Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Marguerite Duras
Fue un viernes previo al feriado más largo del año. Serían nueve días, y esta tarde,
que era la antesala de aquel evento, avanzaba nerviosa. En las calles la gente se
conglomeraba tras abandonar sus trabajos, marchaba hacia su destino colmando
las veredas, expectante, agitada. Para ahorrarme ese tumulto, había decidido dar
una vuelta antes de volver a casa, pero las caravanas pre-festivas no se detenían y
solo pude emprender mi regreso cuando anocheció. A esa hora la ciudad se abre a
la velocidad de las máquinas, los pasajeros parecen venir de otro mundo con sus
rostros tan tranquilos como exhaustos. Nada que esperar, y por lo mismo, ningún
desespero.
Cuando abrió su puerta y la tuve en frente cerré los ojos, no fui capaz de saludarla
y decir algo apropiado. Avancé hacia el interior del departamento tomando aire,
desviando la mirada para no caerme. Yo me sentía a gusto con nuestra
comunicación óptica, con esa justa cercanía, pero de pronto apareció su rostro de
carne, sus pestañas y el timbre de su voz. Todo al mismo tiempo. Y tuve que cerrar
los ojos porque ahí estaba otra vez: el escurridizo placer de ver a alguien. Mucho
tiempo había pasado de eso.
Esta aplicación permitía ver la distancia a la que se encontraban las demás chicas.
Mostraba aquellas que más cerca se hallaban, por lo tanto, si yo cambiaba de
escenario cambiaban también mis posibles interlocutoras. Mientras miraba los
rostros de las mujeres vi el de la vecina desplazándose de mi perfil a una velocidad
inusitada. Pensé que estaría viajando rumbo a sus vacaciones o yendo a bailar con
gran ansiedad, porque su imagen se alejaba de la mía demasiado rápido: quinientos
metros, un kilómetro, dos y tres. Bastante lejos está yéndose mi vecina, pensé, al
mismo tiempo que distraídamente miraba hacia afuera desconociendo un
supermercado. No sabía de este supermercado. La evidencia entrándome por los
ojos y yo con el sentido común intacto en su caja, en su huevo, sin uso desde
siempre.
Caminé algunos metros desandando lo que había hecho la micro, pero muy pronto
llegué a una rotonda que me dejó absolutamente desorientada. Odié esa rotonda
que fue mi grado cero casi a la una de la mañana. Con mi habitual brújula perdida
pensé en qué dirección tomar y caminé hacia la que mi corazón no dictaba. Mis
decisiones debían ir contra mi naturaleza con radicalidad. Continué entonces por
una de las rutas buscando un paradero o, en el mejor de los casos, encaminándome
hacia mi casa. Las calles estaban totalmente desiertas, los edificios permanecían
con las luces encendidas y las empresas irradiaban sus marcas. Un par de autos,
transfers y otras camionetas esperaban afuera a no sé quiénes y también uno que
otro hombre dormía sobre el volante. Representé aquel personaje que tantas veces
me había servido de madrugada: la mujer de calle, segura de sí, dueña del espacio.
Tenía que ponerme el capuchón, parecer irremediablemente destructiva,
refunfuñar, escupir, de lo contrario alguien vendría y me intimidaría. No, era yo quien
debía hacerlo.
Tras el episodio del acaso traficante concluí que lo mejor era llevar una piedra en
el bolsillo y no enseñar mi soledad frente a nadie. Busqué una con punta y me la
guardé.
Fuera del miedo sentía rabia por tener que desperdiciar el silencio hermoso de la
noche. Aves nocturnas cantaban recordándome la casa de mi madre, ese
resguardo, y un sentimiento ambivalente me tuvo detenida mirando el cielo unos
segundos.
De tanto caminar había entrado en calor y percibía mis piernas más fuertes.
Calientes y duras; además de la piedra quizás podría incluso dar patadas vigorosas
a cualquiera. Estimaba que había transcurrido una hora más. Me senté a descansar
y después de no haber desaparecido sin testigos tras varios kilómetros comencé a
confiar en la buena estrella que me atribuían. No era posible que me sucedieran
tantas cosas buenas, decían, siendo el emblema de la desorientación. Cosas
buenas como no desaparecer en la noche sin testigos, pensaba, cosas fantásticas.
Una estrella realmente generosa.
Cuando la oscuridad comenzaba a dar paso a un gris cada vez más claro distinguí
algo que para mí fue como contemplar en vivo y en directo aquella idea abstracta y
risible de la estrella de la buena suerte. Una luz erguida, un blanco inaudito en la
punta del cerro como un lucero. Al fin, el San Cristóbal aparecía y yo podría
orientarme para volver a casa. La virgen del San Cristóbal, casi tan hermosa como
un rostro de carne.