“La peor ciudad posible es una ciudad lineal, donde el centro está en un
lado y la zona residencial en otro. La mejor ciudad siempre es la redonda,
una ciudad donde el centro está en el medio y la vida se hace alrededor”, explica didácticamente García.
Debajo de esos llamativos e inmensos rascacielos, los panameños luchan
por salir indemnes del laberinto urbano en el que se ha convertido la capital panameña, infectada de tráfico y sin apenas aceras ni espacios públicos. Por eso no es de extrañar que se esté generando en el país cierta aversión urbana, que es lo que García denomina “urbanofobia”.
La falta de espacio ha hecho que los ricos y la colonia de expatriados
invadan el centro y el resto huya a las afueras, a las ciudades dormitorio de Arraiján, La Chorrera, Pacora o Tocumen.
“Los dueños del centro siempre terminan siendo los acreedores de la
periferia”, apunta.
El problema es que, a diferencia de París o Madrid, donde las ciudades
dormitorio tienen vida propia, los barrios residenciales de Panamá son explanadas kilométricas, inertes y amuralladas, abarrotadas de pequeñas casas unifamiliares donde hasta una mosca se moriría de aburrimiento.
La capital panameña, en palabras de García, está demasiado centralizada
y toda la actividad se concentra “en 4 kilómetros cuadrados”, algo que provoca “marginación y aislamiento social” para aquellos que no viven en el epicentro