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Testigo Protegido
Testigo Protegido
Abandonados a su suerte
Unas 400 personas viven sin protección, sin dinero o
atravesando dificultades para encontrar trabajo tras
haber declarado en los tribunales contra sus antiguos
amigos
En libertad amenazada
Luis Gómez 30/03/2008
Vivió durante dos años encerrado en un ático. Toda su compañía era una
televisión en blanco y negro
Fue detenido por narcotraficante, pero aceptó colaborar y ser testigo protegido. Su
testimonio llevó a la cárcel a 140 imputados. Ha tenido tres identidades en ocho
años. Desde entonces vive escondido porque la justicia no cumplió sus promesas
La pesadilla comenzó hace ocho años. Un hombre fue decisivo para el éxito de
una operación antidroga desarrollada en las provincias de Cádiz, Sevilla y Huelva,
que provocó un enorme revuelo porque culminó con 140 detenciones. De no ser
por su testimonio preciso y detallado, la acción policial habría resultado inútil:
reveló uno por uno el paradero de los miembros de una organización que
distribuía cocaína, hachís y droga sintética por Andalucía. En la oscuridad de la
noche, condujo a la policía hasta sus domicilios, señaló aquellos escondrijos
donde se almacenaba la droga y qué vehículos se utilizaban para el transporte.
Facilitó incluso gran cantidad de números de los teléfonos móviles. El disco duro
con los detalles de la organización estaba en su cerebro. Uno de los inspectores
de policía que intervino en aquella operación elogió su "prodigiosa memoria".
Pasó el tiempo.
Tampoco la tenía su nueva abogada. Era una joven letrada de Madrid, Nuria
Rodríguez Vidal. Ella sí era partidaria de una entrevista con su defendido, pero
había un serio problema: no había podido contactar con él desde que le
adjudicaron el caso. Y necesitaba hacerlo con cierta urgencia, pero desconocía
hacia dónde dirigir sus pasos para encontrarle. En esas circunstancias, llegó un
golpe de suerte: indagando entre las personas que habían tenido algún contacto
con el testigo surgió un número de teléfono donde poder dejar al menos un
mensaje. Quedaba en segundo plano la posibilidad de convencerle para que
aceptara una entrevista.
Meses después, aceptó una cita. Con una condición: el encuentro se celebraría en
una gran ciudad, en un sitio donde pudiera pasar inadvertido. Una vez en dicha
localidad, el contacto se establecería por teléfono para decir dónde podríamos
vernos, en qué calle y en qué lugar. Llegado ese momento, facilitó una dirección y
preguntó si el periodista acudiría en taxi.
Tardé en darme cuenta de las características del lugar que él había elegido para la
cita: a unos pasos de una comisaría de policía. Y él vigilaba a distancia la llegada
de un taxi.
Ahora tiene 32 años. Es alto, delgado, de complexión fuerte, gesto serio y una
amargura en la mirada que persiste incluso en los breves momentos en los que se
atreve a esbozar una tímida sonrisa. Los últimos ocho años de su vida han dejado
secuelas que él mismo explica: "Le entregué mi vida a la justicia. Creo que me he
vuelto esquizofrénico. El rostro se me ha vuelto agresivo. Me ha quedado un tic
nervioso en un ojo, de todas las medicinas que me he tomado. Llegaba a tomar 70
en un día. He perdido memoria. Los médicos dicen que tengo un 53% de
minusvalía. Lo único que quiero es acabar con esto".
"Llevaba conmigo a mis perrillos". Así llama Cristóbal a otros jóvenes que le
acompañaban, a los que mantenía, su cohorte privada. Su ritmo de vida era
intenso y en eso tenía mucho que ver la cocaína que consumía. "Apenas dormía.
Disfrutaba de la vida a tope y gastaba parte de mis ganancias en cocaína. Cada
vez me reservaba más para mí, para mi propio consumo".
Si hubiera encajado el golpe como tantos otros en su oficio, su vida habría sido
diferente. De haber mantenido la boca cerrada, la organización le habría
protegido, enviado dinero a la cárcel y contratado un buen abogado. La ley del
silencio es muy efectiva en el mundo del narcotráfico: te comes el marrón y te
callas, que la organización velará por ti y los tuyos. El ejemplo lo ha vivido en sus
propias carnes: buena parte de aquellos a quienes delató salieron de la cárcel
antes que él y no les ha faltado dinero ni trabajo desde entonces. Pero él decidió
hablar. Fue el error de su vida.
"Me dijeron que, dada mi situación, me daban 10 euros para un taxi hasta la
estación y me pagaban un billete de tren hasta el lugar que yo eligiera. Les dije
que no podía salir así, que no tenía dinero, que no podía volver a mi casa, que me
podían matar en cuanto saliera de la cárcel".
Contactó con su abogado. Se intensificaron las gestiones para darle una nueva
identidad y dotarle de medios económicos de subsistencia. Visitó al juez del caso.
Comenzó a invadirle el pánico.
A pesar del empeño del juez, sus autos estaban resultando inútiles. El primero se
había firmado el 9 de enero de 2001, en el que se acordaba protección especial,
traslado de centros penitenciarios si era preciso y protección policial de sus
familiares a la vista de la existencia de algunas amenazas. En febrero de 2001 se
acordó cambiarle la identidad en la cárcel, el 28 de marzo de 2001 se dictó otro
auto aumentando su nivel de protección y un nuevo cambio de cárcel. Nuevas
peticiones se formularon el 21 de mayo y el 1 de octubre, cuando se solicitó su
traslado a Aranjuez. Las solicitudes continuaron inútilmente: el 12 de marzo de
2002 se ampliaron medidas protectoras, se eliminaron sus datos personales en
las piezas del sumario y se dio curso de su caso a una pieza separada.
El ático era muy pequeño. Apenas podía ponerse de pie sin golpear su cabeza
contra el techo. Durante un tiempo, un familiar le trajo comida. El mobiliario se
limitaba a una cama y una mesita donde descansaba un televisor en blanco y
negro que mantenía encendido las 24 horas del día. Era su única compañía.
Pasado el tiempo, algunas noches se atrevió a salir a la azotea. Lo hacía
acurrucado para que nadie pudiera advertir su presencia. Se miraba al espejo y le
daba la sensación de que se estaba poniendo amarillo. Carecía de dinero. No
podía salir a la calle. Le suministraron algunas pastillas para dormir, que a veces
mezclaba con alcohol. Le sobrevino la idea del suicidio.
Escribía cartas a su madre que nunca envió al correo. Cartas a sus hermanas, a
la novia que perdió tras la detención. Escribía porque no podía hablar con nadie,
porque no debía complicarle la vida a nadie. Engordó. Llegó a pesar 125 kilos.
Sus músculos se atrofiaron. Alguna vez se le descolocó una clavícula. Su cuerpo
se deterioraba.
Se sintió perdido. Vivió durante un tiempo entre unos okupas. Vendía sus
medicinas a unos yonquis para obtener algo de dinero. Era una vuelta a su
pasado de camello si no fuera porque ese regreso le estaba vedado: le matarían
si le reconocieran. Se alimentaba de lo que robaba en los hipermercados. Iba de
un sitio a otro.
Viajó a Madrid sin trabajo. No le fue bien. Llegaron a robarle el DNI y cuando
acudió a una comisaría para denunciarlo le detuvieron. "En el ordenador de la
policía estaba mi identidad nueva y la verdadera y resulta que estaba en busca y
captura". No había acudido al requerimiento de un juzgado en su día. ¿Cómo
podría hacerlo si no tenía domicilio conocido y apenas se comunicaba con su
abogado?
La ayuda prometida nunca llegó. El abogado comenzó a dar el caso por perdido.
El 18 de mayo de 2004, el juez firmó un nuevo auto reiterando que se le
concediesen las medidas de protección. En diciembre de ese mismo año se
produjo un curioso intercambio de comunicaciones entre el Ministerio de Justicia y
la Consejería de Justicia de la Junta de Andalucía. El ministerio le pedía a la Junta
que adoptara las medidas económicas para ayudar a un testigo protegido y la
Junta respondía por dos veces que las competencias de Justicia transferidas a la
Junta no contemplaban "los gastos ocasionados por la protección a testigos".
Gobierno central y Junta de Andalucía se pasaban la pelota y el asunto quedaba
en el alero. Cristóbal seguía buscándose la vida.
Como sucede en algunas películas, el destino le sonrió por primera vez. Conoció
a una mujer, con la que viajó a Francia durante un tiempo (siete meses) y le ayudó
a combatir su dependencia. Es la única persona que le retiene entre los vivos.
Pero sí lo hay. Cristóbal necesita una sentencia para que todo quede cerrado y el
asunto va demasiado despacio. Su abogada cree que el juicio no se celebrará
hasta pasados unos años, máxime teniendo en cuenta que ha quedado como un
asunto menor y que los sumarios se agolpan en la Audiencia Nacional. "Habrá una
dilación importante que obrará a su favor. No creo que haya condena. Es muy
improbable que vuelva a la cárcel, entre otras cosas porque merecerá una rebaja
por colaboración con la justicia", supone la letrada.
Los expertos reconocen que Estados Unidos e Italia tienen los sistemas más
avanzados en la materia. Reino Unido y algún otro país europeo han hecho
progresos. La experiencia de los primeros 25 años de programa federal en
Estados Unidos demostró que, a pesar de su complejidad y su elevado costo
económico (se otorgó protección a 6.500 testigos con extensión a 9.000
familiares), el sistema se justificaba con una evidencia: se habían logrado
condenas en el 89% de los casos en los que los testigos protegidos habían podido
declarar.
Durante estos ocho años, asociaciones anti droga de Cádiz y partidos políticos sin
excepción han criticado en numerosas ocasiones que la mayoría de las grandes
operaciones contra el narcotráfico en la provincia hayan terminado sin condenas,
con buena parte de los imputados en libertad.