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Cuando

los Cilindros Volaron…


Por

Rubén Darío Perlaza Murcia




Recuerdo el día que el periodista llegó en bus al pueblo, era viernes, había
realizado un viaje de diez horas desde Bogotá la capital.
Pueblo Nuevo albergaba habitantes trabajadores y apacibles quienes, sin
presentirlo siquiera, se convirtieron en testigos de semejante explosión.
No se me olvida que el pueblo estaba enclavado en la parte media de la
Cordillera Central, se podían observar casas construidas en madera con techos
de teja de barro, otras construidas en adobe con techos de láminas de cinc. Era
un pueblo donde predominaban colores como el rojo, azul, verde, zapote y el
blanco muy poco. Se observaban estos colores en las paredes y puertas, el
color zapote era casi exclusivo para las ventanas y chambranas. La mezcla de
colores daba la sensación de un crucigrama. Iban a ser las dos de la tarde y el
frío calaba los huesos. Justo cuatro días antes se había producido la explosión
que dejaría sin vida varios niños, un joven, dos adultos y un agente de la
policía.
Después de tomarnos un café con leche bien caliente en la panadería de la
esquina, que acompañamos con pandebonos recién sacados del horno;
Olegario el periodista, así me dijo que llamaba, se dirigió presuroso a cumplir
su misión.
Al pasar por el parque, Olegario pudo observar al otro lado, justo al frente
de él, la iglesia pintada de rosado, que tenía en la parte superior de la torre una
diminuta cruz de hierro oxidada. Entró en la casa afectada por la explosión que
mostraba signos de desmoronamiento en las paredes; la parte de atrás de la
casa donde quedaba la cocina estaba destruida, como pudo caminó entre los
escombros y tomó algunas fotos. Salió de lo que había sido la casa, caminó un
poco por el andén, pasó un lote baldío y entró a la inspección haciendo
esfuerzo para no caerse en medio de los escombros, la pared de la entrada
principal de la inspección se había caído, estaba derruida, solo se alcanzaban a
ver las letras verdes sobre el fondo blanco de la pared que decía: Inspección de
policía de Pueblo Nuevo: volvió a tomar fotos.
Al llegar al sitio de encuentro, miró la bandera tricolor izada a media asta
colocada en el dintel de la puerta.
Por el desasosiego que mostraba Olegario en la cara, entendí que no iba a
ser una entrevista de solo media hora, pues lo acaecido daba para mucho más
que media hora.
Entró, justo en el corredor del hospital, a un lado del jardín interno estaba
ella, tomando un poco de sol, sentada en una silla de ruedas bastante
desvencijada.
–Buenas tardes, mi señora –le dijo– soy periodista, le dio una palmadita en
el hombro derecho y un beso con mucho cuidado en la parte de la mejilla que
no cubría el macabro vendaje.
–Puedo coger ese asiento que está ahí –le dijo–, señalándoselo con la mano
derecha estirada.
–Si, claro, le respondió.
Se sentó –justo al frente de ella–, el asiento estaba un poco lunanco, pero
no le prestó mayor atención al detalle. La miró, se sorprendió del color negro y
brillante de sus ojos, se quedó absorto al ver el pelo largo que le llegaba a la
cintura, del mismo color de los ojos.
Entonces, Olegario se dispuso a iniciar su trabajo preguntándole:
–¿Cómo se llama usted?
–María Alicia, le respondió con dificultad.
– ¿Y usted cómo se llama? –le dijo.
–Olegario –le respondió él.
– He venido desde la capital a hacer un reportaje, mi deseo es que usted me
colabore –le dijo–. ¿Cómo sucedieron los hechos? –le preguntó.
–Le diré –dijo ella–, acomodándose un poco en la silla de ruedas: fueron
hechos que no solo afectan el cuerpo, sino que afectan el corazón y el alma,
porque mire como estoy de destrozada ¡destrozada en cuerpo y alma! el latido
del corazón ya no es como antes, lo siento enfermo, lento, cansado y ¡sufre!
– ¿Quiere conocer lo inverosímil de los hechos y de primera mano como se
dice aquí?
–Sí, –le respondió–, mientras sacaba la libreta de apuntes del maletín
negro.
–Porque lo sucedido le debe haber dado la vuelta al mundo a través de las
noticias de la televisión y la radio –dijo ella.
–Si ese es su interés se lo contaré todo –le dijo.
Recuerdo que, inició a contarle, mostrando la tristeza en el rostro y en los
ojos negros, profundos y abotagados; no he olvidado que cada vez que hablaba
arrugaba la frente como respuesta al dolor que sentía.
–Era lunes, el día había amanecido con mucha neblina sin posibilidad que
el sol brillara para calentarlo.
–Si quiere le voy contando despacio, para que usted tenga tiempo de tomar
sus apuntes: – ¿no le parece? –le preguntó ella.
–Si claro –le respondió él–. Eso sí: trate de recordar muy bien todo lo que
sucedió y no se apresure que tengo tiempo para hacerlo.
–Así lo haré –afirmó ella–, acomodándose un poco el vendaje de la cara
con la mano derecha.
–Ahora ya no tengo prisa; cuando estaban vivos mis hijos sólo vivía para
ellos –le dijo– y continuó:
«No sé porque no me gustaban esos días así, brumosos y fríos, no supe por
qué se me revolvía el estómago como presagiando que algo malo podía
suceder.
» El día anterior me levante temprano al escuchar el sonoro repique de la
campanita de la carretilla, que semanalmente repartía el gas en el pueblo.
» Mis hijos habían terminado sus vacaciones, me sentía entusiasmada, con
una gran alegría en mi corazón por el primer día de escuela. Ellos se sentían
igual de entusiasmados y contentos, ¡les encantaba el estudio! El repique de la
campanita se hizo más intenso, corrí hacia la puerta, quité la tranca que servía
como cerrojo, la abrí; no sin antes forcejear un poco con ella, pues había
perdido la facilidad de abrir y cerrar, pues las bisagras estaban corroídas por el
óxido, la puerta se arrastraba contra el piso de cemento, se había descolgado,
porque las bisagras estaban flojas por el paso irremediable del tiempo.
» Le hice seña con mi mano levantada y los dedos abiertos a Ambrosio “el
carretillero”; como cariñosamente le decimos aquí en el pueblo, –le dije–: Ya
se la paso.
» Con habilidad pese a mis cuarenta años, fui a la cocina, desenrosqué el
adaptador que tenía la manguera que unía la pipa de gas a la estufa, la bajé del
pedazo de tronco donde siempre estaba colocada, corrí un poco con ella
rodándola por el piso de cemento de la salita, hasta que alcancé la calle.
» Buenos días don Ambrosio –le dije–, al llegar junto a la carretilla.
» Muy buenos días, mi señora –me contestó él–. Llevaba una sonrisa entre
labios, la barba negra se le notaba recién arreglada, las canas blancas
salpicadas entre el pelo negro le brillaban y se veían relucientes. A pesar de los
años que tenía, sesenta y ocho, no se veía tan viejo. Era dicharachero y alegre,
no parecía que el trajinar de la vida lo afectara.
» Aseguró el caballo alazán, atando las riendas a una puntilla de tres
pulgadas que él había clavado en la parte delantera de la carretilla, muy cerca
del butaco donde se sentaba. El caballo se veía muy dócil, mostraba las
costillas que parecían un par de peinetas gigantes. Saltó hacia la parte de atrás
de la carretilla, rápidamente cogió una pipa llena de gas, la colocó en la orilla,
se bajó: luego agarró la pipa y me la pasó, yo estaba un poco ansiosa… Subió
la pipa vacía y la colocó al lado de las vacías. Era muy ordenado con su
trabajo, pues solo él sabía los riesgos que se corrían con esos cilindros o pipas
con gas».
– ¡Ah caramba! lo que pasó, fue que se le explotaron los cilindros o las
pipas de gas como usted las nombra en la carretilla, le insinuó él periodista,
con cierta duda reflejada en el rostro redondo y blanco, mientras escribía en la
libreta.
– No, si eso hubiera ocurrido, los muertos no serían tantos y el espectro de
la muerte no me estaría abrazando –le respondió ella–. Pero déjeme le sigo
contando:
«Saqué del bolsillo del saco de lana –negro– que me había tejido mi mamá,
diez mil pesos que era el valor de la pipa de gas de veinte libras; se los pasé, le
di las gracias, él me dijo: con mucho gusto y siguió con el trabajo de la
mañana.
» Me dirigí de nuevo a la casa, ya no llevaba rodando la pipa, sino que la
agarré por uno de los cogederos que tenía en la parte superior para
transportarla con seguridad.
» Entré a la cocina, en un santiamén coloqué la pipa de nuevo en el tronco,
enrosqué el adaptador macho de la manguera de la pipa al adaptador hembra
de la estufa: me aseguré de que el adaptador hembra y macho quedaran bien
acoplados; todo quedó listo en la cocina …Me he vuelto una experta en este
trajín pensé ese día.
» Me apresuré como siempre a hacerles el desayuno. ¡Con todo el amor del
mundo! como a veces se lo decía al Sargento Pérez. Trataba de ser lo más
cariñosa, pues el tiempo que compartía con ellos era muy poco por mi horario
de trabajo. Ya en la cocina prendí el fósforo, luego giré la manija; arrimé el
fósforo prendido a la boquilla por donde salía el gas invisible, que por arte de
magia se prendió de inmediato, dejando salir una llama azul como el color del
cielo –cuando no había neblina– después repetí lo mismo con la otra boquilla.
En una coloqué la olla con el agua a hervir con la media panela para hacer la
acostumbrada agua de panela; en la otra coloqué la parrilla, bastante corroída
por el hollín, para asar las cinco arepas que acompañaban el agua de panela –
agua de panela y arepa– era el desayuno de casi todos los días.
» ¡Ay! si no fuera por estas estufas a gas todo sería más lento, les decía a
mis hijos y ellos me sonreían con cariño. Pues me acordaba cuando me tocaba
azar las arepas y hacerles el agua de panela en el fogón de carbón de leña. Me
quité el saco, pues la casa estaba tibia a pesar del frío que hacía, me dispuse a
azar las arepas en la parrilla.
» Pedrito fue el primero en ir al baño: levantó la cortina de plástico
amarillo, entró y abrió la llave: el agua fría como la mañana empezó a salir a
través de la manguera negra de plástico reciclado –era un chorro de color
platino oscuro– que caía sobre la cabeza de Pedrito. Después de bañarse se
dirigió a la pieza envuelto en la toalla tiritando de frío, pero, alegre. Siguieron
en el turno del baño: Alicia, Fabio y finalmente Carmencita, que siempre
alegaba para que la dejaran de última y así dormir un poco más, sacando a
relucir los escasos siete añitos como justificación.
» Si usted viera señor periodista, como eran ellos de lindos:
» Pedrito era gordito, tenía la piel blanca como la mía, el pelo negro
brillante igual al mío, los ojos si no los sacó igual a los míos porque eran cafés
claros parecidos a los del papá, el día anterior había cumplido los ocho añitos.
» Alicia es blanca y alta ya casi me alcanza, tiene los ojos negros muy
oscuros, el pelo negro es igual de largo que el mío, pero mucho más brillante,
me acuerdo de que ese día le había hecho unas trenzas que le lucían y a ella le
gustaban, ya tiene dieciséis años.
» Fabio, tenía un parecido al papá, era de piel trigueña, tenía ojos cafés
claros y el pelo negro ensortijado como el del papá, no era tan alto como
Alicia, le faltaba un mes para cumplir once años, lo quería igual, pero, era el
causante de mis desavenencias con Eustaquio.
» Carmencita la más contemplada pues solo tenía siete añitos, casi no le
gustaba bañarse con agua fría, me tocaba calentársela, siempre me ponía como
pretexto que estaba muy niña. Era blanquita, bajita, flaquita y extremadamente
cariñosa, tenía un rostro angelical.
» En diez minutos estuvieron listos los desayunos para los cinco. Nos
sentamos en las bancas construidas con tablas de cedro negro. La mesa hacía
juego con las cinco banquitas, era también de cedro negro, no era muy grande
y el color café oscuro dejaba salir un brillo hermoso. Yo estaba muy orgullosa
del nuevo comedor que me había regalado el Sargento Pérez. Ya no nos tocaba
desayunar sentados en troncos con los platos al aire y colocar los pocillos con
el agua de panela en el piso de cemento.
» Todos estaban alegres por el primer día de escuela, la conversación en el
desayuno giró en torno a ese acontecimiento:
¿Cómo serían los nuevos profesores?, ¿qué libros les pedirían? y ¿cuántos
cuadernos?
» Uno a uno se fueron despidiendo. Carmencita fue la primera en hacerlo,
le di un beso en la frente, se veía muy linda con la faldita café y la blusita
blanca que combinaba muy bien con su linda carita blanca como leche; tenía
el pelo azabache que acompasaba con los lindos ojos y cejas de igual color.
Iba contenta con los zapatos de charol que le lucían y parecían que alumbraran
con su brillo; era la única que estaba estrenado ese día por ser su primer año de
escuela. Luego siguió Alicia –fiel copia de la hermanita y de la mamá– así se
lo decía siempre el Sargento Pérez, cuando la veía pasar por el andén de la
inspección. A mí también una vez me había dicho cuando le llevaba el tinto
por la mañana: “Ustedes son idénticas, parecen copias con esa cara como
leche”.
» Después de darle el beso en la frente le dije a Alicia: –Por ser la mayor,
acuérdate de cuidar mucho de ellos.
» Sí mamá, tranquila yo los sé cuidar –me dijo–. Esas palabras no las he
podido olvidar.
» Pasó luego Fabio, que tenía la cara un poco aindiada y la causante de mis
discordias con Eustaquio. Su pelito era negro, pero ensortijado como ya le
dije, lo mantenía un poco despeinado, pero le lucía; después pasó Pedrito, el
más blanco de todos, era tan blanco que, si no fuera por el color del uniforme
en los días con neblina difícilmente lo reconocería. La ceremonia de despedida
fue con la intensidad y afecto ¡que sólo las mamás sabemos dar!
» Salí a la puerta a mirarlos, eran las seis y media de la mañana, Pedrito
como siempre iba de primero comandando el desfile de ilusiones y quizá
pensando en el futuro que soñaba. Iban calle arriba, se cuidaban para que no se
les embarraran los zapatos; la calle estaba muy húmeda, lloviznaba un poco, la
neblina bajaba de la montaña presurosa, con más intensidad como queriendo
arropar todo a su paso. El frio que traía la neblina en sus entrañas, era tan
fuerte…que traspasaba la ropa se anidaba en el cuerpo e incomodaba los
huesos.
» Me quedé observando por unos minutos el desfile armonioso de falditas
cafés y pantaloncitos azules oscuros; veía sus camisas y blusas blancas y
alcanzaba a divisar los zapaticos negros de charol, y sus mochilas tejidas en
fibra de cabuya. Iban todos en fila india, hasta que voltearon en la esquina.
Pedrito siempre iba de primero como guiando el desfile».
– ¿Pero hasta ahí no había pasado nada? –le preguntó él periodista–, que la
miraba con cara de angustia e impaciencia.
– No, –le respondió y añadió–: lo grave y fatal todavía no iba a pasar, no se
impaciente, usted tiene toda una vida por delante las cosas ya sucedieron, ya
no hay nada que hacer. No se preocupe voy a seguirle contando:
«Yo era la última en salir, pues me gustaba dejar todo en orden, además les
dejaba listo el almuerzo para que Alicia, la mayor, lo calentara y se los sirviera
cuando llegaran a la una de la tarde. Había logrado que en el trabajo me dieran
un horario de entrada a las ocho y media de la mañana, para poder dejarles el
almuerzo preparado a mis hijos.
» Hice el tintico, se lo llevé al Sargento Pérez en el pocillo que a él más le
gustaba: tenía florecitas azules en forma de trébol sobre un fondo amarillo. Me
dicen los vecinos que ni la loza se salvó y quedó toda vuelta añicos. Él vivía
en la inspección de policía a unos doce metros de la casa por la misma acera,
solo nos separaba un lote baldío que había entre la casa y la inspección.
» Muchas gracias por el tinto, me dijo. Yo le respondí con amabilidad, de
nada, y volví a casa.
» Organicé mis cosas de llevar al trabajo, cogí el candado de cobre, salí; lo
coloqué entre las dos argollas que servían para asegurar la puerta, aunque en
este pueblo nunca se roban nada, pero, era mejor dejar todo bajo llave. Alicia
siempre llevaba su llave para poder abrir cuando regresaran de la escuela».
Olegario se empezaba a impacientar y tratando de que ella le acelerara el
relato de los acontecimientos, se levantó del asiento, se quitó la chaqueta negra
de cuero, haciendo un poco de esfuerzo porque le quedaba bastante adherida al
cuerpo bastante robusto, le preguntó con cierta duda anidada en su cerebro:
– ¿Es que hubo alguna balacera? –le preguntó–, tratando que María Alicia
acelerara lo que le contaba y poder darse cuenta de que era lo que había
sucedido en realidad.
– ¡No qué va! –le respondió ella–, subiendo un poco el tono trémulo de la
voz desgarrada y melancólica. –Luego le dijo–: ya casi le empiezo a contar lo
más triste de toda esta historia.
–Yo sabía que eran varios los muertos, las noticias dicen que algunos
niños; pero las noticias han sido muy contradictorias –le dijo él.
María Alicia, se quedó pensativa, dejó salir un gemido de lo más profundo
de su cuerpo, conteniendo las lágrimas, con un nudo en la garganta continuó
contándole:
«Me volví a colocar el saco porque hacía mucho frío afuera, caminé hasta
el parquecito del pueblo que quedaba justo al frente de la iglesia, a coger el
bus que pasaba por allí y me llevaba a la procesadora de yuca.
» Por la tarde cuando llegué del trabajo ya eran las seis, el día había
seguido nublado opaco y triste, la neblina bajaba muy rápido de la montaña y
seguía arropándolo todo; a duras penas se alcanzaba a divisar a unos diez
metros.
» ¿Cómo les fue a todos? les pregunté al entrar. «¡Muy bien!»,
respondieron en coro, reflejando la emoción en sus caritas y dejando salir a
flote toda la alegría del primer día de escuela ¡esa sensación me calentó el
alma!
» Puse a hervir unas papas, le frité un huevo a cada uno y calenté el arroz
que había dejado hecho en la mañana. La estufa a gas nos parecía a todos una
maravilla comparada con el fogón de leña que antes utilizábamos; las ollas no
se cubrían con ese hollín, ya no me tocaba brillarlas tanto. Antes nos tocaba
estar cortando árboles para asegurar la leña del fogón y, eso no era muy bueno,
me decía Alicia. Con este sistema de gas todo estaba más rápido, la casa no se
llenaba de ese humo que se le metía a uno por los ojos brotándole lagrimeos y
además del olor a madera quemada. Cuando terminamos de comer Alicia me
ayudó a lavar los platos en el platón de aluminio.
» Eran ya las siete de la noche de ese día tan frío, el bombillo de sesenta
bujías emitía una luz amarillenta, tenue, con una intensidad tan baja…que a
duras penas nos permitía vernos. Me senté a la mesa con Carmencita y
Pedrito, les ayudé a hacer la primera tarea que les habían dejado. Carmencita
había hecho su primera plana de las vocales: la a difícilmente se parecía a una
a, dejaba entrever el nerviosismo del primer día. Era una a temblorosa, pero a,
al fin y al cabo, igual pasaba con las otras vocales. La plana tenía en el
comienzo una A, de aceptable, colocada por la profesora, eso me alegró, le
ayude a terminar la tarea, cogiendo su manita izquierda con la mía, guiándola
por entre las dos rayitas de cada renglón. Pedrito había hecho una plana de
palabras: iglesia, carro, jardín, pipa, futuro, ferrocarril; era un niño demasiado
adelantado, las palabras estaban bien escritas, con los rasgos de las letras bien
definidos, la plana tenía una E, de excelente, se sentía muy feliz por ello. Era
un niño seguro, esa seguridad la reflejaba también cuando me ayudaba a
enroscar el adaptador de la pipa de gas al de la estufa».
Cuando ella volvió a hablar de la pipa de gas, Olegario pensó que entraría
a contarle la parte trágica y no quiso interrumpirla.
Ahora recuerdo que, María Alicia, se volvió a acomodar en la silla de
ruedas que se movió un poco y dejó escapar un chillido como de rana en las
ruedas. –Ella continuó:
«A Fabio le habían colocado las tablas de multiplicar, la calificación era
una A, estaba un poco triste; pero le dije que se estuviera tranquilo pues sabía
que él tenía mucha facilidad para las matemáticas, yo para eso era muy
negada, y la verdad a mí se me había pegado la afición por la lectura al ver a
Alicia haciéndolo casi todos los días. Alicia era la que en últimas les
colaboraba con las tareas cuando yo no podía ayudarles.
»Fabio me había comentado que una vez Ambrosio, le había dicho que las
pipas de gas o los cilindros como él decía, eran muy seguras; pero, muy
peligrosas, que se debía tener mucho cuidado con ellas, que Alicia le había
leído un recorte de periódico en donde hablaban de las bombas del futuro: las
nanobombas, que iban a ser dos billonésimas más pequeñas comparadas con la
bomba de Hiroshima; pero, con más poder… yo no sabía si era que las
comparaban con las pipas de gas ¡o no sé qué! no le entendía nada… y por eso
no me preocupaba por su A de la plana, porque sabía que él entendía mucho de
matemáticas y llegaría el momento en que me traería como regalo una E, en
esa materia acorde con el cuarto año de primaria. Ahora caigo en cuenta de
que quizá por ese miedo que le tenía a esas pipas de gas, él siempre iba a
revisar si Pedrito dejaba bien enroscado el adaptador de la pipa al adaptador de
la estufa».
«Aquí va a empezar la parte triste», se dijo Olegario, se paró de nuevo del
asiento, dio unos pasos en el corredor del hospital, estiró los brazos y se volvió
a sentar. Se quedó atónito con lo escuchado de la nanobomba y más por el
origen de aquella versión. Notó que el sol comenzó a meterse débil al
jardincito y calentó un poco el corredor. Cerró la libreta, le dijo con cara de
asombro e interrogándole a la vez:
– ¡Ah! ya entiendo: ¿se les explotó el cilindro o la pipa con gas como usted
dice en la cocina?
– ¡No crea! –le contestó María Alicia exasperada–. Si eso hubiera sucedido
los muertos no habrían sido tantos y lo horroroso de los acontecimientos no
estarían adheridos a mí memoria como sanguijuela, –le dijo y prosiguió–:
«Alicia, estaba en un rincón de la salita, sentada en uno de los troncos que
utilizábamos como asientos, antes de que el Sargento Pérez nos regalara el
nuevo comedor: los troncos eran esos sobrantes; o sea las puntas que quedaban
cuando cortaban los árboles de cedro negro para sacar las tablas que vendían
en el mercado. A los aserradores no les servían las puntas, por eso las echaban
al río. Eustaquio nos había traído seis troncos de esos hacía unos tres años.
Recuerdo ahora que Alicia me había dicho, que, si seguían talando de esa
forma, iban a acabar con el monte.
» Alicia estaba con la cabeza un poco agachada y con los ojos fijos en las
hojas, leyendo el libro de El Quijote, que le había comprado en la librería de
don Segundo Ruiz –que vendía libros de segunda–, pues lo que me ganaba en
la procesadora de yuca, no me alcanzaba para comprarle libros nuevos, era la
única librería del pueblo, estaba un poco viejito; pero, todavía se le veían las
letras para leerlo. Si usted viera don Segundo Ruíz no sé por qué tenía cierto
parecido a don Quijote, pues tenía una barba puntiaguda canosa y era muy
flaquito y enclenque. Alicia estaba leyendo el capítulo que le habían dejado de
tarea desde el año anterior, acorde con su quinto año de secundaria. Le gustaba
leer mucho y en nada le podía ayudar por lo agobiante de mi trabajo, pues
llegaba bastante cansada y yo no deseaba a veces sino irme a dormir. Ya le
comenté que era ella quién les colaboraba a los hermanitos, cuando tenían
dudas con las tareas que les dejaban en la escuela y, en las cuales yo no les
podía colaborar.
» Don Quijote es tan viejito como el libro que me compraste –recuerdo me
dijo riéndose–, dejando ver su dentadura blanca como nácar.
» Si –le respondí–, y se parece mucho a don Segundo Ruiz ¿pero se lee
bien todavía? –me acuerdo le pregunté.
» Si mamá, se lee bien –me respondió y soltó una carcajada.
» Ya eran las ocho de la noche y nos alistamos para ir a dormir. Alicia
dormía con Carmencita; Pedrito y Fabio dormían en la otra cama. Yo dormía
en la otra piecita. Las camas eran de largueros y cabeceras de hierro, de ese
hierro que se le pega el frío de la noche y si uno no se cobija bien no duerme.
Se arroparon con las colchas de retazos multicolores que había logrado
coserles en la máquina Singer en los fines de semana.
» Me acosté; pero no podía dormir por el cansancio. Como entre dormida,
alcancé a escuchar una noticia en mi radiecito, que había combates entre un
grupo armado y el ejército o la policía… no me acuerdo bien».
Cuando ella le habló de combates armados, Olegario se sobresaltó; pero
dejó que le siguiera contando.
«Si viera, ese radiecito era cafecito, tenía una especie de chambranita por
donde salían las noticias y las canciones. Como el botón para buscar las
emisoras no le funcionaba bien, yo siempre lo mantenía en esa misma emisora,
eso sí: el volumen era muy nítido, tenía una marquita como cremita en letras
pequeñitas que decía Philips. Ese radio me lo había regalado Eustaquio cuando
nos casamos, fue una de las pocas cosas que quedaron intactas, me dicen los
vecinos que han venido a visitarme.
» Si eso es cierto… se lo mostraré, si alguna vez vuelve por estos lados», –
le dijo ella–, con la mirada perdida como añorando el pasado y con un gesto de
dolor en el rostro.
María Alicia, se detuvo por un momento, se tomó dos pastillas blancas y
redonditas para el dolor con un poco de agua que le había traído la enfermera.
Olegario esperó un poco, se llevó la mano a la barbilla y luego exclamó:
– ¡Siga, siga!
–No se preocupe, le seguiré contando –le respondió–, y continuó:
«Después me profundice, me llegaron una sucesión de sueños
acompañados por el ruido del viento frío, que parecía que se metía a la fuerza
por las rendijas de la ventana que eran bastantes grandes, por cierto, a veces no
importaba ni el periódico que yo les colocaba a las rendijas para que no se
filtrara el frio. Nunca en mi vida había soñado con Eustaquio y eso me tenía
preocupada.
» Esa noche soñé viendo a Eustaquio atravesar el río en una balsa; el río
estaba crecido y había cambiado el color de sus aguas cristalinas, por un color
ocre producto de los derrumbes de tierra amarilla en la montaña. A la balsa le
habían tenido que colocar cuatro pipas vacías, una en cada extremo, para que
flotara mejor y vencer la corriente del río y lograr ganar la otra orilla. Las
pipas estaban pintadas de anticorrosivo café oscuro el mismo color que tenía la
pipa de nosotros. El río traía una gran empalizada, que no era otra cosa que los
sobrantes de ramas y troncos muy delgados que le echaban en el aserrío,
sobrantes que a los aserradores no les servían, además troncos de árboles
muertos que bajaban por la acción de la corriente. Esa empalizada se
asemejaba como una esponja ¡gigante! parecida a las que yo utilizaba para
fregar las ollas cuando estaban muy tiznadas, cuando cocinaba en el fogón de
leña.
» Quedé con la duda de mi sueño porque veía también, que esas pipas se
las robaban más adelante; cuando la corriente del río arrinconó la balsa contra
la orilla. Soñé también que esas pipas se las llevaban unos hombres
fantasmales –como treinta– y las escondían entre el rastrojo de la selva. Yo no
sé cómo pude soñar que esas pipas se iban hinchando… agrandando… como
la barriga de una vaca cuando está a punto de parir».
No quiero pasar por alto que, Olegario pensó que María Alicia deliraba por
lo sucedido; y como él quería saber toda la verdad y nada más que la verdad,
dejó que ella le siguiera contando:
«Siempre le pedía el favor a Pedrito que se cerciorara que yo hubiese
dejado bien enroscado y asegurado el adaptador de la pipa de gas al adaptador
de la estufa, que no se filtrara el gas y no hubiera fugas. Él me decía que era lo
primero en que se fijaba; entonces yo me quedaba tranquila y confiada de sus
palabras ¡Nunca dudé de él!»
Entonces Olegario, pensó que lo que realmente había sucedido era que la
pipa si había explotado en la cocina, que ella no le quería decir ni el cómo ni el
por qué; pero no quiso desviar ni interrumpir lo que le estaba contando y se
armó de paciencia.
– Sígame contando –le dijo. –Ella prosiguió:
«Me desperté sobresaltada, miré el reloj de cucú verde que tenía sobre la
mesita de noche, eran apenas las tres y media de la mañana, ya no pude dormir
más, me fui a la cocina, a adelantar el almuerzo y el desayuno, sin hacer
mucho ruido, para que mis hijos no se despertaran, traté de encontrar una
explicación a los sueños de esa noche y no lo logré. Se sentía un pequeño olor
a gas; como pude, a pesar de que me sentía un poco nerviosa ajusté los
adaptadores antes de encender el fósforo, luego aproveché lo temprano que
estaba y comencé a moler el maíz para hacer las arepas que a ellos tanto le
gustaban. Encendí el fosforo rastrillándolo contra el borde del muro de
cemento donde ponía la estufa, acerqué el fosforo a la primera boquilla de la
estufa, el gas salía haciendo un ruidito raro, pero se prendió como por arte de
magia, luego prendí la otra boquilla… coloqué primero el pedazo de lata y
luego la parrilla, porque si se pone solo la parrilla las arepas se requeman, fui
asando las arepas una por una. Era otra mañana fría y con mucha neblina, de
esas mañanas que a mí no me gustaban, sentí un poco el olor a gas, pero, eso
era normal, siempre se sentía el olor a gas cuando abría la llave de la estufa y
encendía el fosforo.
» Cuando Alicia vino a saludarme a la cocina, ya iban a ser las seis de la
mañana, le conté parte de mi sueño, ella me respondió:
» ¡Ay! mamá usted siempre pensando que mi papá va a volver, olvídese
que él de nosotros ya ni se acuerda y, luego, me dijo: a usted se le olvida que
él no ha hecho otra cosa que vagar por el sendero de su desdicha.
» Me preocupé bastante por sus palabras, ya no lo quiere… me dije.
» No sé por qué, no le conté la parte del sueño, donde veía que las pipas de
gas se iban hinchando y agrandando y, la parte donde soñé que se las habían
robado, no sé por qué no le conté esa parte…
» Si se lo hubiera contado, algo se podría haber hecho, pues esa parte del
sueño no era normal y ¡claro! con la inspección al lado y además el sargento
Pérez viviendo allí, él es tan atento y formal con nosotros, no sé por qué no le
conté todo mi sueño a Alicia
» Esos sueños con él no son más que deseos suyos que él vuelva, recuerdo
fue lo último que me dijo Alicia.
» Dios dispondrá, me acuerdo le contesté.
» Seguí organizando el desayuno, quité la hojita del almanaque que
colgaba en la pared de la cocina, tenía un indio piel roja pintado en uno de los
extremos, en el borde se veía el año dos mil dieciséis, tenía en el centro el
número 13 pintado en color negro sobre el fondo blanco del papel. No le
presté mayor atención al 13, a pesar de que era martes.
» Alicia fue despertando uno a uno a sus hermanitos. Hicieron turno para
bañarse como de costumbre, a las seis y cuarto ya estaban todos listos y
sentados en las banquitas a la espera del desayuno».
– ¡Ah!, se me olvidaba algo importante –le dijo al periodista–
acomodándose un poco en la silla de ruedas y continuó:
«Como a las cinco de la mañana escuché un ruido en la inspección, que
quedaba justo a unos doce metros de la casa por el mismo anden, solo nos
separaba un lote baldío que había entre la inspección y nuestra casa, abrí la
puerta con mucho cuidado. El Sargento Pérez estaba parado en la puerta de la
inspección, había como quince policías más, bien formados y uniformados
haciendo dos filas indias en la calle –de frente a la inspección–, al verme me
hizo señas para que fuera: al preguntarle por ellos, me dijo que eran refuerzos
para dar más seguridad al ‘pueblito’; con esa palabra se refería cariñosamente
al pueblo, pues él se había amañado bastante aquí».
Por las últimas palabras Olegario pensó que entre los muertos estaba el
Sargento, pero, dejó que ella le siguiera contando:
«Esa mañana, el sargento Pérez me pidió el favor que le lavara la ropa, que
ya tenía poca ropa limpia para cambiarse, que la señora Guillermina estaba
enferma, que no le había podido lavar la ropa. Yo le dije que, con mucho
gusto, él entonces me pasó la ropa en una bolsa plástica negra.
» Para el sábado está lista, le dije.
» Les traeré tinto a todos en el termo, le dije de nuevo.
» No se moleste, me dijo el sargento Pérez y agregó: ahora salimos a una
misión y sólo quedarán dos policías aquí, puede traerles a ellos los dos tintos,
detalle que le agradezco de antemano.
» Con mucho gusto, le respondí.
» Estaba un poco intranquilo; pero, se veía muy bien, con el quepis verde
que resaltaba sobre su rostro trigueño de rasgos aindiados, los ojos cafés claros
y las cejas negras abultadas le lucían: llevaba puesta una camisa verde oliva
bien planchada y almidonada, las botas estaban muy bien lustradas, también le
resaltaba el brazalete con el escudo patrio que lo identificaba como el Sargento
que tenía el mando e impartía las órdenes allí en la inspección.
» A pesar de su sugerencia lleve en el termo tinto para todos. Noté que el
sargento Pérez seguía preocupado, pero, no me atreví a preguntarle nada. Solo
ellos saben las dificultades que se presentan cuando el orden se altera.
Después de llevarle los tintos regrese a la casa».
Fue entonces cuando el periodista le preguntó, mientras se acomodaba el
pelo negro lacio y un poco largo:
– ¿El hecho de que en sus sueños usted viera que los cilindros de gas o las
pipas como usted las nombra se agrandaban y se hinchaban, como usted dice,
significaba que se iba a producir una explosión?
– ¡Claro! una explosión parecida a la vaca cuando va a parir su ternero –le
contestó María Alicia– dejando entrever su crispación en el rostro.
Se volvió a acomodar un poco en la silla de ruedas, con signos de
cansancio y, siguió contándole:
«Les serví el desayuno; desayunaron muy alegres por ser el segundo día de
escuela, comencé a despedirme con el beso en la frente que siempre les daba.
Salí a la puerta para verlos en el desfile calle arriba, estaba ensimismada y
feliz al mismo tiempo, porque sabía que era el estudio lo único que les podía
ofrecer. Pedrito como siempre iba de primero comandando el desfile de
ilusiones y pensando quizá en el futuro que soñaba. ¡Esa escena me hacía
feliz! y además a ellos ¡les encantaba el estudio!
» Al instante, divisé que venían por el cielo gris, como volando y sin saber
por qué motivos, dos pipas igualitas, una detrás de otra, parecidas a las pipas
que veía en mis sueños e igualitas en el color a la que teníamos en la cocina.
Venían haciendo una curva como de la muerte en el firmamento. No alcancé
siquiera a sorprenderme, sólo se me vino a la cabeza la imagen de mis hijos».
–Ya estoy un poco cansada –le dijo–, espere que a Alicia ya casi le
terminan las curaciones, yo sé que ella le contará con más detalle lo sucedido.
–Cómo así, su hija también está aquí en el hospital también logró salvarse
–le dijo.
–Sí claro, ella estuvo de buenas –le dijo–, y alcanzó a ver cuándo las pipas
venían por el aire como enloquecidas y a pesar de que trató de proteger a sus
hermanitos, fue la primera que cayó sobre el andén de la inspección, no pudo
hacer nada porque las esquirlas o no sé qué, le fracturo de un solo golpe la
piernita izquierda y las esquirlas también le alcanzaron la carita y la
desfiguraron todita. No sé si se acuerda que le dije que vivíamos casi
enseguida porque solo nos separaba un lote baldío de la inspección.
–Si señora me acuerdo –le contestó–, casi todo lo tengo apuntado.
–La que viene allí, caminado con dificultad y con las muletas es ella –le
dijo–, la que viene con la pierna izquierda toda enyesada, con vendajes en la
cara y en las manos es ella, le aclaró. Alicia es una niña muy fuerte y apenas
está aprendiendo a manejar esas muletas.
Olegario entonces, se apresuró a conseguir un asiento, cuando Alicia logró
llegar al lado de la mamá, Olegario la ayudó a sentar, cogió las muletas y las
colocó al lado de la chambrana que había cerca del jardín.
–Mi nombre es Olegario y he venido a cubrir para el periódico este
desastre –le dijo–. Su mamá ya está muy cansada y es justo que descanse,
¿será que usted me puede seguir contando todo lo que pasó? –Así fue cómo
Alicia comenzó a contarle:
–Yo me llamo Alicia –le dijo–. Le doy las gracias por venir a cubrir los
hechos, estoy sentada un poco incomoda, pues como puede ver tengo toda la
pierna izquierda enyesada desde los dedos hasta el muslo el yeso me llega casi
hasta la cadera, por eso me toca mantener estirada la pierna y solo la puedo
apoyar sobre el extremo del talón y descansarla sobre el piso.
–Voy a tratar de ser lo más explícita posible para que no se deforme la
información, seguiré desde donde le acaba de contar mi mamá para no repetir
–le dijo– e inició:
«Fue una terrorífica explosión rojiza y azulosa, sentí un crujir espantoso y
un espeluznante y furioso estruendo rompió en mil pedazos la calma de esa
mañana y se fue llevando todo lo que había a su alrededor, un humo negro y
llamas rojas mezcladas con amarillas lo cubrían todo; la casa se desplomó, una
de las paredes de la entrada a la casa me cayó en la espalda, me fui de bruces y
caí sobre el andencito, traté de pararme y no pude, no sentía mis piernas,
varios hilos de sangre espesa como engrudo comenzaron a correr por mi cara,
un chorrito de sangre con mucha presión también salía de mi muslo izquierdo
y me dolía un montón. Gritaba desesperada pese al dolor: ¡Mis hermanitos!
¡Mi mamá!
» Por instantes, un silencio como de cementerio cuando inicia la noche lo
cubría todo, hasta que empecé a escuchar el gemir de mis hermanitos. Me
arrastraba con dificultad; por mí brazo derecho también manaba sangre y
sentía algo incrustado en él. Escuchaba los gemidos de Fabio y Carmencita, a
Pedrito no lo escuchaba; miré al otro lado de la calle, alcancé a divisar justo al
frente de la inspección una piernita desgarrada con pantaloncito azul oscuro.
» El que gemía desesperado al frente de la inspección a unos cuatro
metros, era Fabito, lo veía tiradito a un ladito del andén, me arrastré hasta allí,
la sangre que salía de esa piernita corría lentamente calle abajo como un
riachuelo sanguinolento y contaminado, lloraba y se quejaba con su voz de
niño, estaba pensativo, como era él siempre, no decía nada, se cogía la
barriguita con una fuerza insospechable tratando de taparse una herida que
tenía en la barriguita, que burbujeaba no agua sino sangre. No supe cómo
logré rasgarle la manga derecha del pantaloncito azul oscuro y con qué, tal vez
fue con una de esas malditas esquirlas. La piernita derecha a la altura de la
rodillita a duras penas le pendía de un tendón, no entendía cómo le dolía más
el agujero en forma de X, que tenía en la barriguita, porque no se quejaba para
nada por la piernita derecha que ya estaba que se le caía. Estaba muy mal
herido y se desangraba, gemía y lloraba. Como pude logré levantarle la
cabecita y apoyársela sobre el andén, luego logré subir, pese a su intenso
dolor, todo el cuerpecito y las piernitas para que no terminara de desangrarse.
Me acuerdo de que lo último que me dijo fue: ¿Hermanita las ambulancias ya
vienen cierto…?
» Con toda la fuerza del mundo hubiera querido traerlo conmigo, pero
¿cómo? las ambulancias nada que llegaban. Yo también lloraba no del dolor
sino de la desesperación y la impotencia que sentía al verme así, tendida en el
suelo y a duras penas moviéndome y arrastrándome con dificultad, el
desasosiego me abrumaba, me desesperé aún más, saqué fuerzas de donde
pude y seguí arrastrándome, ya no me dolía nada, me dolía más mi angustia;
no sé cómo logré llegar de nuevo a un lado de la inspección, pues no me podía
parar pese a mis intentos por hacerlo, todo lo que podía hacer era arrastrarme e
ir dejando la huella en la callecita y en el andén, con la sangre que manaba de
mi pierna izquierda y de mi mano derecha y las gotitas de sangre que caían de
mi cara.
»Mi mamá estaba tendida unos dos metros antes de la puerta de entrada de
la inspección que estaba derrumbada, también tenía bañada en sangre toda la
cara, blanca como leche, como se lo decía el Sargento Pérez, y le corrían
hilitos de sangre por la cara, haga de cuenta la imagen de Cristo con la corona
de espinas, del brazo derecho también le manaba sangre, pero respiraba con
mucha calma, intentaba pararse y no podía hacerlo porque una esquirla le
afectó la columna, recuerdo ahora que me dijo con rabia y alterada, hija trata
de hacer algo por ellos, yo estoy toda jodida y llevada del putas.
» Como pude logré arrastrarme de nuevo, de forma lenta, hasta unos cinco
metros más arriba de la puerta principal de lo que había sido la inspección de
policía, pues también la puerta estaba toda derrumbada, la arenisca de la calle
se me había quedado pegaba a mi brazo derecho y me tallaba cada vez que me
arrastraba, igual me pasaba con mi muslo izquierdo. Logré llegar, allí sobre el
andén estaba tendidita Carmencita.
» A Pedrito no logré verlo y eso me tenía más confundida; no sé porque
pensaba que las ambulancias venían en camino, ¿será que son ilusiones que
uno se hace cuando el dolor y la desesperación lo abruman, pensé?
» Carmencita, lloraba desesperada tenía la carita, piernas, brazos; acabados
y agujereados con heridas en forma de X, por donde le penetraron las
esquirlas; el bracito derecho le colgaba, su carita reflejaba el dolor, estaba
cubierta con ese rojo intenso de la sangre. Carmencita se llenó de felicidad al
verme:
» ¿Vienes a salvarme? –me preguntó.
» Sí –le conteste– con gran dolor en mi alma para no desanimarla.
» Un río de sangre calcinado y espeso corría perezoso calle abajo como
queriéndose quedar por ahí, para dar fe de lo ocurrido.
» Yo no sé cómo me acordé del libro del Quijote y, le dije a Carmencita
que me miraba con una ternura angelical, pero lánguida, suplicante y con los
ojos bastante idos:
» Tranquila Carmencita, yo leí en El Quijote, que él tenía la fórmula de un
bálsamo maravilloso con la propiedad de juntar todas las partes del cuerpo
cuando eran laceradas, ¡sí hermanita! “El bálsamo de Fierabrás”, y él prometió
darle la formula a Sancho Panza. Y continué diciéndole: lo importante es que
la sangre no se te hiele. Mis palabras la llenaron de valor y de tristeza a la vez,
me miró por última vez y se fue quedando dormidita.
» Pude estar ahí con todos –o todos no– porque a Pedrito no lo veía. Estuve
con ellos acompañándolos en el dolor y en sus esperanzas de vida, aunque
sabía que no llegarían vivos al hospital, porque estaban muy mal heridos, le
pedí a mi Dios lo mejor para ellos».
Fue cuando, Olegario se detuvo en el reportaje y comenzó a hacerse
reflexiones:
«Yo que pensé que estos grupos alzados en armas luchaban por el bienestar
y un cambio social en la patria, hasta los he defendido en mis publicaciones,
pero, ahora al ver este desastre que puedo pensar… Estarán obnubilados por
alcanzar el poder y no les importa ¿cómo hacerlo? ¿Es que no piensan en esta
pobre gente inocente que cae sin presentirlo siquiera? ¿Será que en su afán de
no dejarse derrotar acuden a formas inhumanas y crueles? Esto no puede
seguir así, tienen que existir otros métodos menos sanguinarios y crueles, que
no pasen por la fascinación por la guerra absurda y macabra. Lo que acaba de
suceder en Pueblo Nuevo deja solo un gran perdedor… los más pobres de la
patria, porque los generadores de la violencia, los insensibles, los patriarcas,
están alegres en sus mansiones disfrutando tal vez de los sucesos; porque ni
los policías ni los soldados que mueren en combate tienen culpa alguna, solo
se les endilga el ser defensores de las instituciones, pero pare de contar. ¿O
será que la pobreza vuelve insensible a los pobres a los más desposeídos y
llegan a esos extremos, o será que en su afán de salir de esa marginalidad de
esa frustración a la que han estado sometidos por años para no decir que,
durante toda la vida, se arriesgan a cometer actos vandálicos como respuesta y
tal vez venganza, sin importar quién o quiénes caen y sufren, y justificando su
accionar porque están luchando por el pueblo?
¿O será que estamos regresando a los viejos tiempos donde monarcas,
reyes o lideres sanguinarios ya fuese por su maldad o su locura o su deseo de
poder, los llevo a cometer los crímenes más atroces de la historia de la
humanidad? No podemos estar volviendo a la época de Nerón capaz de
asesinar a su propia madre por las ansias de poder, o de Calígula que no tuvo
piedad de sus tíos y amigos más cercanos y los mandó a asesinar, o de Atila el
rey de los Hunos que iba dejando un sartal de muertos por donde pasaba, o la
época de Yang Guang el príncipe o conquistador chino que logró fundar el
primer imperio mongol pero a costa de asesinar a miles de inocentes
campesinos, o para no ir más lejos la época de Iván el terrible, o María I de
Inglaterra o de Hitler con su sueño del imperio alemán; esto no puede seguir
así, esto tiene que cambiar, con razón dicen por ahí que “para la guerra nada”
».
Se acordó entonces, Olegario de una carta que le escribió Alfonso Rivas a
su amigo León Soler: en una novela que se había leído de nombre: La
Melancolía de los feos y donde se hacía referencia al marino argentino Vito
Dumas y su gran aventura al darle la vuelta al globo en una pequeña
embarcación de nombre Lehg II, a la altura del paralelo 40; la temida ruta de
los vientos bramadores, enfrentando la furia del Atlántico del Índico y del
Pacífico y pasando por los tres cabos que separan a esos tres océanos: el de
Buena esperanza, el de Tasmania y el de Hornos, viaje que hizo
completamente solo sin equipo de radio y en plena guerra mundial.
«“Viejo, no sabes el impacto que causó en mí esta historia. Sabes bien que
la segunda guerra mundial es considerada el fin de un gran sueño, el sueño de
la modernidad política, de la igualdad de la democracia auténtica, de como la
ciencia nos iba a otorgar, por fin, un mundo mejor. Y todo ese proyecto se
estrella contra los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, y contra los campos
de concentración nazis. Una derrota, un fracaso, un hundimiento. Y, sin
embargo, al sur del continente americano, un hombre solo decide rescatar lo
mejor que hay en nosotros mismos, los valores que nos hicieron superar otros
momentos de la historia igualmente críticos. Mientras unos individuos
prepararan la hecatombe atómica y otros hacen planes para exterminar a seres
humanos a gran escala, este marino argentino le da la vuelta al globo en su
pequeña embarcación para demostrar que no todo está perdido, que aún es
posible creer en la humanidad y que en nuestro fuero interno aún somos
capaces de grandes hazañas”».
Alicia lo miró pensativa y anonadada, se preguntó:
–¿En qué estará pensando?
Cuando Olegario terminó su reflexión, y a pesar de que no salía de su
asombro por todo lo que escuchaba, le pidió a Alicia que le siguiera contando
los hechos. –Alicia prosiguió:
«Un policía que se arrastraba con dificultad, apretando con fuerza
insospechable un radio negro que traía en las manos para comunicarse, me
dijo:
» Ya pedí una ambulancia por radio.
» Le veía el dolor reflejado en el rostro de muchacho de unos 18 años, a
pesar de la sangre que manaba de su cuerpo se veía fuerte. Salió de la
inspección con la cara tiznada, se había quitado la camisa verde; porque estaba
humedecida por el sudor producto del esfuerzo por salir, por el dolor la
angustia y la desesperación; humedecida también por la sangre que manaba de
su cuerpo. Tenía un sinnúmero de agujeros regados por todo el pecho y la
cara; de donde brotaban chorritos de sangre y expulsaban pedacitos de
tornillos, pedacitos de tuercas oxidadas y pedacitos de clavos de herrar
caballos. No me sorprendí porque ya me había sacado unos pedacitos de
tornillos partidos y oxidados de mi brazo y de mi pierna izquierda.
» Me jodieron, no siento mis piernas, me dijo.
» ¡Nos jodieron! yo tampoco las siento, le respondí, porque había intentado
pararme y no lograba hacerlo por el intenso dolor en la pierna izquierda, que
flaqueaba cada que intentaba hacerlo, debe ser una fractura en el fémur, pensé.
» Mi compañero quedó atrapado cuando se desplomó el techo y no pudo
hacer nada, estaba muy mal herido y todo agujereado, una viga que le cayó
encima no lo dejó moverse, ahí murió, me dijo.
» Eso fue un ataque con cilindros o pipas vacías, de esas en que transportan
el gas y las llenan de metralla y dinamita y les mezclan puntillas de errar
caballos tornillos y tuercas oxidadas, que lanzan con una especie de mortero,
me dijo el policía tratando de explicarme.
» Con dolor reflejado en la cara, la frente arrugada como fuelle de
acordeón, me dijo de nuevo: ¡Nos acabaron la inspección! ¡Nos acabaron la
vida! Le dije. Y además la casa».
–El aire todavía huele a madera quemada a pesar de que hoy es viernes –le
dijo ella al reportero.
–Si todavía se siente –le respondió él angustiadísimo, mirándole los ojos
negros profundos y tristes.
Alicia se acomodó un poco en el asiento, apoyó la mano derecha enyesada
hasta la muñeca, en la rodilla derecha; la mano izquierda la descansó sobre el
muslo izquierdo también enyesado, y siguió contándole con entereza a pesar
de su angustia:
«El Sargento Pérez vino a visitarnos ayer por la tarde casi a las seis, nos
dijo cómo dándonos ánimos:
» Esta guerra la vamos a ganar.
» ¡Esta guerra no la gana nadie! –le respondí. Luego le dije: – ¡Esta guerra
la perdemos todos! El martes nos tocó a nosotros ¿en los próximos días a
quién?
» No basta con desarmar a los hombres, hay que desarmar los corazones –
le repetí.
» El Sargento Pérez me dijo, que el Padre Mario en el sermón de la misa –
el
miércoles– había expresado ante los ataúdes: “Hay cosas que se crean para
el bien; pero hay hombres que las usan para el mal y la maldad es el pretexto
de los injustos. El día que los pregoneros de la justicia se pongan de acuerdo,
ese día irradiará la paz”. También me comentó que mi papá Eustaquio estaba
parado en el atrio de la iglesia, que tenía cinco lágrimas gigantes que parecían
como congeladas en sus mejillas, no sé… si en honor de mis hermanitos y en
nuestro honor.
» Me dijo el Sargento Pérez, que él le había comentado, que tenía un
sentimiento de culpa muy grande por haber llegado tarde; que ese sentimiento
lo reflejaba en la cara que se veía más flaco que nunca, que traía la ropa llena
de jirones y que parecía que no había probado bocado en muchos días. Sus
palabras me dejaron pensativa y con ciertas dudas con Eustaquio pues él ni
siquiera se había dignado asomarse al hospital.
» Ese día hasta pensé que el sargento Pérez nos ocultaba algo…»
–La imagen que tiene mi mamá de toda esta tragedia, es que fue como la
explosión cuando la vaca está pariendo a su ternero. ¡Eso es una explosión de
vida! lo que pasó aquí fue una ¡explosión de muerte! –Le dijo a Olegario– y
siguió contándole:
«Yo le leí alguna vez a mi mamá, algo de un señor Jasón: un tirano de la
ciudad de Feras en Tesalia, que afirmaba que había que hacer algunas acciones
injustas, para poder realizar también muchas justas, como quien dice el fin
justifica los medios, y tanto ella como yo, estábamos de acuerdo, que las cosas
no podían ser así».
– ¡Y es que no pueden ser así! –exclamó Alicia, exaltada dirigiéndose al
reportero; pero continúo:
«También nos dijo el Sargento Pérez cuando vino a visitarnos: que la casa
tenía que haber sido de madera muy fina, porque nunca se le vio la acción del
comején, que había sobrevivido al paso del tiempo, que sólo la explosión de
una de esas pipas había podido derrumbarla, que a pesar de las llamas, la
madera había ardido muy lentamente, que las latas de cinc de lo que había sido
el techo estaban rojas por la acción de las llamas, que se parecían a la hornaza
que se utilizaba para fundir los metales.
» Esa tarde no le quisimos hacer más preguntas al sargento Pérez, pue se
veía cansado y fatigado, se despidió con la amabilidad de siempre. Llevaba la
mirada perdida en el horizonte, la cara reflejaba incredulidad; pero se le
notaban signos de fe y esperanza a pesar de que se notaba angustiado. Quizá
albergaba en su pensamiento la ilusión de que aún no se había perdido todo.
»Ambrosio el carretillero, estuvo esta mañana por aquí y le manifestó a mi
mamá, muy compungido, “que si por él fuera dejaba ese trabajo y se buscaba
otro”, yo le respondí, que el trabajo con esas pipas de gas, nada tenía que ver
con lo sucedido, que eran más bien algunos seres humanos que no abrían el
corazón y el pensamiento, que lo sucedido no arreglaba nada y que no era con
bombas y dinamita como se arreglaba la patria, que “si las cosas eran así, no
deberían seguir siéndolo”; pero que esos no eran los métodos y me acordé de
algo que le había leído a mi mamá y se lo dije: “que el hilo y la aguja con que
se borda la historia, hay que pasarlos por el corazón”, y, yo pienso que eso es
así, porque las armas y las especies de bombas así sean construidas con pipas
o cilindros, no caben en el corazón, estas mismas palabras se las dije al
Sargento Pérez.»
Alicia estaba terminando de recordar esos momentos, que habían sido
realidad, sabía que ahí no había espacio para la fantasía que ella hubiese
deseado que fuera, llevaba en su mente la imagen de Pedrito y no fue capaz de
contarle al reportero cómo lo habían encontrado. Sabía que era el que más
había sufrido por ir siempre de primero en esa fila india que a su mamá tanto
le gustaba.
El sargento Pérez la última vez que fue a visitarlas se volvió a quedar con
el deseo incrustado en el corazón, por no contarle la verdad sobre Eustaquio,
sabía que no era el momento oportuno para hacerlo, por el dolor que ellas
albergaban.
Ya llegará el momento de contarles, se dijo y comenzó a reflexionar:
«No entiendo como Eustaquio viene a desertar de esos grupos armados
justo ahora que se ha producido esta catástrofe, no entiendo cómo fue a para
allá, después de ser un hombre bueno.
» Será que lo convencieron o lo reclutaron a la fuerza pensó.
» El pesar de Eustaquio y la desolación que mostró cuando lo detuvimos,
me hace pensar que él estuvo allí cuando comenzaron a armar esas pipas de la
muerte, vaya a saber si estuvo también cuando las lanzaron con esa especie de
morteros.
» Ya tendrá que declarar cómo se sucedieron los hechos, si es que estuvo
allí, pues lo que me dijo era que iba a colaborar con la justicia y estaba
arrepentido por el error cometido».
Eustaquio, le dijo al juez: flaco alto de ojos verdes y vestido con toga
negra:
–Yo si estuve allí, y fui quien accionó la mecha lenta que activo el
detonante que hizo que la especie de mortero lanzara por el aire las dos pipas
con destino al objetivo; con tan mala suerte para mí, que una de esas pipas se
desvió en el aire y fue a impactar la casa donde Vivian mis hijos y no a la
inspección que era el objetivo de guerra; usted debe entender señor juez que
esas pipas se lanzan desde unos 500 o 800 metros de donde está el objetivo y a
veces se desvían.
–Yo no tengo porque entender esos actos demenciales le dijo el juez.
–Me arrepiento de haberlo hecho porque sin quererlo maté a mis tres hijos,
y no sé cómo están María Alicia y mi hija Alicia.
–¿Y por las otras seis víctimas no se arrepiente? Esas pipas cuando
explotaron no solo mataron a sus tres hijos, mataron otros dos niños más un
joven y dos adultos más un agente de policía –le dijo el juez.
–Queda detenido, debe esperar la sentencia que debe salir en 5 días, a sus
jefes se les endilgará el cargo por homicidio agravado –le dijo el juez a
Eustaquio.
El reportero estaba tan triste y angustiado como ella, Alicia le siguió
contando:
«No quedan en mí sino los recuerdos, el dolor por la muerte de mis
hermanitos y un poco de alegría al saber que al menos podremos llevarles
rosas amarillas, azules y rojas, como los colores de la bandera de la patria a
sus tumbas, que mi Diosito los tenga en la gloria».
El sol se había ocultado detrás de una nube negra, el calorcito ya no se
sentía en el jardín, el frío se volvía a sentir y la bruma arropaba la tarde.
María Alicia, que había permanecido atenta a lo que le contaba Alicia al
reportero, se solivio sobre los brazos de la vieja silla, soltó un gesto de dolor
que se reflejó de inmediato en los labios resecos que apretó con fuerza.
«Me voy a quedar inválida», se dijo, y los recuerdos de Eustaquio
afloraron en su mente. Se acordó entonces que alguna vez Eustaquio le había
dicho que, si no conseguía trabajo, se iría al monte a luchar.
«Son tres años sin noticias de él y cómo así que ahora se viene aparecer
por aquí todo harapiento y flaco», se dijo María Alicia.
Entonces, las dudas afloraron en su mente:
«Será que se metería a la guerrilla o andaría con los paramilitares, ¿cómo
pudo hacerlo? se dijo, y reflexionó:
» Con cualquier grupo que haya estado, malaya la hora en que tomó esa
decisión, se la respeto, pero llegará el momento que nos aclare todo. Él no es
un hombre malo, un poco despistado tal vez, pero allá no creo que acepten a
hombres despistados, tienen que estar en sus cabales pienso. Y sus jefes qué…
¿será que responderán algún día por todo este berenjenal?»
– ¿Le duelen las heridas? –le preguntó el reportero que dejaba escapar la
angustia reflejada en su rostro blanco y sacando a María Alicia del
anonadamiento.
– Si un poco –le contestó ella–; pero me duelen más mis hijos, los he
llorado tanto que ya hasta las lágrimas se me acabaron.
Olegario, apesadumbrado la ayudó a acomodarse un poco, cogió la silla de
ruedas y con mucho cuidado y de forma lenta la acompaño hasta la habitación
del hospital, la ayudó a subirse a la cama, se inclinó, le dio un beso en la parte
de la mejilla que no cubría el macabro vendaje y lo acompañó de un leve
apretón de manos; notó que en la cara sólo le quedaban al descubierto las
heridas en forma de X, rojas e inflamadas, por donde le penetraron las
esquirlas.
Olegario, acompaño después a Alicia hasta la habitación, caminaba lento y
con dificultad, pues las muletas le tallaban en los sobacos.
–Al fin no me contó lo que le pasó a Pedrito –le dijo Olegario–,
apesadumbrado a Alicia al momento de despedirse, mientras se colocaba la
chaqueta de cuero negro y pensando cómo regresar a la capital.
Alicia estaba en otra cama justo al lado de la cama de María Alicia, ya se
había acomodado, tenía la mano izquierda encima de la almohada, apoyando
la cabeza, se quedó pensando por un instante en la horrorosa realidad y en el
horrísono de la explosión, le dijo:
–Pedrito como siempre iba de primero comandando el desfile de ilusiones,
quizá pensando en el futuro que soñaban; fue el que más sufrió, aunque en los
momentos de dolor y sufrimiento, estos no tienen más ni menos, sólo sabemos
que sufrimos y que el dolor nos carcome el cuerpo y el alma. No le conté lo
que le pasó a Pedrito y cómo quedó, porque no fui capaz ni tuve el valor de
hacerlo, sólo le diré que la onda explosiva lo elevó y lo encontraron muerto en
el techo derruido de la inspección. Pienso que por ser el que siempre iba de
primero comandando ese desfile de ilusiones cuando íbamos para la escuela;
fue el que más sufrió, le hacía falta su piernita izquierda y el bracito derecho:
La camisita blanca… Ya no era blanca… ¡Era roja!

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