelada independencia, cómo este
arribo necesitaba de una autonomía económica y de transformar el mundo privado —que
era encierro y custodia sobre sus cuerpos y sus mentes— en una espacio propio, al que se
llegaba después de haber bebido del mundo de afuera; una habitación propia en la que se
defendía una soledad creativa, en la que la palabra se preparaba para salir a la luz con toda
su fuerza interrogadora y con toda su capacidad de transformación.

Los y las invitamos a que nos acompañen en esta última conmemoración del año, como
homenaje a ese esplendoroso texto de la escritora inglesa, como recordación de esa lucha
emprendida, e insistente, para lograr un vínculo potente entre las mujeres y la palabra.

Daniela Cardona
Directora del CEEZ

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