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Parte 2. Psicosis individual, psicosis social

El club de la Lucha. Apoteosis del psicópata


Jesús González Requena
1ª edición: Caja España, Valladolid, 2008
ISBN: 978-84-95917-47-8
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

Capítulo 1: El viaje comienza


Capítulo 2. Psicosis individual, psicosis social
Capítulo 3. Modernidad y Posmodernidad, placer y
goce
Capítulo 4. Inconsciente, psicosis, brote
Capítulo 5. Comienza el delirio
Capítulo 6. Enunciación, perversión, vanguardia

Capítulo 1: El viaje comienza

En el vértice de la disociación psíquica


La psicosis y las palabras
Cineasta, narrador, personaje
El cerebro y la metrópoli
Marla y las tetas de Dios
Notas

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En el vértice de la disociación psíquica


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El comienzo de El Club de la lucha se conforma como un vertiginoso
travelling que arranca del interior mismo del cerebro de su protagonista y
que sólo se detiene cuando la cámara alcanza el filo del cañón de la pistola
que alguien mantiene introducido en su boca.
Voz narradora: La gente suele preguntarme si conozco a Tyler Durden.
Tyler: Tres minutos.

Tyler: Y se acabó. Tierra cero. ¿Quieres decir algo para la ocasión?


Y es precisamente allí, en el filo de ese cañón, a mitad de camino, por eso,
entre la mano que sostiene la pistola y la boca en cuyo interior se halla
alojado su cañón, donde se escribe por segunda vez el nombre del cineasta
–Directed by David Fincher.
Es decir: en el vértice mismo de la disociación psíquica que padece el
personaje, pues es él quien delira a ese otro que le amenaza y a quien, sin
embargo, admira y desea.
Pues El Club de la lucha narra un proceso de escisión psíquica por el que
su personaje construye, en su delirio, la figura de ese fascinante psicópata,
Tayler Durden, a quien atribuirá la explosión que acabará con las Torres
Gemelas.

La psicosis y las palabras


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Pero el espectador nada sabrá de eso hasta la última parte del film, dando
por cierta, hasta entonces, la existencia de ambos personajes y de su
intensa y violenta amistad. Sin embargo, el film no duda, desde su mismo
comienzo, en anticipar los datos de ese proceso: todo lo que sigue -la
narración que está a punto de comenzar, esa narración que de hecho
comienza en el instante mismo en que la cámara, atravesando la piel del
personaje, sale al exterior- nace del interior de ese cerebro que recorremos
mientras se suceden los títulos de crédito.
Y no resulta improcedente señalar que esos títulos de crédito son
visualizados como palabras presentes en el interior de ese cerebro que,
nada más aparecer, una y otra vez se deshacen, disolviéndose en breves y
vagas nebulosas que se extinguen casi inmediatamente.
Esto es, entonces, lo que ahí puede leerse: que existe una precisa relación
entre ese proceso de quiebra psíquica -y la sensación de pánico que lo
acompaña- y el hecho mismo de que, en el interior de ese cerebro las
palabras no conserven su integridad, carezcan de densidad, no logren
fijarse.
¿No es algo de esa índole lo que caracteriza a la psicosis misma?
Pues, ¿dónde sino en las palabras puede el ser sustentar, sujetar, organizar
su experiencia? Y de entre todas las palabras, ¿acaso no es el nombre
propio aquella sobre la que pivota el núcleo de la identidad?
Pues bien, el nombre del cineasta se había escrito por primera vez ya ahí –
A David Fincher Film-, en el centro de ese cerebro, a la vez que era
acusada su fragilidad, su incapacidad de quedar fijado en la materia hostil
de sus neuronas.

Cineasta, narrador, personaje


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Todo pareciera sugerir que el cineasta se sintiera lo suficientemente próximo
a la experiencia de escisión que es así acusada, pues acepta escribir su
nombre primero en ese oscuro interior y luego, por segunda vez, en ese eje
literalmente letal que es el del cañón de la pistola.
Y entonces, sólo un instante después de que el nombre del cineasta se
disuelva como todas las otras palabras de los títulos de crédito, emerge un
rostro en pánico.

Voz narradora: La gente suele preguntarme si conozco a Tyler Durden.


Sobre él, y resonando sobre ese pánico, es pronunciado por primer vez el
nombre de Tyler Durden, el inexistente otro protagonista del film. Y es ese
inexistente protagonista el que enuncia la medida temporal que ceñirá todo
lo que habrá de suceder en la larga narración -dos horas y diez minutos-
que ahora comienza.
Tyler: Tres minutos.

Tyler: Y se acabó. Tierra cero. ¿Quieres decir algo para la ocasión?


Incluso en esto el film se adelantará a lo que tres años después habrá de
suceder en lo real: la tierra cero que ahora nombra prefigura, con su misma
brutalidad desoladora, la expresión Zona cero que servirá para nombrar el
absoluto vacío dejado por la ausencia de las Torres Gemelas de Nueva
York.

No habrá duda, llegado el momento, de que Tyler Durden no habrá existido


nunca. No habrá existido nunca como personaje de una narración en la que
comparece como una figura fantasmática, como no otra cosa que la
encarnación de la figura omnipotente nacida de la impotencia de ese
personaje que es también el narrador del film: ese mismo cuya angustia
absoluta encuentra su medida en la pistola que se hunde en su garganta.
Mas no es menos cierto que Tyler Durden encuentra, en otro territorio, su
presencia y su densidad: en el territorio de la enunciación del film -en la
estela misma del lugar que el cineasta, y su cámara construyen- que ahora
lo materializa como el sujeto de este plano subjetivo que nos obliga a
nosotros, espectadores del film, a ocupar su lugar -y a hacer, desde ahora
mismo, la experiencia de su deseo letal.
Voz narradora: Cuando el cañón de un arma se aloja entre tus dientes,

Voz narradora: sólo se entienden las vocales.

Protagonista: No se me ocurre nada.


Desde el primer momento, pues, y de acuerdo con la violenta exigencia del
film postclásico 2 que, al confundir el eje de acción con el eje de cámara,
obliga a su espectador a compartir de manera masiva el punto de vista del
personaje, nos vemos instalados en el interior de esa disociación psíquica
que constituye el origen mismo de la narración. Hacemos nuestra la
incapacidad de pensar y decir – No se me ocurre nada-, como hacemos
nuestra la violencia que la genera -la de ese cañón de un arma que se aloja
entre tus dientes. Y, a la vez, somos conminados a participar de la densa
latencia homosexual del dispositivo visual que nos atrapa. Es la cadera de
Durden lo que en la imagen se interpone entre nuestra mirada y el rostro de
su víctima.
Voz narradora: Por un instante, me olvido de toda la teoría de Tyler sobre técnicas de
demolición

Voz narradora: y me asombro de lo limpia que está el arma.


¿Está limpia el arma? ¿O es vivida como una brutal verga contaminante? La
dimensión fálica de la relación entre los dos varones que protagonizan el
film se impone con una violencia no exenta de resonancias amorosas, como
el diálogo que sigue tiene buen cuidado en anotar.

Tyler: Esto empieza a ser emocionante.


Voz narradora: Todos sabemos que se suele dañar más a la persona que quieres.
Voz narradora: Pero también puede ser al revés.

El cerebro y la metrópoli
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Se dispara entonces un vertiginoso travelling -esta vez de aproximación- en
cuyo comienzo Tayler Durden nombra con precisión la posición a la que el
film nos convoca:

Voz narradora: Tenemos butacas de primera fila para asistir a este teatro de destrucción
masiva.
Tenemos butacas de primera fila en este teatro de destrucción masiva: tal
será, no tres minutos, sino tres años más tarde, nuestra posición ante el
espectáculo televisivo de la destrucción de las Torres Gemelas.
Arrastrados por el turbulento descenso de la cámara, descendemos desde
la elevada planta del rascacielos en el que se encuentran los personajes
hasta un aparcamiento en el subsuelo de la ciudad donde se halla una
furgoneta cargada de explosivos dispuestos para arrasar el centro de
Manhattan.

Voz narradora: La sección de demoliciones del Proyecto Mayhem ha colocado cargas de


dinamita gelatinosa en los pilares maestros de una docena de edificios.
Voz narradora: Dentro de dos minutos, las primeras detonaciones activarán las cargas y
unas cuantas manzanas se verán reducidas a humeantes escombros.
Voz narradora: Lo sé porque lo sabe Tyler.
Una precisa relación engarza estos dos trávellings iniciales del film y sus
desplazamientos inversos: el interior del cerebro y el interior de la ciudad
son, así, articulados en una relación metafórica: el cerebro es al cuerpo en
su totalidad lo que la ciudad -Nueva York, la metrópoli- al conjunto de la
civilización. Y si en el interior del primero no hay otra cosa que palabras que,
inciertas, no cesan de desvanecerse, en el interior de la segunda hay
explosivos dispuestos a estallar en cualquier momento.
O en otros términos: porque las palabras carecen de peso, de densidad, son
los explosivos los que imponen la magnitud de su fuerza, el poder -y la
fascinación- de su violencia.
Podríamos, todavía, decirlo de otra manera: existe un vacío explosivo en el
interior de ese cerebro: algo así como una bomba de relojería. Y una que
podría destruir el conjunto de la civilización de la que esa ciudad constituye
la metrópoli.

Marla y las tetas de Dios


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Comienza, entonces, una serie de flash-backs que se prolongarán durante
la mayor parte del film, a modo de un esfuerzo de su protagonista, a la vez
narrador del film, por explicarnos -y explicarse- el proceso de desintegración
que lo habita.
Y por cierto que nos ofrece, de ello, una causa bien precisa:
Voz narradora: De repente me di cuenta de que todo, la pistola, las bombas, la
revolución, tenía algo que ver con una chica llamada Marla Singer.
Sin embargo, no es esa mujer lo que, entonces, nos muestran las imágenes.
Sino un hombre. Uno a la vez monstruoso y patético.

Voz narradora: Bob. Bob tenía tetas de putón.


Voz narradora: Yo estaba en un grupo de ayuda a hombres con cáncer de testículo.
Pero cierta cadencia puede intuirse entre lo uno y lo otro. Si no es esa mujer
lo que se nos muestra, se nos presenta, en cambio, un hombre
esperpéntico, dotado de atributos de mujer. A la vez que se explicita una
interrogación radical por el ser de lo masculino.

Bob: ¿Seguimos siendo hombres?

Protagonista: Si, somos hombres, hombres es lo que somos.


Y, más allá de la interrogación, la localización explícita, en el comienzo
mismo del relato -y un instante después de la invocación de la causa de
todo– de la castración.

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