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REPORTAJE: TESTIGO (DES)PROTEGIDO

Abandonados a su suerte
Unas 400 personas viven sin protección, sin dinero o
atravesando dificultades para encontrar trabajo tras
haber declarado en los tribunales contra sus antiguos
amigos

JESÚS DUVA 30/03/2008

Viven permanentemente amenazados, atenazados por el miedo, al


borde de la paranoia, con dificultades para encontrar trabajo, casi sin
familia y sin amigos. Con frecuencia acaban alcoholizados o
enganchados a los somníferos y a los antidepresivos. Son los testigos
protegidos, personas que un día aportaron datos cruciales para meter
entre rejas a terroristas, narcos, asesinos, proxenetas y traficantes de
seres humanos. Aquel día, políticos, jueces y policías les alabaron y
ensalzaron, les prometieron de todo: escolta, trabajo, un sueldo...
Pero hoy la mayoría de esas personas -Ricardo Portabales, Pedro Luis
Miguéliz, Manuel Fernández Padín, Pablo y otros muchos anónimos- se
consideran a sí mismos abandonados y olvidados.
En España se aprobó en 1994 una ley para proteger a los testigos,
pero no hay dinero ni un programa para hacerlo
El Parlamento aprobó en diciembre de 1994, con un solo voto en
contra, la Ley orgánica 19/1994 de Protección a testigos y peritos en
causas criminales con el objetivo de acabar así con las lógicas
reticencias de los ciudadanos a colaborar con la justicia por temor a
represalias.
Esa ley establece que los jueces y tribunales deben preservar la
identidad de los testigos protegidos que corran un "peligro grave" y a
tal fin concreta: "Que no consten en las diligencias su nombre,
apellidos, domicilio, lugar de trabajo y profesión, ni cualquier otro
dato que pudiera servir para la identificación de los mismos,
pudiéndose utilizar para ésta un número o cualquier otra clave; que
comparezcan para la práctica de cualquier diligencia utilizando
cualquier procedimiento que imposibilite su identificación visual
normal; y que se fije como domicilio, a efectos de citaciones y
notificaciones, la sede del órgano judicial interviniente, el cual las
hará llegar reservadamente a su destinatario".
Todo eso está muy bien. Pero 13 años después de la aprobación de
esa norma no se ha hecho nada más. No hay un reglamento que la
desarrolle. No existe un programa de protección de testigos, como
existe en Estados Unidos. Un programa que contemple la posibilidad
de cambiar por completo de identidad -un nuevo DNI, un nuevo
número de la Seguridad Social, un nuevo domicilio, un nuevo trabajo
e, incluso, un nuevo rostro- porque eso, naturalmente, tiene un coste.
Dinero, dinero. Y el Estado español no dispone de ninguna partida
económica específica para mantener a los testigos protegidos.
Gente como Ricardo Portabales, catalogado como el primer testigo
protegido de la historia reciente, el arrepentido que actuó como
principal acusador de los imputados en la Operación Nécora, la gran
redada contra el narcotráfico gallego desplegada en 1990 por el juez
Baltasar Garzón. Portabales, considerado un traidor por sus antiguos
compañeros, vive permanentemente escoltado, sometido a cambios
constantes de domicilio, sin recibir una asignación mensual para su
manutención y la de su familia. Hace 15 años denunció que había
sufrido una paliza mientras estaba en Galicia.
Manuel Fernández Padín, otro arrepentido de la Operación Nécora,
vivió durante meses en los calabozos del complejo policial de Canillas
(Madrid). A falta de un equipo de guardaespaldas que le garantizase
protección día y noche, el lugar más seguro para él eran los
inhóspitos calabozos. Allí al menos estaba rodeado por cientos de
policías en un recinto blindado. Antonio Cebollero Campo, otro
arrepentido que colaboró en la misma operación, vivió en la cárcel de
Brieva (Ávila) porque era más seguro para él permanecer entre rejas
que estar en libertad.
La Dirección General de Instituciones Penitenciarias barajó en 1994 la
posibilidad de crear un módulo especial para arrepentidos y testigos
protegidos, al considerar que eso eliminaría los múltiples problemas
de seguridad y el cúmulo de gastos que conlleva garantizar la vida de
estas personas -valiosas colaboradoras de la justicia- durante las 24
horas del día. Sin embargo, han pasado más de diez años... y nunca
más se supo de aquel viejo proyecto.
Gente como el ex contrabandista Pedro Luis Miguéliz, Txofo, que hoy
se gana la vida como puede trabajando en la hostelería en la costa
mediterránea. Él fue en su día uno de los principales testigos de cargo
contra el ex general de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo, el
sargento Enrique Dorado Villalobos y el ex cabo Felipe Bayo Leal,
condenados por el secuestro y posterior asesinato de los supuestos
etarras José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala en 1983.
Testigos protegidos como Pablo, ex miembro del servicio de
Inteligencia de la Armada, que también contó en el juzgado lo que
sabía sobre el caso Lasa-Zabala, sin imaginar que eso le acarrearía
ser secuestrado por unos sicarios que le torturaron y sodomizaron en
noviembre de 1996, según relata Fernando Lázaro en su libro Yo
acuso (editorial Temas de Hoy). Tres días después de prestar
declaración ante un juez, el testigo protegido número 1964/S fue
secuestrado, torturado y violado, además de tener que comerse
literalmente el auto judicial en el que se le otorgaba la condición de
testigo protegido. No tenía ninguna escolta, pese a que el juez había
ordenado que le custodiase la policía.
Pablo tiene hoy una nueva identidad. Pero eso, más que favorecerle,
le ha perjudicado: al ir a buscar trabajo, de nada le sirvieron los títulos
académicos expedidos a su antiguo nombre. Su experiencia laboral le
podía haber abierto un sinfín de puertas para trabajar en el sector de
la seguridad privada, por ejemplo, pero lo malo es que él ya no era
-oficialmente- el mismo hombre que figuraba en aquellos diplomas
llenos de sellos y membretes.
La situación de abandono, de precariedad, de improvisación sobre los
testigos protegidos en España no es nueva. Ya viene de lejos. Ya le
pasó más o menos lo mismo a Mikel Lejarza Eguía, El Lobo, el topo
infiltrado en ETA que, entre otros servicios al Estado, facilitó la mayor
redada de activistas de ETA de la historia y la captura de algunos de
los que asesinaron el 20 de diciembre de 1973 al almirante Luis
Carrero Blanco, entonces presidente del Gobierno de Franco. El Seced
(los servicios secretos creados por el propio Carrero) pagó a El Lobo
una operación de cirugía plástica en la Clínica Angloamericana, de
Madrid. Pero, aun así, hace tres años declaraba a EL PAÍS: "Todavía
me puede matar cualquier descerebrado".
Según diversas fuentes, hay unos 400 testigos protegidos, varias
decenas de ellos por los atentados islamistas del 11-M, aunque la
mayoría son personas relacionadas con el desmantelamiento de redes
de prostitución o de inmigración ilegal.
Las mujeres extranjeras que han decidido denunciar a sus
explotadores han conseguido regularizar su situación en España. Pero
nada más. Nadie les ayuda a buscar un empleo ni a pagar las facturas
de su piso o del supermercado. "Tengo todos los papeles en regla. Sí.
Pero vivo siempre pendiente de quién anda a mis espaldas y
horrorizada ante la posibilidad de que me peguen un tiro", se queja
una inmigrante que denunció en 2005 a los proxenetas que le
explotaron durante años. -
REPORTAJE: TESTIGO (DES)PROTEGIDO

En libertad amenazada
Luis Gómez 30/03/2008

Con 24 años, la vida le sonreía. Era narcotraficante. Ganaba medio millón de


pesetas a la semana

De madrugada acompañaba a los policías en un coche camuflado para darles


información

Vivió durante dos años encerrado en un ático. Toda su compañía era una
televisión en blanco y negro

Las promesas nunca se cumplieron. Vivió entre 'okupas', robó comida en


hipermercados, pero siempre con miedo

Justicia e Interior responden con evasivas sobre el programa de protección de


testigos: "Es materia reservada"

Fue detenido por narcotraficante, pero aceptó colaborar y ser testigo protegido. Su
testimonio llevó a la cárcel a 140 imputados. Ha tenido tres identidades en ocho
años. Desde entonces vive escondido porque la justicia no cumplió sus promesas

La pesadilla comenzó hace ocho años. Un hombre fue decisivo para el éxito de
una operación antidroga desarrollada en las provincias de Cádiz, Sevilla y Huelva,
que provocó un enorme revuelo porque culminó con 140 detenciones. De no ser
por su testimonio preciso y detallado, la acción policial habría resultado inútil:
reveló uno por uno el paradero de los miembros de una organización que
distribuía cocaína, hachís y droga sintética por Andalucía. En la oscuridad de la
noche, condujo a la policía hasta sus domicilios, señaló aquellos escondrijos
donde se almacenaba la droga y qué vehículos se utilizaban para el transporte.
Facilitó incluso gran cantidad de números de los teléfonos móviles. El disco duro
con los detalles de la organización estaba en su cerebro. Uno de los inspectores
de policía que intervino en aquella operación elogió su "prodigiosa memoria".

Aquel individuo era un testigo protegido. No fue el único (hubo un segundo


testigo), pero su información resultó determinante. Todo lo que se pudo saber
entonces del personaje fue que era un hombre muy joven que desempeñaba un
papel principal en la organización recién desarticulada. Le habían detenido unos
meses antes en un chalet del puerto de Santa María donde encontraron 10 kilos
de cocaína. Enviado a prisión, decidió colaborar con la justicia y no pareció haber
actuado por venganza. Rompió con la ley del silencio, que impera en las mafias
del narcotráfico. Y, literalmente, se jugó el tipo.

Dos o tres años después, su abogado informó de que la integridad de su


defendido corría serio peligro y que la actuación de la justicia estaba siendo
especialmente deficiente. Durante su estancia en prisión, sufrió varios traslados
de cárcel por amenazas de muerte. Pero lo más sorprendente fue conocer que
salió en libertad provisional sin lograr que le concediesen una nueva identidad.
Vivía escondido, temía por su vida y carecía de medios de subsistencia.

Pasó el tiempo.

De posteriores comunicaciones con el abogado se deducía que la situación


apenas había mejorado. Todo cuanto había logrado conseguir era un nuevo carné
de identidad para su defendido, que resultaba poco útil por no ir acompañado de
un número de la Seguridad Social: no podía trabajar, disponer de carné de
conducir o recibir un subsidio. En esas circunstancias, las noticias que recibía de
su cliente eran cada vez más escasas. El abogado perdía la paciencia y el
personaje estaba abandonado a su suerte.

Transcurrieron unos años más.

Ocho años después de haber tenido la primera noticia de su existencia, merecía la


pena intentar una entrevista con aquel testigo, petición a la que se había opuesto
siempre su abogado. Ocho años era tiempo suficiente como para que los
obstáculos hubieran terminado por superarse. Sin embargo, las noticias volvieron
a ser desalentadoras. Su abogado había dejado el caso. Reconoció su
impotencia, su desesperación, su incomodidad: hacía mucho tiempo que no
percibía sus honorarios. Lo último que sabía era que le habían adjudicado un
letrado de oficio. Desconocía su nombre. Del testigo ya no le llegaban noticias:
viviría escondido en alguna parte. Todas las medidas de protección que le
prometieron fueron incumplidas. El abogado sospechaba que algunos policías le
habían facilitado un número de teléfono al que recurrir si necesitaba ayuda
urgente. No tenía más información de él.

Tampoco la tenía su nueva abogada. Era una joven letrada de Madrid, Nuria
Rodríguez Vidal. Ella sí era partidaria de una entrevista con su defendido, pero
había un serio problema: no había podido contactar con él desde que le
adjudicaron el caso. Y necesitaba hacerlo con cierta urgencia, pero desconocía
hacia dónde dirigir sus pasos para encontrarle. En esas circunstancias, llegó un
golpe de suerte: indagando entre las personas que habían tenido algún contacto
con el testigo surgió un número de teléfono donde poder dejar al menos un
mensaje. Quedaba en segundo plano la posibilidad de convencerle para que
aceptara una entrevista.

Meses después, aceptó una cita. Con una condición: el encuentro se celebraría en
una gran ciudad, en un sitio donde pudiera pasar inadvertido. Una vez en dicha
localidad, el contacto se establecería por teléfono para decir dónde podríamos
vernos, en qué calle y en qué lugar. Llegado ese momento, facilitó una dirección y
preguntó si el periodista acudiría en taxi.
Tardé en darme cuenta de las características del lugar que él había elegido para la
cita: a unos pasos de una comisaría de policía. Y él vigilaba a distancia la llegada
de un taxi.

El hecho tenía su explicación: si el periodista no parecía ser quien decía ser, si en


los primeros segundos observaba algo sospechoso, él tendría tiempo para correr
y refugiarse en la comisaría. Era una evidencia del miedo que condiciona la vida
de este hombre.

Ahora tiene 32 años. Es alto, delgado, de complexión fuerte, gesto serio y una
amargura en la mirada que persiste incluso en los breves momentos en los que se
atreve a esbozar una tímida sonrisa. Los últimos ocho años de su vida han dejado
secuelas que él mismo explica: "Le entregué mi vida a la justicia. Creo que me he
vuelto esquizofrénico. El rostro se me ha vuelto agresivo. Me ha quedado un tic
nervioso en un ojo, de todas las medicinas que me he tomado. Llegaba a tomar 70
en un día. He perdido memoria. Los médicos dicen que tengo un 53% de
minusvalía. Lo único que quiero es acabar con esto".

El hombre autoriza a que se utilice en este reportaje el nombre de Cristóbal Toledo


Gallego, la identidad que las autoridades le dieron para su estancia en la cárcel,
donde residió los primeros dos años y medio de esta pesadilla. Cristóbal ha tenido
tres identidades desde entonces. La suya propia, la que tuvo en prisión y la de un
nuevo DNI que le facilitaron tiempo después de salir en libertad. Ninguna de ellas
fue útil. Su caso es uno de tantos que evidencia cómo el programa de protección
de testigos es ineficaz en España. Regulado por la Ley orgánica 19/94 de
Protección de testigos y peritos en causas criminales, quedó pendiente de una
regulación que no se ha efectuado nunca. Todos los expertos consultados
coinciden en criticar su falta de desarrollo. Uno tan destacado como Javier
Zaragoza, actual fiscal jefe de la Audiencia Nacional, llegó a afirmar en una
ponencia que la regulación actual es "incompleta, insuficiente e inadecuada". Un
documento elaborado por Joaquín Sánchez Covisa, fiscal del Tribunal Supremo,
abunda en idénticos comentarios. El juez Juan del Olmo, en una reciente
conferencia en la escuela de verano de la Universidad Complutense de Madrid,
lamentó que el sistema español de protección de testigos impida realizar un
trabajo efectivo: "Desde 1994, el Estado", dijo, "no se ha ocupado en dotar con
fondos al sistema de protección, lo cual lo hace ineficaz y obliga en ocasiones a
los jueces a recurrir a otras vías para aumentar la protección".

La pesadilla de Cristóbal Toledo comenzó cuando tenía 24 años. La vida le


sonreía. Vivía en un chalet, conducía un BMW, ganaba medio millón de pesetas a
la semana. Había dejado su casa unos años antes, siendo adolescente, el día en
que su padre le pegó una paliza. Hombre muy estricto, director de un instituto, no
podía soportar que su hijo fuera un mal estudiante y se pasara todo el día en la
calle. Aquella paliza terminó con una pierna rota y su decisión de no regresar a
casa. La vida callejera le llevó a un destino inevitable en el lugar donde vivía: el
menudeo de la droga, dinero al contado si eres lo suficientemente atrevido.
Empezó por abajo, con una Vespino con la que consumió cientos de kilómetros.
Cristóbal tenía don de gentes. Sus contactos aumentaban. Su radio de acción se
amplió hasta escalar posiciones en la organización para la que trabajaba. Picó
cada vez más alto y sus relaciones alcanzaron algunas discotecas de la Costa del
Sol. Prosperaba: cuando logras poner un pie en Marbella y sus aledaños
empiezas a competir en la Primera División del sector. Utilizaba cuatro teléfonos
móviles, cambiaba de tarjetas cada semana, pero todo estaba en su cabeza:
nombres, direcciones, matrículas de coches, números de teléfono. No necesitaba
una agenda. Tenía facilidad para los números.

"Llevaba conmigo a mis perrillos". Así llama Cristóbal a otros jóvenes que le
acompañaban, a los que mantenía, su cohorte privada. Su ritmo de vida era
intenso y en eso tenía mucho que ver la cocaína que consumía. "Apenas dormía.
Disfrutaba de la vida a tope y gastaba parte de mis ganancias en cocaína. Cada
vez me reservaba más para mí, para mi propio consumo".

Probablemente, tanta excitación le llevó a cometer algún error. Lo cierto es que la


noche del 31 de octubre de 2000, la policía le sorprendió en su chalet. Le habían
estado vigilando. Encontraron diez kilos de cocaína en el inmueble y le detuvieron.

Si hubiera encajado el golpe como tantos otros en su oficio, su vida habría sido
diferente. De haber mantenido la boca cerrada, la organización le habría
protegido, enviado dinero a la cárcel y contratado un buen abogado. La ley del
silencio es muy efectiva en el mundo del narcotráfico: te comes el marrón y te
callas, que la organización velará por ti y los tuyos. El ejemplo lo ha vivido en sus
propias carnes: buena parte de aquellos a quienes delató salieron de la cárcel
antes que él y no les ha faltado dinero ni trabajo desde entonces. Pero él decidió
hablar. Fue el error de su vida.

El juez, el fiscal y su abogado le convencieron para que colaborase con la justicia.


Le prometieron otorgarle la doble condición de arrepentido y testigo protegido. Su
identidad quedaría a salvo, disfrutaría de beneficios penitenciarios y podría
rehacer su vida. Le facilitarían un lugar donde vivir y unos medios económicos
para salir adelante. Ninguna de esas promesas se cumplió. El sistema falló
estrepitosamente.

Diez veces salió de la cárcel donde estaba ingresado. En algunas ocasiones


durmió en la propia comisaría. Durante la madrugada, acompañaba a los agentes
en un coche camuflado para indicarles in situ todos los detalles de la organización:
matrículas de coches, almacenes donde se ocultaba la droga, domicilios, lugares
de contacto. Recuerda que una de aquellas noches, el vehículo policial pinchó una
rueda y hubieron de esperar para repararla. Sus descripciones eran precisas. "Se
conocía todos los caminos con exactitud por complicados que fueran, incluso
durante la noche, cuando no es fácil moverse por ciertos lugares", recuerda uno
de los agentes, entrevistado tiempo después. En uno de los documentos que
obran en el sumario del caso, constan las declaraciones de policías de la UDYCO
de Sevilla y Cádiz, que testificaron a su favor, reconocieron la importancia de su
colaboración y "el peligro potencial elevado" al que se exponía con su testimonio.
"Nunca hemos tenido un testigo que nos lo pusiera tan fácil", confesó uno de ellos.

La operación fue un éxito. Un golpe espectacular, al mejor estilo de la Operación


Pitón, aquella que protagonizó en Cádiz el juez Garzón en los años noventa. Tres
centenares de agentes de la policía y la Guardia Civil irrumpieron en varias
localidades gaditanas para hacer los correspondientes registros. Se hallaron
varios miles de kilos de hachís, varias decenas de kilos de cocaína, armas de
fuego, numerosos vehículos, propiedades y cuentas corrientes a nombre de
personas que no tenían oficio conocido. Se practicaron 140 detenciones.

Como resultado de la operación policial, algunos de los detenidos ingresaron en la


misma cárcel donde residía Cristóbal. Ya se hablaba por entonces de un par de
testigos protegidos y de amenazas de muerte. Así comenzó su peregrinaje
carcelario a la espera de que se cumplieran las promesas. Llegó a estar en cinco.
En ellas recibió una identidad, la de Cristóbal Toledo Gallego. Como el riesgo era
alto, fue trasladado a la de Aranjuez, de máxima seguridad, suficientemente
alejada de su entorno.

Sus recuerdos de la cárcel son agradables. Cristóbal se ejercitó en el boxeo, se


puso en forma, llegó a trabajar como guardaespaldas de algunos reclusos
islamistas detenidos tras el 11-S. "Esos tíos manejaban dinero y pagaban bien",
recuerda. Pero los beneficios terminaron ahí. Estuvo dos años y medio en prisión:
más tiempo de lo que había calculado.

Un día se topó con la realidad que le esperaba en el exterior. Por la megafonía de


la prisión anunciaron que se presentara al director. Lo sorprendente de aquel
anuncio fue que le citaron por su verdadero nombre. Le costó unos segundos
darse cuenta de que se referían a él. "Me había olvidado de mi verdadera
identidad. Todo el mundo, hasta los funcionarios, me conocían por Cristóbal". De
hecho, éstos también se sorprendieron. "Si no te están llamando a ti, si tú eres
Cristóbal", le decían. El equívoco duró unos minutos, hasta que el director le
comunicó que quedaba en libertad provisional y podía salir a la calle.

"Me dijeron que, dada mi situación, me daban 10 euros para un taxi hasta la
estación y me pagaban un billete de tren hasta el lugar que yo eligiera. Les dije
que no podía salir así, que no tenía dinero, que no podía volver a mi casa, que me
podían matar en cuanto saliera de la cárcel".

Contactó con su abogado. Se intensificaron las gestiones para darle una nueva
identidad y dotarle de medios económicos de subsistencia. Visitó al juez del caso.
Comenzó a invadirle el pánico.

A pesar del empeño del juez, sus autos estaban resultando inútiles. El primero se
había firmado el 9 de enero de 2001, en el que se acordaba protección especial,
traslado de centros penitenciarios si era preciso y protección policial de sus
familiares a la vista de la existencia de algunas amenazas. En febrero de 2001 se
acordó cambiarle la identidad en la cárcel, el 28 de marzo de 2001 se dictó otro
auto aumentando su nivel de protección y un nuevo cambio de cárcel. Nuevas
peticiones se formularon el 21 de mayo y el 1 de octubre, cuando se solicitó su
traslado a Aranjuez. Las solicitudes continuaron inútilmente: el 12 de marzo de
2002 se ampliaron medidas protectoras, se eliminaron sus datos personales en
las piezas del sumario y se dio curso de su caso a una pieza separada.

Así hasta el 31 de octubre de 2002, cuando se acordó su libertad con la


conformidad del fiscal, se solicitó se le expidiera un nuevo DNI, se le asignó una
escolta y medios económicos para su subsistencia. El juez ordenó que Interior
cumpliese estas medidas "en el plazo más breve posible".

A pesar de todos esos documentos, Cristóbal salió de la cárcel sin nueva


identidad y totalmente desprotegido. No tuvo otra alternativa que ocultarse en una
buhardilla propiedad de un familiar.

En su interior vivió encerrado durante dos años.

El ático era muy pequeño. Apenas podía ponerse de pie sin golpear su cabeza
contra el techo. Durante un tiempo, un familiar le trajo comida. El mobiliario se
limitaba a una cama y una mesita donde descansaba un televisor en blanco y
negro que mantenía encendido las 24 horas del día. Era su única compañía.
Pasado el tiempo, algunas noches se atrevió a salir a la azotea. Lo hacía
acurrucado para que nadie pudiera advertir su presencia. Se miraba al espejo y le
daba la sensación de que se estaba poniendo amarillo. Carecía de dinero. No
podía salir a la calle. Le suministraron algunas pastillas para dormir, que a veces
mezclaba con alcohol. Le sobrevino la idea del suicidio.

Un día consiguió acudir a la consulta de un psiquiatra. Salió a la calle camuflado.


Atemorizado. De aquel psiquiatra guarda un buen recuerdo, "porque se mojó por
mí". Desde ese momento, las medicinas comenzaron a ser sus compañeras de
viaje. Consumió una mezcla de ansiolíticos, antidepresivos, pastillas contra el
insomnio y protectores estomacales. Cristóbal conserva algunas recetas.
Trazadona Clorhidrato, Topamax, Trankimazin, Clonazepan, Omoprazol,
Noctamid, Clorazepato hipotásico. Posiblemente no hizo un buen uso de ellas. No
hay píldoras que eliminen el miedo a las amenazas, ni medicinas que liberen de
un encierro entre cuatro paredes.

Escribía cartas a su madre que nunca envió al correo. Cartas a sus hermanas, a
la novia que perdió tras la detención. Escribía porque no podía hablar con nadie,
porque no debía complicarle la vida a nadie. Engordó. Llegó a pesar 125 kilos.
Sus músculos se atrofiaron. Alguna vez se le descolocó una clavícula. Su cuerpo
se deterioraba.

A partir de un determinado momento, los acontecimientos se dispararon. Los


recuerda de forma más imprecisa. "Ya no tengo la memoria de antes", repite una y
otra vez. Decidió huir de esa prisión privada y encontrar una salida en otra parte.

Se sintió perdido. Vivió durante un tiempo entre unos okupas. Vendía sus
medicinas a unos yonquis para obtener algo de dinero. Era una vuelta a su
pasado de camello si no fuera porque ese regreso le estaba vedado: le matarían
si le reconocieran. Se alimentaba de lo que robaba en los hipermercados. Iba de
un sitio a otro.

Viajó a Madrid sin trabajo. No le fue bien. Llegaron a robarle el DNI y cuando
acudió a una comisaría para denunciarlo le detuvieron. "En el ordenador de la
policía estaba mi identidad nueva y la verdadera y resulta que estaba en busca y
captura". No había acudido al requerimiento de un juzgado en su día. ¿Cómo
podría hacerlo si no tenía domicilio conocido y apenas se comunicaba con su
abogado?

La ayuda prometida nunca llegó. El abogado comenzó a dar el caso por perdido.
El 18 de mayo de 2004, el juez firmó un nuevo auto reiterando que se le
concediesen las medidas de protección. En diciembre de ese mismo año se
produjo un curioso intercambio de comunicaciones entre el Ministerio de Justicia y
la Consejería de Justicia de la Junta de Andalucía. El ministerio le pedía a la Junta
que adoptara las medidas económicas para ayudar a un testigo protegido y la
Junta respondía por dos veces que las competencias de Justicia transferidas a la
Junta no contemplaban "los gastos ocasionados por la protección a testigos".
Gobierno central y Junta de Andalucía se pasaban la pelota y el asunto quedaba
en el alero. Cristóbal seguía buscándose la vida.

El 22 de diciembre de 2005, el Defensor del Pueblo Andaluz contestó a una carta


de su abogado admitiendo a trámite el caso. Por un momento, se abrió la luz. Le
ofrecieron un trabajo en una residencia de ancianos. Allí trabajó y allí vivió también
porque no podía residir en otro sitio. A cambio debía dejar una buena parte de su
sueldo. La situación no duró mucho y le invitaron a marcharse.

Cambió de ciudad, trabajó de camarero, de vigilante en una discoteca. Trabajos


esporádicos que cumplió con el miedo en el cuerpo y una dependencia cada vez
mayor de los medicamentos. Su situación no encontraba salida.

Como sucede en algunas películas, el destino le sonrió por primera vez. Conoció
a una mujer, con la que viajó a Francia durante un tiempo (siete meses) y le ayudó
a combatir su dependencia. Es la única persona que le retiene entre los vivos.

Su caso fue transferido a la Audiencia Nacional porque, a pesar de todo, todavía


tiene una deuda con la justicia. Está imputado en un sumario, en una pieza
separada. El juez Grande Marlaska le obligó a viajar a Madrid a prestar
declaración bajo la amenaza de ponerle en búsqueda y captura, pero no resolvió
su situación como testigo protegido. Meses después, hubo de acudir a un juicio en
una ciudad andaluza en calidad de testigo. Le situaron en una sala aparte y
declaró por videoconferencia, pero cuando terminó su intervención escuchó con
estupor cómo el juez se despedía de él por su verdadero nombre.

La vida al lado de su nueva compañera le ha permitido ir sobreviviendo, tener


algún trabajo temporal, cambiar de domicilio de vez en cuando. Pero no es vida si
está dominada por el miedo.

Su abogado decidió dejar el caso. La letrada de oficio que se le asignó, Nuria


Rodríguez Vidal, no deja de sorprenderse por los avatares de su cliente. Ha
necesitado de varios meses para localizarle y poder entrevistarse con él. Se ha
encontrado con algún hecho consumado: el juez Baltasar Garzón, una vez se
reintegró a su puesto tras un periodo sabático en Estados Unidos, no ejecutó la
orden de protección. "Argumentó que no era el juez competente", explica la
abogada. Fue una forma radical de zanjar el asunto. Ya no había caso.

Pero sí lo hay. Cristóbal necesita una sentencia para que todo quede cerrado y el
asunto va demasiado despacio. Su abogada cree que el juicio no se celebrará
hasta pasados unos años, máxime teniendo en cuenta que ha quedado como un
asunto menor y que los sumarios se agolpan en la Audiencia Nacional. "Habrá una
dilación importante que obrará a su favor. No creo que haya condena. Es muy
improbable que vuelva a la cárcel, entre otras cosas porque merecerá una rebaja
por colaboración con la justicia", supone la letrada.

La respuesta de portavoces de Justicia e Interior a cualquier pregunta periodística


sobre el programa de protección de testigos, el número de adscritos al mismo o su
dotación económica encuentra la típica evasiva ante preguntas incómodas: "Es
materia reservada. No se pueden ofrecer datos". Aunque algunas fuentes citan un
número de varios cientos de testigos protegidos, nadie confirma la cifra exacta y
mucho menos cómo se coordinan las medidas de protección, cuántas identidades
se han cambiado y en cuantos casos se han dispuesto cambios de domicilio o
prestaciones económicas. Dichas fuentes reconocen que los casos de terrorismo,
sobre todo el islamista, han obligado a esos departamentos ministeriales a ser
más rigurosos en las medidas de protección. Por otro lado, fuentes policiales
reconocen que evitan recurrir a la figura del testigo protegido por la manifiesta
ineficacia del sistema.
En España se han celebrado varios simposios sobre la materia de los que se
desprende una firme llamada a las autoridades a desarrollar la ley. Observatorios
especializados en lucha contra el crimen organizado de la ONU y de la Unión
Europea enfatizan la necesidad de acudir a esta figura para luchar eficazmente
contra las mafias. La protección de testigos es una asignatura pendiente en
España.

Los expertos reconocen que Estados Unidos e Italia tienen los sistemas más
avanzados en la materia. Reino Unido y algún otro país europeo han hecho
progresos. La experiencia de los primeros 25 años de programa federal en
Estados Unidos demostró que, a pesar de su complejidad y su elevado costo
económico (se otorgó protección a 6.500 testigos con extensión a 9.000
familiares), el sistema se justificaba con una evidencia: se habían logrado
condenas en el 89% de los casos en los que los testigos protegidos habían podido
declarar.

Durante estos ocho años, asociaciones anti droga de Cádiz y partidos políticos sin
excepción han criticado en numerosas ocasiones que la mayoría de las grandes
operaciones contra el narcotráfico en la provincia hayan terminado sin condenas,
con buena parte de los imputados en libertad.

Sin embargo, Cristóbal Gallego Toledo sí ha sido condenado. A vivir en una


condición de libertad amenazada. ¿Cuándo podrá pasear por la calle sin
ocultarse?

El encuentro ha terminado. Nos despedimos. El hombre se da media vuelta y


camina hacia alguna parte, pero gira una última vez su cabeza hacia atrás para
observar hacia dónde se dirigen mis pasos. El miedo sigue vigente. -

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