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28/12/2019 La ciudad como objeto de intervención médica.

El desarrollo de la medicina urbana en España durante el siglo XVIII

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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XVII, núm. 431, 1 de marzo de 2013
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

LA CIUDAD COMO OBJETO DE INTERVENCIÓN MÉDICA.


EL DESARROLLO DE LA MEDICINA URBANA EN ESPAÑA DURANTE EL SIGLO XVIII*
Gerard Jori
Universidad de Barcelona
gerardjori@ub.edu

Recibido: 19 de junio de 2012. Aceptado: 9 de noviembre de 2012.

La ciudad como objeto de intervención médica. El desarrollo de la medicina urbana en España durante el siglo XVIII (Resumen)

Durante el siglo XVIII, especialmente en su segunda mitad, se desarrolló una rama del saber médico-social que se interesó, no ya por el organismo humano, sino por la
adecuada configuración y gestión de los espacios urbanos. Las intervenciones inspiradas por esta medicina urbana siguieron dos grandes orientaciones: erradicar los
lugares de podredumbre de las ciudades, considerados como núcleos focales de la enfermedad; y controlar los procesos de circulación del agua y del aire, que eran vistos
como dos de los principales vehículos de propagación de las afecciones más mortíferas. En este trabajo se examinan los debates y las principales realizaciones a que dio
lugar la aplicación de la medicina urbana en España.

Palabras clave: historia urbana, medicina urbana, higiene pública, España, siglo XVIII.

The city as an object of medical intervention. The development of urban medicine in Spain during the eighteenth century (Abstract)

The so-called urban medicine is a branch of social medicine developed during the second half of the eighteenth century. This knowledge was interested above everything
else in the configuration and management of urban spaces with the aim of improving the overall health. Interventions inspired by urban medicine followed two main lines:
eradicate places of rot, considered as focal points of diseases; and control the circulation of water and air, which were seen as two of the most important vehicles for the
propagation of the deadliest diseases. This paper examines the debates and major achievements that entailed the implementation of urban medicine in Spain.

Key words: urban history, urban medicine, public hygiene, Spain, 18th century.

El siglo XVIII fue testigo de un crecimiento relativamente importante de la población urbana en Europa, que según las estimaciones de Paul Bairoch, Jean Batou y Pierre
Chèvre aumentó de 14,28 a 23,09 millones de efectivos entre 1700 y 1800[1]. Las ciudades españolas no fueron ajenas a esta dinámica expansiva y, en su conjunto,
experimentaron un incremento de la población que poco más o menos siguió el mismo ritmo que el crecimiento demográfico general[2].

Este aumento de la población urbana comportó un empeoramiento general de las condiciones de salubridad y habitabilidad de las ciudades, lo que explica que éstas se
convirtieran en uno de los ámbitos preferentes de aplicación de las políticas sanitarias impulsadas por los dirigentes ilustrados. Es decir, en el marco de la política de la
salud del siglo XVIII surgió una gran preocupación por la salubridad de las ciudades, cuyas deficientes condiciones higiénicas ocasionaban graves perjuicios sanitarios y,
por ende, económicos. Es así cómo la Ilustración persiguió instaurar un nuevo orden urbano basado en la higiene y la asepsia colectivas, lo que se tradujo en la
concepción y ejecución de numerosas medidas que tenían como finalidad combatir la degradación física de las ciudades y que, al menos esquemáticamente, podrían
anticipar algunos principios generales del urbanismo que se institucionalizaría en la segunda mitad del ochocientos.

Este trabajo constituye una aproximación a la forma en que se trató de hacer frente a los principales problemas sanitarios que se daban cita en las ciudades españolas. Para
ello, tomamos como referencia las intervenciones inspiradas por la llamada medicina urbana, rama del saber médico-social que se desarrolló durante la segunda mitad del
siglo XVIII y que se interesó por la adecuada configuración y gestión de los espacios urbanos con miras a la mejora del nivel general de salud. Tras contextualizar el
surgimiento de la medicina urbana y presentar sus rasgos fundamentales, explicamos los debates y las principales realizaciones que se emprendieron en España en
relación a la aplicación de este saber. En primer lugar, aludimos a las actividades encaminadas a mantener bajo control los principales focos de infección de las ciudades,
entre los que destacamos los cementerios, hospitales, hospicios y cárceles. En segundo lugar, nos referimos a las intervenciones que se enmarcan en el objetivo de
controlar los procesos de circulación del aire y del agua.

Origen, contexto y características de la medicina urbana. Una aproximación a partir de los planteamientos de Michel Foucault
En varios de sus escritos, Michel Foucault abordó el concepto de biopolítica, que designa la forma en que, a partir del siglo XVIII, se han intentado racionalizar los
problemas que plantea a la práctica gubernamental el ejercicio del poder, no ya sobre un territorio, sino sobre un conjunto de seres vivos organizados como población[3].
Esta forma de control social no se operó solamente a través de la conciencia y la ideología, sino que se ejerció sobre el cuerpo humano constituido en realidad biopolítica,
con lo cual fenómenos como la salud, la natalidad o la longevidad pasaron a ser considerados como objetos de preocupación de los estados. Ello explica porqué en el
transcurso del setecientos la actividad médica dejó de ser esencialmente clínica para comenzar a adquirir una marcada dimensión social. En tanto que técnica general de
salud, y no ya como un arte dedicado a la curación individual de las enfermedades, la medicina fue ocupando un lugar cada vez más destacado en el interior de las
estructuras político-administrativas, al tiempo que los médicos se fueron asentando en las diferentes instancias del poder, o al menos se fueron dedicando cada vez más a
actividades públicas con el objetivo de mantener al cuerpo social en un estado permanente de salud.

En 1781, el político francés Nicolas Bergasse intuyó esta evolución con una gran clarividencia, al afirmar que “los médicos conforman una corporación política cuyo
destino está vinculado al del Estado y cuya existencia resulta esencial para la prosperidad del mismo”[4]. Esta posición políticamente privilegiada que alcanzaron los
médicos les vino dada por su prestigio como higienistas, y no ya como terapeutas, y se manifestó de muy diversas maneras: en la presencia cada vez más numerosa de
facultativos en las sociedades científicas; en la delegación de responsabilidades administrativas y ejecutivas a las academias de medicina; en el importante papel
desempeñado por algunos médicos en la programación de reformas económicas y sociales; etc.

Para Foucault, la génesis de la medicina social se encuentra en la sucesión y confluencia de tres fenómenos estrechamente vinculados al origen del capitalismo: el
desarrollo del Estado, la aceleración del proceso de urbanización y la aparición del proletariado industrial[5]. En función del predominio de cada uno de estos fenómenos,
el autor diferenció tres formas de medicina social que, a su vez, constituyen otras tantas fases del proceso de configuración de ésta: la medicina de Estado, la medicina
urbana y la medicina de la fuerza de trabajo. En los tres casos, el Estado asumió la función de garantizar la salud de los ciudadanos como un medio para preservar la

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fuerza física nacional, que alude, básicamente, a la capacidad de producción y al poderío militar[6]. Public health is public wealth, rezaba una extendida máxima inglesa.
Los caracteres biológicos de la población pasaron a ser considerados como elementos clave de la gestión política y económica, siendo necesario organizar en torno a ellos
un dispositivo que garantizase su sometimiento y asegurase el incremento constante de su utilidad. Fruto de este empeño es una incipiente tecnología de la población, que
acabaría de perfeccionarse en el siglo XIX, y que incluía aspectos tan diversos como las estimaciones demográficas, el cálculo de las tasas de morbidez, el estudio de las
influencias recíprocas entre el crecimiento de la riqueza y el de la población, las incitaciones al matrimonio y a la natalidad, la mejora de la educación y de la formación
profesional, etc. De esta forma, durante el siglo XVIII se comenzó a conformar un ámbito político-médico del que dimanaron una serie de prescripciones dirigidas al
conjunto de la población y relativas a las formas generales de la existencia y el comportamiento humanos.

En un texto titulado “La política de la salud en el siglo XVIII” (1976), Foucault continuó profundizando en estos temas desarrollando la noción de nosopolítica, cuya
conceptualización expresa, no tanto una intervención uniforme del Estado en la práctica de la medicina, como la toma de conciencia por parte de la sociedad de que la
salud y la enfermedad constituyen problemas políticos y económicos que las colectividades deben intentar resolver a través de decisiones globales. Por tanto, la
nosopolítica que se desarrolló en el siglo XVIII implica la consideración de la salud como uno de los objetivos básicos del poder político. Ello no constituye un fenómeno
privativo del Siglo de las Luces ya que en épocas anteriores el bienestar físico de los individuos también había sido considerado como un problema que demandaba una
gestión pública. Sin embargo, durante el setecientos se impusieron nuevas reglas a la nosopolítica y, sobre todo, se dotó a esta categoría de un nivel de análisis explícito y
ordenado que nunca antes había tenido. Ahora ya no se trata de garantizar un relativo bienestar físico a los segmentos más desfavorecidos de la sociedad, sino que se
persigue elevar el nivel de salud del conjunto del cuerpo social. “El imperativo de salud –nos aclara Foucault– es a la vez un deber para cada uno y un objetivo
general”[7], que trató de ser alcanzado mediante el despliegue de una política sanitaria cuyos dos caracteres esenciales fueron, de un lado, la medicalización de la familia
y el privilegio de la infancia, y, del otro, el desarrollo de la higiene pública y el funcionamiento de la medicina como instrumento de control social[8].

En una conferencia sobre el “Nacimiento de la medicina social” pronunciada en 1974 en la Universidad del Estado de Rio de Janeiro, Foucault volvió a defender la tesis
de que la aparición del capitalismo no comportó el tránsito de una medicina colectiva a otra de carácter privado, sino que supuso todo lo contrario: al plantearse el
problema de la fuerza productiva de los individuos, el capitalismo convirtió a la medicina en una de las principales estrategias de la biopolítica, es decir, del ejercicio del
poder político que tiene por objeto la vida biológica de los hombres[9]. Como señalamos anteriormente, el origen de esta medicina social está estrechamente vinculado al
desarrollo del Estado, de la urbanización y del proletariado industrial. Dependiendo del predominio de cada uno de estos tres fenómenos surgieron otras tantas
modalidades de medicina social, correspondientes, respectivamente, a lo que Foucault denominó la medicina de Estado, la medicina urbana y la medicina de la fuerza de
trabajo.

La medicina de Estado constituye la primera etapa del proceso de formación de la medicina social. Surgida en los estados alemanes a caballo de los siglos XVII y XVIII,
equivale a lo que en otro lugar hemos analizado en función del concepto de policía médica, esto es, el conjunto de teorías y de prácticas políticas surgidas de los
fundamentos ideológicos del absolutismo y el cameralismo alemanes para ser aplicadas en la esfera de la salud colectiva[10]. La articulación de un saber médico estatal,
la normalización de la profesión médica, la subordinación de los facultativos a una administración general y su integración en una organización jerárquica de carácter
nacional constituyen algunas de las características de esta primera modalidad de medicina social, que no se interesó tanto por la salud de los individuos, como por la del
cuerpo social en su conjunto, ya que su principal cometido consistió en acrecentar la fuerza del Estado para afrontar los conflictos económicos y políticos suscitados con
otros países. Las otras dos tipologías de medicina social fueron derivaciones más o menos atenuadas de este primer modelo tan profundamente estatalista y administrativo.

La medicina urbana surgió en Francia durante la segunda mitad del siglo XVIII a raíz, no ya del desarrollo del Estado, sino de la expansión del proceso de urbanización.
Su origen se vincula con la necesidad de adoptar medidas para hacer frente a los crecientes problemas higiénico-sanitarios de unas ciudades cada vez más densas y
pobladas, que además constituían permanentes focos de inestabilidad social. El modelo de intervención que se puso en práctica estuvo inspirado en el esquema
cuarentenario de origen bajomedieval que se aplicaba cada vez que la peste o cualquier otra enfermedad epidémica hacía acto de presencia en una ciudad. Con sus
métodos generales de vigilancia y control, la medicina urbana persiguió tres grandes objetivos: 1) erradicar los lugares de acumulación de desechos en los que se
generaban y desde los que se difundían las enfermedades de mayor incidencia social; 2) controlar la circulación del agua y del aire, considerados como dos de los
principales factores patógenos; y 3) organizar y seriar los elementos necesarios para la vida en común, tales como fuentes, desagües y lavaderos.

Por medio de la medicina urbana, la profesión médica entró en contacto con otras ciencias afines, fundamentalmente la física y la química, ya que la aplicación de este
saber médico-social implicó la consideración de cuestiones como la composición del agua, las corrientes de aire o la respiración humana. Ahora bien, hay que tener en
cuenta que no se trató tanto de una medicina del hombre, como de una medicina de las condiciones de vida humanas o, más específicamente, del medio de existencia del
hombre. En efecto, la medicina urbana no se preocupó por los organismos sino por los elementos (agua, aire, etc.) y procesos (descomposiciones, fermentaciones, etc.)
que conformaban el medio ambiente de los individuos. De ahí la importancia que se concedió a la noción de salubridad, que designa el estado del medio ambiente que
permite mejorar la salud colectiva, es decir, “la base material y social susceptible de asegurar la mejor salud posible a los individuos”[11]. Íntimamente ligado al concepto
de salubridad se desarrolló el de higiene pública, que debemos entender como el saber político-científico que permite controlar y modificar el medio ambiente con miras a
la mejora del nivel general de salud.

La medicina de la fuerza de trabajo, que apareció en Inglaterra hacia el segundo tercio del siglo XIX, convirtió finalmente al individuo en el objeto de medicalización
preferente. El surgimiento de esta tercera dirección de la medicina social guarda una estrecha relación con la consideración de la población proletaria como un factor de
riesgo sanitario, percepción que comenzó a ser generalizada a partir de la devastadora epidemia de cólera de 1832. La legislación asistencial y sanitaria promovida en las
décadas de 1830 y 1840 por Edwin Chadwick contribuyó decisivamente a conformar los rasgos fundamentales de la medicina de la fuerza de trabajo, en la medida en que
ofreció a los pobres la posibilidad de recibir cuidados médicos gratuitos o a muy bajo coste. A raíz de la creación en los años 1870 del Health Service y de las health
offices –encargados de los programas de vacunación, del registro de las enfermedades epidémicas y de la identificación de los lugares insalubres– ese sistema inicial de
asistencia sanitaria a los menesterosos dio paso al control médico del conjunto de la población, con lo cual el modelo inglés de medicina social posibilitó dos cosas: de un
lado, articular la atención médica al pobre, el control de la salud de la fuerza laboral y el seguimiento de la salubridad pública, protegiéndose así a las clases privilegiadas
de algunas de las principales amenazas epidémicas; del otro, superponer una medicina asistencial dedicada a los más pobres, una medicina administrativa encargada de
problemas generales como la vacunación o las epidemias, y una medicina privada destinada a quienes tenían medios para pagarla. Los actuales sistemas nacionales de
salud pública continúan basándose en el funcionamiento de estos tres sectores de la práctica médica, si bien hoy en día se vinculan de una forma totalmente distinta.

Como se indicó, el objetivo de este trabajo es analizar las actividades que se emprendieron en la España del siglo XVIII en relación a la aplicación de la medicina urbana.
Para ello, se atenderá a las dos grandes orientaciones que adoptó este saber médico-social. Así, en primer lugar, estudiamos las medidas orientadas a mantener bajo control
los principales núcleos focales de la enfermedad: cementerios, hospitales, hospicios y cárceles. Y, en segundo lugar, examinamos algunas intervenciones encaminadas a
asegurar la adecuada circulación del aire y del agua en el interior de las ciudades. No dedicamos una atención individualizada al tercer cometido de la medicina urbana –la
organización y seriación de los elementos necesarios para la vida en sociedad– porque de ello nos iremos ocupando a medida que desarrollemos las otras dos cuestiones.

El control de los focos de infección

Como es sabido, el pensamiento médico del siglo XVIII postuló que unas sustancias imperceptibles denominadas miasmas eran las responsables de la aparición y
propagación de las enfermedades epidémicas. Los miasmas eran elementos fétidos y malignos disueltos en la atmósfera y procedentes de las aguas estancadas, la materia
orgánica putrefacta o los cuerpos enfermos o en estado de descomposición. Aunque dicha teoría vino a matizar las explicaciones etiológicas basadas en un crudo
ambientalismo, el marco espacial continuó desempeñando un papel esencial en la concepción del proceso de enfermar ya que la aceptación de la doctrina miasmática
implicó reconocer la existencia de una serie de núcleos focales de la enfermedad, en los que se generaban y desde los que se difundían los temidos miasmas[12]. Con gran
frecuencia, los médicos situaron dichos focos en los principales lugares de podredumbre urbana, como cementerios, hospitales, hospicios y cárceles. Ello explica que se
entablara un intenso debate acerca de la reforma de estas instalaciones y que se llevaran a cabo numerosas medidas para mejorar sus condiciones de salubridad.

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Cementerios

El traslado de los cementerios parroquiales a la periferia de las ciudades constituye una de las iniciativas de mayor trascendencia histórica que se emprendieron en el
transcurso del siglo XVIII en orden a mejorar el medio ambiente urbano. Pero a diferencia de otras medidas, la creación de camposantos alejados de las poblaciones se vio
acompañada de una intensa polémica científica, política, social y religiosa, lo que contribuye a explicar que la historiografía haya dedicado una especial atención a este
asunto[13].

En España, como en otros muchos países europeos, la tradición había consagrado la costumbre de enterrar a los muertos en el interior de las iglesias o en el atrio. Los
templos también solían albergar un cementerio exterior contiguo a sus paredes, donde se daba sepultura a aquéllos que no habían podido costearse los derechos de entierro
en el interior. Curiosamente, la antigua disciplina eclesiástica había sido contraria a la inhumación de los cadáveres dentro de las iglesias, por lo que durante buena parte
de la Edad Media se habían observado una serie de leyes civiles que mandaban enterrar los difuntos en las afueras de los poblados[14]. De ahí que las Siete Partidas,
redactadas en el siglo XIII, especificaran que “antiguamente los emperadores y los reyes cristianos […] mandaron que fuesen hechas iglesias y cementerios fuera de las
ciudades y de las villas en que soterrasen los muertos, porque el olor de ellos no corrompiese el aire ni matase a los vivos”[15]. Sin embargo, este mismo código
normativo enumeró a todas aquellas personas distinguidas que estaban autorizadas a ser sepultadas en el interior de los templos[16], privilegio cuyo origen parece
remontarse al siglo IV –cuando la Iglesia, en agradecimiento al emperador romano que otorgó legitimidad legal al cristianismo, hizo enterrar los restos de Constantino en
la Basílica de los Santos Apóstoles– y que en el transcurso de los siglos se había ido haciendo extensivo a los obispos, príncipes, sacerdotes y demás personalidades[17].
Por esta vía, durante la Baja Edad Media acabaría arraigando la costumbre de sepultar los cadáveres en las iglesias, de tal forma que éstas dejaron de ser simples edificios
de culto para convertirse en el lugar de encuentro de los vivos con los muertos. Sin duda, la generalización de esta práctica funeraria obedeció a motivaciones religiosas,
pues se pensaba que los enterramientos en el interior de los templos hacían más efectivos los sufragios, al facilitar el recuerdo de los difuntos y favorecer la intercesión de
los santos[18]. Pero al mismo tiempo también debieron influir razones de índole económica, ya que la Iglesia obtenía cuantiosos ingresos de la venta de derechos para la
inhumación de los cadáveres[19].

En el siglo XVIII, numerosas autoridades civiles y algunos representantes eclesiásticos de mentalidad ilustrada comenzaron a cuestionar la práctica de dar sepultura a los
cuerpos dentro de los templos. El crecimiento demográfico registrado en el transcurso de la centuria determinó que en muchas iglesias, especialmente las de los grandes
núcleos urbanos, faltase espacio para dar cabida a los nuevos difuntos. Paralelamente, cada vez se hicieron más evidentes los riegos sanitarios que entrañaban las
descuidadas operaciones de inhumación y exhumación que se realizaban[20]. Al no ser posible un aislamiento completo de las sepulturas, los fluidos cadavéricos se
filtraban a la tierra y los efluvios procedentes de la putrefacción de los cuerpos inundaban todo el recinto eclesiástico, de tal forma que los enterramientos constituían un
grave problema de salubridad pública. Aunque los ilustrados del setecientos no fueron los primeros en percatarse de ello[21], esta situación sólo comenzó a ser objeto de
denuncias públicas a partir de 1750, cuando se desató en toda Europa una auténtica cruzada en favor de la construcción de cementerios extramuros. Este cambio de
mentalidad con respecto a los enterramientos puede ser explicado en función de factores de muy diversa índole, entre los que sin duda tuvieron un papel decisivo los de
carácter científico –desarrollo de la teoría miasmática de la enfermedad y progreso de la química neumática–, social –secularización de las conciencias y mayor valoración
de la vida terrena– y urbanístico –política de embellecimiento de las ciudades y deseo de introducir en ellas criterios de racionalidad y eficacia para dar respuesta a las
nuevas necesidades urbanas[22].

En España, un nutrido grupo de científicos y de clérigos reformistas escribieron sobre el tema durante la segunda mitad del siglo XVIII. Entre los primeros se pueden
destacar los nombres de Francisco Bruno Fernández, Mauricio Echandi, Francisco Buendía Ponce, Juan Calvet, Félix del Castillo, Benito Bails y Francisco Ferrer; y entre
los segundos los de Ramón Cabrera, Francisco Javier Espinosa, Miguel Acero y Ramón de Huesca[23]. En un intento de sistematización de los puntos más polémicos y
conflictivos abordados por estos autores, Mercedes Granjel y Antonio Carreras Panchón han considerado cuatro cuestiones[24]. En primer lugar, las reiteradas
advertencias sobre el peligro de las exhalaciones cadavéricas, sólidamente apoyadas en una rica bibliografía internacional que incluye los escritos de John Arbuthnot,
Felix Vicq d’Azir o Henri Haguenot. En segundo lugar, la consideración del clero como el segmento de población más expuesto a este riesgo sanitario, opinión a menudo
fundamentada en una interesante casuística de muertes y accidentes. En tercer lugar, las referencias a la antigua disciplina eclesiástica sobre enterramientos,
imprescindibles para convencer al conjunto de la sociedad de que la práctica de sepultar a los muertos en el interior de las iglesias nada tenía que ver con los principios de
la ortodoxia cristiana. Por último, el recurso a la historia como instrumento crítico que revela la necesidad de anteponer la razón a los prejuicios de una sociedad dominada
por la ignorancia y la superstición. A diferencia de otros países, en España las argumentaciones de tipo histórico-religioso predominaron sobre las de carácter médico-
científico, lo que es fácil de comprender si se considera el relativo atraso de la sociedad española y su secular apego a las costumbres y tradiciones.

Seguramente, Benito Bails fue el intelectual español que mayores aportaciones realizó a la polémica sobre la insalubridad de los enterramientos parroquiales, traduciendo
y publicando diversos escritos que permitieron difundir algunos de los planteamientos más avanzados sobre el tema[25]. La principal contribución del matemático catalán
consiste en la edición de una compilación de textos titulada Pruebas de ser contrario a la práctica de todas las naciones, y a la disciplina eclesiástica, y perjudicial a la
salud de los vivos enterrar los difuntos en las iglesias y los poblados (1785), cuyo principal propósito reside en mostrar la falta de justificación teológica de los
enterramientos parroquiales. El primer escrito incluido en el volumen, debido al catedrático y religioso italiano Scipion Piattoli, efectúa un repaso histórico a las distintas
formas de inhumar a los muertos, con la finalidad de probar que “en todos los tiempos y en todas las naciones se ha tenido por necesario apartar de los pueblos las
sepulturas”[26]. El segundo texto, escrito por el canónigo segoviano Ramón Cabrera, aborda algunas cuestiones relativas a la salubridad pública y argumenta que los
principios de la verdadera religión no consideran la posibilidad de ser sepultado dentro de las iglesias. La única excepción la habían constituido los reyes, prelados y
algunos miembros de la nobleza, y sólo “por ese camino –concluyó Cabrera– ha venido la cosa a parar a tal extremo que por lo común ya nadie queda fuera de la
iglesia”[27]. La selección de textos de Bails se cierra con sendas cartas pastorales de los obispos de Toulouse y Turín –escritas, respectivamente, en 1775 y 1777–
contrarias a la perniciosa práctica de inhumar los cadáveres en el interior de los templos.

Las aportaciones de Bails y de los restantes autores que intervinieron en el debate contribuyeron a crear un estado de opinión favorable al traslado de los cementerios
fuera de las ciudades. Los dirigentes ilustrados comenzaron a tomar cartas en el asunto a raíz de la epidemia de Pasajes (Guipúzcoa) de 1781, cuyo origen se atribuyó a las
exhalaciones sepulcrales procedentes de la iglesia parroquial. El 24 de marzo de ese mismo año, Carlos III remitió una orden al Consejo de Castilla para que “medite y
discurra sobre el modo más propio y eficaz de precaver en adelante las tristes resultas de esta naturaleza que suelen experimentarse”[28]. Los fiscales del Consejo, en
quienes recayó la responsabilidad de estudiar la problemática, acordaron recabar la información necesaria para cumplir el mandato real, solicitando el parecer de varios
prelados y de instituciones como la Real Academia de la Historia, la Academia Médica Matritense y la Junta Suprema de Sanidad. Una parte de los informes remitidos
sería publicada en 1786 en el Memorial ajustado del expediente seguido en el Consejo en virtud de la Orden de S. M. de 24 de marzo de 1781, sobre establecimiento
general de cementerios. Entretanto, se habían sancionado las primeras medidas legislativas. Con arreglo a una real orden de 3 de agosto de 1784, se dispuso que a partir
de entonces no volvieran a enterrarse más cadáveres en el interior de las iglesias[29]. El 9 de febrero del año siguiente se hizo público el reglamento del nuevo
camposanto de la Granja de San Ildefonso, cuyo primer artículo estableció “que todos los cadáveres de personas que fallezcan en el Real Sitio, de cualquier estado y
dignidad que sean, se entierren en el cementerio construido extramuros de él”[30].

Aunque la mayoría de los informes remitidos al Consejo entre 1781 y 1786 eran contrarios al enterramiento de los cadáveres en el interior de las iglesias, la institución se
mostró partidaria de mantener las prácticas funerarias tradicionales[31]. Afortunadamente, los deseos del monarca y de sus más estrechos colaboradores eran otros.
Gracias a la iniciativa del conde de Floridablanca, Carlos III firmó el 10 de marzo de 1787 una Real Cédula… en que por punto general se manda restablecer el uso de
Cementerios ventilados para sepultar los cadáveres de los fieles… En virtud de esta nueva normativa, el derecho de inhumación en los templos quedó restringido a los
prelados, patronos y demás personas del estamento eclesiástico que estipulase el ritual romano (art. 1). Asimismo, se mandó construir “cementerios fuera de las
poblaciones, siempre que no hubiere dificultad invencible o grandes anchuras dentro de ellas, en sitios ventilados e inmediatos a las parroquias, y distantes de las casas de
los vecinos”, aprovechándose como capillas “las ermitas que existan fuera de los pueblos” (art. 3). La ley fijó las prioridades para iniciar la puesta en ejecución del nuevo
sistema de enterramientos. Se comenzaría por “los lugares en que haya o hubiere habido epidemias, o estuvieren más expuestos a ellas, siguiendo por los más populosos, y
por las parroquias de mayores feligresías en que sean más frecuentes los entierros, y continuando después por los demás” (art. 2). La construcción de los nuevos
cementerios se realizaría “a la menor costa posible bajo el plan o diseño que harán formar los curas de acuerdo con el corregidor del partido” (art. 4). Los caudales

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públicos sufragarían hasta la mitad del gasto de las obras y el resto se financiaría a cargo de diferentes capítulos de provisiones de la Iglesia (art. 5). Los fiscales del
Consejo velarían por el cumplimiento de estas disposiciones y comunicarían periódicamente al monarca los avances conseguidos (art. 6).

La aplicación de esta normativa chocó con múltiples obstáculos, entre los que se suelen citar las limitaciones presupuestarias de las administraciones parroquiales, la
negligencia de las autoridades políticas, la oposición de los párrocos, las resistencias de los feligreses a ser enterrados fuera de los templos o los conflictos jurisdiccionales
surgidos entre la Iglesia y los municipios para discernir a quien correspondía la construcción y administración de los nuevos cementerios[32]. Por todo ello, hasta el siglo
XIX las realizaciones prácticas fueron escasas y, casi siempre, conflictivas. Hacia 1791, año en que se llevó a cabo el Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura,
ninguna localidad de la provincia había emprendido la construcción de un cementerio en los términos requeridos por la legislación, y nada menos que dos terceras partes
de los municipios encuestados declararon que la obra era innecesaria, dadas las resistencias de los vecinos a modificar sus costumbres mortuorias[33]. En 1798, un
corresponsal catalán del Semanario de Agricultura y Artes denunció la falta de cumplimiento de la legislación funeraria y cementerial, que achacó a “la falsa
preocupación de los pueblos” y a “otras causas particulares que acaso proceden de este Principado de Cataluña del modo con que se administran los bienes de las
iglesias”[34]. Todavía en 1803, las autoridades de Tortosa manifestaron al gobierno central que no se había construido un camposanto en las afueras de la localidad “por el
grande horror que habían mostrado en todos tiempos los vecinos de aquella ciudad de enterrarse en cementerios”[35], y en 1805 el gobierno mandó reprender al deán de
Málaga por haber dado sepultura en la Catedral al prebendo de la misma[36]. Tres años más tarde el corregidor de Morella mantuvo un agrio conflicto con el párroco de la
villa porque éste pretendía seguir inhumando los cadáveres en la iglesia[37].

La dilación en la aplicación de la nueva legislación cementerial motivó la emisión desde la Corte de varias órdenes y provisiones recordando los problemas sanitarios que
ocasionaban las sepulturas parroquiales, la obligación de desplazar los cementerios a las afueras de los poblados y las características que habían de tener los nuevos
camposantos exteriores. Con fecha de 15 de noviembre de 1796, Carlos IV dictó unas Reglas sobre la policía de la salud pública cuyo artículo segundo reguló algunas
prevenciones que deberían observarse en los enterramientos parroquiales “hasta que llegue el feliz momento de la erección de cementerios rurales”[38]. En 1799, el
mismo monarca ordenó al Real Consejo que abordase el problema de la falta de cementerios periféricos en Madrid. La construcción del primero de ellos –el Cementerio
General del Norte, ubicado en las cercanías de la Puerta de Fuencarral– tuvo que llevarse a cabo entre 1804 y 1809 por la vía de urgencia debido al deterioro de las
condiciones higiénico-sanitarias que se produjo en los primeros años del siglo XIX[39]. El 26 de abril y el 28 de junio de 1804, el Consejo remitió a los cabildos sendas
circulares manifestando la necesidad de trasladar cuanto antes los cementerios a la periferia de las ciudades y dictando varias reglas para la construcción de los nuevos
camposantos[40]. Una real orden de 17 de octubre de 1805 prohibió a las comunidades religiosas establecer para su uso particular cementerios distintos de los destinados
al vecindario, disposición que sería reiterada en mayo de 1807[41]. Todavía en 1809, fue preciso distribuir una circular mandando establecer cementerios en todos los
pueblos del reino[42].

Esta actividad legislativa se complementó con una no menos intensa labor divulgativa y propagandística, destinada a convencer al conjunto de la población de que la
práctica de sepultar a los muertos dentro de las iglesias constituía un riesgo para su salud. En este sentido, se puede mencionar el escrito redactado por el obispo de León
en 1804 dando instrucciones para que desde la administración eclesiástica de la diócesis se observaran las disposiciones vigentes sobre cementerios[43]; o la carta pastoral
distribuida en mayo de 1806 por el arzobispo de Valencia, en la que el prelado relacionó la falta de higiene de las iglesias con la presencia de sepulturas en su interior y
recordó que el hábito de enterrar los cadáveres en los templos sólo se había generalizado en una época relativamente reciente[44].

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Figura 1. Proyecto de construcción de un cementerio extramuros en La Coruña


presentado en 1812.
El terreno destinado al camposanto corresponde al cuadrado identificado con el número
12.
Plano manuscrito, 194 x 720 mm. Cartoteca del Archivo General Militar de Madrid (sig. C-28/17).

La construcción de cementerios periféricos se inició durante los primeros años del siglo XIX, debido, sobre todo, al empeoramiento de la higiene urbana que comportó la
Guerra de la Independencia (1808-1814), y se aceleró en la década de 1830 a raíz del aumento de la incidencia del cólera morbo (Figura 1). Aunque durante toda la
primera mitad del ochocientos no dejaron de promulgarse sucesivas órdenes reales recordando la prohibición de enterrar en los templos[45], se ha señalado que, en el
cuadro de reformas sanitarias emprendidas durante esta centuria, la de trasladar los cementerios a las afueras de los poblados fue la más tempranamente ejecutada y la que
alcanzó una mayor difusión, pues antes de 1850 todos los núcleos propiamente urbanos ya habían erradicado la perniciosa práctica de sepultar a los difuntos dentro de las
iglesias[46]. Aun así, por esa misma fecha el número de localidades españolas que carecían de cementerio exterior todavía ascendía a 2.655[47].

Hospitales

En el marco de los planteamientos de la medicina urbana europea del siglo XVIII, los hospitales representaban estructuras anacrónicas que era preciso transformar, no
sólo porque resultaban inadecuados para la curación de los enfermos, sino también porque constituían peligrosos focos de infección y un lastre para la economía. Es por
ello que en el transcurso de la segunda mitad de la centuria se formularon numerosas propuestas para reformar esta institución y convertirla en un auténtico instrumento
terapéutico. Aunque no vale la pena profundizar en las características de este proceso, que fue magistralmente descrito por Michel Foucault y sus colaboradores en Les
machines à guérir (1976)[48], conviene destacar que la reforma de la institución hospitalaria que se inició en la centuria ilustrada persiguió tres grandes objetivos: 1)
higienizar y medicalizar los espacios hospitalarios; 2) otorgar al personal médico la responsabilidad de la administración de los centros; y 3) organizar un sistema de
registro de todo cuanto aconteciere en el interior de los mismos[49]. Una abundante bibliografía ha analizado el debate en torno a la reforma hospitalaria que se suscitó en
Francia tras el incendio sufrido por el Hôtel-Dieu de París en 1772[50]. En este apartado comprobaremos que nuestro país no fue ajeno a este tipo de preocupaciones.

Es difícil precisar el número de hospitales que había en la España del siglo XVIII ya que la mayoría de ellos todavía respondía al viejo esquema de institución asistencial
indiferenciada. Los registros oficiales evidencian la relativa indeterminación del concepto de hospital: en el censo de 1787 se señaló la existencia de 773 hospitales, pero
en el de 1797 esta cifra ascendía hasta los 2.331 centros (Figura 2)[51], incremento que sólo puede ser explicado en función de los criterios cambiantes que podían ser
utilizados a la hora de identificar los hospitales. En Madrid, reflejo de una situación habitual, existía un gran Hospital General y numerosos establecimientos privados de
reducido tamaño, muchos de los cuales estaban especializados en la atención a determinados tipos de enfermos. En una guía de la ciudad publicada en 1786 se indicó la
existencia de las siguientes instituciones hospitalarias: General de Mujeres, General de los Hombres, del Buen Suceso, de la Latina, de Antón Martín, de la Misericordia,
de la Buena Dicha, de San Antonio Abad, de los Italianos, de los Alemanes, de los Flamencos, de los Franceses, de Aragón, de Convalecencia, de la Venerable Orden
Tercera, de San Pedro de Sacerdotes y de los Cómicos[52].

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Figura 2. Hospitales existentes en España en 1797.


Los datos están referidos a la división provincial de 1789. En el mapa no se representan
los hospitales existentes en los reales sitios, los presidios menores y las nuevas
poblaciones, que en su conjunto suman ocho centros.
Fuente: elaboración propia a partir de los datos del censo de 1797 (Censo de Godoy) recogidos en
Anuario Estadístico de España…, 1859, p. 290.

La situación de los hospitales españoles fue criticada por varios intelectuales, que denunciaron tanto su mala gestión económica, como el deterioro de sus condiciones
higiénicas. En este último sentido, es famosa la opinión de Jovellanos, para quien los hospitales eran “focos naturales de infección donde las enfermedades leves se hacen
graves, las graves incurables y las contagiosas se perpetúan”[53]. En la misma línea, el médico Nicolás José de Herrera opinó en 1796 que “los hospitales son hermosos
por fuera, pero por dentro están la aflicción y la miseria, el aire está contaminado de tal manera que las simples enfermedades se convierten en graves”[54]. Diego de
Torres Villarroel ofreció en 1741 una descripción extraordinariamente cruda del Hospital de San Juan de Dios de Madrid –también conocido como Hospital de Antón
Martín–, destinado a los enfermos contagiosos e incurables[55]. La situación de los restantes establecimientos de esa orden hospitalaria no debía ser mejor ya que hacia
1795 la Real Academia Médica de Madrid elaboró un informe en el que criticó su gestión financiera y denunció la elevada mortalidad registrada en algunos de los centros,
debida a la ineficacia de los tratamientos médicos que se prescribían, la falta de higiene y la incompetencia profesional de los religiosos[56]. De ahí que una de las
propuestas de los académicos consistiera en prohibir a los juandedianos “entender ni entremeterse […] en ninguna cosa perteneciente al gobierno económico y facultativo
de los hospitales”.

Otras muchas descripciones de la época confirman los problemas señalados por los académicos madrileños en su informe. La situación de los hospitales sevillanos fue
denunciada en 1792 por Bernardo Domínguez Rosains, miembro de la Real Sociedad de Medicina de Sevilla, quien apuntó que en la mayoría de los establecimientos los
enfermos se amontonaban en grandes habitaciones sin apenas ventilación[57]. Al año siguiente, Manuel José Jiménez, que también era socio de la institución médica
hispalense, indicó que en el Hospital del Espíritu Santo sólo se curaba a dos de cada diez ingresados y criticó la falta de aseo y aireación del establecimiento[58]. Ya a
principios del siglo XIX, Blanco White describió el Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla como “un lugar de horribles sufrimientos, donde cuatrocientos o quinientos
mendigos yacen juntos y mueren agotados por el hambre y las enfermedades”[59]. La situación económica de los hospitales españoles era tan mala como la higiénica ya
que la mayoría de ellos presentaban balances muy deficitarios, debido, sobre todo, a los excesivos gastos en personal. En una descripción de Toledo realizada en 1768, el
autor señaló que las rentas de los hospitales de la ciudad ascendían a más de 20.000 ducados, la mitad de los cuales “se comen los que los cuidan”[60]. Para el
sostenimiento de muchas instituciones hospitalarias continuaban vigentes ciertos privilegios, como el de comedias concedido por Felipe II al Hospital de la Santa Cruz de
Barcelona, que fue confirmado por Carlos III en 1771. Otros establecimientos recibían la ayuda de organizaciones gremiales, que les otorgaban legados para asegurarse la
utilización de sus servicios.

Una de las principales propuestas que se formularon para racionalizar el panorama hospitalario español consistió en la reducción del número de centros y su concentración
en establecimientos de grandes dimensiones controlados por el Estado. Por lo general, estos intentos de centralización –de los que existían precedentes en el siglo XVI o
incluso anteriores[61]– fracasaron a raíz de la renuencia de las oligarquías municipales, eclesiásticas y nobiliarias a perder sus viejas prerrogativas en materia de política
asistencial[62]. Aun así, en algunas ciudades se logró completar satisfactoriamente el proceso. Fue el caso de Ávila, que gracias a la iniciativa de Juan Meléndez Valdés
unificó en 1792 sus cinco hospitales más importantes –del Dios Padre, de Santa Escolástica, de San Joaquín, de Santa María Magdalena y de Nuestra Señora de la
Misericordia– en un único Hospital General destinado a la curación de todo tipo de enfermedades[63].

Seguramente, el problema de la falta de ventilación fue el que suscitó una mayor preocupación entre los médicos y demás intelectuales ilustrados que se interesaron por la
higiene de los hospitales. Tanto la difusión del paradigma aerista y de la teoría miasmática de la enfermedad, como el desarrollo experimentado por la química neumática,
determinaron que el aire viciado de las salas fuera considerado como el principal factor de insalubridad de los espacios hospitalarios. Desde la arquitectura y la urbanística
se plantearon varias soluciones para hacer frente a este problema. Una primera cuestión que tuvo que abordarse es la relativa al número, dimensiones y emplazamiento de
los hospitales, planteándose la disyuntiva entre dos formas básicas de implantación de los mismos: un único gran centro ubicado en las afueras de la ciudad o un gran
número de pequeños establecimientos distribuidos por todo el recinto urbano. Al respecto, se puede mencionar la opinión del arquitecto Francisco Antonio Valzania, que
se mostró partidario de la segunda opción argumentando que “no sólo se evitarán los daños producidos de la poca quietud y de la corrupción del ambiente, sino que por
ser menor en cada uno [de los hospitales] el número de enfermos, será más fácil el cuidar que los encargados de la asistencia y limpieza cumplan con su obligación;
ofrecen al mismo tiempo la proporción […] de poderlos destinar a distintas especies de enfermedades, lo que es sin duda preferible al curarlas todas en uno”[64]. Ahora
bien, en opinión de Valzania estos establecimientos deberían construirse en los barrios más periféricos de la ciudad o en sus arrabales, “tanto para que tengan buena
ventilación y consigan los enfermos el sosiego, […] cuanto por el perjuicio que puedan producir a la salud pública los hálitos que continuamente están saliendo de
ellos”[65].

Los arquitectos también se interesaron por la morfología de los hospitales y la organización interior de sus dependencias, hasta el punto que durante la segunda mitad del
siglo XVIII se llegó a programar una nueva arquitectura hospitalaria para dar respuesta a las nuevas exigencias higiénicas. Como hemos explicado en otro lugar, en este
contexto surgió el modelo de los hospitales pabellonarios, mediante el cual se trató de dar respuesta a tres exigencias básicas: 1) el cuidado de la salubridad en general, y
de la pureza del aire en particular; 2) la separación de los diferentes tipos de enfermos y de los distintos servicios hospitalarios; y 3) la circulación fluida del personal
sanitario y de los enfermos dentro del complejo[66]. Pero a pesar de la difusión que tuvo esta tipología hospitalaria en toda Europa, no tenemos constancia de que los

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arquitectos españoles del siglo XVIII se interesaran por ella, y la mayoría de las aplicaciones prácticas del modelo existentes en nuestro país –hospitales de Basurto
(Bilbao), de San Pablo (Barcelona)– datan de finales del XIX o principios del XX.

Una cosa bien distinta ocurrió con otra de las tipologías sugeridas, la de los hospitales radiales o estrellados, cuyo modelo paradigmático fue propuesto por el francés
Antoine Petit en 1774 en el marco de los debates para reemplazar el Hôtel-Dieu de París[67]. El plano presentado por Petit consiste en una estrella de seis vértices inscrita
en un gran círculo (Figura 3 izq.). Las salas de los enfermos se ubican en los radios y los servicios hospitalarios en el edificio circular, quedando el punto central ocupado
por una capilla. Al decir de Anthony Vidler, los tres principios que fundamentan esta planta son, por orden de importancia, la circulación del aire en el interior del recinto,
la rapidez en la prestación de servicios a los pacientes y la capacidad de concentrar a un gran número de enfermos en un mismo espacio sin que ello entrañe un riesgo para
su salud[68]. Esta tipología hospitalaria fue introducida en España por Benito Bails, que incluyó un diseño calcado al de Petit en el volumen de los Elementos de
matemática (1772-1783) dedicado a la arquitectura (Figura 3 der.). Los hospitales radiales tuvieron bastante predicamento entre los arquitectos españoles ya que se
formularon diversas relecturas del modelo en distintas memorias presentadas a la Academia de San Fernando[69]. Además, una de las escasas aplicaciones prácticas del
modelo fue el Hospital de Belén de Guadalajara (México), cuya construcción se prolongó de 1787 a 1797 (Figura 4)[70].

Figura 3. Hospitales radiales: propuestas de Antoine Petit (izq.) y Benito Bails


(der.).
Fuente: Petit 1774; y Bails 1796, vol. IX.

Figura 4. Planta del Hospital de Guadalajara (México).


Fuente: Angulo Iñiguez 1933-39, vol. I.

Otros autores trataron de resolver el problema de la falta de ventilación ideando distintos mecanismos que aseguraban una constante circulación y renovación del aire en
el interior de los edificios. En este sentido, merece ser destacada la labor del arquitecto francés Jean-Baptiste Le Roy, cuya propuesta para la reforma del Hôtel-Dieu de
París incluía diferentes soluciones arquitectónicas y mecánicas para garantizar el movimiento vertical del aire[71]. Años más tarde, el mismo Le Roy leyó en la Académie
Royale des Sciences una disertación en la que dio a conocer un curioso artilugio que permitía aumentar la aireación de los edificios (Figura 5). Algo menos complejos son
los “ventiladores” ideados por los británicos Stephen Hales y Samuel Sutton para lograr el mismo propósito. El primero, exhibido ante la Royal Society en 1741, se
asemeja a un molino de viento (Figura 6); el segundo, basado en el principio de que el aire frío desplaza al cálido, utiliza el calor generado por un horno para propiciar la
renovación del aire (Figura 7). Algunos médicos españoles reclamaron la puesta en práctica de este tipo de métodos de ventilación. Así, por ejemplo, en un informe
escrito en 1781 y publicado en 1784, los miembros de la Academia Médico-Práctica de Barcelona aconsejaron la instalación del artilugio de Sutton en el Hospital de la
Santa Cruz y los restantes edificios públicos de la ciudad[72]. Unos años más tarde, el ya citado Nicolás José de Herrera señaló la conveniencia de ventilar la atmósfera de
los hospitales sevillanos por medio de bombas de extracción del aire viciado[73].

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Figura 5. Dispositivo ideado por Jean-Baptiste Le Roy


para renovar el aire de los edificios.
Fuente: Le Roy 1784.

Figura 6. Dibujo de la antigua cárcel de Newgate (c.


1752), con el ventilador inventado por Stephen Hales
en la parte superior.
Aguafuerte, 111 x 91 mm. British Museum, Londres (ref. 1880,
1113.4249.3).

Figura 7. Ventilador ideado por Samuel Sutton.


Fuente: Sutton 1749.

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Otra dimensión de la reforma de la institución hospitalaria consistió en la mejora de su organización y funcionamiento, lo que, entre otras cosas, motivó la creación de
hospitales especializados, no ya por razones de exclusión, como había sido habitual en las centurias anteriores, sino para garantizar una mayor eficacia terapéutica. En
Londres, por ejemplo, se fundaron los centros unifuncionales del Middlesex Hospital (1745), British Lying-In Hospital for Married Women (1749), Fever Hospital (1802)
y Royal Ophtalmic Hospital (1804). En España también se verificó esta tendencia a la especialización de la asistencia sanitaria, lo que se tradujo en la creación de
diversos centros. La mayoría de ellos fueron levantados en áreas de importancia militar, como los departamentos navales o las regiones fronterizas, lo que contribuye a
explicar que el alcance de la reforma hospitalaria fuera más bien limitado[74]. De ahí que varios ilustrados protestaran por la escasez de hospitales que había en el país y
reclamaran que se incrementase el número de establecimientos, especialmente en los territorios rurales[75].

Por otro lado, los hospitales de nueva planta que llegaron a construirse no siempre se edificaron siguiendo las directrices vigentes en materia de higiene y salubridad. Así,
por ejemplo, el manicomio de Toledo inaugurado en 1793 se erigió en el centro de la ciudad y carecía de espacios abiertos y de agua corriente[76]. Con todo, otros
establecimientos sí que fueron levantados según las nuevas reglas higiénicas. Fue el caso del hospital de enfermos venéreos que abrió sus puertas en Murcia en 1802. La
Gaceta de Madrid daría noticia del suceso destacando que el edificio, “situado en buen paraje, tiene bastante anchura, ventilación, aguas vivas, comodísimos baños y
vistas deliciosas”[77]. En la misma línea, conviene destacar las sucesivas reformas de que fue objeto el Hospital General de Madrid, que permitieron introducir algunas
mejoras higiénicas[78]. Además de la construcción de nuevos hospitales o la reforma interior de los ya existentes, se ensayaron otras soluciones menos costosas para
mejorar la higiene de estos establecimientos, como la instalación de sistemas de ventilación similares a los descritos anteriormente, o la utilización de fumigaciones,
método que fue propuesto por el botánico Agustín Juan en 1796[79].

Frente a quienes defendieron la necesidad de reformar los hospitales, surgieron algunas voces partidarias de suprimir total o parcialmente estas instituciones y sustituir los
cuidados que en ellas se dispensaban por un sistema de atención domiciliaria[80]. En opinión de los defensores de este modelo, entre los que se encontraban pensadores
políticos tan influyentes como Jovellanos, Cabarrús, Campomanes o Floridablanca, la asistencia médica a domicilio aseguraba mejores atenciones a los enfermos, al
tiempo que permitía erradicar uno de los principales focos de infección de las ciudades[81]. Con todo, y a pesar de la promulgación de algunas normativas sobre el
particular, la propuesta nunca llegó a ponerse en práctica.

Hospicios

Según un diccionario del siglo XVIII, el término hospicio designaba “la casa destinada para albergar y recibir los peregrinos y pobres, que en algunas partes los tienen una
noche, en otras más, y en otras siempre, dándoles lo necesario”[82]. Basándose en las informaciones proporcionadas en el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de
España y sus posesiones de ultramar (1845-1850), Pedro Carasa Soto ha podido constatar la gran diversidad de denominaciones con que podían ser conocidos estos
establecimientos: casas de expósitos, hospicios, hospicios-expósitos, casas de misericordia, casas de beneficencia, casas de caridad, hijuelas, inclusas, casas-cuna, casas de
dementes, casas de maternidad, casas de socorro, casas de pobres, casas-refugio, asilos, casas de huérfanos y casas de desamparados[83]. Nos encontramos, pues, ante una
categoría de institución asistencial bastante imprecisa, a medio camino entre el hospital y la cárcel, dedicada a socorrer, de forma más o menos permanente y
especializada, a las personas necesitadas.

Pero además de esta misión caritativa, los hospicios del siglo XVIII cumplieron, al menos, otras tres funciones. En primer lugar, desempeñaron un papel clave a la hora de
poner en práctica los planteamientos ilustrados relativos al problema del pauperismo, planteamientos que, como es sabido, enfatizaron la necesidad de aprovechar el
potencial productivo que representaban las crecientes masas de pobres y haraganes. Al organizarse como centros de trabajo y aprendizaje, los hospicios se configuraron en
un medio de reeducación y reinserción laboral de la población menesterosa, lo que les convertía en un elemento fundamental del programa socioeconómico de la
Ilustración. Buena prueba de ello son las opiniones de Campomanes acerca de estos establecimientos, que el político asturiano concibió como “las escuelas caritativas de
los desvalidos y de aquéllos que de otro modo no podrían aprender con perfección las artes”[84]. En segundo lugar, los hospicios funcionaron como centros de encierro,
represión y control de una plebe cada vez más numerosa en vías de proletarización, que a menudo amenazaba con sublevarse y romper la paz social. De ahí que una de las
medidas que se adoptaron tras el motín de Esquilache (1766) consistiera en la creación de un nuevo hospicio en las afueras de Madrid –en la localidad de San Fernando de
Henares–, donde en un primer momento se encerró a los revoltosos apresados. Por último, los hospicios cumplieron una importante misión sanitaria en la medida en que
permitían aislar a la población de vagabundos y mendigos, considerada como un permanente y peligroso foco de contagio.

Dado el importante papel que los dirigentes ilustrados atribuyeron a los hospicios, estas instituciones proliferaron entre 1750 y 1800, cuando fue configurándose, sin
ningún plan general, una red que llegó a cubrir casi todo el territorio del país (Figura 8). Durante este periodo se fundaron una treintena de hospicios, promovidos por el
gobierno central, la Iglesia, los municipios o las sociedades económicas de amigos del país. Según datos consignados en la estadística de José Cangas Argüelles, en 1797
existían 101 establecimientos, con 11.786 acogidos y 727 servidores[85]. Los hospicios de mayor tamaño eran los de Madrid, San Fernando de Henares, Toledo, Valencia,
Zaragoza, Barcelona, León, Salamanca, Badajoz, Cádiz y Oviedo, aunque ninguno de ellos acogía a más de seiscientas personas[86]. Con contadas excepciones, y a
diferencia de los hospitales, estos hospicios se instalaron en edificios preexistentes, como antiguos palacios y caserones de nobles, alcázares y cuarteles, fábricas
abandonadas, conventos en desuso o confiscados a los jesuitas tras su expulsión, etc.[87]

Figura 8. Centros de beneficencia (hospicios y casas de expósitos) existentes en

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España en 1797.
Los datos están referidos a la división provincial de 1789.
Fuente: elaboración propia a partir de los datos del censo de 1797 (Censo de Godoy) recogidos en
Anuario Estadístico de España…, 1859, p. 290.

La configuración, organización y funcionamiento de los hospicios fueron regulados por Carlos III en cuatro resoluciones dictadas el 21 de julio de 1780. Con arreglo a la
primera de estas normativas se reglamentó todo lo relativo a la Construcción y disposición material de los hospicios[88]. La dimensión de cada centro debía fijarse en
función de tres variables: la extensión de la provincia, el número de pobres y las necesidades productivas. El aspecto más relevante de la ley reside en la identificación de
los hospicios con grandes conjuntos habitacionales y productivos, ya que dichos establecimientos debían contar con dormitorios, fábricas y dependencias anejas como
“oficinas, almacenes, patios para tenderos, blanqueos, tintes, urdidos y demás elaboraciones de las primeras materias”. Se pretendía, además, que los hospicios fueran
autosuficientes, pues debían disponer de una capilla o iglesia, “en donde con separación de ambos sexos oigan misa los hospicianos”, así como de una huerta “para
proveer de vituallas la casa y para que las hospicianas […] puedan pasear y hacer un saludable ejercicio y recreo para conservar la salud”. Los hospicios también tenían
que configurarse en modelos de higiene, habiendo de albergar fuentes o cauces de agua corriente para su limpieza. Al mismo tiempo, la organización interna de sus
dependencias debía observar estrictas reglas de moralidad porque estaban destinados a la acogida de personas de diferentes sexos y edades.

Una segunda resolución se ocupó de la Instrucción y aplicación de los hospicianos a los ejercicios, oficios y artes útiles al Estado[89]. De acuerdo con esta normativa, las
actividades productivas que se realizaban en los hospicios quedaron vinculadas a un sistema de aprendizaje que tenía como finalidad convertir a los internados varones en
artesanos o labradores útiles al Estado. Después de haber sido instruidos en las primeras letras, los niños tenían que elegir entre tres orientaciones laborales. En primer
lugar, podían optar por aprender uno de los oficios que se desarrollaban en el centro bajo la tutela de maestros. En tal caso, su instrucción finalizaba cuando eran
declarados “oficiales perfectos”, momento a partir del cual se ponía al muchacho “en absoluta libertad, para que vaya a establecerse donde gustare y ganar la vida como
vecino honrado”. En segundo lugar, los niños aptos para el cultivo de los campos podían ser entregados a un labrador acomodado, en cuyo caso el hospicio quedaba
exonerado de su manutención. Finalmente, si el deseo de los niños era aprender un oficio que no se practicase en el centro, podían ser puestos bajo la tutela de un
artesano, aunque en este caso su alimentación y vestido seguía correspondiendo al hospicio. En los tres supuestos el fruto del trabajo de los aprendices tenía que ser
retribuido, dividiéndose el monto de dicha asignación en tres partes: una primera se destinaba a los gastos de manutención; una segunda, si procedía, a la remuneración de
los maestros; y una tercera a formar un depósito que se entregaba al hospiciano el día que abandonaba el establecimiento.

La tercera resolución dictada por Carlos III reguló la Instrucción y destino de las niñas en los hospicios desde la más temprana edad[90]. Al igual que los muchachos, las
niñas debían ser instruidas en las primeras letras, pero para ellas no se preveía otro destino profesional que “las labores propias de su sexo, que son hacer faja y media”.
También tenían que aprender “los ejercicios domésticos más comunes de labor, amasar, guisar, planchar, etc.”, con lo cual su futuro quedaba restringido al matrimonio, el
servicio doméstico o el ejercicio de alguna actividad dentro del propio hospicio. La cuarta y última resolución se ocupó de la Aplicación de los adultos y ancianos que
pueden trabajar en los hospicios[91]. Los primeros, que por su edad ya no podían ser instruidos en ningún arte ni oficio, eran destinados a los “ejercicios más groseros y
que sólo piden fuerza y vigor”. Los segundos, en cambio, tenían que encargarse de recoger las limosnas, de la limpieza del centro y del cuidado de los niños internados.
La legislación comentada se complementaba con una serie de normas relativas a las casas de expósitos[92], que a menudo constituían el paso previo al internamiento en
un hospicio.

Pese a los intentos de regulación del aprendizaje y el trabajo en los hospicios, los resultados obtenidos fueron bastante desalentadores. William J. Callahan ha señalado
cuatro causas de este fracaso: 1) la escasez de centros en relación al elevado número de pobres susceptibles de ser internados; 2) la insuficiencia de los recursos
financieros para llevar a cabo las funciones encomendadas; 3) la gran heterogeneidad de personas que eran confinadas bajo un mismo techo; y 4) la falta de mercado para
las manufacturas que se producían en los establecimientos[93]. A ello se puede añadir que las condiciones de vida en el interior de los hospicios no eran mejores que las
descritas anteriormente para el caso de los hospitales. En el Real Hospicio de Madrid se hacía dormir a dos personas en una misma cama y la dieta diaria solía consistir en
un trozo de pan, una ración de arroz o de legumbres, un pedazo de tocino y una sopa[94]. Los estatutos del Hospicio de Valladolid mandaban que “a los pobres no les falte
de lo necesario para su alimento, abrigo y descanso”[95], pero en la práctica no se observaban las mínimas reglas de higiene, por lo que había continuas plagas de
roedores y, con frecuencia, los internados padecían sarna, tifus y sabañones[96]. La difusión de este tipo de dolencias, vinculadas al hacinamiento y la falta de aseo,
motivó algunas intervenciones de las autoridades políticas. Por ejemplo, en 1793 el Consejo de Castilla solicitó a la Real Academia Médica de Madrid que realizara un
informe acerca de si “las exulceraciones rebeldes de piernas” que solían sufrir los hospicianos estaban causadas por las medias de lana que usaban. En el dictamen
remitido, los académicos rechazaron esta posibilidad y argumentaron que el origen del mal se encontraba en la falta de limpieza, que ocasionaba varias parasitosis y
lesiones de rascado[97].

De gran interés resultan las propuestas de Jovellanos relativas a la configuración y organización de los establecimientos dedicados a dar asilo a los pobres, cuestión que el
asturiano abordó en el Discurso acerca de la situación y división interior de los hospicios con respecto a su salubridad (1778)[98]. Además de criticar el hacinamiento y
las deficientes condiciones higiénicas de estos centros, y de denunciar el enorme costo económico que representaba su mantenimiento, en este breve escrito el economista
se manifestó contrario a la existencia de “hospicios generales adonde se recojan indistintamente todas las clases de pobres, desvalidos, robustos o impedidos de un
estado”[99]. Consecuentemente, abogó por la separación de los hospicianos y la creación de siete tipos distintos de centros asistenciales dedicados, específicamente, a los
párvulos expósitos, las niñas huérfanas, los niños desamparados y díscolos, los ancianos pobres, los vagos y delincuentes, las mujeres de mala vida y las mujeres
impedidas y ancianas. Los enfermos no tendrían cabida en estas instituciones, pues “al instante que cualquiera de sus individuos caiga en alguna dolencia, debe ser
transportado al hospital respectivo en que pueda curarse”[100]. De este modo, el pensamiento del asturiano refleja el paulatino proceso de diferenciación y separación de
las funciones asistenciales que tuvo lugar durante la centuria ilustrada, y que acabaría implicando la irrupción del hospital como equipamiento sanitario en el sentido
moderno del término.

Por otro lado, Jovellanos realizó algunas recomendaciones relativas al emplazamiento y la morfología de los hospicios. Aconsejó que éstos se edificasen fuera de las
ciudades, preferentemente en “sitios altos y ventilados, distantes de lagunas y aguas remansadas, para que el aire que en ellos se respire sea más puro y saludable”[101].
Los edificios debían ser espaciosos y sus distintas dependencias tenían que disponerse “de manera que puedan recibir el aire exterior y ventilarse por todas partes”[102].
Los dormitorios debían situarse en los pisos superiores, “porque los cuartos bajos son siempre más húmedos y más difíciles de ventilar”, mientras que las letrinas habían
de colocarse “en la parte más retirada del edificio”[103]. El autor también formuló una serie de observaciones referentes a la limpieza y la gestión de los establecimientos
asistenciales, aconsejando, por ejemplo, que se reservara un terreno para “una espaciosa huerta que, al mismo tiempo que produzca la hortaliza necesaria para el consumo
de los pobres, sirva para su desahogo y esparcimiento”[104].

Cárceles

La transformación del pensamiento penitenciario que se produjo en el siglo XVIII, inscrita en los cambios sociales, políticos y económicos que se registraron a lo largo de
la centuria, no sólo condujo a la consideración de la cárcel como el centro del aparato punitivo del Estado, sino que tuvo importantes repercusiones en la estructura y
morfología de las prisiones y su relación con el medio urbano circundante. Sería ocioso tratar de sistematizar en unas pocas líneas el conjunto de aportaciones teóricas que
se encuentran en la base de los grandes cambios experimentados por el sistema penitenciario europeo durante los siglos XVIII y XIX. Con todo, conviene destacar,
siguiendo al profesor Pedro Fraile, dos ejes de reflexión estrechamente relacionados que tuvieron una gran incidencia en este proceso: de un lado, la reflexión de carácter
global acerca del ejercicio del poder, que comportó una profunda reformulación de las estrategias de dominación y control social; del otro, la reflexión más especializada
acerca de la cárcel, el castigo y el recluso[105]. Seguramente, el inglés Jeremy Bentham fue el principal exponente de esta segunda orientación, pues además de escribir
numerosos textos sobre el sistema legal y penitenciario, propuso un influyente modelo de organización espacial de las cárceles, que bautizó con el nombre de panopticon.
Un segundo autor que no puede dejar de mencionarse es John Howard, cuyo informe de 1777 sobre The State of Prisons in England and Wales se convirtió en uno de los
más importantes referentes de las reformas penales acometidas desde fines del setecientos. Entre otras muchas cosas, el inglés se interesó por los problemas higiénicos de
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las cárceles y, en estrecha relación con ello, por las condiciones de vida de los reclusos y las enfermedades que más regularmente les afligían. Su insistencia en este punto
no sólo obedecía a motivaciones sanitarias, sino también a la necesidad de implantar un nuevo orden en el espacio carcelario que diera al reo una imagen distinta –más
positiva– de sí mismo[106].

En 1783, Howard realizó un recorrido por las cárceles, hospitales y hospicios de algunas ciudades españolas (Badajoz, Talavera, Toledo, Madrid, Valladolid, Burgos y
Pamplona), plasmando sus observaciones en la tercera edición de su conocido informe, aparecida en 1784[107]. Aunque los penales españoles no son los más criticados
de la obra[108], las condiciones de vida en su interior no dejaban de ser deplorables: en una de las prisiones de Badajoz los reclusos vivían de las limosnas que pedían
desde las verjas[109]; en la principal de Toledo se hacinaban hasta 220 condenados[110]; en la Cárcel de Corte las condiciones eran algo mejores, pero en ella se exigía a
los prisioneros el pago de ciertas cantidades[111]; en la Cárcel de la Villa “las celdas y las mazmorras estaban muy sucias y olían mal” y “en las paredes de una de las
cámaras de tortura había manchas de sangre”[112]; en la provincial de Valladolid la mayor parte de los 128 encarcelados se amontonaban en una única habitación[113]; y
en la de Pamplona los presos se acostaban en simples cajones sin colchón[114]. Las descripciones realizadas por autores españoles confirman el penoso estado en que se
encontraban la mayoría de las cárceles, aunque la imagen que transmiten contrasta, a veces, con la monumentalidad de algunos edificios penitenciarios (Figura 9). En
1792, Bernardo Domínguez Rosains denunció la sobrepoblación de las prisiones sevillanas y la deficiente ventilación de sus calabozos, lo que originaba “un vapor que
turba alguna vez las funciones del cerebro y aún excita náuseas”[115]. Unos años después, Ignacio María Ruiz de Luzuriaga elaboró un informe sobre las penitenciarías
madrileñas en el que se incluyen descripciones verdaderamente sobrecogedoras[116]. Las “relaciones juradas” que los corregidores y alcaldes mayores debían redactar
tras finalizar su sexenio en el cargo también solían aludir a la sórdida existencia que llevaban los condenados[117].

Figura 9. Fachada de la Cárcel de Corte, actual sede del Ministerio de Asuntos


Exteriores.
Fuente: Howard 1784.

En los últimos años del siglo XVIII se llevaron a cabo algunas iniciativas para mejorar las condiciones de vida de los presos. En 1787 se creó una Asociación de Señoras
de las Cárceles con el objetivo de prestar auxilios a las reclusas de la galera madrileña, aunque sus asociadas también organizaron algunas visitas a las cárceles masculinas
de la capital[118]. Al año siguiente de haber sido fundada, la asociación ya gestionaba un presupuesto anual de 66.000 reales procedentes del fondo de correos y arbitrios
píos[119]. A imagen de esta organización, en 1799 se creó la Real Asociación de Caridad, cuyos miembros se movieron dentro de los parámetros del pietismo cristiano y
del reformismo ilustrado[120]. La institución nació con el propósito declarado de buscar “el alivio espiritual y temporal de los pobres presos en las cárceles de
Madrid”[121], lo que explica que uno de sus principales y constantes motivos de preocupación fuera la mejora de la higiene carcelaria. Entre las actividades que
desarrolló, conviene destacar la organización de diversas visitas a las prisiones madrileñas, lo que permitió a los asociados obtener un conocimiento de primera mano de
las condiciones de vida que llevaban los reclusos. En 1800 se organizó una de estas inspecciones, cuyas conclusiones fueron expuestas por Ruiz de Luzuriaga en el
informe anteriormente aludido. Al año siguiente se difundió un brote epidémico en la Cárcel de la Villa que motivó un nuevo reconocimiento. El alcaide expuso a los
visitadores que se habían realizado algunas reformas para incrementar la ventilación del recinto, pero en un documento divulgado en 1802 la asociación denunció que la
higiene de la prisión apenas había mejorado[122].

Con frecuencia, los penales se veían afectados por virulentas epidemias de “fiebres carcelarias”, que normalmente equivalían al tifus exantemático. Ante el riesgo de que
la enfermedad se extendiera al resto de la ciudad, las autoridades solían encargar inspecciones médicas de las penitenciarías afectadas. Por ejemplo, en 1790 se organizó
una de estas visitas para detener una epidemia declarada en las cárceles madrileñas de Corte y de la Villa. La comisión designada ensayó varios métodos para purificar la
atmósfera de ambos establecimientos, concluyendo que el “antimefítico” más potente y adecuado era el vinagre[123]. Distintos trabajos publicados en las Memorias
Académicas de la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla confirman el interés de los médicos por las enfermedades que se padecían en los penales. En
1786, Bonifacio Juan Ximénez de Lorite realizó diversas recomendaciones para reducir la mortalidad carcelaria. En su opinión, la mejor solución era construir nuevas
prisiones siguiendo las directrices de Alberti[124], pero sabedor de las dificultades que ello entrañaba propuso otras medidas más realistas, como la limpieza diaria de los
calabozos, la quema de hierbas aromáticas, la separación de los reos y la mejora de su alimentación[125]. Años más tarde, Marcos Hiraldez de Acosta dio a conocer un
trabajo expresivamente titulado “Las enfermedades que libertan a los reos condenados a la tortura”[126], y en 1792 Bernardo Domínguez Rosains formuló algunos
criterios para mejorar la aireación de los penales. Su principal propuesta consistía en la instalación del “ventilador” ideado por Stephen Hales, aunque también aconsejó
ampliar los edificios carcelarios, incrementar el número de ventanas y extremar las medidas de aseo[127]. En Barcelona, los miembros de la Academia Médico-Práctica
denunciaron el hacinamiento de las cárceles, las deplorables condiciones de vida de los presos, las reducidas dimensiones de los calabozos y la falta de ventilación de los
centros. Aunque conocían el mecanismo inventado por Hales, consideraron más apropiada la instalación del “ventilador” de Sutton para asegurar la renovación del aire en
el interior de los penales[128].

Además de los médicos, algunos arquitectos se interesaron por la morfología de los establecimientos carcelarios y la distribución interior de sus dependencias[129]. Uno
de los primeros tratadistas en abordar esta cuestión fue José de Hermosilla, que en su Tratado de architectura civil (c. 1750) mostró una gran preocupación por la
salubridad de las celdas. Aun así, el autor estableció que estas dependencias debían ubicarse en el subterráneo del edificio, lo que parece indicar que todavía no había
superado la vieja mentalidad que atribuía a las cárceles una mera función represiva[130]. En cambio, para Benito Bails las prisiones servían “para custodiar a los
delincuentes, no para castigarlos”[131]. Según este autor, el hacinamiento, la suciedad y la corrupción del aire entrañaban un grave riesgo para la salud de los reclusos,

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razón por la que la arquitectura penitenciaria debía atender de forma prioritaria a las necesidades de higiene[132]. En esencia, su propuesta de cárcel consistía en un
recinto espacioso, emplazado fuera de la ciudad, compuesto por distintos cuerpos y dotado de un gran patio rodeado de soportales. En la planta baja se ubicarían los
servicios del establecimiento –sala del tribunal, capilla, enfermería, locutorios, etc.– y el primer piso quedaría reservado para las celdas de los reclusos. Entre los distintos
cuerpos del complejo habría plantaciones de árboles “para su ventilación y la salud de los presos”[133].

El ya citado Francisco Antonio Valzania también se ocupó del tema en sus Instituciones de arquitectura (1792). Al decir del autor, “de la infección de las cárceles […]
han resultado muchas veces enfermedades epidémicas que se han extendido a toda una población”[134], lo que obligaba a observar estrictas reglas higiénicas a la hora de
planificar estos establecimientos[135]. Las cárceles debían construirse en los barrios más periféricos de las ciudades y tener unas dimensiones proporcionadas al número
de presos que fueran a albergar, los cuales ocuparían áreas diferenciadas del recinto en función de la gravedad de los delitos cometidos. Además, en cada uno de los patios
tendría que haber una fuente para que los reos pudiesen cuidar de su higiene personal.

Algunas leyes promulgadas en el siglo XVIII reformaron distintas facetas del sistema penitenciario. De gran interés resultan las normativas que estipularon la obligación
de dispensar un trato humanitario a los presos. Ya en 1726, Felipe V ordenó a los consejos, tribunales y jueces de comisión que se hicieran cargo del “alimento y gastos de
enfermedades” de los reos pobres que se encerraran en la Cárcel de Corte[136]. Posteriormente, Carlos III se ocupó del mismo asunto insertando en la Instrucción de
Corregidores de 1788 algunas indicaciones sobre la administración de los penales[137]. La nueva normativa dispuso que la finalidad de estos establecimientos fuera
“solamente la custodia y no la aflicción de los reos”, por lo que los corregidores y justicias locales debían asegurarse de que los reclusos no fueran vejados por los alcaides
y demás funcionarios de las cárceles, e impedir que éstos recibieran dádivas o exigieran más derechos que los que les correspondían legalmente. Asimismo, tenían que
velar por la adecuada limpieza de las penitenciarías, “para que en cuanto sea posible no se perjudique la salud de los que están detenidos en ellas”. En estrecha relación
con ello, también se reglamentaron las visitas que el Consejo de Castilla debía realizar periódicamente para supervisar el estado de los penales. Con arreglo a una real
orden de 28 de enero de 1786, se dispuso que uno de los objetivos de estas inspecciones fuera el control de “los excesos de los subalternos y los abusos del trato de los
reos”[138]. Otra real orden de 14 de diciembre de 1797 estableció que las cárceles madrileñas fueran visitadas todos los sábados por dos ministros del Consejo
acompañados de dos alguaciles de Corte[139].

El control de los procesos de circulación del aire y del agua en la ciudad

Además de la vigilancia de los núcleos focales de la enfermedad, la medicina urbana del siglo XVIII persiguió controlar los procesos de circulación del aire y del agua, a
los que consideró como dos de los principales vehículos de propagación de las afecciones más letales. Es hora de abordar esta segunda dimensión de la medicina urbana,
para lo cual nos fijaremos, básicamente, en las intervenciones que se llevaron a cabo en las dos ciudades españolas más importantes: Barcelona y Madrid.

Ventilación y pureza del aire atmosférico. El caso de Barcelona

La necesidad de controlar la calidad del aire atmosférico acarreó líneas de actuación urbanística que tuvieron importantes consecuencias para la morfología de las
ciudades. Desde nuestro punto de vista, tres fueron las principales transformaciones urbanas que se plantearon desde los supuestos del higienismo racionalista de la
Ilustración. En primer lugar, se regularon parámetros urbanísticos como la orientación, anchura y alineación de las calles, la dimensión y altura de los edificios o la
configuración de las fachadas, con lo cual las ordenanzas municipales comenzaron a adquirir el significado que les daría el urbanismo decimonónico y que, en buena
medida, todavía conservan en la actualidad. En segundo lugar, se introdujeron elementos del paisaje natural en el interior de las ciudades mediante la creación de parques,
jardines, paseos y alamedas. Finalmente, se llevaron a cabo algunos proyectos de extensión urbana que constituyen claros precedentes de los planes de ensanche
elaborados en la segunda mitad del siglo XIX. El denominador común de estas tres propuestas de actuación era intervenir en los abigarrados tejidos urbanos para dotar a
la ciudad de mayores superficies de espacios libres. Ahora bien, conviene tener en cuenta que estas transformaciones urbanas no sólo estuvieron inspiradas por
motivaciones higiénicas, sino que se inscriben en un proyecto más amplio que persiguió modificar la imagen del conjunto de la ciudad para rectificar la situación de caos
y confusión heredada de las centurias anteriores.

En distintas ciudades españolas se pusieron en marcha proyectos urbanísticos que alteraron significativamente su estructura física al entrañar la creación de nuevos
espacios supeditados a las exigencias higiénicas de ventilación y pureza del aire. La ordenación de paseos arbolados en ciudades como Madrid, Salamanca, Valladolid o
Burgos[140], y la construcción de ensanches como los de Vitoria, Albacete, Tarragona o Vigo[141], constituyen buenos ejemplos de este tipo de transformaciones. Con
todo, nos vamos a referir únicamente a la experiencia urbanística de Barcelona, pues tanto los debates que suscitó la reforma de esta ciudad, como las intervenciones que
se llevaron a la práctica, resumen muy bien los criterios higiénicos en que se apoyó el urbanismo de la Ilustración.

De ser una ciudad de segundo o tercer orden en el contexto nacional, en el transcurso del siglo XVIII Barcelona se fue convirtiendo en una de las urbes españolas más
prósperas y dinámicas gracias al desarrollo de una potente actividad mercantil basada en la producción algodonera y el comercio ultramarino[142]. Como consecuencia de
ello, la ciudad experimentó un crecimiento demográfico muy acelerado: entre 1717 y 1787 su población aumentó de 35.928 a 100.160 habitantes, lo que viene a
representar un incremento relativo de alrededor del 180 por ciento. Posiblemente, a fines de la centuria el número de moradores ya ascendía a 111.410, repartidos en
20.218 familias que ocupaban un total de 10.267 casas[143]. Esta dinámica demográfica tan expansiva generó un grave problema de alojamiento, que no pudo ser resuelto
sino incrementando significativamente la presión sobre el espacio urbanizado.

La ciudad que recibió el impacto de este auge demográfico era, en buena medida, la legada por la Edad Media. Albergaba dos recintos cuyas densidades de ocupación
eran muy desiguales: el de Jaime I, completamente urbanizado, y el de Pere III, prácticamente deshabitado (Figura 10). Las casas no solían tener más de dos pisos y,
normalmente, eran habitadas por una única familia, cuyo taller artesanal se ubicaba en la planta baja. Además, los edificios no invadían todo el espacio de la parcela ya
que en su parte posterior albergaban un huerto o un pequeño jardín. Por razones de estrategia militar, no estaba permitido levantar edificaciones fuera de las murallas. En
estas circunstancias, lo más coherente hubiese sido dirigir la urbanización hacia el recinto de Pere III, conocido como Raval, donde había suficiente espacio libre para la
construcción de nuevos edificios porque en su mayor parte estaba ocupado por huertos y establecimientos religiosos. Aunque hubo algún intento oficial de encauzar el
crecimiento urbano hacia este sector de la ciudad, la expansión de la edificación fue dejada al arbitrio de la iniciativa privada, que optó por la solución más rentable:
intensificar el aprovechamiento del suelo ya construido. A resultas de ello, el tejido urbano de Barcelona se fue progresivamente densificando, lo que explica que la
ciudad experimentara un considerable empeoramiento de sus condiciones de salubridad y habitabilidad.

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Figura 10. Barcelona hacia 1730 en un plano de George Matthaus Seutter.


Plano grabado, 470 x 630 mm. Biblioteca Nacional, Madrid (sig. MA00063168).

Marina López y Ramón Grau estudiaron en un trabajo ejemplar las respuestas de los propietarios del suelo al aumento de la demanda de viviendas[144]. Gracias a sus
indagaciones en el Registro de Obrería del Ayuntamiento de Barcelona, que a partir de 1772 centralizó la documentación administrativa relativa a los permisos de obras
privadas, los autores pudieron reconstruir la evolución de la construcción en las últimas décadas del siglo XVIII, constatando una fuerte expansión de la actividad
constructiva que llevó a duplicar el número de solicitudes entre 1772 y 1791. También revisten un gran interés las conclusiones de López y Grau sobre el tipo de obras que
se llevaron a cabo durante esos años. Los permisos para la construcción de edificios de nueva planta en solares desocupados no llegaron a representar el 2 por ciento del
total y la mayoría de ellos fueron solicitados con posterioridad a 1786. En cambio, las peticiones de edificación de nueva planta con derribo de la casa anterior, que casi
siempre comportaba una utilización más intensiva de la parcela, supusieron el 17,6 por ciento del total, mientras que las solicitudes de aumento del volumen edificado,
sobre todo de construcción de nuevos pisos, representaron el 15,2 por ciento. Las restantes demandas de obras –aproximadamente el 65 por ciento– no implicaban un
aumento de dicho volumen, pero sí que denotan una ocupación más intensiva de los edificios ya que muchas de ellas se refieren a la subdivisión de espacios interiores o la
construcción de escaleras de vecinos.

Así pues, el advenimiento de la era del laissez-faire inmobiliario comportó un acelerado proceso de densificación del espacio urbano barcelonés, situación que el ilustrado
catalán Antonio de Capmany denunció del siguiente modo: “como los antiguos huertos y espaciosos patios se van reduciendo, sobre la estrechez de sus calles, esta ciudad
ha venido a hacerse una como piña de casas, torres, cimborrios, miradores y azoteas”[145]. A los promotores privados les resultaba mucho más rentable incrementar el
aprovechamiento del suelo urbanizado que levantar nuevas construcciones en parcelas desocupadas debido a tres motivos: 1) eludían asumir los costos que representaba la
urbanización de nuevas calles y la cesión de terrenos para crear las infraestructuras urbanas necesarias; 2) se ahorraban el gasto que suponía la cimentación de nuevas
construcciones y la edificación de los primeros pisos, que eran los más costosos porque las normas municipales exigían determinados materiales y grosores; y 3) podían
percibir alquileres más altos por tratarse de viviendas ubicadas en barrios céntricos[146]. Junto a la elevación de los edificios, los propietarios también siguieron las
estrategias de ocupar los jardines o huertos posteriores, avanzar fachadas y saledizos sobre el espacio frontero de la calle y subdividir el interior de los inmuebles[147]. La
mayor ocupación del suelo a que dieron lugar los procesos mencionados provocó un considerable empeoramiento de las condiciones higiénicas de la ciudad, en la medida
en que redujo la ventilación e iluminación de calles y viviendas.

La principal iniciativa urbanística que se llevó a cabo para reducir la densidad de población en el interior del recinto amurallado consistió en la construcción del arrabal de
la Barceloneta, previsto inicialmente para dar alojamiento a los vecinos afectados por la demolición de la Ribera[148]. El proyecto, debido al ingeniero militar Juan
Martín Cermeño, se ejecutó en unos terrenos de propiedad real ubicados al lado del puerto. Se trata de una estructura ortogonal basada en manzanas alargadas y edificios
regulares. Cada manzana se dividía en parcelas cuadradas de 8,4 metros de lado, donde se levantaba una casa unifamiliar de 7 metros de altura –correspondientes a una
planta baja y un primer piso– y unos 141 metros cuadrados de superficie. En un principio, el barrio debió formar un cuadrado de unas diez hectáreas delimitado por la
andanada del muelle y las actuales calles Ginebra, Giné Partagàs y Almirante Cervera. Las obras se iniciaron en febrero de 1753 y al cabo de un año y medio ya se habían
construido ocho calles, la iglesia y la plaza. En 1759, el barrio tenía unos 1.570 habitantes, cifra que en 1787 se había incrementado hasta los 2.392 habitantes. A
principios del siglo XIX, Rafael de Amat y de Cortada, barón de Maldà, señaló en su extenso diario personal –el Calaix de sastre, escrito entre 1769 y 1819– que la
Barceloneta albergaba unas setecientas casas, todas ellas con idéntica altura, anchura y decoración, y describió las calles del arrabal como derechas, empedradas, amplias
y limpias (Figura 11)[149].

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Figura 11. La Barceloneta a principios del siglo XIX en un plano de Antonio López
Sopeña.
Plano manuscrito, 680 x 490 mm. Archivo General de Simancas (sig. MPD, 29, 057).

A pesar de la construcción de la Barceloneta, las condiciones de habitabilidad y salubridad en el interior de Barcelona continuaron deteriorándose como consecuencia de
la progresiva densificación del tejido urbano. En 1768, el conde de Ricla, que entre 1767 y 1772 ocupó el cargo de capitán general de Cataluña, dirigió un escrito al
Ayuntamiento de Barcelona acusando a esta institución de no ocuparse adecuadamente de la ciudad y llamando la atención sobre la necesidad de abordar una serie de
problemas urbanos[150]. Dentro del nuevo espíritu higienista, el político ilustrado señaló la conveniencia de combatir la estrechez de las vías públicas y su situación de
abandono, al tiempo que denunció “que todo oficio establece en medio de la calle su taller, ocupando […] cuanto terreno quieren”. También criticó que durante la época
de la matanza los cerdos eran sacrificados en plena calle, lo que “ofende a la vista y causa un hedor insufrible”, y lamentó que “la Rambla, que es el único desahogo,
carece aún de aquel entretenimiento que prescribe la dotación”. Con este documento, que ha sido considerado como uno de los más importantes textos del urbanismo
español de esos años[151], Ricla pretendía forzar al consistorio a que redactase unas nuevas ordenanzas que propiciaran una radical transformación de la ciudad. Aunque
la corporación no llegó a presentar ninguna propuesta, el escrito del capitán general determinó el inicio de un activo período para el proyectismo y las realizaciones
prácticas en el terreno de la urbanística, durante el cual se plantearon distintas iniciativas para incrementar la superficie de espacios libres en el interior de Barcelona.

Uno de los primeros pasos que se dieron en este sentido consistió en la prohibición, decretada por el mismo Ricla en 1768, de efectuar cualquier tipo de obra en las casas
con voladizos, con lo cual se pretendía regularizar el trazado de las calles y erradicar uno de los elementos que más contribuía a estrechar la red viaria. Pese a que los
técnicos de la Junta de Obras se opusieron al edicto, esgrimiendo la necesidad que tenían los vecinos de los barrios orientales de esas voladas, poco pudo hacer el
Ayuntamiento para impedir la aplicación de una norma dictada por la máxima autoridad del Principado[152]. Dos años después, viendo que los regidores no cumplían el
encargo de elaborar unas nuevas normas municipales, el síndico personero del común presentó al capitán general un proyecto de ordenanzas en el que se pormenorizaban
una serie de reglas para la construcción. Debido a las presiones del consistorio, el documento finalmente aprobado no se pronunció sobre las voladas ni estableció ningún
criterio para la alineación de las calles y la altura de los edificios. Sin embargo, en la parte final del escrito que promulgó las nuevas ordenanzas, Ricla exhortó a los
dirigentes municipales a que estudiasen la posibilidad de dirigir el crecimiento urbano hacia el sector de huertos localizado entre las atarazanas y la calle de Sant Pau,
planteando, por tanto, la necesidad de construir un ensanche en el Raval[153]. Como evidencian estas iniciativas, existieron importantes diferencias de criterio entre las
autoridades municipales y el capitán general, discrepancias que podrían reflejar el supuesto choque del que nos habla Carlos Sambricio entre los intereses de la clase
comerciante en auge, representados por aquéllas, y los supuestos del urbanismo racionalista de la Ilustración, encarnados en éste[154].

Una de las obras de mayor envergadura que se llevó a cabo dentro del recinto amurallado barcelonés consistió en la remodelación de la calle de l’Argenteria, que
constituía uno de los principales ejes comerciales de la ciudad. En 1782, la Junta de Obras presentó un proyecto para dotar a esta calle de una nueva alineación,
esgrimiendo, entre otras cosas, que se trataba de una vía “sumamente sofocada en ciertos parajes”, “compuesta de casas reducidas y poco cómodas, las más sin casi otra
habitación que la volada”, y “ocupada con tableros o poyos de madera, que no dejan de salir más que cuatro palmos por cada lado”[155]. El Ayuntamiento aprobó el
proyecto de reordenación, aunque las obras no se iniciaron hasta cinco años después. El capitán general manifestó entonces al consistorio su satisfacción, si bien lamentó
que la decisión sólo afectase a una única vía, señalando la necesidad de definir una política general de intervención urbanística que modificase la imagen del conjunto de
la ciudad[156]. Otra importante obra que se acometió en esos años fue la apertura de la calle Conde del Asalto –actualmente Nou de la Rambla– entre 1785 y 1788, que ha
sido considerada como la primera vía rectilínea y con edificaciones regulares que se construyó dentro de Barcelona[157].

Con todo, la principal intervención que se ejecutó en el interior del recinto urbano consistió en la construcción del paseo de la Rambla en la antigua línea de muralla que
separaba la ciudad altomedieval del Raval. Desde principios del siglo XVIII, este espacio constituía uno de los parajes preferidos de los habitantes de la ciudad, pues en
1700 el Consejo de Ciento había emprendido un ambicioso proyecto para convertirlo en un paseo con cuatro hileras de árboles, tomando como referencia las
intervenciones desarrolladas en otras localidades europeas[158]. La llegada del conde de Ricla a Cataluña significó un importante cambio en la valoración de la Rambla
ya que gracias a la iniciativa de este capitán general se modificó radicalmente la imagen del primitivo paseo. En 1768, el ingeniero militar Pedro Martín Cermeño presentó
un proyecto que pretendía convertir la Rambla en un espacio de gran realce a través de la demolición de la muralla interior, la realineación de los edificios y el nuevo
diseño de su perfil, con un bulevar central que seguía los patrones aplicados en el Prado de Madrid (Figura 12)[159]. Las obras se iniciaron en 1772, y a pesar de la
lentitud con que se ejecutaron, a fines de la centuria el paseo ya se había convertido en el gran aparador de la sociedad barcelonesa. Prueba de ello son las reiteradas
referencias del barón de Maldà a la situación de permanente agitación y alborozo reinante en esta vía[160].

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Figura 12. Plan y proyecto de la Rambla de Barcelona (c. 1775).


Plano manuscrito, 300 x 1.400 mm. Archivo General de Simancas (sig. MPD, 09, 106).

Además de la realización de proyectos urbanísticos relativamente ambiciosos, las autoridades barcelonesas buscaron aumentar la ventilación de calles y viviendas fijando
reglas que impidiesen los abusos cometidos por los promotores inmobiliarios, especialmente en relación a la altura de las edificaciones. En 1770, el maestro de obras
municipal sugirió añadir al reglamento de obrería un nuevo capítulo referente a esta cuestión, alegando que “con el tiempo se van subiendo las casas en más y más pisos
hasta llegar en una desproporcionada y temida altura”[161]. Su propuesta consistía en limitar la elevación de los edificios a 75-80 palmos catalanes –alrededor de 15
metros–, lo que según él era suficiente “para hacerse en las casas grandes, buenos y espaciosos primeros pisos con sus segundos correspondientes y encima su desván o
porxada”[162]. Aunque el plan del maestro de obras no llegó a ponerse en práctica, en 1779 el Ayuntamiento de Barcelona acordó regular las condiciones de edificación
atendiendo al hecho de que el aire que se respiraba en la ciudad era “más denso y lleno de exhalaciones pútridas, por cuya causa tal vez sucediesen algunas muertes que
ocurrían en las temporadas”[163]. El temor a que el hacinamiento urbano ocasionara problemas de salud pública llevó al consistorio a nombrar una comisión de ocho
médicos para determinar si los pisos altos eran antihigiénicos. Sobre la base del dictamen elaborado por estos facultativos, la corporación municipal trató de obtener del
capitán general un decreto formal de limitación de la altura de los edificios a 90 palmos, equivalentes a unos 17,5 metros[164]. Dicho decreto no se promulgaría hasta
1797, cuando una parte importante de los inmuebles de Barcelona ya habían sido transformados, lo que explica que la medida no tuviera una gran efectividad.

A pesar de ello, los razonamientos expuestos por los médicos revisten un gran interés para comprender los problemas higiénico-sanitarios que ocasionó el proceso de
densificación del espacio urbano barcelonés. Los facultativos expusieron su dictamen en dos memoriales remitidos en 1779 y 1780. En el primero de ellos argumentaron
que la estrechez de las calles y la excesiva elevación de los edificios privaba a gran parte de la ciudad de la debida ventilación e iluminación[165]; en el segundo hicieron
hincapié en la insuficiencia de instalaciones higiénicas y la carencia de hábitos de limpieza entre las gentes que habitaban los pisos más altos[166]. A la vista de todo ello,
la comisión sugirió disminuir la altura de los pisos superiores sin afectar al principal, proponiendo como modelo estándar una casa de 18 metros, de los cuales 5,40
corresponderían a la planta baja y el entresuelo, 4,40 al primer piso, 4 al segundo y 3,20 al tercero[167]. Por tanto, los facultativos plantearon un modelo de diferenciación
entre pisos bajos y altos que venía a reflejar los agudos contrastes sociales que existían en la ciudad, anticipando, así, la estructura típica de la casa urbana decimonónica.
En 1792, los arquitectos Josep Mas, Juan Soler, Andreu Bosch y Juan Garrido elaboraron un informe para el Ayuntamiento en el que propusieron regular las alturas de los
edificios en función de la anchura de las calles. Coincidían con los médicos de la comisión en que los inmuebles no debían sobrepasar los 18 metros, pero aconsejaron que
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en las calles más angostas dicha alzada máxima se limitase a unos 16 metros[168]. El consistorio pasó el escrito a los médicos de la Junta de Sanidad para recabar su
opinión, aunque desde un principio consideró superflua la mencionada diferenciación de alturas.

En el memorial presentado en 1780, la comisión de médicos también indicó la conveniencia de intensificar el uso del Raval, donde aún quedaban grandes reservas de
suelo sin edificar[169]. Como indicamos anteriormente, una década atrás el conde de Ricla había propuesto al Ayuntamiento que promoviera la urbanización de este
sector de la ciudad, “formando plano de las calles y plazas que puedan hacerse rectamente hasta la muralla” y delineando los edificios “con una perfecta regularidad, así
como en latitud como en longitud, igualdad de pisos, alturas y cuanto contribuye al mejor aspecto”[170]. La realización de las obras tenía que correr a cargo de los
propietarios del suelo y el consistorio debía asumir un papel técnico, encargándose de la supervisión de los planos y la organización de los espacios públicos.

Jaime Carrera Pujal ha dado numerosas noticias de proyectos de ordenación del Raval sometidos a la consideración de las autoridades locales en las postrimerías del siglo
XVIII. Por ejemplo, en 1798 la corporación municipal autorizó a los propietarios de las huertas situadas entre las calles Robador y Cadena a abrir tres nuevas vías de
veinticuatro palmos de longitud, las cuales adoptarían los nombres de Concepción, San Rafael y San Bernardo[171]. El mismo año también se concedió el permiso a otro
propietario para que urbanizara el huerto que poseía en la calle de la Cadena[172]. Probablemente, la propuesta más ambiciosa de cuantas se formularon fue la presentada
por Pelegrín de Bastero y de Miguel en 1787. El propósito de este propietario era edificar en unos terrenos localizados frente a las calles del Peu de la Creu y de la Riera
Alta d’en Prim un barrio obrero de noventa casas, de unos 28 palmos de ancho y 33 de alto cada una. Los edificios se construirían a lo largo de cuatro calles –tres de ellas
de 22 palmos de ancho y la cuarta de 20 palmos– y una plaza cuadrada de 75 palmos de longitud por 55 de ancho[173]. Aunque la Junta de Obras dio el visto bueno al
proyecto y el Ayuntamiento concedió la preceptiva licencia y llegó a acordar los nombres que recibirían las nuevas calles[174], los trabajos no llegaron a iniciarse por
motivos que se desconocen. En opinión de Sambricio, la importancia de este proyecto reside en dos hechos: en primer lugar, abandona la referencia a la trama medieval al
establecer que cada una de las viviendas tenga la misma altura y superficie en planta; en segundo lugar, hace una valoración de la manzana como módulo, de modo que no
existen diferencias cualitativas entre lotes[175].

Los miembros de la Academia Médico-Práctica de Barcelona también se ocuparon de los problemas sanitarios provocados por el aumento de la presión demográfica y
urbanística. Según observaron en el Dictamen publicado en 1784, “la estrechez de calles y elevación de casas es una de las causas propias de esta capital que aumentan la
infección de su atmósfera”, ya que “el aire contenido en una calle estrecha entre paredes muy elevadas se renueva con dificultad”[176]. La explicación de tan angosto
parcelario residía, según los facultativos, en “el continuo aumento de población, [que] no hallando otro ensanche en una plaza fortificada, recurre todos los días a dar
mayor altura a sus edificios”[177]. Quienes residían en las calles más estrechas se encontraban “más expuestos que los demás a todo género de enfermedades pútridas,
fiebres intermitentes, caquexias y a todos los accidentes repentinos que puede producir un aire corrompido y sin elasticidad”[178]. Con el propósito de prevenir este tipo
de dolencias, los académicos sugirieron un ambicioso programa de actuación urbanística y arquitectónica que incluía medidas como la de fijar la altura de los inmuebles
en función de la anchura de las calles; limitar el vuelo de los balcones y saledizos; dotar a las viviendas de techos elevados y de ventanas y puertas amplias; procurar la
rectitud en el trazado del callejero; trasladar los negocios contaminantes a las afueras de la ciudad; mejorar el empedrado de las calles más angostas; y sancionar a los
vecinos que arrojasen inmundicias a la vía pública[179]. Ninguna de estas medidas parece desacertada, incluso desde una perspectiva contemporánea.

Una última intervención urbanística que queremos destacar consiste en la creación a fines del siglo XVIII del llamado paseo de la Explanada. En la década de 1770, las
autoridades de Barcelona y un sector de la sociedad local comenzaron a manifestar la necesidad de dotar a la ciudad de un paseo similar al Prado madrileño, pues la
Rambla no podía dar cabida a las fuentes monumentales y las hileras de árboles que requería una vía de estas características. El único espacio público localizado dentro
del recinto amurallado que podía albergar el paseo era la explanada de la Ciudadela. Tras algún intento fallido de urbanizar este sector de la ciudad, en 1797 el capitán
general Agustín de Lancaster comunicó al Ayuntamiento su intención de construir “un pasaje consistente en varias calles formadas por filas de árboles, con los
correspondientes canapés y una fuente en el medio”[180]. Las obras, dirigidas por ingenieros militares, se prolongaron hasta 1802, año en que con motivo de la visita de
Carlos IV a Barcelona se construyeron dos grandes cascadas a uno y otro extremo del paseo. A raíz del viaje de la familia real se emprendieron otras muchas reformas
urbanas, especialmente en el Pla de Palau –donde iban a alojarse los monarcas– y las calles por las que pasaría la comitiva. El Ayuntamiento hizo remozar las fachadas y
alinear las edificaciones para que éstas resultaran más amplias y armónicas; prohibió definitivamente la construcción de voladizos y mandó eliminar muchos de los
existentes para aumentar la iluminación de las vías; mejoró el empedrado de numerosas calles; trasladó el cementerio parroquial de Santa María del Mar; etc.[181]
Además, las autoridades municipales sancionaron nuevas ordenanzas para mejorar la higiene de la ciudad, prohibiendo arrojar aguas sucias a las calles, disponiendo reglas
sobre limpieza y riego, mandando que los cerdos no deambularan por la vía pública, etc.

Abastecimiento y evacuación de aguas. El caso de Madrid

La gestión del agua ocupó un lugar muy destacado en la política territorial y urbanística del siglo XVIII, lo que sin duda guarda una estrecha relación con la aspiración de
la Ilustración de implantar el reino de la razón en una naturaleza que dejaba de aceptarse tal como era por designio divino[182]. Es incuestionable que la dimensión más
llamativa de la política hidráulica del setecientos consistió en la ejecución de grandes obras de almacenamiento y regulación para riegos, de canalización para la
navegación interior y de acondicionamiento de puntos litorales para el desarrollo de las economías portuarias. Pero junto a estos proyectos concebidos a escala territorial,
el agua también estuvo muy presente en la cultura arquitectónica y urbanística del Siglo de las Luces. En los inicios de la centuria, la infraestructura de saneamiento de la
mayoría de las ciudades españolas resultaba claramente insuficiente para mantener el adecuado funcionamiento de lo que en actualidad denominamos metabolismo
urbano. Tanto el incremento de la población, como el surgimiento de nuevas necesidades higiénicas, motivaron la realización de numerosas obras públicas destinadas a
mejorar la evacuación de las aguas residuales y el abastecimiento de las potables. En este apartado nos ocupamos de esta doble vertiente de la reforma urbana del siglo
XVIII, haciendo especial hincapié en el caso de Madrid.

Sin ser un tema nuevo, el problema de la provisión de aguas a los habitantes de las ciudades adquirió una gran relevancia durante el siglo XVIII. Había, ante todo, razones
cuantitativas para ello, pues tanto el crecimiento de la población urbana registrado a lo largo de la centuria, como el surgimiento de nuevas funciones urbanas o el
desarrollo de las ya existentes motivaron un notable incremento de las necesidades hídricas. Pero al mismo tiempo también había razones de carácter cualitativo
vinculadas, sobre todo, a la nueva mentalidad higienista y la aspiración de dotar a la población de un mayor nivel de salud y bienestar, lo que explica que, en ocasiones, se
llegara a plantear la necesidad de aumentar el suministro hídrico de las ciudades en proporciones mayores que las requeridas por su crecimiento demográfico. Las nuevas
necesidades higiénicas también determinaron que se comenzara a distinguir entre calidades de aguas –potables para el consumo humano y no potables para los sistemas de
evacuación de las inmundicias, riego de las calles, etc.– y que el agua se convirtiera en un elemento indispensable en los procedimientos de limpieza de la vía
pública[183]. A menudo, las academias de medicina abordaron determinados problemas sanitarios provocados por la insalubridad del agua que se consumía en las
ciudades. Por ejemplo, Francisco de Buendía y Ponze, vice-presidente de la Real Sociedad de Medicina de Sevilla, inauguró el curso académico correspondiente al año
1765 con una conferencia Sobre el origen, y calidad de las Aguas dulces potables de Sevilla, su ensayo, y eleccion con el modo para preservarlas de las
alteraciones[184]. Posteriormente, los socios de la institución serían consultados en repetidas ocasiones acerca de este particular[185].

En la práctica, no obstante, la aplicación de las nuevas ideas sobre la gestión del agua tuvo una dimensión social muy restringida[186]. Como es fácil de imaginar,
cualquier novedad técnica en materia de abastecimiento hídrico se ponía inicialmente en práctica en las residencias ocupadas por la familia real o por la nobleza que podía
imitar los gustos de aquélla[187]. A continuación, eran prioritarias las necesidades de las instalaciones que resultaban estratégicas para la defensa del territorio, como
puertos, arsenales o ciudadelas. Con independencia de que se acometieran algunas obras hidráulicas de gran envergadura, en modo alguno se puede sostener que el
abastecimiento de aguas pasara a ser considerado como un equipamiento infraestructural de carácter público, pues en la mayoría de las ciudades sólo se llevaron a cabo
modestos trabajos de acondicionamiento de unos sistemas muy rudimentarios que, además de proveer caudales insuficientes, provocaban graves problemas de salud
pública. Por lo general, dichos sistemas consistían en una sencilla canalización que llevaba el agua desde algún manantial próximo a la ciudad hasta una o varias arcas
principales ubicadas en el punto más alto del recinto urbano. Desde ahí partían distintas conducciones que alimentaban las fuentes públicas o que proporcionaban un
servicio individualizado a los hospitales, conventos o residencias nobiliarias. En otros casos, el único abastecimiento de agua era el que suministraban las acequias que
atravesaban el núcleo urbano, y que al mismo tiempo solían cumplir funciones de alcantarillado, constituyendo, por ello, un temido vehículo de propagación de
enfermedades. Ello explica que uno de los constantes motivos de preocupación de la Junta de Sanidad de Barcelona fuera la limpieza de las acequias que discurrían por el
interior de la ciudad, especialmente del Rec Comtal, la principal de ellas[188].
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Numerosas ciudades se vieron obligadas a introducir mejoras en sus sistemas de aprovisionamiento de aguas, mejoras que no siempre fueron suficientes para satisfacer las
crecientes necesidades hídricas, tanto para el consumo de boca como para otros usos (riego, limpieza, actividades industriales, etc.). El caso de Barcelona resulta
especialmente esclarecedor. A principios del setecientos, los vecinos de la ciudad se surtían de cientos de pozos domésticos y de las conducciones municipales que desde
el siglo XIV traían el agua desde la sierra de Collserola, además de las extracciones superficiales del Besós que eran canalizadas por el Rec Comtal para usos agrícolas,
industriales y energéticos. En 1704 entró en servicio una derivación del Rec procedente de los molinos del Clot, prevista, inicialmente, para el riego de árboles, pero que
debido al aumento de la demanda en el sector del Raval tuvo que ser destinada al suministro de agua potable. Posteriormente, en 1778, se concluyó la mina de Montcada,
que traía aguas subterráneas de la cuenca del Besós, y cuya construcción fue financiada por el Real Patrimonio, el Ayuntamiento y los propietarios de los campos de
regadío y de los molinos que aprovechaban el agua de la acequia[189]. Sin embargo, las mejoras introducidas en el sistema de abastecimiento hídrico resultaron
insuficientes para compensar el crecimiento demográfico de la ciudad, de tal forma que en el transcurso del siglo XVIII se produjo una progresiva disminución de la
dotación media de agua, que aproximadamente pasó de 10 a 5 litros por habitante y día[190].

Aunque en la mayoría de las ciudades españolas se hizo frente al problema del suministro hídrico con simples operaciones de acondicionamiento y mejora de los precarios
sistemas hidráulicos heredados de las centurias anteriores, en algunos casos se ejecutaron obras de gran envergadura, entre las que conviene destacar los acueductos de
Noaín y de San Telmo, sufragados, respectivamente, por el Ayuntamiento de Pamplona y el Obispado de Málaga[191].

Durante la mayor parte del siglo XVIII, la ciudad de Pamplona se abasteció de las aguas proporcionadas por el Arga y por algunos pozos públicos y privados, existiendo
tan sólo tres fuentes de cierta consideración en el interior del recinto urbano. En 1774, el ingeniero francés François Gency recibió el encargo de elaborar un proyecto de
traída de aguas desde el manantial de Subiza, situado en la falda de la sierra del Perdón a más de dieciséis kilómetros de la ciudad. Los trabajos se iniciaron en 1779, pero
debieron ser suspendidos al año siguiente al detectarse algunos errores en las mediciones. El Consejo encargó entonces al arquitecto Ventura Rodríguez que realizara un
nuevo diseño, que fue el que finalmente se llevó a la práctica bajo la dirección técnica de Ángel Santos de Ochandátegui y Alejo de Aranguren. El sector más
emblemático del acueducto contaba con 97 arcos de medio punto y recorría una distancia de 1.245 metros. Su construcción finalizó en 1790 y permaneció en
funcionamiento hasta 1895, cuando se inauguró la nueva traída de aguas procedente del manantial de Arteta.

La ciudad de Málaga también se veía afectada por graves problemas de abastecimiento hídrico, agudizados por las recurrentes sequías mediterráneas. Gracias a la
iniciativa del obispo José de Molina Lario y Navarro, entre 1782 y 1784 se completó una nueva infraestructura para acercar las aguas del Guadalmedina, cuya factura se
debió al arquitecto aragonés José Martín de Aldehuela (Figura 13). La traída, de unos once kilómetros, tenía dos cauces superpuestos: el inferior, cerrado, para agua de
boca; y el superior, a cielo abierto, para regadío. La obra requirió la construcción de 33 puentes y 30 acueductos, siendo el del arroyo Quintana –170 metros de longitud y
15 de altura– el principal de ellos.

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Figura 13. Planos del acueducto de San Telmo (Málaga).


Fuente: Vicente y Monzón 1786.

El suministro de agua fue un asunto al que las autoridades madrileñas tuvieron que brindar una atención creciente. Durante el siglo XVIII, la población de la capital
continuó abasteciéndose de los denominados viajes de agua, sistema de origen musulmán basado en la captación de aguas subterráneas en las afueras de la ciudad y su
conducción por gravedad hasta las puertas de la misma a través de una red de galerías. El aumento de la demanda provocado por el crecimiento demográfico motivó la
apertura del viaje de los Gremios (1757) y la ampliación de los viajes de Alcubilla (1741), Castellana (1744), Bajo Abroñigal (1771) y Alto Abroñigal (1796), obras que
fueron financiadas con los fondos procedentes de un impuesto especial creado por el Ayuntamiento en 1736, que gravaba con ocho maravedíes cada carnero que entrase a
la ciudad. Aunque la ampliación del caudal de esos viajes permitió mantener la dotación por cápita y día en unos 5,3 litros[192], compensándose, así, el rápido aumento
de la población registrado en la segunda mitad del setecientos, las obras acometidas resultaron insuficientes para satisfacer la creciente demanda por nuevas
necesidades[193]. Ello motivó la elaboración de distintos proyectos –entre los que destaca el del ingeniero militar Jorge de Sicre y Béjar, presentado en 1768– que
proponían como alternativa a las captaciones subterráneas traer el agua de tres ríos localizados en el norte de la ciudad: Guadalix, Lozoya y Jarama[194]. Ninguna de las
propuestas que se presentaron fueron llevadas a la práctica, de modo que la villa mantuvo el sistema de abastecimiento de los viajes hasta la entrada en funcionamiento del
canal de Isabel II (1858), que supuso el abandono de la explotación de las aguas subterráneas y su sustitución por aguas superficiales procedentes de ríos y pantanos.

Ante la imposibilidad de incrementar la dotación media de agua, se sancionaron algunas medidas que tenían como finalidad controlar y racionalizar el consumo de este
recurso. A efectos de abastecimiento, Madrid quedó dividido en diez distritos, provistos, cada uno de ellos, de una dotación específica y de un número determinado de
fuentes y caños[195]. La actividad profesional de los aguadores, cuyo cometido era llevar el agua de las fuentes públicas hasta los domicilios particulares, fue regulada en
un bando de 22 de agosto de 1770 que dispuso “las reglas que han de observarse en las fuentes de Madrid para que los vecinos gocen libremente de sus aguas”[196]. En
esencia, esta normativa estableció la prioridad de los vecinos a la hora de llenar los cántaros (art. 1); fijó las sanciones que se impondrían a los aguadores que perturbaran

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el orden público y que no respetaran el sistema turnos (art. 3 y 4); y determinó la cantidad de agua que podía ser extraída en función del número de caños que tuvieran las
fuentes (art. 5, 6, 7 y 8).

La introducción de mejoras en el abastecimiento hídrico de la capital también comportó la construcción de varias fuentes públicas, que al mismo tiempo pasaron a ser
consideradas como uno de los elementos más importantes del ornamento urbano. El episodio más significativo de esta consideración de la fuente como una obra
monumental lo constituye, sin ningún género de dudas, el complejo programa urbanístico y de simbología mitológica diseñado por Ventura Rodríguez y ejecutado por una
serie de escultores de primer orden en el Paseo del Prado.

También revisten un gran interés los esfuerzos realizados para abordar el problema de la evacuación de las aguas sucias. En el caso de Madrid, las autoridades tuvieron
que ser especialmente diligentes debido al deplorable saneamiento de la villa, causado, sobre todo, por la falta de una red de alcantarillas en condiciones y la secular
costumbre de los habitantes de arrojar las inmundicias a la vía pública desde las ventanas, balcones y puertas de las casas, generalmente al grito de “¡agua va!”. Durante
los reinados de Felipe V y Fernando VI se elaboraron distintos proyectos higiénicos –como los de Teodoro Ardemans, José Alonso de Arce y Jaime Bort– que, en esencia,
propusieron la instalación de un sistema de cañerías y pozos negros para facilitar la descarga y evacuación de las aguas residuales y los desechos orgánicos[197]. Ahora
bien, no sería hasta el reinado de Carlos III cuando se comenzaron a remediar muchas de las deficiencias higiénicas de la ciudad gracias a la puesta en ejecución de la
Instruccion para el nuevo Empedrado, y Limpieza de las Calles de Madrid… (1761), redactada por el arquitecto Francisco Sabatini. A diferencia de los proyectos
presentados con anterioridad, el de Sabatini apenas pormenorizó los detalles constructivos de la nueva infraestructura de saneamiento, cosa que el italiano tenía previsto
hacer durante el proceso de fabricación de las conducciones, fosas sépticas y demás instalaciones. A resultas de ello, la Instrucción es un breve y sencillo escrito de apenas
ocho folios sin numerar divididos en trece artículos, en los que se desarrollan las normas generales que habían de regular el empedrado y la limpieza de la capital[198].

Por lo que respecta a la primera de estas operaciones, Sabatini estableció la obligación de todos los propietarios inmobiliarios de pavimentar con “baldosas de piedra
berroqueña de tres pies en cuadro” el frente y los costados de sus edificios hasta la distancia de una vara (art. 1), mientras que el empedrado del resto de la calzada se haría
“a costa del público”, “con baldosas [de piedra berroqueña] de un pie en cuadro rayadas […] para la comodidad de los coches y gente de a pie” (art. 9). Únicamente
quedaban eximidos de esa obligación “los padres de San Cayetano, los conventos de monjas y sus iglesias y los hospitales públicos, casas de inclusa, niños y niñas” (art.
2). El arquitecto italiano fijó un plazo de dos años para el cumplimiento de las disposiciones sobre empedrado y estableció que los morosos fueran embargados hasta
restituir el costo de las obras que les correspondía sufragar (art. 2). Con el fin de dar mayor fuerza a lo preceptuado, también dispuso que “S. M., dando ejemplo a todos,
ejecutará lo mismo en las fachadas de las calle del Tesoro, Real Biblioteca, y lo mismo se ejecutará en los edificios públicos, como cárceles de corte y villa, cada uno a
costa de sus fondos” (art. 2). Asimismo, estableció que los arroyos “se han de señalar con baldosas de la misma piedra y calidad” que las calles (art. 10), y mandó soterrar
los cursos de agua que discurriesen por las calzadas (art. 11). Para llevar a cabo todos estos trabajos, Sabatini previó la futura elaboración de un plan más detallado en el
cual se tendría en cuenta “la experiencia en la carrera de San Jerónimo, desde la frente de la iglesia de los Italianos hasta la esquina del Buen Suceso” (art. 12).

Aparte del empedrado de las calles, la Instrucción de Sabatini reglamentó el procedimiento que debía seguirse para la evacuación de las aguas pluviales, menores y
mayores. En el primer caso, el arquitecto dispuso la obligación de los propietarios inmobiliarios de colocar en sus tejados “canalones de hoja de lata, o plomo en los que
no los tuvieren, con sus desagües correspondientes al ancho de cada calle” (art. 3). Las aguas de cocina y otras menores de limpieza tendrían que canalizarse a través de
conductos vidriados embutidos en los muros de los edificios, “para que en los exteriores no aparezca deformidad” (art. 3). A medio plazo, esta red interior de tuberías
desembocaría en pozos sanitarios excavados en el subsuelo de cada inmueble, pero mientras que no se completara la construcción de estas fosas las aguas serían vertidas
“por los patios o portales a las calles”, de tal forma que dicha operación “no estorbe el tránsito de la gente de a pie” ni “hiciera embarazoso el tránsito de los coches” (art.
4). Las aguas mayores serían conducidas por una segunda red de desagües que llevarían las inmundicias a “pozos de la profundidad competente, para que puedan
limpiarse a sus tiempos, y con sus bocas para este fin”, las cuales se cubrirían “con losas de piedra berroqueña, de vara o tres pies en cuadro, y su agujero en medio para
levantarlas con barra fácilmente” (art. 5). Cuando las casas estuvieran próximas a las alcantarillas se daría “curso a dicha inmundicia por las referidas minas” mediante
caños de barro vidriado, y con el tiempo se tendría que llevar a cabo la construcción de la red de cloacas propuesta décadas atrás por el ingeniero agrimensor José Alonso
de Arce (art. 5)[199]. Toda esta infraestructura de saneamiento debía ser costeada por los propietarios de los inmuebles, a los que se facultó “para que puedan cargar sobre
los alquileres, aunque sea a los inquilinos antiguos, un cinco por ciento del capital que importaren dichas obras” (art. 6).

El ambicioso plan de Sabatini se completaba con una serie de disposiciones para la eliminación de las basuras sólidas que se generaban en las viviendas y locales
comerciales. Los vecinos debían depositar sus desperdicios en “los portales, patios, caballerizas u otros parajes que se destinaren en cada casa o calle”, desde donde serían
retirados por los operarios del servicio municipal de limpieza y llevados fuera de Madrid (art. 7). También correría “a costa del público” la limpieza diaria de la Plaza
Mayor y de otros espacios concurridos, así como “la limpia y saca de la inmundicia principal” depositada en las fosas sépticas (art. 8). En cambio, sería de cuenta de los
particulares retirar el “burrajo, ceniza y demás basura que producen las tahonas y panaderías, y el cisco o tierra de los almacenes y puestos de carbón” (art. 8). En su
último artículo, la Instrucción prohibió el tránsito de cerdos por las calles con el objetivo de asegurar “la subsistencia del nuevo empedrado” (art. 13).

Poco después de que Carlos III aprobara el plan de Sabatini, el Ayuntamiento de Madrid recibió órdenes del Consejo de Castilla de adoptar las medidas necesarias para
ponerlo en ejecución. De inmediato, se experimentaron los primeros inconvenientes, debidos, fundamentalmente, a la mala cimentación de los edificios y las resistencias
de la población, pero gracias al celo de las autoridades borbónicas –es de destacar la labor desempeñada por los marqueses de Esquilache y de Grimaldi– hacia mediados
de 1764 se había completado la construcción de una parte importante de la nueva infraestructura higiénica, tal como se desprende de un escrito del marqués de San
Leonardo fechado el 9 de abril de ese mismo año[200]. La reforma higiénica implantada a raíz de la aplicación del plan de Sabatini se completaría rápidamente con otras
dos innovaciones de gran importancia: la iluminación de las calles y la numeración del caserío. En 1768, una vez finalizadas las obras, fue preciso dictar la
correspondiente instrucción para que los alcaldes de cuartel velaran por la conservación del alumbrado, la limpieza y el empedrado.

En definitiva, la aplicación de la Instrucción de Sabatini permitió remediar muchas de las deficiencias higiénicas de Madrid y erradicar la tradicional costumbre de sus
moradores de arrojar las inmundicias a la vía pública al grito de “¡agua va!”. De ahí que el ampuloso elogio que Antonio Ponz dedicó a esta reforma higiénica nos parezca
plenamente justificado: “el purgar los establos de Augias fue una de las decantadas empresas de Hércules; pero si se compara aquella narración fabulosa con el hecho
verdadero de limpiar Madrid, se conocerá cuánto mayor y más digna empresa de un numen soberano fue ésta de lo que aquello lo fue”[201].

Conclusión
Durante el siglo XVIII, la medicina comenzó a ser considerada como una técnica general de salud y no ya como un arte dedicado a la curación individual de las
enfermedades. Ello se explica por el hecho de que el principal núcleo de interés de los médicos tendió a ser desplazado desde el caso clínico más o menos extraordinario
al bienestar del conjunto de la sociedad, lo que llevó a estos profesionales a desarrollar campos específicos de la investigación médica íntimamente relacionados con el
resguardo de la salud colectiva: la epidemiología, la higiene, la policía, etc. La reflexión sobre lo urbano ocupó un lugar muy destacado en el quehacer de los médicos
ilustrados ya que la ciudad fue percibida como uno de los medios más peligrosos para la población. Frente al tradicional discurso que hacía hincapié en la antigüedad de
los orígenes de las ciudades, la magnificencia de sus palacios o las gestas de su aristocracia, ahora se defiende una visión patológica y se denuncian las malas condiciones
de vida imperantes en la mayoría de las urbes. Sin embargo, ello no se tradujo en la asunción de una actitud antiurbana, pues como evidencian muchas obras médicas de la
época –entre las que sobresalen las topografías de ciudades– la medicina ilustrada fue capaz de definir un proyecto alternativo de ciudad guiado por el principio de
higiene.

Las propuestas de los médicos se apoyaron firmemente en minuciosos análisis descriptivos que, en ocasiones, constituyen auténticos estudios de ecología urbana avant la
lettre. En estos trabajos se examinan los factores de riesgo sanitario que se dan cita en las ciudades, con miras a establecer la incidencia de las condiciones físicas y
sociales en la salud de la población. Los enemigos a combatir son el aire contaminado por toda clase de efluvios mefíticos, la humedad que rezuma de las cloacas, las
excretas y transpiraciones del hombre mismo, etc. La ciudad es presentada como un lugar de podredumbre y corrupción que es preciso transformar mediante un programa
de medidas orientadas a la consecución de dos grandes objetivos: erradicar los focos en los que se generan y desde los que se difunden las enfermedades de mayor

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28/12/2019 La ciudad como objeto de intervención médica. El desarrollo de la medicina urbana en España durante el siglo XVIII
incidencia social y controlar los procesos de circulación del agua y del aire. De esta forma, surgió una medicina urbana interesada, no ya por el organismo humano, sino
por los procesos y elementos que conforman el medio ambiente urbano. Las ciudades se convirtieron, así, en auténticos objetos de intervención médica.

Según hemos mostrado en este trabajo, muchas de las propuestas de intervención que se formularon desde los planteamientos de la medicina urbana fueron parcialmente
llevadas a la práctica durante el siglo XVIII. Así lo evidencian las tentativas de reforma de establecimientos públicos como los cementerios, hospitales, hospicios y
cárceles; las intervenciones urbanísticas encaminadas a aumentar la superficie de espacios libres; o los proyectos de mejora de las infraestructuras de saneamiento urbano.
Ahora bien, pensamos que el ideal de ciudad que persiguieron los médicos ilustrados sólo comenzaría a ser realmente implantado en la siguiente centuria gracias a la
actuación de otro colectivo profesional: los ingenieros. Como explicó Sabine Barles en un trabajo ejemplar de 1999, estos últimos fueron capaces de traducir las
aspiraciones de los médicos en un modelo de intervención urbanística sumamente satisfactorio inspirado en la dinámica de fluidos y de redes. De este modo, para que la
ciudad satisfaga las crecientes necesidades de higiene será preciso asegurar un movimiento constante de los flujos de aire y agua, que además tendrán que circular
separadamente. La coherencia de este sistema determinaría que las transformaciones del medio urbano que se llevaron a cabo en el transcurso del ochocientos resultaran
altamente beneficiosas para el conjunto de la población, como revela el hecho de que a fines de la centuria dejara de registrarse una sobremortalidad urbana, o que
enfermedades como el cólera, que tanta incidencia habían tenido en la evolución demográfica de las ciudades, comenzaran a convertirse en un triste recuerdo.

Así pues –y aun siendo innegable que la Revolución Industrial comportó la aparición de problemas urbanos que eran cuantitativa y cualitativamente distintos a los del
Antiguo Régimen– los planteamientos de la medicina urbana del siglo XVIII anticiparon, aunque sea esquemáticamente, algunos principios generales de la planificación
urbanística que se institucionalizaría en la segunda mitad del ochocientos. Desde una perspectiva histórica, la medicina y la ingeniería han constituido las dos profesiones
que más han contribuido a mejorar las condiciones de vida en las ciudades: la primera, señalando el camino a seguir; la segunda, poniendo los instrumentos para
recorrerlo. La confluencia de sus visiones y propuestas ha resultado tanto más fructífera cuanto que se trata de dos colectivos profesionales que presentan grandes
diferencias en su historia, su estatus y sus fundamentos.

Notas
* La realización de este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación CSO-2010-21076-C02-01, titulado “El control del espacio y los espacios de control. Territorio, ciudad y arquitectura en el diseño
y las prácticas de regulación social en la España de los siglos XVII al XIX” y financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España.

[1] Bairoch et al. 1988, p. 254. Estos datos se refieren a las ciudades con un mínimo de 5.000 habitantes e incluyen las urbes de la parte europea de Rusia. Atendiendo al umbral de los 10.000 habitantes y
sin contar la población rusa, Jan de Vries estima que la población urbana europea aumentó de 8,933 a 12,218 millones a lo largo del siglo XVIII. Véase De Vries 1987, p. 54.

[2] Hubo, no obstante, grandes diferencias territoriales, pues mientras que en unas regiones –las mesetarias, con la excepción de Madrid– continuó imperando la atonía urbana heredada del siglo XVII, en
otras –fundamentalmente Galicia, la Cornisa Cantábrica, Cataluña, Valencia y Murcia– el fuerte aumento de los índices de urbanización comportó profundos cambios sociales. Sobre ello, véase Domínguez
Ortiz 1988.

[3] Sobre todo, Foucault 1999a.

[4] Bergasse 1781, p. 67.

[5] Foucault 1999b.

[6] Foucault 1999c, p. 344.

[7] Foucault 1999d, p. 331.

[8] Ibíd., p. 333-338.

[9] Foucault 1999b.

[10] Jori 2012.

[11] Foucault 1999b, p. 379.

[12] Urteaga 1980, p. 12.

[13] Entre otros, González Díez 1970; Goldman 1979; Galán Cabilla 1988; Saguar Quer 1988a; Saguar Quer 1988b; Zaparaín Yáñez 1993; Nistal 1996; Santonja 1998-99; y Granjel y Carreras Panchón
2004.

[14] En un informe sobre la legislación española relativa a las sepulturas remitido a la Academia de la Historia en 1781, Jovellanos hizo notar que tanto el Fuero Juzgo como el Fuero Real, ambos cuerpos
de leyes del siglo XIII, no autorizaban el enterramiento en las iglesias ni en cementerios cercanos a los centros urbanos. Véase Jovellanos 1858.

[15] Siete Partidas, part. I, tit. XIII, ley II (ed. cit. Las Siete Partidas del Rey Don Alfonso el Sabio…, 1807, vol. I, p. 382). Las referencias a los enterramientos incluidas en las Siete Partidas se hallan
reproducidas en Monlau 1862, vol. III, p. 1.428-1.431.

[16] “Enterrar no deben a otro ninguno dentro en la iglesia sino a estas personas ciertas que son nombradas en esta ley, así como los reyes y las reinas y sus hijos, y los obispos, y los abades, y los priores, y
los maestros y los comendadores que son prelados de las órdenes y las iglesias conventuales, y los ricos hombres, y los otros hombres honrados que hiciesen iglesia de nuevo o monasterio y escogiesen en
ellas sus sepulturas; y todo otro hombre que sea clérigo o lego que lo mereciese por santidad de buena vida y de buenas obras” (Siete Partidas, part. I, tit. XIII, ley XI; ed. cit. Las Siete Partidas del Rey
Don Alfonso el Sabio…, 1807, vol. I, p. 388).

[17] Bergier 1854, vol. II, “Funerales”, p. 458.

[18] Granjel y Carreras Panchón 2004, p. 76.

[19] Galán Cabilla 1988, p. 257.

[20] Una descripción realizada por el médico Fernando Bruno Fernández en 1783 evidencia las malas condiciones higiénicas que imperaban en las iglesias: “en un hoyo que hacen los sepultureros, que por
lo regular apenas llega a la profundidad de dos varas, por lo menos se entierran cuatro cadáveres con especialidad en las parroquias grandes, y de mucha feligresía. El espacio que corresponde a cada uno
de ellos es una cuarta de vara, a parte más y a parte menos, y a proporción de los cuerpos, quedando el espacio de las otras cuatro cuartas de vara para la tierra que los encubre. Como se observó
públicamente en la descavación del pavimento de la Parroquial de Santa Cruz en ocasión de su reedificación por el incendio que padeció. En el cual pavimento se vio que los cadáveres están tan someros
que de la superficie del pavimento a la de los cadáveres no había la expresada cuarta de tierra que los encubría. Corrompiéndose luego esta tierra por el contacto de la corrupción de las substancias de los
cadáveres, es muy manifiesto que se forma un cuerpo corrompido más abultado. Supuesto el expresado aumento, ¿quién negará que se aumentan las exudaciones, ya en su número como en la duración?”
(Bruno Fernández 1783, p. 53-54). Otros testimonios en el mismo sentido se hallan reproducidos en Hamer 2006, p. 157-158.

[21] En uno de sus Avisos remitidos desde Madrid al deán de Zaragoza, Jerónimo de Barrionuevo relató el siguiente suceso acaecido en 1654: “el domingo por la tarde sucedió en Nuestra Señora de Loreto
una cosa rara. Abrieron una bóveda para enterrar un niño. Asomóse el sepulturero a la boca para entrar y se quedó medio muerto. Llegó un doctor, haciendo de piernas, y a dos pasos que dio perdió el
juicio; y acudiendo otra vez el sepulturero a sacarle, murieron los dos, sin que nadie osase a llegar más. Metieron un hacha de cuatro pabilos encendida, siendo lo mismo que meterla en agua. Hanla cerrado
a cal y canto. Dícese que el aire estaba tan craso que les tapó la respiración; y porque no saliese alguna corrupción, la han tapado” (Barrionuevo 1892, vol. I, p. 89-90).

[22] Granjel y Carreras Panchón 2004, p. 78.

[23] Algunas de las principales aportaciones españolas al debate sobre los enterramientos fueron reseñadas en el prólogo al Informe dado al Consejo por la Real Academia de la Historia en 10 de Junio de
1783 sobre la disciplina eclesiastica antigua y moderna relativa al lugar de las sepulturas (1786).

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[24] Granjel y Carreras Panchón 2004, p. 78-79.

[25] Sobre las aportaciones de Bails al debate acerca de los enterramientos, véase Calatrava 1991; Giménez López 1998; y Giménez López 1998-99.

[26] Bails (ed. y trad.) 1785, p. 1. El texto, titulado “Disertacion sobre el lugar de las sepulturas”, había sido publicado originalmente en 1774 por orden del duque de Módena.

[27] Ibíd., p. 137. El texto de Cabrera, que hasta entonces había permanecido inédito, lleva por título “Disertacion Histórica, en la qual se expone por la serie de los tiempos la varia disciplina que ha
observado la Iglesia de España sobre el lugar de las sepulturas”.

[28] Cit. en Camacho Cabello 1996, p. 92.

[29] Santonja 1998-99, p. 34.

[30] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. I, tít III, ley I, n. 2 (ed. cit. original de 1805, vol. I, p. 19). Las principales disposiciones de este reglamento se hallan reproducidas en Monlau 1862,
vol. III, p. 1.431-1.432.

[31] Sobre los motivos esgrimidos por el Consejo, véase Granjel y Carreras Panchón 2004, p. 72.

[32] González Díez 1970, p. 290-291; Reguera Rodríguez 1993, p. 244; y Santonja 1998-99, p. 35.

[33] Granjel y Carreras Panchón 2004, p. 87-88.

[34] Carta de Valls en el Arzobispado de Tarragona…, 1798, p. 32.

[35] Cit. en Giménez López 2002, p. 198.

[36] Monlau 1862, vol. III, p. 1.433-1.434.

[37] Giménez López 2002, p. 198.

[38] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. VII, tít. XL, ley V, 2 (ed. cit. original de 1805, vol. III, p. 725-726). La normativa recogió las siguientes precauciones: “que cuide el Presidente y la
Junta de Gobierno de Medicina que los cadáveres se sepulten con la profundidad competente; que no se expongan en parajes públicos cuando han llegado a términos de una decidida y completa
putrefacción; y que las mondas se hagan en las horas, estaciones y estado de la atmósfera menos expuesto a propagar los miasmas que despiden los cadáveres y sus despojos”.

[39] Canosa Zamora 1987, p. 516-517. Sobre la construcción de cementerios en Madrid a principios del siglo XIX, véase también Ponte Chamorro 1985; y Galán Cabilla 1988.

[40] La circular de 26 de junio es la que reviste un mayor interés ya que especificó algunas de las características morfológicas que habían de tener los nuevos cementerios: “han de ser levantados fuera de
poblado, en parajes ventilados, y terrenos cuyas características faciliten la degradación de la materia, sin posibilidad de efectuar contacto con las capas freáticas. El examen será establecido por médicos
acreditados” (art. 2); “el área destinada a los enterramientos deberá estar descubierta, y tendrá que ser medida para que asuma las necesidades de un año -tomando una serie estadística de cinco como
media-, calculando dos cadáveres por sepultura, y un período de consunción de restos de tres años” (art. 3); “aprovechamiento de ermitas como capillas cementeriales, siendo conveniente contar con un
osario, y si es posible, habitación para capellán y sepulturero.” (art. 4); “establecimiento de áreas específicas de párvulos y clérigos -o bien sepulturas privativas-. Se permite la erección de sepulturas de
distinción” (art. 5) (cit. en Nistal 1996, s. p.).

[41] Monlau 1862, vol. III, p. 1.434.

[42] Ibíd. De nuevo, en 1813 se distribuyó una circular ordenando el cumplimiento de lo dispuesto en la legislación sobre enterramientos.

[43] Reguera Rodríguez 1993, p. 245-246; el escrito se halla reproducido en las p. 326-329.

[44] Santonja 1998-99, p. 36-37.

[45] Sobre esta legislación, véase Nistal 1996, s. p.

[46] Quirós Linares 2006, p. 158. Véase también Capel 2002, p. 327-329.

[47] González Díez 1970, p. 291.

[48] Foucault et al. 1979.

[49] Foucault, 1999c, p. 107-109; y Foucault 1999d, p. 340-342.

[50] Hemos presentado los principales rasgos de este debate en Bonastra y Jori 2009b, s. p.

[51] Anuario Estadístico de España…, 1859, p. 289-290.

[52] Álvarez y Baena 1787, cap. XI.

[53] Cit. en Laso Ballesteros 2007, p. 274.

[54] Cit. en Arcarazo García 2010, p. 52.

[55] “Revolvime sobre mi izquierda, y a pocos pasos me empujó hacia atrás con violencia increíble un hedor más intolerable que regüeldo de estómago avinagrado, más pegajoso que gargajo de vieja
comilona, y tan espeso y tupido que se podía serrar. […] A pesar de las membrudas bocanadas de la hediondez y de las revoltosas tropelías del asco, quise examinar el estercolero donde se reconocían tan
corrompidos materiales” (Torres Villarroel 1752, vol. IX, p. 258). La situación en el Hospital General de Madrid no debía ser mucho mejor ya que tras comparar las tasas de mortalidad del establecimiento
con las del conjunto de la ciudad, Jacques Soubeyroux ha concluido que el centro no era más que “un pudridero en donde un importante número de pobres vienen a acabar tristemente su existencia”
(Soubeyroux 1982, p. 85).

[56] El informe se halla parcialmente reproducido en Blasco Martínez 1991, p. 383-387.

[57] Domínguez Rosains 1792, p. 188.

[58] Carmona García 1979, p. 424-425.

[59] Cit. en Burgos 1991, p. 100.

[60] Cit. en Blasco Martínez 1991, p. 64.

[61] Bonastra y Jori 2009a, s. p.

[62] Sánchez Sánchez 1994, p. 78.

[63] Sobre este proceso de reunión, véase ibíd.; y Astorgano Abajo 2004. Georges Demerson ha editado la correspondencia de Meléndez Valdez relativa a la reunificación hospitalaria. Véase Demerson
1964.

[64] Valzania 1792, p. 64.

[65] Ibíd.

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[66] Bonastra y Jori 2009b, s. p.

[67] El arquitecto francés desarrolló su propuesta en un breve escrito de 1774. Véase Petit 1774. Sobre la tipología de los hospitales radiales, véase Bonastra y Jori 2009b, s. p.

[68] Vidler 1997, p. 94.

[69] Merece la pena destacar el proyecto para un Hospital General presentado por Pedro Manuel de Ugartemendia en 1803, reproducido en Sambricio 1986, p. 139.

[70] Sobre este edificio, véase Bonet Correa 1967.

[71] Bonastra 2008, p. 240-246.

[72] Dictamen…, 1784, p. 85-86. En otro trabajo hemos transcrito este informe y presentado la estructura general del documento, sus principales fuentes de inspiración y sus contenidos básicos. Véase Jori
2009.

[73] Hermosilla Molina 1970, p. 589-591.

[74] Riera 1975, p. 16-17.

[75] Fue el caso de Pedro Joaquín de Murcia, nombrado en 1783 consejero del Consejo de Castilla y “Colector General de expolios y vacantes de España”, con el encargo de elaborar un plan general de
hospitales para todo el país. En un escrito de 1798, Murcia recomendó la construcción de nuevos hospitales, señalando que, “aunque son muchos los que hay en el reino, tengo por cierto que no son en
bastante número. Hay muchos pueblos de no pequeño vecindario, y los más de gente jornalera, donde sólo se halla algún hospital de muy pocas plazas” (Murcia 1798, p. 95).

[76] Benito González, primer director de la institución, tuvo que lamentar “que se gastasen sumas cuantiosas en su belleza y magnífica perspectiva, y se descuidase consultar a los facultativos entendidos,
los cuales hubiesen aconsejado mayor observancia de las reglas higiénicas” (cit. en Espinosa Iborra 1966, p. 187).

[77] Gaceta de Madrid, 21 de septiembre de 1804, nº 76, p. 846.

[78] Sobre estas reformas del Hospital General, véase Sambricio 1982; y Muñoz Alonso 2010.

[79] El autor propuso la aplicación del método de Guyton de Morveau consistente en “oxigenar la mofeta atmosférica por medio del gas ácido muriático”, que ya había sido ensayado con éxito en los
hospitales de París. Véase Juan 1796, p. 100.

[80] López Alonso 1990, p. 60; y Blasco Martínez 1991, p. 69.

[81] En otro lugar hemos presentado las opiniones de Cabarrús acerca de este particular. Véase Jori 2012.

[82] Diccionario de la lengua castellana…, 1780, “Hospicio”, p. 534.

[83] Carasa Soto 1985, p. 49.

[84] Rodríguez Campomanes 1775, p. 297.

[85] Cit. en Oslé Guerendiain 1994, p. 58.

[86] Murcia 1798, p. 64.

[87] Martínez Domínguez 2009, p. 227.

[88] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. VII, tít. XXXVIII, ley IV (ed. cit. original de 1805, vol. III, p. 695-696).

[89] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. VII, tít. XXXVIII, ley V (ed. cit. original de 1805, vol. III, p. 696-698).

[90] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. VII, tít. XXXVIII, ley VI (ed. cit. original de 1805, vol. III, p. 698).

[91] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. VII, tít. XXXVIII, ley VII (ed. cit. original de 1805, vol. III, p. 698-699).

[92] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. VII, tít. XXXVII, ley III (ed. cit. original de 1805, vol. III, p. 688); Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. VII, tít. XXXVII, ley VI
(ed. cit. original de 1805, vol. III, p. 688-689); y Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. VII, tít. XXXVII, ley V (ed. cit. original de 1805, vol. III, p. 689-693). Sobre las casas de expósitos en
la España del siglo XVIII, véase Carreras Panchón 1977.

[93] Callahan 1972, p. 63.

[94] Soubeyroux 1982, p. 113.

[95] Cit. en Palomares Ibáñez 1975, p. 239.

[96] Ibíd., p. 219-220.

[97] Blasco Martínez 1991, p. 71.

[98] Hemos presentado las opiniones de Jovellanos sobre el particular en Jori 2012.

[99] Jovellanos 1859, p. 431.

[100] Ibíd., p. 433.

[101] Ibíd., p. 432.

[102] Ibíd., p. 432-433.

[103] Ibíd., p. 433.

[104] Ibíd., p. 434.

[105] Fraile 1987, parte I; y Fraile 1998, p. 338-340.

[106] García Ramírez 2003, p. 84-89.

[107] Sobre el viaje de Howard por España, véase Torres Santo Domingo 2002.

[108] Por ejemplo, el inglés señaló que “en la mayor parte de las cárceles hay patios para los varones, con fuente o agua corriente en el centro y sombrajos. […] Tanto en España como en Portugal observé
que los presos reciben mejor atención y los mantienen más limpios en las capitales de los respectivos reinos que en las ciudades de provincia” (Howard 2003, p. 338).

[109] Ibíd.

[110] Ibíd., p. 339.

[111] Ibíd., p. 339-340.

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[112] Ibíd., p. 340.

[113] Ibíd., p. 345.

[114] Ibíd., p. 347.

[115] Domínguez Rosains 1792, p. 200.

[116] El médico ofreció la siguiente descripción de una de las celdas de la Cárcel de la Villa: “hallé un socavón de escalera muy estrecho, llamado grillera, sin ventana, tronera ni respiradero, del cual salió
un olor pestilencial al abrir la puerta; un calabozo de 22 pies de largo y 6 ½ de ancho, que está al nivel de los mismos cimientos, sin más respiradero que la puerta, y donde se encerraba sin embargo por la
noche gran parte de los presos que andan de día sueltos por el patio” (Ruiz de Luzuriaga 1803, p. 32).

[117] Por ejemplo, el corregidor Victoriano Villaba escribió a propósito de los encarcelados: “me estremezco, me horrorizo y se me erizan los cabellos al considerar la triste situación de tan miserables
criaturas” (cit. en Giménez López 2002, p. 198).

[118] Demerson 1975, p. 183.

[119] Salillas 1918, vol. I, p. 192.

[120] Burillo Albacete 1999, p. 65. Rápidamente, se fundaron otras organizaciones similares en ciudades como Zaragoza (1801), Cuenca (1802), Palencia (1804), Badajoz (1805) y Valencia (1806).

[121] Constituciones de la Real Asociación de Caridad…, 1799, s. p.

[122] Blasco Martínez 1991, p. 59.

[123] Ibíd., p. 58.

[124] Los establecimientos propuestos por el autor habían de tener “bastantes ventanas y muchas divisiones capaces, para que no se aglomerasen muchos en piezas reducidas, con patios con bastante
extensión para que facilitasen luz y nuevo aire a las habitaciones, haciendo que los albañales estuviesen distantes de ellas, a fin de que no infestasen con su mal olor, no debiendo tampoco ser estos edificios
de altura excesiva, para que se renueve y comunique el aire con más facilidad, e igualmente penetren bien en él los rayos del Sol, para que atenúen las exhalaciones crasas de los cuerpos” (Ximénez de
Lorite 1786, p. 240).

[125] Ibíd., p. 242-244.

[126] Hiraldez de Acosta 1791.

[127] Domínguez Rosains 1792, p. 203-204.

[128] Dictamen…, 1784, p. 84-86.

[129] Sobre la arquitectura de las cárceles españolas, véase Bonet Correa 1978; y García Melero 1995.

[130] León Tello y Sanz Sanz 1994, p. 1.049.

[131] Bails 1796, vol. IX, p. 866.

[132] Ibíd., p. 866-869.

[133] Ibíd., p. 869.

[134] Valzania 1792, p. 66.

[135] Ibíd., p. 67-68.

[136] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. XII, tít. XXXVIII, ley XXVI (ed. cit. original de 1805, vol. V, p. 487).

[137] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. XII, tít. XXXVIII, ley XXV (ed. cit. original de 1805, vol. V, p. 487).

[138] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. XII, tít. XXXIX, ley IV (ed. cit. original de 1805, vol. V, p. 490).

[139] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. XII, tít. XXXIX, ley V (ed. cit. original de 1805, vol. V, p. 490).

[140] Sambricio 1991, vol. I, cap. IV.

[141] Ibíd., vol. I, cap. V.

[142] Sobre la expansión del capital comercial que se produjo en Cataluña a lo largo del siglo XVIII, véase Vilar 1986.

[143] Carrera Pujal 1951, vol. I, p. 180. Sobre la evolución de la población de Barcelona durante el siglo XVIII, véase también Vilar 1987, p. 58-71.

[144] López y Grau 1971. Véase también Vilar 1979.

[145] Capmany Surís y de Montpalau 1779-92, vol. III, p. 370.

[146] López 1973, p. 75.

[147] Rosell Colomina 1996, p. 159-193.

[148] Sobre la construcción de la Barceloneta, véase Tatjer Mir 1973, p. 35-53; y Tatjer Mir 1988, p. 31-37.

[149] Cit. en Sambricio 1991, vol. I, p. 272.

[150] Hemos consultado el documento que se halla reproducido en López y Grau 1971, p. 38-39.

[151] Sambricio 1991, vol. I, p. 283.

[152] López y Grau 1971, p. 31; y Busquets 2004, p. 89.

[153] “En el aumento que toma el vecindario de esta ciudad, procure V. S. que se vayan ocupando los despoblados o vacíos que hay en ella, empezando al instante por las huertas de San Pablo y Santa
Madrona, que reconocerá el maestro de obras de la ciudad, tomando plano de las calles y casas que puedan hacerse rectamente hasta la muralla, […] y que se proceda a tratar con los dueños sobre si podrán
por sí o no levantarlas, para que no hallándose en disposición, se les facilite por el justo valor a los que quieran fabricar en ellos y en otros cualesquiera en que haya capacidad para el mismo objeto,
delineando en todos los edificios con una perfecta regularidad, así como en latitud como en longitud, igualdad de pisos, alturas y cuanto contribuye al mejor aspecto” (cit. en López 1973, p. 74).

[154] Sambricio 1991, vol. I, p. 283.

[155] El escrito remitido por la Junta de Obras al Ayuntamiento se halla parcialmente reproducido en Carrera Pujal 1951, vol. I, p. 184.

[156] Sambricio 1991, vol. I, p. 284.

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[157] Busquets 2004, p. 91.

[158] Arranz Herrero 2003, p. 30-32.

[159] Ibíd., p. 44-47.

[160] Por ejemplo, Maldà aludió al ajetreo de la Rambla durante los días de Carnaval: “nombrós concurs de gent a la Rambla a les tres tardes [de] diumenge, dilluns i dimarts de Carnestoltes per a veure
la gran i llarga rua de cotxes de senyores i senyors; moltes sillas [sic] volants, carretes i tartanes“ (Amat i de cortada 1987, p. 54),

[161] Cit. en López y Grau 1971, p. 35.

[162] Cit. en ibíd.

[163] Cit. en Sambricio 1991, vol. I, p. 291.

[164] López y Grau 1971, p. 35.

[165] “Decimos que, no obstante que todos reconocimos que esta ciudad puede y debe reputarse sana, con todo, la estrechez de las más de sus calles y la elevación de las casas a quintos o más pisos había
de privar en gran parte la libre ventilación, y que no permitiría la entrada del sol; que con esto, tanto vapor que se levanta del inmenso número de vivientes, albañales, lugares comunes y fábricas, no había
de poder batirse y expeler con facilidad, quedando en las calles y casas una atmósfera cargadísima que, cuando las más de las casas serían levantadas, ocasionaría tal vez las epidemias que ahora no vemos
por entrar por encima de las casas más bajas el aire y el sol” (cit. en López y Grau 1971, p. 35).

[166] “Por su medio se aumenta el número de las habitaciones en un limitado recinto, y, por consiguiente, se aumenta también el número de habitantes y el de letrinas y de recipientes de aguas
corrompidas. […] A más, cuanto se levantan más las casas, tanto más reducidas se hacen las habitaciones superiores para compensar con la multiplicación de éstas la poca estimación y producto que tiene
cada una en particular, y, por consiguiente, multiplican el número de conductos o cañerías y lugares comunes, y para que no ocupen mucho lugar, se construyen muy estrechos, cerrándose por lo mismo con
gran facilidad y despidiendo un hedor molesto y nocivo, el que si es tan ingrato en la parte superior, lo será mucho más en la inferior. […] Otro perjuicio de la excesiva elevación de las casas es que, a más
de construirse en su parte superior muchas habitaciones pequeñas para alquilar, sus inquilinos son pobres y en ellos no es regular la limpieza, cuidan poco de ella ni de sacar del cuarto las inmundicias. […]
Las muchas escaleras que habría que subir no dan lugar a que los que recogen los desechos o residuos de los comestibles, con cuyo motivo se echan en los tubos o conductos de los lugares comunes,
cerrándolos y causando putrefacción, o si no, se corrompen en los mismos cuartos, de sí calurosos por estar inmediatos al tejado” (cit. en ibíd.).

[167] Como alternativa a esta distribución, los médicos también propusieron 4,40 metros para la planta baja, 4,40 para el primer piso, 3,80 para el segundo, 3 para el tercero y 2,40 para el cuarto. Véase
López 1973, p. 75.

[168] Carrera Pujal 1951, vol. I, p. 186-187.

[169] “A más de las antecedentes reflexiones y dictamen de los médicos, ha parecido a la Junta hacer presente […] que, aunque crece cada día el número de los habitantes de esta ciudad, y, por
consiguiente, se necesitan más habitaciones, no está tan falta de lugar que no puedan edificarse casas en lugares despoblados del Arrabal en el cual, a más de poderse construir en bastante número, muchas
de las que hay son muy bajas” (cit. en López y Grau 1971, p. 36).

[170] Cit. en López 1973, p. 74.

[171] Carrera Pujal 1951, vol. I, p. 193.

[172] Ibíd.

[173] López y Grau 1971, p. 39; y Rosell Colomina 1996, p. 190.

[174] El informe elaborado por la Junta y el acuerdo del Ayuntamiento se hallan reproducidos en López y Grau 1971, p. 40.

[175] Sambricio 1991, vol. I, p. 303.

[176] Dictamen…, 1784, p. 28-29.

[177] Ibíd., p. 28.

[178] Ibíd., p. 30.

[179] Ibíd., p. 31-36.

[180] Cit. en Sambricio 1991, vol. I, p. 305.

[181] Sobre las reformas urbanas emprendidas con motivo de la visita real, véase Pérez Samper 1973, p. 125-128; y García Sánchez 1998.

[182] Calatrava 1995, p. 192.

[183] Reguera Rodríguez 1993, p. 166-167.

[184] Buendía y Ponze 1766.

[185] Hermosilla Molina 1970, p. 607.

[186] Reguera Rodríguez 1993, p. 179-180.

[187] Según hemos defendido en otro trabajo, las experiencias de dotación de recursos hídricos a los edificios y jardines palaciegos permitieron realizar considerables avances en las técnicas de traída del
agua desde distancias muy largas, lo que posteriormente pudo ser aplicado al suministro urbano. Véase Jori 2010.

[188] En otro lugar hemos explicado algunas actividades desarrolladas por la Junta para mantener limpio el cauce de la acequia. Véase Jori 2013.

[189] García Fuertes 1990, p. 94-102.

[190] Ostos Falder, s. p.

[191] Sobre estas dos infraestructuras, véase Arenas de Pablo 2005, p. 416-418. Sobre la mejora de la infraestructura de saneamiento de Málaga, véase también Castellanos 1990.

[192] Arroyo Ilera 2004, p. 267-268.

[193] Al parecer, en la década de 1780 la población madrileña comenzó a sentir los efectos de la escasez de agua. Se suele explicar que al plantearse el problema a Carlos IV éste respondió “¿Y qué quieren
que haga? Un rey no está en el trono para hacer milagros”. Véase Cortinas Isidro et al. 1999, p. 50.

[194] Sobre estos proyectos hidráulicos, véase López Gómez 2002; y Arroyo Ilera 2004.

[195] Se trataba de los distritos de Palacios, Universidad, Correos, Hospicio, Aduana, Congreso, Hospital, Inclusa, Latina y Audiencia. En el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España se
consignan las fuentes, caños, dotación, y aguadores asignados a cada uno de ellos. Véase Madoz 1845-50, vol. X, p. 702-704.

[196] Novísima Recopilación de las Leyes de España, lib. III, tít. XIX, ley II, n. 3 (ed. cit. original de 1805, vol. II, p. 151). Sobre el oficio del aguador, véase Díaz Díaz 1982.

[197] Sobre estos proyectos higiénicos, véase Sanz Sanjosé y Merino Navarro 1976; Verdú Ruiz 1987; Blasco Esquivias 1998; y Blasco Esquivias 2002.

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[198] Sobre el proyecto higiénico de Sabatini, véase Cervera Vera 1975 (incluye una transcripción de la Instrucción); Muñoz Jiménez 1985; Chueca Goitia 1987, p. 493-498; y Blasco Esquivias 1998, cap.
X.

[199] En 1735, Arce había elaborado un completo proyecto higiénico que se basaba en la instalación de bocas de vertido en el interior de cada edificio, desde las cuales las excretas serían conducidas a
colectores subterráneos excavados en suelo municipal. Estas fosas estarían conectadas mediante una red de alcantarillas, a través de las cuales las materias residuales serían llevadas hasta el Manzanares o
hasta un vertedero alejado de la ciudad. A fin de evitar la detención de los residuos, Arce planteó la necesidad de canalizar por todo el recorrido de las cloacas las aguas sobrantes de las viviendas y los
remanentes de las fuentes públicas. Sin embargo, previendo que la corriente resultante sería insuficiente para arrastrar la totalidad de los excrementos, el autor ingenió un sistema de depósitos de agua
ubicados en puntos estratégicos, que al soltar de golpe el líquido almacenado en su interior proporcionarían el caudal necesario para limpiar las alcantarillas y conducir los desechos hasta el lugar de
vertido. Véase Arce 1735.

[200] “En esta villa, desde el día 7, nueve mil pozos hay ya hechos para sanear la ciudad, y ya se conoce tanto la limpieza que Madrid parece otro. Las calles van ya empedradas de nuevo magníficamente
y, en fin, en los parajes más comunes ya se puede andar a pie sin riesgo de salpicones de mala calidad. Y baste para prueba el decirte que la calle Jacometrezo está que da gusto pasar por ella. Al mismo
tiempo, el ambiente de la Corte adquiere mayor empaque porque se trata muy de hecho de poner a todos los coches caballos” (cit. en Morales y Marís 1980, p. 87).

[201] Ponz 1772-94, vol. VI, p. V-VI.

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© Copyright Gerard Jori, 2013.


© Copyright Scripta Nova, 2013.

Edición electrónica del texto realizada por Jenniffer Thiers.

Ficha bibliográfica:

JORI, Gerard. La ciudad como objeto de intervención médica. El desarrollo de la medicina urbana en España durante el siglo XVIII. Scripta Nova. Revista Electrónica de
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28/12/2019 La ciudad como objeto de intervención médica. El desarrollo de la medicina urbana en España durante el siglo XVIII

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