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Pensar en la muerte

Autora: Rebeca Reynaud

En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Para el
habitante de Nueva York, París o Londres, “la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque
quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla”, dice Octavio Paz. Y lo vemos en el
famoso corrido de “La Adelita”: “si me han de matar mañana, que me maten de una vez”.

En Estados Unidos se va al entierro y no hay entierro. Termina la ceremonia y cada uno se va a su casa,
después se lleva a cabo el entierro, ya sin gente. En algunos países europeos esconden los panteones. Se
elude la hora de la muerte, cuando hay que verla como parte de la vida. En México, en algunas regiones,
nos vamos a comer al panteón el día de los muertos.

Algunas personas tienen el yerro de no ir a las raíces de los males. La vida tiene significado porque
vamos a morir. La consideración de la muerte pone a cada cosa en su sitio, y otorga a lo cotidiano, a
cada acción por nimia que sea, un valor inusitado, rescata el valor del instante y de la cotidianidad.
Nuestra cultura huye de la consideración de la muerte. Jorge Manrique (1440-1473) dice, en las Coplas a
la muerte del maestre de Santiago, don Rodrigo Manrique, su padre:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte,

contemplando,

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte,


tan callando:

Cuán presto se va el placer,

cómo después de acordado,

da dolor,

cómo a nuestro parecer

cualquiera tiempo pasado

fue mejor (...).

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en el mar,

que es el morir.
Allí van los señoríos

derechos a se acabar

y consumir (...).

El poeta Jorge Manrique nos invita a contemplar la muerte con serenidad. La presenta como motivo
para ordenar nuestro vivir y como ocasión para que el ser humano manifieste nobleza. Comenta:

Si fuese en nuestro poder

hacer la cara hermosa

corporal,

como podemos hacer

el alma tan gloriosa,

angelical,

¡qué diligencia tan viva

toviéramos toda hora


e tan presta,

en componer la cativa,

dejándonos la señora

descompuesta!

Para todo ser humano la muerte es un trance tan amargo como ineludible. El cristiano sabe por la fe que
la muerte es tan solo una puerta que nos hace entrar en un nuevo mundo, temido cuanto desconocido.
Y que, como dicen los italianos, una buena muerte salva una mala vida.

En De la brevedad de la vida, escribe Séneca: “Salvo unos pocos hombres, a todos los hombres los
abandona la vida en el momento mismo en que se disponen a vivirla”. No tenemos seguro ni un solo
día.

«De todos los males humanos, el peor es la muerte.» Ella constituye «el dolor más extremo de todos los
que el hombre puede padecer, porque nos despoja del más amado de todos los bienes: la vida.» Estas
expresiones implacables proceden de Santo Tomás de Aquino. Contra todas las sentencias más o menos
estoicas, según las cuales deberíamos aceptar la muerte como algo natural, pues todo lo que nace está
destinado obviamente a morir, la muerte continúa siendo para todos «no sólo algo espantoso, sino algo
incomprensible…, una violación, una afrenta, un escándalo» (J. Maritain). Freud dijo drásticamente: «en
el fondo, nadie cree en la propia muerte». Pero todos, sin excepción, nos esforzamos por vivir como si la
propia muerte fuera real tan sólo en teoría.

Nadie puede vivir sin saber con qué fin existe. “La evasión contemporánea más elemental ante la muerte
es el silencio, dice Carlos Llano, como si el problema desapareciera no hablando de él”.
Caminamos por la vida, entre fatigas y amores, entre amigos y contrincantes, siguiendo la marcha
colectiva hacia la conquista del éxito, de la seguridad, de la independencia y de la satisfacción…; pero,
de pronto, rasgan el aire las notas sutiles de las flautas de la muerte y lo imposible se convierte en
realidad: una persona amada se desploma junto a nosotros, y nuestro amor, nuestros cuidados y
nuestra ciencia se demuestran impotentes y ridículos. Procuramos darnos ánimo y emprendemos de
nuevo la carrera, nos aturdimos con nuevas empresas, ideales e ilusiones, pero una angustia secreta nos
muerde el alma y temblamos ante la eventualidad de que cualquier día se levante otra vez el son de las
flautas plañideras, sin saber por quién será en esa ocasión. Sólo el amor descubre la crueldad de la
muerte.

Los mismos santos que fueron al encuentro de la muerte propia como quien va a una fiesta no supieron
disimular su escalofrío y su congoja ante el fallecimiento y los despojos de los seres amados. Este nuevo
modo de hablar nada tiene que ver con la sonrisa feliz de algunos creyentes inundados de gracia que
saludan a la muerte como al encuentro mil veces deseado del Rostro de Dios, no más vislumbrado
«como en un espejo» en sus imágenes y huellas temporales y terrestres, sino sin velos, cara a cara. Si el
pensamiento de la muerte puede ciertamente estimular a todo hombre, como incluso ha sabido recoger
la psicoterapia existencial de Viktor E. Frankl, pues despierta el sentido de responsabilidad e ilumina las
tareas a asumir en la vida, no extrañará que la fe en aquel Señor que un día hizo enmudecer las flautas
de la muerte, frente a la casa de Jairo, y convirtió el morir en un plácido morir y el féretro en una cuna,
logre resolver la natural rebeldía en una rendición amorosa. (Del libro Psicología Abierta Ed. Rialp).

Al final de nuestra vida, quizás digamos lo que aparece escrito en la tumba de Miguel de Unamuno:
“Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar. Dormiré allí, pues vengo deshecho del duro
bregar”.

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