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Jorge Morfín:

Víctor

"...y porque más me asombre,


en el traje de fiera yace un hombre...
desde aquí sus desdichas escuchemos..."

(La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca, 1636).


I

Un día se encerró en aquella covacha húmeda y


obscura, tanto que sólo era visible un poco de luz,
hasta allá, por donde había entrado. Víctor estuvo
allí muchos años, en el fondo de aquel antro, sentado
sobre sus propias piernas y la cabeza oculta sobre s
us rodillas, excepto una vez, cuando salió a dormir
sobre el césped al aire libre. Cuando se metió allí, los
demás se preguntaban más de la cuenta, porque la
gente sabía, pero luego, todo se hizo costumbre y
así, Víctor ocupó un sitio silencioso e insensi ble en
aquel pequeño pueblo costero. Cuando entró, Víctor
estaba decidido a morir; entonces deseaba un fin sin
dolor, la verdad porque nadie recuerda el suplicio de
su propio nacimiento y, claro, acabar así, deshecho
en la inconsciencia de la clausura, no es morir, es
como nacer hacia adentro.

Un Así fue, Víctor se metió en aquel lugar después


de ver una mujer desnuda, porque ya había cumplido
los 12 años y ya estaba en la edad. Allí, es
importante para todos: para los hombres y para las
mujeres, sobre todo para las mujeres, porque así
dejan de un a vez cierta sonrisa forzada y
compasiva, como la que todos dedican a un niño
desvalido: ¡Pobrecito, todavía no puede! y Víctor ya
podía, aunque no lo hubiera demostrado sino a sí
mismo. En la costa esas cosas suceden pronto,
demasiado pronto, tal como cr ece la manigua, con
prisa.

Víctor sabía que el cuerpo de las mujeres era


diferente al suyo y al de sus compañeros con quienes
se había bañado muchas veces en el río, cerca de la
playa; además, los que ya habían ido a esa casa, se lo
habían contado todo con fruición. Por cierto, ese
sitio estaba lejos del pueblo, pero cerca de todos: el
lugar de las pruebas, de las pruebas de la hombría,
como la llamaban en la cantina, el lugar necesario,
decía el alcalde, el lugar del pecado, lo promocionaba
el cura.

Decidió ir allí porque los amigos lo instigaron y


tenía ya que satisfacer esa enorme curiosidad que
aparecía, sobre todo en las mañanas, muy temprano
cuando despertaba. Víctor también tuvo miedo,
aunque jugó consigo mismo muchas veces, sin
problema, imagi nando que esas sensaciones eran
sólo ensayos para la hora de la verdad; pero nunca
había visto el cuerpo de una mujer desnuda, salvo en
el taller del mecánico que tenía la pared tapizada de
recortes de revistas.

Siempre pensó que aquel gran anhelo se haría muy


grande si iba, pero no fue así. Para explicarlo pronto:
cuando fue al lugar de las pruebas de la hombría, el
cuerpo desnudo de aquella mujer lo dejó yerto. No
sólo eso, también se decepcionó y tuvo miedo; e so
es, su desinterés lo decepcionó y entonces tuvo
miedo, o quizás, lo que realmente sucedió fue que
sintió miedo, se volvió indiferente y se decepcionó.
Víctor sufrió en el intento y vio claramente en la
cara de la mujer desnuda, aquella sonrisa compasiv a,
tan temida por él, y ahí mismo quiso morir. Estuvo
seguro que todos notarían su fracaso y que todos los
hombres y todas las mujeres, sobre todo las
mujeres, dirían: "¡pobrecito Víctor, no pudo!", y la
verdad era que si podía, aunque no lo hubiera demos
trado. Salió corriendo de ese cuarto y se enclaustró.

Víctor ya no volvió al pueblo, ya no salió de aquel


lugar del pecado necesario. Conocía un escondrijo en
la parte de atrás del solar, un poco alejado de la
casa, por el lado del pantano, cerca del mar: un lugar
obscuro y húmedo en una bodega medio derruíd a,
donde, algunas veces, había ido solo, a hurtadillas;
precisamente a imaginar su primera vez. Víctor
corrió hasta allá procurando no volver la cara, se
detuvo un momento ante la puerta maltratada de
aquella covacha y entró. Cuando estuvo dentro, se
sent ó en el piso de tierra, en cuclillas contra una
pared pegajosa y verde por el moho y escondió la
cara sobre sus rodillas. Ahí lloró, gimiendo, durante
días y meses y, quizás, durante años. Un día, mucho
tiempo después, Víctor dejó de sollozar y cerró sus
ojos. Ya no derramaba lágrimas, no le había quedado
ni una sola. Había derramado lágrimas desde los 12
años, desde que vio, por primera vez, una mujer
desnuda. Cuando cesó su llanto, todo q uedó
suspendido, latente, como si nada existiera; se hizo
un silencio extraño, poco natural. Ahí encerrado,
Víctor estuvo oyendo ese silencio, sin saber
realmente lo que oía, porque en ese antro no se
movía ni siquiera un pensamiento. Víctor vivió en
comp leto silencio su inmovilidad, su parálisis, y así
estuvo más días, más meses y más años.

Tanto tiempo pasó, que Víctor se cubrió de polvo,


de telarañas y de una especie de costra cubierta con
un cardenillo obscuro, marrón, que hizo que su
cuerpo se confundiera con la apariencia de aquel
espacio negro y húmedo. Todos esos años hicieron
que su cuerpo se hiciera redondo, parecía un costal
gelatinoso arrumbado en un rincón. La escara
alrededor de su cuerpo era tan gruesa, que le cubría
hasta sus propios pensamientos que se devolvían
hacía dentro y aumentaban lo duro de aquella
cáscara. Pero la naturaleza siguió su mandato, y la
biología de Víctor cambió, y así, poco a poco, le
aumentó todo a través del capullo de polvo, de
telarañas y de aquella masa verde. Cuando un día
abrió los ojos y se vio, habían pasado ya muchos
años, porque, com o todos, Víctor creció despacio, en
silencio, sin hacer ruido; tan discretamente, que él
mismo no se dio cuenta. Y así, súbitamente, Víctor se
descubrió grande y, otra vez, con la posibilidad de su
propio placer. Se olvidó de todo y de todos, por eso
lleg ó un momento en que ya no pensaba en la
muerte, ni siquiera sabía por qué se había encerrado;
todas aquellas razones estaban abandonadas adentro
de él mismo.

Víctor había estado ahí metido y no tenía ningún


otro punto de comparación y, por eso, no notaba la
suciedad, el polvo, y las costras húmedas en su
cuerpo blancuzco por la falta de luz. Se veía y se
veía a sí mismo y su juego favorito era aventurarse
por las veredas que descubría de su propio
organismo y se encantaba con los cambios que se
podía provocar, como un niño hace con un juguete
favorito. No se supo de cierto quién lo alimentaba,
aunque de vez en cuando aparecía una pequeña
mujer, encorvada por resignación, que le traía, como
abrazado, un pequeño bulto pegado al pecho...
siempre pegado al pecho. Un día, la vieja ya no volvió.
Pasaron más d ías, meses y años y Víctor sintió
hambre y decidió acercarse hasta la hendedura de
luz que había estado contemplando a lo lejos. ¡Cómo
le costó esa decisión! Le atraía la claridad, pero
cuando intentaba un movimiento, su cuerpo pesado lo
jalaba hacia abaj o a causa de toda esa rémora que
tenía acumulada. El esfuerzo era tal, que pareciera
que tiraba de un montón de fierros viejos.
Al fin, después de horas, se incorporó como pudo
y dio el primer paso y luego el segundo y luego el
tercero, y, poco a poco, muy despacio, salió. Estuvo
un momento en el umbral de la entrada de aquel
lugar, casi ciego, hasta que sus ojos se empezaron a
ac ostumbrar a la luz. Primero distinguió siluetas,
pero luego, cuando se afinaron sus ojos, reconoció
árboles, pasto, yerbas y, a lo lejos, el inmenso sonido
del mar. Víctor había hecho un gran esfuerzo y
estaba muy cansado, por eso se recostó sobre el
césp ed un buen rato y, por primera vez, después de
años, estiró todo su cuerpo y se quedó dormido.
II

Mientras tanto casi nada ha cambiado. La casa del


pecado ha seguido allí, probando, aprobando y
reprobando a todos los hombres que entran. Ha sido
una mañana muy temprano cuando Víctor ha salido a
la luz. No lo han visto, porque a causa de ese horario
tan especial de trabajo, nadie madruga. Pero aquel
día, un poco antes del mediodía, una de las mujeres,
ya decolorada de la cara, vistiendo una bata suelta,
transparente y desteñida, ha pasado por el sitio
donde Víctor está dormido y lo ha descubierto. Está
desnudo, con la barba crecida como ermitaño: las
uñas largas, como ganchos, lleno de pústulas de
humedad por todo el cuerpo blancuzco y de una capa
de mucílago verde. Víctor no está nada agradable de
mirar y ella ha pensado que está muerto. A pesar de
eso , Jan -su nombre completo es Janet- ha logrado
reponerse del sobresalto y ha seguido su propia
curiosidad: ha rodeado a Víctor despacio, sin hacer
ruido, lo ha mirado por todos lados, se ha acercado y
se ha alejado, ha comprobado que está vivo y que es
un macho y, por fin, ha decidido quedárselo y
componerlo. Pero no es algo que se pueda hacer
fácilmente, sobre todo en aquel sitio lleno de
mujeres secretamente deseosas de posesión. No lo
expresan tan claro, pero Jan lo sabe; ella misma no
es diferente a las demás y quiere lo mismo: un
hombre sólo para ella. Ja n ha pensado que aquello
que parece el engendro de una bestia puede ser la
oportunidad de cumplir ese deseo tan arcaico y tan
frustrado. Cada noche Jan busca tener un hombre, y
cada noche, se decepciona, porque cada cliente es
efímero, a pesar de las fant asías de dominio que se
producen en esa clase de trabajo. Jan no ha podido
quedarse con nadie para siempre. No se ha apropiado
de alguien por no pertenecer ella misma a alguien y
su pasar se ha convertido en una rueda sin principio
ni fin. Ella piensa que su vida es eso, una rueda de la
fortuna, con muchos carritos en donde se acomodan
los que pagan, y ya no importa quién es primero y
quién es último, porque la maldita víbora de luces
siempre se está mordiendo la cola.

Jan se ha parado un momento a pensar, tiene que


actuar rápidamente antes que las demás descubran
lo que ella ha descubierto.... a fuerza de jalar a aquel
hombre, lo ha escondido en el mismo sitio de donde
salió. Y así, Víctor, está otra vez en un rincón d e
aquel lugar cerrado, húmedo y obscuro pero, esta
vez ha penetrado dormido, porque no se ha
despertado ni se ha dado cuenta ni ha sentido nada.

Pasó el tiempo y Víctor siguió durmiendo y Jan,


como pudo, escondiéndose de las otras mujeres, lo
limpió, le cortó el cabello y las uñas y, todas las
noches, lo cubrió para que no sufriera fríos. Poco a
poco se curaron las costras y las marcas de humedad
en el cuerpo de Víctor. El agua limpia fue haciendo lo
suyo, hasta que brotó un cuerpo nuevo de aquel
manchado y blancuzco, porque Jan, como podía, lo
acercaba, de vez en cuando, a la hendedura de luz
para que se asoleara un poco. Lo visitaba temprano
en la mañana o cayendo la tarde o entre cliente y
cliente; se quedaba un buen rato, mirándolo primero,
después admirándolo, como un escultor que se aleja
de su obra y se asombra de lo que ha salido de la
piedra. Esos cuidados la indujeron a quererlo como
suy o y a mimarlo como si fuera un juguete vivo,
aunque inerte. Jan, por fin, poseía su hombre, de ella
y de nadie más.

Ella se había acostumbrado a entrar al escondite,


sin hacer ruido, sin ser notada, para no despertar a
Víctor. Pero Víctor despertó porque, por segunda
vez, en todos esos años, volvió a sentir hambre.
Abrió los ojos y recordó que había salido a la luz con
mucho trabajo y que se había quedado dormido en el
césped; todo lo supuso un sueño, porque allí estaba
dentro de aquel lugar. Miró a su alrededor, y cuando
se empezaba a reconocer como un hombre nuevo,
entró Jan. En la media obscuridad, ella atrapó los o
jos abiertos de Víctor y los miró fijamente. En aquel
momento Víctor sintió que algo se movía en su
interior, como la rotura de una costra, como un
desprendimiento que le producía dolor y placer al
mismo tiempo; por eso aceptó la mirada de Jan y a
su vez la miró interrogante, asombrado, como
hallando otro mundo.
Jan había estudiado, con mucho detalle, durante
mucho tiempo, al hombre de su propiedad, por arriba
y por abajo, de cerca y de lejos; conocía cada
centímetro de su cuerpo. Lo había limpiado, lo había
puesto al sol y hasta, alguna vez, lo perfumó. Pero ell
a no había penetrado en el interior de Víctor porque
eso sólo se puede hacer por los ojos, con una mirada
fija, decidida y sin parpadeos y él había estado
dormido.

Cuando Víctor se repuso del asombro, dejó de lado a


Jan y continuó examinándose a sí mismo y descubrió
su piel limpia, palpó su barba rasurada, se tocó el
resto del cuerpo y lo sintió grande y fuerte. Con
muchos trabajos se incorporó ante la vista de aque
lla mujer desconocida. Jan contemplaba todo aquello
entre asustada y pasmada, al punto de no pronunciar
palabra. Quizás sintió miedo de perderlo pero ella
siguió su instinto y esperó a que Víctor estuviera de
pie para tocarle una mano con timidez, con cui dado,
como se atrapa un pájaro temiendo que vuele. Víctor
sintió la mano de Jan y, en ese preciso instante, se
le vino encima, con violencia, el recuerdo de aquella
primera mujer desnuda, cuando decidió morir
naciendo al revés. Hizo un breve intento de hu ir
otra vez pero vio que los ojos de Jan lo miraban
diferente y se quedó.

¿Han notado cómo se acerca una mamá a su hijo


pequeño cuando está enojado y triste?: lo ve con
ternura, se aleja, se acerca otra vez, se vuelve a
alejar, hasta que logra tocarlo, abrazarlo y calmar su
llanto. Esa fue la escena que siguió, y así fue como J
an empezó a darle amor a Víctor. Durante muchos
años lo siguió haciendo y lo conservó en aquella
bodega porque era su propiedad y, a escondidas de
las demás mujeres, lo visitaba, hablaba con él y le
llevaba el alimento que traía como abrazado en un
pequeñ o bulto, siempre pegado al pecho. A Víctor le
agradaba aquello y como ella reía cuando él jugaba
consigo mismo, no extrañaba nada de su vida
anterior. Jan siguió trabajando en el negocio de
tocar y dejarse tocar y ahora con una verdadera
razón para perman ecer en esa casa de las pruebas
del pecado necesario.
III

Pasaron muchos años y Víctor siente hambre otra


vez; pero en esta ocasión, no es un hambre común:
desea probar algo diferente de lo que Jan le ha
venido trayendo todo este tiempo. Víctor quiere
volver a ver la casa y a aquella primera mujer
desnuda. Nadie sabe por qué ese día recordó esa
primera experiencia, porque ya se había olvidado de
todas las mujeres desnudas: la primera lo dejó
indiferente, se decepcionó, y también tuvo miedo.

Pero esta hambre nueva, a pesar del temor, es tan


intensa, que Víctor sale por segunda vez: es de
noche y huele a yerba y se ven las estrellas y se oye
el gran mar y él lo siente todo y respira profundo;
por eso siente que se ha rasgado un poco más la cos
tra que trae metida abajo de la piel. Camina por el
césped, poco a poco, muy despacio, trabajosamente
pero erguido, hasta llegar a la casa que ahora
también recuerda bien: todavía están de pie las
columnas neoclásicas de madera pintada que dan
entrada a u na terraza a media luz y que contrastan
con la línea simple de la playa de donde viene el
sonido de las olas.

Adentro hay gente y mucha bulla y Víctor tiene


ahí un momento de duda, pero, poco a poco, se
atreve a entrar, porque entre tantos y tantas,
piensa que no lo van a notar. Busca con la mirada a
aquella mujer desnuda y como no la encuentra decide
salir. Otra mujer, a la que no recuerda, lo toma de la
mano, suponiendo que aquel hombre desnudo ha
bebido demasiado, y con palabras que él no oye bien,
lo lleva arriba, a una de las habitaciones...
IV

Esa noche en el lugar de las pruebas, de las


pruebas de la hombría, la fiesta se acabó temprano:
no está la música, ni los hombres. Ahí sólo están las
mujeres; tienen más aflicción en la cara que
maquillaje porque murió un cliente. Arriba en esa
habitació n, una mujer encorvada por la resignación y
por los años, llora bajito y acaricia con ternura la
mano de un anciano. Ella, porque ya está muy vieja,
sólo atiende que haya toallas en los baños y papel
higiénico sobre las mesitas de noche de las
habitacione s. Mientras tanto, abajo, una de las
jóvenes, todavía a medio vestir, explica a las demás:
"era un hombre muy viejo, lo encontré desnudo en la
terraza y me lo llevé arriba; yo estaba con él cuando
murió" y, con cierta sonrisa forzada y compasiva,
como la que dedicamos a un niño desvalido, agrega:
"¡el pobrecito, ni siquiera pudo!"

Tepoztlán, Mor. México.

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