Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Espectros de La Guerra, Los PDF
Espectros de La Guerra, Los PDF
Toturi se despertó al oír un chillido estridente, como el grito de algún espíritu afligido. Se sentó,
frío a pesar del calor veraniego de la habitación, pero el sonido se detuvo abruptamente mien-
tras se incorporaba. Estaba solo entre las sombras, trémulas formas a la luz de la luna que se co-
laba por el biombo. Su espada descansaba en el atril junto a la puerta, pero no la cogió. No se oía
ningún ruido, excepto el zumbido lejano de los insectos en el exterior, ni tampoco había ningún
movimiento. El aullido era ya un recuerdo, quizás parte de un sueño. Puso una mano a su lado
sobre la estera y se dio cuenta de que estaba fría.
¿Dónde está Kaede?
Se levantó en silencio, se puso su túnica y se dirigió hacia el panel: su instinto le decía que ella
estaba allí. Apartó el panel a un lado, revelando una extensión de color plata y gris. Una solitaria
figura estaba sentada en el porche, con el cabello negro colgando suelto por la espalda. Su kimo-
no blanco brillaba a la luz de la luna, como si fuese un fantasma.
—Kaede —dijo—, ¿estáis bien?
No se giró, así que Toturi se adelantó y se sentó a su lado, cruzando las piernas. Era la cuarta
noche que no podía dormir. Desearía haberse despertado, como lo había hecho las veces ante-
riores, y haberla abrazado.
No tiene por qué enfrentarse sola a
sus problemas.
Kaede permaneció inmóvil, con la cabe-
za inclinada y el rostro parcialmente oculto
por el cabello. Incluso el aire estaba en calma,
y ofrecía poco alivio ante el calor. Ella pare-
cía estar escuchando; no a él, o al continuo
chirrido de los grillos, sino a algo más allá.
—Kaede.
Colocó una mano muy suavemente so-
bre su hombro, sorprendiéndola.
—Toturi, perdonadme.
11
Se volvió para hacerle una reverencia, y mientras se erguía sobre sus talones de dio cuenta
de que tenía el rostro sereno, aunque pálido. Le brillaban los ojos, pero no vio ninguna lágrima,
ninguna señal de que el sonido antinatural hubiera provenido de ella.
—¿Estabais soñando de nuevo? —preguntó en voz baja, consciente de que una conversación
a aquellas horas podría llamar la atención.
—En cierto modo.
—No habéis entrado en el Reino del Vacío.
—No, esposo. Sin embargo, en mis sueños... no viajo a Yume-dō, pero de todos modos, mi al-
ma deambula. Los he visto: espíritus caminando por los campos, en busca de algo. Debo ir a verlos.
—Hablemos dentro —dijo Toturi, antes de que pudiera decir algo más.
Ella obedeció, regresando con él al palacio del Campeón Esmeralda. Cerró la pantalla contra
la oscuridad y encendió una lámpara, mientras ella se acomodaba sobre las esteras de tatami. Le
habría traído té si no hubiera tenido miedo de dejarla sola.
—Debo partir al amanecer —dijo ella, mientras él se arrodillaba ante ella—. He de ir a Toshi Ranbo.
Esa ciudad también atormentaba sus sueños, aunque por razones diferentes. El recuerdo de su herma-
no era como un fantasma, y Agasha Sumiko planteaba en cada reunión el tema del destino de la ciudad.
—Quizás no son más que sueños —intentó tranquilizarla—. Vuestro sueño no se vio afecta-
do hasta que recibisteis la carta de vuestro padre. Vuestros pensamientos están plagados de es-
píritus… eso es todo.
—Cuatro noches —susurró—. Y esta vez, vi una cara.
—¿La cara de quién?
—No estoy segura —se mordió el labio, sus ojos distantes. Toturi esperó, pero no la presionó.
—Nuestros shugenja deben partir de inmediato —dijo ella—, con o sin mí. ¿Habéis aprobado
la petición de mi honorable padre?
—Daidoji Uji ocupa actualmente la ciudad —explicó él—. La Grulla de Hierro podría ofen-
derse ante las afirmaciones de que sus shugenja no han conseguido apaciguar a los caídos. Por
eso me he visto obligado a rechazar la petición Fénix.
—¿Esto lo habéis decidido vos?
Toturi asintió, aunque aún albergaba dudas. Ella no cuestionó su decisión, pero se quedó mi-
rando pensativamente al suelo durante un largo rato.
—Entonces iré sola —dijo al fin—. No puede ofenderse ante un único visitante. Tendrá que
dar la bienvenida a la esposa del Campeón Esmeralda.
—No —dijo Toturi—. Os prohíbo que vayáis.
El canto de las cigarras era lo único que llenaba aquel silencio.
Eres demasiado valiosa como para arriesgarte.
Su rostro permaneció inmóvil. —Como deseéis, esposo.
Kaede hizo una reverencia formal y se marchó. Pero el hombre no fue capaz de dejarla partir
con sus palabras como único punto de contacto entre ellos.
22
Y entonces, tomó una decisión. —Iré yo —dijo—. Iré a Toshi Ranbo, y me aseguraré de que
los espíritus estén en paz.
Ya se lo había planteado antes, pero ahora no le quedaba otra opción. Era la única forma de
satisfacer a los Fénix sin ofender a los Grulla.
—Gracias —dijo ella con voz temblorosa.
Sintió un dolor en el pecho al verla tratar desesperadamente de mantener el control. —Estáis
agotada —dijo—. Tratad de dormir.
Ella no le dejó aquella noche, y durmieron con la lámpara encendida.
Toturi apretó el sello con suavidad, y plasmó sobre el pergamino la imagen del crisantemo Im-
perial en verde esmeralda. El peso del sello en la mano le seguía resultando extraño y engorroso,
como también lo era el poder que simbolizaba. Poder concedido por el Emperador, el propio Hi-
jo del Cielo, y todo lo que hacía falta para ejercerlo era dejar su marca en un papel y cambiar el
destino de un samurái, de una familia, de todo un clan.
No era algo que debiera hacerse a la ligera. Observó cómo se secaba la pasta de color esmeralda.
Brillaba ligeramente a la luz del sol que se filtraba desde la pantalla que se encontraba a su lado, como
la piedra preciosa molida que se había utilizado en el pigmento. Apartó el pergamino con un suspiro;
tenía muchos más que leer y considerar.
—La Campeona Rubí ha llegado —dijo la sirvienta.
El resto tendría que esperar hasta su regreso. Toturi limpió cuidadosamente el sello y lo vol-
vió a colocar en su caja antes de asentir pa-
ra indicar que estaba dispuesto a recibir a
Agasha Sumiko.
La guerrera Dragón cruzó el umbral y se
inclinó profundamente. Al sentarse, reve-
ló el rostro impasible de siempre, pero sus
mejillas estaban sonrojadas y su cabello in-
usitadamente desordenado. A menos que
hubiese estado entrenando con el kimono
que llevaba puesto, se había tomado muy
en serio el mensaje de que se trataba de un
asunto urgente.
—Campeón Toturi, la sirvienta me hizo suponer que mi presencia era requerida de inmediato.
Sus palabras fueron muy educadas, pero el énfasis en la palabra “Campeón” sonaba forzado.
—Sumiko-san, gracias por venir con tanta rapidez. Deseaba hablar con vos antes de irme, y
partiré pronto. Hasta mi regreso, podéis actuar con toda mi autoridad.
33
La expresión de Sumiko se mantuvo serena, su mirada sobre la estera ante ella, pero su res-
puesta traicionó su sorpresa. —Por supuesto —dijo ella—. Pero, ¿adónde vais?
—Voy a perseguir fantasmas —dijo, y en esta ocasión la mujer fue incapaz de contenerse du-
rante un instante, y sus ojos se encontraron con los de él.
—¿”Fantasmas”?
—Mi esposa se ha visto asediada por sueños acerca de Toshi Ranbo —le dijo—. Desde que
oyó los rumores sobre espíritus inquietos más allá de sus murallas, sus pensamientos se han tor-
nado inquietos. Solicitó ir ella misma e investigar la posible perturbación, pero no puedo permi-
tir que viaje. En este momento, su salud es delicada.
Se detuvo cuando el viento hizo crujir los pergaminos de la mesa situada junto a él.
Teniendo en cuenta el asentimiento de Sumiko, probablemente había adivinado sus motivos.
Hotaru no hubiese buscado la guerra de haberse quedado en la ciudad como Campeona del Clan
de la Grulla, pero no conocía lo bastante al daimyō Daidoji como para poder predecir sus acciones.
Ya se vislumbraba el peligro de una guerra entre los clanes del León y la Grulla, y entre el León y el
Unicornio. Toturi no permitiría que los pacíficos Fénix se viesen arrastrados también al conflicto.
—Mientras esté allí, hablaré con el general Daidoji y determinaré sus intenciones. Espero en-
contrar una forma de salvaguardar el destino de la ciudad, sin necesidad de una guerra.
—Espero que vuestra esposa vuelva a sentirse fuerte pronto, Campeón —dijo Sumiko—. Me
alegro de que os haya convencido de que actuéis, aunque yo no pudiera.
Incluso ahora, Sumiko cree que no la escucho.
No había nada desafiante en su conducta, sólo en sus palabras. Pero el movimiento de su cabello
al viento hacía que su quietud pareciese forzada. Durante toda la vida de Toturi, habían confundi-
do su comportamiento reflexivo por inacción, o peor aún, por indiferencia. Esperaba que Sumiko
lo entendiese, pero no todos los samuráis Dragón tenían la paciencia de los monjes. Tal vez si la hu-
biese tenido no habría llegado nunca a su posición actual en la capital, donde vivían pocos Dragón.
—No pudisteis persuadirme de que tomase la ciudad en nombre del Emperador y en contra
de sus deseos —le recordó Toturi—. Eso no significa que desee ver una guerra entre clanes.
Toturi echó un vistazo a la caja lacada que contenía el sello de su cargo. Haría falta una de-
mostración de su confianza para ganarse la de ella. Él no estaría lejos mucho tiempo; no podría
deshacer todo su trabajo en tan poco tiempo, aunque deseara hacerlo.
—Toshi Ranbo está en los pensamientos de muchos —dijo Sumiko, reclamando su aten-
ción—. Se rumorea que se han encontrado nuevas minas cerca de la ciudad, vetas de gemas des-
cubiertas hace poco. La posibilidad de encontrar jade tentaría hasta a los Cangrejo.
¿Por qué no me lo ha dicho antes? No puedo escuchar si no me habla.
—El conflicto entre los Grulla y los León —dijo Toturi, su tono cuidadosamente neutral— ya
ha causado bastantes conflictos. Luego estaba la petición Unicornio que habría puesto a la ciu-
dad bajo el control Imperial....y bajo la influencia Escorpión. Y ahora los Cangrejo también van
a querer tener voz en el destino de la ciudad.
44
Sumiko no dijo nada. Quizás no confiaba lo bastante en él como para hablar con franque-
za. Tal vez debería haberla invitado a beber sake alguna noche, como hizo Kitsuki Yaruma.
No era posible forzar la confianza de una larga amistad, pero Toturi necesitaba su apoyo en el
nuevo cargo.
—Sumiko, durante vuestros encuentros con el embajador del Clan del Dragón, ¿os ha dado
alguna razón para suponer que vuestro clan se interese también por la ciudad?
—Mi señor, fue una visita entre amigos. Hablamos de cosas triviales mientras bebíamos sake.
Hablamos de casa, del tiempo. No hubo ninguna mención a Toshi Ranbo —se detuvo, sin res-
ponder a una pregunta. No le habló de los rumores que había oído; no eran más que rumores.
Piensa que dudo de su lealtad, pero también debe ganarse mi confianza.
Había quién cuestionaba su propia lealtad al Imperio, y aún tenía que probarla. —Desde la
petición Unicornio —empezó—, la cuestión del gobierno de Toshi Ranbo ha sido objeto de dis-
cusión en todo el Imperio. Es una ubicación militar estratégica para el conjunto del norte. El des-
tino de la ciudad me preocupa mucho, y ahora que hasta mi propia esposa...
Toturi se detuvo antes de seguir. No le iba a contar a Sumiko todos sus temores.
—Hasta que regrese, podéis actuar con plena autoridad —repitió—. Mi partida no es un se-
creto, pero preferiría que tampoco se convirtiera en la comidilla de la corte. Que todo continúe
funcionando sin interrupciones, como si yo siguiera aquí.
Y más vale que Matsu Tsuko no se entere hasta que regrese.
—Gracias, Campeón, así se hará —hizo una pausa— ¿Puedo daros un consejo? —Toturi
asintió—. Por favor, hacedlo.
—Aseguraos de cabalgar ataviado con la armadura de vuestro cargo, u os matarán antes de
que lleguéis a las puertas. Los Grullas de Hierro no vacilarán en actuar si os aproximáis con los
colores León.
¿Se cree que soy tan estúpido como para ir de marrón?
—No quiero que parezca que voy a la batalla —dijo—. Sólo me llevaré una pequeña compañía.
—¿Seguís sin tener la intención de asumir el control en nombre del Imperio?
—El Emperador no lo desea —dijo, en un tono que esperaba que fuera definitivo.
—Pero es posible que el Imperio lo requiera.
—No puede haber distinción —dijo Toturi, pero no la reprendió. No deseaba que todas sus
conversaciones terminaran en discusiones. Cogió la pesada caja y le entregó su sello para que lo
guardase, aunque sintió que el gesto había quedado deslucido a consecuencia del giro que había
tomado la reunión.
Sumiko lo recibió educadamente. Sin duda el peso le resultaba más familiar a ella que a él, ya
que había estado bajo su cuidado tras la muerte de su predecesor.
—Hasta que volváis —dijo ella.
Toturi asintió, listo para despedirla, pero ella continuó.
55
—Campeón, espero que encontréis lo
que buscáis —dijo ella—. Pero me temo que
estáis buscando la respuesta perfecta. A ve-
ces no hay ninguna, y aun así deberéis to-
mar una decisión.
66
en el rostro; no tardaría demasiado en regresar y asegurar a Kaede que los sueños que perturba-
ban sus noches no eran más que terrores nocturnos.
Se volvió hacia la ciudad, donde ahora las puertas estaban abiertas. Una compañía de guerre-
ros de hierro Daidoji salió cabalgando con sus pendones en alto, sus grises y azules amortiguados
por el azul más brillante del cielo sobre ellos. La última vez que Toturi había visto el blasón Dai-
doji fue el día en que perdió a su hermano, el día en que Hotaru mató a Arasou. Ahora, el general
Daidoji Uji venía a encontrarse con él en persona, ataviado para la guerra. Cinco jinetes trotaban
tras su comandante para igualar el número de sus guardaespaldas. Toturi montó en su caballo y
se reunió con sus acompañantes mientras los jinetes cruzaban el campo.
Uji no habló hasta que se encontraron cara a cara y los caballos se quedaron quietos y callados.
—Campeón Esmeralda —dijo Uji, su voz apenas algo más que un susurro. Su mirada acerada
no mostraba ninguna de la deferencia que transmitían sus palabras—. Bienvenido a Toshi Ranbo.
—Señor Daidoji, no hemos venido buscando hostilidades ni hospitalidad. Vengo a ver de
nuevo el lugar donde falleció mi hermano, Akodo Arasou.
Uji simplemente asintió.
—Algunos shugenja han acudido a mí para expresar su preocupación por espíritus pertur-
bados —al llevar siglos sin estar ocupado el cargo de Campeón de Jade, las herejías y la hechice-
ría también quedaban comprendidas dentro de las obligaciones de su cargo, pero no se atrevió a
lanzar tan pronto acusaciones de semejante envergadura.
—Nuestros shugenja no han tenido problemas —dijo el Grulla—, pero entrad, ved por vos
mismo la ciudad y sus santuarios.
Toturi asintió. Sin decir una palabra más, Uji se giró y cabalgó hacia la puerta, seguido de sus
invitados. Atravesaron las gruesas murallas, construidas sólidamente de piedra y madera, dise-
ñadas para resistir grandes impactos. Dentro, los sirvientes se encargaron de sus caballos, pero
no les quitaron las armas.
—Permitidme que os lleve ante los shugenja, Campeón Toturi —dijo el Grulla de Hierro—.
Vuestro séquito puede aguardaros aquí y cuidar de vuestros caballos.
No era tanto una sugerencia como una exigencia, pero soportable.
Toturi avanzó con su guía por las estrechas calles. El camino que tomaron era extraño, tor-
tuoso y retorcido, y les llevó a lo largo de la ciudad. Guerreros bushi Grulla con armadura com-
pleta montaban guardia y hacían patrullas, mientras que los ashigaru practicaban en un campo
de entrenamiento. Todos se detuvieron para hacer una reverencia a su paso, y bajaron los ojos.
Uji caminaba en silencio, y su camino les llevó al lado de un santuario dedicado a Hachiman,
la Fortuna de la Batalla.
El arco era de un reluciente color rojo, recién pintado: el color de la sangre. Más allá podía
verse el gran santuario de Bishamon. Durante generaciones, guerreros Grulla y León por igual
habían entrado en el santuario de la Fortuna de la Fuerza para pedirle la fortaleza necesaria co-
mo para defender la ciudad.
77
Pasaron al lado de komainu dorados, construidos por el clan de Toturi. El jardín que rodeaba
el santuario era ordenado y elegante, pero carecía de la belleza típica de los jardines Grulla. Allí,
tanto León como Grulla habían plantado pinos, helechos y plantas medicinales.
—Mi señor Daidoji, me gustaría que habláramos de asuntos mundanos antes de que entre-
mos en este lugar sagrado.
Toturi continuó mirando hacia delante mientras se detenían en el sendero, aunque la mirada
de Uji se detuvo sobre él. —Estáis preparados para la guerra —observó Toturi. Una vez más, el
Grulla se limitó a asentir.
—El Emperador prohíbe la guerra entre Grandes Clanes.
—No queremos una guerra —dijo Uji—, pero la esperamos.
—Los León han retirado sus tropas...
—La guerra se aproxima, Campeón —dijo Uji—. Estamos preparados, y eso no es un crimen.
El sol fue desapareciendo mientras se alejaban de la ciudad. Habían masajeado y abrevado a los
caballos, y ahora trotaban con un vigor renovado. Alguien los estaba observando, pero Toturi no
echó la vista atrás hacia los muros. Su mirada se posó sobre el bosquecillo donde había esperado
99