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Caminó y caminó. Caviló y caviló. Miró hacia arriba y se preguntó por qué a él.

Por
último, suspiró. Tenía que seguir su camino. Ese que había elegido, ese que se había
convertido en un calvario. Ese que quería abandonar aunque ya era tarde.

Aunque las llamas internas lo consumían por dentro, él salió a enfrentarse al mundo con
una sonrisa. Le habían dicho que la tenía linda así que la usó para mentir siempre que
pudo. Engañaba al mundo con sus dientes y ojos achinados. Les había creer que era
feliz y que no le tenía problemas. Se pasaba las mañanas y las tardes entre risas. Las
carcajadas le sirvieron para callar a los monstruos y demonios que vivían dentro de él.

Pero caía la noche y desaparecían las carcajadas. Los monstruos, que amaban la
oscuridad, aprovechaban para apoderarse de cada centímetro de su cerebro. Invadían
recuerdos, sacaban a la luz secretos, destrozaban los buenos momentos. Las bestias sólo
buscaban hacer el mal.

Sus ojos finalmente cedían. Su fortaleza se derrumbaba. La cabeza le estallaba. Por su


mente sólo rondaban imágenes tristes: mensajes que rompían su cabeza, portazos que
resonaban en sus oídos, golpes al corazón. Tenía que aguantar las duras noches y
esperar los primeros rayos del sol y los primeros rostros para fingir que todo estaba
bien. Para demostrarle –inútilmente- al mundo que él era fuerte, que podía soportar
todos los embates y los golpes.

Así vivió veintitantos años: de día era un payaso, la persona más alegre; de noche, no
podía dormir, era canibalizado por fantasmas internos.

Los monstruos lo vencieron. Lo llevaron al abismo. Al borde de la locura y de la


demencia. No comía, no dormía, no hablaba con nadie, no trabajaba. Su vida era una
tarea de supervivencia. Sólo esperaba que su corazón dejase de latir: para ponerle fin a
su sufrimiento.

Pero toda la oscuridad se desvanece. Eso lo había aprendido de un viejo pelado.

El negro de la noche ya había llegado cuando él lloraba en un rincón. Su sollozo era


silencioso, no quería que nadie lo escuche. Era egoísta con su sufrimiento, no quería
compartirlo con nadie. Pero hubo un ser que no se rindió y no lo abandonó. Su salvador
se presentó en forma de libro.

La solución había estado todo el tiempo arriba de él. En un exhibidor, se sostenía ese
gran libro, ese que intimidaba por su gran cantidad de páginas y letras pequeñas. Él
libro. Siempre lo había esquivado, se sentía lo suficientemente fuerte para enfrentar al
mundo sin ayuda –iluso-.

Abrió las primeras páginas y lloró. Sentía que las letras estaban dirigidas a él. Cada
frase se conjugaba perfectamente con su angustia. Cada párrafo lo sanaba un poco más
y lo ayudaba a sanar esa tristeza. Había encontrado un manual de vida, sin darse cuenta.
El libro le daba cada vez más fuerza. Lo ayudó a levantarse, secar sus lágrimas y
enfrentar a esos demonios. Al primero lo venció con amor; al segundo con el perdón; y
al tercero lo derrotó con el ejemplo de su manual. Le costó al comienzo pero de a poco
cada una de sus acciones estuvo inspirada en el amor del que había adolecido todo el
tiempo.

Al final del camino hubo risas. Pero también lágrimas porque ya no las esquivaba. Las
aceptaba como parte de su vida, como un arma para enfrentar su dura realidad.

No se puede ser feliz todo el tiempo; tampoco es bueno derramar lágrimas por cosas que
no volverán. Lo mejor siempre es celebrar lo que se tiene y no añorar lo que se perdió.
Eso aprendió. Con mucho esfuerzo pero lo logró.

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