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Salón Atenas

Llegaban al café cada noche arrastrándose de portal en portal entre las sombras. Una vez
traspuesto el umbral buscaban mesa, se despojaban del abrigo, dejaban a un lado el
sombrero, y encendían el cigarro sin mirarse a la cara. Buscaban algo; aguardaban. Sentaban
a una mujer en las piernas, acariciaban sus zarcillos, le propinaban una palmadita en las
nalgas. Después, se replegaban en el silencio; observaban las imágenes al carboncillo,
adosadas a los muros, que representaban cortesanas, o discutían en pequeños grupos acerca
de política y de los titulares que publicaban los diarios. Era así cada noche. Llegaban cual si
hicieran parte de una cofradía silenciosa. Llegaban, algunos con un clavel en la solapa; otros,
apretando un ajado periódico; muchos en muletas o con los muñones mutilados, única
condecoración que les dejara la guerra. Era como si a todos precediera un deslucido brillo a
la luz del quinqué. Llegaban… Y algún impaciente se abría paso hasta la base de las escaleras,
cubiertas con alfombra roja, en donde la musa Calíope lo conducía hasta una habitación en
la segunda planta. Llegaban y, por primera vez en mucho tiempo, se sentían a salvo: a salvo
de las miradas indiscretas; a salvo de una torpe juventud en la que se cifraron ingentes
esperanzas. A salvo de la amargura y de la frustración; a salvo de una vejez que ya se anuncia
como el declinar de la tarde; que se presenta como pregonero en las esquinas; que cabecea
dormido en los tranvías. Hombres con el sino del náufrago que ha arribado a una isla
desierta; como mercaderes sedientos que han hallado su oasis. Así exactamente. Y podía
ocurrir alguna noche, bajo el son de un bolero, que cualquier joven estrechara en los brazos
su primera mujer. Sus cuerpos giraban transportados por la melodía que llegaba desde un
ostentoso gramófono cuya palanca era necesario girar y girar, cuando el canto o la voz de los
parroquianos amenazaban con languidecer. Pero podía ocurrir que nuestro joven optara por
permanecer en su mesa y advirtiera la sugestiva presencia de un anciano, de pie, que querría
invitarle un trago. Muy amable, tardaría el muchacho en balbucear, una cerveza estaba bien;
que tuviera la bondad de sentarse.
–¿Su primera vez en el Atenas?
–Bueno; no exactamente –mentiría el joven–. Pero es un gran lugar, Don…
–Disculpe usted. Mi nombre, Aníbal Dávila Villada, excapitán de la Guerra de los Mil Días
–diría el viejo, todavía de pie, ofreciendo su mano, el paraguas contra el pecho en una pose
marcial. ¿Con quién tengo el gusto?
–Esteban Linares –Agregaría que estaba a sus órdenes. –Luego Don Aníbal, el índice en
alto, ordenaba cerveza y un whisky a una mujer del salón. Acaso preguntaría la profesión y
tal vez Esteban contestara:
–Adelanto estudios de gramática.
Por un breve segundo, Don Aníbal parecía intrigado.
–¡Ah! La desdichada trama de nuestro porvenir –concedería con aire de resignación–.
Entiendo…
Pero el muchacho querría alardear. Añadiría:
–Aparte de griego, cábala, latín. Y como yo, miles, desperdigados por ahí, leyendo las
comedias de Aristófanes o, simplemente, empeñados en degustar los placeres de Epicuro. Y
de usted, ¿qué me dice?
–¿Yo? –Don Aníbal lanzaría hacia el techo una bocanada de su puro, como reflexionando,
sólo para replicar con aire soñador–: Yo, señor, soy periodista.
Aquellos dos jamás volverían a cruzarse. Es lo que sucede cuando dos épocas distintas se
tropiezan en algún café y se miran por un instante a los ojos. Pero así era la noche algunos
años después de la última guerra; propicia para el rito de iniciación en una ciudad olvidada;
permisiva frente a los placeres, y en contravía a las costumbres parroquiales de una comarca
de páramo. Y puesto que todos querían olvidar, las ninfas de tacón sacudían el Atenas con
su revuelo de faldas. En la penumbra los ojos buscaban encaje y escote, una sonrisa, unos
labios. Y los recuerdos acudían en tropel con la música. El armisticio, la liberación…
Caldeada ya la sangre con música y licor, cada hombre: el poeta y el sastre, el gran
jurisconsulto y el operario de ferrocarril, el filólogo y el zapatero remendón, todos, en una
libación eterna y tácita brindaban a la diosa del placer y lograban olvidar así, por unas horas,
el viento, ese viento frío y triste que los postigos filtraban de la calle. A veces, minutos antes
del amanecer, se desgajaba la lluvia, inundaba las plazas, lavaba las ánforas, ingenua
imitación de escayola; sumía en el letargo las viejas mansiones. La noche llegaba a su fin. Y
al llegar la aurora nadie recordaba.

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