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¿HACER LA CARIDAD

O SER CARITATIVO?
André Luiz de Andrade Ruiz

Rosita era una niña de 11 años que, con mucho sacrificio, estudiaba
en la única escuela donde había encontrado cupo aquel año. Por ese
motivo se levantaba muy temprano y tenía que caminar un largo
trayecto para tomar el autobús que la llevaría hasta las proximidades
de la escuela. Cuando descendía, tenía que volver a caminar casi dos
kilómetros más para llegar.
Su familia era muy pobre y, por eso, todos se preocupaban en reunir
el dinero del pasaje de autobús para que ella pudiese ir a la escuela
todos los días.
Muchas veces, por falta de condiciones, Rosita escasamente cargaba
el dinerito del transporte y no llevaba nada para comer porque no
había nada que llevar ni el dinero era suficiente.
Si lo usaba para comer, no podría tomar el autobús, y en ese caso
debería regresar a pie hasta su casa.
Aquel día, en especial, Rosita estaba muy necesitada. A fin de
cuentas, la familia no había cenado el día anterior por falta de
suficientes alimentos para todos. Había tomado una taza de café con
un pedazo de pan, solamente. Su padre, desempleado, no conseguía
mantener a la familia de seis personas, incluyendo a la esposa, madre
de Rosita, y sus otros tres hermanos menores.

Era común que cuando la situación apretaba, los adultos no comían


nada para que los hijos se alimentasen parca e insuficientemente.
Para no verse sin condiciones de regresar a su casa, Rosita guardara
el dinero del pasaje, evitando gastarlo en algo para comer.
Cuando el timbre de la escuela sonó, indicando que había terminado
el período de clases matutinas de aquel día, casi a las 12:00, Rosita
sabía que tenía que regresar, pero que allá en su casa no encontraría
nada para comer. Por el hambre acumulada se sentía débil y
necesitada.
Entonces, se le ocurrió una idea. ¿Y si pidiese un plato de comida
¿Qué podría suceder más allá de recibir un no como respuesta y
seguir con el hambre que venía sintiendo?
Pensando en eso, tomó el camino que la llevaba a la parada de
autobús y se dejó envolver por la sensación de ansiedad y vergüenza
que iba creciendo dentro de sí, pues nunca había pasado por la
experiencia de pedir comida.
Con certeza, por estar usando el uniforme de la escuela, las personas
no la consideraría una niña de la calle, de esas que, a veces, hacen de
la industria de pedir un negocio para muchos adultos que las
explotan.
Rosita, iba, por la calle, pensando en la dureza de la vida y en el
hambre que la consumía…

***

Como era casi la hora del almuerzo, las ollas de la casa de Doña
Carmen estaban humeantes, expeliendo los aromas sabrosos de los
diversos platos que estaban siendo preparados allí. Arroz fresco,
frijoles aliñados, ensalada y una suculenta olla de bistec fritos con
cebolla daban al ambiente el olor característico de los restaurantes en
los cuales se come la sabrosa comida casera. Y como el vapor de las
ollas acostumbran ser los que esparcen la fama de buena cocinera,
todos los vecinos apreciaban la sazón y el esmero de Doña Carmen.
Aquella olorosa exhalación salía por las ventanas e impregnaba el
aire alrededor, justo en la hora del hambre.
Era una tentación.
Doña Carmen era muy bondadosa y siempre que podía ayudaba
mucho a las personas. Se preocupaba en practicar la caridad y tenía
la idea de que privándose de cosas conseguiría alcanzar la meta
establecida por el ejemplo de
Jesús, lo cual la dejaba muy feliz siempre que conseguía atender a
algún necesitado, entregándole una ropa, un pedazo de pan o
cualquier otra cosa.
Pensaba que con las enseñanzas de la Doctrina Espírita, ya había
entendido la necesidad de practicar la caridad.
Traía el corazón feliz preparando la comida para el almuerzo de su
familia, cuando oyó que tocaban a su puerta. Al principio eran
pequeños golpes, tímidas y sin mucho valor. Pensó que no era en su
casa. Pero, como los golpes se repitieron ahora más fuertes resolvió
ir atender.
Cuando abrió la puerta para ver de que se trataba, se topó con una
niña vestida con el uniforme de la escuela del barrio, cargando
algunos cuadernos, un tanto avergonzada y mirando al suelo.
–¿Qué desea, hija mía?– preguntó Doña Carmen.
La niña gagueó un poco y no consiguió expresar lo que quería.
–Por favor, hable de nuevo, que yo no conseguí entenderla– contestó
con cariño la dueña de la casa, mirando intrigada, a aquella niña que
balbuceaba algunas palabras ininteligibles.
–Disculpe señora, por molestarla, pero es que mi clase acabó y ahora
estoy yendo para mi casa…
Y ruborizándose, no pudo continuar.
–Sí, hija mía, puede hablar– la animó Doña Carmen.
Y como quien reúne todas sus fuerzas para exponer todo de una sola
vez sin tener que hablar de nuevo. Rosita habló:
–Señora, yo no como nada desde ayer a la noche y sólo tengo dinero
para el pasaje de regreso en autobús. Por eso, pasando por aquí sentí
un olor tan sabroso que no conseguí dejar de pensar en comer. Por
eso, toqué a su puerta a ver si usted …no podría ofrecerme… un
plato de comida– habló bajito y muy rápido.
Doña Carmen quedó muy emocionada con el comportamiento de la
niña
al pedirle el alimento y le dijo, recordándose del mensaje del
Evangelio:
–Cómo no, hija mía, claro que puedo darte un plato de comida.
Espera un poco que ya regreso.
Al dirigirse al interior de la morada, Doña Carmen traía el corazón
latiendo de la emoción, pues veía la oportunidad de practicar la
caridad como a ella tanto le gustaba y le hacía sentir tan bien. Pensó
en como debería ser de difícil la vida de las personas que no tenían
alimento, mientras ella poseía el privilegio de comer varias veces al
día. Agradeció a Dios la oportunidad de ayudar a una persona, más
todavía a una niña con hambre.
Tomó un plato hondo para colocar bastante comida y se dirigió a
ollas para colmarlo. Ahora estaba lista para practicar la caridad en
aquel hermoso día con lo mejor de su corazón.
Traía el alma llena de los buenos sentimientos que nutren las
personas que se aproximan al camino del bien.
El plato iba creciendo y su alegría también. Finalmente, iba a dar de
comer a quien tenía hambre y se sentía como aquella que daba de
comer a Jesús.
Cuando el plato estuvo colmado, tomó un pedazo de pan y llenó un
vaso con un refresco para que la niña pudiese tomar y comer bien.
Traía las dos manos llenas y el corazón alegre, pues estaba
cumpliendo el mandamiento de amar al prójimo como a sí misma.
Cuando abrió la puerta, vio a la niña de pie, en el mismo lugar donde
la dejara. No obstante, ahora, el rostro de la muchacha estaba
transformado por la desesperación.
De un lado estaba Doña Carmen, feliz por estar practicando la
caridad y del otro estaba Rosita, con la mirada turbada de pánico y
pidiéndole a Doña
Carmen que esperase y no le diese el alimento ahora.
–Señora, espere un poco, por favor, no me dé la comida ahora– era el
pedido desesperado de la niña, hecho casi entre lágrimas…
Sin entender lo que pasaba pero percibiendo la angustia de la
muchacha, Doña Carmen cerró la puerta nuevamente y aguardó
algunos minutos, no sin antes sentirse decepcionada con el
comportamiento aparentemente ingrato de la niña con su deseo de
atenderla.
–Que cosa más extraña. Primero la niña pide comida y, ahora me
dice que espere… ¿No será que ella está jugando conmigo? Con todo
lo que tengo que hacer– pensó la dueña de la casa.
Algunos minutos después, oyó los mismos golpecitos en la puerta.
Abrió la puerta de nuevo y encontró a la niña más calmada,
mirándola avergonzada.
Dirigiéndose a la muchacha, Doña Carmen, le preguntó que había
pasado, mientras le extendía orgullosa de su caridad, el alimento que
había preparado con tanto esmero.
–Señora, discúlpeme tanto trastorno– habló Rosita.
–No se preocupe hija mía, aquí está el plato de comida, un buen
pedazo de pan y aunque usted no lo pidió, le traje un vaso de
delicioso refresco. Cuando acabe de comer, toque de nuevo para
venir a recoger las cosas– habló Doña
Carmen, mostrando a la niña lo generosa que había sido con la ración
y los acompañamientos…
La muchacha la miró avergonzada y agradecida con la mujer que le
estaba dando de comer.
Pero, sin contener la curiosidad, Doña Carmen preguntó:
Pero, ¿qué fue lo que ocurrió para que usted me pidiera que
esperara?
Usted estaba tan angustiada que llegué a pensar sí acaso algún perro
bravo se estaba acercando a usted…– dijo la cocinera…
A lo cual respondió la niña, para que Doña Carmen nunca más se
olvidase:
¿Sabe lo que ocurrió? En el instante en que usted entreabrió la
puerta, mis compañeras de clase venían descendiendo por la calzada
e iban a pasar por mí…Yo sentí vergüenza que ellas me viesen
recibiendo un plato de comida.
¡Discúlpeme!
Y Doña Carmen sin tener donde esconder el rostro de la vergüenza,
percibió que había practicado la caridad, pero había perdido una
magnífica oportunidad de ser caritativa.

***
Hay una gran diferencia entre extender la mano dando cosas y
ponerse en el lugar de la persona necesitada para saber evaluar,
realmente, sus principales necesidades, no sólo aquellas declaradas
verbalmente, sino también, aquellas que ocultadas por el velo de la
vergüenza, la timidez o de la honradez, impiden que sean
efectivamente declaradas.
Amar al prójimo como a sí mismo, impone a cada ser humano la
obligación de aprender a colocarse en el lugar del otro para imaginar
cuales serían sus dificultades y de qué manera más eficiente y más
humana podría ayudarlo.
El mundo está lleno de personas que “hacen la caridad”, dando cosas
dañadas, ropas muy desgastadas o sucias, calzados rotos, y toda clase
de objetos inservibles, etc. Todas ellas se ufanan por estar
practicando la caridad, mas todas ellas dejan de aprovechar la
esencia del mensaje del Evangelio: omiten ser caritativas.
Están haciendo las cosas pensando más en sí mismas que en los
sufrimientos ajenos.
No cabe duda que este ya es un paso más avanzado que el del egoísta
que, avaricioso, nada entrega, nada comparte, nada da porque piensa
que va a necesitarlo todo para sí.
No obstante, una vez entendido el camino, debemos recordar que
Jesús no vino al mundo para crear un gran restaurante, un gran
hospedaje o un gran centro hospitalario. Vino a liberar al hombre de
sus propias amarras a las cosas de la Tierra y de sus anhelos
mezquinos.
Creer que dar cosas es todo, es desconocer a Jesús.
Sin embargo, hacer o practicar la caridad es mejor que no hacer nada.
Entretanto, ser caritativo es mejor que hacer la caridad y es la única
cosa que da sentido al consejo evangélico de colocarse en el lugar del
otro, preconizado por el Maestro al decir: “Amad al prójimo como a
vosotros mismos”.
Mientras los hombres apenas “hagan la caridad” seguiremos
encontrando personas que hurtan al prójimo en los negocios del
mundo y compensan sus actos con cestas de comida que entregan
aquí o allí. Encontraremos personas que entran en las iglesias y
cumplen con los rituales para, que poco después, espolien a los otros
en las luchas de la vida, disculpándose ante su conciencia
–como si eso fuese posible– alegando que ya dieron ropas viejas,
zapatos estropeados, neveras dañadas. Alegando que ya practicaron
la caridad.
Jesús espera por todos.
Empero, Jesús necesita mucho más de los que se tornan caritativos,
aprendiendo a dar de sí mismos, aun cuando no tengan ningún bien
para dar a título de “hacer la caridad”.
Jesús necesita más de los que se tornaren caritativos.

***
Con seguridad, Doña Carmen aprendió la lección.
¡Todos los días en que un niño le toque a la puerta y le pida un plato
de comida, fustigado por el hambre y atormentado por el buen olor
de su comida, Doña Carmen le abre las puertas de la casa y lo invita
a sentarse a la mesa con ella como SU INVITADO ESPECIAL!
Era así como a Doña Carmen le gustaría ser tratada, si estuviese en el
lugar de Rosita…

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