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Gente ecológica

Hernán Casciari

La publicidad muestra a un canario en una cocina. El pájaro va hasta la hornalla y es


tragado por una campana extractora de la marca Balay, eficaz y silenciosa. Para que no
haya problemas con las asociaciones que defienden los derechos del animal, unas letras
pequeñitas advierten: ficción publicitaria, no sea cosa que alguien crea que han matado al
pájaro en serio. Acaba la tanda y comienza el programa de Arguiñano. El cocinero mete un
animal vivo en una olla. Lo vemos morir lentamente, sin letras pequeñas, sin culpa.

El hombre ecológico defiende al animal que grita y al animal que gesticula. Pero le importa
muy poco el sufrimiento salvaje que no se oye o no se percibe. No hemos matado a este
canario, dice la televisión, porque no es nuestra costumbre matar canarios. Pero hervimos
vivo a los cangrejos, y también a los calamares, porque estamos habituados a hacerlo. Y
porque además no chillan. Y porque su carne es rica.

Nos aterra el animal que se alborota cuando muere o cuando sufre. Sobre todo si su sabor
no es un sabor exquisito. Un perro que muere, incluso en el cine, nos hace llorar. También
el sacrificio del pura sangre que se ha quebrado una pata. Ah, cómo nos desgarra el alma
la muerte del caballo, cuántas canciones folklóricas hemos compuesto sobre el tema. Y
qué pocas canciones le hicimos a la palometa, al bagre, al pejerrey.

Si los peces de río gritaran como grita un chancho, menos gente le arrancaría de un tirón
el anzuelo a las mojarras. Menos chicos pescarían, menos mujeres. Y existiría la chacarera
de río:

Cómo pretenden que yo


que lo pesqué a cielo abierto
lo meta al horno cubierto
con salsa de roquefort...

Muy pocos hombres matan a los pollos, en el campo. Son las mujeres las que realizan,
aunque parezca mentira, esta actividad de verdugo menor. Mi abuela Chola, en la quinta,
tenía un método enérgico que impedía que el pollo condenado a muerte tuviese tiempo
de gritar. La ausencia de grito le quitaba al acto todo remordimiento.

Cuando mi abuela Chola tomaba la decisión de cocinar un pollo, yo la seguía hasta el


gallinero para presenciar la muerte silenciosa. A mis seis años, aquel era un momento
crucial. La mujer primero acorralaba al pájaro hasta que conseguía agarrarlo por el
pescuezo. Después, ya con el animal en el aire, le daba cuatro vueltas sobre su propio eje
hasta que el cogote le sonaba como una matraca de carnaval. El ruido era trac, trac, trac,
muy rápido, y el pollo dejaba de moverse, con los ojos abiertos; volaban algunas plumas,
pero no había gritos ni había cacareos. Nada indicaba, tampoco, que aquello fuese una
ficción publicitaria.

También me acuerdo de Nilda. Era una mujer robusta, compacta, que trabajó en casa
como mucama durante más de quince años. Tenía mucho temperamento y se había
convertido en una ayuda imprescindible, en una gestora del hogar. Nilda vivía en una casa
con fondo y gallinero, en Luján, y viajaba hasta Mercedes de madrugada: nunca llegó a
casa más tarde de las ocho. Nos vestía, nos mandaba al colegio y empezaba a limpiar la
casa con la convicción de una locomotora.

Un buen día encontró un perro lastimado y lo adoptó, pero el perro era rebelde y le
mataba los pollos. Nilda lo subió a la camioneta y lo abandonó lejos. Pero el perro volvió.
Lo subió otra vez y lo llevó más lejos. El perro volvía siempre, y siempre le mataba los
pollos. Cansada de la persistencia del animal, una tarde Nilda lo ató a una correa, anudó la
otra punta a la camioneta y aceleró. El perro aulló un rato largo hasta que murió
ahorcado; lo enterró en el fondo.

Cuando contó la anécdota en casa, Chichita la despidió. No quiso que esa mujer siguiera
trabajando en la familia, con mi hermana todavía chica.

—Nadie mata a un perro para salvar a un pollo —dijo mi madre, aterrada.

Así descubrí que había escalas de valores en la sensibilidad humana, a la hora de salvar o
mandar al muere a los bichos de poco entendimiento. Perro vale más que pollo, lince
ibérico cotiza mejor que ratón de alcantarilla.

Las asociaciones de defensa del animal reaccionan igual que mi madre: defienden al
animal grandote (la ballena, el elefante, el gorila), defienden al amistoso (el perro, el gato
siamés, el potrillo), al animal que es bello (el tigre de bengala, el oso polar) y sobre todo
luchan por la defensa del animal blanco y negro (el pingüino, la orca, el oso panda). Los
ecologistas están enamorados de los animales blancos y negros. Si los osos panda fueran
verdes con pintitas amarillas les tendrían asco, los pisarían en la ruta. Pero en cambio
viajan kilómetros para sacarle las manchas de petróleo a un pingüino, no sea cosa que les
cambie el color.

Hay otros animales a los que no les dan tanta importancia: su muerte no les preocupa. Su
sufrimiento, muchísimo menos. No sienten sensibilidad por los animales sin huesos (la
mosca, la medusa, el bicho bolita), tampoco por los que son ricos después del fuego (la
ternera, el chancho, el pollo), y mucho menos por los que no gritan cuando se están
muriendo o los están matando (el pez, la cucaracha, la culebra).

Cuanto más culto el hombre, más sensible. Y cuanto más sensible, más estúpido y
obcecado. En los últimos años, la población de hombres y mujeres preocupados por los
derechos de los animales ha crecido bastante. Se conocen como gente ecológica. Son los
que le tiran pintura roja a las señoras que van por la calle con abrigos de piel; y los que
aplauden. Son los que protestan con su propia desnudez en los San Fermines, o en las
corridas de toros; y los que lo festejan. Son los que viajan en avión a Oceanía para detener
la caza del canguro, y quienes auspician estos viajes (el avión, durante el vuelo, pasa por
encima de África, pero va tan alto que los negritos muertos de hambre no se ven).

La persona más cruel que conocí en la vida se llama Meana. Cruel con los animales, quiero
decir. Una vez su hermana melliza había conseguido unos gatitos. Estaban recién nacidos y
dormían en una canasta. Meana y otros chicos jugábamos en la vereda cuando la hermana
vino a mostrarnos los cachorros; traía uno en la mano. Él se adelanto con los ojos tiernos:

—Ay, qué lindo —dijo—, dameló.

Agarró al cachorro minúsculo con la mano derecha y, sin transición, sin cambiar el gesto
amoroso, lo estampó contra la pared de enfrente como si fuera una piedra llena de pelos.
La hermana de Meana pegó un gritito seco mientras el gato, ya muerto, reventado, con las
cuatro patas abiertas como una alfombra, se despegaba de la pared lentamente y
comenzaba a caer despacio. Sangre y gatito, gatito y sangre: igual que cae de la pared al
suelo un baldazo de pintura.

Los judíos y los musulmanes, siempre en guerra, tienen una manía que los une: sólo
comen la carne de animales que han muerto sin corriente eléctrica y con ciertos rituales
de desangrado. No se ponen de acuerdo en nada más que en ese asunto ecológico. El
Corán y el Talmud comparten criterio únicamente en esa utopía de matadero feliz. Es muy
interesante cómo estas dos razas humanas, que asesinan diariamente a chicos de nueve
años que pertenecen al otro bando en la Franja de Gaza, se preocupen tanto por el dolor
de la vaca, del conejo, del cordero.

—Nadie mata a un chico y salva de la picana a una vaca —diría mi madre, y despediría a
las sirvientas judías y musulmanas de nuestra casa.

Pero a veces da la impresión de que todos los progres ecologistas son como Nilda, o como
los que pelean en Palestina. Se desesperan por la salud y el bienestar de algunos seres
vivos (delfines, elefantes, cóndores), mientras otros seres parecidos son pisoteados y
olvidados (arañas pollito, etíopes de cuatro años, lombrices).

¿Qué tiene un tigre de bengala que no tenga una paloma? ¿Por qué el dolor de una perra
nos destroza el corazón, y no el sufrimiento de una comadreja?

(...)

Hernán Casciari

Martes 19 De Agosto, 2008

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