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Librodot La trucha blanca de Lough Feaagh Anónimo 2
Había una vez, hace ya muchísimo tiempo, una joven y hermosa doncella que vivía en
un castillo, a orillas del Lough Feaagh, de la cual se dice que era la prometida del príncipe de
Inchagoill, con el cual iba a desposarse el día de la fiesta de Samhain.1 Pero, repentinamente,
el príncipe fue asesinado y arrojado al lago y, desde luego, ya no pudo cumplir con el
compromiso de casamiento que hiciera a la bella Aidú, que así se llamaba la bella joven.
A causa de esta decepción, y por ser frágil y tierna de corazón, Aidú enloqueció, y
pasaba el día entero llorando a su prometido, hasta que un día, sin que nadie supiera cómo,
desapareció, y los aldeanos atribuyeron esa desaparición a que las ninfas de Lough Feaagh se
la habían llevado a su reino subacuático, para que se reuniera con su amado.
Sin embargo, poco tiempo después, en un arroyo próximo, cuyas aguas desembocaban
en ese lago, la gente comenzó a comentar la presencia de una trucha completamente blanca,
como jamás había visto nadie por aquella región. Y así, año tras año, la trucha permaneció en
el lago y los arroyos y ríos que desaguaban en él, hasta que ni el más viejo de los moradores
pudo recordar cuándo había aparecido por primera vez.
Con el tiempo, la gente comenzó a pensar que aquella trucha debía de ser la doncella, y
que las ninfas la habían transformado en pez para que aguardara el regreso del príncipe del
reino del más allá, y así reunirse definitivamente con él en las profundidades del lago. Y por
ello, nadie le causó jamás daño alguno a la pequeña trucha, hasta que llegaron a Inchagoill
tres perversos mercenarios sajones, quienes se rieron de los habitantes del pueblo, y se
burlaron de ellos por creer en la existencia de la "gente pequeña", y por pensar que ellos
podían haber convertido en pez a una persona. Luego, uno de ellos, envalentonado por la
bebida, juró y perjuró que pescaría a la trucha y se la comería en la cena.
Y por cierto que logró apoderarse de la trucha con una red; luego la llevó a su
campamento, avivó el fuego, sobre el que puso la sartén y, cuando estuvo caliente, echó en
ella al pobre pez, que aún estaba vivo.
Al caer en el aceite hirviendo, la trucha chilló como un cristiano y el maldito, aunque se
sorprendió un poco, rió a más no poder. Y cuando calculó que ya estaba cocida de un lado, la
dio vuelta para freírla del otro.
Y aquí llegó su primera sorpresa, porque, a pesar de haber estado un buen rato en el
aceite, el costado de la trucha no mostraba signo alguno de haber pasado por el fuego.
Intrigado, el mercenario pensó: "Seguramente ha pasado tanto tiempo en las frías aguas del
lago, que necesita más cocción; de cualquier manera, voy a darla vuelta, y veremos qué pasa",
sin imaginarse siquiera que sus verdaderos sobresaltos aún estaban por comenzar.
Cuando creyó que el segundo costado ya estaba frito, volvió a dar vuelta la trucha y
hete aquí que tampoco había rastros de quemadura. "Esto ya me está resultando pesado, pero
volveré a probar." Y así lo hizo, y no una sino varias veces, pero aquélla parecía no inmutarse
por la acción del fuego, así que el villano decidió: "Puede ser que se haya cocido y no lo
parezca; veamos". Y, tomando su cuchillo de caza, trató de cortar un pedazo de la trucha para
probarlo. Pero tan pronto como la hoja hizo la primera incisión, se oyó un alarido espantoso y
el pescado, que no sólo no estaba frito, sino que ni siquiera estaba muerto, saltó de la sartén al
suelo, y en su lugar apareció una joven doncella, tan hermosa como el cretino no había visto
jamás, vestida de blanco y con una diadema de oro sobre su frente, pero con los ojos
fulgurantes por el dolor y la furia de un basilisco en su interior. Sobre su brazo podía verse el
corte del cuchillo, y un reguero de sangre corría por su costado.
-¡Mira lo que has hecho, maldito! -lo increpó la dama, mostrándole el brazo-. ¿No
podías dejarme tranquila, cómoda y fresca, en mi lago y en mis ríos, y no molestarme
mientras espero a mi prometido?
El mercenario se estremeció como un perro mojado, balbuceando torpemente que no lo
matara, e imploró abyectamente el perdón de la dama, diciéndole que no tenía ni la menor
idea de que ella estaba cumpliendo una misión, porque en ese caso, ningún buen soldado
como él hubiera interferido con ella.
-¡Pues esa misión es tremendamente importante para mí! -afirmó ella-, y si mi prome-
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