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Columna de Óscar Contardo:

La paz tuerta de los


perdigones
SAB 9 NOV 2019 | 05:30 PM

CRÉDITO: AP





Desde el 18 de octubre, tras cada marcha de protesta, grupos de
personas -la mayoría jóvenes- provocan destrozos, saquean y prenden
fuego. Las mismas autoridades han dicho que se mueven en forma
coordinada, siguiendo un patrón, sin embargo, la policía rara vez los
detiene. El control de carabineros consiste, casi exclusivamente, en la
represión de los manifestantes. Disparos de balines y bombas
lacrimógenas lanzados incluso dentro de liceos, departamentos y
condominios.

Hablaban de derechos humanos con la insistencia del desesperado. Los


reclamaban con vigor, denunciando la calamitosa situación en Venezuela. Había
razones de sobra para hacerlo; miles de testimonios y decenas de informes de
organizaciones internacionales que describían vulneraciones sistemáticas del
régimen de Nicolás Maduro a la población civil. Muertes, golpizas, detenciones,
prisión, crisis sanitaria y una diáspora que vaciaba el país de habitantes y de
futuro. Tenían razón en levantar la voz por Venezuela, en empujar a la izquierda
chilena a hacerlo, a exigir consideración por quienes malviven bajo el rigor de un
gobierno desquiciado. Porque si hay un grupo de chilenos que conoce muy bien
los efectos de la represión política, ese es el de los dirigentes de izquierda
opositores a la dictadura de Pinochet. Es un hecho. El Estado pagaba la planilla
de pagos de la Dina y la CNI, costeó los viajes de agentes para poner bombas en
el extranjero y las cuentas de electricidad de los centros de tortura. Sonaba bien,
entonces, que las voces por el respeto a los derechos humanos surgieran de la
derecha, una derecha nueva, liberal, que si bien brotaba a la sombra de aquellos
que apoyaron la dictadura, exhibía las credenciales democráticas impolutas de los
recién llegados. Nosotros somos otra cosa, parecían afirmar cada vez que alzaban
su voz por un país latinoamericano que parecía en ruinas. Lo suyo no era
ideología, sino valores, principios, convicciones que no variaban según el clima o
la geografía. Podíamos estar seguros de que no sería así, repetían. Por eso
aplaudieron que el Presidente Piñera acudiera a la reunión en Cúcuta: una cita en
la que los gobiernos conservadores latinoamericanos se comprometieron con un
pueblo y en contra de los abusos de un Estado capturado por una causa que solo
parecía beneficiar a una élite de adictos al poder. Un sistema que solo disfrutaban
unos pocos. Hubo declaraciones, cantos y hasta un avión con ayuda humanitaria.
Nuestro Presidente daba una señal que rimaba con aquella frase de los cómplices
pasivos con la que coronó su primer mandato y le enviaba un mensaje por Twitter
a Maduro sobre la ambición y el abuso a los más débiles. También le
recomendaba al presidente venezolano que escuchara a sus gobernados.

Los derechos humanos habían dejado de ser monopolio de la izquierda, repetían


los dirigentes de la nueva derecha liberal, varones -casi todos- con aires
distendidos y camisa arremangada. Un diputado del sector dio pruebas de ello
enfrentándose al embajador chino, representante de ese comunismo rico al que
pocos se atreven a contradecir. Los cientos de miles de personas de Hong Kong
que protestaban por mantener su autonomía del gobierno central eran reprimidos
cada vez con mayor rigor. Este parlamentario chileno, símbolo de la derecha
amable, no dudó en reunirse con el líder de la disidencia. El representante de
Beijing en Santiago le reclamó públicamente y el diputado, lejos de retractarse,
reafirmó su compromiso con los derechos humanos. No importaba dónde ni
cuándo, siempre había que defenderlos.

Eso decían.
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Desde el 18 de octubre, tras cada marcha de protesta, grupos de personas -la


mayoría jóvenes- provocan destrozos, saquean y prenden fuego. Las mismas
autoridades han dicho que se mueven en forma coordinada, siguiendo un patrón,
sin embargo, la policía rara vez los detiene. El control de carabineros consiste,
casi exclusivamente, en la represión de los manifestantes. Disparos de balines y
bombas lacrimógenas lanzados incluso dentro de liceos, departamentos y
condominios. El resultado ha sido centenares de personas con sus ojos mutilados
por disparos directo a la cara, denuncias de torturas en comisarías, abusos
sexuales cometidos por uniformados y más de 20 personas muertas que a muy
pocos parecen importarle, porque eran pobres y, por lo tanto, sospechosas de
algo. Esta semana, una nota de la BBC publicaba que el Instituto Nacional de
Derechos Humanos ha recibido en sus nueve años de historia 319 denuncias en
contra de Carabineros por tortura y tratos crueles. El 45% de esas denuncias fue
presentada en las últimas dos semanas. Frente a estas cifras, los que antes
pedían condenas inmediatas y acciones concretas contra las violaciones a los
derechos humanos en el extranjero, han respondido con tibieza, refugiándose en
el contexto o matizando la retórica con un empate tramposo que sugiere que la
delincuencia desatada de algunos -“pequeños grupos” dijo el propio Presidente en
una conferencia de prensa- es una justificación para que los agentes del Estado
abusen de su poder y castiguen a otros. Una lógica siniestra que pone a los
manifestantes y el descontento político del lado de la violencia y los delincuentes,
y a la represión más ruda como único método para conseguir el orden público. La
paz tuerta de los perdigones y el miedo, el fracaso de la política y el triunfo del
simulacro.

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