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iii
quiméricos e nsustanciales1.
E. Burke
1 Edmund Burke, A philosophical enquiry into the origin of our ideas of the subli-
me and beautiful, Parte iii, Sección xii, p. 102. En adelante cito como PhE.
condiciones, la teoría estética rescatará la centralidad del placer, e
intentará conciliarla con el establecimiento de aquellas condicio-
nes que permitan pensarlo como un sentimiento cuya validez no
es meramente privada.
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130 Como telón de fondo de estos desplazamientos y cambios de énfa-
sis hemos de suponer la madurez política de los procesos e insti-
tuciones sociales ingleses. La temprana sujeción de la monarquía
a restricciones constitucionales y un sistema parlamentario sólido
que desde la Gloriosa Revolución posibilitaban la expresión y el
mutuo control de las diferentes fuerzas sociales2, permitieron des-
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1. La belleza y el gusto: Hutcheson, antecesor de Kant
Como ya lo he afirmado en este trabajo, el racionalismo estético
del siglo xvii nunca desconoció la importancia del placer en la
experiencia de lo bello, pero siempre entendió su valor en función
de sus inmediatas potencialidades pedagógicas. Sin esta vincula-
ción, el placer parecía condenado a sufrir una degradación, siendo
capaces de afectar la mente con otras sensaciones que las del hastío (loathing)
y el aburrimiento (weariness), si muchas cosas no estuvieran adaptadas para
afectar la mente por medio de otros poderes, además de la novedad en ellas,
y de otras pasiones además de la curiosidad en nosotros”. Pero a renglón
seguido, y por mor tanto de la dinámica propia de lo cotidiano como de los
efectos terapéuticos de las experiencias “artificiales” que nos sacuden, Burke
previene contra la confusión de ambos ámbitos: “Pero cualesquiera que sean
estos poderes, o cualquiera que sea el principio por el que afecten la mente,
es absolutamente necesario que no se ejerciten sobre aquellas cosas a las que
el uso diario y vulgar ha conferido una familiaridad viciada y vieja” (Burke,
PhE, Parte i, Sec. i, p. 29).
considerado como necesidad propia del pueblo inculto y sin gusto.
En el capítulo anterior hemos podido constatar ya algunos indicios
de rebelión contra esta concepción en la oscilante reflexión estéti-
ca de Corneille, quien, aunque acata las reglas que garantizan la
función pedagógica, afirma no estar dispuesto a sacrificar un buen
tema (es decir, uno que produzca placer dramático) si la rigidez de
aquellas así llegara a exigirlo. Se manifiestan así las fisuras de un
canon estético que, al subordinar el placer a las normas de la co-
rrección, privilegiaba la adecuación del objeto bello a las mismas,
incluso a riesgo de comprometer sus efectos puramente estéticos
en el receptor.
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132 Esta nueva especie de placer aparece en Hutcheson indisoluble-
mente vinculada a la belleza: se trata del placer de lo bello. La de-
nominación quiere significar que a la belleza le es inherente un
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La “objetividad” de lo bello
La primera tarea consiste entonces en determinar en qué sentido
podemos llamar bello a un objeto. Pero esta vez, la respuesta a esta
cuestión debe dar cuenta tanto de las propiedades objetivas como
del efecto subjetivo del placer. Para una mejor comprensión de la
posición de Hutcheson al respecto, considero necesaria una bre-
ve incursión en la doctrina lockeana acerca de las relaciones entre
ideas y cualidades, que está en la base de su concepción de la belleza.
Afirma Locke:
Llamo idea a todo lo que la mente percibe en sí misma, o que es
objeto inmediato de percepción, pensamiento o entendimiento.
Y al poder de producir cualquier idea en nuestra mente, lo llamo
cualidad del sujeto en el que está ese poder5.
5 John Locke, An essay concerning human undestanding (1690), Libro ii, Cap.
8, p. 134. En adelante cito como Ensayo.
afirma que, cuando son percibidas, “las ideas de las cualidades
primarias de los cuerpos son semejanzas de dichas cualidades, y
sus modelos realmente existen en los cuerpos mismos” (ii, 15). In-
cluso llega a afirmar que una idea de estas cualidades es “una idea
de la cosa como es en sí misma” (ii, 23). Algo distinto sucede con
respecto a las llamadas cualidades secundarias:
Tales cualidades, que en verdad no son nada en los objetos mis-
mos, sino poderes para producir en nosotros diversas sensa-
ciones por medio de sus cualidades primarias, es decir por el
volumen, figura, textura y movimiento de sus partes insensibles,
como colores, sonidos, gustos, etc.; a ésas las llamo cualidades
secundarias (Ensayo, ii, 10; resaltado mío).
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134 Algunos comentaristas han señalado numerosas dificultades en
esta doctrina, al punto de calificarla como un auténtico embrollo6.
Pero no es mi objetivo entrar a examinar los diversos problemas
que plantea, sino señalar su influencia en la teoría estética, y par-
ticularmente en la de Hutcheson. Por lo pronto quisiera señalar
el énfasis, valga la redundancia, “estético-subjetivo” que parece
caracterizar a las llamadas cualidades secundarias, por contrapo-
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(Inquiry, i, 8). Por contraposición, el placer de la belleza (en un ros-
tro, en una pintura, en un paisaje o en un edificio) ha de surgir de
la composición (ideas complejas de los objetos), que es reconocida
no por los sentidos externos sino por el sentido interno de la belleza.
7 Es cierto que, en rigor, habría que afirmar que nuestras ideas provenien-
tes de ambos tipos de cualidades son estéticas por cuanto que su origen se
encuentra en la afección que ejerce el objeto sobre el sujeto. Así, la explica-
ción lockeana acerca de cómo producen sus ideas las cualidades primarias
es la siguiente: “Y dado que la extensión, figura, número y movimiento de
cuerpos de grandor observable pueden percibirse a distancia por medio de
la vista, es evidente que algunos cuerpos individualmente imperceptibles
deben venir de ellos hacia los ojos, y así comunican al cerebro algún mo-
vimiento que produce esas ideas que tenemos en nosotros acerca de ellos” 135 •
(Locke, Ensayo, ii, 12). Las cualidades secundarias producen sus ideas en no-
sotros de igual manera, a saber, “por la operación de partículas insensibles
en nuestros sentidos” (Ensayo, ii, 13). No obstante lo anterior, las cualida-
des primarias –solidez, extensión, forma, movimiento, reposo, número– no
sólo son reales, sino susceptibles de matematización. Por el contrario, de la
presentación que ofrece Locke de las cualidades secundarias se infiere su
carácter irreductiblemente subjetivo y cualitativo: colores, olores, sonidos y
sabores aluden no a los objetos sino a la manera como éstos nos afectan.
8 “Puesto que hay tales poderes de percepción diferentes donde los que
son llamados sentidos externos son los mismos, y puesto que el más exacto
conocimiento de lo que los sentidos externos descubren a menudo no pro-
tenemos experiencias placenteras causadas por una composición
en el objeto que no es captada por los sentidos externos, Hutcheson
cree sobradamente justificada la suposición de la existencia de un
sentido interno que, mediante un sentimiento de placer específico,
reconoce sensible e inmediatamente –y no mediante la reflexión
conceptual– la composición en el objeto:
Este poder superior de percepción es justamente llamado un
sentido a causa de su afinidad con los otros sentidos, en que el
placer no surge de ningún conocimiento de principios, propor-
ciones, causas o de la utilidad del objeto, sino que se suscita en
nosotros sólo con la idea de belleza (Inquiry, i, 13).
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Obsérvese solamente que por belleza absoluta u original no se
entiende cualquier cualidad que se supone que existe en el ob-
jeto de tal modo que éste sea bello de suyo sin relación a una
mente que lo percibe. Pues la belleza, como los demás nombres
de las ideas sensibles, denota propiamente la percepción de al-
guna mente [...] y si no hubiera una mente con un sentido de
la belleza para contemplar los objetos, no veo cómo podrían
llamarse bellos (Inquiry, i, 16).
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138 10 De esta manera, poco importa que la inducción no pueda, empírica-
mente, arrojar universalidad; basta con que sus resultados sean lo suficien-
temente amplios como para constituir un indicio, digno de ser investigado,
no empíricamente, en sus fundamentos. Por ello, refiriéndose a sí mismo,
afirma Hutcheson que “en algunos casos, tal vez el autor ha ido demasiado
lejos al suponer un acuerdo del género humano en el sentido de la belleza
mayor que el que quizás confirma la experiencia; pero toda su preocupación
al respecto es mostrar que hay algún sentido de la belleza natural a los hom-
bres; que encontramos un acuerdo de los hombres en sus gustos por las for-
mas tan completo como en sus sentidos externos, que todos aceptan que son
naturales; y que el placer o el dolor, el deleite o la aversión están natural-
mente unidos a sus percepciones” (Inquiry, Prefacio).
En la naturaleza de las cosas, no parece que haya ninguna co-
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diseminada por doquier en el universo, sino, y esto tal vez resulte
más importante, la derivación necesaria de efectos placenteros en
su percepción. Pero aceptando nuestra ignorancia acerca de la na-
turaleza íntima de la conexión entre el placer de lo bello y la forma
regular, Hutcheson aventura sus hipótesis acerca de los propósitos
perseguidos por el Hacedor al configurar nuestro sentido interno
de manera que reaccione con placer ante la forma regular.
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cepción teleológica que no sólo explique la existencia de la forma,
sino su conexión con los efectos que produce, y que así mismo nos
permita vislumbrar tales efectos como medios para propósitos o
fines determinados que persigue la causa productora.
que Hutcheson estimaría como acordes con la estructura legal del universo.
La práctica de la virtud, es decir, “la belleza de las acciones” no es otra cosa
que una conducta racionalizada. Ahora bien, esa cotidianidad racionaliza-
da, que Hegel caracterizaría como el prosaísmo de la vida moderna, es todavía
valorada por Hutcheson como fuente de placer. Pero una vez asegurada su
posesión, el racionalismo de la vida social se tornará en fuente de aburri-
miento, y el placer de lo bello resultará insuficiente para exorcizarlo.
Vista desde la posterior evolución de las doctrinas estéticas, la
construcción teórica hutchesoniana resulta poco económica, pues
se ve forzada a recurrir a demasiados supuestos: no se trata tan
sólo de que se dé por sentada la existencia de Dios; además es pre-
ciso suponer que él es creador tanto de las formas bellas como del
sentido interno que las percibe placenteramente, y que todo ello es
así porque de esta manera se alcanza algún propósito divino.
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supuesto parece ser el de la existencia de una constitución humana
natural fundamental en la que el sentido interno percibe placen-
teramente la forma regular, y de la cual se deriva una necesaria
unanimidad en los juicios humanos13. Si ésta no se da, la causa de
ello habría de imputarse a factores posteriores y adventicios, que
enturbian la pureza original y generan el disenso. El buen gusto se
recuperaría mediante la práctica de una serie de procedimientos
que, haciendo a un lado los elementos perturbadores, permitirían
la restauración de la perspectiva original en su pureza, y por ende
la universalidad del juicio.
143 •
12 Tal puede ser, por ejemplo, el caso del amante que en su juicio ignora
las deformidades de la amada: “hay que reconocer que el interés puede a
menudo contrapesar nuestro sentido de la belleza tanto en estas cuestiones
como en otras y que las cualidades superiores pueden hacernos pasar por
alto tales imperfecciones” (Inquiry, vi, 4).
13 Así, Hutcheson declara que “toda su preocupación es mostrar que hay
algún sentido de la belleza natural a los hombres, de modo que encontramos un
acuerdo de los hombres en sus gustos por las formas tan completo como
en sus sentidos externos, que todos concuerdan en que es natural; y que el
placer o el dolor, el deleite o la aversión están naturalmente unidos a sus
percepciones” (Inquiry, Prefacio).
diversidad de experiencias específicas, y la posibilidad de una ex-
periencia relativamente pura de la forma no resulta comprensible
sino como resultado de este proceso14. Así, pues, tanto para el godo
que destruyó iglesias góticas, como para el papista que las constru-
yó, la diferencia entre el valor de la forma y el valor religioso era
todavía desconocida porque ambos estaban insertos en un tejido
social y cultural que no requería ni de la diferenciación ni del ais-
lamiento de tales factores en experiencias distintas. Si lo hubiesen
hecho, ello no habría significado que se despojaran de elementos
adventicios para reinstalarse en una experiencia genérica original,
sino, simplemente, que se habrían tornado modernos.
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pronto se abandona para retornar definitivamente al tema central
de la investigación, constituido por la belleza natural, que Hutche-
son equipara de hecho con lo que él llama belleza absoluta u original.
Pero no obstante su carácter fugaz y pasajero, la sección nos intro-
duce en esa importante tensión.
Toda belleza es relativa al sentido de una mente que la percibe,
pero llamamos relativa a la que se aprehende en cualquier objeto
considerado comúnmente como una imitación de algún original.
Y esta belleza se funda en una conformidad, o un tipo de unidad,
entre el original y la copia. El original puede ser o bien un obje-
to de la naturaleza o bien alguna idea establecida; puesto que si
existe alguna idea conocida como tipo y reglas para fijar esta ima-
gen o idea, podemos hacer una bella imitación (Inquiry, iv, 1).
Pero tal vez el ejemplo más significativo sea el del teatro, entendido
como representación de los caracteres humanos. En pocas líneas
Hutcheson se deslinda de la interpretación clasicista de la Poética
de Aristóteles. Es cierto que abstractamente considerados (abstractly
también como el propósito que se persigue con la obra y sin el cual ésta no
resulta cabalmente comprendida.
considered), los caracteres virtuosos –es decir, la belleza moral que en
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adecuados a los caracteres de las personas a los que son adscri-
tos en la poesía épica y dramática (Inquiry, iv, 2).
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La identificación que propongo entre belleza absoluta-belleza na-
tural por una parte, y belleza relativa-belleza artística por otra, no
ha de ser entendida en términos absolutos. De hecho, Hutcheson
ofrece el ejemplo de un paisaje natural rudo e irregular (es decir no
bello absoluto) que no obstante atrae y es fuente de placer. También
podrían aducirse obras de arte que ejemplifican y realizan la idea
de belleza absoluta (uniformidad de la variedad). Sin embargo,
es en la belleza artística en donde pueden realizarse con mayor
propiedad los rasgos atribuidos a la belleza relativa: sólo aquella es
imitación de un modelo no necesariamente bello –ni embellecido
en la copia–, pero que gusta no por su exactitud sino por sus efec-
tos estéticos –la novedad, por ejemplo– en el espectador.
17 Como cuando afirma que para proporcionar más placer (Inquiry, iv, 5),
suele suceder que los artistas añadan belleza relativa a la belleza original.
“Una razón semejante puede llevar a los artistas a separarse en muchos
otros casos de las reglas de la belleza absoluta que se han establecido antes.
Y, sin embargo, esto no es un argumento en contra de que nuestro sentido
de la belleza esté fundado, como antes se ha explicado, en la uniformidad
en la variedad, sino sólo una evidencia de que nuestro sentido de la belleza
original puede ser modificado y contrapesado por otro tipo de belleza” (In-
quiry, iv, 6).
Hutcheson y Kant
Llegados a este punto, cualquier lector informado de las doctri-
nas generales de la estética kantiana habrá percibido ya motivos
comunes en ambos autores. No creo exagerado afirmar que Hut-
cheson ha preparado el terreno para la reflexión estética kantiana,
y por ello he titulado al presente acápite Hutcheson, antecesor de
Kant. Pero aun en su continuidad, la recepción kantiana es crítica,
y a continuación intentaré precisar las diferencias más relevantes
entre los dos autores.
18 “Hablará, por eso, de lo bello, como si la belleza fuese una cualidad del
objeto, y el juicio, lógico (como si constituyese éste, a través de conceptos
del objeto, un conocimiento del mismo); si bien es sólo estético y contiene
simplemente una relación de la representación del objeto con el sujeto; y ello
porque, después de todo, es semejante al lógico en cuanto se puede suponer
la validez del mismo respecto de cada cual” (CJ, § 6, b 18).
19 “Uniformidad o regularidad de los objetos” es, indudablemente, una
fórmula abreviada de la “uniformidad de la variedad” que define a la belleza
absoluta.
dicha conexión son puestas en duda, sino que también aquí cons-
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Estas condiciones de posibilidad que, aunque siéndolo, Hutcheson
no llega a calificar como a priori, son: una determinada forma en
el objeto (uniformidad en la variedad), un sentido interno que la
“reconoce” de manera no conceptual sino sensible y placentera, y
una causa sabia que ha configurado al sentido interno como sen-
sible ante tal forma.
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radicalmente, ella fuese indeterminable. Aunque el juicio de gusto
no aluda expresamente a la determinación del concepto de unifor-
midad, la presupone. Determinar la noción de uniformidad en la
variedad de un objeto, significa pensarla como el medio concebido
por una causa inteligente para el cumplimiento de sus fines.
20 “La adecuación a fin objetiva (die objektive Zweckmäßigkeit) sólo puede ser
reconocida por medio de la relación de lo múltiple a un fin determinado, es
decir sólo mediante un concepto” (CJ, § 15, b 44).
de las facultades que están implicadas en su percepción y en su
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posición de lo múltiple de la intuición, y el entendimiento para la
unidad del concepto que unifica las representaciones (CJ, § 9, b
28).
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diferenciación con respecto a la belleza absoluta, que de manera
privilegiada se experimenta en la belleza natural.
hayan de ser: “Así pues, como fundamento de este juicio no se pone ninguna
perfección de ningún tipo, ninguna adecuación a fin interna, a las que la
composición de lo múltiple se refiriera” (CJ, § 16, b49). No obstante, al pro-
poner los ejemplos de juicios de gusto no puros, por cuanto que versan so-
bre objetos con belleza adherente, afirma: “Pero la belleza de un hombre (y
bajo esa especie la de un varón, o mujer, o niño), la belleza de un caballo,
de un edificio (como una iglesia, palacio, arsenal o quinta), presupone un
concepto del fin de lo que la cosa deba ser, y por tanto un concepto de su
perfección, y es entonces meramente belleza adherente”. La distinción entre
belleza adherente y belleza libre dependería entonces de si el objeto es o no
conocido por el juez, lo cual resulta absurdo. En efecto, aunque un caballo
nos resulte más familiar que un desconocido crustáceo del fondo del mar,
ello no podría constituirse en un obstáculo insalvable para emitir un juicio
de gusto puro acerca del primero. Por otra parte, como ejemplos de objetos
no naturales portadores de belleza libre propone Kant los dibujos à la greque,
o, en la música, las fantasías (sin tema) e incluso toda música sin texto. Se
trata ciertamente en estos ejemplos de objetos no naturales que resultan más
idóneos para juicios de gusto puros, pero incluso en estos casos cabría la
consideración de si el fin con el que fueron producidos no es, precisamente,
•
158 el de “no significar nada en sí mismos”. Mi conclusión sería entonces que,
dado que es posible una consideración de los objetos naturales no mediada
por la noción de un Creador, ellos resultan los más idóneos para un juicio
de gusto puro. Pero sobre ellos también son posibles los juicios de cono-
cimiento, en donde, para evitar el recurso a la noción de una causa inteli-
gente creadora, la conformidad a fin objetiva ha de ser entendida como idea
reguladora de la facultad de juzgar reflexionante. Por su parte, dado que
los objetos artísticos exigen consideraciones acerca de los fines que tuvo en
mente el artista para su producción, son objetos privilegiados de la categoría
de la belleza adherente. También sobre ellos es posible un juicio desde la
perspectiva de la belleza libre, si bien ésta hace caso omiso de su carácter
artístico-teleológico.
la cosa deba ser, porque el arte presupone siempre un fin en la
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La diferencia entre los dos tipos de belleza, que Hutcheson sólo
atina a pensar como complementaria, resulta más enfatizada por
Kant: “en una pretendida (seinsollenden) obra del arte bello, a me-
nudo puede percibirse genio sin gusto, y en otra gusto sin genio”
(CJ, § 48, b 192). Y mientras que el primero justificaba un relativo
alejamiento de las pautas de la belleza absoluta en aras de propor-
cionar un placer más vivo, Kant no duda en afirmar, en caso de
antagonismo, la primacía del gusto:
Así pues, cuando en el conflicto de ambas propiedades en un
producto algo debe ser sacrificado, ello debería ocurrir primero
del lado del genio; y la facultad de juzgar, que en cosas del arte
bello sentencia a partir de principios propios, permitirá que se
rompa antes la libertad y la riqueza de la imaginación que el
entendimiento” (CJ, § 50, b 203).
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Aunque para la época de redacción del ensayo estético burkeano
(1757) la Revolución Francesa –”lo más asombroso que ha ocurri-
do hasta ahora en el mundo”, según el juicio que en su momento
emitiría Burke– no ha tenido lugar, es evidente que la inactividad
y rutina propias de la vida moderna podrían conducir no sólo al
suicidio individual, sino también a ese “suicidio colectivo” que re-
presenta para él una revolución, suceso equiparable a un retorno
al bellum omnium contra omnes hobbesiano. La reflexión estética de
Burke, más preocupada por la producción artística que por la be-
lleza natural, se propone un estudio de las pasiones humanas que
facilite la producción de objetos aptos para suscitarlas de mane-
ra controlada, de modo que puedan conjurarse los peligros de la
vida moderna, dejando no obstante intactos sus cimientos. Lo que
ahora se espera de los objetos artísticos es que, sin alterar la racio-
nalidad ya instalada en la vida cotidiana, permitan al espectador
sacudirse de la monotonía por ésta producida. Recordando el pa-
saje ya citado al comienzo de este capítulo,
Cualesquiera que sean estos poderes [es decir los de las “cosas
adaptadas para mover el ánimo” - l.p.], o cualquiera que sea el
principio por el que afecten la mente, es absolutamente necesa-
rio que no se ejerciten sobre aquellas cosas a las que el uso diario
y vulgar ha conferido una familiaridad viciada y vieja (PhE, i, 161 •
1, p. 29).
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la presencia aparente (obra del arte) del dolor. Aquí se conmueven
las pasiones de la autoconservación, aletargadas por la vida civili-
zada, de manera similar a como el trabajo o el ejercicio físico, que
implican esfuerzos molestos, son condición para mantener saluda-
bles y vigorosos los músculos normalmente inactivos. Se inicia así
el complejo proceso de incorporación de lo “no bello” en el ámbito
de lo artístico.
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son se veía obligado a afirmar la existencia de un sentido interno,
distinto de los sentidos externos que bien podrían no percibirla,
y distinto también del entendimiento, que podría reconocerla
pero sin dar cuenta del placer propio del juicio de gusto. Desde
la concepción que Burke tiene de lo bello, si las propiedades del
objeto bello pueden afectar directamente a los sentidos externos,
ello es así porque la belleza no se entiende como uniformidad de
lo diverso, sino como capacidad de causar amor. Pero para ello no
resulta entonces necesaria la suposición, altamente ficticia, de un
sentido adicional a los externos, como sería el sentido interno.
29 “Tengo una gran razón para dudar si la belleza puede ser en absoluto
una idea que concierna a la proporción. La proporción se refiere casi por 165 •
completo a la conveniencia, como también parece ser el caso con toda idea
de orden; y de ahí que deba ser considerada como una creatura del entendi-
miento antes que como una causa primaria actuando sobre los sentidos y la
imaginación” (PhE, iii, 2, p. 84).
30 Llamamos deforme al individuo que frustra nuestras expectativas de
hallarlo semejante a la forma que, por hábito o costumbre, atribuimos a los
de su especie. Ahora bien, por lo anteriormente dicho no resulta extraño que
la conformidad que tan placentera resultaba a Hutcheson, se revista de una
valoración opuesta en Burke: “En efecto, meramente como tales, la costum-
bre y el hábito están tan lejos de ser causas de placer, que el efecto del uso
constante es hacer de todas las cosas, cualesquiera que sean, algo completa-
a un fin31, o finalmente como perfección32, para Burke resulta claro
que el juicio resultaría imposible sin un concepto determinado de
la uniformidad bajo el cual se subsumiera el individuo juzgado.
Sólo que entonces se trataría de una “creatura del entendimiento”
y no del gusto. Pero, además, los resultados de tales juicios –ahora
de conocimiento– contradirían a menudo la experiencia común,
dando por bellos objetos que no son tenidos por tales, o excluyen-
do a otros que gozan de tal reconocimiento.
mente indiferente (unaffecting). Así como el uso acaba por suprimir el efecto
doloroso de muchas cosas, de la misma manera reduce el efecto placentero
•
166 de otros, y les confiere a ambos una especie de mediocridad e indiferencia”
(PhE, iii, 5, p. 94).
31 “Según este principio, el hocico como cuña del cerdo, con su duro
cartílago en la punta, los pequeños ojos hundidos y la configuración com-
pleta de la cabeza, tan bien adaptados para las tareas de excavar y hozar,
serían extremadamente bellos”. “Muchas cosas, en las que es imposible dis-
cernir cualquier idea de uso, son muy bellas” (PhE, iii, 6, ps. 95 y 97).
32 Según Burke, la noción según la cual la perfección es causa de la belleza
está muy extendida, pero contradice la experiencia: las mujeres lo saben muy
bien, y por ello suelen aprender gestos de debilidad que lejos de proporcio-
nar ideas de perfección, suelen no obstante hacerlas amables. Cfr. PhE, iii,
9, p. 100.
dicha determinabilidad contradice la experiencia: no todos los
iii
vamente, en un juicio de gusto la noción de unidad permanece inde-
terminada; pero también precisa que dicha noción es indeterminable.
Y precisamente en ello consiste la especificidad de la experiencia
de lo bello. Cuando Kant afirma que “de hecho, el juicio de gusto es
emitido absolutamente siempre como un juicio singular acerca del
objeto” (CJ, § 33, b 142), no sólo está constatando el hecho de que los
juicios de gusto se refieren siempre a un “x” singular (por ejemplo,
“esta rosa es bella” o “este edificio es bello”). Más importante es
que, en sentido estricto, está afirmando que el objeto indicado bien
podría permanecer como una “x” no sólo indeterminada sino tam-
bién indeterminable. En otras palabras, en un juicio de gusto, el
reconocimiento del objeto implícito en el hecho de nombrarlo –es
decir, de clasificarlo o de incluirlo dentro de una determinada cla-
se o género: “esta rosa”, “este edificio”– es puramente accidental.
La absoluta singularidad del juicio significa que deja de lado toda
comparación a propósito de su objeto, incluso cuando, por razones
de comodidad en la comunicación, o incluso porque se lo reconoce
como perteneciente a una clase, se lo nombre. Aun nombrando a
su objeto, el juicio de gusto no atiende a ese nombre: ése es el senti-
do de una unidad –indeterminada e indeterminable– de lo múltiple,
o de una conformidad a fin sin fin. En palabras de Kant:
El juicio de gusto se funda en un concepto [...], pero a partir del
cual, y con miras al objeto, nada puede ser conocido ni demos- 167 •
iii
es definido como “un sentimiento de fomento de la vida total del
hombre y, por tanto, también del bienestar corporal, es decir, de la
salud” (CJ, § 54, b 222 s.). Los juegos, que Kant divide en de azar,
musical y de ingenio (Gedankenspiel), deleitan porque fomentan el
sentimiento de la salud, es decir, la actividad vital que a través del
alma llega al cuerpo, o del cuerpo al alma y de ésta, con más fuer-
za, de nuevo hacia el cuerpo. Igual cosa ocurre con la risa, definida
como “un afecto que surge de la transformación repentina de una
tensa espera en nada” (CJ, § 54, b 225).
Aunque nuestro autor cree evadir tal riesgo cuando afirma que,
con respecto a los sentidos,
Suponemos y debemos suponer que como la conformación de
sus órganos es aproximadamente o del todo la misma en todos
los hombres; entonces, la manera de percibir los objetos externos
es la misma, o con pequeñas diferencias, en todos los hombres
(PhE, p. 13).
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universal propia del juicio de gusto. De hecho, una explicación tal
se adecúa más al relativismo propio e indiscutido de los juicios
sobre lo agradable.
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de sacudimiento y vivificación37 propia del hombre urbano y mo-
derno, resulta insatisfactoria para la justificación de la pretensión
de universalidad de los juicios de gusto. Así, pues, el atractivo y
la emoción son sentimientos más complejos que el simple agrado,
y cumplen con una importante función de vivificación incluso
corporal. No son incompatibles con el juicio de gusto puro, y hasta
pueden servirle de propedéutica, pero nunca pueden ser el motivo
de su determinación. Para la dilucidación de éste, resultaba más
sugestiva la uniformidad en la variedad de Hutcheson.
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