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LA PERSPECTIVA DE GÉNERO Y LA FORMACIÓN DE

IDENTIDADES SIMBÓLICAS DE MUJERES Y HOMBRES: UNA


POSTURA
INTERSUBJETIVA DE INTERPRETACIÓN

En algún momento de nuestra vida ocurre algo que nos sitúa y nos enfrenta en
el mundo. Es quizá cuando nos descubrimos a nosotros mismos o, bien,
empezamos a hacerlo. Establecemos, por ejemplo, nuestra diferencia de
género; comenzamos a identificarnos como hombres o como mujeres;
reconocemos a nuestros padres o notamos su ausencia; preferimos alguna
actividad o no nos gusta hacer nada. En términos generales, adquirimos
nuestra identidad o estamos en constante búsqueda de ella. Nos percatamos
de que estamos incluidos en grupos de parientes, amigos, sociales, en una
nación, en un país. Aparece también nuestra autovaloración, que puede ser
muy elevada o insignificante; sin embargo, es decisiva en nuestras vidas; tiene
que ver con la valoración que recibimos de nuestros padres, de su aceptación o
rechazo; aspectos que delinean nuestra identidad. Entramos en un código
valorativo de nuestro entorno social, sus reglas, su moral, su ética grupal y sus
representaciones simbólicas, en donde se engarzan los significados del mundo
y se convierten en los rostros ocultos de la tradición.

En un mundo simbólico que traza el nivel de las relaciones humanas en lo


público y lo privado, en lo escondido, en el ejercicio del poder y las causas de
éste, el presente escrito pretende dar cuenta de cómo, desde una perspectiva
de género, se construye la identidad simbólica de mujeres y hombres,
contemplando la importancia de la subjetividad que, en oposición a lo objetivo,
puede marcar la diferencia entre lo legítimo y lo ilegitimo en nuestra sociedad,
entendiendo así que la transgresión es una lucha continua contra la exclusión
del poder.

Desde el nacimiento, los seres humanos somos distinguidos con la categoría


“niña” o “niño”, según sea el resultado de la apariencia externa de los genitales.
Esto inicia la asignación de un género a partir del sexo biológico con el que se
nace, proceso que articulándose con otros logra que las personas —femeninas
y masculinas— cumplan con los roles y los atributos esperados para cada
género y que los actúen en los espacios asignados a cada cual.

El problema es que los atributos, los roles y los espacios asignados a las
mujeres son menos valorados que los asignados a los hombres, y esta
diferencia se traduce en desigualdades que han pretendido explicarse como
naturales, cuando se explican por la asignación del género. Éste, por tanto, es
una construcción simbólica, establecida sobre los datos biológicos de la
diferencia sexual (Lamas, 1996).

Aunque la realidad social no puede ser abarcada desde una sola perspectiva
teórica, utilizar la categoría género para referirnos a los procesos de
diferenciación, dominación y de subordinación entre los hombres y las mujeres,
nos obliga a remitirnos a construcciones sociales que pueden ser
transformadas a partir del entendimiento de lo subjetivo y de las diversas
formas de interpretación. En esta perspectiva coexisten distintos tipos de
enfoques dentro de un intento común por interpretar el género como un sistema
de relaciones culturales entre los sexos, mediado por la compleja interacción
de un amplio espectro de instituciones económicas, políticas y religiosas
(Lamas, 1996).

Asimismo, al incorporar la participación política de las mujeres, se hacen


visibles las condiciones asimétricas entre hombres y mujeres en el ejercicio del
poder. Analizar la realidad social con perspectiva de género tiene implicaciones
profundamente democráticas, pues aporta valiosos elementos teóricos y
metodológicos para fortalecer la cultura de los derechos humanos,
contribuyendo a transformar el mundo de dominación por clase, género, raza y
etnia, en un mundo de igualdad de derechos, de posible inclusión y respeto a la
diferencia.

La perspectiva de género, señala Facio (1996), no es la de las mujeres, así


como hablar de género no es hacerlo sólo de mujeres. Existen dos géneros:
masculino y femenino, cuyas relaciones —inter e intra género— con el mundo
forman la realidad social. La perspectiva de género es mucho más que
visualizar las relaciones de poder entre hombres y mujeres; es analizar,
culturalmente, cómo se percibe y se entiende el mundo de manera dicotómica;
es decir, dividido en pares no sólo opuestos, sino jerarquizados y sexualizados.
En esta cosmovisión, todo lo femenino vale menos que lo masculino.

La distribución de papeles en la sociedad, para cada sexo, no se desprende


directamente de las diferencias biológicas, sino se construye en los contextos
social, político y económico, basados en la supremacía de los hombres —lo
masculino— y en la desvalorización y subordinación de las mujeres —lo
femenino—.

Aunque existen diversos enfoques sobre el tema, hay importantes


coincidencias en cuanto al análisis de la realidad social con perspectiva de
género, vistas desde una posición ética y política para transformar las
relaciones de desigualdad, cuestionando y separando las argumentaciones
funcionalistas y deterministas sobre la “naturalidad” (por tener un origen divino)
de las desigualdades, sosteniendo así la simbolización cultural y no la
biológica, la cual establece “lo que es propio”, lo “natural” de cada sexo. La
importancia de estas normas, ideas y representaciones radica en que a partir
de ellas los seres humanos moldeamos nuestras propias identidades
individuales y colectivas.

A partir de esta primera dicotomía, cultura/naturaleza, se construyen otras


manifestaciones jerarquizadas y sexualizadas, entre ellas:
producción/reproducción, razón/intuición, intelecto/sentimientos,
actividad/pasividad, público/privado, etcétera. Demostrar y trascender el
sexismo que subyace en esta cosmovisión requiere necesariamente que el
análisis de todas las situaciones e instituciones se haga con perspectiva de
género.
La asignación de la identidad de género para cada sexo es también dicotómica
y jerarquizada; lo masculino es el referente que domina y define el “lado
opuesto”. La sensibilidad es definida como la ausencia de racionalidad; la
subjetividad como la ausencia de objetividad, la pasividad como ausencia de
actividad; el pensamiento debe estar exento de sentimientos; la razón debe
dominar las emociones (Facio, 1997).

El género es una construcción social histórica, pues los “modelos ideales” de lo


femenino y lo masculino, si mantienen la interiorización de la mujer, cambian en
función de la estructura social que los sustente. Es un proceso vinculado en
especial con la dinámica de las relaciones de género que se viven en los
ámbitos familiar y laboral, espacios donde históricamente la mujer ha sido
excluida en la toma de decisiones.

El género es también una construcción psicológica, ya que define muchos


rasgos de la personalidad y la autoestima de unos y otras. En 1994, Carol
Gilligan advierte en una de sus obras cómo la valoración de la personalidad se
ha hecho con estudios y escalas de varones; entonces, “los psicólogos suelen
considerar el comportamiento masculino como la ‘norma’ y el comportamiento
femenino como una especie de ‘desviación de la norma’”. En este sentido,
Lagarde (2001) señala que, como las mujeres nos movemos entre exigencias,
alabanzas y reprobaciones determinadas por los otros, la autoestima femenina
“se caracteriza en parte por la desvalorización, la inseguridad y el temor, la
desconfianza en sí misma, la timidez, el autoboicot y la dependencia vital
respecto de los otros.”

Sexo y género son dos categorías conectadas. El cuerpo no es pasivo al


exterior; es donde se construye el género. Lo social se inscribe en lo biológico,
en el cuerpo se viven y se asumen las desigualdades; es el referente de las
identidades genéricas. El género es una construcción simbólica que se expresa
en el lenguaje, a través de los significados y los significantes que legitiman y
reproducen los modelos genéricos de relación. Pretender un lenguaje neutral
es nombrar en falso; es decir, como masculino lo que es femenino; es ignorar
la existencia de la mitad de la humanidad. El lenguaje es el vehículo principal
de la comunicación entre personas sexuadas, socialmente construidas. La
subjetividad resulta diferente para los individuos masculinos y para los
femeninos, pues se vincula con aquellas significaciones que participan de los
códigos y los sistemas simbólicos particulares en torno a la masculinidad y a la
feminidad; las significaciones tienen que ver con las construcciones de género.
Entonces, el mundo sólo puede ser explicado, objetiva y racionalmente si lo
hacen también las mujeres.

Las actividades o roles atribuidos a las mujeres y a los hombres no son


universales, como lo demuestran diversos estudios transculturales. En realidad,
son un producto social y aunque son innegables la influencia y la información
genética en la identidad individual, la sociedad es quien construye las
atribuciones sobre las diferencias sexuales. Tejer, cocinar, curar, sembrar la
tierra, entre otros, son asignados para unos u otras según sea la función social
de la actividad y el valor en términos de poder.
Otra dimensión en el proceso de identidad genérica es la asignación de
atributos diferenciados. Su internacionalización legitima lo que “tiene que ser”
cada cual. Si la mujer es naturalmente reproductiva, entonces su espacio es el
doméstico y tiene que ser tierna, generosa, abnegada, cuidadora, educadora.
Si el hombre es “naturalmente” proveedor, su espacio entonces es el público,
libre, y sus cualidades son: fuerza, dominio, inteligencia, razón y competencia.
Estas características —asignadas arbitrariamente— tienen que ver con los
significados culturales, que influyen, necesariamente, en las construcciones e
interpretaciones de los códigos éticos y jurídicos de convivencia; por lo tanto,
están vinculados con relaciones de poder.

Graciela Hierro (2001) profundiza en torno a la ética del placer y señala que el
género es el factor de mayor peso entre los que condicionan y conforman la
doble moral sexual, la cual “se produce porque no existe igualdad política ni
social para los géneros”. Se considera diferente al género masculino del
femenino, ya que éste se registra como inferior en todos los espacios que
suponen jerarquías, considerándose “natural”, moral, prudente, conveniente y
justo en los ámbitos familiar, laboral, social, educativo, político y religioso.

El género no alude solamente a las construcciones socioculturales, históricas y


psicológicas, sino que implica mirar las relaciones que se desarrollan a partir de
estas construcciones entre hombres y mujeres (inter género) y viceversa, pues
en estos espacios se definen las masculinidades y las feminidades; es decir,
las identidades de género circunscrito en un pluralismo.

La socialización y el proceso de internalización de roles, así como la definición


de identidad son complejos. Coincido con la propuesta de Bravo (1999), quien
considera cuatro elementos constitutivos de los vínculos sociales,
estrechamente interrelacionados con las construcciones genéricas:

a) Símbolos culturalmente disponibles que evocan representaciones sociales


de género y que sirven de patrones de identificación a hombres y a mujeres.

b) Conceptos normativos que se expresan en doctrinas y en cuerpos de


conocimientos, los cuales afirman unívocamente el significado de lo masculino
y lo femenino en la religión, ciencia, leyes, etcétera.

c) Sistema institucional, en el que se crea y se reproduce el género: familia,


escuela, mercado de trabajo, espacios políticos, etcétera, instituciones que
construyen las identidades y las relaciones de género.

d) Identidad subjetiva, que se refiere a la manera en que cada persona, mujer y


hombre, interioriza consciente e inconscientemente esos mandatos y los hace
suyos.

La “institucionalización” es un proceso por el cual las prácticas sociales se


hacen suficientemente regulares y continuas como para describirse como
instituciones. Estas prácticas se basan en reglas, usos y rituales formalizados,
que definen la conducta esperada y considerada “legítima” en roles sociales
específicos. Así, se instituyen, por ejemplo, roles para: el médico y la
enfermera; el sacerdote y la monja; el padre y la madre; la mujer y el hombre,
los cuales se asocian con un sistema de sanciones, de tal manera que la
conformidad con las expectativas institucionalizadas sea premiada y/o
castigada. Sin embargo, las instituciones, como producto social, son mutables,
perecederas; cambian cuando se reajustan las fuerzas sociales y se resignifica
el conocimiento y el poder.

El proceso mediante el cual se instituyen los géneros es multifactorial, pero


reconoce la contribución histórica que han tenido en éste las instituciones
familiares y educativas, tanto en la transmisión de conocimientos, mediante
métodos formales e informales, como en la socialización del sistema de valores
que fundamenta la desigualdad genérica.

Si encontráramos un lugar donde los hombres y las mujeres tuvieran las


mismas oportunidades de salud, educación, trabajo, equidad política y jurídica;
no hubiera maltrato, acoso sexual, violación ni incesto; el cuidado, el
mantenimiento, la protección de la familia y del hogar fueran tareas
compartidas; las profesiones no separaran las actividades, dejando a las
mujeres aquellas de menos prestigio, remuneración y poder, bastaría con
analizar e identificar los factores responsables de la armonía y la justicia social.

Mujeres y hombres han vivido o viven situaciones de violencia, desigualdad y


marginación en todos los regímenes sociales y confines del mundo,
justificándose en las lógicas simbólicas construidas históricamente.

En el proceso de socialización, las mujeres y los hombres reciben infinidad de


mensajes a través de todos los órganos sensoriales, en cualquier interacción
social y a lo largo de su vida. Las respuestas, incluso ante mensajes con igual
contenido, suelen ser distintas para ambos sexos en función de una gran
cantidad de factores, no sólo de orden socio-cultural, sino también bio-psico-
sexual, que hacen el proceso de construcción e institucionalización del género
complejo.

Cabe reflexionar sobre la defensa de la dignidad de las mujeres y de los


hombres a través de una ética de la diferencia sexual, ya que debe conllevar a
ambos a la felicidad, mediante los juegos de sus relaciones subjetivas. Con
relatos de su propia experiencia, deben construir nuevos discursos que les den
otra posición en el estatuto simbólico de la conciencia social, por medio de
hábitos, prácticas y vínculos con géneros distintos, en encuentros privados que
minimicen las divergencias.

Esta invitación implica la libertad de los sujetos, el desmarañamiento de las


formas de subjetividad, que se coagulan en los enfrentamientos y
sometimientos de hombres y mujeres, lo cual quizá, nos compromete a develar
el papel del inconsciente y las diversas interpretaciones dialogisistas y
transgresoras entre los géneros, como posible método de análisis e
interpretación.
Bibliografía

Bravo, Anna María. 1999. La pedagogía de la diferencia sexual. Porrúa, México.

Facio, Alda. 1996. Criminología crítica y enfoques de género. CLADEM, Lima, Perú.

Facio, Alda. 1997. El principio de igualdad ante la ley. Mujer y derechos humanos, Lima, Perú.

Gilligan, Carol. 1994. La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. Fondo de Cultura
Económica, México.

Hierro, Graciela. 2001. De la domesticación a la educación de las mexicanas. Fuego nuevo,


México.

Lagarde, Teresa. 2001. Las mujeres latinoamericanas. Perspectivas históricas. Fondo de


Cultura Económica, México.

Lamas, Martha. 1996. El género: la construcción cultural de la diferencia sexual. UNAM-PUEG,


México.

Beatriz Concepción Aguilar de la Rosa


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