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vienen a plantear soluciones mágicas ni utopías impracticables.

De hecho existen movimientos


religiosos y sociales que desde siempre vienen implementando un modelo de producción centrado
en el desarrollo de los grupos más vulnerables.

Sin embargo, en un mercado que cada vez muestra más grietas a la hora de generar igualdad de
oportunidades y una redistribución equitativa de las riquezas, las empresas sociales se están
abriendo camino al demostrar que es posible ser rentables y cuidar el medio ambiente, a la vez
que contribuyen a solucionar problemas sociales latentes.

Cooperativas, emprendimientos productivos que surgen de organizaciones sociales, fábricas


recuperadas y empresas de comunión son sólo algunos ejemplos de esta nueva economía con
rostro humano.

Se podría decir que a grandes rasgos existen dos tipos de empresas sociales: las que en su proceso
productivo generan oportunidades de empleo o de mejora de ingresos a personas en situación de
vulnerabilidad como pequeños productores, personas con discapacidad y jóvenes en situación de
riesgo o las que a partir de un negocio social generan beneficios logrando que los sectores más
pobres puedan acceder a productos y servicios que son críticos para mejorar su calidad de vida,
como la salud, el acceso al agua o la vivienda.

Pero la verdadera hazaña es que estas iniciativas asumen el compromiso - y también los costos -
de abrazar este cambio de mirada que modifica de manera esencial toda la operación de su
empresa, ya que incide en su forma de gobierno, en su cadena productiva, en su relación con
todos los grupos de interés o en cómo define sus precios.

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