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Un fulgor esférico, de linterna pequeña, brincaba con sucintos intervalos.

Rebotaba sobre las


tapias y el techo de una residencia, ejercicio que no pueden hacer los hombres, sujetos a la
ley de la gravedad. En cambio, las pulgas también efectúan esta gimnasia, así como los
zancudos pernoctan sin cama.

A cada brinco del albor visible y una parte de la habitación. Sucesivamente se iluminaron
varios ángulos. El acervo de objetos, parcialmente vistos, proveyó la sensación de alcoba:
zapatos sin medias, pantuflas femeninas al pie de la cama, sombrero de fieltro rojo puesto
sobre una silla, dos espejos suspendidos de los tabiques laterales, en cuya superficie se
advertían tenues huellas de polvos.

La luz se clavó contra uno de los espejos y reflejó sus orígenes. Mejor dicho: quedó retratada
una linterna sostenida por la mano derecha de un hombre, cuyos rasgos se disfrazaban tras el
fanal eléctrico. Después de este reconocimiento inútil, los rayos luminosos se orientaron al
pavimento: tapiz verde, barata; un par de medias nylon junto a la mesa de noche; revistas de
la semana anterior...

Finalmente, la luz se atajó sobre el lecho, arrugado ya por el paso de los sueños. Los
contornos de una mujer dormida eran imprecisos bajo el embozo de sábanas y frazadas.
Apenas sobresalía, cerca de la cabecera, un mechón de pelo rubio que ocultaba la mejilla
izquierda.

El olor de la habitación resultaba atractivo, pero impuro. Había algo de perfume diluido o de
polvos faciales mezclados con el proceso de la digestión. Cada alcoba tiene su olor
característico, de hombre, de mujer, de niño o de promiscuidad, como las pesebreras y las
multitudes.

Si existiera el silencio absoluto, podría decirse que allí regía. No obstante, por la ventana
entreabierta se colocaba el eco de Bogotá: motores lejanos, pisadas imperceptibles, pitos
apagados, cuestiones de la humanidad arrinconada en fogones defensivos. ¡Pero nada
concreto! Durante la noche de los hombres, realizan asaltos, fomentan polémicas alcohólicas,
bailan, desaparecen de la vida y sufren dolores de muela. Hay algunos que resuelven nacer a
esas horas. Sin embargo, las definiciones y los sacramentos son esencialmente diurnos.
El dueño de la linterna no tenía hambre. En cambio, se le secaba el paladar. ¡Sufría de sed!
Tal vez las glándulas salivares estaban dormidas, acaso no se preocupaban por la humedad
bucal a esa hora de la madrugada.

El hombre optó por sentarse en una poltrona donde estaban las ropas de la mujer. Pero antes,
retiró cuidadosamente las disímiles prendas: una faja, el par de sostenes, combinación de
seda, traje de lana azul. Al acomodarse en la poltrona, quiso encender un cigarrillo, pero
recordó que carecía de fósforos. Además, hubiera sido imprudente. Al fin y al cabo no vivía
en esa alcoba, ni siquiera en el mismo edificio de apartamentos, y no es usual que los
caballeros patrullen el sueño de las damas fumando cigarrillos.

De haber llegado menos tarde, el visitante hubiera podido dormir. Pero trepar muros y forzar
ventanas, unido a la sed, le había arrebatado el sueño. De manera que, sentado en la poltrona,
apenas tuvo ánimo para reposar.

Realmente, estaba extenuado. Su faena había sido extraordinaria, sobre todo tratándose de
un hombre tan poco atlético como este desventurado peregrino de la noche. Primero,
decidirse a prescindir de su propia cama; luego, trepar, asido a lazos de confección nacional,
una pared de cinco metros, entre la superficie de la calle y la ventana elegida; una vez arriba,
romper los vidrios principales; en seguida, introducir la mano derecha por la abertura lograda;
violentar la ventana; y, tras esta acrobacia nocturna, entrar a la habitación con el cuerpo
sometido a tenaces sacudidas nerviosas.

Desde la poltrona, trató de congregar pensamientos. Nadie crea que este es un empeño fácil.
Lo corriente consiste en dispersar todo tipo de cavilaciones. Por fin floreció una pregunta
íntima, bastante prosaica y rutinaria: "¿Qué haré?" Pero cuando trataba de responder, la
linterna, aprisionada entre las pernas del hombre, cayó contra las patas de la cama. Fue un
ruido impetuoso: la respiración humana parece tan marcada como el estrépito del mar, y los
objetos, silenciosos de día, suelen toser. Quizá lo más notorio sea el tic-tac del reloj: nunca
se oye bajo los rayos del sol; siempre marca sus pasos al patrocinio de la noche.

No podía decirse que aquel ruido encolerizara a la mujer. Pero le arrebató intensidad al sueño.
Ella hizo varios movimientos inconscientes hasta dar con sus narices contra el mostrador de
noche. Este golpe la despertó. Se incorporó somnolienta y, sin ideas concisas, tiranizó el
botón de la luz. Naturalmente, como toda mujer en trance de sorpresas, lanzó un grito
apagado:
—¡Ohh!

El visitante forastero se levantó de la poltrona. Su sombra, proyectada contra la tapia opuesta


del tálamo, apareció demasiado grande. A la mujer solo le quedó el recurso de formular una
interpelación idiota:

—Usted... ¿Quién es usted?

Claro que el interrogado no sabía quién era. La mayoría de las personas nunca saben quiénes
son. Menos a esa hora de la madrugada. En cambio, pudo advertir que ella era ella y no estaba
mal con sus cabellos desordenados, la cara mustia, el maquillaje marchito y un saco de pijama
color sauce.

La mujer repitió la interpelación:

—¿Quién es usted?

Luego, arreglándose el cabello con las manos, adicionó:

—¿Qué quiere?

En verdad, ya eran excesivas preguntas para un hombre que no sabía quién era. Si por lo
menos, pudiera declarar cualquier cosa título, saldría del atolladero limpiamente. Pero no
encontraba ese título. No era "inquilino extraviado", ni "músico audaz", ni "acreedor
insistente", ni siquiera "asesino idóneo". Tuvo que responder en la forma menos valerosa:

—Pues... pues... yo soy...

Por fortuna, la mujer complementó, como hacen todas las mujeres cuando necesitan arrojar
las bases de una sentencia:

—Usted es... un ladrón... Sí... un ladrón... ¡No me diga que no!

El pobre hombre, confundido y galante, se vio precisado a confirmar la sospecha:

—Usted tiene razón, señorita... Solo que no vine a...


Pero ella le rapó la palabra:

—¿No vino a robar? Ja, ja, ja...

Desde luego, se trataba de una sonrisa forzada, que los psicólogos llamarían nerviosa, y los
donjuanes, propicia. En ese instante, ella desanudó el coraje de las mujeres convencidas. La
sentencia ya era inapelable. Por eso arguyó desafiante:

—¡Robe, robe usted, mi amigo!

—¿Amigo? —insinuó el visitante—. Y tuvo un segundo feliz. Se sintió amigo de ella,


asistiendo a una función cinematográfica...

—Amigo —replicó enfurecida—, o ladrón... ¡Robe usted, señor ladrón!

El desdichado, como los clientes de cualquier almacén, optó por solicitar mercancía:

—Me gustaría un reloj.

Miró en redondo y aclaró:

—Ese de pulsera que está sobre la mesa de noche... Si usted lo permite.

Y lo introdujo a un bolsillo.

—También quisiera algo en joyas... Cosas pequeñas, pero de calidad... ¿Tiene inconveniente
en facilitarme la llave del "closet"?

La mujer abrió el cajón de la mesilla de noche e indicó la llave.

—Gracias, señorita —musitó el ladrón—. Usted es encantadora y atiende muy bien a sus
amigos.

Mientras sacaba la llave, observó que la mujer se había sentado con las piernas entre el
tendido del tálamo y el busto afuera, fuera de las sábanas, claro está, y tras el saco color
sauce. El saco tenía un par de lazos que se anudaban bajo la quijada, dejando descubierto el
nacimiento del cuello. Cuello blanco, blanquísimo. Lo demás era tejido del pijama. Y, arriba,
una boca airada redonda, fruncida, cerca de los ojos marrones.

Al abrir el "closet" pudo ver profusas prendas: pañoletas, medias, sostenes, combinaciones,
blusas, "sweaters", trajes y una caja negra metálica. Con suave sonrisa, el ladrón anotó:

—Supongo que las joyas estarán en la caja. Es el lugar indicado. La felicito por el orden.
¡Usted es perfecta!

Como la caja no tenía llave, pudo destaparla sin ningún esfuerzo. De allí extrajo un par de
aretes, dos anillos, tres alfileres y un collar viejo. Luego volvió a ponerlos en su sitio, e
informó:

—Prefiero llevarme la caja. Es más cómodo. Usted perdonará tanto abuso.

Con palabras salidas en forma de ráfagas, la mujer lo increpó:

—¿Ya está satisfecho? ¡Bandido! ¡Ladrón! ¡Asaltante nocturno! ¡Odioso!

En seguida, cambió de táctica y pasó a los sollozos.

—Robar a "una pobre mujer indefensa"... que vive de su trabajo... y no le ha hecho a usted
ningún mal... Cobarde...

El hombre reaccionó, visiblemente apenado:

—Créame que no era mi propósito despojar estas pequeñeces... Yo no vine a llevarme


precisamente esto. Ante todo, soy un caballero, aun cuando lo disimule. Adolezco tanto como
usted. Pero mi timidez no me permite otras empresas. Quisiera irme dejándole todo lo
sustraído. Pero así le haría perder el sueño en vano. Hay que guardar cierto sentido de las
proporciones. Usted sabría perdonarme, se lo ruego. La amo, la amo endiabladamente y
quiero todo lo suyo: sus lindos aretes, sus preciosos alfileres, su cajita llena de recuerdos, el
reloj donde usted, y solo usted, ha registrado el paso de las horas. Soy un necio sentimental
que la adora.
A la mujer dejó de latirle el corazón coléricamente y comenzó a latirle emocionadamente.
Pero solo pudo ofrecer un indulto desteñido:

—Váyase, por favor. No me torture. Usted es un ladrón casi... simpático. Debiera darle pena
robar a "una mujer indefensa".

Y continuó repitiendo esta frase —"mujer indefensa"— que aprendió en el colegio, usó contra
sus compañeras de oficina y solían borrarle con un beso.

—No se preocupe —alegó el ladrón, conmovido—. Me iré. Ha sido una noche inmemorial,
la única noche inolvidable de mi vida. Pero antes, quiero recoger otras cosas suyas; esto que
puse sobre su cama, es la ropa que usted llevaba ayer.

—¡Infame! —subrayó la mujer.

A lo cual dijo el hombre:

—Le agradezco su amabilidad. Es delicioso no haber hecho uso del revólver, arma
repugnante e indigna de nosotros. Supongo que no llamará a la policía antes de tiempo. Sería
lamentable incorrección de su parte.

Ya con los pies fuera de la alcoba y con un maletín de viaje, hallado también en el "closet",
donde iban caja y ropa, el ladrón se despidió:

—No volveré, amada mía. Así es nuestro triste destino. Por quince minutos de felicidad, una
vida de anhelos quiméricos. ¡Chist! —le llevó el dedo índice a la boca—... duérmase, mi
amor!

Cuando el hombre hubo desaparecido tras la esquina, ella suspiró hondamente, desde la
ventana. Quiso besar el aire y sufrió pensando en que su amado era un ladrón. Una vez
recobrada la serenidad, perdido todo, llamó a la policía...

Al entrar en su habitación, el hombre de la visita nocturna sintió frío. Era tan distinta a otro
aposento. No tenía calefacción natural de mujer dormida. Todo era escueto: el escritorio
impúdico de cenizas, un guardarropa sin espejo, el lecho tendido y algunos libros
deteriorados.
Puso el maletín sobre el tálamo. Lo abrió y fue distribuyendo, uno por uno, los objetos
hurtados: acá las prendas de vestir, allá las prendas de lucir. Parecía la vitrina de un almacén
o el rezago de los crímenes.

Luego, sentándose frente al escritorio, garabateó estas líneas:

"Bien, sé que soy un cohibido. Hubiera querido departir con ella en el parque o en la fiesta
de algunos amigos comunes. Cuántas veces la seguí a través de las calles sin que ella lo
advirtiera... Tomábamos el mismo vehículo colectivo. Yo pretendía leer el diario y ella se
engullía su pequeña novela de amores. Me encantaba con su traje sastre clásico y la bendita
blusa blanca, que rozaba el papel de la novela. Pero lo mejor era el sobretodo azul. Con él se
veía radiante, fresca, casi accesible.

"En un parque le hubiera dicho cualquier palabra. Algo sobre el tiempo de las tardes en el
sol. Tal vez habríamos dialogado ampliamente. Pero mi repertorio de frases galantes, más o
menos circunstanciales e idénticas a las de todos los hombres, no podía salir a flote en forma
ordinaria. Necesitaba un poco de osadía, una situación inverosímil, ambiente de arcanos.

"Cuando sonreía al vendedor de periódicos, noté que yo también sonreía. Era contagiosa la
risa suya, tras la cual brotaban los dientes níveos como si quisieran corroer el aire. El último
jueves estuve a punto de abordarla. Inclusive pensé esta tontería: «Señorita, en la otra esquina
venden dulces dignos de usted». Pero me sentí abochornado por la falta de recursos. Además,
yo vestía ese horrible terno gris, que es el uniforme de todos los ratones humanos, y, para
desgracia mía, llevaba la odiosa corbata de puntos verdes.

"La tarde en que no tuvo monedas y pagó con billete el precio de su pasaje, quise facilitarle
ese pequeño gasto. Pero ella solo hubiera dicho: «No se moleste, caballero, necesito
sencillo». Era absurdo que ella me llamara «caballero», como a un extraño. Caballero a mí,
a su adorador, a su sombra, a su enamorado...

"Fue preciso definir esta situación. Decirle que la amaba y la amo... Al principio me pareció
descabellada la empresa. Nunca había ejercido el oficio de entrar por las ventanas. Ni siquiera
contaba con las experiencias de un amigo ladrón. Todos mis amigos son honrados.
Pertenezco a una clase social donde los desfalcos se cometen por caminos distintos al salto
nocturno. Los míos roban esgrimiendo la confianza o la complicidad del jefe. Nunca dicen:
«Yo soy ladrón, tal es mi oficio». Al contrario, lo disimulan con otras profesiones:
contabilista, abogado, cajero o revisor fiscal.

"Pero todas las noches divagaba con entrar a su alcoba. Confieso que temblé cuando el
vendedor del lazo me preguntó: «¿Usted como para qué quiere éste lazo?». Miedoso, le
repliqué: «Para hacer gimnasia, señor; algo fuerte, ¿sabe?»

"Ahora tengo conmigo lo único que puede gobernar: el botín de un ladrón inexperto. Nada
que valga la pena: joyas falsas y el reloj comprado a plazos. Es como si ella me hubiera
devuelto los regalos que no le hice. Las novias son incomprensibles y, a través de la vida,
devuelven todo cuanto reciben como si existiera, en el amor, una cláusula de retroventa.

"Nunca sabrá si la verdad estaba en mis actos o en mis palabras. Pero la culpa es de los
filósofos. Estos terribles varones todavía no saben qué es la verdad. Sin embargo, todos
hablamos de ella e inclusive contendemos por ella... La ignorancia improvisa cada palabra...

"Ni siquiera conozco su nombre. ¡No importa! Cualquiera sirve, con tal que no se
llame Gumersinda. Aun cuando Gumersinda sería un nombre original. Solo que decir
«Gumersinda, te adoro», suena a ópera.

"¿Qué tal si le enviara esta confesión de propósitos? ¡Grotesco! Adquiriría fama de mártir y
ella podría responder con la entrega romántica de su amor, que sería una manera de
disputarme el martirologio. Me aburriría tener novia obligatoria, plenamente conquistada y
dispuesta al matrimonio. No es que me disguste el primer matrimonio, pero el «estado de
novio» me parece repelente. Yo puedo ser admirador apasionado o galán heroico, nunca el
«novio de la niña», el sujeto de las flores y los caramelos.

"¿Y si por toda respuesta escribiera «imbécil»? Bueno, eso sería más emocionante. Por
desgracia, las mujeres solo le dicen imbécil al hombre burlado y yo he sido un asaltante
nocturno de categoría respetable".

A esta altura de sus meditaciones autobiográficas, no tuvo más remedio que arrugar los
papeles escritos y tenderse, boca abajo, en su tálamo. Cuando los rayos del sol comenzaron
a insinuarse, en aquella habitación había un hombre dormido sobre la ropa de una mujer. Tal
vez soñaba con los imbéciles que necesitan romper ventanas para declarar su amor...

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