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El Tatuador Junichiro Tanizaki PDF
El Tatuador Junichiro Tanizaki PDF
Era aquella una época en la que los hombres rendían culto a la noble virtud
de la frivolidad, en la que la vida no era la áspera lucha que es hoy. Eran
tiempos de ocio, tiempos en que los ingeniosos profesionales podían ganarse
la vida sobradamente si conservaban radiante el buen humor de los
caballeros ricos o bien nacidos y si cuidaban de que la risa de las damas de
la Corte y de las gheisas no se extinguiese nunca. En las novelas románticas,
ilustradas, de la época, en el teatro Kabuki, donde los rudo héroes
masculinos como Sadakuro y Jiraiya eran transformados en mujeres, en
todas partes, la hermosura y la fuerza eran una sola cosa. Las gentes hacían
cuanto podían por embellecerse y algunos llegaban a inyectarse pigmentos
en su preciosa piel. En el cuerpo de los hombres bailaban alegres dibujos de
líneas y colores.
Durante mucho tiempo, Seikichi acarició el deseo de crear una obra maestra
en la piel de una mujer hermosa. Semejante mujer habría de reunir tantas
perfecciones de carácter como físicas. Un rostro encantador y un hermoso
cuerpo no le habrían satisfecho. Aunque inspeccionaba cuantas bellezas
reinaban en los alegres barrios de Edo, no encontró ninguna que satisficiese
sus exigentes pretensiones. Transcurrieron varios años sin encontrarla y el
rostro y la figura de la mujer perfecta continuaban obsesionándole. Pero no
quiso perder la esperanza.
- Creo que es la primera vez que le veo - dijo Seikichi escrutándola con
insistencia. Parecía no tener más de quince o dieciséis años, pero su rostro
mostraba una belleza extrañamente madura, un aspecto de experiencia,
como si ya hubiese pasado varios años en el alegre barrio y hubiese
fascinado a incontables hombres. Su belleza reflejaba los sueños de
generaciones de hombres y mujeres seductores que habían vivido y muerto
en la vasta capital donde estaban concentrados los pecados y las riquezas
de todo el país.
- Tu saliste del palanquín del Hirasei una noche de julio pasado, ¿no es
cierto? - le preguntó.
Ella se había puesto en pie para irse, pero la cogió de la mano y la condujo
arriba, al estudio que daba a la orilla del río. Entonces sacó dos kakemonos y
desenrolló uno ante ella.
Era una pintura de una princesa china, la favorita del cruel Emperador Chu
de la dinastía Shang. Estaba apoyada en una balaustrada, en postura
lánguida, la larga falda de su vestido de brocado floreado caía hasta la
mitad de un tramo de escalones, su esbelto cuerpo soportaba con dificultad
el peso de una corona de oro tachonado de coral y lapislázuli. Llevaba en la
mano derecha una ancha copa de vino que inclinaba hacia los labios mientras
contemplaba a un hombre que era conducido a la tortura en el jardín de
abajo. Tenía las manos y los pies encadenados a un pilar hueco de cobre en
cuyo interior iban a echar un fuego. La princesa y su víctima, la cabeza
inclinada ante ella, los ojos cerrados, dispuestos a aceptar su destino,
estaban representados con terrorífica verosimilitud.
- La mujer eres tú. Su sangre corre por tus venas. Después, extendió el otro
kakemono.
Era éste una pintura titulada "Las Víctimas". En medio de ella, una joven
estaba en pie apoyada al tronco de un cerezo: Gozaba contemplando un
montón de cadáveres de hombres que yacían a sus pies. Unos pajarillos
trinaban sobre ella, cantando triunfalmente. Sus ojos irradiaban orgullo y
gozo. ¿Era un campo de batalla o un jardín de primavera? En este cuadro, la
muchacha sintió haber encontrado algo escondido durante mucho tiempo en
las tinieblas de su propio corazón.
- Esta pintura muestra tu futuro - dijo Seikichi, apuntando a la mujer que
había bajo el cerezo, la propia imagen de la muchacha -. Todos estos
hombres arruinarán sus vidas por ti.
- Por favor, ¡te suplico que te lleves esto! - Se volvió de espaldas como para
escapar a su tantálico hechizo y temblando, se postró ante él. Finalmente,
continuó diciendo: - Sí, admito que no te equivocas conmigo: yo soy como esa
mujer… Así que, llévate eso, por favor.
Pronto llegó la tarde y luego, el tranquilo día primaveral avanzó hacia su fin.
Pero Seikichi no se detuvo en su trabajo, ni se interrumpió el sueño de la
muchacha. Cuando un criado llegó de casa de la geisha preguntando por ella,
Seikichi lo despachó diciéndole que hacía tiempo que se había ido. Y horas
más tarde, cuando la luna colgaba sobre la mansión del otro lado del río,
bañando las casas de la orilla en una luz de ensueño, el tatuaje no estaba ni a
medio hacer. Seikichi trabajaba a la luz de una vela.
A plena luz del alba primaveral, las barcas habían empezado a bogar por el
río, de arriba abajo, con los remos restallando en la quieta mañana, los
tejados brillaban al sol y la neblina comenzaba a adelgazar sobre las blancas
velas que se hinchaban con la brisa mañanera. Por fin, Seikichi, dejó el
pincel y contempló la araña tatuada. Esta obra de arte había sido el supremo
esfuerzo de su vida. Ahora, cuando la hubo acabado, su corazón estaba
atravesado de emoción.
Las dos figuras permanecieron quietas durante algún tiempo. Luego, las
paredes de la habitación devolvieron el eco tembloroso de la voz baja y
bronca de Seikichi:
Como respuesta, abrió ella los ojos levemente, con una mirada vacía... La
mirada se le fue avivando progresivamente, como la luna va encendiéndose
por la tarde, hasta lucir esplendorosamente en su faz.
- Déjame ver el tatuaje - dijo, hablando como en sueños, pero con un dejo
de autoridad en la voz -. Al darme tu espíritu, has tenido que hacerme muy
bella.
- Antes tienes que bañarte para que aparezcan los colores - susurró Seikichi
compasivamente -. Me temo que va a dolerte, pero sé valiente otro poco.