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Sumergidos en la pasión

Mary Leo
9º Serie Multiautor “Noches de crucero”

Sumergidos en la pasión (2008)


Título Original: Cabin fever (2008)
Serie Multiautor: 9º Noches de crucero
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Oro 169
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Dylan Langstaff y Becky Montgomery

Argumento:
A veces una necesita a alguien que le diga lo que ya sabe…
Tras la muerte de su marido, Becky Montgomery enterró con él sus
emociones y sus necesidades y, durante dos años, se enterró a sí misma en
el trabajo.
Un crucero de una semana con sus hijos y su exigente suegra no era, según
Becky, el momento más adecuado para volver a mojarse los pies en el mar
del amor. Pero conoció a Dylan Langstaff, el guapo instructor de buceo del
barco… y empezó a pensar que quizá estuviera preparada para dar el gran
salto.
Dylan había seducido a muchas mujeres desde que trabajaba en aquel barco,
pero Becky era diferente. Estaba haciendo que desease cambiar de tipo de
vida… del mismo modo que él estaba logrando que ella desease volver a
amar.
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Donde los sueños se hacen realidad…


El Correo del Crucero.
¡Bienvenidos a los soleados cielos del Caribe!
Después de un verano en el Mediterráneo, el Sueño de Alexandra se prepara para un
invierno lleno de sol y diversiones navegando por las cálidas aguas del Caribe.
La directora de crucero Patti Anderson y el monitor de actividades acuáticas Dylan
Langstaff han planeado excursiones para todas las edades. Conozcan a las rayas marinas y
descubran lo graciosas y delicadas que pueden llegar a ser. Y ¿quién podría resistirse a la
juguetona naturaleza de los delfines?
Y no se olviden de la apasionante búsqueda del colgante de la lágrima de plata. Lean en
los folletos que se reparten a bordo la romántica leyenda sobre la diosa de la luna y su amante
el pastor. El pasajero que lo encuentre no solamente recibirá un trato privilegiado durante el
crucero, sino que también será afortunado en amores.
Pero aunque no encuentren el colgante, un crucero en el Sueño de Alexandra es
garantía de una experiencia de primera clase para todos los pasajeros…

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Prólogo
La luna colgaba alta en el cielo mientras el Sueño de Alexandra se deslizaba
plácidamente por las oscuras aguas hacia su nuevo destino. Un largo y reparador
viaje desde el puerto del Pireo, en la costa griega, hasta Miami Beach, en Florida,
donde pasaría la temporada de invierno navegando por el Caribe.
Patti Kennedy se hallaba sentada sola en la trastienda de la biblioteca del barco,
examinando la caja llena de imitaciones de antigüedades que la policía y el FBI
habían descartado. Ariana Bennett, la bibliotecaria, había decidido enviar las piezas
mayores, un busto de emperador, una crátera griega y un plato etrusco, a una amiga
suya. Y a Patti la había invitado a echar un último vistazo a la caja por si quería
quedarse con algo.
Patti, que no había podido dormir, había decidido a la una de la madrugada
bajar a revisar la caja. Todavía seguía muy inquieta por los últimos acontecimientos
ocurridos a bordo, además de que compartía una incómoda sensación de culpa con
los demás cargos de responsabilidad del barco. Como directora de crucero, Patti se
recriminaba que toda una operación de contrabando de antigüedades se hubiera
desarrollado a bordo del Sueño de Alexandra durante todo el periplo mediterráneo…
delante de sus propias narices.
El incidente había minado también la confianza entre los miembros de la
tripulación. El primer oficial Giorgio Tzekas había sido detenido por su participación
en la banda, motivada al parecer por sus deudas de juego. Y Mike O'Connor, alias
padre Connelly, se las había arreglado para introducir a bordo una serie de
antigüedades adquiridas en el mercado negro, que ocultó con éxito entre las
imitaciones con que solía ilustrar sus conferencias, impartidas en la biblioteca.
Ambos habían trabajado para Anastasia Catomeris, cuyo verdadero objetivo no
había sido otro que destruir la reputación de su antiguo amante Elias Stamos, el
propietario de la línea de cruceros.
Según le había contado Ariana, Anastasia, o Tasia, había tenido un hijo con
Elias, Theo, cuarenta años atrás. El hecho de que Elias hubiera contribuido al
mantenimiento de su hijo ilegítimo con una generosa pensión no había sido
suficiente para Tasia: lo que ella siempre había querido era que lo reconociera
públicamente. Elias había acabado haciéndolo, y ahora padre e hijo estaban
construyendo una sólida relación, a pesar de la propia Tasia y de sus taimados
planes.
Pero era Mike O'Connor el que había conseguido engañar a todo el mundo,
incluyendo a Gideon Dayan, el jefe de seguridad del barco. Gideon había sospechado
de él, pero no había podido aportar ninguna prueba. Incluso Thanasi Kaldis, el
gerente del hotel, había llegado a defenderlo en algún momento.
Cuando pensó en Thanasi, Patti se recostó en su silla y se puso a juguetear con
el colgante de plata con forma de lágrima que había encontrado en la caja. Aquel
hombre se había apoderado de su corazón, pero no podía decírselo, al menos en un
futuro cercano. Por el momento tendrían que seguir trabajando juntos como si tal

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cosa y, además, como directora del crucero, no tenía tiempo para aventuras. Pero
soñar no hacía daño…
El colgante resbaló entre sus dedos y cayó al suelo. Y cuando se agachó para
recogerlo, el rayo de luna que entraba por la escotilla de la habitación arrancó un
reflejo azul a la lágrima de plata.
—Curioso —pronunció en voz alta mientras lo alzaba para admirar
nuevamente su brillo azulado. Al principio aquel colgante no había llamado su
atención. Pero un rayo de luna había revelado toda su belleza.
Mientras lo dejaba cuidadosamente sobre la mesa, recordó la leyenda griega
que, según Mike O'Connor, se hallaba asociada a aquel colgante. Era algo sobre la
diosa de la luna y su amor por un pastor, Lexus, y cómo el dios del sol, celoso, había
hecho matar al pobre pastor. Se suponía que la diosa había encargado aquella cadena
para el diamante del broche de la capa mágica que había tejido para ocultar a su
amante. Tras la muerte de Lexus, la diosa de la luna derramó una lágrima que cayó
sobre la tierra y envolvió el diamante. Acto seguido ordenó a una de sus siervas que
escondiera el colgante allí donde había sido feliz con Lexus, de manera que
quienquiera que lo encontrara sería afortunado… sobre todo en amores.
—¡Eso es! —exclamó Patti, recogiendo el colgante de la mesa.
Prescindiría del resto de las imitaciones, que enviaría sin falta a la amiga de
Ariana, y se quedaría con el colgante. Acababa de descubrir una manera tan amena
como eficaz de hacer olvidar a la tripulación el escándalo que habían padecido.
Escondería el colgante en un camarote escogido al azar y se inventaría un
nuevo juego para los pasajeros. «Encuentre el colgante de la diosa de la luna y
descubra su verdadero amor». O algo parecido.
Tendría que ocuparse de los detalles, pero confiaba en que Ariana la ayudara en
ello. Ahora que la bibliotecaria había encontrado a su verdadero amor, un agente de
la policía italiana, quizá pudiera aconsejarla sobre el mejor eslogan a utilizar. Se
moría de ganas de ir a buscarla para contárselo, pero sabía que tendría que esperar
hasta el día siguiente.
Se guardó el colgante, cerró la caja, apagó la luz y se dirigió a su camarote,
cansada pero contenta.
Mientras contemplaba la luna por los ventanales, no pudo menos que sonreírse
por lo romántico de aquella historia. Era estúpido pensar que una simple pieza de
bisutería podía cambiar la vida de una persona, pero esperaba de todo corazón que
fuera verdad. Y no sólo por el pasajero o la pasajera que llegara a encontrar el
colgante… sino por ella misma.

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Capítulo 1
Si Becky Montgomery había accedido a pasar las Navidades navegando por el
Caribe con la familia de su difunto marido había sido exclusivamente por culpa de
Laura, su sobrina de quince años. Aquella chica parecía conocerla mejor que nadie.
Sobre todo por lo que se refería a sus relaciones con su suegra, Estelle, la matriarca de
la familia.
—Ni siquiera tendrás que verla —le había dicho Laura con su característico
tono convencido—. Ya sabes lo mucho que detesta el sol. Probablemente se pasará el
día entero durmiendo en su camarote o metiéndose con el servicio. Además, tanto los
niños como yo te necesitamos para no acabar volviéndonos locos. Entre mi madre
fastidiándome todo el día y la abuela recitándome una y otra vez las reglas de
etiqueta, podría terminar arrojándome por la borda. Y tú no querrías cargar con eso
sobre tu conciencia, ¿verdad?
—Si os acompañara en ese crucero, creo que yo me arrojaría por la borda
contigo —había repuesto Becky. El simple pensamiento de encerrarse con Estelle
Montgomery en un barco le revolvía el estómago.
—Por favor, tía Becky, tienes que venir… Es tu sobrina favorita la que te lo
pide.
—Eres mi única sobrina.
—Estoy desesperada.
—Tienes quince años. Toda quinceañera se halla en un estado de desesperación
permanente.
—Sí, pero yo tengo a Estelle y a Kim como modelos femeninos de conducta.
Con lo que mi desesperación se multiplica.
Fue en aquel preciso instante cuando la resistencia de Becky se vino abajo.
Siempre había tenido una debilidad especial por los desamparados y se había
apiadado de Laura.
Sin embargo, ahora que había llegado la fecha de partida, se estaba
replanteando su decisión. Las maletas estaban hechas, había reservado las
excursiones a tierra, le había pedido a la vecina que le regara las plantas y alimentara
a Brad y a Angelina, los periquitos de Sarah, que jugara con Lance Armstrong, el gatito
de Sarah, y que sacara a pasear a John Wayne, el bulldog de la familia… pero ya no
estaba tan segura de que lo del crucero fuera una buena idea. De hecho, estaba tan
nerviosa que las crêpes con forma de ratón Mickey que había preparado para los
niños le habían dado náuseas, sólo a ella. Y el dolor de cabeza con el que se había
levantado amenazaba con hacerle estallar el cráneo. ¿Estaría a tiempo de echarse
atrás?
Sentada a la mesa con su taza de té y su cuenco de copos de chocolate, se
concentró en analizar seriamente la idea mientras veía a Sarah, su hija de siete años,

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comer con exquisita cuidado su crepé del ratón Mickey. Le gustaba dejarse las orejas
para el final.
—Creo que todo esto es un rollo —protestó Connor, su hijo de diez años. No
había tocado su desayuno.
—Para ti todo es un rollo —replicó Sarah.
—Sí, incluyéndote a ti.
—Por favor, chicos. Mantengamos las formas en presencia del ratón Micky —a
Becky le gustaba mantener la disciplina con cualquier recurso que tuviera a mano.
Habitualmente utilizaba juguetes y mascotas como herramientas de negociación,
pero por alguna razón en aquel momento no había ninguna en la cocina.
—Mamá… —Connor puso los ojos en blanco— son crepés.
—No importa. Esas crêpes representan a Mickey. Y por respeto a nuestro
invitado, no se discute en la mesa.
—Como quieras —y clavó el tenedor en su crepé, ensartando al pobre ratón.
Becky se quedó mirando a su hijo, pensativa. Laura la había convencido de que
se incorporara a aquel crucero, pero había otra razón en su contra: Connor. Esperaba
que aquel viaje sirviera para hacerlo salir de su cueva, pero lo dudaba seriamente.
Desde que murió su padre, un par de años atrás, Connor se había ido encerrando
progresivamente en su propio mundo, y a esas alturas comía fatal y apenas hablaba.
En las pocas ocasiones en que se dignaba entablar conversación, se volvía sarcástico o
llevaba la contraria a todo el mundo. Becky lo había intentado todo, pero hasta el
momento nada había funcionado. Cada día se mostraba más y más distante.
—Connor, dos bocados más y podrás levantarte de la mesa —le dijo Becky,
sabiendo las ganas que tenía de volver a su habitación.
Sin pronunciar una palabra, hizo lo que le decía su madre, dejó el plato en el
fregadero y abandonó la cocina.
—No te preocupes, mamá —le dijo Sarah, dándole unas palmaditas en la
espalda—. Mickey sabe por qué Connor está tan triste y no se enfadará con él.
A Becky se le llenaron los ojos de lágrimas mientras abrazaba a su pequeña.

—El objetivo de un crucero es relajarse. Sobre todo el de un crucero por el


Caribe —le dijo Lacey Garnett a Becky—. Haz turismo. Disfruta.
—Para ti es muy fácil de decir. Tú no tienes una suegra como Estelle
Montgomery.
Las dos mujeres se hallaban frente a su tienda, Frock U, una moderna boutique
del centro de San Diego. Lacey abrió el cerrojo y entraron dentro.
—Técnicamente ya no es tu suegra. Sólo es la abuela de tus hijos.
—Lo sé, tienes razón. Pero quiero mantener esa relación. Por ellos.

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—Bien. Entonces relájate y procura disfrutar de sus ventajas.


Becky encendió las luces del pequeño local. Ambas estaban al tanto de los
últimos diseños y renovaban continuamente su imagen.
—Pero en los dos últimos años apenas he hablado con Estelle, más allá de las
rutinarias llamadas de teléfono de la abuela a sus nietos —dejó su bolso detrás del
mostrador y se puso a doblar unas camisetas—. El problema es que es tan dominante
y controladora… La semana pasada me mandó una lista con la vestimenta adecuada
para todas y cada una de las cenas y eventos a los que asistiremos en el barco. ¡Para
mí, no para los niños!
—Supongo que sólo querría ayudar.
Becky dejó de doblar camisetas y se volvió para mirarla.
—No. Ayudar es cuando abres un mapa en el centro de Nueva York y alguien
se te acerca para señalarte el camino. Al mandarme una lista con lo que tengo que
ponerme en un crucero, esa mujer me está insinuando que no tengo la mejor idea de
lo que es la moda y el buen gusto… ¡y eso que sabe que soy copropietaria de una
boutique!
—Creo que estás exagerando. Quizá esté cambiando y no te hayas dado cuenta
de ello… precisamente porque no habláis. Sigo pensando que simplemente estaba
intentando ayudarte —Lacey se puso a doblar ropa con ella.
—Imposible.
—Oye, ¿no deberías estar en casa ahora mismo, haciendo las maletas con todos
esos vestidos elegantes que te vas a poner? ¿Tu avión no sale dentro de unas horas?
—No voy a ir —se acercó al teléfono y empezó a marcar un número. No pudo
hacerlo, porque Lacey se lo impidió.
—Necesitas esas vacaciones. Y tus hijos también.
—Sé lo que estoy haciendo. Me los llevaré a pasar un fin de semana a
Disneylandia. No necesito un crucero familiar. Y ellos tampoco.
Colgó el teléfono y sacó el móvil del bolso. Pero su amiga se apresuró a
quitárselo. Estaba empezando a irritarla.
—No podrás conocer a ningún tipo en Disneylandia.
—¿Qué?
—Un tipo. Un hombre. Alguien que esté disponible. La mayor parte de los
hombres que van a Disneylandia lo hacen acompañados de sus esposas, sus hijos, sus
novias.
—Yo no necesito conocer a un hombre, Lacey. Soy perfectamente feliz con la
vida que llevo —Becky se la quedó mirando con expresión incrédula. No podía estar
hablando en serio. ¿O sí?
—No, no eres feliz. Yo lo sé. Necesitas un hombre. Aunque sólo sea por un par
de noches. Un poco de sexo fácil bajo las estrellas que te alivie de parte de tu
tensión…

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—¡Yo no estoy tensa! Está bien, quizá lo esté algo, pero «un poco de sexo fácil»
no lo arreglará. Además, soy madre y tengo responsabilidades. Estoy bien.
—Yo sé cuándo estás bien y cuándo no, ¿recuerdas? Somos amigas desde que
empezamos a caminar, y sé que no estás bien. Sabes que te quiero con locura, pero
eres una madre-psicópata-viuda-agobiada de trabajo que ni siquiera es capaz de
tomarse la mañana libre el mismo día que tiene que salir para Florida. Estás tan tensa
como un muelle de acero.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Había algo de verdad en las palabras de
Lacey, pero se negaba a admitirlo. Y tampoco quería pensar en «sexo bajo las
estrellas», aunque, si tenía que ser absolutamente sincera, ansiaba volver a sentir los
brazos de un hombre, los besos y…
Lacey se acercó de nuevo para abrazarla.
—Tranquila, cariño. Sé que estás sufriendo, que no quieres ver a Estelle… y que
sigues echando de menos a Ryder. Pero, Becky, Ryder querría que vivieras, que
siguieras adelante… Han pasado casi dos años desde que murió. Sabes que él querría
que fueras feliz.
Becky se apartó. No podía pensar siquiera en tener una relación con un hombre.
Todavía no, al menos. Seguía siendo demasiado pronto.
—No puedo. Aún no ha llegado el momento.
—Está bien. Lo entiendo, de verdad. Pero al menos súbete a ese avión y haz ese
crucero. Relájate un poco. Además, quizá puedas encontrar nuevos artículos para
nuestra tienda en la isla de Santo Tomás, ya sabes, joyería y vestidos exóticos. O tal
vez descubras a un magnífico diseñador o diseñadora que quiera presentar sus
trabajos aquí… Plantéatelo como unas vacaciones útiles, de las que extraer una
rentabilidad laboral. ¿No mejora eso la perspectiva?
Becky reflexionó por un momento. La idea ya no le parecía tan mala.
—Bueno, teníamos pensado darle un poco más de color a la tienda para el año
que viene, ¿no?
Lacey recogió el bolso de su amiga, le guardó dentro su móvil y se lo devolvió.
—Será mejor que salgas ya si no quieres perder ese avión. Ese diseñador está
ahí fuera, en alguna de esas islas del Caribe, esperando a que lo descubras… Ya sabes
lo que quiero decir.
Sonriendo, Becky recogió su bolso.
—Sí, pero te repito que no estoy preparada para una aventura. En serio.
Además, me llevo a mis hijos.
—No van a estar pegados a ti todo el tiempo.
—Soy una madre responsable —replicó.
Lacey la acompañó hasta la puerta y se despidió con un abrazo.

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—Y yo soy una amiga responsable. Recuerda que el sexo no es lo que mismo


que el amor. Puedes mantener tu corazón perfectamente a salvo y aliviar al mismo
tiempo parte de la tensión que acumulas dentro. Practicar el sexo es sano.
—De acuerdo, lo intentaré —lo dijo solamente para hacer feliz a su amiga.
Porque no tenía intención de enredarse con nadie.
—Mientes. Sé que me estás mintiendo, pero no importa porque me conformo
con haber lanzado la idea al universo. Una vez sembrada la idea, el sol, la luna y las
estrellas se encargarán de todo lo demás. Todo eso está fuera de tu control.
Becky nunca había creído en las místicas teorías de su amiga, pero esa vez
experimentó un leve estremecimiento mientras abandonaba la tienda.

Como era habitual, Connor se mostró hosco y apesadumbrado durante la


mayor parte del viaje de San Diego a Miami Beach, Florida, donde abordarían el
crucero. Sarah, en cambio, no parecía tener problema alguno mientras jugaba
incansable con su Ken y su Barbie.
Era una niña tan inteligente, tan tranquila y tan fácil de contentar que a veces
Becky se olvidaba de que sólo tenía siete años. Nada parecía perturbarle y su risa era
contagiosa. Tenía una insaciable curiosidad y una imaginación que no conocía
límites. Con cuatro años ya sabía leer y a los seis había escrito su primer cuento. En el
colegio no podía ir mejor.
Connor, sin embargo, había experimentado un cambio dramático desde la
muerte de su padre. Había desaparecido el niño feliz y despreocupado que había
sido antes, loco por la natación y el béisbol, capaz de montar en bici durante horas y
horas. Su humor se había ensombrecido. Como el de su madre.
—El barco se hundirá como el Titanic y todos acabaremos helándonos en el
agua —comentó Connor, alzando la mirada de su tebeo—. Creo que deberíamos
volver a casa.
Sarah puso los ojos en blanco.
—No hay icebergs en el caribe, tonto. Se derretirían. Y he visto en Internet cómo
es el Sueño de Alexandra. Hay lanchas de salvamento para todos.
Connor sacudió la cabeza e hizo una mueca.
—Ya. Y quizá nos quedemos encerrados en el fondo del barco y no podamos
salir para subirnos a una de esas lanchas de salvamento.
—Pues entonces agarraremos un hacha y romperemos la cerradura —replicó
Sarah mientras imitaba los movimientos con las manos. Le gustaba ilustrar
gráficamente sus explicaciones—. Entonces yo os guiaré a mamá y a ti hasta las
lanchas de salvamento.
—Ya, claro. Como si tú supieras llevarnos…
—Por supuesto que sí. ¡Soy la Mujer Maravilla y puedo hacer cualquier cosa!

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—Claro —sentado en el asiento central, Connor se volvió para mirarla. A Sarah


le había tocado ventanilla y a Becky pasillo. Connor había rechazado la ventanilla—.
Si eres la Mujer Maravilla… ¿por qué no has ido volando tú sola hasta Florida?
—Lo he pensado —respondió sin dudarlo—, pero es que no me apetecía
despeinarme —se atusó sus rizos rubios. Habitualmente le tapaban los ojos, pero ese
día se los había recogido con una banda rosa y azul lavanda que hacía juego con su
vestido. También llevaba las sandalias azules, y Becky le había pintado las uñas de
un tono rosa brillante que combinaba con su mochila. Sarán era una apasionada de la
moda.
Connor soltó una carcajada y finalmente Becky consiguió relajarse un tanto. El
viaje apenas estaba empezando. Si aquel pequeño incidente era una muestra de lo
que tendría que venir, esperaba que Sarah continuara obrando su magia sobre
Connor para levantarle el ánimo.
Una vez en el aeropuerto, recogieron sus equipajes y tomaron un taxi rumbo al
puerto sin mayores complicaciones. Connor, aunque distraído, se mostró al menos
colaborador.
Era la primera vez que subían a un barco crucero. Los habían visto antes,
atracados en San Diego, pero la perspectiva de pasar una semana entera en uno
resultaba excitante. Guardaron cola en el muelle cinco del puerto de Miami,
cumplimentaron la documentación correspondiente, facturaron su equipaje y
presentaron sus pasaportes. Connor cerraba el grupo, estudiando el casco del barco,
mientras Sarah lo encabezaba dando saltos de alegría. Las cabezas de Ken y Barbie se
asomaban y volvían a esconder en su mochilla como si también estuvieran saltando
de felicidad.

Connor y Sarah no se apartaron ni un momento de Becky durante todo el


trámite de embarque, que se desarrolló en un cómodo pabellón del muelle. Incluso
había una orquesta tocando en una esquina y una zona VIP, que Estelle les había
asignado. Becky estaba segura de que aquel tratamiento de lujo venía con una
etiqueta de «me lo debes». Sólo podía especular con la manera en que se lo
cobraría…
Según su billete, les había tocado un apartamento-suite con terraza. Sarah ya se
había informado previamente por Internet y cuando descubrió que tenía un
reproductor de DVD, había insistido en llevarse Alicia en el País de las Maravillas, La
Sirenita, Piratas del Caribe y otras películas semejantes para atormentar a su madre y a
su hermano durante el viaje. Becky, a su vez, se había traído La novia princesa, única
película que contaba con la aprobación unánime de la familia, Connor incluido. La
habían visto incontables veces y por tanto se la sabían de memoria, pero la cinta tenía
algo mágico que siempre conseguía ponerlos de buen humor.
Becky, por supuesto, esperaba que las numerosas actividades del crucero
disuadieran a su hija de tener que ver todas aquellas películas. Ya se había apuntado
a un «encuentro con delfines» y la idea de bucear por un arrecife de coral parecía

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divertida. Si no se había apuntado a más actividades había sido porque Estelle tenía
sus propios planes y Becky no quería contrariarla. Estaba previsto que el crucero
atracara en Isla del Gran Turco, los Cayos, Isla Tórtola, San Martín y, por supuesto,
Santo Tomás en las Islas Vírgenes. Estaba segura de que Estelle tenía planes para
cada puerto: lo malo era que ni siquiera se había molestado en contárselos a Becky.
Nada más subir a bordo y entrar en un enorme vestíbulo con ascensores de
cristal, maceteros de plantas por todas partes y espacio suficiente para albergar a la
mitad de los pasajeros, Becky soltó un suspiro de alivio. Lo habían conseguido. A
partir de ese momento lo que tenía que hacer era relajarse.
Una encantadora mujer de pelo oscuro y cálida sonrisa le tendió a Becky un
colorido folleto anunciando un curioso juego: la búsqueda de un tesoro a bordo.
—No se lo pierda: se divertirán mucho buscando el tesoro. Está todo explicado
en este folleto.
Becky se fijó en la placa con su nombre que llevaba en la chaqueta: Patti
Kennedy, directora.
—¿De qué se trata? —le preguntó Connor a su madre, curioso.
—Toma —le pasó el folleto—. Léelo y nos lo cuentas.
—¿Es un tesoro de verdad? —inquirió Sarah—. ¿Cómo el de Piratas del Caribe?
¿Nos haremos ricos si lo encontramos? Eso me gustaría. Entonces mamá podría pasar
más tiempo en casa y sólo saldría a trabajar cuando nosotros estuviéramos en el colé.
Becky experimentó una dolorosa punzada de culpa. Lo cierto era que había
estado trabajando demasiadas horas desde que murió Ryder. Y no precisamente por
dinero: Ryder les había dejado en una situación bastante cómoda. Además, tanto
Connor como Sarah tenían un fondo fiduciario para sus estudios: los Montgomery se
habían encargado de ello. Pero parecía que el trabajo era lo único que lograba
distraer a Becky de pensar en Ryder. Lo cual no había sido muy justo para con los
niños. Ahora se daba cuenta de ello, sobre todo en lo que se refería a Connor.
En aquel instante se hizo una solemne promesa: viviría a fondo aquellos días
con sus hijos. Quizá así pudiera compensar de alguna manera aquellas largas horas
que habían pasado con sus niñeras… Suspiró. De repente estaba viendo aquel
crucero bajo una nueva luz.
Sarah tomó a Connor de la mano y se acercó para poder ver las ilustraciones del
folleto… y el niño no opuso ninguna resistencia. Buena señal. Abrió el folleto y
empezó a leer.
—¿Puedo ver su tarjeta de embarque?
Sobresaltada por aquella profunda voz, Becky alzó la mirada para encontrarse
con los ojos más verdes que había visto en su vida. Un hombre excepcionalmente
atractivo se había plantado ante ella.
—¿Qué?
—Estoy aquí para acompañarla a su camarote.

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—Oh —le entregó la tarjeta.


—Veo que tiene un apartamento-suite, señora Montgomery.
—Becky, por favor —se ruborizó de inmediato, culpable. ¿Por qué le había
dicho su nombre de pila?
—Bienvenida a bordo. Sígame, por favor.
Becky avisó a sus hijos y los tres siguieron al hombre. Parecía que seguían
disfrutando del tratamiento VIP, algo de lo que probablemente se habría encargado
Estelle. Aprovechó para lanzar una mirada a su guía: estaba guapísimo vestido todo
de blanco, con sus pantalones cortos y su camiseta con cuello. A la altura del corazón
llevaba cosida la insignia del barco, junto con una pequeña placa con su nombre:
Dylan Langstaff. No llevaba el uniforme de mayordomo, sino de tripulante, con lo
que Becky supuso que lo de acompañar a los pasajeros no sería una tarea habitual
suya.
—…Y al dios del sol le entraron unos horribles celos, porque deseaba para él
solo a la bella diosa de la luna —Connor continuaba leyendo el folleto—. No le
gustaba que ella estuviera casi siempre al otro lado de la tierra, donde él no podía
verla. En una de esas salidas nocturnas, la diosa de la luna se enamoró de un pastor
de Arcadia llamado Lexus…
Becky pensó en la lista de conquistas que tendría el tal Dylan, que
probablemente respondería al perfil de «una mujer en cada puerto». No parecía el
tipo de hombre que tuviera una esposa o una novia estable esperándolo en casa. No,
definitivamente parecía el clásico soltero mujeriego.
—…Tuvieron que ocultar su amor al dios del sol, de modo que sólo podían
estar juntos por las noches. La diosa de la luna le suplicó a Atenea que le tejiera una
capa con la que ambos pudieran envolverse y no ser vistos por el sol. La capa
cumplió bien su propósito hasta que un día, cuando el sol los estaba buscando, el
manto se les cayó y estuvieron a punto de ser descubiertos…
Dylan respondía asimismo al tipo de hombre que Becky se había imaginado
trabajando en un barco: alto, guapo, de pelo castaño con mechas rubias decoloradas
por el sol, bronceado, musculoso. Pensó que probablemente se encargaría de
monitorear las actividades deportivas del crucero.
—La diosa de la luna pidió al dios del fuego que le fabricara un broche para
asegurar bien la capa. Ella misma no resistió la tentación de engastar un gran
diamante en el broche. El sol, cada vez más celoso porque la diosa de la luna se había
enamorado de un mortal, estaba decidido a poner punto final a su relación…
Dylan los guió por un corredor alfombrado, flanqueado de puertas blancas,
mientras Becky continuaba mirándolo a hurtadillas. Se fijó en sus manos de largos
dedos y uñas bien cuidadas, así como en el anillo de plata y ónice que llevaba en el
meñique de la derecha. Quizá fuera el regalo de una amante que lo estuviera
esperando pacientemente en algún exótico puerto.
—…Y un día más, el sol barrió minuciosamente el mundo con su ojo y, esa vez,
descubrió un reflejo inesperado: eran las caras de un diamante. El dios agarró el

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diamante, arrancó el broche y la capa mágica cayó el suelo, revelando a los dos
amantes. Acto seguido atacó a Lexus y se llevó a la luna al cielo. La desconsolada
diosa recuperó el diamante como recuerdo del pastor…
—Ya hemos llegado —anunció Dylan.
—O sea que el dios del sol… quiero saber lo que le sucedió a la pobre diosa de
la luna —se quejó Sarah—. ¿Volvió a ver a Lexus?
Dylan se arrodilló entonces frente a ella, quedando a su altura.
—No. El pobre Lexus murió, y la diosa de la luna lloró durante tantas noches
que la tierra quedó cubierta por sus lágrimas.
—Como mi mamá cuando papá nos dejó para irse al… —empezó Sarah, pero
Becky le hizo una seña para que se callara. A su hija le gustaba decirle a todo el
mundo que su papá se había ido al cielo, y que desde allí, subido a una nube, los
observaba todo el tiempo. Que no había querido marcharse, pero que Dios lo había
necesitado para hacer de él un ángel.
Becky, por el contrario, no sentía cómoda hablando de Ryder con nadie. Y
menos aún con un extraño. Pero ya era demasiado tarde. Sarah ya había hablado
demasiado.
Dylan alzó la mirada hacia ella con una expresión tan preocupada que Becky se
quedó sin aliento. No era piedad, ni compasión. Era algo que no acertaba a definir,
como si detrás de aquella fachada de conquistador, aquel hombre escondiera una
veta, una fibra increíblemente tierna.
Algo se le removió por dentro. Algo que no podía explicar. Vio que desviaba de
nuevo la mirada hacia Sarah, al tiempo que le sonreía amable:
—La diosa Artemisa fue a visitar a la diosa de la luna y la convenció de que
dejara de llorar si no quería destruir todo lo que había sobre la tierra —se incorporó
para abrir la puerta del camarote—. La diosa de la luna aceptó, pero no antes de
derramar una última lágrima que, al caer sobre el diamante de la capa, cristalizó a su
alrededor. Luego se ocupó de esconder la joya, pero prometió que durante toda la
eternidad lloraría un día al año por Lexus —bajó la voz hasta convertirla en un
susurro—. Y desde entonces no ha faltado nunca a su promesa. De hecho, mañana
por la noche la diosa de la luna nos enviará una lluvia de estrellas fugaces en
memoria de Lexus.
—Entonces, cuando vemos una estrella fugaz… ¿es que la luna nos está
recordando a Lexus? —inquirió Sarah, abriendo mucho los ojos.
—Desde luego que sí —respondió Dylan sin dejar de sonreír.
—Ya, claro —rezongó Connor mientras se dejaba caer en el sofá.
—No hagas caso a mi hermano. Ahora siempre está así. Ni siquiera quiere leer a
Harry Potter. Ya no le gustan las películas y no quiere jugar a la Mujer Maravilla
conmigo.
Connor se puso un cojín sobre la cabeza para no oírla.

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—Ah, claro. Ya me parecía que no eras una niña como las demás —le comentó
Dylan a Sarah, siguiéndole la corriente.
Viendo a Sarah ensayar su pose de superheroína, Becky no tuvo la menor duda
de que Dylan se había ganado el corazón de su hija. Y podría ganarse también el
suyo si no llevaba cuidado. Eran sus ojos. Eran aquellos ojos verdes de mirada
exquisitamente sensible e inocente. Pero Becky sabía que tenía que tratarse de algo
autoimpuesto, que debía de activar y desactivar a voluntad. Trabajando como
trabajaba en un crucero, debía de estar entrenado en el arte de hacer que la gente se
sintiera especial, sobre todo las mujeres. ¿O no?
—Gracias por habernos traído al camarote… y por habernos contado el final de
la historia de la diosa de la luna.
—Muy bien, señora Montgomery. No dude en llamar si necesitan algo —se
dispuso a marcharse, pero de repente se detuvo en seco—. Oh, una cosa más sobre
ese diamante que escondió la diosa de la luna…
Volvió a proyectar todo su encanto en Sarah. La niña se lo quedó mirando como
si fuera a escuchar de sus labios un secreto muy especial.
—¿Qué? —inquirió, sin pestañear siquiera. Incluso Connor se quitó el cojín de
la cabeza.
—Está oculto en un lugar de este barco. Concretamente, en un camarote. Y,
quienquiera que lo encuentre, tendrá buena suerte… —miró directamente a Becky—
…sobre todo en el amor.
Un delicioso estremecimiento le recorrió la espalda mientras contemplaba
aquellos mágicos ojos del color del jade, y por un instante evocó el consejo de su
amiga Lacey. Pero antes de que pudiera analizarse a sí misma y reflexionar sobre
ello… el encantador Dylan Langstaff ya se había marchado.

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Capítulo 2
—No puedo creer que te hayas salido con la tuya, Patti.
Thanasi Kaldis se acerco a Dylan que estaba repartiendo folletos en el vestíbulo
central al lado de Patti Kennedy la directora del crucero.
—Fíjate en ellos —continuó el gerente del hotel—, la mitad ni siquiera se han
dignado mirar el folleto. Sigo diciendo que nadie se molestará en buscar ese estúpido
colgante. Estaba seguro de que tu idea no iba a ser aceptada, Patti.
Thanasi tenía unos cuarenta y tantos años y vestía americana azul y pantalones
blancos. Tenía el cabello negro y ondulado y una carismática sonrisa… que no
prodigaba demasiado.
—Pues la aceptaron —repuso ella con tono confiado—. Debes de haberlo
soñado, así que no le des más vueltas. Vete haciéndote a la idea. Además, va a ser
divertido.
Patti, vestida también de azul y blanco, era una especie de dinamo humano que
había celebrado su trigésimo noveno cumpleaños en Venecia, en una góndola… sola.
Si Dylan lo hubiera sabido, la habría sorprendido con una fiesta o una invitación a
cenar. Se habían hecho amigos, y le había sentado mal enterarse de que se había
sentido tan sola en una fecha tan emblemática.
Probablemente era la mejor directora de crucero con la que Dylan había
trabajado. Se anticipaba a las necesidades de los pasajeros y se desvivía por ellos. Y
además era muy divertida.
En aquel momento Patti se volvió hacia una joven pareja que se le había
acercado.
—¡Encuentren el colgante escondido y disfrutarán de ventajas extraordinarias
durante todo el crucero!
Dylan vio que la mujer aceptaba el folleto, le echaba un simple vistazo y se lo
guardaba en su enorme bolso. Quizá Thanasi tuviera razón. Aquella idea podía
convertirse en un absoluto fracaso. Confiaba, sin embargo, en que no fuera así. A él le
había gustado, al menos.
Patti se dirigió a Thanasi:
—Alguien encontrará el colgante y el barco entero se alegrará. Es romántico.
Por cierto, estaría bien que te animaras un poco. Con esa cara vas a asustar a los
pasajeros —la sonrisa que le lanzó habría derretido el corazón de cualquiera.
Pero Thanasi seguía frunciendo el ceño. Dylan pensó que Patti tenía razón: no
era una buena imagen para los pasajeros. Como buen gerente de hotel, Thanasi tenía
miedo de que los pasajeros causaran desperfectos en los camarotes mientras
buscaban el colgante.
Durante la sesión de discusión de las actividades, Thanasi había expresado esa
clase de preocupaciones. Pero incluso entonces Dylan lo había interpretado como

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una simple manera de meterse con Patti. Como si fueran dos colegiales y él
pretendiera llamar su atención mostrando su disconformidad.
Lo que Dylan seguía sin entender era por qué Thanasi no le decía de una vez
por todas a Patti que le gustaba, que se sentía atraído hacia ella. La tripulación entera
podía darse cuenta de ello, y resultaba igualmente obvio que Patti sentía lo mismo
por él. Dylan sospechaba que lo que Thanasi necesitaba era una buena dosis de sexo
para animarse y mejorar su humor, pero el hombre se atenía estrictamente a las
reglas. Y, al parecer, esas reglas no incluían romances o aventuras a bordo.
—Encuentre el colgante y descubra su verdadero amor —se dirigió Patti en
aquel momento a un grupo de veinteañeras. Todas aceptaron el folleto. Una de ellas
comentó algo y se echaron a reír mientras se alejaban.
—¿Lo ves? Piensan que es una broma —observó Thanasi.
—Eh —le susurró Patti para que nadie más pudiera escucharla—. Aquí estamos
trabajando. Si no estás dispuesto a ayudarnos… ¿por qué no te marchas?
Thanasi se la quedó mirando como si fuera a replicar algo, pero de repente una
anciana le dio unos toquecitos en el hombro:
—Perdone. ¿Podría decirme dónde está mi camarote? Es mi primer crucero y
estas cosas no se me dan muy bien. He estado esperando a que viniera un
mayordomo, pero parece que todos están ocupados…
Thanasi sonrió a la mujer y desplegó todo su encanto. Fue casi como si se
convirtiera en otra persona.
—Estaré encantado de atenderla —le ofreció su brazo y se marcharon.
Patti le había hablado a Dylan del colgante que ella y Ariana Bennett, la
bibliotecaria, habían encontrado entre los artículos de Mike O'Connor, el traficante
de antigüedades que se había hecho pasar por sacerdote. El escándalo había exigido
una fuerte campaña de relaciones públicas para no perder beneficios, pero Dylan
sospechaba que la cobertura mediática había reportado al barco una ventajosa
publicidad.
Le encantaba su trabajo. Era la primera vez que le asignaban una
responsabilidad tan alta, el sueldo era bueno y al mismo tiempo podía enseñar una
amplia variedad de actividades acuáticas, buceo incluido, su gran pasión. Se alegraba
de que el Sueño de Alexandra hubiera recalado en Miami. Si no hubiera sido así, en
aquel momento todavía habría estado buscando empleo. Lo cual le habría dado a su
hermano la excusa perfecta para continuar presionándolo y obligarlo a volver a casa.
Su ausencia de la casa familiar era un tema espinoso entre ellos, aunque Dylan
había hecho todo lo posible por arreglarlo y enviar la mitad de su salario mensual a
Newfoundland, algo que llevaba haciendo ocho años, sin faltar un solo mes.
Además, el paro seguía abundando en su ciudad natal, lo que confirmaba lo acertado
de su decisión. Su único consuelo era saber que su madre no necesitaba preocuparse
por el dinero.

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Pero la escasez de empleo no era la única razón por la que era tan reacio a
volver. Newfoundland estaba demasiado cargado de recuerdos, y Dylan estaba
empeñado en evitarlos.
Le gustaba la rutina de dar la bienvenida a los pasajeros y una semana después
despedirlos para acoger a una nueva remesa. Pero el embarque de aquel día había
sido diferente. Ese día había experimentado un total e inesperado interés por una
pasajera: la mujer a la que acababa de acompañar a su apartamento-suite. Becky
Montgomery.
Recordaba bien lo que le había dicho aquel adorable angelito sobre lo mucho
que había llorado su madre cuando su padre se marchó… comparándola con la diosa
de la luna cuando bañó la tierra de lágrimas. ¿Cómo podía un tipo abandonar a una
familia tan perfecta, y sobre todo a una mujer tan hermosa como Becky? Y, por lo que
había dejado entrever la niña, debía de haber sido un divorcio traumático, mal
soportado por su madre. Porque justo en aquel instante un brillo de dolor había
asomado a sus ojos.
El hijo se había mostrado distante, resentido quizá como estaba por la
separación de sus padres. Un niño necesitaba un padre, aunque Dylan habría podido
apostar el salario de un año a que Becky era una madre maravillosa que se desvivía
por hacerles olvidar esa carencia.
De repente frenó en seco aquel rumbo de pensamientos. Podía estar buscándose
problemas. No podía negar que se sentía intensamente atraído hacia ella, pero a
bordo había reglas muy estrictas sobre la relación entre tripulantes y pasajeros.
Nunca antes había roto ninguna de esas reglas. Si no llevaba cuidado, con
Becky Montgomery podría sentirse tentado de hacer una excepción.
Su única esperanza era que tanto ella como sus hijos detestaran las actividades
acuáticas.

—¿Pero por qué tenemos que esperar hasta después de comer para ir a la
piscina? —preguntó Connor, dando una patadita a su pequeña maleta.
—¿No podemos al menos deshacer primero las maletas? —fue la respuesta de
Becky.
—¿No queréis buscar primero el colgante? —insistió una vez más Sarah.
—No, no queremos buscar tu estúpido colgante —rezongó su hermano.
—Bueno, pues lo haré yo…
Unos golpes en la puerta interrumpieron la discusión y los dos hermanos se
apresuraron a abrir, peleándose en el proceso. Ambos estallaron en carcajadas y
gritos de alegría cuando vieron a su querida prima Laura.
—Mamá quería que esperara hasta después de comer para veros, chicos, pero
yo no me podía aguantar las ganas. Estoy tan contenta de que hayáis venido…

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Entre risas, los niños consiguieron derribarla y tumbarla en el suelo. Becky no


podía creer lo que estaba viendo. Laura no había hecho más que entrar en el
camarote y de repente la atmósfera había cambiado por competo.
—¡Sálvame, tía Becky! —suplicó Laura desde el suelo. Sarah se le había sentado
encima y le estaba haciendo cosquillas.
Minutos después se incorporaron los tres, sonriendo de oreja a oreja, y Laura le
dio un cariñoso abrazo a su tía.
—Déjame mirarte bien…
Laura se apartó y Becky descubrió complacida lo mucho que había crecido. A
sus quince años, casi había alcanzado su uno setenta de estatura. Rubia, llevaba el
pelo corto, destacando el perfecto óvalo de su rostro. Estaba encantada de verla, y
justo en aquel instante tomó conciencia de lo mucho que la había echado de menos.
—Estás preciosa.
—Estoy gorda.
—¿Y no lo estamos todos?
—Mi madre no —terció Sarah—. Ella es perfecta.
—Imposible. No hay nadie perfecto.
—Eso díselo a mi abuela.
—Lo haré.
—¿Puedo asistir a ese momento?
—Sólo si escondes antes cualquier objeto punzante que pueda ser utilizado
como arma.
—Trato hecho.
Se abrazaron de nuevo, riendo. Sarah se apresuró a tomar a su prima de la
mano.
—Yo quiero encontrar ese colgante mágico.
—¿Cómo podrías encontrar algo tan pequeño en un barco tan grande? —
intervino Connor, acercándose también. Al parecer no había tardado mucho en
volver a su humor habitual.
—Ya sé que es difícil, pero alguien tiene que encontrarlo, ¿no? —repuso Laura.
—No seremos nosotros, desde luego. En esta familia no sucede nada bueno.
Laura lo despeinó cariñosamente y Connor no se resistió, pero Becky sabía que
la atmósfera estaba volviendo a deteriorarse por momentos.
—Estamos en este crucero todos juntos, ¿no? —le recordó Laura—. Eso es algo
bueno.
—Ya sabes lo que quiero decir —se apartó—. Me refiero a mi familia: a mi
madre, a mi hermana y a mí.

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—Bueno, quizá si encontráis el colgante, vuestra suerte empiece a cambiar.


—Lo dudo muy seriamente —alejándose, se dejó caer en el sofá.
—Si todos pensamos en positivo, quizá tengamos mayores oportunidades de
encontrarlo —insistió Laura, sentándose a su lado.
—Bah.
Sarah se quedó pensativa por un momento, y Becky adivinó que estaba
tramando algo. De repente su expresión se iluminó.
—¿Sabéis una cosa? Está decidido. Voy a encontrar ese colgante y vamos a ser
la familia más feliz del mundo —anunció la niña.
Becky sabía que sus posibilidades se reducían a cero, pero el entusiasmo de su
hija, así como el de su sobrina, resultaba contagioso. Por el bien de Connor, sobre
todo, deseó con todas sus fuerzas que por algún milagro pudieran encontrar ese
colgante…
—Esto es absurdo —refunfuñó Connor—. Podemos tener pensamientos
positivos durante un millón de años y ni aún así lo encontraríamos.
—Vamos, Connor, ten un poquito de fe, al menos por unas horas —insistió
Laura.
—Yo a veces creo en seis cosas imposibles antes de desayunar —dijo Sarah.
Connor se quedó mirando a su hermana y volvió a poner los ojos en blanco.
Becky sabía lo mucho que odiaba que Sarah citara alguna frase de Alicia en el País de
las Maravillas, película que había visto miles de veces.
—Dime una cosa, Sarah, ¿qué es lo que te haría más feliz ahora mismo? —le
preguntó Laura.
—¡Nadar en la piscina!
—Me temo que eso no lo podremos hacer ahora mismo… ¿Qué más?
—Er… un enorme cucurucho de chocolate espolvoreado de azúcar.
—Bien, eso sí que se puede conseguir —confirmó Laura, y se volvió hacia
Connor—. ¿Y tú? ¿Qué es lo que te haría más feliz en este momento?
—Nada —gruñó.
—Vamos, Connor. Tiene que haber algo.
—No, no quiero.
—¿No quieres ser feliz?
—No quiero jugar a ese estúpido juego tuyo —levantándose bruscamente, entró
en el cuarto de baño y cerró la puerta.
—Connor —lo llamó Becky, pero lo único que oyó fue el ruido del pestillo.
—Pepinillos. Pepinillos grandes. Agrios —dijo Sarah.
—¿Pepinillos? —inquirió Sarah.

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—A Connor le encantan los pepinillos —ratificó Becky.


—Pues entonces te conseguiré un doble cucurucho de helado de chocolate
espolvoreado de azúcar y a Connor el pepinillo más grande de todo el barco —Laura
tomó a la niña de la mano y se dirigió hacia la puerta, pero en el último momento se
volvió para mirar a Becky—. Eso si a tu mamá le parece bien, claro.
—Es perfecto. Mientras tanto, me quedaré aquí con Connor y desharemos las
maletas.
—Dile a Connor que puede quedarse con la cama de la pared, si lo prefiere. A
mí no me importa —y, dicho eso, Sarah se marchó con su prima.
De repente Becky se dio cuenta de que el barco se estaba moviendo. Era una
sensación extraña. Se asomó a las puertas de cristal que daban a la enorme terraza.
No sólo se estaban moviendo, sino que estaban ya bien lejos del puerto, en mar
abierto.
Había imaginado que, llegado ese momento, estaría con sus hijos en cubierta,
con una copa de champán en la mano, brindando por que se cumpliera el doble
objetivo de aquel viaje: apaciguar a su suegra y que Connor abandonara su
retraimiento. Pero en lugar de ello estaba en su camarote, sola, sin champán a la vista
y con un sombrío Connor encerrado en el cuarto de baño. Suspiró hondo, sabiendo
que no tardaría más que algunos minutos en salir. Becky había aprendido a darle
tiempo. Tiempo para tranquilizarse, para pensar.
Pero le preocupaba que su hijo, que tan sólo tenía diez años, pasara tanto
tiempo pensando…
Se asomó de nuevo a la terraza. La vista era espectacular. El sol había empezado
a ponerse y las luces de Miami se desvanecían en la distancia, pero eso a Becky no
parecía importarle. La persona con el poder necesario para convertir aquel viaje en
una pesadilla o en una bendición era Connor. Le aterraba haber perdido a su hijo, al
dulce Connor de antaño, y no tenía ni idea de cómo recuperarlo.
Connor salió por fin del cuarto de baño, con la mirada baja y el ceño fruncido.
—Tu hermana dijo que podías quedarte con la cama de la pared.
—Me da igual —y empezó a deshacer su maleta.
Mientras Connor elegía cajones del armario, Becky se ocupó de deshacer su
bolsa de viaje. Su hijo era un maniático del orden, cómo lo había sido Ryder, el padre,
así que tardó sus buenas dos horas en guardarlo todo a su gusto.
La suite tenía muchos armarios, demasiado espacio para el equipaje más bien
ligero de Becky. Estaba colgando su vestido de noche azul turquesa cuando se acordó
del día que lo había comprado para la fiesta de Navidad de la empresa. No había
querido ir, pero Ryder había insistido con el argumento de que así conocerían a
algunos de sus empleados en Wireless Tecnologies. De hecho, habían ido a comprar
el vestido juntos, y cuando Becky se lo probó, los ojos de su marido se iluminaron
con un brillo inequívoco que le confirmó que había elegido el adecuado.

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Luego se habían apresurado a volver a casa, antes de recoger a Connor de la


escuela infantil. Habían hecho el amor en las escaleras de su apartamento, las que
llevaran al dormitorio: no habían podido resistir más. Los botones de la blusa de
Becky habían saltado por los aires y Ryder ni siquiera se había detenido a quitarse el
pantalón.
El recuerdo de aquella escena de placer consiguió ruborizarla. Estaba segura de
que fue en aquel preciso momento cuando concibió a Sarah. No llegó a estrenar el
vestido azul turquesa aquella noche, en la fiesta de Navidad de la empresa. Estelle y
Mark, los dueños, enviaron a Ryder a Nueva Jersey con una misión urgente. Becky se
disculpó con Estelle, pero ésta insistió en que acudiera a la fiesta en representación
de Ryder. Incluso le envió un coche a casa.
Becky, sin embargo, era más fuerte que su marido y que Kim, su cuñada.
Siempre había sabido decirle «no» a su suegra. Y aquella noche volvió a hacerlo.
Estaba acariciando la tela del vestido cuando resbaló por la percha de madera y
cayó al suelo. Lo recogió y eligió otra percha, de satén acolchado, al fondo del
armario. De esa manera el vestido no volvería a acabar en el suelo.
Mientras acercaba la percha, vio brillar algo entre el satén. Al principio pensó
que sería un reflejo del gancho, pero no: había algo brillante enredado en la base. Lo
examinó de cerca. Era un collar, o más bien un colgante. El colgante de la diosa de la
luna.
Lo estaba desenredando cuando oyó la voz de Connor a su espalda.
—He buscado por todas partes en este maldito camarote y no está aquí —
parecía desesperado—. No hemos tenido suerte y ya está. Somos una familia sin
suerte.
Becky se había quedado tan ensimismada en sus recuerdos que al principio no
supo de qué estaba hablando. Hasta que volvió a la realidad.
Terminó de desenredar el colgante de la percha, pasó al dormitorio contiguo, el
de sus hijos, y se apoyó en el marco de la puerta.
—¿Estabas diciendo que no teníamos suerte? —inquirió mientras hacía girar el
colgante entre sus dedos.

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Capítulo 3
—No me importa lo que tengas que hacer, pero si quieres volver a ver a tu hijo,
tendrás que encontrar mi diamante —la voz de Salvatore Morena, áspera y
amenazadora, estremeció a Tracy Irvine de la cabeza a los pies.
—¿Cómo puedo saber que se encuentra bien? —suplicó por el móvil, con el
rostro bañado en lágrimas—. Necesito hablar con él.
—Está bien —respondió con tono ligero—. Nunca ha estado mejor. Un chico
necesita un padre. No sé por qué he permanecido al margen durante tanto tiempo.
—Porque un tribunal te lo ordenó —le recordó Tracy.
—Eso fue culpa tuya —gritó—. Si no me hubieras estado engañando, nada de
eso habría sucedido.
Se enjugó las lágrimas con dedos temblorosos mientras recordaba las palizas
que había sufrido. Volver a relacionarse con Salvatore le aterraba más de lo que
podía imaginar, pero tenía que ser fuerte. Por el bien de su hijo.
—Yo nunca te engañé, Salvatore.
—No mientas —rió—. Eso no te ayudará en nada. Eres una zorra. Todo el
mundo en las Vegas lo sabía, pero yo estaba demasiado ciego para darme cuenta.
Diablos, de no ser por esos análisis de sangre que le hice al crío, ahora mismo ni
siquiera estaría seguro de que es mío.
—Se parece a ti.
—Ha tenido esa suerte.
—Quiero hablar con mi hijo —repitió, obligándose a permanecer tranquila
mientras se sentaba en el suelo de su diminuto camarote. El suelo estaba lleno de
folletos anunciando aquella estúpida búsqueda del colgante. Folletos que ni siquiera
había terminado de repartir porque Salvatore había intentado llamarla varias veces
por el móvil. Sólo hacía apenas unos minutos que había podido contestar por fin la
llamada, una vez que el barco ya había zarpado.
—Quiero mi diamante —insistió Salvatore—. Ese canalla de Giorgio Tzekas me
lo debe. Ahora está en la cárcel, pero su deuda sigue en pie y yo quiero ese diamante.
Salvatore había prestado mucho dinero a Giorgio Tzekas, que había trabajado
como primer oficial del crucero. Tzekas había prometido pagarle con el diamante,
pero lo habían detenido antes de que tuviera oportunidad de hacerlo.
—Éste es un barco muy grande, Salvatore. Me va a llevar tiempo.
—Cariño, cuanto más tiempo tardes, más tiempo tendremos el crío y yo para
llevarnos bien. ¿Qué edad tiene? ¿Cinco años? ¿Seis? Es un chico muy inteligente.
—Tiene cinco, Salvatore —respondió con un nudo en la garganta— Acaba de
cumplirlos.
—¿De veras? Apuesto a que ya sabe lo que es una zorra.

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Tracy apretó con fuerza el teléfono, rezando para poder mantener un tono
tranquilo y no dejar traslucir su miedo.
—Salvatore, pásame a Franco.
—Te lo diré de otra manera, para que puedas entenderlo: ¡encuentra mi maldito
diamante!
Y colgó. Tracy volvió a llamarlo varias veces, sin éxito. Se incorporó lentamente
y se puso a recoger los folletos… cuando de repente se le ocurrió una idea. ¿Cómo no
había hecho la conexión antes?
Volvió a leer el texto de uno de los folletos. ¿Podría ser ése el colgante que
estaba buscando? ¿El colgante que escondía el diamante de Salvatore Morena? Había
oído al monitor deportivo, un tal Dylan, comentar que Patti y Ariana habían
encontrado el colgante entre los objetos personales de Mike O'Connor. En un
principio había dado por supuesto que se trataría una simple pieza de bisutería. Sin
embargo, ahora que podía ver lo grande que era la lágrima de plata del colgante
representado en la ilustración del folleto… el corazón le dio un vuelco en el pecho.
Estaba segura de que el diamante estaba escondido dentro de aquella gran lágrima
de plata.
¿Podría apoderarse de aquel colgante? Uno de los pasajeros tendría que
encontrarlo primero, por supuesto. Sería uno entre un millar, pero tendría que
localizarlo. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de recuperar a su hijo.
De repente llamaron a la puerta. Sabía que eran sus compañeras del plantel de
bailarinas, recordándole que tenían que actuar para la partida de bingo de aquella
noche. Aunque a sus dos compañeras les encantaba ese tipo de actuaciones
extraordinarias, Tracy las había temido. Especialmente los bailes en el bingo. Pero
acababa de encontrarle un nuevo sentido a ese tipo de actuaciones. Sobre todo ahora
que necesitaba pasar el máximo tiempo posible con los pasajeros…
—Ya voy —gritó a través de la puerta mientras se retocaba el maquillaje delante
del pequeño tocador. Cuando volvió a estar presentable, abrió la puerta, sonriente—.
¿Puedo bajar la primera? Me muero de ganas de conocer a nuestros pasajeros.
—Claro —dijo una de sus dos compañeras—. Pero yo creía…
—No importa lo que os dijera antes. Me encantan estas actuaciones
extraordinarias. Es exactamente lo que necesito para… er… superar una mala
relación.
Las otras dos chicas se dedicaron a relatarle sus respectivas malas experiencias
mientras se dirigían a la Cubierta Baco y al Casino del Fórum de César. A cada paso
que daba, Tracy sentía renacer la esperanza en su pecho. Tendría que idear un plan
para encontrar al pasajero del colgante. Ésa sería su misión.

Los niños estaban tan entusiasmados con el descubrimiento del colgante que
tuvieron que cenar temprano en el Jardín-Terraza, en lugar de hacer una cena formal

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en la Corte de los Sueños, el salón más suntuoso del barco. Por supuesto, Estelle
rechazó de principio participar en cualquier tipo de cena informal, aunque tuvo que
ceder ante la presión de sus nietos.
Laura, Connor y Sarah insistieron en que Becky se pusiera el colgante para
atraer cuando antes la buena suerte. Becky había avisado a Patti Kennedy en cuanto
lo encontró, y no había pasado ni media hora cuando un mayordomo se presentó en
su suite con una gran cesta de bombones y delicatessen, junto con una lista de las
ventajas que, en adelante, disfrutarían durante el crucero.
El texto de la misma hoja le había recordado que el colgante tendría que ser
devuelto al final del crucero, donde recibiría a cambio un regalo sorpresa. Sarah se
estaba muriendo ya de impaciencia.
Reacia a llamar la atención mientras se dirigían al Jardín-Terraza, Becky les dijo
a los chicos que solamente se lo pondría cuando se lo hubiera contado a todos los
miembros de la familia.
Laura la había ayudado a convencerlos. Lo cierto era que ambas sabían que si
Becky conseguía monopolizar la atención general y desviarla de Kim y de Estelle,
precisamente la primera noche del crucero, empezarían muy mal el viaje.
El comedor, rodeado de grandes ventanales, tenía un aspecto informal que
agradó inmediatamente a Becky. Así no tendría que preocuparse por su ropa, o si los
niños usaban o no usaban el cubierto apropiado. Aquélla era la primera noche del
crucero y, ahora que había encontrado el famoso colgante, se sentía más que
satisfecha con toda aquella aventura.
O al menos así fue hasta que hizo su aparición el clan Montgomery y empezó el
maratón de besos y abrazos. Estelle llevaba una especie de sombrero cowboy rojo, a
juego con su chaqueta y sus pantalones de cuero, con su melena rubia
impecablemente peinada. Luego estaba su ex marido, Mark. Según Laura, solamente
había aceptado incorporarse al crucero por sus nietos. Estelle y él se habían
divorciado recientemente después de cerca de cuarenta años de casados, y al parecer
ella pretendía utilizar aquel viaje para hacerlo volver. Estelle odiaba perder una
pelea, y las suyas habían sido tremendas.
Mark estaba tan guapo como siempre, vestido con una blanca camiseta de polo
y pantalones caquis. Calzaba náuticos marrones, sin calcetines. Había envejecido
muy bien desde la última vez que Becky lo había visto: las arrugas que le habían
salido en torno a los ojos azules incluso habían aumentado su atractivo. A Becky
siempre le había caído bien, y por un instante experimentó una punzada de tristeza
hasta que detrás de él apareció Kim, la madre de Laura, colgada del brazo de quien
debía de ser su último novio.
Bob Ducain era un tipo de aspecto normal, de pelo gris algo escaso y una tripa
prominente que su hawaiana resaltaba más que escondía. De tez rubicunda y ojos
azul celeste, tenía una sonrisa absolutamente insincera. Llevaba varias cadenas de
oro al cuello y pendientes de diamante en cada oreja. Resultaba obvio que Estelle lo
había elegido especialmente para Kim. Seguramente pertenecería a uno de sus clubes

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sociales, o quizá fuera el hijo de algún amigo rico. En cualquier caso, a ojos de Estelle,
era la pareja perfecta de Kim.
—Detesto los bufes —proclamó Kim antes incluso de sentarse a la mesa.
Llevaba el pelo teñido con su habitual gama de rubio, con la melena cayéndole lisa
sobre la espalda. Lucía un suéter blanco y negro sin mangas, minifalda negra y
sandalias. Kim rondaba la edad de Becky, treinta y seis años, pero el botox le daba la
falsa la apariencia de una veinteañera. Tenía los mismos ojos azules que su padre y
una nariz respingona que ya se había operado lo menos dos veces.
Kim abrazó brevemente a Sarán y a Connor antes de continuar despotricando
contra el bufé.
—La comida nunca es buena y siempre tengo que servirme yo. Lo odio.
—Siéntate, que yo te traeré un plato —se ofreció Bob mientras le sacaba la silla.
Kim se puso cómoda y miró a Becky, que estaba sentada frente a ella.
—¿No es un encanto? Bob me lo hace todo. No sé cómo me las arreglaría sin él.
Laura se volvió hacia Becky y puso significativamente los ojos en blanco. Becky
asintió como si estuviera escuchando a Kim, pero su atención estaba concentrada en
Dylan Langstaff. Acababa de entrar en el comedor y se dirigía hacia un oficial
uniformado de blanco que estaba charlando con unos pasajeros que guardaban cola
en el bufé. Tenía todo el aspecto de un hombre bueno y honrado. Alguien a quien no
le importaría llegar a conocer. Como amigo, por supuesto, porque estaba segura de
que debía de ser un mujeriego…
Pero entonces… ¿por qué la atraía tanto? «Porque te hace sentir algo especial»,
le susurró una voz interior. Y había pasado mucho, mucho tiempo desde la última
vez que había sentido algo parecido por un hombre.
—Ya sé que no es muy guapo —continuó Kim—, pero tengo la teoría de que
cuánto más atractivo es un hombre, más egoísta es.
—Ya —repuso Becky, aunque lo dudaba seriamente. Dylan era guapísimo, y
por la manera en que había tratado a sus hijos, estaba segura de que era un hombre
que no anteponía su propio interés al de los demás.
De repente se produjo una especie de tumulto en el bufé, justo delante de
Dylan, que casualmente se encontraba al lado de Bob, ocupado en aquel momento en
servirse unas piezas de pollo. De repente una mujer enormemente obesa se tambaleó
peligrosamente justo delante de Bob. El hombre se quedó paralizado de sorpresa,
agarrado a su plato de comida.
—Y, con la vida que llevo, ya no tengo tiempo para esa clase de hombres —
añadió Kim en aquel momento, mientras una camarera le servía un té con hielo.
—Ya —murmuró Becky mientras veía a Dylan abrazar a la oronda mujer por
detrás. Apenas podía abarcarla de lo ancha que era. Al parecer se había atragantado
con un pedazo de comida y Dylan le estaba aplicando la maniobra Heimlich,
abrazándola para oprimir el diafragma y permitir el paso del aire.

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—Así que, lógicamente, cuando hace tres meses conocí a Bob en una subasta
benéfica y él me comentó que le encantaba mimar a las mujeres, decidí quedármelo.
—Ya. Estupendo.
Para entonces medio comedor estaba observando a Dylan mientras Bob seguía
quieto como un pasmarote, agarrado a su plato. Becky se levantó, dispuesta a
ayudar, cuando algo voló de la boca de la pobre mujer y fue a parar al suelo, delante
de ella.
—Hemos estado saliendo desde entonces y, permíteme que te lo diga, pero Bob
sabe muy bien cómo hay que tratar a una mujer —suspiró Kim.
—Claro —Becky soltó el aliento que había estado conteniendo y volvió a
sentarse, ya más tranquila.
Dylan y dos doctoras del barco ayudaron a la mujer a sentarse en una silla. Bob
volvió a centrar su atención en el bufé y terminó de llenarse su plato.
—Pero yo sé que todavía sigues muy dolida por la muerte de mi hermano, así
que supongo que no puedes estar interesada en nadie, ¿verdad?
Becky se quedó mirando a Kim por unos segundos con expresión incrédula.
Fue como si alguien hubiera tocado una campanilla y todo el mundo se hubiera
vuelto para mirarla, a la espera de su respuesta. Incluso Laura dejó lo que estaba
haciendo para escuchar.
—No, er… definitivamente no. No estoy interesada en nadie —murmuró al fin.
Pero Laura, que también había estado contemplando el incidente de la mujer obesa,
le lanzó una mirada cargada de simpatía y solidaridad.
—Pobrecita, lo entiendo perfectamente —le dijo Kim, apretándole una mano—.
Nadie podría sustituir nunca a mi hermano. Si algún día necesitas un hombro sobre
el que llorar, llámame y te pondré en contacto con los mejores psiquiatras de San
Diego. Cuenta conmigo, Becky. Para lo que sea.
—Gracias —musitó, retirando lentamente la mano.
—Tenemos que anunciar algo a todo el mundo —pronunció de pronto Sarah,
alzando la voz.
—No. Esperemos a haber terminado de comer —le ordenó Becky.
—Pero nosotros queremos contárselo a todo el mundo ahora —insistía Connor.
Becky se alegraba de que el humor de su hijo hubiera mejorado tanto con todo
aquel asunto, pero no tenía ganas de exhibir el colgante en aquel preciso momento.
Además, ahora que todo el mundo se había tranquilizado después de lo que le había
pasado a aquella pobre mujer, no quería llamar la atención.
—Vuestra madre tiene razón —terció Laura—. Antes hay que comer.
Estelle, por supuesto, se puso del lado de Connor y de Sarán, y no del de Becky.
—Pero parece que los chicos tienen muchas ganas de decirnos algo.

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Becky se había levantado para ir a servirse su plato. De repente Mark también


se levantó.
—Yo más bien creo que deberíamos respetar los deseos de Becky, Estelle —y se
dirigió al bufé, llevándose a Connor consigo.
Laura se acercó entonces a Becky y se la llevó al bufé. Se cruzaron con Bob, que
volvía con su plato lleno de comida para Kim.
—Está bien —condescendió Estelle—. Bob, querido, ya que has hecho tan buen
trabajo con el plato de Kim… ¿crees que podrías hacer lo mismo con el mío? Ha sido
un día muy duro y creo que me desmayaré si tengo que levantarme para ir a buscar
mi propia comida —echó un ojo al plato de su hija—. Nada de pollo, por favor,
cariño. ¿Tienen pescado blanco al horno? Me encantaría un poco de pescado blanco
al horno. Se digiere estupendamente y desde que subimos al barco, mi pobre
barriguita está un poquito alterada. ¿Crees que podrías encontrar algo de pescado
blanco, querido?
—Será un placer, Estelle —asintió Bob.
Becky sacudió la cabeza mientras se alejaba de la mesa. Sabía que antes de que
terminara la cena, Estelle habría conseguido que todo el mundo le llevara algo, ella
incluida.
Se dirigió al bufé más cercano, recogió un plato y empezó el proceso de decidir
qué iba a comer.
—Le sugiero que pruebe la ensalada de brócoli. Está riquísima —le sugirió una
voz muy cerca de su oído.
Becky se volvió para descubrir el rostro sonriente de Dylan.
—He visto lo que ha hecho por esa mujer. Ha sido increíble. ¿Qué tal está?
—Bien. Ahora mismo se encuentra descansando en su camarote.
—Le ha salvado la vida. Es asombroso.
—La asombrosa ha sido ella. En ningún momento opuso la mejor resistencia.
Fue eso lo que le salvó la vida.
—Lo recordaré la próxima vez que me atragante con algo.
—Buena idea —su sonrisa se amplió.
Siguió un momento de incómodo silencio mientras Becky buscaba algo que
decir.
—¿Do-dónde está esa ensalada? —balbuceó al fin.
—Al otro lado del comedor —respondió Dylan.
Aquella sonrisa habría derretido a cualquier mujer… pero no a Becky. No
estaba preparada para iniciar ninguna aventura, y menos aún con aquel tipo de
hombre. Además, él no podía estar realmente interesado en ella. ¿O sí?
No quería pensar en ello. Tenía dos hijos, por el amor de Dios. ¿Qué pensarían
de ella si la viesen derritiéndose de deseo por un hombre que debía de tener un amor

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en cada puerto? Todo aquello resultaba ridículo. Necesitaba poner freno a aquellos
alocados pensamientos cuanto antes, antes de que sus fantasías se descontrolaran por
completo.
Y empezaría por el brócoli.
—No importa. No me gusta demasiado el brócoli.
—Yo creía que sí.
—¿Es que hay un tipo de mujer-brócoli?
—Desde luego —un brillo burlón asomó a sus ojos.
—¿Y cuál es?
Había conseguido que sonriera. Le resultaba terriblemente cómodo hablar con
él.
—Habitualmente son de complexión atlética, fuertes brazos y mentalidad
asertiva. Comen verdura, evitan los carbohidratos y nunca comen nada que tenga
grasas hipersaturadas, pero les encantan los helados, de todos los sabores, aunque
sólo los comen cuando están de vacaciones. Por cierto, en la Cubierta Artemis está
Just Gelato, una gran heladería. La mejor de todo el barco.
Becky se volvió hacia la mesa del bufé y se sirvió un poco de lasaña.
—Ya. Y… ¿ha comprobado su teoría con muchas mujeres-brócoli?
—Es más bien fruto de la observación. Se pueden decir muchas cosas de una
persona a partir de lo que come.
La siguió hasta otra mesa, donde Becky se sirvió patatas gratuladas y luego algo
cubierto por una espesa crema. Confiaba en que sus actos hablaran por ella. Él estaba
buscado a una mujer-brócoli, y ella se estaba revelando como una fanática de los
carbohidratos…
—¿Y si una mujer no come verdura? ¿Qué puede decir de alguien así?
Se detuvo y se volvió para mirarlo. Dylan bajó la mirada a su plato, en aquel
momento lleno de carbohidratos inundados de salsa marrón. Había tanta que hasta
goteaba por un borde.
Sonriendo, Dylan se inclinó, rebañó con un dedo la salsa que estaba goteando
por un lado del plato y se lo llevó a la boca.
—Aquí hacen la mejor boloñesa de todo el barco —dijo con una maliciosa
sonrisa antes de dar media vuelta y marcharse.
Becky se lo quedó mirando por un momento, indignada por su audacia… pero
encantada al mismo tiempo.
Llamó a un camarero, al que pidió disculpas mientras le entregaba su plato
inundado de grasa. Luego fue en busca de su ensalada de brócoli.
***

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Había tenido que encontrarse precisamente con Becky Montgomery. Y además


entablar conversación. No entendía por qué no se había marchado tan pronto como
la vio. Y además había bromeado con ella, se había reído con ella… e incluso flirteado
un poco. De acuerdo: un poco mucho.
Se dirigió rápidamente hacia su camarote, sin detenerse a hablar con nadie ni a
contemplar la luna llena que colgaba hermosa en el cielo. Si un miembro de la
plantilla lo hubiera visto rebañar de aquella manera el plato de una pasajera y luego
chuparse el dedo, a esas alturas ya estaría despedido. ¿En qué había estado
pensando?
Ése era precisamente el problema: que no había estado pensando. Al menos de
una manera racional. Se había dejado llevar por las emociones, y sabía que las
emociones siempre terminaban acarreándole problemas. Tenía que ser más lógico. Al
fin y al cabo, aquello no podía llevarlo a ninguna parte. Ella era una pasajera.
Había sido un día largo y duro. Tenía que admitir que cuando al principio no
pudo agarrar bien a aquella mujer para ejecutar la maniobra de Heimlich, le entró el
pánico y las ganas de dejarlo todo. No había vuelto a sentirse así desde que era un
niño y su padre lo llevaba a pescar a la costa de Twillingate, al norte de
Newfoundland. En cierta ocasión no había podido soportar ver tantos peces
ahogándose a su alrededor. Había intentado devolver al agua todos los que había
podido, pero la ceñuda mirada de su padre lo había hecho detenerse. De todas
formas, no había sido capaz de acostumbrarse a aquel espectáculo: las contorsiones
de la agonía, la asfixia que desembocaba en la muerte.
Había vuelto a sentir lo mismo con aquella mujer. Había tenido su vida en sus
manos y por un instante, había experimentado tanto miedo que le habían entrado
ganas de salir corriendo. Pero no lo había hecho, y era eso en lo que necesitaba
pensar. No había huido. Esa vez no. Se había quedado. Y, gracias a él, aquella mujer
seguiría disfrutando del resto del crucero… y de su vida.
Cuando finalmente llegó a la planta de los camarotes de la tripulación, abrió su
pequeño camarote, entró y cerró la puerta. Sólo entonces empezó a relajarse. Respiró
profundo varias veces. Luego se sirvió un vaso de zumo de arándanos, se instaló en
su cómodo sillón y se quitó los zapatos.
Lo malo fue que tan pronto como cerró los ojos, apareció Becky Montgomery.
—Maldita sea —pronunció en voz alta mientras dejaba bruscamente el vaso
vacío sobre la mesa. Inmediatamente se levantó dispuesto a tomar una larga ducha
caliente.

Ya había recogido los platos de la mesa y los niños estaban agobiando a Becky
para que hiciera público de una vez el descubrimiento del colgante. Pero ella seguía
resistiéndose.
—Es el momento, mamá —la urgió Sarah—. Tienes que contárselo a todo el
mundo ya.

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Al otro lado de la mesa, Estelle, Kim y Bob charlaban entretenidos. Mark


tomaba su café aparentemente ensimismado en sus reflexiones.
—Sí, eso, mamá, prometiste que lo anunciarías después de comer —insistió
Connor—. Bueno, pues ya es después de comer.
Estaba de pie a su lado, intentando sacarle el colgante de debajo del cuello del
suéter. Becky no hacía otra cosa que apartarle las manos. Todo aquel asunto
resultaba ridículo. Se inclinó para susurrarle a Laura:
—¿Y si te paso a ti el colgante y dices que lo has encontrado tú?
—Es tuyo. Y tú necesitas esa buena suerte más que yo. Además, quiero ver la
cara que pondrá la abuela cuando se lo digas. Esta tarde llamó al capitán para
preguntarle si podía hacer que lo encontrase mi madre… casualmente.
—Estás de broma.
—¿Qué dijo él?
—Se negó, claro.
—Es increíble.
—Así es Estelle. Y ahora, por favor, enseña de una vez por todas el colgante.
Reacia, Becky se lo sacó de debajo del suéter. Sosteniendo la lágrima de plata en
la mano, volvió a examinarlo. La lágrima era grande y pesada. La cadena parecía
muy antigua; si no tenía cuidado, se le rompería al menor tirón.
Por suerte, Connor seguía tan entusiasmado con el descubrimiento como Sarah.
Era casi como si el colgante hubiera obrado ya su magia con el niño.
—Silencio todo el mundo, por favor —pidió Connor alzando las manos, como si
eso pudiera disuadir a su abuela y a su tía de que prosiguieran su conversación.
En lugar de ello, le lanzaron una rápida mirada y continuaron hablando. Laura
se levantó.
—Mamá, abuela. La tía Becky tiene que anunciarnos algo.
De repente Bob, Estelle y Kim estallaron en carcajadas, sin prestar atención a
Laura. Tuvo que ser Mark quien llamara la atención a Estelle, agarrándola de un
brazo.
—Becky tiene algo que decirnos.
Estelle lo miró, retiró el brazo, murmuró algo a Kim, se recostó en su silla y se
echó la melena hacia atrás.
—Cuentas con mi más absoluta atención, Becky —le dijo por fin, displicente—.
¿Qué es lo que quieres decirnos?
A Becky le entraron ganas de desaparecer. Mientras jugueteaba nerviosa con su
colgante, pensó en un millón de cosas que decirle a Estelle. Cosas malas, hirientes.
Cosas que habían estado en su mente durante años. Pensó que tal vez aquélla fuera
su oportunidad. La oportunidad de desahogarse de una vez por todas.

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Pero, en lugar de ello, fue Sarah quien acudió en su rescate… impidiéndole


decir algo que pudiera estropear, como poco, el resto del crucero.
—¡Mi mamá ha encontrado el colgante de la diosa de la luna en nuestro
camarote! ¡Mamá lo ha encontrado' Qué suerte, ¿verdad, abuela? ¿A que mi mamá es
la mejor? —y se abrazó al cuello de su madre, entusiasmada.
Becky soltó la lágrima de plata, que cayó pesadamente sobre su pecho. Sujetó
con una mano a su hija, que se había arrodillado en su silla, y pasó un brazo por los
hombros a Connor, de pie a su lado. Ambos lucían sendas sonrisas de oreja a oreja.
—¿Eso es el colgante perdido que todo el mundo estaba buscando? —preguntó
Kim con una notable dosis de sarcasmo.
—Sí —dijo Becky, acercando aún más hacia sí a los niños.
Estelle se bajó las gafas para mirarlo mejor.
—Pero, querida, es tan chabacano… Y yo que creía que tenía algún valor.
Becky pudo sentir cómo el entusiasmo de Connor se desvanecía por momentos.
—Pues claro que tiene valor —protestó—. Dicen que trae buena suerte a la
persona que lo encuentra.
—Eso es. Buena suerte en el amor —apostilló Laura.
—Tu tía ya encontró el verdadero amor con mi hijo, Laura, y ningún colgante la
ayudará a encontrar a alguien que sustituya a Ryder —la reprendió Estelle—. Una
vez que descubres esa clase de amor, ya no lo quieres cambiar. Nunca jamás. Y algún
día, mi querida niña, tú también llegarás a disfrutar de esa misma suerte —se volvió
con la intención de tomar la mano de Mark, pero este se las arregló para levantar su
taza de café antes de que llegara a tocarlo.
Estelle se apresuró a retirar la mano como si no hubiera pasado nada, pero
Becky advirtió el gesto. Laura se disculpó para levantarse de la mesa, claramente
afectada por la reprimenda de su abuela.
Connor intentó apartarse, hosco, pero Becky no le soltó la mano. Agarró la de
Sarah con la otra y la ayudó a bajarse de la silla.
—Sólo es un juego, Estelle. Un juego bonito y romántico. Y da la casualidad que
pienso lucir este colgante durante todo el tiempo que dure el crucero —y, dicho eso,
se alejó de la mesa con sus hijos.
—Por supuesto, querida… —empezó Estelle, pero para entonces Becky, Sarah y
Connor ya abandonaban el comedor en busca de Laura.
Por una parte, Becky había querido decirle a Estelle que estaba completamente
de acuerdo en lo que había dicho sobre Ryder. Nunca encontraría a nadie que
pudiera sustituirlo, y tampoco quería intentarlo. Pero, en el fondo de su corazón,
esperaba que algún día fuese lo suficientemente afortunada como para volver a
encontrar el amor. En realidad no había sido consciente de ello hasta que escuchó la
rotunda afirmación de Estelle. De cualquier forma, Becky se había negado a dejarse
intimidar por su suegra delante de los niños.

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Al mismo tiempo, sin embargo, quería mantener una buena relación con la
abuela de sus hijos, aparte de lo que pensara personalmente de ella. Que, en ese
preciso momento… no era nada bueno.

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Capítulo 4
—¡Laura, espera! —la llamó Becky mientras atravesara el salón principal del
barco, atestado en aquel momento de gente, tropezando con una mujer que ni
siquiera se detuvo para aceptar sus disculpas. No podía correr mucho porque Sarah
había insistido en que la cargara en brazos para poder jugar con el colgante.
A sus siete años, Sarah era demasiado mayor para que la llevaran en brazos,
pero Becky sabía que estaba terriblemente cansada. Los niños también le gritaron a
su prima que se detuviera, y al final lo hizo. A Becky no le pasó desapercibida su
mirada de dolor. Sarah se bajó al suelo y corrió hacia ella.
—Es mí abuela y la quiero, pero a veces me fastidia tanto que me entran ganas
de ponerme a gritar —confeso la joven, enfatizando la última palabra.
—Puedes gritar si quieres, Laura —le dijo Sarah—. Esta sala es tan grande que
no creo que nadie se dé cuenta.
Becky miró a su alrededor y comprendió que su hija tenía razón. Habían
llegado a la Corte de los Sueños, un inmenso salón-comedor decorado con columnas
dóricas y una enorme escalera curva de mármol. Una gigantesca araña de fibra óptica
colgaba en el centro, creando la ilusión de una miríada de estrellas. En el techo había
frescos representando nubes y angelitos, de estilo renacentista. El espacio estaba
lleno de sofás y sillones tapizados en blanco y oro.
Pero lo que más le gustó a Becky eran las enormes estatuas de Artemisa, Atenea
y Poseidón que rodeaban el enorme piano de cola negro, donde una mujer, ataviada
con un elegante vestido rosa, se disponía a empezar su concierto. El lugar era
fabuloso y no pudo menos que recordar que, a fin de cuentas, Estelle les había
pagado a todos aquel crucero. Necesitaba encontrar una manera de llevarse bien con
su suegra aunque sólo fuera durante una semana.
—Vamos, sentémonos a hablar —le sugirió a Laura.
—Gracias, tía Becky, pero ahora mismo quiero volver a mi camarote.
—Bueno, pero antes… ¿podría decirte una cosa?
Los ojos de la adolescente estaban empezando a llenarse de lágrimas.
—Eres una gran chica y, cuando llegue el momento, tú también encontrarás el
amor de tu vida.
—Gracias —se le escapó una lágrima—. Pero yo sé que en el fondo la abuela y
mi madre piensan que soy gorda, y tonta, y que nadie me querrá nunca como el tío
Ryder te quiso a ti.
—Eso no es verdad. Al tío Ryder no le habría gustado oírte hablar así.
—Yo te quiero, Laura —le dijo Sarah, mirándola con los ojos muy abiertos—.
Connor también. Y mamá.
Laura se enjugó las lágrimas y le sonrió.

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—Yo también os quiero mucho a los tres.


—Pues entonces no te pongas triste, Laura. La diosa de la luna no querría que
ninguna de nosotras estuviese triste. La diosa de la luna está contenta de que
hayamos encontrado su colgante, y quiere que nosotros seamos tan felices como ella
—le aseguró la niña, tomándola de la mano.
Connor le tendió a su prima un pañuelo de papel antes de apartarse y sentarse
en un sillón. Laura terminó de enjugarse las lágrimas y se puso en cuclillas frente a
Sarah.
—Te diré una cosa, pequeñaja. Mañana me verás tan contenta como siempre, te
lo prometo. Nos pasaremos la mañana entera en la piscina. Tengo entendido que hay
actividades estupendas y unos monitores geniales. Pasare a buscaros para que nos
vayamos juntos.

—¿Antes de que salga el sol? —inquirió Sarah.


—Bueno, no tan pronto, pero sí a las ocho y media, si le parece bien a vuestra
mamá —Laura alzó la mirada hacía Becky.
—Me parece perfecto —respondió Becky, pensando que así podría aprovechar
para explorar el barco a sus anchas.
—Hasta mañana entonces.

Tracy se había fijado en todos los clientes del salón de bingo, uno a uno, y el
colgante no aparecía por ninguna parte. Supuso que quizá nadie lo habría
encontrado todavía, lo cual era perfectamente normal teniendo en cuenta que la
mitad de los pasajeros ni siquiera habían recogido aún su equipaje facturado.
Introdujo su tarjeta en la cerradura de la puerta y entró en su camarote. Estaba a
oscuras. Su compañera probablemente seguiría en el bar de la tripulación. A esas
alturas, debía de ir ya por su cuarto o quinto martini. Tracy, en cambio, había
aprendido mucho tiempo atrás que si alguien quería medrar en Las Vegas lo primero
que tenía que hacer era no jugar ni beber. Y lo mismo cuando se trataba de trabajar
en un crucero. Las copas costaban dinero, para no hablar de la resaca del día
siguiente. Tracy se había pasado cinco años bailando en el Stardust de Las Vegas
antes de que cerrara, y podía contar con los dedos de una mano las veces que había
salido de copas o a jugar después de un espectáculo. Además, en aquel entonces
había tenido que ocuparse de su hijo.
¡Cómo lo echaba de menos! Ansiaba abrazarlo, cargarlo en brazos como había
visto hacer a aquella mujer con su hija, la mujer con la que se había tropezado hacía
tan sólo un momento…
De repente recordó algo. Volvió a ver a aquella mujer, con su hijita rubia en
brazos… La niña estaba jugando con el colgante de plata de su madre. ¿Podría ser el
mismo colgante que Tracy se había pasado toda la tarde buscando?

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¿Por qué no se había fijado antes? Había estado tan distraída que no lo había
visto, pese a que sólo había faltado que se lo restregasen por la cara… Recogió su
bolso y abandonó el camarote a la carrera, rezando para que la mujer todavía
siguiera en el salón..
El salón seguía lleno de gente. En vano estuvo buscando entre los pasajeros a
una mujer de cabello castaño con una niña de rizos rubios. Nada. No estaba. Se
disponía a renunciar cuando distinguió una cabecita rubia al fondo. Sí, la niña estaba
con su madre y un niño algo mayor, esperando al pie de los ascensores…
El corazón se le aceleró insoportablemente mientras se dirigía hacia ellos. Un
buen número de pasajeros se interponía en su camino, pero continuó caminando,
rezando, aferrándose a la esperanza de llegar hasta ellos. Cuando llegó a los
ascensores, sin embargo, los tres habían desaparecido. Se detuvo en seco,
reflexionando sobre su siguiente movimiento. Tendría que obrar con astucia si quería
apoderarse de aquel colgante. Y podría empezar preguntándole sencillamente a Patti
Kennedy por el nombre de la pasajera que lo había encontrado. De manera que su
único problema iba a consistir en esperar hasta el día siguiente…

Becky se había pasaba la mayor parte de la mañana en la terraza de su


camarote, contemplando el mar. Para cuando el crucero echó el ancla cerca de Isla
del Gran Turco, decidió seguir donde estaba. No tenía ninguna intención de
abandonar el barco junto con el resto de los pasajeros. Hacía un día fabuloso y era
maravilloso estar simplemente allí, tumbada tomando el sol, sin hacer nada. Sin
pensar en nada, soñando despierta.
Cumpliendo su promesa, Laura se había llevado a los niños a la piscina. Habían
pasado ya varias horas y había llegado el momento de ir en su busca.
Vestida con un sencillo biquini, volvió a untarse un poco de crema y se puso
una blusa de gasa blanca, sin mangas, que se sujetó con un nudo a la cintura. Luego
se puso un pareo rojo brillante a las caderas. Lo importante era estar lo más cómoda
posible.
Sacó una botella de agua del minibar, se recogió la melena en una cola de
caballo, se puso el colgante y salió a buscar a su familia. La piscina, denominada la
Cala de Coral, estaba en la Cubierta Artemis, la misma donde se encontraba la
heladería que Dylan le había recomendado.
En un impulso, pidió un cucurucho de helado de cereza a la dependienta, una
joven de veintipocos años.
—¡Ha encontrado el colgante! ¡Enhorabuena! Tiene derecho a un cucurucho de
tres bolas, si quiere.
Becky dudó por un momento, pensando en las calorías, pero recordó que no
había cenado mucho el día anterior, apenas la ensalada de brócoli. Y sólo había
desayunado un café.
—Claro, gracias —sonrió.

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Se sentó a comer su helado a una mesa de cubierta antes de salir a buscar a sus
hijos. La sensación de viajar en barco no podía ser más relajante. Sólo esperaba que
pudiera obrar el mismo efecto sobre Connor…
Pero antes de que pudiera probar su cucurucho, aparecieron Kim y Bob.
Surgidos de la nada, se dirigían directamente hacia su mesa.
—Mira quién está allí, Bob —comentó Kim mientras se acercaba a Becky—: mi
malhumorada cuñada.
Llevaba una ancha pamela, grandes aros en las orejas y un modelo digno de
lucir en una pasarela de moda.
—Hola, Kim… —se removió incómoda en su silla—. Lamento la salida que tuve
anoche…
—Forma parte de tu carácter: ya nos lo esperábamos —se subió las grandes
gafas de sol de montura blanca—. Veo que todavía sigues llevando ese horrible
colgante.
—Sí, y gracias a él acaban de regalarme un helado de tres bolas.
Kim se volvió hacia Bob, poniendo los ojos en blanco.
—Vaya, me alegro por ti —suspiró.
—¿Queréis un poco? Está riquísimo.
—¿Yo? Nunca como lácteos. Además, eso debe de tener por lo menos mil
calorías, aunque quizá eso a ti ya no te importe. Tengo entendido que las viudas y las
divorciadas suelen ganar una media de diez kilos en su primer año viviendo solas —
y se inclinó para susurrarle—: Tal vez no deberías comerte eso, teniendo en cuenta lo
que has engordado hasta ahora.
Becky se sintió tentada de arrojarle el helado a la cara, pero en lugar de ello
cambió de tema.
—¿Dónde está Estelle?
—Creo que me dijo que tenía hora en el Spa Jazmín —respondió Bob.
—Ahora mismo iba a buscar a los chicos a la piscina —le costó decirlo, pero al
final lo hizo—: ¿Queréis acompañarme?
—No, gracias, vamos a asistir a una clase de cocina en el Spa Cuisine —explicó
Kim—. Además, odio todo este sol. No soportaría una piscina al aire libre. No con la
piel tan fina que tengo: se me quemaría en un santiamén.
En efecto, pensó Becky, Kim tenía un cutis blanquísimo. Seguramente porque
no se había expuesto al sol más de quince minutos seguidos en toda su vida.
—Kimmy es como una delicada florecilla, y yo tengo que cuidar de ella —terció
Bob, volviéndose hacia su flor—. Llevamos demasiado tiempo al sol, cariño. Es hora
de que nos pongamos a cubierto.
—Lo que tú digas, Bobby —repuso melosa, frotándose contra él.

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La visión de «Kimmy» y «Bobby» juntos en la cama, desnudos, bastaba para dar


escalofríos. Becky se estremeció visiblemente.
—¿Tienes frío? —le preguntó Bob, todo preocupado.
Le tocó un brazo y Becky dio un respingo como si la hubiera quemado. Él la
miró sorprendido, pero ella guardo las distancias. Había algo que le disgustaba
profundamente de aquel hombre. Sobre todo desde que había visto su reacción del
día anterior, con la mujer que se había atragantado.
—No, para nada. De hecho, estoy acalorada. Será mejor que me vaya. Los niños
me están esperando.
Cuando por fin llegó a la piscina de la Cala de Coral, que no estaba muy lejos
de Just Gelato, enseguida se vio abordada por Sarah y Laura. Ambas estaban muy
excitadas.
—Es tan guapo, Becky… —decía Laura.
—Y es un gran nadador —afirmaba Sarah.
—Tienes que salir con él.
—Le hemos hablado de ti, se lo hemos contado todo.
—Sí que es un gran nadador —aseguró Laura—, y es divertido, y no tiene
novia, y…
—Y le gustan los copos de chocolate, como a ti —remató Sarah.
—No, en serio. Es perfecto para ti, Becky. Ojalá yo fuera un poquito mayor —
suspiró—. Entonces me lo quedaría para mí sola.
—Supongo que él tendrá algo que decir en todo esto, ¿no? —repuso Becky
mientras buscaba a Connor con la mirada. En la fila de tumbonas no estaba. Con lo
mucho que le gustaba el agua, probablemente estaría practicando el estilo espalda, su
preferido.
—Claro que sí, pero tú tienes el colgante de la buena suerte en el amor, así que
seguro que tendrá un flechazo cuando te vea —rió Laura.
—No sabía que fuera tan poderosa…
—Sólo cuando lo llevas puesto —explicó Sarah—. Cuando te lo quitas, eres
como cualquier otra mujer.
—¿Ésas son las reglas?
—No, ésa es la magia. En el amor no hay reglas.
Becky sonrió, pensando que su hija era demasiado inteligente para su edad.
—¿Cómo sabes esas cosas?
—He visto un montón de películas. No sé de qué te extrañas.
Becky y Laura estallaron en carcajadas.
—Bueno, entonces… ¿dónde está ese adonis que queréis que conozca?

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—Está allí —señaló Laura—. Ese tipo que está dando botes en la zona que no
cubre, con un silbato colgando al cuello.
Pero lo único que veía Becky era un montón de gente, de todas las edades y
tamaños, nadando o haciendo ejercicios en la piscina.
—De todas maneras tú ya lo conoces, mamá. Es…
—¿Dylan Langstaff? —adivinó Becky.
—Sí. ¿No es una monada?
—Sí que lo es, desde luego.
Una bandada de jóvenes con algunos niños de la edad de Connor rodeaba a
Dylan. Las chicas debían de tener veintipocos años. Supuso que Dylan estaría
flirteando con todas y cada una. El escenario ideal.
Aun así, esperaba que no fuera cierto. Se sentía atraída hacia él y, aunque sabía
que no tenía ninguna posibilidad, le gustaba disfrutar de aquella fantasía.
—¿Dónde está Connor? Creo que ya va siendo hora de que volvamos al
camarote: hay que prepararse para la comida. Además, tenéis que pensar en la tarde.
¿No hay otras actividades que os gustaría hacer, además de la piscina?
—Sí. pero es que le dijimos a Dylan que volveríamos y a él le pareció fenomenal
—Laura parecía algo confusa— ¿Es que no quieres volver a verlo? Es muy guapo.
—Ahora no, gracias. Parece que está muy ocupado.
Lo miró. Tenía una sonrisa maravillosa y era guapísimo. Pero con tanta gente a
su alrededor, seguro que ni se daría cuenta de su presencia. Justo en aquel instante
volvió la mirada hacia Becky. Sonriendo, la saludó con la mano. Ella le devolvió la
sonrisa.
De acuerdo, parecía contento de verla. Pero quizá simplemente estaba siendo
amable con ella…
—Está bien —le dijo Becky a Laura—, me quedaré aquí un rato más. ¿Dónde
está Connor? ¿Ha venido con vosotros a la piscina?
—No, se negó a venir. Lleva todo el día leyendo tebeos —la informó Laura—. El
abuelo le ha comprado varios.
—Dylan quería que jugara al waterpolo, mamá… y él se puso a llorar.
—¿Qué? —intentó conservar la calma, pero aquello era intolerable. No quería
que nadie obligara a Connor a hacer nada que no quisiera. Después de lo que le
había pasado, era un niño demasiado vulnerable.
—Espera —intervino Laura—. Dylan no hizo llorar a Connor. Connor se puso a
llorar solo. Creo que es una manera que tiene de…
—¿Dónde está Connor? —la interrumpió Becky, impaciente.
—Allí —desaparecido su anterior buen humor, Laura señaló el otro extremo de
la piscina.

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Allí estaba Connor, instalado en una tumbona. Tenía una toalla blanca echada
sobre los hombros y estaba acurrucado, absorto en su tebeo. Mientras Becky se le
acercaba, Dylan debió de gritarle algo al niño, porque éste negó con la cabeza.
Necesitaba aclarar de una vez por todas aquella situación. No podía imaginar
que Dylan hubiera hecho llorar a su hijo. Parecía que tenía muy buena mano con los
niños y, por otro lado, Connor lloraba con facilidad.
Dylan seguía en la piscina, muy cerca de la tumbona de Connor, cuando Becky
llegó por fin hasta él.
—Hola, cariño, ¿cómo va todo? —se sentó en la tumbona, ocultándolo a la vista
de Dylan.
—Bien —respondió sin alzar la mirada.
—Vamos, Connor —lo llamó Dylan—. Vamos a empezar el siguiente partido.
El niño levantó por fin la vista, con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
—No me obligues, mamá. No quiero meterme en el agua. Odio el agua. Es una
tontería.
Becky le dio unas palmaditas en las piernas.
—Estás de vacaciones, cariño. No tienes por qué hacer nada que no quieras.
—Pero Dylan necesita un jugador más, porque si no, no podrán empezar el
partido —rezongó, enjugándose las lágrimas—. Y entonces todos los chicos me
echarán la culpa a mí.
—Nadie te culpará de nada. Además, ya es hora de comer. Por eso he venido a
buscarte —se volvió hacia Dylan—. Lo siento, pero mis hijos tienen que comer.
Tendrá que buscarse otros compañeros de juego.
Lo dijo con un tono algo severo, demasiado formal, que le extrañó.
—Claro, no hay problema. Sólo pensé que…
—Mamá —susurró Connor, agarrándose a su mano.
—No quiere y ya está —sentenció Becky, pero de inmediato se arrepintió de
haber sido tan brusca—. Lo siento, quizá en otra ocasión.
Connor recogió sus cosas y se levantó de la tumbona, sin soltarse de Becky.
Ambos se reunieron con Laura y Sarah, que los estaban esperando al otro lado de la
piscina.
Para entonces, Becky estaba maldiciendo el día en que se dejó convencer por
Lacey y por Laura de que se incorporaran a ese crucero. Desde un principio, su
intuición le había aconsejado justamente lo contrario. Connor todavía no estaba
preparado: era así de sencillo. Si en aquel momento hubieran estado en Disneylandia,
solo habrían tardado un par de horas en volver. Pero regresar a casa cuando estaban
en medio del Caribe era mucho más difícil.
***

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Dylan no podía dejar que Becky y Connor se marcharan así, de modo que se
disculpó con los chicos que estaban esperando a que comenzara el siguiente partido,
los dejó a cargo de un ayudante, recogió su toalla y salió tras ellos.
—Señor Montgomery, por favor, espere.
Se detuvo y se volvió hacia él. Dylan no lo había notado antes, pero en ese
momento vio que llevaba el colgante de la diosa de la luna.
—Quiero pedirle disculpas si la he molestado u ofendido de alguna forma. No
era mi intención y lo lamento de verdad —bajó la mirada a Connor—. Perdona tú
también, Connor. Lo siento si te he hecho llorar. A veces uno se deja llevar por estos
juegos y termina haciendo tonterías —le tendió la mano—. ¿Amigos otra vez?
Connor le dio un breve apretón.
—Gracias —dijo Becky.
—¿Qué puedo hacer por usted? Ya veo que ha encontrado el colgante, lo cual le
da derecho a usted y a quienes elija como acompañantes a disfrutar de una excursión
de buceo con esnórquel por el arrecife de coral de Isla del Gran Turco, esta misma
tarde —miró a Sarah y a Laura, que se habían apresurado a reunirse con ellos—. Será
estupendo, a los niños les encantará. Sólo llevamos unos cuantos pasajeros en cada
excursión, para que la atención sea lo más personalizada posible. Si nunca han visto
un arrecife de coral, ésta puede ser una gran oportunidad. Es una maravilla.
Vio que Becky vacilaba. Sabía que tenía alguna oportunidad. Se sorprendió a sí
mismo deseando de todo corazón que aceptara.
—Me llevaré a dos ayudantes, así que no faltarán instructores de buceo para los
niños. Sólo estábamos esperando a que apareciera la dueña del colgante.
Connor había empezado a tirarle de la mano, con lo que sus posibilidades se
reducían por momentos…
—¡Eso suena estupendo! —exclamó Laura.
—He leído sobre esa excursión en un folleto. Suena divertido, pero me temo
que ni los niños ni yo podremos aceptar. Sin embargo, si Laura quiere llevar a su
madre y a Bob, ellos podrían ir en nuestro lugar.
—¿Podría? —le preguntó Laura a Dylan.
—Claro. No habría ningún problema.
—¡Guau! Gracias, tía Becky.
—De nada.
Becky se volvió de nuevo para mirarlo, y Dylan quedó deslumbrado por sus
ojos castaños. Eran preciosos. Sería capaz de perderse en ellos…
—Bueno, ahora tenemos que comer. ¿Alguna sugerencia?
Salió de su momentáneo trance, confiando en que ella no se hubiera dado
cuenta.
—Yo quiero una pizza, mamá —pidió Sarán.

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—Tú siempre quieres pizza —protestó Connor.


—Si quieren un poco de variedad —sugirió Dylan—, el Restaurante Americano
tiene un buen surtido de pizzas y hamburguesas, y está muy cerca de la piscina.
Becky sonrió.
—¿No tiene brócoli?
—No —se echó a reír—. Eso no está en el menú.
Pensó que aquella mujer era deliciosa.
—Vamos, mamá —Connor le tiró de la manga.
—Gracias —repuso. No dejó de sonreír mientras se alejaba.
No podía estar seguro, pero tenía la sensación de que en el fondo, había estado
flirteando con él. Y eso le gustaba. Pero sabía que Connor era el principal eje de
atención de Becky, al igual que él mismo lo había sido para su madre. La diferencia
estribaba en que su madre lo había asfixiado con lo que para ella había sido amor y
comprensión… lo cual había terminado convirtiéndolo en un introvertido. Había
llegado a tener tantas dudas sobre sí mismo que apenas había sido capaz de atarse
los cordones de los zapatos sin la ayuda de su madre. O al menos ésa había sido su
sensación. No fue hasta que salió para la universidad cuando tomó conciencia de ello
y decidió empezar a cambiar.
Pero no había visto aquella vena tan sumamente hiperprotectora en el carácter
de Becky y, después de tratar a tantos pasajeros, había aprendido a juzgar a la gente.
De todas formas, era obvio que protegía de una manera especial a su hijo. Y no podía
evitar preguntarse por las razones que tenía para hacerlo.

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Capítulo 5
Al final, Becky no pudo pasar el resto del día con sus hijos. Su abuelo decidió
llevárselos a jugar al minigolf y luego a ver una película en el teatro. Finalmente los
apuntó a una visita guiada por la sala de máquinas y el puente de mando. En algún
momento de la tarde se los llevó también a cenar.
Mientras tanto, Becky aprovechó aquellas horas para reponer fuerzas y pasó la
mayor parte del tiempo en el spa. Estaba de un humor zen cuando finalmente
apareció Mark con Sarah en brazos. La niña se había quedado dormida sobre su
hombro y Connor se caía de puro sueño.
—Espero que no te hayan causado problemas —le dijo mientras acostaba a
Sarah.
—En absoluto. De hecho, gracias a ellos me he librado de pasar todo el día en
carruaje de un sitio a otro de Cockburn Town. No es que no quisiera ver la isla, claro.
Es que no me apetecía verla con Estelle.
—¿Quieres tomar un whisky en la terraza? Creo que el minibar tiene un buen
surtido de escocés.
—No, gracias. Estoy intentando dejarlo. Mi estómago ya no es lo que era.
Becky todavía se sentía culpable por haber sido tan brusca con Estelle la noche
anterior.
—Creo que debería disculparme con Estelle por mi comportamiento de anoche.
No debí haberle dicho lo que le dije. Y marcharme como lo hice fue una grosería.
—Por favor, no… —alzó una mano—. Estuviste muy bien. Yo siempre he
admirado la manera que tienes de plantarle cara. Lo que Estelle dijo anoche estuvo
totalmente fuera de lugar. Ambos sabemos lo mucho que quería a mi hijo, pero la
vida sigue y todos tenemos que seguir adelante. Tú todavía eres muy joven y es
natural que encuentres a otra persona.
—Nadie podrá nunca ocupar el lugar de Ryder en mi vida. En eso Estelle tenía
razón.
La mirada que le lanzó Mark le recordó lo mucho que seguía echando de menos
el amor y el cariño de Ryder. Se estaba emocionando y no quería llorar.
—Creo que al final tomaré ese escocés.
Becky le sirvió una copa y ella se puso un poco de merlot. Luego salió a la
terraza, donde Mark ya la estaba esperando sentado. Hacía una noche preciosa, de
luna llena.
—Estelle y yo terminamos con los trámites del divorcio una semana antes de
empezar este viaje —le anunció él de pronto.
—Lo siento.

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—No lo sientas. Hacía mucho tiempo que se veía venir. Si la muerte de Ryder
me ha enseñado algo, es precisamente la necesidad que tengo de recuperar el control
de mi vida. A veces no sé muy bien qué es lo que quiero hacer, pero lo que sí tengo
claro es lo que no quiero. Como por ejemplo seguir viviendo con una mujer a la que
ya no amo.
—Debe de ser muy difícil para ti. Llevabais mucho tiempo juntos.
—Treinta y nueve años y medio, pero si he podido sobrevivir a la muerte de mi
hijo, podré soportar lo que sea. Antes estaba lleno de ilusión, como tú, y quiero
recuperar esa sensación. Odiaría que te rindieras, Becky. Siempre has tenido la virtud
de saber lo que querías, y de enfrentarte con cualquiera que se interpusiera en tu
camino. No te dejes vencer ahora. Creo que eso era lo más admiraba mi hijo en ti. Eso
y tu maravillosa sonrisa.
La hizo ruborizarse, con lo que la sensación de tristeza se atenuó un tanto.
—Ya no sé si me queda esa ilusión de la que hablas. Desde que perdí a Ryder,
tengo miedo de pensar en lo que quiero para mí misma, o para los chicos. Sarah
parece que lo lleva bien, pero el comportamiento de Connor me rompe el corazón.
No sé qué hacer con él.
—Sarah se parece muchísimo a ti —Mark bebió un sorbo de whisky—. Es una
pequeña dinamo. Pero Connor ha salido a su padre. Piensa demasiado. Ojalá pudiera
aconsejarte sabiamente, pero si fracasé a la hora de educar a mi propio hijo… ¿cómo
podría ayudarte a educar al tuyo?
Becky no podía creer lo que estaba oyendo.
—Tú no fracasaste. Ryder era un hombre bueno, cariñoso, generoso. ¿De dónde
has sacado una idea semejante?
—Gracias, pero lo malo del asunto es que Ryder jamás pudo plantarle cara a su
madre como tú lo hiciste y sigues haciendo. Eso fue lo que aprendió de mí desde que
era pequeño, viendo a su padre: algo que nunca me perdonaré. Nuestros hijos
aprenden no tanto de lo que decimos sino de lo que hacemos.
—Ryder era un adulto que tomaba sus propias decisiones. Nadie podía
sospechar que tuviera un corazón débil, ni siquiera sus médicos. Plantarle cara o no a
Estelle no habría cambiado ese hecho.
—Pero él, al igual que yo, jamás pudo decirle que no. Estaba sobrepasado de
trabajo: yo lo veía. Todo el mundo podía verlo, pero Ryder seguía forzándose porque
ella se lo exigía. No es que la culpe de su muerte. Estelle no era consciente de nada.
Ella se levantaba todas las mañanas en nuestra casa de San Francisco y se ponía a dar
órdenes, pero no era consciente de lo que aquellas órdenes le estaban haciendo a su
hijo. Fue mala suerte, ya lo sé. Y el cielo sabe que ella ha sufrido y sufre esa pérdida
tanto como nosotros, quizá incluso más. Pero no puedo evitar pensar…
—Creo que piensas demasiado, Mark. Como Ryder, y quizá también como
Connor. Tenemos que soltar todo ese lastre. Ya es tiempo de hacerlo, ¿no te parece?
Quizá sea ésa precisamente la lección que deberíamos sacar de estas vacaciones.
Mark asintió. Le brillaban los ojos a la luz de la luna.

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¿Podría ella soltar ese lastre? Esperaba de todo corazón que sí. Y lo mismo le
deseaba a Mark. Le tomó la mano y se quedaron en silencio, contemplando el reflejo
de la luna en el mar.

A la mañana siguiente, Becky se llevó a los chicos a la excursión que había


reservado desde casa: una salida a una playa privada en la isla desierta de Gibbs
Cay. Al principio se había sentido algo reacia a abandonar la comodidad del barco,
pero Connor había insistido en ver las rayas marinas. Y su expresión de entusiasmo
había acabado con sus vacilaciones.
Lo que no sabía cuando abordaron la gabarra era que Dylan estaba a cargo de la
excursión. Curioso. Era casi como el famoso colgante estuviera obrando una magia
especial para juntarlos a cada momento…
Se dirigió a la proa de la gabarra con Connor, ya que tanto Sarah como Laura
insistieron en quedarse en la popa, al lado de Dylan. Al parecer les encantaba estar
cerca de él. Y a ella también, si era sincera.
Había unas cincuenta personas en la embarcación, de las cuales unas quince
eran niños. Una vez en la isla, el equipo del barco instaló unas mesas con comida y
bebida y después Dylan los instruyó sobre cómo acercarse a una raya sin asustarla y
provocar su ira.
Becky estaba admirada del color turquesa del agua y del verde exuberante de la
vegetación. Era uno de los lugares más bellos que había conocido nunca. Sacó su
cámara digital y tomó algunas fotografías de la isla, con una de Dylan mientras se
dirigía al grupo. Como recuerdo, para cuando volviera a casa. Al menos tendría una
foto del hombre más guapo del crucero…
Las rayas se acercaron a la costa, de manera que la gente pudo tocarlas y
acariciarlas. Las mayores guardaban las distancias, mientras que las pequeñas se
acercaban a las aguas menos profundas como esperando a que alguien se pusiera a
jugar con ellas.
—A mí no se me acercan —rezongó Connor después de estirar en vano la mano
hacia una de ellas.
—Vamos, Connor. Necesitas intentarlo otra vez —la animó Laura—. Quizá esa
raya en especial esté teniendo un mal día —dijo mientras deslizaba la mano por el
lomo de otra pequeña raya que había vuelto a por más caricias.
—No quiero —replicó, clavando los talones en la arena.
Sarah se encontraba al lado de Laura, con cara de asustada. Antes de que Becky
pudiera acercarse a rescatarla, Dylan se acercó a ellas e hizo reír a la pequeña.
Segundos después se había metido en el agua y estaba acariciando a una cría de raya.
Becky pensó que a Dylan se le daban increíblemente bien los niños: parecía que
sabía lo que tenía que hacer o decir en cada momento para ahuyentar sus miedos.
Excepto con Connor. Aunque precisamente a ella le sucedía lo mismo.

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—Mira, Connor, es muy fácil —gritó Sarah a su hermano—. Les gusta que las
acaricien…
Pero Connor la ignoró mientras se dejaba caer en la arena con gesto de mal
humor. Becky se apresuró a sentarse a su lado.
—¿Qué pasa, Connor? Yo creía que tenías ganas de ver a las rayas.
—He cambiado de idea. Son feas y tontas.
—Oh, yo creo que son bastante bonitas. Y a mí me parecen muy listas.
—¿Ah, sí? ¿Y eso?
—¿Has visto cómo nadan? Tienen un gran sentido de la coordinación.
—¡Bah! —exclamó dando una patada en la arena, como si estuviera enfadado
con algo.
—¿Qué pasa, cariño? Dímelo —intentó acariciarle el pelo, pero él se apartó.
—No pasa nada. Simplemente no me gustan las rayas. Quiero volver al barco y
jugar al golf con el abuelo.
—Lo siento, cariño, pero nos hemos apuntado a esta excursión, así que no
podremos irnos hasta que termine.
Se quedó callado por unos segundos, probablemente reflexionando sobre su
falta de opciones.
—Está bien, mamá. No te preocupes. Me quedaré aquí a veros y ya está. Pero tú
vete con ellos: Sarah dijo que quería enseñarte a acariciar a las rayas —y le dio la
espalda, replegándose nuevamente en su mundo.
Becky no sabía qué hacer para distraerlo o animarlo un poco. En momentos
como aquéllos, se sentía completamente inútil como madre. Últimamente, cuando
Connor tomada una decisión, nada ni nadie era capaz de disuadirlo. Había
desarrollado una testarudez que casi la asustaba. Se había resistido hasta ese
momento, pero cuando volvieran a casa, tendría que llevarlo a un psicólogo.
—Mami, ven a acariciarlas. Son muy suaves, como de goma. Venga, mami, yo
te enseñaré —hasta ellos llegó la voz chillona de Sarah.
Becky se inclinó para darle un beso en el pelo a su hijo.
—¿Seguro?
—Estoy bien, mamá. De verdad.
Al menos ahora parecía algo más animado.
—Bueno, me iré un rato con ellas y luego volveré contigo —y se levantó para
reunirse con Laura y con Sarán.
Sarán estaba ocupada enseñando a un pequeño de su edad a acariciar a una
raya, lo cual la hizo sonreír. Justo en aquel instante apareció Dylan a su lado.
—Si no tengo cuidado, Sarah me quitará el trabajo. No le tiene miedo a nada,
¿verdad?

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Le sonrió. Era un hombre muy guapo, y le despertaba sensaciones que había


creído muertas con Ryder, emociones a las que se había resignado a renunciar. Pero
allí estaban, amenazando con derretirla por dentro. Y cuando accidentalmente le
rozó un brazo con el suyo, fue como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Le
gustaba la sensación, y quería más…
—Creo que en eso ha salido a mí.
—Ya lo sospechaba. Mírala… —señaló a Sarah. En aquel momento estaba
instruyendo a todo un grupo de niños sobre la mejor manera de acariciar a una raya,
animándolos cuando lo hacían bien y reprendiéndolos amablemente cuando no.
Becky sonrió e incluso soltó una carcajada cuando vio a Sarah tomar a un niño
de la mano y llevarlo al borde del agua, al encuentro de una raya. Se apresuró a sacar
un par de fotos.
—¿Sabías que estás guapísima cuando sonríes? —le dijo de pronto Dylan,
sorprendiéndola—. Ya me di cuenta la otra noche, pero… temía decírtelo. A bordo
tenemos reglas muy estrictas sobre el trato entre tripulantes y pasajeros, pero dado
que no estamos en el barco…
Y volvió a sonreír con aquella sonrisa que le hacía flaquear las piernas y anhelar
besarlo… Se aclaró la garganta, procurando desterrar aquella imagen. No sabía qué
decir.
De repente, uno de los ayudantes de Dylan le hizo señas para que se acercara.
—Me llaman. ¿Crees que podríamos seguir con esta conversación… más tarde?
—Tal vez —respondió ella sin pensar.
Dylan se alejó para reunirse con su ayudante. Becky pensó que era como si
estuviera embrujada, hechizada. Para ser sincera, le habría encantado continuar
hablando con él, sin que nadie los interrumpiera. Seguir allí sentada, a su lado, en la
arena. Quería llegar a conocerlo mejor, sus gustos, aficiones, sueños y objetivos. Y
también quería compartir los suyos con él.

Durante la siguiente media hora, Dylan estuvo viendo jugar en el agua a Sarah
y a Becky. Por supuesto, ayudó a los otros niños y pasajeros cuando fue necesario,
pero su atención estuvo principalmente concentrada en Becky y en su hija. Se
llevaban maravillosamente bien: reían, bailaban, corrían… e incluso consiguieron
que los demás disfrutaran tanto del agua y de las rayas como ellas.
A excepción de Connor, que incluso se atrevió a meterse con Sarah:
—¿A quién le importa que sepas acariciar a una raya? Es un pez muy estúpido.
—Connor, por favor, no te burles de las rayas —le pidió Becky—. Acabarás
hiriendo sus sentimientos.
—Ellas no pueden entenderme, mamá. Con Sarah puedes utilizar esa técnica,
pero conmigo no. Quiero volver al barco. Todo esto es una tontería. ¡Lo odio!

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Dylan no pudo evitar intervenir. Connor parecía estar perdiendo el control.


Sabía que el chico estaba dolido y lo compadecía profundamente.
—¡Eh, amigo! Dentro de unos minutos nos marcharemos. Hasta entonces…
¿querrías ayudarme a cargar la gabarra?
Por un instante pareció que Connor iba a aceptar, pero entonces apareció Becky.
—Ya me encargo yo.
Dylan la ignoró.
—Pero él quiere echar una mano, ¿verdad, Connor?
Connor miró a su madre.
—Quiero volver al barco.
—¿Hay alguna manera de abandonar esta isla ahora mismo? —inquirió Becky
con tono triste y resignado.
Dylan apenas pudo contenerse. Quería decirle a Becky que no debía ceder tan
fácilmente a las exigencias de su hijo. Conocía bien ese tipo de problemas. El niño
estaba atormentando a su propia madre con su comportamiento.
—¿Estás seguro de que es eso lo que quieres? —le preguntó con mucho tacto.
Becky vaciló por un momento, pero finalmente respondió:
—Sí.
—Entonces veré lo que puedo hacer.
Su agradecida mirada le sirvió de recompensa. Afortunadamente, otra gabarra
se hallaba en camino hacia la isla con el siguiente grupo de pasajeros, más tres
miembros del equipo. Tan pronto como llegó, lo dispuso todo para que embarcaran
Becky y los niños, junto con Laura. E hizo extensiva la invitación a cualquier otro
pasajero del primer grupo que quisiera marcharse.
Dylan delegó el mando de la excursión en sus compañeros y subió también a la
gabarra. Laura se sentó a su lado, en la popa, mientras Becky y los crios se instalaban
en un banco de la pepa.
—Connor no siempre ha sido así —informó Laura a Dylan una vez que se
pusieron en camino—. Antes solía ser mucho más divertido.
—Según Sarah, ya no lo es.
Laura sonrió.
—Era capaz de bucear un montón de metros. Su sueño era entrar en el equipo
infantil olímpico de buceo. Su padre y él solían practicar a la menor oportunidad que
tenían. Incluso un entrenador llegó a interesarse por él.
Dylan pensó que era indignante que un padre pudiera desaparecer de la vida
de su hijo de esa manera.
—Ya sé que no es asunto mío, pero… ¿cuánto tiempo hace que tus tíos se
divorciaron?

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—¿Quién te ha dicho eso?


—Sarah me dijo que su papá se marchó y yo supure…
—Mi tía Becky y mi tío Ryder no se divorciaron. El tío Ryder murió hace un par
de años. Sarah piensa que ahora es un ángel, por eso dice que se marchó… al cielo.
Dylan sintió que se le desgarraba el corazón cuando vio a Becky sentada entre
sus dos pequeños. Ahora entendía toda la hostilidad que Connor arrastraba consigo.
Y la inmensa tristeza que leyó en los ojos de Becky el primer día de crucero.
No sabía si podría ayudarlos, ni cómo. Sólo sabía una cosa: que quería hacer
algo por aquella familia.

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Capítulo 6
—¿Qué tal estoy? —preguntó Becky a Sarah mientras se miraba en el espejo de
cuerpo entero del armario.
—Date la vuelta —le pidió Sarah.
Así lo hizo. Llevaba el vestido azul turquesa, y aunque había engordado algo
desde la primera vez que se lo puso, le quedaba muy bien. Aquel tipo de tela se
ajustaba perfectamente a su figura.
No había querido ponérselo, pero Sarah había insistido.
—Estás preciosa, mami, pero deberías ponerte mi horquilla para el pelo, la de la
mariposa azul. Haría juego con el vestido y las mariposas son muy bellas, como tú.
—Me encantaría llevarla, cariño.
—Voy a buscarla —y partió en su busca.
Estelle había planeado una fiesta privada de Navidad, en el Salón Polaris, de la
cubierta seis. Hacía meses que había empezado a prepararla, dada su legendaria
capacidad de planificación. Sarah estaba entusiasmada, pero Becky y Connor más
bien la temían. Becky le había prometido solemnemente que no se quedarían más de
un par de horas.
Sarah volvió con su horquilla.
—Toma, mamá. Así podrás recogerte todo un lado de la melena.
Becky siguió las indicaciones de su hija y se la puso. No era muy aficionada a
aquel tipo de adornos, pero sabia lo mucho que significaba para Sarah.
—¿Qué tal?
—Perfecto. Pareces la diosa de la luna. Sobre todo cuando te pongas el colgante.
—Pero yo creía que íbamos a dejar descansar el colgante esta noche…
Becky quería ponerse su perla negra. El colgante estaba empezando a irritarle la
piel, además de que prefería no llamar la atención de los pasajeros.
—Oh, pero tienes que llevar el colgante. A la diosa de la luna no le gustaría que
no te lo pusieras.
Tenía una carita tan dulce y una expresión tan inocente, de pie ante ella y
ataviada con su vestido de terciopelo negro y tafetán blanco… Becky no pudo
negarle. Sacó el colgante de un cajón y se lo puso. Y lo que ocurrió a continuación no
pudo menos que sorprenderle. Se descubrió a sí misma esperando que el famoso
colgante obrara su magia aquella noche y que, de alguna manera, Dylan apareciera
en la fiesta. Se moría de ganas de continuar con la conversación que habían
empezado aquella tarde en la isla.
—¿Y ahora?

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—Ahora sí que estás perfecta. Pareces una princesa de cuento lista para ir al
baile y encontrarse con su príncipe —se abrazó a su madre.
—¿Ya estáis listas las dos? Podemos irnos ya? —grito Connor desde la otra
habitación, amargando un tanto el humor de Becky. La niña lo advirtió de inmediato.
—No te preocupes, mamá. Estás demasiado bonita para ponerte triste. Connor
se alegrará en la fiesta. El abuelo se encargará de ello.
—¿Y eso?
—No seas tonta, mami. Es una sorpresa.

Tracy no podía creer que la hubieran retirado del espectáculo principal para
bailar en una fiesta privada. Esas cosas no eran frecuentes, de manera que
quienquiera que hubiera organizado aquella gala tenía que ser algo más que un
cliente de alto nivel. Al parecer era algo que llevaba meses preparándose. Tracy había
entrado hacía muy poco tiempo, así que no había sabido nada hasta aquella misma
tarde, cuando la bailarina elegida se torció un tobillo y la llamaron a ella para
sustituirla.
Eso sí que era mala suerte.
Había averiguado el nombre de Becky Montgomery por Patti Kennedy y
esperaba localizarla entre el público cuando terminara el espectáculo y se
encendieran las luces. O quizá incluso antes de que comenzara, cuando todo el
mundo fuera entrando.
Sentada frente al tocador, se disponía a maquillarse cuando los ojos se le
llenaron de lágrimas. Incluso en el hipotético y casi imposible caso de que Becky
Montgomery estuviera presente en la fiesta, no había forma humana de que pudiera
llevar un colgante de ese tipo a una fiesta tan formal.
Eso también era mala suerte.

El Salón Polaris había sido convertido en un paisaje invernal. Incluso los


ventanales que daban al mar habían sido espolvoreados con nieve falsa. Guirnaldas y
acebos colgaban por doquier. Un enorme árbol de Navidad se alzaba en una esquina,
completamente engalanado y cargado de regalos. Mesas con todo tipo de manjares
estaban dispuestas al fondo. Luces brillantes colgaban del techo, semejando estrellas,
y un cuarteto de cuerda ejecutaba villancicos populares.
Estelle no había escatimado gastos para montar una fiesta tradicional navideña
en medio del Caribe. El salón estaba lleno de invitados: a algunos Becky los conocía
de vista, a otros no. No entendía cómo una mujer que se había pasado la mayor parte
de los días encerrada en su camarote podía tener tanta capacidad de convocatoria.

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—¡Qué alegría que hayáis venido! —chilló Estelle mientras se acercaba a Becky
y a los niños, con los brazos abiertos—. ¡Y mis pequeños, qué fabulosos están!
Connor, estás tan elegante con tu traje negro… —se volvió hacia Sarah—. Y, Sarah,
ese vestido es sencillamente una maravilla. Tu mamá siempre ha tenido mucho gusto
para la ropa —por fin se dirigió a Becky—. Querida, estás encantadora… —y se
acercó para susurrarle al oído—: Pero quítate ese colgante tan horrible y chabacano.
Tengo un estupendo collar de zafiros para prestarte: haré que te lo traigan de
inmediato. Por Dios Santo… ¿qué es eso que llevas en el pelo?
Becky la besó en las mejillas mientras se esforzaba por ignorar lo que acababa
de escuchar.
—Y tú estás tan bella como siempre, Estelle.
Estelle llevaba un modelo de su diseñador favorito: un vestido negro de seda y
encaje con un gran escote redondo que le permitía lucir su collar de diamantes y
esmeraldas.
—Gracias, querida.
Mark se hallaba al lado de Estelle, tan elegante como de costumbre con su
esmoquin y su corbata de lazo.
—Estás preciosa, Becky. Y me encanta el collar que llevas —le hizo un guiño.
—Gracias. Es un regalo de la diosa de la luna.
Sarah soltó una risita, mientras Connor ponía los ojos en blanco.
—Por cierto… —dijo Estelle— he planeado algo muy especial para mis dos
nietos cuando lleguemos a San Martín —miró a Connor—. Y tu abuelo tiene algo
especial planeado para ti, querido, sólo que se niega a decirme lo que es —sonrió—.
En cualquier caso, aseguraos de que mamá esté lista mañana por la mañana bien
temprano, con sus gafas de sol, crema protectora y demás parafernalia. Mandaré a
Laura a buscarla.
—¿Qué vamos a hacer, abuela? —inquirió Sarán.
—Es una sorpresa, gatita. Ahora ve a buscar tus regalos. Están debajo del árbol.
Los niños miraron a su madre buscando su aprobación antes de correr hacia el
árbol. Una mujer de cincuenta y pocos años, ataviada con un vestido de satén rojo
brillante, se acercó en aquel momento a Estelle.
—Oh, Mark, cariño, quiero presentarte a Jan Milton. Es la directora ejecutiva de
Ambling Meadow Entertainment, de Los Angeles. Es la responsable de algunos de
esos maravillosos espectáculos que hemos visto en las Vegas. La he invitado para que
nos ayude con la próxima fiesta que quiero organizar en la empresa.
Jan tendió la mano a Mark. Cuando se la estrechó, Becky casi pudo sentir las
chispas que irradió aquel contacto. Desafortunadamente lo mismo le pasó a Estelle,
porque justo en ese instante se desentendió de Jan y fue a saludar al capitán del
barco, Nikolas Pappas, que acababa de pasar al lado en compañía de Patti Kennedy,
la directora del crucero.

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Mark no tuvo más remedio que saludar al capitán y a la directora, ignorando a


Jan. Pero Becky sabía que aquel momento tan mágico ya se había producido… y que
Estelle nada podía hacer para evitarlo.
—Veo que lleva nuestro colgante —le comentó Patti Kennedy.
—Sí, mi hija quería que me lo pusiera.
—Y ha hecho bien. Oh, permítanme presentarles a Thanasi Kaldis, el gerente
del hotel. Dígame, el colgante… ¿le ha traído buena suerte hasta ahora?
—Desde luego. Y la idea me parece genial.
Estelle desvió la mirada y Becky se reprendió mentalmente. Lo cierto era que
había dicho eso para disgustarla. No había podido evitarlo.
—¿De veras? —inquirió Patti.
—Sí, es digna de un genio —se adelantó Estelle—. El juego es delicioso, y yo
estoy contentísima de que mi nuera lo haya encontrado y que además se lo haya
puesto esta noche. Es sencillamente encantador —le comentó a Thanasi, aunque
Becky sabía que estaba hirviendo de furia por dentro.
—Desde luego —convino Thanasi.
De alguna manera, sin embargo, Becky tuvo la impresión de que el gerente del
hotel era de la misma opinión que Estelle.
Luego vio que Mark continuaba saludando al resto de los pasajeros con
distraído entusiasmo. Tenía la sensación de que seguía pensando en cierta mujer
llamada Jan Milton…
Por fin pudo alejarse del grupo para echar un vistazo a sus hijos. Connor y
Sarah estaban sentados en el suelo, al pie del árbol, abriendo sus regalos con sendas
expresiones de absoluto deleite. Se alegraba de no tener que hablar con nadie. En
aquel momento no deseaba otra cosa que pasar desapercibida entre aquella multitud.

Las luces perdieron intensidad mientras Tracy y las otras tres bailarinas
ocupaban sus posiciones en la pequeña pista de baile. Su actuación era una versión
reducida de la que ejecutaban a diario en el teatro, sólo que en esa ocasión lucían
vestidos azules de gasa en lugar de las mallas y lentejuelas habituales. Sus parejas
también vestían más formalmente, con camisa y pantalón negro.
Tan pronto como salió a la pista, Tracy barrió la sala con la mirada en busca del
famoso colgante, aunque no tenía muchas esperanzas. Por culpa de ello llegó a
perder el paso un par de veces, distraída. Sin embargo, llevaba tanto tiempo bailando
aquel tipo de swing que no le costó trabajo disimular y recuperarse. Ni siquiera su
pareja se dio cuenta.
El colgante no aparecía por ninguna parte.
Hasta que vio a una mujer al fondo de la sala con un collar de plata. Era
idéntica a la que había visto la otra noche en los ascensores. ¿Sería Becky

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Montgomery? Tracy no podía estar segura. Esa vez había equivocado completamente
el paso, pero su pareja la hizo girar para disimular el error.
—Quédate aquí conmigo —le susurró él.
Tracy asintió. Pero tenía el corazón acelerado y la tensión resultante estaba
afectando a la fluidez de sus movimientos. Cuando volvió a echar un vistazo en la
misma dirección, ya no vio nada. El número se le estaba haciendo interminable.
Por fin, después de unas cuantas vueltas más y un cambio de ritmo, terminó. La
audiencia estalló en aplausos mientras Tracy se esforzaba por localizar a Becky
Montgomery. Ya no estaba.

—Me preocupa mi madre —le dijo Laura a Becky una vez que terminaron los
aplausos.
—¿Por qué?
—Porque Bob está muy nervioso y la abuela y él llevan toda la tarde
cuchicheando.
—Bueno, quizá estén planeando alguna excursión… No tiene por qué estar
necesariamente relacionado con tu madre.
—Vamos, tía Becky. Tú sabes tan bien como yo que la abuela lleva intentando
casar a mi madre desde que se divorció de mi padre.
—Bob parece un buen tipo —mintió Becky.
Laura se la quedó mirando fijamente.
—Estás hablando conmigo, no con mi madre.
Becky no quería entrometerse en aquel asunto, sobre todo cuando no ejercía
ninguna influencia ni sobre Kim ni sobre Estelle, para no hablar de Bob. Si se
entrometía, lo pagaría caro. Además de que su verdadero objetivo era mantener un
ambiente de cordialidad durante el resto del crucero.
—Quizá deberías concederle el beneficio de la duda. A tu madre parece que le
gusta.
—Sí, está bien como amigo, pero no como marido. Me moriría si se casara con
él.
—¿Quién dice que van a casarse? Creo que te estás apresurando a sacar
conclusiones.
Justo cuando acababa de pronunciar esas palabras, Bob se situó en el centro de
la pista y agarró un micrófono.
—Damas y caballeros, me gustaría anunciarles algo.
Un rumor expectante se alzó en la sala.
—Oh, Dios mío, te lo dije —susurró Laura—. Aquí viene…

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—Sé que puede que no sea ni el momento ni el lugar apropiado —continuó


Bob—, pero tengo algo que proponerle a Kim Montgomery, y si no me salgo con la
mía, puede que necesite el apoyo emocional de algunos de vosotros…
Se oyeron risas. Laura se había quedado pálida y Becky le pasó un brazo por la
cintura.
—Kim, si aún sigues en la sala, acércate por favor.
—No, mamá… por favor, márchate —musitó Laura.
Pero Kim se reunió con Bob, seguida de Estelle. Cuando le tomó una mano, Bob
clavó una rodilla en tierra.
—Oh, Dios, no, no, no… —Laura estaba casi frenética. Becky la sostuvo con
fuerza.
—Kim Montgomery —empezó Bob—, te he amado desde el primer momento
en que te vi. Eres la mujer más hermosa y cariñosa que he conocido nunca.
—No lo hagas, mamá, no lo hagas… —musitaba Laura.
Pero Bob siguió adelante:
—Si fuera tu marido, sería el hombre más feliz y afortunado del mundo —sacó
un anillo que pareció impresionar a Kim—. Kim Montgomery, ¿quieres casarte
conmigo?
Un denso silencio se abatió sobre la sala, como si todo el mundo hubiera
decidido contener la respiración a la vez. Becky alcanzó a vislumbrar la mirada de
confusión que asomó a los ojos de Kim.
Laura cerró los ojos mientras rezaba en silencio. Kim se volvió ligeramente para
mirar a su madre. Y en aquel instante Becky supo sin ninguna duda que la última
palabra de aquel asunto no la tenía su cuñada.
—Sí —pronunció Kim en un murmullo apenas audible—. Sí, me casaré contigo.
La sala estalló en vítores y aplausos. Laura se dirigió directamente hacia su
madre. Becky intentó detenerla, pero su sobrina fue más rápida. Echó a correr tras
ella con la intención de alcanzarla.
—Mamá, no puedes hacer esto —le dijo Laura a su madre lo más discretamente
que pudo.
—Cariño, ya hablaremos de esto en otra ocasión —repuso Kim, tensa.
—¿Cómo puedes casarte con un hombre que le cae mal a tu propia hija?
Aquella información era nueva hasta para Becky.
—No seas tonta, cariño… Bobby te quiere como si fueras su hija —musitó
mientras recibía las felicitaciones y parabienes de los presentes.
—Disculpa, pero llevo toda la tarde esperando a bailar con la chica más bonita
de esta fiesta. ¿Puedo? —le propuso Dylan a Laura, apareciendo de pronto a su lado.

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Allí estaba, justo delante de Becky, como recién caído del cielo para acudir en
rescate de Laura.
Soltó un profundo suspiro, sorprendida y eufórica al mismo tiempo. Vestido de
chaqueta azul y pantalón blanco, Dylan estaba más guapo que nunca, y Becky casi se
alegró de que en aquel momento estuviera bailando con su sobrina y no con ella.
Necesitaba un mínimo de tiempo para acostumbrarse a la idea de que aquello con lo
que tanto había fantaseado… se había hecho realidad. Dylan había aparecido en la
fiesta de Estelle.
Laura parecía toda una princesa, con su vestido de satén, bailando al son de la
vieja balada Just the way you look tonight, versión de Frank Sinatra. Por cierto, una de
las favoritas de Becky.
Laura parecía contenta y relajada mientras su madre y Bob representaban su
papel de pareja feliz. Becky perdió de vista a los bailarines cuando se perdieron en la
multitud.
—¿Champán? —le ofreció una camarera, acercándole con una bandeja.
—Sí, gracias —recogió una copa.
Mientras saboreaba su bebida, reflexionó sobre Dylan y su capacidad para
cambiar el humor de Laura en cuestión de segundos. Aquel hombre era un
verdadero mago. Y a ella tampoco le habría importado caer bajo su hechizo.
—¿Me concede este baile, señora Montgomery?
Becky oyó la voz de Dylan a su espalda y se volvió. Efectivamente, era todo un
mago.
—Mi pareja me ha dejado plantado por un hombre mucho más joven. Y a no ser
que quiera que quede marcado para siempre por semejante desengaño… —sonrió—
tendrá que rescatarme con un baile.
Por un instante se sintió tentada de rechazar, pero la camarera de la vez anterior
volvió a pasar a su lado y Dylan le quitó la copa de la mano para depositarla sobre la
bandeja. Acto seguido, la tomó de la cintura… y Becky se olvidó de todo lo demás.

A Tracy se le aceleró el corazón viendo cómo Dylan dejaba la copa sobre su


bandeja, sin dignarse a mirarla. Casi había resultado demasiado fácil. Le había
cambiado la ropa a una compañera camarera que ardía de impaciencia por reunirse
con su amante en el bar de tripulantes y, en cuestión de minutos, había localizado a
Becky Montgomery… con su famoso colgante.
Como se trataba de una fiesta privada, la plantilla de camareros había sido
escogida a partir de las de los otros restaurantes, así que los organizadores no
conocían todas las caras, para fortuna de Tracy.

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Para su absoluta sorpresa, había tenido éxito mucho antes de lo esperado. Y no


sólo eso: ahora tenía una cara que asociar con el colgante y con el nombre de la
señora Montgomery, gracias a Dylan, al que conocía del bar de la tripulación.
Lo único que tenía que hacer ahora era robar aquel colgante del camarote de la
señora Montgomery. O arrancárselo de su precioso cuello aprovechando algún
momento de descuido, mientras paseaba de noche por cubierta…
Con tal de recuperar a su hijo, estaba dispuesta a hacer lo que fuera.

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Capítulo 7
Hacia el final de la velada, Becky se sentía algo más que aturdida. Para no
hablar de que se estaba enamorando de Dylan. No podía saber si era por la magia del
colgante o por la de su encanto, que la había cautivado. La conversación había fluido
fácilmente mientras bailaban. Y luego, cuando se sentaron y se pusieron a hablar de
mil temas a la vez, fue casi como si se conocieran de toda la vida.
Se había olvidado de lo maravilloso que era estar en los brazos de un hombre.
Y, sin embargo, en el fondo seguía sin conseguir relajarse del todo. ¿Por qué no podía
dejarse arrastrar por el momento y disfrutar simplemente de la compañía de Dylan?
Para cuando la fiesta estaba terminando, Dylan y ella se habían escabullido a
una esquina del salón, para seguir bailando a la luz de la luna que entraba por los
ventanales.
—¿Te he dicho ya lo preciosa que estás esta noche?
Becky se ruborizó. Se estaba comportando como una colegiala y, si no tenía
cuidado, acabaría practicando «sexo bajo las estrellas» antes de que terminara aquella
noche.
—Vamos. Seguro que se te ocurre una frase mejor —intentó bromear.
—Está bien. Eres tan bella que me haces perder el control de lo que creía
controlado… y desear arriesgarlo todo por un beso.
Su expresión la convenció de que estaba hablando en serio. A esas alturas,
Becky se estaba derritiendo por dentro. Tuvo que recordarse que estaban en un lugar
público. Sus hijos estaban allí, Estelle también. Y probablemente el capitán acabaría
multando a Dylan por haberse permitido un trato tan íntimo con una pasajera.
Nada podría suceder entre ellos. Ni besos ni caricias. Solamente aquel baile.
Que, por cierto, debía de haberle causado palpitaciones a su suegra.
—Está mejor, pero yo diría que aún lo puedes superar —se burló, forzando un
tono ligero.
En un instante determinado llegó a tensarse tanto que Dylan lo notó y la apartó
levemente para mirarla.
—Ah, ya entiendo. Crees que lo que quiero es llevarte a la cama.
—Yo… no… Sólo…
Cesó la música y Dylan la soltó. Su expresión cambió de pronto.
—Es tarde y mañana será un día de mucho trabajo. Gracias por una velada tan
agradable.
Becky quiso retenerlo, pero para entonces ya se había marchado.
Probablemente había sido lo mejor, porque de lo contrario habría terminado
haciendo el ridículo.

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Estaba tan mareada que, si no se sentaba pronto, caería redonda al suelo. Laura
acudió en su rescate.
—Tía Becky, no tienes buen aspecto.
—Es curioso. Hace unos segundos estaba estupendamente.
—Creo que deberías sentarte —la acercó a un cómodo sillón.
—Buena idea —se sentó por fin—. ¿Te importaría ir a buscar a Sarah y a
Connor? Creo que ya ha sido suficiente diversión por un día.

Cuando Becky Montgomery abandonó la fiesta, Tracy quiso seguirla, pero no


tuvo más remedio que quedarse hasta el final para seguir haciendo de camarera. Se
quedó molesta por ello hasta que vio a Bob, el prometido de la velada, sentado solo
en la barra del bar ante un doble de bourbon. Durante toda la velada la había mirado
a ella y al resto de las chicas de una manera especial, que le había hecho sospechar
que podría ser un buen candidato para sonsacarle información.
El corazón le martilleaba en el pecho cuando pensaba en su hijo y en todo lo
que tendría que hacer para conseguir aquel colgante. Procuró dominarse. Necesitaba
permanecer tranquila, relajada. Todo dependía de ello.
Una vez terminada la fiesta, siguió a Bob hasta la cubierta y se apoyó en la
misma barandilla, disimulando. Si Las Vegas le había enseñado algo, había sido a
reconocer a los tipos como aquél. Hombres dispuestos a vender a su madre con tal de
estar con una mujer atractiva.
—Bonita noche —dijo Bob, para entablar conversación.
Tracy lo miró, asintió con la cabeza y continuó contemplando el mar. Estaba
segura de haber acertado con el tipo.
Segundos después, Bob se apartó de la barandilla para acercársele…
demasiado.
—¿Tiene fuego?
—Sí —sacó su encendedor, satisfecha.
Le encendió el cigarrillo. La llama iluminó los toscos rasgos de su rostro,
descubriendo una dureza que le dio escalofríos.
Él le ofreció un cigarrillo. Tracy lo aceptó y le dejó su encendedor para que se lo
encendiera. Bob así lo hizo y se lo devolvió con una sonrisa.
Ya lo tenía.
Charlaron durante el rato sobre la noche, el crucero, el espectáculo de baile y las
actividades del barco, lo que le facilitó a Tracy la entrada perfecta.
—He visto que una de las mujeres de la fiesta llevaba el colgante de plata.
Parece que se ha metido a fondo en el juego.

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—Bueno, Becky es así. Haría cualquier cosa que le pidieran sus hijos.
Probablemente la habrán convencido de que duerma con el colgante puesto, para
atraer la buena suerte.
—Quizá sea lo mejor. Podría valer una fortuna.
Bob esbozó una mueca desdeñosa.
—¿Esa pieza de bisutería? Cualquiera puede ver que no vale nada.
—Tal vez. Pero existe la posibilidad de que contenga un valioso diamante.
—No puede ser —se volvió para mirarla. Estaban muy cerca—. Mi suegra huele
los diamantes a kilómetros. Créeme, si esa cosa valiera algo, ella se le hubiera echado
encima como las moscas sobre la miel.
Tracy dio una larga calada a su cigarrillo mientras reflexionaba sobre su
siguiente frase.
—¿Sabías que una red de traficantes de antigüedades estuvo operando en este
mismo barco durante una serie de viajes por el Mediterráneo?
—Algo leí en la prensa, pero no le presté mucha atención.
—Permíteme que te ponga al tanto de los detalles…
Y, durante los siguientes veinte minutos, se lo contó todo. Le habló de que el
plan original había sido acusar falsamente a Elias Stamos, el propietario del barco, de
traficar con antigüedades griegas y romanas. Luego estaba Mike O'Connor, que bajo
su falsa condición de sacerdote había introducido varias piezas a bordo para
disimularlas entre las imitaciones con que ilustraba sus conferencias. O'Connor y el
primer oficial, Giorgio Tzekis. habían adquirido sus propias piezas para sacar una
rentabilidad suplementaria a su periplo mediterráneo.
—El asunto quedó resuelto y zanjado en el último crucero por las islas griegas,
cuando la policía griega y la italiana, el FBI y la Interpol abordaron el barco y
encontraron las piezas. Stamos quedó limpio y el falso sacerdote y el primer oficial
del barco, junto con la antigua amante, se encuentran actualmente entre rejas. Por
una larga temporada.
—¿Y qué tiene que ver eso con el colgante? —preguntó Bob.
—El colgante estaba entre las imitaciones que desechó la policía. ¿Pero y si toda
aquella bisutería de plata escondiera algo muchísimo más valioso? Ese diamante
podría valer una fortuna.
Estaba jugando con el factor codicia. Un factor que se hallaba bien presente en
un hombre como Bob, al que no le importaba casarse con cualquier mujer siempre
que tuviera los bolsillos bien llenos. Su interés estaba creciendo por momentos.
—¿Así que tú crees que ese estúpido colgante esconde un diamante de verdad?
¿Cuánto podría valer esa piedra?
—Es un diamante rojo —improvisó Tracy, ya que en realidad no tenía ni idea
de cómo era ni lo que podía costar—. Cada quilate de estos diamantes vale unos dos
millones. Parece que éste en concreto es de cinco quilates.

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Bob ni pestañeó. Su rostro no registró emoción alguna. Por un instante, Tracy


no supo qué pensar.
—Ya, claro —rió—. ¿Y cómo es que nadie lo ha denunciado a las autoridades?
—De eso se trata precisamente. Todo el mundo está convencido de que es una
simple pieza de bisutería. Incluso pasó desapercibido a la policía.
—Pero tú no lo crees. ¿Por qué?
—Digamos que tengo acceso a información privilegiada.
—¿Y me has elegido a mí para compartir ese privilegio? ¿Qué podría evitar que
ahora mismo fuese con el cuento a la policía o incluso que intentase quedarme con el
diamante?
—Nada. Aparte de la corazonada que tengo de que tú no estás realmente
enamorado de Kim Montgomery.
—¿Por qué dices eso?
—Porque ahora mismo estás aquí, hablando conmigo, cuando deberías estar en
la cama con tu prometida, la noche de tu compromiso —se le acercó—. Y porque sé
que preferirías acostarte conmigo antes que con ella.
Sabía que estaba corriendo un gran riesgo, pero no tenía otro remedio. Bob la
miró de arriba abajo.
—Te gusta moverte rápido, ¿eh?
—No disponemos de mucho tiempo.
—¿Cómo esperas que averigüemos si ese diamante está dentro o no de ese
colgante?
Tracy ya lo tenía. Había utilizado la palabra clave: «nosotros».
—Tengo un contacto en Santo Tomás —mintió—. Él podrá examinar a fondo el
colgante. Estaremos tres días atracados allí, y si tú pudieras apoderarte de él…
bueno, creo que eso podría marcar el comienzo de una bonita amistad.
Llamaría a Salvatore para que él o uno de sus matones hiciera el cambio en la
isla: el colgante por su hijo. Funcionaría. Tenía que funcionar. Lo único que
necesitaba era que Bob robara el colgante por ella. Así de sencillo.
—Tendrás que disculparme, pero tengo que volver con mi prometida. Me está
esperando —sonrió mientras le acariciaba la espalda con una mano, desde la cintura
hasta el cuello. La caricia le provocó náuseas—. Ya seguiremos hablando.

—Pero yo no quiero nadar con delfines —protestó Connor, plantado frente a la


cama de su madre y vestido con su pijama—. Es una tontería. Prefiero jugar al golf
con él abuelo.

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Sarah, que en algún momento del amanecer se había subido a la cama de su


madre, asistía a la escena. Becky no estaba de humor para soportar las protestas de
su hijo. Se había levantado con dolor de cabeza y la poco maternal tentación de
abandonarlos en manos del primer adulto con quien se tropezara en cubierta.
—El golf sí que es una tontería, Connor —replicó Sarah—. ¿Qué sentido tiene
pasarse todo el día golpeando una pelotita? Lo que pasa es que te gusta llevar
siempre la contraria…
—No es verdad.
Becky aprovechó aquel comienzo de discusión entre sus hijos para entrar en el
cuarto de baño y tomar una buena ducha caliente. Mientras el agua resbalaba por su
cuerpo, los sucesos de la noche anterior empezaron a desfilar por su mente. Estaba
segura de que, de alguna manera, había conseguido ofender a Dylan… pero no sabía
exactamente cómo ni por qué. Lo único que recordaba era haber estado en sus brazos
para luego, al minuto siguiente, verlo alejarse de ella. Sin haberle dado siquiera un
beso de buenas noches…

Cuando su móvil sonó a la mañana siguiente, Dylan sabía que sólo podía ser
una persona: su hermano mayor. Bear. Se sentó en la cama.
—Eh, hombre. ¿Qué pasa?
—Llevo dos días intentando hablar contigo —la áspera voz de Bear resonó en
su oído, con aquella mezcla de acento inglés e irlandés tan característica de la región
de Newfoundland. Un peculiar acento que Dylan se había esforzado por disimular.
La voz de Bear le recordó también a su padre. Su acento era tan cerrado que a
veces incluso al propio Dylan le costaba entenderlo.
—Sí, este teléfono sólo funciona cuando estamos atracados.
—Deberías conseguirte otro más potente.
—Pero entonces tendría que hablar contigo más a menudo.
Bear se echó a reír.
—Ya te gustaría.
—¿Dónde estás?
—Viendo tu barco ahora mismo.
Se le encogió el estómago. Sabía que en algún momento de aquel crucero
tendría que ver a su hermano, pero no había esperado que fuera tan pronto.
—No sé si podremos vernos hoy. Tengo que encargarme de un par de
excursiones.
En realidad solamente tenía una, pero si se lo decía a Bear, no tendría más
remedio que verlo enseguida.

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—No voy a estar más que un día. Luego saldré para Santa Lucía tienes que ver
el Good Hope. Está en mejores condiciones que nunca, y todo gracias a ti, hermanito.
Dylan sabía que tenía que pasar el mal trago, pero el pensamiento de volver a
subir al pesquero de su padre le resultaba sencillamente insoportable. Sabía que Bear
lo había restaurado. Él mismo le había enviado el dinero necesario para las
reparaciones, pero lo cierto era que no quería volver a verlo.
—No puedo. Hoy no. Lo siento. Lo dejaremos para mi siguiente crucero.
—Vas a tener que verlo en algún momento, hermanito. Además, tienes que
escuchar los planes que tengo de montar nuestro propio negocio allá, en casa. Creo
que ahora sí que podremos hacerlo. Los hermanos O'Brien han abandonado sus
excursiones de avistamientos de ballenas. Es nuestra oportunidad para aprovechar la
próxima temporada.
Desde que empezó a reparar el pesquero, Bear había estado intentando
convencer a Dylan de que se asociara con él en un negocio de excursiones turísticas
por la región.
Pero Dylan no había querido saber nada de ello, ya que aquel lugar estaba
demasiado cargado de recuerdos… tristes. Hacía diez años que se había marchado y
desde entonces había tomado la decisión de no volver, pero al parecer eso no
acababa de entrarle en la cabeza a su hermano.
—Sabes perfectamente que no quiero ni oír hablar de volver a casa.
Bear suspiró.
—Sé que no quieres volver a ver este trasto, pero yo sigo esperando a que algún
día cambies de idea. Si lo haces, llámame. Hace tiempo que no nos vemos y te echo
de menos, Dylan. A papá no le habría gustado esta situación. Lo sabes perfectamente
—y colgó.
—¡Maldita sea! —exclamó Dylan, levantándose de la cama.
No solamente su hermano había logrado sacarlo de quicio, sino que se había
despertado pensando en Becky y en lo que ella le había dicho la noche anterior. No
había esperado aquella reacción, sobre todo después de lo que habían compartido. Y
después de que hubiera arriesgado su puesto de trabajo bailando con ella delante de
sus superiores.
Aunque, pensándolo mejor, quizá había tenido perfecto derecho a reaccionar
así. Becky no había podido saber que estaba siendo sincero con ella. A largo plazo,
indudablemente le había hecho un favor. Si hubieran continuado bailando. Patti
habría tenido que amonestarlo oficialmente.
Con lo que, en realidad, debería estarle agradecido a Becky por haber pensado
eso de él. Quizá incluso había salvado su puesto de trabajo. A partir de ese momento,
lo único que tenía que hacer era permanecer alejado de ella durante unos cuantos
días más… y retomar su rutina de siempre.
¿Pero qué diablos iba a hacer con Bear?
***

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Después de dejar a Connor con Mark y de soltarle un sermón de última hora


sobre las virtudes de la cooperación y la colaboración mutua, Becky se reunió con
Laura en su suite y salieron juntas para la Cala de Coral. Su intención era disculparse
con Dylan antes de subir a la lancha.
Hacía una mañana espléndida: no había una sola nube en el cielo y el mar
estaba absolutamente tranquilo. Estaban atracados a una media milla de la bahía
Parquita, en Isla Tórtola, cuyas montañas se recortaban contra el cielo más azul que
Becky había visto en su vida.
Se quedó durante un buen rato apoyada en la barandilla de cubierta,
admirando los colores del cielo y del mar mientras jugueteaba con su colgante. De
repente se dio cuenta de que le encantaba estar en aquel barco, rodeada de gente que
parecía tan feliz como ella. Era la misma sensación que había experimentado años
atrás, cuando viajaba a la playa de La Jolla, en San Diego…
—Venga, mamá. Vamos a perder la lancha y nos quedaremos sin ver los
delfines —protestó Sarah, reclamando su atención.
—Es verdad, deberíamos irnos ya —secundó Laura.
Becky quería esperar un poco más, pero Laura y Sarah tenían razón. Pero
quería ver a Dylan antes de salir para la excursión. Cuando llegaron a la piscina
exterior y no lo vio por ninguna parte, preguntó por él a una de las monitoras de
waterpolo.
—Lo siento, pero creo que hoy tenía una excursión y no volverá hasta la tarde.
—Gracias —dijo Becky, decepcionada.
—Vamos, hay que darse prisa.
Laura tomó a Sarah de la mano y salieron corriendo hacia los ascensores, sin
dejar de reír. Tenían que bajar a la primera cubierta para abordar la lancha que ya las
estaba esperando.
—Tía Becky, ¿por qué estás buscando a Dylan? —le preguntó de pronto Laura
mientras esperaban el ascensor—. Anoche os vi bailando. ¿Es que el famoso colgante
está haciendo por fin efecto?
—No seas ridícula —se apresuró a negar con sospechosa rapidez.
—Vamos, tía Becky. A mí no me engañas.
—Está bien. Creo que ayer le dije algo… quiero decir que me comporté como…
El caso es que necesito hablar con él, eso es todo. Una simple conversación para
aclarar las cosas. Parece un gran tipo, pero yo estoy…
—¿Confusa?
En ese momento llegó el ascensor. Se abrieron las puertas y de repente se
encontraron frente a una decena de personas… incluido Dylan.
***

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Justo cuando había confiado en no ver a Becky Montgomery en todo el día… de


pronto se encontraba apretujado con ella en aquel ascensor abarrotado.
El simple hecho de volver a verla lo había convencido de la inutilidad de sus
esfuerzos. Una sola mirada y volvía a estar enganchado, y esa vez mucho se temía
que irremediablemente. La atracción que sentía hacia ella era demasiado poderosa.
—Mamá te estaba buscando, Dylan —le dijo Sarah. Por la expresión de su
madre, Dylan sospechó que aquélla era una información confidencial que no debería
haberse filtrado—. ¿Por qué no estabas en la piscina, como siempre?
—Es que hoy tengo una excursión, Sarah —intentó ignorar el roce del brazo de
Becky contra el suyo—. Que por cierto, será fantástica.
—¿Vas a jugar con los delfines, como nosotros? —preguntó la niña.
Pero la atención de Dylan seguía concentrada en Becky, que lo estaba mirando
directamente. Y algo más que eso, porque se acercó más a él para susurrarle al oído:
—No recuerdo bien lo que te dije anoche para que te marcharas de esa manera.
Pero, sea lo que sea… no lo dije en serio.
Eso era justamente lo que había deseado escuchar. Tenía razón. Becky sentía
algo por él.
—¿O sea que no ibas en serio cuando me dijiste que me querías? —inquirió a su
vez en un susurro. Decidió burlarse de ella. Le gustaba verla ruborizarse cuando se
sentía algo incómoda. Y quizá en aquel instante se estaba ruborizando por otras
razones. Un hombre nunca debía perder esa esperanza.
La mujer que estaba justo detrás de ellos, provista de una llamativa visera rosa,
unas enormes gafas de sol y una camiseta del mismo color, miró a Becky como
esperando su respuesta. Dylan sabía que aquella mujer la estaba poniendo nerviosa,
pero no quería soltar su presa… todavía.
—Yo, er… ¿dije eso? —tragó saliva.
—¿Cómo puedes jugar así con mi corazón, después de todo lo que hemos
pasado? —seguía susurrando, pero en voz lo suficientemente alta como para que lo
oyera la mujer y no Laura y Sarah, que se habían puesto a charlar sobre delfines.
Becky se puso aún más nerviosa. Estaba intentando recordar todo lo que habían
hablado la noche anterior.
—¿Pero qué pasa con las promesas que me hiciste? —insistió él.
—¿Yo te hice promesas?
Por fin había empezado a darse cuenta de que se estaba burlando. Su expresión
resplandeció de repente.
—Sí. Y por desgracia esas promesas son ahora polvo en el viento y arena en la
playa.
Becky arqueó una ceja.
—Lo siento, pero ya te he dicho que no hablaba en serio.

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El ascensor se detuvo y entró una pareja mayor, con lo que Becky se apretujó
aún más contra él.
Dylan, que podía oler su delicioso aroma, se preguntó si sería perfume o su
fragancia natural. Olía a una mezcla de flores. Lo había olido la noche anterior,
mientras bailaban, pero de alguna manera sólo en aquel momento era consciente de
ello…
En aquel atestado ascensor, lo estaba excitando más que cuando la noche
anterior la tuvo entre sus brazos.
—No sé si podré seguir trabajando en el barco. Me dan ganas de dejarlo todo…
—siguió con la broma, fingiendo un tono triste.
—Tienes que seguir. Los pasajeros te necesitan.
—Sí, la llamada del deber.
Cuando el ascensor volvió a detenerse y entraron tres nuevos pasajeros, Becky
se vio obligada a apretarse todavía más, lo cual encantó a Dylan. Afortunadamente
Sarah y Laura se vieron empujadas más lejos, porque Dylan fue perfectamente
consciente de la presión de los senos de Becky contra su pecho. Y ella no parecía
hacer ningún esfuerzo por apartarse.
Si las puertas del ascensor no se abrían pronto, iba a tener una erección en toda
regla.
—Qué acogedor es esto… —susurró Becky, y a Dylan le entraron ganas de
morirse en ese mismo momento. Debía de ser su castigo por todos los pecados
cometidos.
Ni siquiera podía hablar, así que se limitó a sonreír, asintiendo.
Finalmente, cuando pensaba que ya no iba a poder soportarlo más, las puertas
se abrieron y todo el mundo empezó a salir. Becky y las niñas siguieron al resto de
los pasajeros.
—No sé qué ha pasado en ese ascensor, pero hacía años que no me había
acalorado tanto —le comentó la mujer de rosa a Dylan—. Sigue mi consejo, cariño.
Olvídate de las reglas de comportamiento con los pasajeros. Esa mujer es para ti, te
diga ella lo que te diga. Serías un estúpido si la dejaras escapar.
Y se marchó, abanicándose con su visera.

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Capítulo 8
Minutos después de que la lancha atracara en el muelle y descendieran los
pasajeros, que se dividieron según sus respectivos destinos, Becky y las niñas
subieron a un pequeño autobús verde junto a otras treinta personas. Fue un trayecto
relativamente corto hasta la pequeña laguna donde los delfines amaestrados
esperaban a sus visitantes.
Por el camino, Sarah, que ya había aprendido a imitar la llamada del delfín,
hizo varios amigos entre los niños. Becky había confiado en poder charlar un poco
con Dylan, pero no había contado con su popularidad entre los pasajeros. Una joven
rubia se había retrasado a propósito para poder subir la última y sentarse a su lado,
para no hablar de las cuatro «modelos» que lo atosigaban a cada momento. De vez en
cuando Dylan la buscaba con la mirada y le sonreía, pero lamentablemente estaba
obligado a concentrar su atención en el grupo.
Mientras observaba a la joven rubia que seguía hablando y riendo con Dylan,
Becky no pudo evitar preguntarse por qué parecía estar tan interesado por ella
cuando tenía todas aquellas mujeres a su disposición. No es que fuera fea, ni
desagradable, pero tampoco era precisamente una joven belleza.
De hecho, hasta el incidente del ascensor, no había podido creerse del todo que
estuviera interesado en ella. Becky sabía cuándo un hombre estaba excitado, conocía
el lenguaje corporal… y ciertamente había sentido el calor que había irradiado Dylan.
Y esa vez no había habido champán de por medio.
Además, Becky se había sorprendido de su propia reacción. Hasta ese
momento, se había esforzado por convencerse de que aquella atracción era algo
pasajero, intrascendente. Pero no era así.
La situación era imposible. Por un lado, si lo único que quería era sexo, tenía a
sus hijos consigo y, por mucho que hubiera insistido Lacey, no estaba dispuesta a
dejarse llevar. Habría sido una irresponsabilidad por su parte.
Y por otro lado, si estaba pensando en entablar una relación seria… en realidad
se estaba engañando a sí misma. Dylan trabajaba en un crucero que navegaba por el
Caribe y ella vivía en San Diego. ¿Qué tipo de relación podía fundarse a partir de
esas premisas?
Cuando murió Ryder, había estado segura de que nunca más volvería a
enamorarse de otro hombre. Y ahora se estaba enamorando de Dylan. Apenas lo
conocía, pero aquel hombre tenía algo que le fascinaba. Y no quería renunciar a esa
fascinación.
Al menos por el momento.
***

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La laguna era preciosa. Las exuberantes montañas que se levantaban al fondo y


el color azul celeste del agua eran un verdadero gozo. Sarah y Laura casi no podían
esperar para meterse en el agua, y Becky tampoco.
Los delfines nadaban a su alrededor en grupos de tres a cinco, asomando a cada
momento la cabeza entre chillidos que parecían de salutación y bienvenida. Por
supuesto, Sarah procuraba responderles imitando sus sonidos, para divertimento del
resto de los pasajeros.
Becky capturó aquellas memorables escenas con su cámara.
Dylan y dos ayudantes, una mujer que le resultó vagamente familiar y un
monitor al que no había visto antes, se alejaron unos metros para instruir a otro
grupo. Mientras tanto, el grupo de Becky se sentó en la arena para escuchar las
explicaciones de la monitora sobre el delfín de nariz de botella. Bonnie, una joven de
complexión atlética, guapa y muy bronceada, los hizo reír con sus anécdotas.
—A nuestros delfines les encanta jugar, sobre todo con la gente. No se
sorprendan si se restriegan de pronto contra ustedes…
—¿Cómo sabremos si no les gusta lo que les estamos haciendo? —preguntó
Laura.
—Se alejarán. O bien harán una nube de burbujas, si es que realmente están
enfadados. Ése será el momento de suspender toda actividad, pero si son amables y
delicados con ellos, ellos también lo serán con ustedes. Hoy tendremos una cría de
un año en la piscina. Se llama Molly, y es todo un personaje. Suele quedarse con su
mamá pero, de vez en cuando y sólo si se siente cómoda, salta para que la besen.
—A mí me gustaría besarla —gritó Sarah, gozosa—. Pero… ¿muerde?
—Lo más prudente es no acercar las manos a sus bocas. Los delfines no suelen
morder, y menos a las personas, aunque a veces se rascan entre sí con los dientes: por
eso debemos tener cuidado de dónde ponemos las manos. Pero no se asusten. Son
completamente inofensivos y muy, muy simpáticos.
Mientras Bonnie continuaba hablándoles de los delfines, Becky observó a Dylan
mientras instruía al otro grupo, a unos metros de distancia. Vio cómo ayudaba a una
mujer a ponerse la máscara y el esnórquel, tomándose su tiempo. Luego ayudó a otro
pasajero, y a otro más. Una vez que terminó, comentó algo que hizo reír a todo el
mundo.
Su simpatía y buen humor no era lo único que había llamado la atención de
Becky. Tenía un cuerpo fabuloso, todo músculo. Qué no habría dado en aquel
momento por sentir su pecho desnudo contra el suyo… De repente sintió que le
tiraban de la camiseta.
—Mamá, ¿me estás escuchando? Es hora de meternos en el agua —le recordó,
ataviada con su bañador rojo y un chaleco salvavidas naranja.
—Mmm…?
—Creo que ése colgante finalmente está haciendo efecto… —se burló Laura.

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—¿Qué? —a Becky le costó volver a la realidad—. ¿El colgante? ¿Qué estás


diciendo? No digas… tonterías.
—Llevas mirando a Dylan durante cinco minutos seguidos.
—Vamos, mamá. Ya seguirás mirando a Dylan en el turco. Me muero de ganas
de jugar con Molly.
—No estaba mirando a Dylan —negó Becky mientras se levantaba—. Estaba
admirando la laguna. ¿No es maravillosa?
Laura y Sarah intercambiaron una mirada de complicidad.
—Sí, claro —y se echaron a reír.
—Os estáis equivocando —insistió mientras se tocaba la cadena—. Y este
colgante no tiene ningún poder…
—Se me olvidaba —la interrumpió Laura—. Bonnie nos dijo que debíamos
quitarnos todas las cosas de metal antes de meternos en el agua —se quitó su reloj y
sus pendientes de aro—. Las cosas de valor nos las guardarán en la caseta del
socorrista, si queremos. De todas maneras, no creo que pase nada si las dejamos aquí
mismo, en la playa.
Becky se quitó el colgante y lo guardó en su bolsa blanca de tela, junto con el
reloj y los pendientes de su sobrina.
—No, mami —la reprendió Sarah—. No deberías quitártelo. Podría darte mala
suerte.
—Pero tiene que hacerlo —le recordó Laura—. ¿No has oído lo que ha dicho
Bonnie?
—Sí, pero no podía referirse al colgante de la diosa de la luna.
—Creo que será mejor que me lo quite, no vaya a ser que a los delfines les
gusten los colgantes de plata —dijo Becky—. ¿O creéis que debería correr el riesgo?
Cuando podía, le gustaba que Sarah sacara sus propias conclusiones. Ése era
uno de aquellos momentos.
—Tienes razón, mami. Se pondrían muy malitos si se comieran el colgante,
¿verdad?
—Eso es.
—Pero tan pronto como salgamos, póntelo otra vez enseguida, porque si no, la
diosa de la luna no podrá hacer su magia.
Becky sentía curiosidad por saber lo que su hija estaba esperando que
sucediera.
—¿Qué tipo de magia estamos esperando que haga? Me he olvidado.
—Oh, mami, a veces eres tan despistada…
—Echas de menos a papá, ¿verdad?
La niña asintió con la cabeza.

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—Pero la diosa de la luna no puede traértelo de vuelta, corazón.


—Lo sé, pero quizá pueda encontrar a alguien que se le parezca. Lo echo de
menos, mami.
—Yo también, cariño —la abrazó. La emoción estuvo a punto de abrumarla,
pero se recuperó. Había llorado a Ryder durante meses, y sus lágrimas no podrían
devolvérselo. Además, su hija necesitaba ser fuerte.
—Vamos, chicas —las animó Laura, echando a correr hacia el resto del grupo—.
¡Los delfines nos están esperando!
Sarah se reunió corriendo con su prima mientras Becky dejaba su bolsa de tela
en la arena, junto con el resto de sus cosas. En realidad se alegraba de librarse del
colgante por un rato.
De repente sintió la tentación de guardar la bolsa en el cobertizo. Cambió de
idea, sin embargo, cuando vio que todo el mundo había preferido dejar sus cosas en
la misma playa. No tenía nada que temer, así que decidió dejarlo todo allí y reunirse
con Laura y con su hija, que ya se habían acercado al embarcadero, deseosas de
acariciar y jugar con los delfines.

Por mucho que lo intentaba, Dylan era incapaz de sacarse a Becky de la cabeza.
Y no lo ayudaba en nada sorprenderla de cuando en cuando mirándolo fijamente
mientras trabajaba. Sabía que podía acabar despedido, pero era como la proverbial
polilla que, sin poder evitarlo tendía a acercarse a la llama.
Mientras instruía a su pequeño grupo sobre cómo nadar con los delfines, seguía
pensando en Becky.
De vez en cuando la veía de pie en el embarcadero de madera con la mirada
clavada en los delfines, que saltaban y hacían evoluciones con medio cuerpo fuera
del agua.
Su propio grupo estaba esperando a que los llevara a aguas más profundas para
poder empezar a nadar. Los delfines que iban a ver no estaban amaestrados. Su
misión consistía en enseñarles a observar a los delfines y a nadar a su lado sin
asustarlos.
De repente se le ocurrió algo: si tenía que ver a Bear, ¿por qué no podía llevarse
a Becky y a los niños? Tal vez fuera en contra de las reglas del crucero, pero era su
tarde libre. Parecía la solución perfecta a su dilema, además de que estaba decidido a
conocer en profundidad a Becky y a su familia. Se acercó a sus dos ayudantes.
—¿Os importa esperarme unos minutos? Sólo será un momento.
—Claro —contestó la chica, con algún tono de reserva. Pero Dylan no tenía
tiempo para preguntarle al respecto.
Dejó el grupo en las capaces manos de Joe Bonner. Tracy Irvine, bailarina, era la
chica que se había ofrecido a sustituir a su otra ayudante, que estaba de baja por un

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resfriado. Tracy no tenía ni idea de nadar con delfines, pero era obediente y tenía
buena disposición, así que se la había traído consigo.
Atravesó la playa y, cuando llegó al embarcadero, se dirigió directamente a
Becky, Sarah y Laura.
—¿Señora Montgomery? ¿Podría hablar con usted un momento? —le preguntó
con tono formal, para mantener las apariencias delante de los demás.
Becky acudió a su encuentro. Llevaba un bañador negro que resaltaba su figura
y destacaba sus turgentes senos. Se obligó a mantener la mirada fija en su rostro,
pero su reacción fue instantánea.
—¿Sí?
—Sé que es muy precipitado, y entendería que no quisieras, pero es que…
bueno, tengo muchas ganas de conocerte mejor y la verdad es que me resulta muy
difícil mientras estoy trabajando. El caso es que mi hermano está aquí y me gustaría
invitarte a ti y a las niñas a dar un paseo en nuestro barco esta tarde. Pero lo
entenderé si…
Justo en aquel instante se acercaron dos pasajeros al embarcadero y se quedaron
detrás, a tiro de su conversación. En esas condiciones, no podría facilitarle todos los
detalles a Becky. De hecho, tendría que volver a fingir un tono formal e inventarse
algo creíble.
—Tengo espacio para tres pasajeros más en el viaje de esta tarde al arrecife, y
me preguntaba si le gustaría acompañarnos —era una buena idea. Cerca había un
fantástico arrecife que le encantaría enseñarles—. Se trata de un privilegio
extraordinario por lo del colgante, por supuesto.
—¿Esta tarde?
—Sí —confirmó él.
Becky sonrió y bajó la mirada como reflexionando sobre su invitación… y
Dylan supo sin ninguna duda que iba a aceptar.
—¿Será una excursión de buceo con esnórquel?
—Sí.
—¿Y Sarah? Es demasiado pequeña para bucear con esnorquel en el mar.
Dylan tenía que pensar algo rápido.
—Bueno, hay muchas cosas divertidas que se pueden hacer en un barco…
Se la quedó mirando fijamente. Cada vez le parecía más bella. A plena luz del
sol, pudo distinguir las escasas pecas que le salpicaban la nariz y las mejillas.
—De acuerdo. ¿A qué hora?
—A la una —respondió, encantado.
—Muy bien.

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—Perfecto. Volveré a buscarla dentro de unas tres horas —y se volvió con su


grupo.
Estaba entusiasmado. Ahora lo único que tenía que hacer era llamar a Bear para
avisarlo. No le importaba que pudiera molestarle aquella compañía suplementaria.
Además, si su hermano lo quería tanto como decía… no pondría ninguna objeción.

Tracy observaba a Dylan y a Becky hablando en el embarcadero, pero su


atención estaba concentrada en aquel bolso blanco de tela. Había visto a Becky
quitarse el colgante y guardarlo allí. Ésa había sido su oportunidad perfecta, pero
entonces, de repente, Dylan la había dejado a ella y a Joe a cargo del grupo.
Le habían entrado ganas de ponerse a gritar. ¡Tenía que conseguir ese maldito
colgante si quería volver a ver a su pequeño! Para colmo, en aquel momento estaba a
cargo de un grupo de pasajeros nerviosos que no dejaban de acribillarla a preguntas
que no podía contestar. Además, todo eso era trabajo de Dylan. Él era el experto en
delfines, no ella. Menos mal que estaba Joe para ocuparse del grupo.
Volvió a mirar la bolsa de tela, que seguía en la playa. De repente se le ocurrió
algo.
—Veo que usted sabe mucho de delfines, señor Hughes. Quizá le apetezca
compartir sus conocimientos con el resto de los pasajeros.
Mac Hughes, un profesor de instituto de Ohio, aprovechó al vuelo la
oportunidad y empezó un largo discurso sobre el tema, entreteniendo a los pasajeros.
Tracy volvió a mirar a Becky y a Dylan. Algo estaba ocurriendo entre aquellos dos. A
juzgar por su lenguaje corporal, su relación no era la normal entre un monitor y un
pasajero.
Y luego estaba la fiesta de la noche anterior: Dylan había pasado la mayor parte
de la velada bailando con ella. Por eso Tracy se había apresurado a presentarse
voluntaria para ayudar a Dylan con la excursión, esperando sacar ventaja de la
relación que pudiera tener con Becky, fuera la que fuera. Bob era un buen contacto,
pero tenía su propia agenda, que ella desconocía.
En aquel momento, a la pobre señora Wellington se le cayeron las gafas. Myra
Wellington había querido celebrar su noventa cumpleaños con los delfines: una
ambición perfectamente legítima. El problema era que si Dylan no hubiera salido
corriendo detrás de Becky Montgomery, en aquel instante habría estado ocupado
ayudando a la anciana mientras Tracy se acercaba a aquella bolsa de tela…

Becky y los niños se lo pasaron estupendamente con los delfines.


—Mira, mamá —exclamó Sarah, entusiasmada—. Molly me está dando un
beso.

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Molly, el delfín cría, que era mucho más pequeño que su madre, saltó para
darle un beso y acto seguido le «cantó una canción». Sarah replicó a su vez imitando
sus sonidos y Becky lo grabó todo con su cámara de vídeo.
La laguna estaba dividida en dos secciones: una de aguas poco profundas
donde los visitantes podían acercar a los delfines e incluso nadar con ellos, y otra de
aguas profundas, con un embarcadero desde donde podían contemplar sus saltos y
evoluciones.
Solo había faltado que Connor hubiera cambiado de opinión y se hubiera
reunido con ellos: entonces el día habría sido redondo. A Becky le entristecía que su
hijo se estuviera perdiendo unos momentos tan especiales. Se prometió que, por
mucho que protestara, haría todo cuanto estuviera en su poder para llevarlo a la
próxima excursión.
Por fin terminó la visita a los delfines, para disgusto de Sarah.
—Lo siento, cariño, pero tenemos que ceder nuestro lugar al siguiente grupo,
para que pueda jugar con Molly y sus amigos.
—Pero yo no quiero volver al barco todavía…
Estaba a punto de llorar, pero Becky se guardaba un as en la manga.
—Todavía no vamos a volver. Haremos algunas compra y luego Dylan nos
tiene reservada una sorpresa especial.
Su expresión se iluminó de pronto.
—¿De veras? ¿Qué sorpresa, mami?
—Sí, eso, tía Becky, ¿qué sorpresa? —Laura también estaba muerta de
curiosidad.
—La verdad es que no lo sé. No fue muy explícito, pero creo que vamos a ver
un arrecife de coral. Y creo que ha pensado algo especial para ti, Sarah.
Y se encaminaron hacia la tienda de regalos, muy contentas.

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Capítulo 9
—Es precioso —le comentó Becky a Dylan una vez a bordo del barco
restaurado.
Debía de tener más de doce metros de eslora, con una gran caseta de timón y
dos bancos en proa en los que cabrían unas veinte personas. La cubierta era de
madera oscura, pulida y barnizada, como la borda.
—Sí. Es un antiguo pesquero. Perteneció a mi familia durante tres generaciones.
Estuvo años en el dique seco, en Twillingate, Newfoundland.
Becky sonrió.
—De allí es de donde eres tú, ¿verdad? Lo leí en tu placa identificativa, el
primer día de crucero.
—Nacido y criado.
—Mmmm… Demasiado frío para mí.
—Nada que ver con esta parte del mundo, eso es seguro —se echó a reír—. Pero
cuando te crías allí, acabas acostumbrándote al frío. Estás más en contacto con la
naturaleza.
—Parece que lo echas de menos.
Dylan vaciló por un momento antes de contestar.
—A veces sí.
—¿Dijiste que tu hermano había traído este barco?
—Sí, tiene que estar aquí, en algún lugar.
Se asomó a la cabina del timón. Becky se moría de curiosidad por saber más
cosas de aquel barco, de Bear… y de las razones que había tenido Dylan para acabar
trabajando en un crucero, tan lejos de su hogar y de su familia.
—Si no te importa que te lo pregunte… ¿cómo es que ni tú ni tu hermano sois
pescadores, como las generaciones anteriores de vuestra familia?
—Ya no podíamos seguir viviendo de la pesca. Al menos desde que el gobierno
impuso una moratoria a la pesca del bacalao del norte, en 1992. Mi abuelo y mi padre
pescaron un montón de bacalao con este barco, pero ahora mi hermano tiene otros
planes para él —una expresión de tristeza asomó a sus ojos.
—¡Es maravilloso! —exclamó en aquel momento Laura, mirando a su
alrededor.
—Es mejor todavía —la corrigió Sarah, aferrada a su delfín de peluche, que
abultaba casi tanto como ella.
Un verdadero gigante salió de repente de la caseta para saludarlas. Rubio,
barbado, con una cálida sonrisa en los labios y unos ojos tan azules como los de Paul

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Newman. Llevaba un viejo sombrero de paja, camiseta amarilla, pantalón caqui y


zapatos náuticos.
—Yo soy Bear, a veces hermano mayor de Dylan y otras una espina en su
costado —le rodeó los hombros con evidente afecto—. Y tú debes de ser Becky —
añadió con su fuerte acento de Newfoundland.
Se estrecharon las manos.
—Tienes un barco fabuloso —le dijo Becky—. Gracias por invitarnos a subir a
bordo.
La mano de Bear pareció tragarse la de Becky. Bear se volvió entonces hacia
Sarah y se arrodilló frente a ella.
—¿Y quién es esta deslumbrante criatura, y de dónde ha sacado ese delfín?
—Me llamo Sarah Montgomery y mi mamá me compró el delfín en la laguna
donde vive Molly.
—¿Quién es Molly?
—Es una cría de delfín que adora besar a la gente. A mí me besó justo aquí, en
la barbilla.
—Una barbilla muy bonita, por cierto… —estiró una mano para hacerle
cosquillas, y Sarah se echó a reír. Luego se volvió hacia Laura—. Y tú debes de ser
Laura…
Incorporándose, le estrechó la mano. La chica sonreía de oreja a oreja,
levemente ruborizada.
—Gracias. Digo… sí, yo soy Laura.
—Encantado de conoceros. Dylan me informó de que iba a traer unos
huéspedes, pero no me dijo nada sobre unas damas tan bellas… —miró a su
hermano—. Bueno, y ahora vayamos a buscar a esos delfines y a disfrutar de un
buen baño.
Dylan le colocó el chaleco salvavidas a Sarah, y luego Bear se llevó a las niñas a
la caseta. Allí les estuvo contando historias de delfines mientras arrancaba el motor y
maniobraba para salir de la laguna, hacia mar abierto.
Becky seguía muerta de curiosidad. Miles de preguntas hervían en su cabeza y,
ahora que se había quedado a solas con Dylan, no podía esperar para hacérselas. Se
sentaron a popa, pero justo en ese instante una mujer subió a cubierta: era la misma
joven que había estado ayudando a Dylan como monitora aquella misma mañana.
—Me pareció oír voces —explicó a modo de disculpa mientras se acercaba a
ellos—. Hola, yo soy Tracy y tú debes de ser Becky —dijo con una dulce sonrisa. Pero
algo en sus ojos parecía desmentir aquella dulzura—. Soy la ayudante de Dylan en
esta excursión. Cualquier cosa que necesitéis, no dudéis en pedírmela.
Y se sentó en el banco junto a Becky… tan cerca que recogió su bolsa de tela y se
la puso en el regazo.

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—Oh —exclamó Becky, confusa. Dylan le había dicho que se trataba de una
excursión privada. ¿O no?—. Entonces esto no es… quiero decir que no es…
Tracy se la quedó mirando fijamente.
—Lo que estoy intentando decir es… —miró a Dylan como buscando algún tipo
de explicación. Cuando propuso aquella excursión, había estado segura de que se
trataba de algo personal. Él mismo le había dicho que quería llegar a conocerla.
¿Cómo podía haber estado tan equivocada?—. Así que esto es… por el coleante.
Dylan seguía sin responder. Al final fue Tracy quien aclaró las cosas.
—¡Sí! Tú encontraste el colgante y digamos que esto forma parte de tus
ganancias. ¿No es fantástico?
—Sí. Fabuloso —mintió Becky, y fue a recoger su bolsa, pero Tracy no la soltó.
—No, déjame guardarte en esto en algún lugar seguro del barco —dijo Tracy
mientras se levantaba, sin soltar la bolsa.
—Gracias, pero no. Puede que necesite sacar algo —replicó Becky, estirando
una mano para recogerla.
Para su sorpresa, Tracy retrocedió un paso.
—La guardaré de momento en la caseta del timón. Así sabrás en todo momento
dónde está —y se marchó.
Becky encontró extraña aquella actitud, pero no dijo nada.
Tracy regresó en un santiamén. Dylan seguía sentado a la derecha de Becky,
mientras que su ayudante volvió a sentarse a su izquierda. Becky estaba empezando
a ponerse nerviosa. No podía esperar para meterse en el agua.
Clavó la mirada en el mar, pensando en que había pasado demasiado tiempo
desde la última vez que había salido con alguien. Le iba a costar un poco averiguar
como funcionaba la mente de los hombres de hoy en ese aspecto…
En cuanto a la sugerencia de Lacey de «practicar el sexo bajo las estrellas»,
mucho se temía que eso no iba a suceder durante aquel crucero, al menos sin tener
un manual al lado. Llevaba tanto tiempo fuera de juego que había dejado de
reconocer las señales adecuadas.

El día entero fue un fiasco para Dylan. Su idea de combinar el encuentro con su
hermano y la posibilidad de tratar a Becky fuera de horas de trabajo se había
revelado absurda. Bear, por supuesto, no había desaprovechado la oportunidad para
intentar convencerlo de que volviera a Newfoundland con él, y para colmo Tracy
Irvine se había negado a despegarse de su lado. Cuando la vio a bordo, no se había
atrevido a montar una escena.
¿Pero por qué se había pegado a ellos de esa manera? Aquella salida no tenía
nada que ver con las actividades del crucero.

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Y luego estaba Bear, que no dejaba de recordarle que había navegado hasta el
Caribe para convencerlo de que regresara con él a Newfoundland. Ciertamente, la
restauración del barco de su padre había sido un éxito. Bear había hecho un buen uso
de todo el dinero que Dylan había enviado a casa. Y se alegraba de ello, porque de
alguna forma era su colaboración voluntaria, que no obligada, al sueño de su
hermano de dedicarse a hacer excursiones turísticas por las islas, con el aliciente de
los avistamientos de ballenas.
Bear tenía grandes ideas al respecto, pero Dylan no quería participar en ellas. Al
menos por el momento. Simplemente todavía no había llegado el momento de
volver, y Bear terminaría comprendiéndolo… algún día. No le quedaba otro remedio.
Su hermano era perfectamente capaz de llevar aquel negocio él solo, o de buscarse
otro socio si así lo quería. En realidad no necesitaba a Dylan. Simplemente le gustaba
imaginarse a los dos trabajando de nuevo en el barco de su padre, repitiéndole a cada
momento lo mucho que habría disfrutado el viejo si hubiera podido verlos juntos…
Experimentó una punzada de tristeza. Era cierto. A su padre le habría
encantado verlos trabajando juntos, y cuidando de su madre, cosa que Dylan sí que
estaba haciendo, al menos económicamente. Su madre, a la que hacia tanto tiempo
que no veía, y cuyo rostro casi estaba empezando a olvidar…
Había una parte de razón en los argumentos de Bear, eso tenía que admitirlo.
Por una parte ansiaba ayudar a Bear con su nuevo negocio, pero por otra sabía que
no podría enfrentar los obstáculos con los que toparían, al menos en un principio.
Cualquier negocio necesitaba un tiempo para tener éxito. Dylan había pagado
sobradamente sus deudas y no quería volver a ser pobre.
Por supuesto, a esas alturas habrían podido despedirlo por culpa de su
comportamiento con Becky, y trabajar con Bear podría acabar convirtiéndose en una
necesidad. Para no hablar de aquella excursión no autorizada. Si Tracy le decía algo a
Patti, lo despedirían en el acto.
—Dentro de unos quince minutos estaremos en el arrecife —anunció Bear por el
altavoz de a bordo.
—Tracy, ¿te importaría ayudar a Laura a prepararse? —le pidió Dylan—.
Dentro de tres horas tendremos que estar de vuelta en el crucero, así que no tenemos
mucho tiempo.
—Claro —respondió sin vacilar—. Yo me quedaré arriba con Sarah mientras
buceáis. No me gusta nadar en el mar.
—Gracias.
Ésa era una buena noticia. Cuanto más lejos estuviera de ella, mejor. Aquella
mujer estaba empezando a irritarlo. No sabía por qué, pero tenía algo que no le
gustaba. Quizá simplemente fueran imaginaciones suyas.
—Creo que Sarah se llevará una gran decepción si tiene que quedarse a bordo.
—Si quieres puedo llevarla a bucear después de dejaros a vosotras en el atolón.
No hay problema.

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El rostro de Becky se iluminó de alegría y Dylan sintió el abrumador impulso


de besarla. Algo que, por supuesto, quedaba descartado con Tracy de por medio.
El barco empezó a perder velocidad: se estaban acercando al arrecife.
—Será mejor que nos preparemos —dijo, levantándose.
Laura y Sarah se apresuraron a reunirse con ellos.
—Bear dice que debemos prepararnos, y que tú nos darás las instrucciones —se
dirigió Laura a Dylan, eufórica.
Pero Sarah no parecía tan contenta: de hecho, estaba asustada. Dylan conocía
bien aquella mirada. Él había sentido lo mismo cuando su padre lo llevaba de niño a
pescar. Solía pensar que un gigantesco bacalao saltaría del agua para engullirlo. Era
un temor ridículo, pero para un niño con imaginación, todo era posible. Y, por lo que
había visto, la imaginación de Sarah no conocía límites.
Cuando era niño, su hermano mayor era el único que había podido calmarlo en
aquellos momentos. Ahora le tocaba a él tranquilizar a Sarah. Se arrodilló hasta
quedar a su nivel.
—¿Qué te parece la idea de nadar con los delfines, Sarah?
—Yo… —se mordió el dedo índice—. Estar con Molly me gustó. Me dio un
beso.
—Sí. Te diré una cosa. Necesito que te quedes aquí en cubierta, con Tracy. Es
que le tiene miedo al mar y necesita que alguien le haga compañía. ¿Te importaría
quedarte con ella y no bajar a nadar con los delfines?
Sarah se quitó inmediatamente el dedo de la boca.
—¡Oh, claro que no! Me encantaría quedarme con Tracy.
—Gracias, Sarah —le dijo Tracy.
—De nada. Yo me asusto muchas veces y cuando Connor me hace compañía,
me siento mucho mejor. Ahora podré devolverle el favor a alguien, como Trevor hizo
con el señor Simonet.
Dylan no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo Sarah. Pero Tracy sí,
porque su expresión se iluminó de repente. Fue como si alguien le hubiera encendido
una luz y de repente pudiera ver en la oscuridad.
—¡Me encantó aquella película! Creo que Haley Joel Osment es el mejor actor
infantil de todos. Y Kevin Spacey es tan bueno… ¿Pero cómo lo sabías, Sarah?
—Mi profesora, la señorita Carol, nos lo explicó. Si tú haces algo bueno por mí,
entonces yo tengo que hacer lo mismo por otro, y ese otro por otro, y así
sucesivamente. Es bonito, ¿verdad?
Tracy llevó a Sarah a un banco, donde continuaron hablando de la película.
—Mucho —asintió.
—Tengo el póster de Haley colgado en mi habitación y…

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—De acuerdo, entonces —dijo Dylan dirigiéndose a los demás—. Ahora que
Sarah está en buenas manos… vamos a por esos delfines.

Un cuarto de hora después, ya provistos de máscaras, esnorqueles y aletas,


Becky, Laura y Dylan saltaron al agua. Becky se quedó sobrecogida ante tanta
belleza. Había visto arrecifes en los documentales de televisión, pero presenciar
aquel espectáculo en vivo era algo que quitaba el aliento.
Dylan les hizo una seña para que los siguiera. Becky estaba impresionada por la
manera en que la luz del sol destacaba los sorprendentes colores del arrecife. A veces
se espesaban tanto las bandadas de peces que hasta perdía de vista a Laura cuando
pasaban por delante de ella, deslumbrada por ráfagas azules, doradas, plateadas.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, un grupo de unos diez delfines de
nariz de botella pasó muy cerca, con tres crías. Becky hizo amago de subir a la
superficie para apartarse, pero Dylan le indicó que los siguiera. Tan pronto como lo
hizo, los delfines la saludaron frotándose delicadamente contra ella. Y lo mismo con
Dylan y con Laura.
Becky nadaba sin esfuerzo, respirando por su esnórquel y acariciando a
aquellas maravillosas criaturas. Estaban tan cerca que podía mirarlas a los ojos, y
ellas a ella. Parecía como si de algún modo la comprendieran. Como si
comprendieran la inmensa soledad que arrastraba por dentro.
El agua estaba tan limpia que podía ver perfectamente a Laura buceando
delante de ella a lo largo del atolón, junto a dos pequeños delfines. Sabía que su
sobrina jamás olvidaría aquel momento mágico.
Inesperadamente dos delfines se colocaron uno a cada lado de Becky, como si
quisieran escoltarla en aquella excursión a su mundo. Los siguió sin pensar,
disfrutando sencillamente del momento.
Fue una experiencia inefable. Estaba empezando a experimentar una paz, una
serenidad… que no había vuelto a sentir desde la muerte de Ryder. De repente ya no
se sentía tan sola. Era como si algo hubiera cambiado mientras nadaba con aquellas
deliciosas criaturas. Como si un nudo se hubiera aflojado por fin en su interior.

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Capítulo 10
Tracy esperaba pacientemente su oportunidad.
Había escuchado de milagro la conversación de Dylan con su hermano, cuando
le propuso su idea de llevarse a Becky y a su familia a hacer aquella pequeña
excursión. Y dado que además tenía la tarde libre, había decidido colarse a bordo.
Estaba segura de que Dylan había ideado todo aquello para poder estar cerca de
Becky. Era evidente que algo se estaba cociendo entre ellos, dado su
comportamiento, pero Tracy sería la última persona que lo delatara. Todo el mundo
se merecía ser feliz, y no era culpa suya que existieran aquellas reglas tan estrictas
sobre las relaciones entre tripulantes y pasajeros. Se alegraba de que a Dylan no le
hubiese dado un ataque cuando la vio subir de la sentina del barco.
Cuando Bear se ocupó por fin de Sarah, Tracy dispuso de la oportunidad
perfecta para registrar concienzudamente la bolsa de Becky. La primera vez que lo
había tenido en sus manos había hecho un rápido registro, pero no pudo encontrar el
colgante. Esa vez sería diferente: tenía que estar allí. Ella misma la había visto
quitárselo y guardarlo en el fondo antes de meterse en el agua. Lo único que tenía
que hacer era apoderarse del colgante y luego, una vez de vuelta en el crucero,
llamar a Salvatore para hacer el cambio y recuperar a Franco.
Pero cuando Tracy entró en la caseta del timón, la bolsa blanca no estaba por
ninguna parte. Aterrada, se puso a buscarla por todas partes, pensando que Bear
debía de haberla cambiado de sitio. Las cosas de Laura estaban allí. Su sombrero de
paja y un par de bolsas con recuerdos que había comprado en la isla. Pero la bolsa de
Becky no estaba por ninguna parte.
¿Y ahora qué? Tenía que pensar rápido. Dylan, Becky y Laura llevaban ya
media hora larga en el agua y no tardarían en salir. De pie en la puerta de la caseta,
barrió la cubierta con la mirada y descubrió la bolsa blanca en la proa. ¿Quién la
habría llevado hasta allí sin que ella se diera cuenta?
Pero no tenía tiempo de pensar en eso ahora. Se quitó las chancletas y se dirigió
hacia la proa. Bear estaba entretenido contándole a Sarah historias de cuando era
niño. Sarah parecía encantada con su compañía y escuchaba cautivada cada una de
sus palabras. Afortunadamente, tanto uno como otra estaban de espaldas a ella. No
la verían a no ser que se volvieran para mirarla.
El corazón se le aceleró. No estaba habituada a ese tipo de cosas, pero haría lo
que fuera con tal de recuperar a su hijo. Salvatore la había engañado completamente
desde un principio, pero esa vez era diferente. Salvatore era capaz de hacer daño a su
propio hijo por dinero. Para no hablar de su socio, Kirk Rimstead.
Por fin recogió la bolsa y regresó rápidamente a la caseta del timón, que
disponía de un pequeño cuarto de baño donde podría encerrarse para registrarla.
Volvió a calzarse sus chancletas, entró y cerró la puerta.
De pie frente al espejo, vació el contenido de la bolsa en el pequeño lavabo. Un
lápiz de labios, un cepillo de dientes, dos cochecitos de juguete, dos toallas, dos

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camisetas, dos suéteres, crema protectora, una cámara de vídeo, un par de


chancletas… Abrió también el estuche de maquillaje: el colgante no estaba por
ninguna parte.
—Tiene que estar aquí —pronunció en voz alta— Yo misma la vi guardarlo en
la bolsa…
Nada. Lo registró todo una vez más. Quizá se había metido dentro de una
camiseta o… Fue inútil.
Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras se apresuraba a guardarlo todo
en la bolsa. Se había confiado demasiado. Su padre tenía razón: por mucho que se
esforzara, nada le salía bien. Cuando empezó a salir con Salvatore, su padre le había
advertido que aquel hombre le daría problemas. Incluso su madre había intentado
que dejara de verlo, pero Tracy siempre había sido una rebelde. Así que acabó
casándose con él, no tanto porque lo amara como para demostrar a sus padres que se
habían equivocado con él.
Después de lo ocurrido, había tenido que mentirles. Nadie podía saber lo que
estaba haciendo, ni que corría el serio peligro de no volver a ver más a su hijo. Lo
único que les había dicho a sus padres era que se había ido a pasar unas largas
vacaciones con Franco.
De repente llamaron a la puerta y Tracy se quedó paralizada.
—Perdón, necesito hacer pipí —era Sarah.
—Ahora mismo salgo, cariño —repuso Tracy mientras se enjugaba las lágrimas.
—¡Pero es que tengo muchas ganas!
—Ya voy… —abrió la puerta—. Todo tuyo.
Sarah entró como una exhalación, bajándose el bañador de camino. Y Tracy
cerró la puerta a su espalda, confiando contra toda esperanza en que la niña no se
hubiera dado cuenta de que llevaba la bolsa blanca de su madre…

Había sido un largo y gratificante día para Becky y las niñas. En la lancha que
los llevó de regreso al Sueño de Alexandra, Laura se quedó dormida sentada en el
banco frente a ella, mientras Sarah dormitaba estirada a su lado, con la cabeza
apoyada en su regazo.
El único contratiempo del día fue la discusión que mantuvieron Dylan y Bear,
justo antes de abordar la lancha. Becky intentó escuchar algo, pero se hallaban dentro
de la caseta del timón, con la puerta cerrada. Cuando Dylan salió por fin, parecía
bastante afectado.
En aquel momento se hallaba sentado junto a Becky, mirando las nubes que
empezaban a oscurecer el horizonte, anunciando lluvia. Había bajado la temperatura
y Becky se había echado su suéter sobre los hombros y había hecho lo mismo con
Sarah.

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A Dylan no parecía preocuparle el frío. No había dicho nada desde que


abordaron la lancha. Becky estaba empezando a preguntarse si no debería
preguntarle por la discusión que había mantenido con su hermano. Quizá podría
ayudarlo si lo animaba a hablar de ello…
—Ha sido un día divertido —comentó.
Dylan no pronunció una palabra. Becky lo intentó de nuevo.
—Gracias de nuevo por esta tarde tan maravillosa, Dylan.
—¿Mmmm?
—Que gracias por una experiencia tan maravillosa. A las niñas y a mí nos ha
encantado, y tu hermano es un gran tipo. A Sarah la ha dejado deslumbrada.
Sólo entonces pareció Dylan salir de su trance. Soltó un profundo suspiro.
—Sí, un gran tipo.
—¿Hay algo que quieras decirme… sobre Bear?
Se volvió para mirarla.
—Mejor me cuentas tú primero algo sobre tu vida. La mía no es muy
interesante.
Becky sonrió.
—Bueno, me gustan los cucuruchos de helado y las comedias románticas en las
que sale Hugh Grant. No me gusta la ginebra, una vez la bebí y me puse enferma, y
me gustan también las películas de terror de Hugh Grant.
—¿Es que tiene alguna?
—No lo creo, pero no me importaría que la tuviera.
Dylan soltó una carcajada.
—Supongo que ahora me toca a mí.
Becky asintió con la cabeza.
—Veamos. Me gustan los copos de chocolate para desayunar. Me gusta el vino
tinto. No me gustan las sábanas ásperas y, sobre todo, detesto las películas de Hugh
Grant.
Ambos se echaron a reír.
—Hoy nos lo hemos pasado muy bien. Gracias a ti.
—Yo también —repuso él—. Laura es una gran nadadora.
—Sí. Mi marido, Ryder, le enseñó a ella y a Connor. Los tres podían pasarse
todo un día nadando. A veces sólo podía sacarlos del agua el tiempo necesario para
comer. Y ahora no puedo conseguir que Connor se meta en una piscina, y mucho
menos en el mar. Pensaba que este viaje podría servir para cambiar todo eso, pero
hasta el momento no ha hecho más que empeorar. La excursión de hoy le habría
encantado.

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—Laura me contó lo de Ryder. Lo siento.


—Gracias. Era un gran tipo —estaba empezando a emocionarse, pero continuó.
Con Dylan se sentía sorprendentemente cómoda—. Excepto cuando no me dejaba el
mando a distancia del televisor, además de que me ganaba siempre al póquer —
bromeó—. Yo no sabía nunca cuándo se estaba tirando un farol. Connor sí, por
supuesto. Estaban muy unidos. Era casi como si pudieran leerse el pensamiento el
uno al otro…
—Mi padre y yo también éramos así. Yo sabía siempre cuándo estaba cansado,
enfadado, o cuándo necesitaba descansar. Y a veces él llegaba a decir lo mismo que
yo estaba pensando. Nuestro juego preferido eran las damas. Nos pasábamos tardes
enteras jugando.
—Debíais de estar muy unidos.
—Así es. Él murió en 1992, seis meses después de que el gobierno canadiense
declarara la moratoria sobre la pesca del bacalao. Bear y yo éramos la quinta
generación de pescadores costeros de la familia. Aquella moratoria mató a mi padre:
fue como si le hubieran metido una bala en la cabeza.
Becky podía distinguir la ira en su mirada, mezclada con el dolor. La misma
que asomaba a los ojos de Connor cuando hablaba de su padre.
—Lo siento. ¿Quieres hablar de ello? Recuerdo haber oído algo sobre aquella
moratoria, pero no llegué a entenderlo muy bien.
—Según mi padre, la culpa la tuvieron los grandes buques-factoría de mar
adentro, con sus sistemas de pesca que saquean y agotan la fauna marina. Los
pescadores costeros llevaban años advirtiendo el gobierno sobre ese expolio
ecológico, pero nadie les hizo caso. Se ganaba mucho dinero y se pensaba que la
riqueza pesquera era eterna, inagotable. El caso es que cuando el gobierno prohibió
todo tipo de pesca, incluida la costera, fue como si algo se rompiera dentro de mi
padre. Al principio acudió a las reuniones con los representantes del gobierno para
exponer su caso, sobre todo cuando la compensación se reducía a unos doscientos
cincuenta dólares por semana: como si alguien pudiera vivir con eso. Pero todo fue
inútil. Al final ni siquiera pudimos pescar para comer.
—Debió de ser una época muy difícil para tu familia.
—Fue demoledora. Había noches en que nos acostábamos con hambre. Mi
madre fue perdiendo peso porque lo poco que lograba conseguir nos lo daba a los
niños. Nunca supimos cómo se las arreglaba. Al final aceptó un trabajo en el pueblo,
de vendedora en el mercado. Bear encontró trabajo en St. John y mandaba dinero a
casa. Volvimos a tener comida en la mesa, pero mi padre seguía hundido. Nunca
pudo asimilar el hecho de que su modo de vida se había evaporado y que ya ni
siquiera era capaz de mantener a su propia familia. Una mañana se levantó, se
duchó, se afeitó y zarpó en su bote, como incontables veces había hecho antes, pero
en esa ocasión no regresó. Mi madre se puso frenética y nos envió a Bear y a mí a
buscarlo, junto con algunos de sus amigos. Transcurrieron dos días hasta que por fin
descubrimos su bote, a la deriva. Al parecer había sufrido un ataque y había muerto

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al instante. Pero yo sabía lo que de verdad lo había matado. El ataque no fue más que
un efecto colateral.
—¿Te llevas bien con tu hermano? No pude evitar ver cómo discutíais…
—Ah, eso —suspiró—. Nos llevamos bien, así. El problema es que a Bear no
acaba de entrarle en la cabeza que yo no quiero volver a Newfoundland. Me marché
de allí con veinte años y desde entonces no he vuelto. Todo aquello es demasiado
deprimente.
—¿Y tu madre? ¿A ella también la has abandonado?
Se volvió para mirarla. Un fugaz brillo de furia asomó a sus ojos.
—Adoro a mi madre y desde que me marché le he estado enviando dinero cada
mes… Pero Bear y ella piensan que yo debería estar allí, haciendo excursiones
turísticas con el pesquero de mi padre. No entienden que yo quiera recorrer mundo y
ampliar mis horizontes.
—Hablas como si estuvieras huyendo de algo que no has dejado resuelto.
Dylan se recostó en el banco, estirando las piernas.
—¿Tanto se me nota? —sonrió—. Bear dice lo mismo. ¿Qué me dices de ti?
—Yo sigo pensando que no necesito resolver nada, pero… ¿quién sabe? Quizá
sí que tenga algo pendiente. Trabajo mucho, y a veces mis hijos sufren las
consecuencias porque estoy poco en casa. Soy copropietaria de una tienda de ropa,
que me mantiene muy ocupada. Ésa es una de las razones por las que acepté
emprender este crucero, precisamente en la temporada más ajetreada del año. Tengo
entendido que en Santo Tomás hay unos diseñadores y modistos muy buenos, y me
gustaría conocerlos. Mantener un negocio requiere tiempo y esfuerzo. Porque si todo
se va a pique… ¿qué haría entonces? Quiero decir que no podría soportar no tener
algo que hacer con mi tiempo…
Eso era. Lo mismo que había odiado en Ryder durante los últimos años de su
matrimonio, lo mismo que había acabado matándolo. Ryder se había pasado años
trabajando demasiadas horas… y ahora ella era culpable del mismo pecado. ¿Cómo
no se había dado cuenta antes? ¿Y cómo era posible que una conversación con un
hombre al que apenas conocía le hubiera hecho ver con tanta claridad lo que
realmente le pasaba?
Dylan le tomó de pronto una mano mientras ambos continuaban contemplando
el horizonte. Y esa vez no hubo nada que se interpusiera entre ellos, nada que
pudiera separarlos. Una deliciosa calidez se extendió por todo su ser.
Fueron los últimos en abandonar la lancha. Laura se había adelantado y los
estaba esperando en el crucero.
A Becky le entraron ganas de abrazar a Dylan, pero era consciente de que no
podía. No era el momento.
—Nunca había hablado de eso con nadie. Ni siquiera con Bear —le confieso él.

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—Gracias —pero Becky sentía que con que las palabras no bastaba—. Significa
mucho para mí que hayas compartido tus sentimientos conmigo.
Dylan alzo a Sarah en brazos sin despertarla.
—Yo la llevo.
Minutos después se dirigían a la suite de Becky.
—Tengo libre el día que atraquemos en Santo Tomás —la informó—. He estado
muchas veces en la isla y conozco las mejores tiendas. Me encantaría hacerte de guía.
Becky.
—Lo siento, pero no puedo dejar a mis hijos un día entero solos… De uno en
uno con sus abuelos está bien, pero los dos a la vez no. Además… creo que no sería
lo adecuado. Lo cierto es que una vez que termine este crucero, yo volveré a casa y tú
te quedarás en el barco. Me temo que lo único que conseguiremos de esto es mas
dolor… y yo ya he sufrido demasiado —las palabras salieron de los labios antes de
que pudiera evitarlo.
—Sólo se trata de ir de compras con un amigo. No te estoy pidiendo más. Y
puedes llevar a los niños. Será divertido.
¿Habría estado interpretando de manera equivocada las atenciones que le había
prodigado Dylan? Se sintió como una estúpida.
—¿Me dejarás que me lo piense? —le preguntó. Necesitaba tiempo para poder
analizar sus sentimientos.
—Claro —respondió, sonriendo, pero Becky sospechaba que estaba
decepcionado.
Nadie volvió a decir nada después de aquello. Becky abrió la puerta y lo guió
hasta su dormitorio. Decidió acostar allí a Sarah para no despertarla cuando llegara
Connor.
Dylan le quitó los zapatos y la arropó con delicadeza. Él la quedó mirando
durante unos minutos mientras dormía.
—¿Sabes? Siempre me había imaginado teniendo hijos a esta edad.
Arropándolos por la noche, a la vuelta del trabajo, tal como hizo mi padre conmigo, y
su padre con él —susurró, volviéndose hacia Becky. Estaba tan cerca que la rozó
levemente al incorporarse.
Sarah cambió de postura y continuó durmiendo plácidamente.
Dylan tomó a Becky de la mano y la guió fuera del dormitorio. Becky casi no
podía caminar, pero lo hizo, y cuando cerró la puerta y se volvió para mirarlo, tomó
conciencia de lo mucho que lo deseaba. Era algo superior a sus fuerzas.
Sin vacilar lo más mínimo, Dylan la tomó en sus brazos y la besó. La caricia de
su lengua le provocó deliciosos estremecimientos por todo el cuerpo. Sus labios se
mostraban dulces y delicados, pero también ávidos en su ansia de saborearla.

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Bajó una mano para acariciarle un seno, arrancándole un leve gemido. Becky lo
deseaba más de lo que había imaginado, pero sabía que aquél no era ni el momento
ni el lugar adecuados. Sarah podía despertarse en cualquier instante.
—No puedo… aquí no —susurró.
—Lo sé— pronunció sin aliento.
De repente sonó un ruido en la puerta de la suite y Becky reconoció la risa de
Connor.
—Maldita sea… —Becky se apartó rápidamente, temerosa de que el niño
entrara y los sorprendiera abrazados.
—Lo mismo digo —repuso Dylan, y se dirigió hacia la puerta.
Pero, por alguna razón, la puerta no acababa de abrirse.
—¡Mamá! —gritó Connor—. ¡Ábreme! Mi tarjeta no funciona.
—Gracias a Dios —musitó Becky, aliviada, mientras se alisaba la blusa—. Voy.
Abrió por fin. Connor entró seguido de Mark… al que acompañaba una mujer
que definitivamente no era Estelle.

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Capítulo 11
—Ésta es Jan Milton —se apresuró a presentarla Mark—. Creo que ya os
conocéis de la fiesta de Navidad de Estelle.
—Encantada de volver a verte —dijo Becky antes de volverse hacia Dylan—.
Éste es Dylan Langstaff. Sarah se quedó dormida en la lancha y Dylan se ofreció a
traerla.
Mark sonrió, y Becky pudo imaginarse perfectamente lo que estaba pensando.
Le entraron ganas de morirse allí mismo… pero antes necesitaba saber qué estaba
pasando entre Mark y Jan. Y si lo sabría Estelle…
Jan, que debía rondar los cincuenta y pocos años, vestía una camiseta amarilla y
ajustada, bermudas blancos y sandalias. Llevaba la melena rubia recogida con una
banda negra. Era una mujer muy atractiva, de cálida sonrisa.
Fue un momento incómodo para Becky. Afortunadamente para ella, Dylan se
hizo cargo de la situación:
—Es cierto, nos conocimos en la fiesta de los Montgomery —estrechó las manos
de Mark y de Jan—. Me alegro de verlos de nuevo —y se volvió hacia Becky—. Será
mejor que me vaya. Tengo que revisar unos cuantos detalles antes de la regata de
mañana.
Miró a Connor, que ya se había sentado en el sofá frente al nuevo portátil que
Estelle le había regalado en la fiesta de Navidad. Tanto Sarah como él habían
recibido uno, junto con sendos iPods y móviles de última generación, con contrato
pagado, por supuesto. Becky seguía sin decidirse sobre si entregarles los móviles o
no. Eran demasiado pequeños, así que de momento los tenía guardados en su maleta.
—Eh, Connor —le dijo Dylan—. Espero que tu mamá y tú os apuntéis a la
regata de mañana por la costa de San Martín. ¡Va a ser estupenda!
Connor alzó la mirada, indiferente.
—¿Qué es una regata?
—Una carrera de veleros. Como la Copa América, sólo que en versión modesta.
Yo acompañaré a un pequeño grupo. Estoy seguro de que os encantará.
—Yo no sé navegar —murmuró Connor, aparentemente desinteresado.
Becky dudaba que fuera una buena idea subir a Connor a un velero con gente
desconocida. ¿Y si le entraban ganas de abandonarlo, o se asustaba?
—Habrá monitores a bordo, y yo estaré allí para enseñaros. Navegar es
maravilloso. Os gustará, ya lo veréis.
—No lo sé —Connor seguía mirando la pantalla de su portátil.
Becky se disponía a intervenir cuando Mark se le adelantó:
—Yo iré contigo, Connor. Tu padre y yo solíamos navegar juntos cuando él
tenía tu edad.

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Por lo menos esa vez Connor se dignó mirar a su abuelo.


—Navegar es de las cosas más bonitas del mundo, Connor —terció también
Jan—. Dudo que quieras perdértelo.
Pero de repente Becky se irritó, o al menos lo hizo la celosa madre que llevaba
dentro… ¿Por qué todo el mundo tenía que decirle a su hijo lo que tenía que hacer?
Becky sabía bien lo que era mejor para Connor, y si ti no quería ir, nadie tenía por
qué presionarlo.
—No tienes por qué ir si no quieres, Connor —se arrepintió de inmediato. Era
justo lo que no tenía que haber dicho. Sabía que necesitaba dejar de protegerlo
continuamente—. Yo…
Pero Connor la interrumpió.
—¿A mi padre le gustaba navegar? —le preguntó a su abuelo.
—Mucho. En aquel entonces vivíamos en Sausalito, y cada verano solíamos
salir a navegar cada día.
Becky no recordaba que Ryder le hubiera contado eso. Estaba tan sorprendida
como su hijo.
—Está bien, iré —rezongó, mirando de nuevo la pantalla.
—Genial —dijo Dylan—. Entonces vendré a buscaros a primera hora de la
mañana.
—No sé… —dudó Becky—. Tendré que buscarme un canguro para Sarah, y
puede que no le guste la idea…
Becky se resistía a creer que Connor quisiera realmente ir. En realidad le estaba
ofreciendo una buena excusa por si quería cambiar de idea.
—Estelle me comentó que le gustaría llevarse a las niñas a pasar el día en la isla,
Becky —comentó Mark—. Creo que tiene algo planeado para ellas.
Becky recordó la conversación que había tenido con Estelle en la fiesta de
Navidad.
—Bien, pero sigo pensando que…
—Todo arreglado —la interrumpió Dylan—. Os veré por la mañana. Que paséis
una buena noche.
La miró por un momento, sonrió y se marchó. Mark y Jan no tardaron en
seguirlo.
Becky no salía de su asombro. Había aceptado hacer algo que terminaría
convirtiéndose en el mayor fiasco del crucero: estaba segura de ello. Connor podría
ponerse a llorar en cuanto se hubieran alejado diez metros de la costa, ¿y entonces
qué? Se sentó al lado de su hijo en el sofá. Estaba ocupado con un juego de carreras
de coches. Al menos Estelle había tenido el buen sentido de cargar el ordenador con
juegos que no fueran violentos o de guerra.

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Mientras veía jugar a Connor, repasó mentalmente los sucesos del día. Pensó en
Dylan y en su beso, y en su insistencia en que Connor participara en la regata, pese a
la poca disposición que ella misma había demostrado.
Tenían mucho de qué hablar, pero sabía que no podrían hacerlo en aquel
camarote, ni en un velero. Simplemente tendría que esperar el momento adecuado…
Se reprendió inmediatamente: estaba empezando a comportarse como una colegiala.
Sabía ya cómo besaba. Todavía podía sentir el calor de sus manos en su cuerpo y…
—Mamá, tengo hambre —Sarah interrumpió sus pensamientos, saliendo del
dormitorio—. Oh, toma el colgante de la diosa de la luna. Te lo había guardado para
que no lo perdieras —se lo sacó de un bolsillo de sus pantalones cortos y se acercó
para entregárselo. Luego se frotó los ojos—. Necesito un enorme cucurucho de
helado de chocolate. En caso contrario, no creo que sea capaz de dormir.
Becky se echó a reír.

Tracy se enjugó las gotas de sudor que le perlaban la frente con la punta de un
pañuelo mientras Bob fingía pedirle un autógrafo. Había insistido en encontrarse con
ella en un intermedio del espectáculo. Por lo general eso era algo que no estaba
permitido, pero Bob le había dicho a uno de los operadores que necesitaba un
autógrafo para su futura hijastra y la habían dejado pasar.
Estaban entre bastidores, al lado de unos cortinajes negros y de unas cuantas
sillas plegables. Iba vestida con su conjunto de corista de las Vegas: un aparatoso
tocado de plumas, la parte superior de un biquini de lentejuelas y una ajustada
minifalda a juego.
Allí estaba ella, flirteando descaradamente con aquel hombre para salvar a su
hijo. El plan A no había funcionado y ese tipo era su plan B.
—Estás muy guapo esta noche, Bob. Si hoy no tuviera función, podríamos
escaparnos y divertirnos un poco… —bromeó mientras garabateaba su nombre en el
reverso de una entrada del espectáculo.
—Eso lo dejaremos para la isla. He alquilado una habitación para los dos.
A Tracy se le revolvió el estómago.
—¿Una habitación? ¿No te parece que estás yendo muy deprisa?
—Es mi estilo.
—Esto es un trato de negocios. Yo nunca dije…
—Olvídalo. Si quieres que consiga ese colgante, necesito un estímulo
suplementario.
—Tienes el diamante para eso.
—Ni siquiera estoy seguro de que se encuentre dentro de ese colgante. Podría
estar vacío. No pienso arriesgar mi futuro por nada. Si no, ya puedes ir buscándote a
otro estúpido.

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Forzando una sonrisa. Tracy le devolvió la entrada.


—Tenemos que apoderarnos de ese colgante antes de que atraquemos en la isla
—susurró Tracy—. ¿Crees que serás capaz de hacerlo?
Ignoraba todavía por qué no había podido encontrar el colgante en el bolso de
Becky. Todo indicaba que iba a tener que depender de Bob, después de todo.
—No hay problema. Todo está bajo control. Puedes contar conmigo, cariño —su
tono meloso le arrancó escalofríos.
Se preguntó cómo una mujer con tanta clase como Kim Montgomery había
podido interesarse por un hombre semejante. Aunque ella no era quién para criticar
a nadie, después de haberse enamorado de Salvatore Morena, un ladrón que no
había vacilado en utilizar a su propio hijo para sus propósitos.
—De acuerdo entonces. Asegúrate de tener el colgante para cuando atraquemos
en Santo Tomás. Lo tengo todo preparado. Mi contacto nos dirá si la piedra está
dentro y lo que vale. Si es el tipo de diamante que creo que es, nos forraremos…
cariño.
Bob fue a darle un beso, pero ella se apartó.
—Aquí no —señaló el grupo de bailarines que estaban esperando entre
bastidores—. Hay demasiada gente. Harás que me despidan, Bobby. En la isla
podremos hacer todo lo que quieras…
Una voz avisó a las coristas de que faltaba un minuto.
—Tengo que irme —y se marchó para reunirse con sus compañeras.
—¿Amigo tuyo? —le preguntó Erica, su compañera de camarote, mientras
miraba a Bob de arriba abajo.
Erica era de Nueva York y había bailado en Broadway varias veces. Todavía
estaba a la espera de su gran oportunidad.
—Está comprometido —repuso Tracy.
—Pues no lo parece. No te quita ojo de encima.
—Créeme, no hay nada entre nosotros. Simplemente quería un autógrafo para
su futura hijastra.
Tracy se ajustó la toca de plumas y revisó su atuendo una vez más.
—Vi cómo lo mirabas… Ese tipo te gusta, chica —susurró.
Tracy decidió utilizar en su favor aquel comentario.
—¿Tanto se nota?
—Por supuesto.
Se encendieron las luces y se colocaron en posición. Tracy sonrió, pero no sólo
para la galería, sino porque había conseguido engañar a su amiga con aquella farsa
en la que se había convertido su vida.
***

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Efectivamente Estelle había planeado llevarse a las niñas al spa de San Martín,
una idea que le encantó a Sarah. Le apasionaba hacerse la manicura y que le rizaran
el pelo, aparte de disfrutar del jacuzzi. Laura se ofreció a hacerse cargo de Sarah, así
que aquella mañana Becky la entregó de buen grado en manos de su abuela.
Pero en aquel momento su atención estaba concentrada en el hombre que tenía
delante, de pie en la proa del velero Barras y Estrellas. Estaban a punto de abandonar
el muelle de San Martín. Connor y Mark estaban ocupados haciendo nudos mientras
Jan y ella escuchaban lis instrucciones del monitor.
El monitor no era otro que Dylan, de ahí que no estuviera prestando demasiada
atención a sus palabras. Además, de vez en cuando se volvía para mirar al abuelo y
al nieto, que se llevaban de maravilla. Al parecer ese viaje había conseguido estrechar
aún más su relación. Aunque solo hubiera sido por eso, le estaría eternamente
agradecida a Estelle.
—A ver si me acuerdo —dijo Mark mientras se disponía a enseñarle a Connor
un nudo marinero—. El conejo asoma la cabeza fuera del agujero, salta sobre el
tronco, corre detrás del árbol y se mete de nuevo en el agujero. Ya está —y le enseñó
el nudo que acababa de hacer.
Connor tomó el nudo y lo deshizo mientras tomaba nota mental de los
movimientos. Era increíble la facilidad que tenía para aprender cosas desde el
momento que decidía concentrarse en algo.
—Voy a probar yo…
Lo consiguió a la primera, y su abuelo le dio un abrazo.
—Eres fantástico.
Connor tomó una foto del nudo que acababa de hacer, y luego otra de Mark con
Becky.
Sentada en el banco de estribor, Becky no podía sentirse más contenta. Había
unos quince pasajeros en el barco, más los cinco tripulantes, Dylan incluido. Estaba
previsto que todo el mundo colaborara en las maniobras. De momento, los cuatro
chicos, entre los que se encontraba Connor, más la chica adolescente, habían recibido
una clase de nudos marineros.
En aquel instante, los adultos estaban siendo instruidos en el lenguaje de las
maniobras. Era una cuestión delicada, porque alguien podía enredarse un pie o una
mano con una soga y resultar seriamente herido. Así que Becky dedicó prestar más
atención de la que había estado dedicando hasta aquel momento.
—Mira, mamá, lo he conseguido —gritó Connor, enseñándole su segundo
nudo.
—Es maravilloso —replicó, encantada de ver que se lo estaba pasando tan bien.
—¿Listos para zarpar? —gritó un miembro de la tripulación.
—¡Listos! —respondió Dylan.

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De repente el Barras y Estrellas empezó a moverse. Mientras todo el mundo de


desplazaba de estribor a babor, la botavara barrió la cubierta y se desplegó la vela
gavia.
Fue un espectáculo maravilloso. Becky se emocionó al ver la alegría reflejada en
el rostro de su hijo, clavada la mirada en el velamen hinchado por el viento.
Era como si hubiese vuelto a ser el de antes. Sentado al lado de su abuelo,
embutido en su chaleco salvavidas, parecía completamente relajado y feliz.
Y Dylan también debió de haber percibido aquel cambio, porque cuando Becky
lo buscó con la mirada, él le señaló a Connor con la cabeza… sonriendo de oreja a
oreja.
Becky soltó un profundo suspiro y empezó a relajarse. Pero tan pronto como lo
hizo, el velero basculó hacia delante, la botavara barrió de nuevo la cubierta y todo el
mundo volvió a cambiar de lugar.
Se habían terminado los momentos relajantes.

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Capítulo 12
—Quiero volver a navegar, mamá —dijo Connor mientra se sentaba a la mesa
familiar del Salón Imperio en la Cubierta Atenea. El Salón Imperio era el comedor
principal del Sueño de Alexandra, y el más selecto. Todo parecía brillar en su
opulencia, desde la fina porcelana hasta la delicada cristalería.
Estelle estaba en su elemento, vestida con un modelo de alta costura, negro,
pendientes de rubí y collar a juego. Becky había escogido algo menos formal: un
sencillo vestido sin mangas, color morado, con pendientes de plata y, por supuesto,
el colgante. Kim llevaba un modelo bordado en oro, largos pendientes de diamante y
un llamativo bolso de cuentas de cristal.
Becky se descalzó bajo la mesa: estaba exhausta. Nunca había imaginado que
navegar sería algo tan cansador… Después de largar y soltar foques, tirar de amarras
y correr continuamente de una borda a otra, estaba agotada.
No así Connor, que incluso había vuelto a competir con el segundo grupo.
Becky se lo había pensado por un momento, pero desechó la idea consciente de que
no habría podido acompañarlo.
—¿Crees que podré tomar clases cuando lleguemos a casa? —le preguntó en
aquel instante, sentado frente a ella y flanqueado por Mark y por Sarah.
Becky, por su parte, se había sentado entre Laura y Bob. La idea no le había
entusiasmado, pero había tenido que hacerlo por su sobrina. Estaba a punto de
responder a Connor cuando Estelle metió baza en la conversación:
—¿Clases de qué, corazón?
Hasta ese instante Estelle había estado flirteando con el capitán, cuando pasó a
su lado y se detuvo a saludarla. Mark estaba ocupado pidiendo un escocés. Bob y
Kim reían de una broma privada mientras Laura entretenía a Sarah, que había
insistido en ponerse unas botas negras con su vestido de noche rojo porque quería
parecerse a Violeta, la de los Cuatro Fantásticos.
—De vela, abuela. Quiero aprender a navegar —afirmó Connor con tono
decidido. Becky se conmovió una vez más al escuchar el entusiasmo de su voz—. Ha
sido genial. El abuelo me enseñó a hacer todos los nudos y a utilizar mi peso en el
barco para que no volcase, y muchas otras cosas. Pero lo mejor fue ganar. Ganamos
la carrera por unos tres metros de diferencia. Incluso me dejaron ponerme al timón
un rato. ¿Has navegado tú alguna vez, abuela? Es increíble.
Becky no había visto a su hijo hablar con tanta pasión desde poco antes de la
muerte de Ryder.
Pero Estelle negó con la cabeza.
—Es demasiado peligroso, cariño. Escoge otra cosa. Tu padre estuvo a punto de
morir cuando…
—¡Estelle! —la interrumpió Mark.

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—Bueno, es cierto. Yo ya te lo advertí. Nunca debiste haberlo sacado a navegar.


Ni a Ryder ni a Connor.
—¿Qué mi papá estuvo a punto de morir? —Connor se volvió hacia su
abuelo—. Tú me habías dicho que los dos salíais a navegar cada verano.
—Y es verdad… —empezó Mark, pero esa vez fue Estelle quien lo interrumpió:
—Sí, querido. Así fue hasta que Ryder se golpeó la cabeza con algo y cayó del
barco. Tu abuelo casi se ahogó al rescatarlo, y si yo no hubiera llamado a los
guardacostas que casualmente estaban cerca, los habría perdido a los dos —se llevó
una mano al corazón.
—No fue exactamente así, Connor. Tu padre…
—Sí, fue eso lo que sucedió. Y tu padre reconoció el peligro inmediatamente.
Por eso me prometió que nunca más volvería a navegar. Y cumplió su promesa.
—Eso es cierto —reconoció Mark, decepcionado.
Sólo en ese momento entendió Becky por qué Ryder nunca había hablado de
ello.
El comportamiento de Connor cambió de pronto. Becky quiso levantarlo de la
mesa, lejos del veneno de Estelle, pero ya era demasiado tarde. Una vez más había
vuelto a retraerse en su mundo.
—¡Yo te salvaré, Connor! —exclamó Sarah, cerrando los puñitos—. Soy Violeta,
la mujer elástica de los Cuatro Fantásticos, y puedo meterme en el agua sin saltar del
barco. No te ahogarás mientras yo pueda evitarlo…
—He dicho que no —insistió Estelle—. No quiero volver a hablar de ello. En
esta familia no se volverá a oír la palabra «navegar». Si me hubiera enterado de lo
que pensabais hacer hoy, Mark, lo hubiera impedido. Y ahora, disfrutemos del resto
de la velada, ¿de acuerdo? —forzó una de sus falsas sonrisas y se sentó muy derecha
en su silla.
Mark bebió un buen trago de whisky mientras Becky se mordía literalmente la
lengua para no replicar a su suegra. Durante unos minutos un denso silencio se
abatió sobre el grupo, hasta que Bob se levantó de pronto con su cámara en la mano.
—Me gustaría tener una foto de la que muy pronto va a convertirse en mi
familia. ¿Qué tal si os hago una foto de grupo?
—Buena idea —aprobó Estelle—. ¿Cómo lo haces, Bob? Siempre se te ocurren
maneras de elevarnos la moral. Eres un encanto.
—Sí que lo es, ¿verdad? —secundó Kim.
—Sí, un verdadero encanto —rezongó Laura.
Laura, Becky y Kim se colocaron de pie detrás de Estelle, Mark, Sarah y Connor.
Pero cuando todo el mundo se disponía a volver a sus asientos, Bob insistió en sacar
dos fotos más.
—Quiero un primer plano de esta maravillosa familia —y procedió a sacar tres
fotografías más, con zoom.

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Becky no entendía cómo podía caber todo el mundo en el cuadro de la cámara.


Además de que, a juzgar por el ángulo de enfoque… tenía la extraña sensación de
que la estaba fotografiando sólo a ella. ¿Pero por qué habría de hacer una cosa así?
Cuando Bob por fin terminó, todo el mundo volvió a sentarse. Los camareros
sirvieron una deliciosa ensalada de peras, nuez caramelizada y espinacas, reclamada
previamente por Estelle, dado que se trataba de la comida establecida cada vez que
se reunía toda la familia. Al parecer no estaba dispuesta a hacer una excepción con el
crucero.
—He estado pensando… —dijo Bob, rompiendo el silencio.
—Eso es lo que más temo —musitó Laura, tapándose la boca con su servilleta, y
Becky le lanzó una mirada de reproche.
—Me gustaría llevar mañana a los niños a la isla, para enseñársela —continuó
Bob, sorprendiendo a Becky. Hasta el momento no había demostrado mucho interés
ni por Sarah ni por Connor. Ni por Laura, de hecho—. Creo que habrá un concurso
de castillos de arena en una de las playas. Yo soy un experto en castillos de arena.
—Es una idea maravillosa —Estelle lanzó una mirada extasiada a su futuro
yerno, como si fuera la encarnación del mismo Apolo—. Tengo una cita para mirar
unas esmeraldas en una pequeña joyería del otro lado de la isla, y le he pedido a
Mark que me acompañe. Es todo un experto en gemas.
Mark no hizo ningún comentario. Bebió otro trago de escocés y miró a su
alrededor como buscando algo o a alguien. Becky supuso que se trataría de Jan.
—Bob, tú nunca me habías dicho que habías estado antes en la isla —dijo Kim.
—La verdad es que no, pero había pensado en hacer un poco de niñera y así
daros un descanso a ti y a Becky.
—Yo no necesito una niñera —siseó Laura.
—Por supuesto, pero pensé que ésta sería una buena oportunidad para que nos
conociéramos un poco mejor. Al fin y al cabo, voy a ser tu papá.
—Puede que seas muchas cosas, Bob, pero «mi papá» no. Nunca —le espetó la
adolescente.
—No te permito que le hables así a Bob, jovencita —lo reprendió Kim—.
Discúlpate ahora mismo.
Fue como si el salón entero se hubiera quedado en silencio y todas las miradas
se hubieran vuelto hacia Laura. Becky esperaba que su sobrina se disculpara y pasara
página, pero Laura no era de las que cedían fácilmente.
—Puedes obligarme a que me disculpe porque todavía vivo bajo tu techo, pero
Bob nunca será mi padre. Mi padre vive en Arizona y, aunque no lo veo mucho,
sigue siendo mi padre. Por muchos «Bob» con los que te cases, yo sólo seguiré
llamando «papá» a un hombre: a mi padre —se volvió hacia Bob—. Lo siento, Bob.
Me encantaría ir a Santo Tomás contigo y con Connor y Sarah, para que nos enseñes
una isla de la que no sabes absolutamente nada —nuevamente miró a su madre—.
Ya está. Hecho. ¿Satisfecha?

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Becky podía ver que su madre se moría de ganas de saltar sobre la mesa para
retorcerle el cuello. Había llegado el momento de intervenir para evitarlo.
—No lo sé, Bob, mis hijos pueden llegar a dar mucho trabajo. Es un bonito
gesto, pero no creo que…
—Simplemente pensé que las tres os merecíais un buen descanso. Yo sólo
intentaba ayudar, pero si tenéis otros planes… Bueno, quizá en otra ocasión… —Bob
fingió una exagerada expresión de tristeza.
Lo peor de todo aquello era que Becky quería realmente quedarse sola para
poder pasar el día con Dylan, pero dejar a Sarah y a Connor con Bob no le parecía ni
justo ni adecuado. Su invitación no había podido ser más absurda.
Pero Kim parecía haber tomado ya una decisión:
—Yo esperaba quedarme a bordo mañana y volver al spa. Todo el mundo
estará en la isla y yo tendré el spa para mí sola. Es maravilloso. Gracias, Bobby. Eres
muy generoso —y le lanzó un beso.
—¿Por qué esa súbita afición a los niños, Bob? —le preguntó de pronto Mark—.
De alguna manera, yo tenía la impresión de que sólo estabas interesado en mi hija…
Bob bajó su tenedor, bebió un sorbo de vino y se limpió con la servilleta antes
de contestar.
—Tienes razón, Mark. He estado cegado por el amor que sentía por su hija, y no
podía pensar en otra cosa. Pero esta noche, mientras estaba haciendo las fotos, de
repente me he dado cuenta de que quiero llegar a conocer a mi futura familia… y qué
mejor manera que empezar por estos maravillosos niños.
—Esta conversación es una estupidez —terció Estelle—. No se los va a llevar de
safari al África, precisamente. Sólo serán unas pocas horas en Santo Tomás. Creo que
lo estáis exagerando todo —se volvió hacia Connor—. Sé que te portarás bien y harás
caso al tío Connor, ¿verdad, ricura?
Connor asintió brevemente con la cabeza. A continuación Estelle se dirigió a
Sarah.
—Y tú, preciosa, prométele a tu abuela que te portarás tan bien como siempre.
—Te lo prometo.
—¿Lo veis? No quiero volver a escuchar una palabra más. De nadie —y miró
directamente a Laura.
Luego, mientras los camareros servían la sopa, Laura se inclinó hacia Becky
para susurrarle al oído:
—Yo cuidaré de ellos, tía Becky. No te preocupes.
—Sé que lo harás. Gracias —repuso, ya más tranquila.
Fue entonces cuando decidió que Estelle tenía razón. Estaba exagerando. Bob
terminaría formando parte de la familia, tanto si a Laura le gustaba como si no, y ya
era hora de que ambas empezaran a confiar en él… aunque sólo fuera un poco.

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***
—Todo arreglado —le dijo Bob a Tracy en la puerta del bar de tripulantes,
escondido entre las sombras. Había ido a buscarla después del último espectáculo de
la noche, y Erica no sólo le había dicho dónde estaba, sino que además se había
ofrecido a acompañarla—. Te esperaré en el vestíbulo del Royal Garden a las once.
Trace ya se había cambiado y llevaba una ajustados pantalones blancos y una
camiseta negra. Todavía no se había quitado el maquillaje.
—¿Conseguiste el colgante?
—Aquí mismo lo llevo —se tocó el bolsillo interior de la chaqueta.
—¿Por qué no me lo das para que lo guarde? —le sugirió, extendiendo la mano
y esperando que se lo entregara rara que toda aquella pesadilla terminara de una
vez.
—Pero, cariño… —ladeó la cabeza, sonriente— si es ni amuleto de la buena
suerte…
De repente la estrechó en sus brazos y le plantó un húmedo beso en los labios,
con lengua. Tracy no tuvo mas remedio que seguirle la corriente.
Cuando Bob empezó a bajar una mano en dirección a su entrepierna, Tracy
tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no empujarlo. La vida de su hijo
dependía de su capacidad de resistencia.
Interrumpió el beso cuando pensó que ya había sido suficiente, y se apartó,
jadeando por la tensión. Esperaba que él no lo hubiera notado. Se sentía sucia, como
si la hubiesen violado, pero aun así continuó acariciándolo, deslizando una mano por
debajo de su chaqueta, hacia su bolsillo. Si pudiera apoderarse del colgante mientras
él seguía recuperándose del impacto del beso, quizá…
Pero Bob le agarró con fuerza la muñeca. Tracy intentó controlar la respiración.
Y sobreponerse al dolor.
—No tan rápido, cariño. Este colgante es el billete de entrada en tu cama. Sin él,
mucho me temo que mañana no aparecerías, y eso me entristecería mucho.
Por fin la soltó. Pero en vez de alejarse, Tracy se acercó aún más y lo sorprendió
cerrando una mano firmemente sobre su sexo. Bob esbozó una mueca, sobresaltado,
pero ella no soltó su presa. En aquel momento estaba en sus manos.
—Créeme —murmuró con voz melosa—, no hay nada en este mundo que
pueda separarme de ti.
Soltándolo bruscamente, dio media vuelta y entró en el bar de tripulantes, que
estaba atestado. La música estridente la mareó. Habría dado cualquier cosa por
poder llamar a su madre para pedirle consejo, o confesarle a su padre sus temores.
Pero probablemente ambos le dirían que llamara a la policía… que era exactamente
lo que no se debía hacer cuando Salvatore estaba de por medio.
A Salvatore, los policías le volvían loco, frenético. Le daban ganas de huir, de
desaparecer. Y cuando Salvatore desaparecía, nadie podía encontrarlo. Ése era

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precisamente uno de los temores de la larga lista de Tracy. Si no le entregaba el


diamante, Salvatore podía llevarse a su hijo a Italia de manera que Tracy jamás
volviera a verlo.
Se le revolvió el estómago. En lugar de volver a la barra para terminar su
martini de vodka, se dirigió directamente al servicio y vomitó.

El teléfono sonó varias veces antes de que Dylan se espabilara lo suficiente para
contestar. Esperaba que lo descolgara su compañero para poder seguir durmiendo,
pero el tipo aún debía de seguir de fiesta, porque no había vuelto.
—¿Diga? —gruñó de mal humor.
—¿Dylan? —susurró una voz femenina, que al principio no reconoció. Le daba
igual. Lo único que quería era seguir durmiendo.
—No. Dylan se murió cuando sonó el teléfono y quien habla es su fantasma.
Llámelo por la mañana y veremos si podemos resucitarlo —estaba terriblemente
cansado después del largo día de las regatas.
—Lo siento. No sé por qué, pero no me imaginé que estarías durmiendo.
—¿Becky?
—Sí. Lo siento mucho, yo…
—No, no te disculpes. ¿Todo bien?
—Sí, todo bien.
—Me alegro —su cabeza estaba empezando a aclararse. Y su humor también,
sobre todo cuando pensaba en la mujer con quien estaba hablando. El problema era
que en aquel momento no sabía qué decir—. Er… Becky, sigues ahí?
—Sí, claro.
—Menos mal, porque pensé… que habías colgado.
—No.
Silencio.
—Bueno, yo… —empezaron los dos al mismo tiempo.
De nuevo, aquel incómodo silencio. Pero al final Dylan ya no pudo más.
—¿Querías…?
—Sí. Quería aceptar tu generosa oferta de llevarme de compras. Estaría loca si
dejara pasar la oportunidad. Mi futuro cuñado se llevará a los niños mañana, así que
pensé que…
Pero Dylan estaba demasiado excitado para dejarla terminar. No podía correr el
riesgo de que cambiara de idea.
—Nos veremos en el muelle a las nueve.

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—¿Podría ser a las diez? Las nueve podría ser una hora demasiado temprana
para Bob.
—Claro. A las diez.
—¿Necesitaré llevar alguna otra cosa aparte de dinero?
—Sí, un calzado cómodo para caminar. Santo Tomás es una isla grande con un
montón de tiendas, y algunas de las mejores están colina arriba.
—Entonces hasta mañana.
—Hasta mañana.
Dylan colgó, consciente de que si no tenía cuidado… aquella mujer podía
trastocarle la vida entera.

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Capítulo 13
—Quédate quieta —le dijo Becky a Laura mientras intentaba abrocharle el
colgante. Estaban frente al tocador de la suite de Becky, preparándose para la
excursión a Santo Tomás.
Connor y Sarah estaban viendo los dibujos animados en la otra habitación. Sus
risas llegaban hasta ellas, recordándole a Becky lo mucho que las había echado de
menos durante los dos últimos años.
—¿Estás segura de que quieres que lleve esto hoy, tía Becky? —le preguntó
Laura—. Quiero decir que… tu suerte podría cambiar si no te lo pones.
—Tú vas a pasar el día entero con Bob —repuso Becky mientras terminaba de
abrocharle la cadena—. Vas a necesitar toda la suerte del mundo, sobrinita.
Justo cuando Laura se volvió para mirarse al espejo, el colgante se soltó y cayó
al suelo.
—¿Lo ves? —se agachó e hizo ademán de entregárselo—. No estoy destinada a
llevarlo.
—Entonces llévalo en un bolsillo, o en tu bolso.
—¿Seguro?
—Sí, seguro —le dijo Becky—. La diosa de la luna querría que tú lo llevaras
hoy. Quién sabe, quizá cambies tu actitud hacia Bob y decidas aceptarlo como
padrastro…
—No puedes estar hablando en serio. Ese tipo es malo, Becky. Malo de verdad.
Lo sé.
—Bueno, todavía no se ha casado con tu madre. Aún hay esperanza.
—¿Es que no has visto la manera en que lo mira mi madre? Conozco esa
mirada. Va a casarse con él y no hay manera de que yo pueda hacer nada al respecto.
—Si ése es el caso, entonces agarra con fuerza el colgante y repite conmigo.
Laura así lo hizo.
—Escúchame, oh magnánima diosa de la luna —entonó Becky, y Laura fue
repitiendo—. Dame fuerzas para aceptar lo que no se puede cambiar y fuerzas para
luchar por lo que se pueda cambiar. E ilumíname para que pueda discernir la
diferencia.
Laura se sonrió.
—Eso se parece a la plegaria de la serenidad de los Alcohólicos Anónimos.
—Más o menos, pero la he modificado un poco. Pero… ¿cómo es que conoces
esa oración?
—Por el potencial padrastro número uno.
—Así, el tal Ron. No duró mucho, ¿verdad?

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—Seis meses. Desde que se le ocurrió llevar a mamá a una de sus sesiones de
Alcohólicos en nuestra iglesia y la abuela se enteró… aquello fue el principio del fin.
—No era tan mal tipo, dejando aparte lo de la bebida.
—Y las juergas que se corría durante semanas enteras. O las carreras que se
daba por toda la casa luciendo la ropa interior de mamá. No, aparte de eso, no era
tan mal tipo.
—Está bien: tu madre tiene un problema con su gusto con los hombres.
—Y que lo digas.
—Quizá Bob sea diferente.
—Ya, y quizá las vacas vuelen.
Becky se sentó en la cama con gesto cansino. Laura tenía razón. Bob sólo era un
nombre más en la larga lista de tipos extraños con los que se había relacionado Kim.
—De acuerdo, me has convencido. No pienso dejar a mis hijos en sus manos.
Tendré que llamar a Dy…
Se mordió la lengua. Demasiado tarde.
—¿Vas a pasar el día con Dylan? —exclamó Laura, incrédula—. ¿Por qué no me
lo habías dicho antes? Bob es cande. Es estupendo. Es el mejor padrastro que podría
tener. No me hagas caso, tía Becky. Tienes que salir con Dylan: en caso contrario, la
diosa de la luna se pondrá a llorar otra vez y ya sabes lo malo que puede llegar a ser.
—Está bien. Pero prométeme que no perderás a mis hijos de vista. Y que no le
contarás a nadie lo mío con Dylan.
—Te lo prometo. Además, Bob no puede ser tan malo. De hecho, es el primer
tipo al que la abuela le dirige la palabra.
—Prométeme también que te llevarás tu móvil y me llamarás en cuanto la cosa
empiece a decaer. Iré a rescatarte y pasaremos el resto del día juntas. Y vuelve
temprano. No más tarde de las cuatro. No, mejor a las tres. Me sentiré mejor si todos
estamos de vuelta en el barco a eso de las tres —se levantó de la cama.
—Trato hecho. Y no te preocupes, que cuidaré bien de los niños.
Becky sabía que, a otro nivel, aquello significaba mucho para Laura. Su
autoestima y autoconfianza necesitaban de un estímulo exterior. Necesitaba que por
lo menos su tía creyera en ella.
—Sé que lo harás, cariño.
—Pero… ¿qué pasa con el pendiente? ¿No deberías levártelo, después de todo?
—Sé que es una tontería, pero… Como realmente pienso que da buena suerte,
preferiría que lo llevaras tú.
Laura se lo guardó en un bolsillo del pantalón corto y se abrochó el botón para
mayor seguridad.

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—Muy bien, entonces todo arreglado. Yo voy a intentar llevarme bien con mi
futuro padrastro y tú… ¿tú qué vas a hacer con Dylan?
Becky evocó inmediatamente el beso de la otra noche.
—Comprar. Vamos a ir de compras.
Justo en aquel instante aparecieron Connor y Sarah, que saltaron a la cama.
Laura agarró al niño y le hizo cosquillas mientras Becky hacía lo mismo con ella.
Pronto la habitación se llenó de gritos de alegría y carcajadas. Por un instante,
Becky estuvo segura de que la diosa de la luna seguía sonriendo a aquella familia…
Pero un vistazo al reloj de la mesilla le confirmó que había llegado la hora de
prepararse.
—Muy bien, chicos —se levantó de la cama—. Hay que irse. Bob está
esperando.
No le gustó interrumpir la diversión, pero no quedaba otro remedio. Fue a la
habitación contigua y llamó a Bob para que fuera a buscar a los chicos.
Quince minutos después se presentó ante su puerta. Para entonces los tres
estaban tranquilamente sentados en el sofá, esperando.
—Vaya, mira esto —exclamó Bob mientras entraba en la suite—. Pero si parecen
unos angelitos… —se volvió hacia Becky—. No te preocupes. Cuidaré muy bien a
estas ricuras.
Aquel tono no podía ser más condescendiente, pero al menos parecía sincero.
Además, Becky tenía completa confianza en Laura.
Laura y los crios seguían sentados con las manos en el regazo, sonriendo a Bob
con expresión inocente. Pero a Becky no la engañaban. Aquellas sonrisas eran tan
falsas como los cumplidos de Estelle.
—Yo tengo que irme —dijo mientras recogía su bolso.
—Nosotros también. Primero me los llevaré a desayunar y luego, cuando
tengamos la tripa bien llena, iremos a la isla. Los niños necesitan desayunar bien por
la mañana. Es la gasolina de su ejercicio diario.
Becky se despidió por fin de los niños y se marchó. Tan pronto como salió al
pasillo, una voz anunció por megafonía que varias orquestas de música calypso
tocaban en el muelle.
A Ryder le había encantado la música calypso. Y ella… ¿qué diablos estaba
haciendo acudiendo a una cita con otro hombre? Pulsó el botón del ascensor. Las
puertas se abrieron, pero de repente descubrió que no podía entrar. No mientras
llevara la fotografía de Ryder en su bolso. No estaba bien. Tenía que volver a la suite
para dejarla allí, al menos por unas horas.
De regreso en la suite, deslizó la tarjeta y abrió la puerta. Para su completo
asombro, Bob estaba de pie frente a su tocador, rebuscando en los cajones. No la
había oído entrar.
—¿Qué ocurre, Bob? —preguntó, dirigiéndose hacia él.

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Connor también estaba en el camarote, mirando en su armario. Bob dejó


inmediatamente lo que estaba haciendo.
—Estoy buscando mi coche de carreras. Quiero llevármelo y no lo encuentro —
explicó el niño—. Y Bob me está ayudando a buscarlo.
Becky advirtió que el cajón superior del tocador estaba abierto, con una
camiseta medio colgando.
—No creo que encuentres el cochecito de Connor en mi tocador, Bob —le dijo, y
cerró el cajón. Lo miró directamente a los ojos—. ¿Te importaría explicarme qué
dignifica todo esto?
Bob sonrió.
—Lo estaba ayudando a buscar su cochecito, ¿no es cierto, Connor?
—Sí, mamá, pero no está por ninguna parte.
—¿Qué te hace pensar que puede estar en mi armario?
—Oh, en tu armario no estaba buscando mi coche. El tío Bob me pidió que
buscara el colgante.
Becky se volvió de nuevo hacia Bob.
—¿Has hecho que mi hijo registre mis cosas para buscar el colgante? ¿Qué
diablos es todo esto, Bob? —se cruzó de brazos.
—Es todo mucho más inocente de lo que parece. Me fijé en que hoy no llevabas
el colgante, así que pensé que podría ser divertido que Sarah se lo pusiera. Les dije a
Laura y a Sarah que se adelantaran para reservar una mesa en el comedor mientras
nosotros lo buscábamos. Me figuré que estaría en tu tocador, o quizá se te había
caído en el suelo del armario, eso es todo. No es para ponerse así.
—Sí que lo es. Mis hijos no suelen curiosear en mis cosas, y vengo y te
encuentro a ti no sólo hurgando en mi tocador, sino animando a mi hijo a hacer lo
que sabe perfectamente que no debe hacer.
—No es para tanto, Becky. Dame el colgante que yo se lo daré a Sarah.
Becky no daba crédito. El descaro de aquel hombre era inmenso.
—Tienes que estar de broma. ¿Qué clase de madre sería yo si recompensara a
mi hijo por hacer algo incorrecto?
—Esto no tiene nada que ver con su educación. Se trata de que tus hijos se
diviertan un poco. Tú estás acaparando toda la diversión guardándote ese colgante
para ti sola. Piensa en las ventajas que disfrutarían los niños si ellos también se lo
pusieran. No estás siendo muy generosa, Becky.
Le entraron ganas de abofetearlo.
—¿Me estás diciendo que no sé tratar a mis hijos? Porque si es así, te advierto
que…

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—¡Mamá, ya he encontrado el coche! —exclamó Connor, interrumpiéndola—.


Vámonos ya. Sarán no necesita el colgante; es demasiado grande para ella. ¡Venga,
tío Bob! Tengo hambre.
Bob no se movió. Seguía mirándola fijamente.
Becky pensó que no podía dejar a sus hijos en las manos de aquel hombre. Era
imposible.
—No, yo…
Pero Connor volvió a interrumpirla.
—Tío Bob, venga, vámonos ya… —y empezó a tirarle de la mano.
—Claro, ahora mismo —dijo antes de que Becky pudiera terminar la frase, y se
dirigió hacia la puerta.
Quería detenerlos. Pero Connor parecía entusiasmado con la perspectiva de
pasar el día con Bob. Y sin embargo…
Bob se volvió de nuevo hacia ella.
—Siento haberte molestado, Becky. Sólo estaba pensando en la diversión de los
niños. Si no quieres que me los lleve a la isla, dímelo. Puedo llamar a Sarah y a Laura
ahora mismo y lo anularemos todo.
—No, mamá, por favor… —le pidió Connor—. El tío Bob me prometió que nos
ayudaría a ganar el concurso de castillos de arena. Sabe hacer castillos de un metro
de alto. Como papá, ¿recuerdas?
Por supuesto que lo recordaba, pero Bob era un pobre sustituto de Ryder. Miró
su reloj. Le quedaban exactamente diez minutos para encontrarse con Dylan. Tenía
que decidirse.
Bob seguía esperando su respuesta. Y Connor también. Becky se recordó
entonces que los niños estarían en las capaces manos de Laura. Su sobrina cuidaría
de ellos. Y su hijo parecía entusiasmado con aquel concurro.
—Adelante. Que os lo paséis bien.
—Volveremos temprano —le aseguró Bob mientras abandonaban la suite.
Becky suspiró profundamente, extrajo su cartera del bolso y la abrió con la
intención de sacar la fotografía de Ryder. Pero inmediatamente la cerró, dejándola
donde estaba.
—Suceda lo que suceda hoy, te necesitaré conmigo —pronunció en voz alta, y
salió del camarote.

Había tres grandes cruceros atracados en línea en el puerto Charlotte Amalia de


Santo Tomás. Cada buque transportaba miles de pasajeros que en aquel momento
inundaban tiendas y comercios, con la ladera de la montaña, tapizada de exuberante

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vegetación, como telón de fondo. La brisa transportaba los acordes de la música


calypso. Todo el mundo parecía feliz y relajado.
Todo el mundo… salvo Dylan, que paseaba arriba y abajo del muelle. Ya tenía
guardada la comida de picnic en el jeep que había alquilado aquella mañana, y ahora
sólo tocaba esperar.
Estaba empezando a dudar de que Becky apareciera. Una mujer como ella no
era dada a las aventuras, si acaso lo que estaban a punto de iniciar podía ser
considerado como una aventura. No. Era simplemente una cita para ir de compras, y
quizá también un picnic en una tranquila playa. Nada más.
Al fin y al cabo, él vivía en un barco crucero y ella en San Diego. Nada podría
salir de aquello. Y aunque él decidiera volver a casa para trabajar con su hermano,
Becky nunca podría vivir en Newfoundland. Tenía su propia tienda y…
—Hola.
Alzó la mirada y de repente se excitó al verla. Se sonrieron, pero Dylan sabía
que la excitación no era mutua. Quizá todo eso del picnic romántico en una tranquila
playa no había sido más que imaginaciones suyas.
No importaba. Becky había venido y él estaba decidido a regalarle un gran día.

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Capítulo 14
—Éste es un buen lugar —dijo Bob, deteniéndose a unos pocos metros del agua.
La playa de arena blanca estaba atestada de niños haciendo castillos.
Soltó de golpe la gran bolsa de lona con la que había estado cargando, que cayó
delante de Laura con un ruido sordo.
—Ahí tenéis palas y cubos, y todo tipo de cosas para hacer vuestro castillo.
Connor alzó la mirada hacia él.
—¿Pero no vas a ayudarnos? No podremos ganar sin ti.
—Tu tío Bob tiene algo importante que hacer. Volveré dentro de unas pocas
horas, pero si no…
—¡Unas pocas horas! —lo interrumpió Laura, irritada.
—Sí, no os pongáis nerviosos. Volveré, tranquilos. Pero sólo en el caso de que
no sea así… —sacó su cartera— os daré esto para que os podáis arreglar.
—Cinco dólares —protestó Laura—. ¿Vas a dejarnos colgados con cinco
dólares? No nos llegará ni para comer.
Laura supo entonces que había tenido razón con aquel tipo. Era un verdadero
chiflado.
—Escucha, Bob, no puedes dejarnos aquí. A mamá le dará un ataque y tía Becky
jamás te lo perdonará —intentó razonar con él, aunque sabía que era imposible—. Y
la abuela… supongo que no querrás que se enfade contigo. La cosa podría ponerse
fea. Por no hablar de lo que podría hacer el abuelo.
Bob asintió y se alejó con ella unos metros, para que los niños no pudieran
oírlos.
—Está bien. ¿Cuánto quieres a cambio de que la familia no se entere de esto?
Laura no podía dar crédito: su futuro padrastro estaba intentando sobornarla.
—Mucho. Quiero ser rica y famosa —bromeó, irónica.
—¿Qué tal veinte dólares? —abrió de nuevo su cartera.
—Evidentemente tú no quieres casarte con mi madre.
—Está bien, está bien, lo entiendo… —y sacó cien.
—Eso está mejor, pero los niños querrán comprarse algún juguete. Ya sabes que
tienen gustos muy caros.
—Mira, sólo llevo doscientos. Si te doy más, me quedaré sin efectivo.
—¿Has oído hablar de las tarjetas de crédito?
Laura extendió la mano y Bob le entregó todo el efectivo que llevaba en la
cartera. Luego dobló bien los billetes y se los guardó en el mismo bolsillo donde
llevaba el colgante. Prudente, se aseguró de volver a abrocharse el botón.

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—Eres buena negociadora, niña.


—Me fijo en la gente para aprender.
—¿Ah, sí? ¿Y en quién te fijas?
—En ti —y volvió con los niños.
Bob continuó caminando y se perdió de vista.
—No va a volver, ¿verdad? —preguntó Sarah mientras Laura se sentaba al lado
de Connor.
—Puede que sí —respondió, intentando disimular su nerviosismo por el hecho
de haberse quedado sola con los crios.
Estaban en una playa de la bahía de Megan, justo al otro lado de la isla. Volver
al barco no le preocupaba: lo único que tenían que hacer era subirse a uno de los
barcos-lanzadera que comunicaban aquella parte de la isla con el puerto. Su
problema era otro: si contarle a su tía Becky la verdad o no. Si lo hacía, su cita con
Dylan se iría al diablo.
Y Laura no quería que eso sucediera. Además, era perfectamente capaz de
cuidar de sus primos.
Connor cruzó los brazos sobre el pecho, suspirando.
—Es por mí, ¿verdad? No quería pasar el día conmigo.
—Para nada —Laura le pasó un brazo por los hombros—. Bob tiene cosas que
hacer que no tienen nada que ver con nosotros.
Sarah también se le acercó y los tres quedaron sentados en círculo.
—Pero él nos prometió que nos ayudaría —insistió el niño.
—No lo necesitamos, Connor —intervino Sarah—. Si trabajamos juntos, lo
conseguiremos. No necesitamos que ningún adulto nos ayude.
—¿De qué película has sacado esa estúpida idea?
—De ninguna. Sé que es cierto.
—Va a llevarnos mucho trabajo —advirtió Connor. Pero Laura ya había visto el
brillo de determinación de sus ojos.
—Muy bien. Lo conseguiremos.
¿Tenían que estar de vuelta en el barco a las tres, o era a las cuatro? No lo
recordaba. De todas formas, disponían de tiempo suficiente para ganar el concurso.
—¡Manos a la obra!
—¡Sí! —exclamó Sarah—. Haremos un castillo como el del pirata Barbanegra.
Cuando terminemos, ¿podremos subir a la montaña para ver dónde vivía?
—¿Quién? —inquirió Connor.
—El pirata Barbanegra, tonto. Su castillo está en la montaña ésa de allá arriba.

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Laura le preguntó entonces a Connor al oído:


—¿Cómo es que sabe tantas cosas?
—Lee libros. Y ve los documentales de la tele.
—Creo que esta niña necesita salir más.
—Eso díselo a mamá.
—Se lo diré en cuanto volvamos.

—Este lugar es increíble. ¿Por dónde empezamos? —inquirió Becky, subiendo


al jeep. Dylan lo había aparcado en una calle lateral, cerca de las tiendas del muelle.
—Tú limítate a disfrutar. Primero subiremos a la cumbre de la montaña: la vista
es fantástica. Se ven las islas de alrededor. ¿Sabías que en el siglo XVI el gobernador
declaró la isla como refugio de piratas, para que los comerciantes locales pudieran
traficar con sus botines?
—¿No es aquí donde el pirata Barbanegra edificó su castillo?
—Eso dice la leyenda. Ahora es parte de un hotel. No sé si Barbanegra tenía ese
destino en mente, pero a los niños les encanta.
—Espero que Bob lleve a los niños a verlo. A Sarah le encantará.
—¿Y a Connor?
—También, pero no tanto como a ella. Piratas del Caribe es una de sus películas
preferidas, y cada vez que vamos a Disneylandia tenemos que subir al barco por lo
menos tres veces. Hasta Connor termina aburriéndose.
—Yo sólo he estado en Disneylandia una vez, fue el año pasado. Quedé con
Bear allí; él tampoco había estado. Nos lo pasamos muy bien. Tengo que admitir que
montamos en la atracción de los piratas por lo menos dos veces. Es una de mis
preferidas. Ésa y la Montaña del Espacio.
—Me encanta la Montaña del Espacio.
—Quizá podamos ir juntos en alguna ocasión —dijo Dylan.
Becky no pudo menos que preguntarse si eso sucedería realmente alguna vez.
De todas maneras, nada se perdía con soñar.
—Cuando vayas a San Diego, llámame y podemos quedar allí.
—Te tomo la palabra —sonrió.
Pero Becky seguía dudándolo.
—¿Hay tiendas en la cumbre de la montaña?
—Sí —tardó en responder Dylan, como si hubiera estado pensando en algo por
completo diferente—. Hay una boutique que creo que te gustará. Conozco a la
propietaria, Sonita. Nos está esperando.

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—Entonces vamos.
Se recogió la melena. Estaba feliz, eufórica. Para su sorpresa, cuando se volvió
para mirarlo de nuevo, Dylan le dio un rápido beso en los labios.
—Llevaba esperando días para hacer esto —murmuró con voz ronca.
—Yo también —repuso ella.
Aquel simple beso fue como abrir las compuertas de una presa. Lo deseaba. Ya.
Lo besó con pasión, deslizando la lengua en el dulce interior de su boca,
intentando comunicarle sin palabras lo que sentía… pero podía percibir su
resistencia, su retraimiento.
—Será mejor que salgamos ya —dijo al fin, sentándose al volante y arrancando
el motor.
—Sí —se sentía incómoda y avergonzada, como si hubiera dado por supuesto
algo que no existía en realidad, que solamente había sido fruto de su imaginación—.
Tengo un montón de compras que hacer.

—Acaba de entrar en el vestíbulo —le dijo Tracy a Salvatore por el móvil.


Estaba de pie en el extremo más alejado del inmenso vestíbulo, detrás de un gran
macetero de flores. Desde allí podía ver perfectamente a Bob cruzando la puerta,
pero él no podía verla a ella.
—Será mejor que haya traído el diamante —gruñó Salvatore.
—No te preocupes. Ya te dije que se lo quitó a la chica anoche. Todo va bien.
Tan pronto como tengáis el diamante en vuestro poder, quiero a mi hijo en un avión
de vuelta a Las Vegas.
—Ahora mismo voy camino del aeropuerto.
—No se te ocurra jugármela, Salvatore. Ya no soy la chica estúpida que solía
ser. Ponme a Franco al teléfono para que sepa si estás diciendo la verdad o no.
—¿Mami? ¿Mami?
Sintió que se derrumbaba por dentro mientras los ojos se le llenaban de
lágrimas.
—Hola, cariño. ¿Estás bien?
Bob se estaba dirigiendo hacia ella, aunque todavía no la había visto. No podía
arriesgarse a que la sorprendiera hablando por teléfono.
—Hoy vuelvo a casa, mami. ¿Irás a recogerme al aeropuerto?
—No, cariño. Irá la abuela. Pero yo estaré allí contigo lo antes posible.
—Te echo de menos, mami.
Bob se había detenido, mirando a su alrededor, y estaba a unos pasos de ella.

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—Yo también te echo de menos, corazón. Pero muy pronto estaremos juntos, te
lo prometo.
—Está bien.
Bob estaba mirando en su dirección. Tracy tuvo que encorvarse detrás del
macetero.
—Tengo que dejarte, cariño. Te quiero mucho. Volveremos enseguida a casa,
¿de acuerdo?
—De acuerdo, mami. Te quiero. Adiós.
—Adiós, cariño —pero la comunicación ya se había cortado. Probablemente
había colgado Salvatore. Maldito fuera…
Tracy cerró el teléfono, se lo guardó en el bolso y se enjugó las lágrimas con las
dos manos.
—Llegas tarde —le dijo a Bob, acercándosele por detrás.
—Lo sé. No podía deshacerme de esos malditos chicos. Primero tenían que
comer y luego tuve que llevarlos a la otra punta de la isla a un concurso de castillos
de arena…
—¿Qué chicos?
—Eso es asunto mío.
—¿Dónde están? —Tracy pensó en la niñita rubia y en su hermano—. ¿Estás
hablando de Sarah y de Connor?
—¿Cómo conoces sus nombres?
Intentó pensar rápidamente en algo.
—Me los encontré una vez en la piscina.
Bob la agarró entonces bruscamente de un brazo.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es lo que me ocultas?
Intentó permanecer tranquila, pero uno de los porteros debió de ver su
expresión crispada, porque se los quedó mirando, ceñudo.
—Suéltame, si no quieres echarlo todo a perder.
Bob miró a su alrededor y descubrió al portero. Forzando una carcajada, la
soltó.
—Vale, pero no te separes de mí.
Tracy se frotó el brazo dolorido mientras recuperaba la compostura.
—¿Te he mentido yo alguna vez? Estoy aquí, ¿no?
—Desde luego. Tú quieres este diamante tanto como yo.
—Probablemente más —murmuró para sí misma—. ¿Lo tienes?
—¿Por qué no habría de tenerlo?

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—Me gustaría verlo.


—Todo a su tiempo, cariño. Lo primero es lo primero —y se dirigió hacia el
mostrador.
—No, eso después. Tengo un taxi esperando fuera. Mi contacto sólo puede
vernos antes de mediodía. Tenemos que irnos ya.
Bob se la quedó mirando fijamente.
—¿Qué clase de farsa es ésta? ¿Desde cuándo los traficantes de diamantes
tienen horarios?
—Yo no soy quien dicta las normas, sino él. Tan pronto como sepamos que esa
piedra es verdadera, regresaremos al hotel —consciente de que no tenía otro
remedio, se le acercó y le plantó un beso en sus carnosos labios—. Te deseo tanto
como tú a mí, cariño… —susurró con voz melosa.
—Eso espero —y tomándola de la mano, se dirigió hacia la puerta.
—Que pasen un buen día —les deseó el portero, ya más tranquilo después de lo
que acababa de presenciar.
—Ésa es precisamente mi intención —respondió Bob, haciéndole un guiño.
Tracy no podía volver a mirarlo, bajo riesgo de echarse a llorar otra vez. No
tenía otro remedio que seguir ejerciendo de mujer fatal… algo que cada vez le estaba
resultando más difícil.

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Capítulo 15
Becky habría comprado media tienda de Sonita. Fulares de seda, blusas y
vestidos, suéteres, faldas estampadas con delicados bordados artesanales, bisutería
de plata e incluso algunas piezas de cristal soplado, representando criaturas marinas,
con las que pensaba decorar su tienda. Tomó nota de los nombres de los artistas
locales que habían creado esas maravillas, entre los que se encontraba la propia
Sonita, diseñadora de un vestido de seda de varios colores que la había dejado
impresionada.
—Éste le gustará especialmente a mi socia, Lacey —comentó Becky, radiante—.
¿Podrías hacer más?
—Todos los que quieras, dawta —respondió Sonita con su delicioso acento
isleño.
El jeep ya estaba cargado de bolsas de la tienda de Sonita y de algunas otras.
Becky había aprovechado para comprarles regalos a los niños, a los vecinos y
también algo para ella: un biquini moderno, un capricho que hacía años que no se
permitía. Pensaba reservar su bañador de una pieza para el picnic en la playa que
Dylan le había prometido.
—Estaremos en contacto —se despidió de Sonita.
—Esperaré noticias tuyas —era una hermosa mujer de unos cuarenta y pocos
años, muy bronceada, con una cara que se iluminaba de alegría cada vez que
hablaba—. Y ahora, a disfrutar de la isla —se volvió hacia Dylan—. No todo va a ser
comprar.
—Y que lo digas —la abrazó, cariñoso—. Me alegro de haberte vuelto a ver.
—Y yo. Dale recuerdos a dat Bear.
—Lo haré, pero seguramente él se adelantará antes. Ya sabes que le vuelven
loco tus camisas.
—Un gran hombre, dat Bear. Como su hermano —se volvió hacia Becky—. No
lo dejes escapar —susurró, aprovechando que Dylan se dirigía a la puerta—. Lo
conozco. Tiene un gran corazón. Es un mago.
Lo dijo de una manera que la tomó desprevenida: como si Sonita supiera algo
que ella necesitara saber. Quiso preguntarle por qué pensaba que era un mago, pero
para entonces Sonita estaba ocupada asesorando a otra dienta.
Becky abandonó la tienda y subió al jeep. Minutos después bajaban por la
carretera del otro lado de la montaña.
No conseguía quitarse las palabras de Sonita de la cabeza. ¿Por qué Dylan era
un «mago»? Le encantaría averiguarlo. Aunque no había vuelto a besarla, de nuevo
se sentía maravillosamente cómoda con él. Se alegraba de ello. Ahora lo que
necesitaba era paciencia y ver hacia dónde evolucionaba la situación.

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Al cabo de veinte minutos, Dylan continuó por un camino de tierra y Becky


pensó en llamar a Laura para preguntarle por los niños. Ya se disponía a sacar el
teléfono cuando pensó que sería una mala idea: la propia Laura la llamaría si
ocurriera algo, y obviamente ése no había sido el caso.
Guardándose de nuevo el móvil, se volvió hacia Dylan.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó, contenta de que condujera él y no
tuviera que decidir qué hacer a continuación. Estaba tan acostumbrada a estar
siempre al mando que se había olvidado de lo agradable que era dejarle la iniciativa
a otro.
Y sobre todo a otro en quien podía confiar. Porque Becky confiaba plenamente
en Dylan.
—A una de las pocas cascadas de la isla —respondió Dylan—. He pensado que
podríamos comer allí. Me he traído la comida del barco. Sonita me habló de esa
cascada mientras tú te estabas probando el traje de baño, y se me ocurrió que sería el
lugar perfecto para un picnic.
—Suena bien —aprobó, sonriente.
Dylan tomó un desvío por una pista de tierra hasta que llegaron a un pequeño
claro.
—Si no me he equivocado, la cascada debería estar por aquí cerca.
Aparcó y bajó del jeep. Lo rodeó para ayudarla galantemente a bajar y recogió
la cesta y la manta de picnic de la parte trasera. Cargando con ella, la tomó de la
mano y la guió por un estrecho sendero.
Cuando llegaron a la piscina natural de aguas azul zafiro, alimentada por una
cascada espectacular, Becky suspiró maravillada.
—Esto es tan precioso…
—Sonita es una gran mujer —comentó Dylan, risueño.
La charca estaba rodeada de una exuberante vegetación.
—Este lugar es mágico. Parece de otro mundo —gritó Becky para hacerse oír
por encima del fragor del agua—. Me siento como si estuviera en una de las películas
de Sarah…
Pero Dylan no parecía escucharla. Estaba concentrado en extender la manta,
colocar los vasos y abrir la botella de vino. Becky lo observó por un momento,
recorrida su figura contra el telón de fondo de la cascada, admiró los duros planos de
su rostro, el dibujo de sus cejas, su nariz recta, la manera en que el pelo le bailaba
sobre la frente, agitado por la leve brisa…
Quizá fuera realmente un mago, después de todo. Una vez más, se sintió
cautivada, hechizada.
—¿Qué estabas diciendo? —le preguntó él.

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Sin pensárselo dos veces, Becky dejó a un lado su vaso y con dedos temblorosos
se desabrochó la blusa y se quitó la parte superior del biquini. Dylan no tuvo que
pronunciar una palabra: todo lo que ella necesitaba saber estaba en sus ojos.
Sin dejar de mirarla, Dylan se quitó a su vez la camisa. No podía esperar un
segundo más para sentir sus senos desnudos contra su pecho. Al principio fue un
contacto suave, tierno; hasta que la estrechó con fuerza en sus brazos, olvidándose de
todo lo demás. La besó en el cuello y trazó luego un sendero de besos por sus senos,
anhelante…
—Mmm… sabes tan dulce…
Becky no pudo articular palabra. En lugar de ello, enterró los dedos en su pelo,
incendiada de deseo.
—Déjame quitarte el pantalón —susurró él, y la miró a los ojos a la espera de su
respuesta.
Vio que asentía con la cabeza y clavó una rodilla en tierra. Procedió entonces a
despojarla del pantalón corto y de la parte inferior del biquini, para luego cerrar una
mano sobre su sexo. Un leve gemido escapó de su garganta. Dylan sabía bien lo que
ella quería. Lo que tanto ansiaba.
Becky lo observó mientras se desnudaba, y se tendieron sobre la manta.
Sintiéndose perfectamente cómoda, como si fueran dos viejos amantes, separó los
muslos para que aquel hombre pudiera tomar todo lo que había mantenido
escondido durante tanto tiempo.
Compartieron un beso abrasador. Luego Dylan volvió a besarla en el cuello,
siguió con sus senos, acariciándole los pezones con la lengua, y continuó
descendiendo. Becky se colocó de forma que él pudiera arrodillarse entre sus muslos,
y cuando sintió la caricia de su lengua, el placer se tornó tan insoportable que el
orgasmo la arrasó por dentro como una inmensa y deliciosa ola.
Poco después lo obligaba suavemente a incorporarse, desesperada por sentirlo
dentro de sí.
—¿Tienes un preservativo? —suspiró. Detenerse en aquel momento casi acabó
con ella, pero su lado racional logró imponerse.
—Sí —murmuró mientras sacaba un preservativo de su pantalón y se lo
colocaba.
Luego se volvió nuevamente y se enterró en ella. Las sensaciones que
experimentó Becky fueron tan abrumadoras que empezó a temblar mientras
alcanzaba otro orgasmo, jadeante.
Dylan la besó y su aroma se mezcló con el suyo. Dulces olas recorrían su cuerpo
mientras sentía su liberación. Sonita había estado en lo cierto: verdaderamente era un
mago.
***

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—Esto es deprimente —dijo Bob cuando el taxi se detuvo a un lado de la


carretera, con el humo saliendo de debajo del capó—. Llevamos más de una hora
dando vueltas en círculos buscando a tu contacto, y ahora el coche se estropea. ¿Estás
segura de que sabes adonde vamos?
El conductor, un hombre alto, pelirrojo y con acento americano, bajó del
vehículo y abrió el capó.
—Es un hombre muy ocupado —comentó Tracy a modo de explicación.
—Ya, claro. Te diré una cosa: voy a salir a echarle un vistazo a este cacharro, a
ver si consigo arreglarlo. De joven trabajé en un garaje. Pero si logro que arranque de
nuevo, sólo te daré una oportunidad más de encontrar a ese tipo. Si la desperdicias,
volveremos al hotel y haré de una vez por todas lo que he venido a hacer a esta isla.
La agarró de la barbilla y la besó mientras cerraba la otra mano sobre su seno
izquierdo. Tracy quiso gritar, pero no lo hizo, sino que procuró tranquilizarse.
Suspiró profundamente cuando Bob bajó del coche.
Salvatore le había prometido que enviaría a uno de sus matones en la primera
parada que hicieran, pero cuando el tipo no apareció, Tracy no había tenido otro
remedio que inventarse algo. Se las había arreglado para llamar a Salvatore una vez,
fingiendo que estaba hablando con su contacto, y él le había asegurado que muy
pronto se reunirían con alguien.
Pero desde entonces había transcurrido cerca de media hora, y nadie había
aparecido en ninguno de los lugares donde Salvatore le había dicho que se detuviera.
En ese momento, las posibilidades de encontrar a alguien en aquella desierta
carretera se reducían casi a cero.
Volvió a marcar el número de Salvatore, y justo en ese momento apareció un
coche blanco, que aparcó al otro lado de la carretera. Bajaron dos tipos vestidos con
camisas hawaianas, pantalones cortos y sandalias. Tenían aspecto de turistas que
hubieran pasado toda la noche de juerga.
—¿Qué ocurre? —le preguntó uno de ellos a Bob. El otro aminoró el paso, y fue
entonces cuando Tracy se dio cuenta de que no eran simples turistas. Trabajaban
para Salvatore.
Cortó la llamada y se guardó el móvil en el bolso. Oyó a Bob explicarle sus
problemas con el motor mientras el conductor volvía a sentarse al volante e intentaba
arrancar en vano.
De repente todo quedó en silencio y uno de los tipos le preguntó a Bob por el
colgante. Las voces fueron subiendo de tono. Bob se negaba a entregarlo.
—¡Dáselo! —gritó Tracy, bajando del coche.
Justo cuando rodeó el morro, Bob recibió un puñetazo en la cara y otro en el
estómago. Sangrando por la nariz, se dobló de dolor.
—Lo único que queremos es el colgante. Dánoslo y tú y tu chica podréis
marcharos tranquilamente.

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—Dáselo, Bob —repitió ella, deseosa de terminar de una vez con aquella
pesadilla.
Volvió a recibir un puñetazo en la cara. Esa vez le rompieron el labio. La sangre
le corría por la mejilla. Tracy no podía mirarlo: aunque odiaba a Bob, no podía
soportar ver cómo le pegaban.
—Yo… yo no lo tengo —murmuró.
—Sabemos que sí, Bobby. ¿Dónde lo has escondido?
El tipo que se había dedicado a golpearlo lo agarró de la camisa con una mano
mientras le registraba los bolsillos con la otra. Pero lo único que encontró fue una
pequeña cámara digital, una cartera y un poco de calderilla.
Tracy volvió al taxi para ver si se le había caído en el asiento. Nada.
—¿Dónde estás? —exclamó mientras hundía las manos entre los cojines,
frenética. Sacó algunas monedas, un anillo sin valor…pero ni rastro del pendiente.
El conductor ni se movió ni pronunció la menor palabra, paralizado de miedo
como estaba. Tracy también tenía miedo, desde luego, pero no por su vida. Lo que
temía era que Bob no tuviera realmente el pendiente y que, por culpa suya, su hijo no
llegara a subir a aquel avión…
Bajó del taxi. Bob yacía boca abajo en la cuneta de la carretera. Becky podía ver
que respiraba, pero no se movía. Tenía la camisa rota y los pantalones a la altura de
las rodillas. Había un rastro de sangre que llegaba hasta el coche. Se quedó aterrada.
—Tu amiguito no tiene el colgante —dijo el hombre que lo había golpeado,
lanzándole la cámara digital de Bob—. Lo único que tiene son un par de fotos.
Se echó a temblar cuando los vio dirigirse hacia ella. La empujaron contra un
lateral del coche, lejos de Bob. Se golpeó en la cadera con el picaporte, pero se negó a
quejarse de dolor.
—Él me dijo que lo tenía —balbuceó. Le temblaba el labio inferior.
—¿Y tú lo creíste? Eres tan estúpida como nos dijo Salvatore.
Los dos hombres parecían hermanos: ambos era rubios y tenían la misma tez
colorada. El tipo que había propinado la paliza a Bob la agarró del pelo, obligándola
a levantar la cabeza.
—Si quieres volver a ver a tu hijo, será mejor que consigas ese diamante.
Salvatore no es un hombre paciente.
—Estoy haciendo todo lo que puedo…
—Pues haz más —gruñó. Acto seguido abrió la puerta del coche y la empujó
dentro—. Sácala de aquí antes de que alguien te vea —le ordenó al taxista mientras le
entregaba unos billetes—. Buen trabajo.
El taxista giró la llave de encendido y el coche arrancó como por arte de magia.
—Espere —gritó Tracy—. No podemos dejarlo aquí… —sacó su móvil con la
intención de llamar a la policía.

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—Yo le aconsejaría que se olvidase de ese tipo, señora… —le dijo el conductor
mientras aceleraba— si no quiere meterse en más problemas.
Asomándose a la ventanilla, vio a los presuntos hermanos subir a su coche y
continuar la marcha. Pensó sobre lo que le había dicho el taxista. Pensó también en su
hijo, y en Salvatore. Y en el asalto del que la había hecho víctima Bob, la noche
anterior.
La cadera estaba empezando a dolerle. Le sangraba el labio. Ni siquiera se
acordaba bien de lo que acababa de suceder. Se recostó en su asiento, mirando su
móvil abierto, mientras el conductor regresaba a toda velocidad al pequeño pueblo
de Charlotte Amalia y al Sueño de Alexandra.
Finalmente cerró el teléfono y lo guardó en el bolso.

Laura escuchó eufórica los vítores y los aplausos mientras Connor y Laura
alzaban su trofeo, el segundo premio del concurso de castillos de arena. Había
sacado por lo menos una docena de fotos de los niños posando de pie de su
espectacular castillo decorado con pequeñas veneras, con su puente levadizo y sus
barbacanas, sus patios y sus murallas.
—Sabía que lo conseguiríais.
Laura no había visto a Connor tan feliz desde que comenzó el crucero.
—Espera a que lo vea mamá —exclamó, sosteniendo el trofeo, todo henchido de
orgullo.
—Y los abuelos, y la tía Kim, y todos los pasajeros del barco, y toda la gente de
casa y el mundo entero —añadió Sarah, abriendo los brazos y girando como una
peonza. Se detuvo en seco—. ¡Y Bob! —y continuó dando vueltas.
—Ya, Bob —murmuró Laura, sarcástica.
—De todas maneras, al final no nos ha hecho falta —observó Connor.
—Cierto —confirmó su prima. De repente se acordó de todo el dinero que le
había dado—. Escuchad, vamos a celebrarlo. Tengo un montón de dinero para que
nos compremos todo lo que queramos.
—¿Podemos comprarnos un helado? —quiso saber el niño—. ¿Y pepinillos?
—Por supuesto —respondió Laura mientras empezaba a recoger sus cosas y a
guardarlas en su bolsa azul.
Sarah dejó de dar vueltas.
—¿Podemos ver el castillo del pirata Barbanegra?
—Lo que queráis. Tengo dinero más que de sobra. Incluso nos alcanzará para
comprar algún recuerdo..
—Bien. Quiero llevarles un regalo a Brad y a Angelina —dijo Sarah—. Algo con
lo que puedan jugar en su jaula. A lo mejor una campanilla pequeñita…

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—Y Lance Armstrong —añadió Connor—. Podría necesitar otro juguete. Quizá


podamos encontrar una tienda de juguetes para animales domésticos.
—¿Y qué pasa con John Wayne? —les recordó Laura—. Seguro que le gustaría
que le lleváramos un hueso de goma…
—John Wayne apenas se mueve —sentenció Connor—. Se pasa el día
durmiendo. Creo que sería mejor un cojín.
—De acuerdo, entonces. Visitaremos el castillo de Barbanegra, comeremos
helados y pepinillos y nos iremos de compras. Pero primero tenemos que llamar a
vuestra mamá.
—Déjame que yo le cuente lo de nuestro trofeo —le pidió Connor.
—No, quiero decírselo yo —protestó Sarah.
—Todos podremos hablar con ella —Laura marcó el número en el móvil, pero
vio que la batería estaba muy baja. Siempre se olvidaba de recargarla y, para su
disgusto, su madre solía reprochárselo—.Vaya. Vamos a tener que hablar rápido…
Esperó a que Becky contestara. No tuvo suerte, así que le dejó recado en su
buzón de voz.
—Hola, tía Becky. Tengo que darme prisa, casi no tengo batería. ¡Hemos
quedado segundos en el concurso de castillos! ¡Y he sacado un montón de fotos!
Los niños se acercaron para ratificar la noticia a gritos. Estaban eufóricos. Laura
habría dado cualquier cosa por que su tía hubiese visto en aquel momento la cara de
Connor: estaba absolutamente radiante.
—Nos vamos de compras —continuó Laura—. Oh, y Bob… —el teléfono se
apagó.
—¿Podemos irnos ya? —inquirió Sarah mientras intentaba levantar la bolsa
azul, que era más grande que ella.
—Claro. Vamos.

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Capítulo 16
Becky intentó permanecer tranquila, pero cuando volvió a su camarote y vio
que eran las tres y aún no habían llegado los niños, se apresuró a llamar a Laura.
Como no contestaba, le dejó varios mensajes de voz e incluso uno de texto.
Nada.
Por lo menos una docena de veces escuchó el mensaje interrumpido que Laura
le había dejado, sintiéndose culpable por haberse dejado el móvil en el jeep. Si se lo
hubiera llevado, en aquel momento sabría qué era lo que había intentado decirle
sobre Bob…
Para las seis estaba frenética. Como seguían sin aparecer, dejó una nota en la
suite por si acaso volvían y fue a buscar a Kim. Estaba en el Spa Jazmín con Estelle,
sometiéndose a un tratamiento de máscaras de algas. La visión era ciertamente
cómica, sólo que Becky no tenía ninguna gana de reír.
—Estoy segura de que se lo estarán pasando de maravilla con Bob.
Simplemente se habrán olvidado de la hora —dijo Estelle tendida como estaba sobre
la camilla, cubierta únicamente con una toalla sobre las caderas.
—Son las seis. Yo le dije a Laura que volviera sobre las tres, las cuatro como
muy tarde. Tengo miedo de que les haya pasado algo. El barco zarpará dentro de dos
horas. ¿Ha llamado por lo menos Bob?
Kim hizo una mueca mientras se quitaba los círculos de calabacín de los ojos.
—No —se sentó y agarró una toalla—. Y me extraña ese comportamiento en
Laura. Siempre es muy puntual.
—Os estáis poniendo nerviosas por nada. Se habrán olvidado de la hora —
insistió Estelle sin mover casi los labios. El efecto era curioso, como si se hubiera
convertido en una máscara de piedra verde.
—Quizá deberíamos ir a buscarlos —sugirió Kim, levantándose de la camilla—.
Voy a vestirme. Te veré en tu camarote dentro de diez minutos.
Mientras se dirigía a la suite, la preocupación y la culpa habían hecho olvidar a
Becky los deliciosos momentos que había pasado con Dylan. Hasta ese momento,
había creído posible volver a abrir su corazón a un hombre, pero… ¿a qué precio?
Mientras había estado con él, apenas había pensado en sus hijos. Simplemente había
supuesto que estarían bien, que Laura y Bob cuidarían de ellos. Pero ahora se daba
cuenta de que se había estado engañando a sí misma.
¿Cómo podía haber sido tan irresponsable?
Estaba a punto de llorar de pánico. Se había encomendado a todo tipo de seres
celestiales, incluida la famosa diosa de la luna, prometiéndoles que si sus hijos
aparecían sanos y salvos, se replantearía su papel de madre para concentrarse mucho
más en ellos. Se acabarían las largas jornadas de trabajo. Necesitaba corregir el
rumbo de su vida y pasar más tiempo con su familia.

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Acababa de introducir la tarjeta en la cerradura cuando la puerta se abrió de


golpe. Era Sarah.
—¿Dónde estabas, mami? Llevamos un buen rato esperándote…
Sin decir palabra, la levantó y estrechó en sus brazos.
Intentó contener las lágrimas, pero no pudo. La niña se aparto para mirarla.
—¿Por qué lloras, mamá? ¿Tú también te has caído?
—No, cariño, estoy bien —de repente se la quedó mirando de hito en hito—.
¿Quién se ha caído? ¿Tú? ¿Estas bien? —la revisó, buscando las señales de alguna
herida o arañazo.
—Yo no, mami. Ha sido Connor.
Aterrada, buscó con la mirada al pequeño. No estaba. Pero a quien sí vio fue a
Laura, sentada en el sofá.
—¿Qué ha pasado? ¿Tienes idea de lo preocupadas que estábamos?
—Lo sé y lo siento, tía Becky, pero…
—¿Dónde está Connor?
—En el cuarto de baño, pero está bien —le aseguró Laura.
—Tuvo un accidente —la informó Sarah.
Justo en ese momento salió Connor del baño y entró en el salón.
—Estoy bien, mamá. De verdad.
Becky se apresuró a abrazarlo. Parecía que se encontraba bien, gracias a Dios.
—¿Qué ha sucedido, cariño?
—Fue el fantasma de Barbanegra —empezó Sarah—. Empujó a Connor por las
escaleras del castillo.
Becky se volvió entonces hacia Laura, furiosa.
—¿Qué es lo que ha pasado y por qué no contestaste a ninguno de mis
mensajes? ¿Y por qué no me llamaste? ¿Y dónde diablos está Bob?
—Lo siento muchísimo, tía Becky… yo te llamé una vez, pero no contestaste
cuando me quedé sin batería.
—¿Por qué no me llamaste desde un teléfono público?
—Yo quería, pero…
—Yo no quería que Laura te llamara, mamá —dijo Connor—. Sabía que te
preocuparías mucho y que nos ordenarías que volviéramos, y nos lo estábamos
pasando tan bien… Son sólo unos arañazos. Estoy bien.
Becky se apresuró a examinarlo. Tenía algunas leves raspaduras en la barbilla,
las rodillas y el codo izquierdo.

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—Me alegro de que os lo hayáis pasado tan bien, pero Laura, sabías que teníais
que estar de vuelta a las tres. ¿Por qué habéis tardado tanto?
—Fue culpa mía, tía Becky. Me equivoqué de barco-lanzadera. Para cuando me
di cuenta, estábamos al otro lado de la isla. Nos bajamos, pero tuvimos que esperar
media hora a que saliera el siguiente. Quería llamarte, pero en el barco no podíamos
y yo me imaginé que regresaríamos pronto. Nada de esto habría sucedido si yo me
hubiera acordado de recargar la batería del teléfono anoche. Lo siento muchísimo, tía
Becky —Laura estaba al borde del llanto—. Cuando Bob nos dejó, pensé que podría
hacerme cargo de todo, pero mi madre tiene razón. Soy un desastre. No sirvo para
nada.
Empezó a llorar, y Sarah no tardó en imitarla. Hasta Connor se enjugó alguna
lágrima.
—Tranquilos, no pasa nada… —Becky tenía el corazón desgarrado—. Yo
también soy culpable. Si me hubiera llevado el teléfono no habría perdido tu
llamada, y nos habríamos ahorrado todo esto… Lo importante es que no os ha
pasado nada. Laura ha cuidado de vosotros y os ha traído de vuelta. No estoy
enfadada, de verdad que no…
Se abrazaron los cuatro. Para entonces Becky también estaba llorando, de alivio
y de felicidad. Pero de repente la acometió una punzada de furia.
—Espera un momento… ¿has dicho antes que Bob os dejó?
—Sí —respondió Laura, sentándose en el suelo—. Bueno, oficialmente no. Nos
dijo que regresaría, pero nunca lo hizo.
De repente llamaron a la puerta. Becky estaba irritada, pero esa vez no era
consigo misma.
—Quizá sea Bob —apuntó Connor.
—Será mejor que no, porque entonces será hombre muerto —siseó Becky antes
de abrir.
Era Kim, vestida con unos vaqueros, camiseta rosa y el pelo recogido. No se
había maquillado. Parecía casi humana.
—Creo que deberíamos llamar a la policía. Estoy terriblemente preocupada por
los niños y…
—Hola, mamá —dijo Laura.
—Gracias a Dios —le tembló la voz mientras se acercaba a su hija.
Se abrazaron durante un buen rato, y luego Kim abrazó a sus sobrinos. Becky
contemplaba la escena desde la puerta, pensando que quizá detrás de aquel frío
aspecto de su cuñada se escondía una mujer de verdad, sensible y emotiva…
—¡Eh! No cierres todavía esa puerta —la voz de Estelle resonó en el pasillo.
Poco después entraba en la suite—. Deberías maquillarte un poco, cariño —le dijo a
Becky—. No querrás que los niños se den cuenta de que has estado llorando. Eso les
asusta.

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Becky pensó que, contrariamente, el caso de su suegra no parecía tener solución


alguna. No había ninguna mujer a la vista debajo de aquella pamela de paja y de
aquellas enormes gafas de sol. Estelle había elegido un vestido amarillo y sandalias a
juego para la ocasión. Al parecer, durante una crisis de aquella magnitud, la elección
de la vestimenta era importante.
—Bob nos dejó en la playa —informó Laura una vez que estuvieron todos
reunidos en el salón—. Nos dijo que tenía algo que hacer y me ofreció dinero… tan
poco que tuve que chantajearlo… y se largó. Dijo que regresaría, pero al final no
volvimos a saber de él.
—No puedo creer que haya hecho algo así —protestó Estelle—. Tenía tantas
ganas de pasar el día contigo y con los niños… Quería llegar a conocerte mejor, y a
Connor y a Sarah también, por supuesto.
Laura puso los ojos en blanco.
—Pues eso no ha sucedido, abuela. Se quedó con nosotros hasta que llegamos a
la bahía de Megan, y luego se marchó —se había sentado en el suelo, con las piernas
cruzadas.
—¿Ni siquiera se quedó para el concurso? —inquirió Becky, sabiendo las ganas
que Connor había tenido de participar.
—No, pero nos dio igual. Ganamos un trofeo, mami —Sarah estaba radiante—.
¿Quieres verlo?
—Claro que sí, cariño, pero no ahora. Mamá está demasiado enfadada por el
comportamiento de Bob.
—¿Por qué no me llamaste? —le preguntó Kim a Laura.
—Se me había acabado la batería, y los niños…
—Pudiste haber telefoneado desde una cabina, corazón —suspiró Estelle—.
Pero en fin, tu madre también era así a tu edad. Sin un gramo de sentido común.
Kim se volvió hacia Estelle con una genuina expresión de rabia… algo insólito
en ella.
—Mamá, no es el momento más adecuado para criticarme a mí o a mi hija. Al
menos Laura se las ha arreglado para volver con los niños a salvo.
Estelle miró a Connor, que estaba sacando tiritas de Spiderman para sus
magulladuras.
—Yo no diría tanto. ¿Has visto al pobrecito Connor? —se volvió hacia su
nieto—. ¿Qué te ha pasado, querido?
—No es nada —rezongó Becky.
—No fue culpa de Laura, abuela, sino mía y del pirata Barbanegra —intervino
Sarah mientras le desinfectaba las heridas a su hermanito. Le encantaba hacer de
doctora.
—Tampoco es momento de fantasías, corazón —la reprendió su abuela—.
Barbanegra era un repugnante pirata que murió hace siglos. No pudo tener nada que

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ver con el estado actual de Connor… Por cierto, tendríamos que llamar a un médico.
¿Quién sabe si no tendrá alguna herida o lesión interna?
A Becky le entraron ganas de gritarle que se callara o se marchara de una vez.
Justo cuando estaba pensando en una manera sutil de decírselo, Kim se le adelantó:
—Mamá, ¿es que no tienes otra cosa que hacer? Seguro que tienes alguna cita a
la que ya estás faltando.
Estelle ni se inmutó.
—Llamaré a tu padre. Él nos aconsejará —sacó su móvil y empezó a marcar un
número.
—¿Sobre qué? —quiso saber Kim.
—Sobre cómo localizar a Bob, por supuesto.
—Bob es un adulto —dijo Becky—. Seguro que podrá arreglárselas solo.
Estelle alzó una mano para ordenarle silencio mientras hablaba con Mark.
—Mark, cariño. Estoy en la suite de Becky y tenemos un problema. ¿Te
importaría dejar cualquier cosa que estés haciendo y venir enseguida?
—Ahora no puedo —se oyó la voz de Mark al otro lado.
—Creo que no entiendes la gravedad de nuestra situación. Nuestro querido Bob
ha desaparecido.
Mark se echó a reír.
—No te preocupes. Los tipos como él nunca se alejan demasiado del dinero. Le
gusta demasiado.
Se oyó una carcajada femenina de fondo. Estelle se apresuró a cortar la llamada.
—Bueno, ahora ya sabemos todas lo que tu padre piensa de esto.
Sonó el teléfono. Estelle lo descolgó, escuchó durante unos segundos y colgó de
nuevo.
—Era Mark, claro. Dice que deberíamos avisar al equipo de seguridad del
barco, por si Bob no vuelve a tiempo y le ha pasado algo.
Becky nunca había visto a Estelle tan abatida. Se derrumbó en una silla con
gesto cansino.
—Mi padre tiene razón —dijo Kim—. Hay que avisar a seguridad.
—De hecho, dice que sería conveniente que tú, Laura y Becky os presentaseis
directamente en la oficina para contarles todo lo que ha pasado.
—¿Podrás quedarte con los niños? —le preguntó Becky.
—Por supuesto, pero daos prisa y volved rápido. He quedado a cenar con
Thanasi Kaldis, el gerente del hotel, y necesitaré un par de horas para prepararme. Y
ahora, vamos, en marcha: hay que encontrar a nuestro Bobby —se volvió hacia
Kim—. No me gustaría perderlo ahora. Cielos, ya he empezado a hacer la lista de
invitados y quiero tantear con Thanasi la posibilidad de alquilar el barco para la

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ocasión. Aunque no sé si será lo suficientemente grande, ya veremos… Pero ahora


tenemos que encontrar a Bob. Si tu padre no estuviera tan ocupado con esa mujer,
esa Jan no-sé-qué, ahora mismo estaría aquí conmigo, tranquilizándome…Toda esa
historia del divorcio es un absurdo.
Kim se quedó mirando atónita a su madre, y Becky no tuvo ningún problema
en imaginar lo que estaría pensando.
—Relájate, mamá —le dijo al final, aunque no parecía muy contenta con su
actitud—. Pon los pies en alto y pide que te traigan un cóctel.
Estelle suspiró, se trasladó al sofá y se ofreció a leerles un cuento a los niños.
Kim hizo una seña a Laura para que la acompañara. Becky se despidió de los
niños con otro abrazo. Las tres salieron del camarote, dejando a Estelle ejerciendo su
papel de abuela… y pensando sin duda en la Jan no-sé-qué.

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Capítulo 17
Cuando Tracy volvió a su camarote, Erica se había quedado dormida en la litera
inferior, viendo El diablo se viste de Prada, su película favorita.
Se sentó en el suelo para no despertarla. Seguía temblando como consecuencia
de los acontecimientos del día. Había regresado al barco justo después del incidente
con Bob, pero se había pasado la mayor parte de la tarde en el bar de tripulantes
tomando martinis e intentando sacudirse el sentimiento de culpabilidad por haberlo
dejado tirado en la cuneta. No lo había conseguido.
Todo aquello había terminado convirtiéndose en una pesadilla. Habían vuelto a
engañarla. Todavía le parecía mentira que Bob hubiera desembarcado en la isla sin el
pendiente, dispuesto a estafarla y a aprovecharse de ella. En realidad se merecía lo
que le había pasado, pero seguía remordiéndole la conciencia. Por eso había
telefoneado a la policía tan pronto como regresó a la ciudad, antes de subir al
crucero.
El policía que se había puesto al teléfono había intentado sonsacarle alguna
información más, aparte del lugar, pero Tracy había colgado. Sólo podía rezar para
que Bob estuviera vivo.
—¿Sigue vivo? —murmuró Erica, despertándose.
—Er… ¿qué? —la pregunta la había sobresaltado. ¿Sabría algo Erica sobre Bob?
¿Pero cómo…?
—No me digas que no te has visto hoy en la isla con ese tipo. ¿Para qué si no
has ido? A comprar no, desde luego. No he visto ninguna bolsa.
Tracy no podía admitir que había estado con Bob. Tenía que pensar algo. Y
rápido.
—Yo… he pasado el día en la playa —empezó, y entonces recordó lo que Bob le
había dicho sobre Sarah y Connor—. Participando en un concurso de castillos de
arena. Fue divertido. Ojalá hubieras venido.
Erica no dijo nada por un momento. Tracy detestaba mentir, pero sabía que se
le daba bien.
—Ya, claro. ¿Y esperas que me crea eso?
—Desde luego.
—Sólo dime una cosa más.
—¿Qué?
—¿Te has mordido tú misma el labio o te lo ha mordido él? Sea como sea, has
debido de pasar una tarde muy… movida.
El corte del labio se le había hinchado. Se había olvidado por completo. Como
no sabía qué decir, se quedó callada y se puso a ver la película.

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—Justo lo que pensaba —repuso Erica, recostándose de nuevo en las


almohadas.
Al cabo de un rato volvió a quedarse dormida. Para entonces Tracy se dio
cuenta de que había dejado de temblar. De alguna manera, la película había logrado
distraerla. Era mucho mejor que la realidad. Sobre todo que su realidad, que se
estaba pareciendo cada vez más a una larga condena de cárcel.

—¿Cuánto fue la última vez que habló con el señor Ducain? —le preguntó a
Laura el jefe de seguridad, Sean Brady, en la pequeña oficina repleta de monitores.
Había otros dos agentes más en la sala: una mujer escribiendo a ordenador y
otro hombre hablando por teléfono.
Sean Brady iba escribiendo todas las respuestas de Laura en un portátil. Ya se
había puesto en contacto con las autoridades de la isla para iniciar su búsqueda.
Pero, a esas alturas, sus preguntas se estaban volviendo un tanto redundantes.
—Esta mañana, en la playa de la bahía de Megan —contestó Laura—. Es lo
primero que le dije cuando entramos aquí.
Estaba visiblemente afectada por todo aquello. Kim se sentó a su lado y le tomó
una mano.
—Lo siento, pero necesitamos asegurarnos de que nos ha dicho toda la verdad.
Muchas veces, en casos como éste, el pasajero desaparecido pierde la noción del
tiempo, se despista y tenemos que recogerlo en el siguiente puerto —se volvió hacia
Becky. Sean Brady era un hombre grande y corpulento, antiguo militar, pero tenía
una mirada amable, cariñosa—. Usted también estuvo en la isla, ¿verdad, señora
Montgomery?
Becky ya había respondido a esa pregunta.
—Sí, estuve haciendo algunas compras.
—La isla es pequeña, pero usted dijo que no se había encontrado ni con sus
hijos ni con el señor Ducain, ¿cierto?
—Cierto —se le encogió el estómago.
—Es un buen lugar para comprar. Libre de aduanas. Pero Laura dice que sus
hijos y ella estuvieron de compras, también. ¿Existe alguna razón por la que decidió
no hacer planes para reunirse con ellos y hacer las compras juntos?
—No veo que tiene esto que ver con Bob.
—Tal vez nada —Sean Brady se inclinó hacia delante y juntó las manos sobre el
escritorio—, pero usted estuvo en la isla sin sus hijos, y el señor Ducain estuvo en la
isla sin su prometida y de repente abandonó a los niños porque tenía «algo que
hacer», palabras textuales según la señorita Montgomery. Claro, con todo esto no
puedo evitar preguntarme si…

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Sólo entonces Becky captó lo que quería decir, justo en el instante en que Kim se
volvía para mirarla.
—No-no estará pensando que… —balbuceó.
—¿Te has liado con mi novio? —le preguntó Kim.
—Mamá, la tía Becky no tiene ningún lío con Bob.
—Siempre tienes que ponerte de su parte, ¿verdad?
Becky comprendió que no podía seguir escondiendo la verdad por más tiempo,
aunque eso significara que Dylan pudiera perder su empleo. Seguro que lo
entendería. Sencillamente no podía permitir que Kim pensara eso de ella, además de
que quizá Bob estuviera corriendo algún tipo de peligro. Tenía que contarlo todo.
—Estuve con Dylan. Dylan Langstaff, el jefe de los monitores de actividades
acuáticas del crucero.
Brady se sonrió.
—¿Y se trataba de algo personal, o era en el marco de alguna excursión del
crucero?
—Personal —suspiró Becky.
Kim la miró arqueando una ceja. En tan sólo una fracción de segundo había
pasado de la indignación a la curiosidad.
—¿Le mencionó Dylan si había visto al señor Ducain?
—Mire, oficial Brady, estamos perdiendo un tiempo precioso —se quejó Kim—.
¿No debería estar buscando por ahí a mi prometido en lugar de acribillar a preguntas
a mi cuñada?
—En este momento estamos haciendo todo lo que podemos.
—Bueno, pues evidentemente no basta con eso, porque todavía no han
encontrado a Bob.
—En realidad, sí. Ahora mismo —dijo el agente que había estado hablando por
teléfono. Se levantó de su asiento para acercarse a su jefe, con la mirada fija en una
hoja de papel—. Está un poco magullado, pero la policía de la isla nos ha prometido
que lo traerán al barco en cuanto le den el alta médica en el hospital.
—¡Hospital! —exclamó Kim—. ¿Se encuentra bien? ¿Qué ha sucedido?
Laura le pasó un brazo por los hombros. El jefe de seguridad leyó el informe
que acababa de entregarle su subordinado.
—Al parecer le dieron una paliza. Alguien llamó a la policía de manera
anónima para dar el aviso. Haremos todo lo posible por retrasar la salida del barco
hasta que nos lo traigan. No será un retraso importante. Pueden esperar en sus
camarotes: los avisaremos tan pronto como lo suban a bordo.
—Gracias —dijo Kim, y se levantó para marcharse—. Pero llámeme por favor a
la suite de Becky. En este momento me gustaría estar rodeada de mi familia.

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—Así lo haremos.
Laura y Kim abandonaron juntas la oficina, seguida de Becky, que se temía lo
peor. Había informado a Kim de que había pasado el día entero con Dylan, de
manera que los retreches serían interminables.
Para cuando volvieron a la suite, los niños acababan de acostarse, ya cenados. Y
Estelle ya se había enterado del inminente regreso de Bob.
—Deberán fusilar a esos tipos que han pegado al pobre Bobby —declaró
mientras saboreaba su Manhattan.
Al parecer el camarero le había servido dos cócteles de Manhattan, cortesía de
Thanasi Kaldis. Y Estelle iba por la segunda. Siempre era útil tener buenos contactos.
—Veremos en qué condiciones llega. Tan pronto como suba al barco, lo
mandaré directamente a la cama.
—Buena idea —aprobó Estelle, antes de volverse hacia Becky—. ¿Qué es eso
que he oído de que has pasado todo el día en la isla con un miembro de nuestra
tripulación?
—Sí que viajan rápido las noticias —murmuró entre dientes.
—Sobre todo en un barco. A estas alturas, todo el mundo sabe lo tuyo.
—Por supuesto —pronunció Laura con tono irónico.
Estelle golpeó el brazo de su silla.
—Esto no es asunto tuyo, Laura.
La chica optó por una sabia retirada.
—Estoy un poco cansada. ¿Me dejarás dormir en tu cama, tía Becky?
Becky asintió mientras le lanzaba una sonrisa de complicidad. Laura se retiró al
dormitorio y cerró la puerta.
—¿Cómo puedes pensar en salir con otro hombre cuando hace tan poco que
murió mi hijo? —estalló Estelle, temblando de furia.
—Mi marido murió hace más de dos años —le espetó Becky—. Él habría
querido que no me amargara y siguiera adelante con mi vida. Estoy segura de ello.
—Ya, claro.
—No quiero hablar de esto contigo, Estelle. Tú sabes lo que sentía por Ryder,
pero esa parte de mi vida ha terminado. He de mirar hacia al futuro.
—¿Y qué pasa con mis nietos? ¿También ellos tienen que olvidarse de Ryder?
—Ryder fue su padre. Nada podrá cambiar eso.
—Parece que lo estás intentando en serio. Durante las últimas horas, mis nietos
no han hecho otra cosa que deshacerse en elogios con el tal Dylan. Sólo hablaban de
Ryder cuando yo sacaba el tema. Mi hijo adoraba a esos niños y tú deberías preservar
su memoria.

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—En primer lugar, resulta que les gusta Dylan. Y, en segundo lugar, nadie
podrá nunca ocupar el lugar de Ryder en sus corazones. Tú precisamente deberías
saberlo mejor que nadie.
—Yo sólo sé lo que veo. Y veo a una mujer que ya se ha olvidado del hombre al
que supuestamente amaba.
Esa vez Becky ya no pudo controlarse. Estaba hirviendo de ira.
—Yo amaba a tu hijo más que a mi vida. Si hubiera podido cambiarla por la
suya, con gusto lo habría hecho. Pero las cosas no sucedieron así. Simplemente recibí
una llamada de Mark en medio de la noche diciéndome que su hijo, mi marido, el
padre de mis hijos… había fallecido de un ataque fulminante. Quise morir allí
mismo, mientras oía los sollozos de Mark. Quise desaparecer de la tierra, pero tenía
dos hijos a los que debía decirles que su padre había muerto. ¿Eres capaz de
imaginar un momento así?
Estelle se aclaró la garganta. Intentó esconderlo, pero por un instante un fugaz
brillo de compasión asomó a sus ojos.
—Sé que debió de ser muy duro, pero eso no disculpa tu comportamiento
actual.
Aquella mujer era incorregible.
—¡Mamá, déjalo ya! —estalló finalmente Kim, con el rostro bañado en lágrimas.
Pero Estelle se levantó e, ignorando a su hija, se acerco a Becky.
—Un nombre así no puede quererte. Sólo espera divertirse con una pasajera
atractiva…
—Yo tampoco he pensado en algo más profundo —replicó Becky, pensando
que eso era precisamente lo que había sido aquel día: un divertimento con un
hombre atractivo. Sintiera lo que sintiera por Dylan, nunca podría ser nada más. Eran
demasiado diferentes.
—Es demasiado pronto, eso es todo —Estelle tenía los ojos llenos de lágrimas—.
Es demasiado pronto para que pueda verte con otro hombre…
Becky descubrió entonces en su mirada el crudo y violento dolor de la madre
que había perdido a su hijo. Y pensó que debía de ser algo abrumador, inimaginable.
Ella había perdido a su marido, pero Estelle había perdido algo mucho más
importante. Había perdido a la criatura que había portado en su interior, al niño que
la había hecho llorar de felicidad y de alegría. A su hijo.
Sintió una opresión en el pecho. No podía respirar. No podía seguir mirándola.
Afortunadamente para ella, Estelle dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
Se detuvo antes de salir, como si quisiera decirle algo más. Pero finalmente
abrió la puerta y desapareció.
Mientras veía cerrarse lentamente la puerta, Becky supo en lo más profundo de
su alma que acababa de compartir con Estelle un momento que podría cambiar para
siempre su relación.

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***
A la mañana siguiente, la familia Montgomery se reunió en la suite de Estelle
para desayunar. La intención de Estelle era que los miembros de la familia pasaran la
mayor parte del día juntos. Un «tiempo de curación», como lo había llamado.
La gran mesa relucía con la mejor vajilla, cristalería y cubertería del barco. El
comedor estaba decorado en tonos pastel verdes y cremas. Todo el mundo estaba allí,
incluso Bob, que la noche anterior había subido a bordo acompañado por la policía
local. Tenía un labio hinchado, varios moratones y un ojo entre morado y amarillo.
Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo y decía tener tres costillas rotas.
Pese a todas aquellas heridas, aún tenía fuerzas para mantener a todo el mundo
entretenido. Especialmente a Kim, que parecía pendiente de cada una de sus
palabras.
Becky no se las creía, pero al parecer estaba en minoría. Incluso Laura estaba
como hipnotizada por la historia que les estaba contando.
—Yo sólo quise dejar a los chicos un rato, una hora como mucho, pero cuando
salí de la joyería, esos tipos surgieron de la nada. El más corpulento, que debía de
pesar más de cien kilos, me encañonó con una pistola. No tuve más remedio que
hacer lo que me decían y acompañarlos.
Kim le acarició la espalda con expresión compungida.
—Debió de ser horrible.
—Tengo que admitir que por un momento llegué a pensar que no vería nunca
más tu preciosa cara.
Estelle suspiró. Mark soltó un gruñido, que disimuló llevándose la servilleta a
la boca.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó Connor, aparentemente concentrado en
recabar todos los datos.
—Que pegó a esos tipos malos en el estómago y los venció —explicó Sarah,
agitando los puñitos.
—Bueno, no fue exactamente así, pero te aseguro que el tío Bob vendió caro su
pellejo y su dinero.
Becky se preguntó en qué momento exacto se había convertido en el «tío Bob».
—No sé si debería entrar en detalles cuando estamos desayunando.
—Es una buena idea, Bob —se apresuró a aprobar Mark—. Creo que deberías
esperar a que terminemos de ingerir la comida.
—A mí no me importa la digestión —protestó Cóndor—. Quiero saber lo que
les hiciste a esos tipos.
—Bueno —empezó Bob—, después de que me condujeran a una desierta y
remota carretera de la isla, y de que me robaran las pulseras de diamantes que había
comprado para Laura y para mi Kimmy, me obligaron a salir del coche. Fue entonces
cuando golpeé al tipo más grande y la sangre…

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—Por favor, no entres en ese tipo de detalles delante de mis hijos —le urgió
Becky.
—Yo suscribo esa petición —secundó Mark.
—Tenéis razón. Lo siento. Es que estoy tan contento de estar de vuelta que
pierdo un poco el control. Todo es tan reciente que…
—Deberías haberte llevado esto —le dijo Laura, sincera, mostrándole el
colgante—. Te habría mantenido a salvo.
Bob se atragantó con el vino que estaba bebiendo. Kim tuvo que darle unas
palmaditas en la espalda y le levantó un brazo como habría hecho con un niño.
—Er… ¿tú tenías el colgante?
—Sí, la tía Becky me lo prestó para que me diera buena suerte antes de que
desembarcáramos en la isla.
Mientras Laura continuaba enseñándole, Becky advirtió una mirada muy
extraña en Bob. Había estirado una mano sobre mesa para recogerlo cuando Estelle
se levantó para hacer un brindis. Laura volvió a guardarse el colgante en el bolsillo.
—Por Bob. Que ha pasado por una prueba terrible, pero que afortunadamente
vuelve a estar entre nosotros.
Becky alzó también su copa, reacia. Algo no encajaba en aquella historia, pese a
las costillas rotas y al ojo morado. No cuadraba con lo que le había dicho Laura
acerca de la manera en que había abandonado a los chicos en la playa. Se preguntó si
algún día llegaría a descubrir la verdad.
—Por Bob —brindó, chocando su copa con la de Kim. Pero Kim tenía una
curiosa expresión de preocupación… como si ella tampoco se hubiera creído del todo
la historia.

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Capítulo 18
—Sigue teniendo la cartera. No se la robaron —le dijo Kim a Becky mientras
descansaban en una de las dos terrazas de teca de la suite de Estelle. El cielo era de
un azul radiante, pero el mar estaba agitado. La mancha oscura de unas nubes
asomaba en el horizonte.
Kim había querido hablar con su cuñada en un lugar privado. Por eso había
elegido la terraza de su dormitorio.
—Eso no quiere decir nada —repuso Becky—. Sólo querían las pulseras.
—No lo entiendes. Él nos dijo que le habían robado la cartera. Incluso se lo dijo
al jefe de seguridad del barco, pero yo la encontré esta mañana en el bolsillo interior
de su pantalón. Tiene un bolsillo secreto para el pasaporte y esas cosas. Su cartera
estaba allí, junto con quinientos dólares en suelto y dos recibos de cajero automático.
¿Por qué crees que nos mintió con lo de la cartera? Quiero decir que es evidente que
recibió una paliza.
Kim estaba visiblemente disgustada por aquellos descubrimientos, pero Becky
no sabía qué decirle.
—No tengo ni idea. ¿Sabe la policía el nombre de la joyería donde compró esas
pulseras? ¿La ha investigado?
—De eso se trata. Dice que no puede recordarla, que todas se parecen mucho.
La policía sigue a la espera de recibir esa información para interrogar a los
propietarios.
Mirándola a los ojos, Becky se dio cuenta de que su cuñada no quería escuchar
realmente la verdad de la historia de Bob, al menos por el momento. Estaba
enamorada, y no quería creer que su prometido pudiera estar mintiéndole.
—Se llevó una buena paliza —dijo—. Es normal que no recuerde todos los
detalles. Tengo entendido que la amnesia está asociada al tipo de trauma que ha
sufrido Bob.
La expresión de Kim se iluminó.
—Sí, quizá sea eso. Seguramente no puede recordar que no llegaron a robarle la
cartera. Todavía debe de sentirse muy confuso con todo el incidente.
Becky tenía sus dudas, pero prefirió no decir nada.
—Concédele unos días. Probablemente lo recordará todo cuando se encuentre
de vuelta en casa, en su propio ambiente.
—Tienes razón. Gracias.
—De nada.
Becky ya se disponía a retirarse cuando Kim la detuvo.

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—¿Sabes una cosa? Creo que he sido muy dura contigo desde que entraste a
formar parte de esta familia… Sólo quería decirte que lo siento, y darte las gracias
por haberme escuchado. Me ha ayudado hablar de ello.
Las dos mujeres se abrazaron. Era la primera vez que Becky experimentaba una
genuina emoción por Kim. Quizá habían llegado finalmente a reconciliarse, lo que
podía significar el comienzo de una sincera amistad.

Patti Kennedy le había comunicado la noticia con un tono eminentemente


práctico, sin sentimiento alguno. Le había hablado de la paliza recibida por Bob
Ducain, y de que Becky había admitido haber pasado el día con él.
—Ya sabes que tenemos una política muy estricta respecto al trato con los
pasajeros. En consecuencia, y dada la información que hemos recibido, a partir de
este momento quedas suspendido de empleo. Revisaremos tu caso y te informaremos
de nuestra decisión a nuestra llegada a Miami Beach. Y una cosa más: al menor
rumor negativo que escuchemos sobre tu comportamiento, te despediremos
inmediatamente.
No le había dado oportunidad a defenderse ni a explicarse. Se lo había dicho y
se había marchado. Como si no fueran amigos. Como si nunca le hubiera confesado
la atracción que sentía por Thanasi, ni todos los asuntos de tipo personal que habían
compartido.
Pero la posibilidad de perder su empleo había dejado de preocupar a Dylan.
Había conocido a una mujer por la que merecía la pena correr cualquier riesgo. Y el
hecho de que fueran a despedirlo por culpa de Becky sólo había fortalecido su
determinación de conseguir que aquel incipiente romance funcionara.
En eso estaba pensando mientras veía llover por la ventana de su camarote. La
lluvia parecía precipitarse sobre el océano como una inmensa cascada de tristeza.
Tenía que hablar con Becky. Pero hablar con ella significaría su despido inmediato.
Desgraciadamente, no tenía otra opción. Tenía que saber si compartía o no sus
sentimientos.
Llamó a su suite y no recibió respuesta. Se disponía a ir a cubierta para buscarla
cuando sonó el teléfono. Era Becky.
—Necesito hablar contigo —había una urgencia en su tono que lo dejó
alarmado.
—Claro. ¿Podemos encontrarnos en tu camarote?
—¿No es arriesgado para ti?
—No importa.
—¿Dentro de diez minutos?
—Perfecto —y colgó.
***

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Cuando llegó a la suite de Becky, el mayordomo, que había terminado de


arreglarla, lo miró ceñudo. Sería cuestión de minutos que la noticia llegara a oídos de
Patti.
—Entra —le dijo Becky cuando lo vio en el umbral.
Ansiaba estrecharla en sus brazos. La había echado terriblemente de menos: su
fragancia, su contacto, la tersura de su piel. No habían vuelto a verse ni a hablar
desde el día anterior, cuando la dejó en su camarote.
Pero en aquel instante sentía unas vibraciones negativas. Entró en el salón y se
quedó de pie. Becky, por su pártele al otro extremo y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella— Yo creía que no podían verte conmigo a
bordo.
—Eso ya no me importa. No después de lo de ayer. Sólo quiero estar contigo.
Dio un paso adelante. No podía soportar estar en la misma habitación que ella
sin abrazarla.
—De eso precisamente es de lo que quiero hablarte.
No le gustaba su expresión. Era demasiado seria. Avanzó otro paso. Si pudiera
besarla, sabría que todo acabaría bien y que…
—Por favor, no te acerques más. Lo que tengo que decirte ya es suficientemente
difícil.
Dylan experimentó una punzada de pánico.
—Podemos hacer que esto funcione. Lo sé.
Un relámpago iluminó el cielo mientras el trueno hacía temblar el camarote.
—Es demasiado complicado —Becky sacudió la cabeza—. No funcionaría.
—Claro que sí. Por favor, Becky, no lo hagas. Tenemos algo especial. No
renuncies a ello, por favor.
—No es justo para la familia de Ryder. Ni para Estelle. Le estoy rompiendo el
corazón. Ryder nunca me lo perdonaría.
—Ryder está muerto. Ya es hora de que su familia tome conciencia de ello. Pero
tú estás viva y te mereces otra oportunidad de amar. Déjame que yo sea esa
oportunidad, Becky. No me rechaces.
Las lágrimas corrían por su rostro. Se le desgarraba el corazón de verla así.
—Tienes que irte. Mis hijos volverán pronto y no quiero que nos vean juntos.
Se la quedó mirando fijamente durante unos segundos, esperando que
cambiara de idea y le dijera que se quedara, para que pudieran solucionar la
situación. Pero no lo hizo.
Dylan se marchó por fin. La lluvia afectaba a la estabilidad del barco. Por
primera vez desde que entró a trabajar en cruceros, se mareó con el movimiento.
***

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Bob le había dejado un mensaje citándola en el bar Espresso, de la Cubierta


Baco.
El barco se movía mucho y a Tracy le costaba mantener el equilibrio, pero le
gustaba la lluvia. Su olor, sobre todo. De camino al bar, pasó por delante de una
pastelería y se sintió tentada de comprarse un pastel de chocolate… pero no sería tan
divertido sin Franco. ¡Cómo echaba de menos a su hijo! La noche anterior había
intentado comunicarse con Salvatore por lo menos una docena de veces, pero no
había contestado al teléfono y su buzón de mensajes estaba lleno. Estaba segura de
que lo había hecho a propósito. No podía dejar de pensar en el pobre Franco en el
aeropuerto, excitado ante la perspectiva de regresar a casa… para ver finalmente
defraudada su esperanza.
Pidió una taza de cacao y se sentó cerca de una ventana para poder ver caer la
lluvia, esperando que la contemplación del mar mitigase el dolor que la arrasaba por
dentro. Recordó que Las Vegas solía inundarse cada vez que llovía demasiado. En
una ocasión, el coche de su padre se vio arrastrado por la riada cuando ambos
estaban dentro. Con su sangre fría, él le había ordenado que no tuviera miedo
mientras se encaramaban al techo.
La había salvado. Se habían quedado sentados en el techo del coche, abrazados,
hasta que la lluvia amainó y el nivel del agua empezó a bajar. Luego habían
regresado a casa caminando y se habían tomado sendos tazones de cacao caliente.
Nunca en toda su vida había sentido tanto miedo. Hasta ahora.
—¿Disfrutando de tu café? —la sobresaltó la voz de Bob. No lo había visto
acercarse a su mesa.
—Es cacao, pero sí —miró su cara hinchada por los golpes. Un recordatorio del
poder de Salvatore.
—¿Quiénes eran esos tipos? —se sentó frente a ella.
—No lo sé.
—No me mientas. Lo tenías todo planeado, cariño.
Bebió un sorbo de cacao mientras intentaba recuperar la compostura.
—Yo no sabía que eso iba a suceder, Bob.
Inclinándose sobre la mesa, la agarró de una muñeca y se la apretó con fuerza.
—Si te he citado en un lugar público es porque no me fío de mí mismo.
Escucha, sé quién tiene ese colgante y sé cómo conseguirlo. Si realmente es tan
valioso como dices, no lo verás nunca. Me has tomado por estúpido, pero se han
acabado los juegos.
—Nos está mirando la gente, Bob.
La soltó, y Becky se frotó la muñeca dolorida. Le había dejado las huellas de los
dedos.

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—Te has confundido conmigo —se inclinó hacia delante, exhibiendo su escote.
Había elegido aquella provocativa blusa a propósito—. Yo puedo ayudarte, Bob.
Estamos en esto juntos, ¿recuerdas?
Estaba desesperada. No podía permitir que se marchase sin antes convencerlo
de que no había tenido nada que ver con su paliza, pero sabía que sus posibilidades
eran escasas.
Bob se quedó mirando su escote y sonrió.
—A mí no me engañas. A partir de ahora volaré solo, y si te veo acercarte a diez
metros de mi familia, lo pagarás caro.
Se levantó y se marchó. Tracy creyó haber visto a Connor y a Laura abandonar
sigilosamente el bar detrás de Bob sin que él se diera cuenta. Se levantó rápidamente
con la intención de asegurarse, pero justo en ese instante sintió un pinchazo de dolor
en un costado y volvió a sentarse. Debía de haberse dado un buen golpe el día
anterior contra el picaporte del coche, porque era como si le hubiesen clavado un
cuchillo en la cadera.
No podía estar segura de lo haberlos visto realmente. ¿Se lo habría imaginado?
En aquel momento no podía concentrarse en nada más que en la inmensa tristeza
que la abrumaba.

Mientras se dirigía al cibercafé para comunicarse con su hermano, Dylan pasó


por delante de varias boutiques, el Salón de Té Pétalo de Rosa, el restaurante Marco
Polo y la confitería Tentaciones, tan frecuentada por los pasajeros más golosos.
De repente vio a Connor y a Laura acercándose a él. Estaban tan enfrascados en
su conversación que ni siquiera lo habían visto.
—Hola, chicos.
—¡Dylan! —exclamó Laura con alegría, casi como si lo hubiera estado
buscando. Ambos corrieron a su encuentro—. Acabamos de ver al prometido de mi
madre, Bob, con Tracy, la corista —susurró.
—Sí, y estaban hablando del colgante de mamá como si fuera algo importante
—añadió Connor.
Estaba temblando, pero Dylan no sabía si era de frío o de miedo.
—Deben de pensar que esos rumores son ciertos —sugirió.
—¿Qué rumores? —inquirió Laura.
—Que hay un diamante oculto dentro del colgante.
Laura se sacó el colgante de un bolsillo y examinó de cerca la lágrima de plata:
ni siquiera parecía bien soldada, lo que indicaba su mala calidad. Dylan lo estudió
también. Parecía bisutería barata.
—¡No puede ser! —exclamaron ambos al unísono.

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—Bob fue malo con Tracy —explicó Connor—. No pudimos escuchar toda su
conversación, pero en un momento dado la agarró de una muñeca y le hizo daño.
Efectivamente, estaba temblando de miedo.
—Tienes que tomar algo para entrar en calor, amiguito.
Los llevó a la cafetería y pidió tres tazas de cacao caliente. Luego se sentaron a
una apartada mesa para continuar la conversación.
—Está bien, volvamos a empezar —propuso Dylan—. Y esta vez cotadme toda
la historia desde el principio.
Laura y Connor le contaron todo lo que habían visto y oído. También le
relataron la paliza de Bob, y que Laura sospechaba que su madre no se lo había
creído del todo, aunque no lo había dicho explícitamente. No se olvidaron de las
prisas que había tenido Bob por abandonarlos en la playa de la bahía de Megan.
Cuando terminaron su relato, Dylan les preguntó:
—¿Qué es lo que queréis hacer con esa información?
—Yo quiero decírselo a mi madre, pero sé que ella no me creerá —respondió
Laura—. Está enamorada de Bob, y ahora han decidido casarse tan pronto como
regresen a casa. La abuela quería contratar el barco entero para la boda, pero he oído
a Bob decirle a mamá que él prefería adelantar todo lo posible la ceremonia.
—Ya. Así que lo que tenemos que hacer es demostrarle a tu mamá que Bob no
es el hombre que ella cree que es.
—Exactamente —aprobó Connor—. Y que en realidad es un granuja.
—Y ella necesita llegar a esa conclusión sola. Aunque con nuestra ayuda, por
supuesto.
Laura asintió.
—Eso sería perfecto, pero también tendríamos que convencer a nuestra abuela.
A ella le cae muy bien Bob.
—¿Qué ha planeado hacer vuestra familia esta noche?¿Pensáis ir a la Fiesta del
Postre que se celebrará en la Laguna de la Sirena?
—Sí —contestó Connor, entusiasmado—. Incluso he hecho una selección de las
fotos que hicimos en las excursiones para que las proyecten en la fiesta de esta noche.
Laura me ayudó a descargarlas. A mamá le gustaron mucho. Las hay muy divertidas
—se echó a reír.
Dylan pudo comprobar lo mucho que había cambiado Connor desde que
empezó aquel crucero. Se parecía muy poco al niño que había conocido el primer día.
—Me muero de ganas de verlas, Connor —sonrió—. Me había olvidado del
pase de fotos y vídeos digitales que ha organizado Patti. Es una idea nueva que
quiere probar con los pasajeros.
—Es seguro que iremos porque mañana es el cumpleaños del abuelo —informó
Laura—. La abuela quería ignorar la fecha porque el abuelo se ha pasado todo el

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crucero saliendo con Jan Milton, pero la tía Becky no se lo permitió. Precisamente
Connor y yo estábamos buscando un regalo para el abuelo cuando vimos a Bob, que
supuestamente tema que estar en su camarote porque nos dijo que apenas podía
moverse. Pero como vimos que no tenía problema alguno de movilidad, decidimos
seguirlo.
—Y luego fue cuando se sentó con Tracy —apuntó Connor—. Y nosotros que
creíamos que no se conocían…
—De inmediato sospechamos algo. Por eso nos sentamos a una mesa cercana
sin que nos viera, con la intención de escuchar su conversación, pero sólo pudimos
escuchar algunos trozos.
Dylan había tomado una decisión. Se había encariñado con la familia de Becky
y le encantaría desenmascarar públicamente a Bob. Nunca había confiado en él. No
conocía muy bien a Tracy, pero sabía que era una buena persona que había caído en
las redes de Bob.
Sin embargo, lo que no podía hacer era utilizarla para contar algún tipo de
escándalo a bordo que pudiera ocasionar su despido. Sabía que tenía un niño a su
cargo, así que tenía que concentrarse en utilizar aquel colgante sin valor como cebo, y
no a Tracy…
—¿Sabe Bob que tú tienes el colgante? —le preguntó a Laura.
—Sí. Se lo enseñé durante el desayuno.
—¿Por qué no te lo pones?
—El broche de la cadena está roto. La tía Becky tiene que devolvérselo a Patti
Kennedy en la Fiesta del Postre de esta noche, así que pensé en arreglarlo, pero hasta
ahora no he encontrado ningún lugar donde lo hagan.
—Perfecto. Lo mejor es que te asegures de que Bob piense que has encontrado a
alguien que te lo arregle. Dile, por ejemplo, que me lo has dado a mí. De esa manera
no te molestará en todo el día.
Laura le entregó el colgante y Dylan examinó el broche roto.
—Parece que tiene arreglo. No será tan difícil.
—¿Y ahora qué hacemos? —inquirió Connor.
Dylan se recostó en su silla mientras se guardaba el colgante en un bolsillo.
—Esto es lo más peliagudo de todo. Tengo que encontrar alguna manera de
persuadirlo de que haga algo malo pensando que es bueno, al menos para él. Así le
demostraremos a la madre de Laura y a tu abuela lo granuja que es ese tipo —miró a
Laura—. Tienes que conseguir que tu madre me invite a la fiesta de esta noche en la
Laguna de la Sirena. Y para eso tendrá que conseguir el visto bueno de la directora
del crucero, Patti Smith. ¿Crees que podrás hacerlo?
—A la abuela le dará un ataque, pero creo que mi madre lo conseguirá.
Tranquilo, que ya me las arreglaré.

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—Muy bien —aprobó Dylan—. Ya tengo una idea, pero te necesitaremos a ti,
Connor, para que funcione.
El niño se inclinó hacia delante, decidido.
—Sólo dime lo que tengo que hacer y lo haré.

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Capítulo 19
Becky, Connor y Sarah se dirigieron a la mesa privada de Estelle, que se
levantaba al borde de la piscina interior denominada Laguna de la Sirena. Kim y Bob
caminaban delante de ellos, mientras que Laura y Estelle encabezaban la marcha.
Mark se había retrasado, según los había informado Estelle, y se reuniría con
ellos después. Era una cena formal, así que Connor lucía un traje gris a rayas, con
camisa blanca. Sarah había escogido su vestido de noche favorito, de tafetán rojo.
Becky llevaba un vestido de color morado intenso, con uno de los fulares de Sonita.
Un pequeño conjunto de cuerda amenizaba la velada desde un estrado
decorado con flores. La piscina estaba tenuemente iluminada y un exquisito aroma a
chocolate flotaba en el aire. Las mesas de los postres estaban dispuestas a un lado de
la piscina, exhibiendo pasteles, tartas y hasta fuentes de chocolates de todos los
colores y sabores.
En el otro extremo había más mesas con panes de hierbas aromáticas, quesos
diversos y complicadas esculturas de hielo representando criaturas marinas. En las
dos gigantescas pantallas se podían ver fragmentos de vídeo y fotografías realizadas
por los pasajeros, entre las que se contaban las de Connor.
—Guau, mami, ¿ésta es la fiesta de la diosa de la luna? —inquirió Sarah
mientras contemplaba la bóveda de cristal.
Becky siguió la dirección de su mirada: a través del vidrio, la luna llena
asomaba entre las nubes. Hacía un par de horas que había dejado de llover.
Ciertamente parecía como si la diosa estuviera contemplando el Sueño de Alexandra
desde lo alto.
El pensamiento la hizo estremecerse. O quizá fuera la voz que le susurró al
oído:
—Estás preciosa esta noche.
Era una voz; ronca y sensual, que le recordó el maravilloso día que habían
pasado en la isla. Y lo mucho que desde entonces había anhelado su contacto.
—Dylan, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tu cuñada me invitó.
Becky no podía creer que Kim hubiera desafiado abiertamente a su madre para
invitar a Dylan a su misma mesa. Era una especie de milagro.
—¿Te sentarás conmigo? —le pidió Connor a Dylan, tomándolo de la mano.
Becky se echó a temblar por dentro. Había tomado una decisión con Dylan,
pero el hecho de tenerlo sentado a su lado durante toda la noche podría hacerle
cambiar de idea…
—Me encantaría, Connor. Gracias.

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Y los dos se dirigieron a la mesa de los Montgomery para ocupar sus asientos.
Becky sabía que Estelle nunca le perdonaría eso a su hija.
—Sentémonos ya, mamá —la urgió Sarah—. Yo también quiero sentarme al
lado de Dylan—. Es muy divertido.
Becky ayudó a Sarah a sentarse. Estelle, que se hallaba justo delante, estaba
frunciendo el ceño. Se avecinaba una horrorosa velada.
—Diablos… si está otra vez con esa Jan no-sé-qué —rezongó Estelle, mirando
discretamente detrás de ellos.
Becky se volvió para ver a Mark dirigiéndose hacia la mesa del brazo de la
elegante Jan Milton. La mujer lucía un precioso vestido blanco de chifón y satén.
—Me encantaría arrancarle la cabeza —gruñó Estelle.
—Mamá, papá y tú estáis divorciados —le recordó Kim—. Él puede salir con
quien quiera.
—Es cierto, pero yo albergaba la esperanza de que este crucero pudiera
reunimos de nuevo. ¡Si lo sé no se la presento! —estaba hirviendo de rabia—. ¡Fíjate
cómo la mira! Parece que va en serio… ¡No puedo creer que la haya traído aquí!
Dylan y Bob se levantaron galantemente cuando vieron llegar a Mark y a Jan.
Estelle, por su parte, se llevó una mano a la barbilla con gesto altanero.
—Mark, querido, me temo que sólo disponemos de un asiento de más en la
mesa de la familia. Tu amiga tendrá que irse a otra.
—Oh, sólo quería pasarme a saludaros —explicó Mark de buen humor—. Esta
noche estamos invitados a la mesa del capitán. Parece ser que Jan y él son buenos
amigos —miró a los chicos—. Si alguno de vosotros quiere visitar el puente de
mando mañana, que me avise. Tengo un buen contacto dentro —añadió, volviéndose
hacia Jan.
Los tres aceptaron alborozados la invitación.
—Conseguiré que Nikolas os haga de guía —añadió Jan—. Los demás también
estáis invitados. Tú también, Estelle.
Becky pudo ver cómo se ensombrecía la expresión de su suegra.
—No, gracias. Una vez que has visto un puente de mando, ya los has visto
todos.
—Pero, abuelo, nosotros tenemos una sorpresa para ti. Tienes que sentarte con
nosotros —le suplicó Sarah—. Mira, Jan se sentará en mi silla y yo compartiré la de
Connor. Tienes que sentarte con nosotros, abuelo.
Becky pensó que su hija parecía tener el don de la inoportunidad. Estelle se
limitó a apurar su copa de vino blanco. Jan murmuró algo a Mark, que finalmente
cedió.
—Está bien. Porque tú me lo pides, Sarah, el abuelo se sentará aquí. Pero ahora
tengo que disculparme con el capitán. Vuelvo enseguida.

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—Gracias, abuelo. Es que creo que la abuela tiene muchas ganas de que te
sientes a nuestra mesa. Lo que pasa es que no quiere decírtelo delante de Jan.
Estelle se atragantó con el vino mientras Jan y Mark ya se alejaban.
—¡Diablos!
—Creo que esta noche deberías lucir ese colgante de la buena suerte —le sugirió
Bob.
Estelle se volvió para fulminarlo con la mirada.
—No insultes mi integridad, Bob. Ese jueguecito está bien para Becky y los
niños, pero yo no me pondría ese colgante ni muerta. Le agradezco a Becky que no se
lo haya puesto esta noche.
—¿Por qué no te lo has puesto? —quiso saber Dylan.
—Se me rompió el broche de la cadena —explicó ella—. Además, esta misma
noche tenía que devolvérselo a Patti Kennedy —se volvió hacia Laura—. Espero que
lo hayas traído.
Pero Laura no tuvo oportunidad de contestar por culpa de Connor:
—Mamá, tengo hambre…
Dylan se levantó, solícito.
—Yo también, amiguito. Ya lo acompaño yo, Becky. No es la primera vez que
vengo a una fiesta de éstas. Me ocuparé de traer los platos.
Y, antes de que Becky pudiera oponerse, se marchó.
—Laura, tu tía te ha hecho una pregunta sobre el colgante —le recordó Bob—.
¿Lo has traído?
Becky tuvo la sensación de que estaba tenso. Como si la respuesta a aquella
simple pregunta le importara demasiado.
—No habría podido olvidarme de algo tan importante —respondió con tono
firme—. Por supuesto que lo he traído. Lo llevo en el bolso. Dylan nos lo devolvió
esta tarde, después de arreglar el broche de la cadena.
Rebuscó en su bolso y, al no encontrarlo, no dudó en vaciarlo sobre la mesa.
Pero el colgante no estaba.
Laura soltó un suspiro con expresión decepcionada.
—Debo de habérmelo dejado en un cajón de mi tocador. O quizá en el joyero de
la mesilla; ahora mismo no me acuerdo. Iré a buscarlo. Vuelvo enseguida.
Se dispuso a levantarse, pero Bob se le adelantó.
—Déjalo, iré yo. De todas formas me he olvidado la cámara y así mataré dos
pájaros de un tiro. Además, el médico me aconsejó que caminara un poco y hoy no
he hecho otra cosa que dormir o estar sentado.
—¿Seguro que podrás caminar bien solo, Bobby? —le preguntó Kim.
—Claro que sí, Kimmy querida. De verdad.

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—Deberías acompañarlo, Kim —insistió Estelle.


—No —se negó Bob antes de que su prometida pudiera decir algo—. Yo, er…
antes quiero dar un rápido paseo por cubierta. Necesito despejarme un poco la
cabeza después de toda la medicación que estoy tomando. Y tú pasarías frío con ese
vestido. Pero necesitaré la tarjeta de tu habitación…
Kim la sacó de su bolso y se la entregó. Becky encontró toda aquella situación
ciertamente curiosa. Kim llevaba un vestido sin espalda, pero provisto de un chal.
Estaba bien preparada para dar un paseo por cubierta pero, por alguna razón, Bob
había insistido en ir solo.
—No te merecemos, Bob —comentó Estelle—. Aquí estás, todo magullado y
contusionado, y aun así antepones el bienestar de esta familia al tuyo propio —se
volvió hacia Kim mientras Bob se alejaba de la mesa a un paso sorprendentemente
rápido—. ¿Te das cuenta de la suerte que tienes de tener a este hombre como pareja?
Kim vaciló levemente antes de responder:
—Sí, mamá.

Connor y Dylan entraron en el camarote de Kim con la tarjeta que les había
entregado Laura. Conscientes de que no disponían de mucho tiempo, se pusieron
manos a la obra sin pronunciar una palabra.
Dylan sacó el colgante de un bolsillo y lo guardó en la pequeña caja roja que
Laura utilizaba como joyero, sobre la mesilla. Mientras tanto, Connor preparó su
cámara sobre un trípode, escondida tras la puerta entreabierta del armario y
enfocando tanto el tocador como la mesilla.
Sólo faltaba que Connor pulsara el botón de encendido automático para que la
cámara grabara toda la escena. Eso si Bob caía en la trampa. Lo cual dependía a su
vez de Laura.
Justo en aquel instante Dylan sintió vibrar su móvil en el bolsillo de la camisa.
Una llamada perdida. Era la señal que habían convenido con Laura.
—Pulsa el botón, Connor. Hora de irnos —dijo Dylan.
Connor se metió dentro del armario.
—Maldita sea…
—No es momento de soltar tacos, amiguito.
—Es que he pulsado el botón y la luz roja no se enciende.
Dylan metió la cabeza dentro del armario.
—¿Has conectado el automático?
—Sí —respondió Connor, visiblemente nervioso.
—Tranquilo. Necesitamos un momento para revisarlo todo.

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—No tenemos un momento. Sabía que no podría hacerlo. Mi padre tenía razón.
Sin él soy incapaz de hacer nada…
—Alto, amiguito. Dudo seriamente que tu padre te dijera algo así.
—Pues sí que me lo dijo. El día que se marchó a la India y ya no volvió nunca
más.
—¿Qué fue lo que te dijo exactamente?
—Estábamos en la piscina, y él me estaba enseñando técnicas de socorrismo. Yo
creía que aprender eso era una tontería, porque en mi familia todo el mundo sabía
nadar y nadie más venía a nuestra piscina. Pero él me dijo que algún día podría estar
en el mar o en alguna otra piscina en la que alguien no supiera nadar y yo me viera
obligado a socorrerlo. Yo seguía negándome a aprender. Estaba enfadado porque
otra vez se marchaba de viaje y no iba a poder verme en la obra de teatro del colegio.
Fue entonces cuando me dijo que un chico necesita que su padre le enseñe cosas,
como las cosas que él aprendió del abuelo. Me dijo que eso era lo verdaderamente
importante. Pero luego se murió antes de que pudiera enseñarme todas esas cosas, y
ahora me voy a hacer mayor sin saber nada, y mi madre no podrá confiar en mí ni
tampoco Sarah, y yo no llegaré a casarme ni a tener hijos ni a…
—Oye, que ni siquiera has terminado la primaria. Vas muy rápido. Recuerdo
que yo sentí lo mismo cuando murió mi padre. Pero hay un fantástico mundo ahí
afuera, y si renunciamos a disfrutarlo o a aprender cosas, desde el cielo nuestros
padres se enfadarán. Hay que disfrutar todos los días. Eso es lo que nuestros padres
habrían querido que hiciéramos.
—¿De verdad piensas eso?
—No lo pienso, lo sé. Yo solía ser como tú cuando mi padre murió, pero mi
hermano Bear me levantó el ánimo. Apuesto a que Sarah intenta siempre levantarte
el ánimo, pero tú te resistes.
Connor asintió.
—Tú eres su hermano mayor. Ella te necesita para que le des ejemplo. Para que
le enseñes que es normal que eches de menos a tu padre, pero que también lo es que
vuelvas a reírte y divertirte.
—Sarah siempre se está divirtiendo.
—Tal vez porque quiere darte ejemplo a ti, para que tú también te diviertas. Te
quiere tanto como yo quiero a mi hermano mayor. ¿Te imaginas cómo sería Bear si
estuviera gruñendo todo el tiempo? ¿Cómo crees que eso me pondría a mí?
—Gruñón.
—Yo sé que tú no quieres que Sarah sea una gruñona.
—Claro que no. Me hace reír todo el tiempo.
—Por supuesto. Te diré una cosa: echemos un vistazo a la cámara y…
De repente sonó la cerradura de la puerta. Alguien la estaba abriendo.
***

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Posiblemente sería la última gran fiesta del crucero, y por tanto la última
oportunidad que tendría Tracy de apoderarse del colgante. Y sin embargo allí estaba,
en una de las camas del hospital del barco, adormilada por la medicación y sin
fuerzas apenas para abrir los ojos… por culpa de un cólico nefrítico.
—Pero tengo que ir a esa fiesta —le dijo a Brenda, la enfermera—. Tengo que
conseguir el… Tienes que dejarme marchar…
Brenda le sonrió mientras volvía a arroparla.
—Tranquila, cariño. La medicación te dejará dormida en unos minutos y ya no
tendrás que preocuparte de esa fiesta. Ahora descansa un poco —y salió de la
habitación.
—No lo entiendes —gritó Tracy—. Él tiene a mi hijo. Necesito recuperarlo.
Pero Brenda ya no la oía. Intentó llorar, pero las lágrimas no le salían. Las
medicinas estaban haciendo su efecto y empezaba a sentirse cada vez menos
nerviosa.
De hecho, ya no podía recordar por qué había estado gritando, pero debía de
tener que ver con los dos cochecitos de juguete que estaban sobre su mesilla…
—Oh, claro. Franco necesita volver a casa, pero… Mmm… ¿para qué puede
necesitar un colgante?
De pronto el riñón dejó de dolerle y cerró los ojos.

—Ya vuelve Bob —le dijo Becky a Patti Kennedy, de pie al lado de una de las
mesas del bufé de los postres, con una fuente de chocolate que era más alta que ellas.
La mesa de Estelle estaba muy cerca—. Con el colgante.
—Estupendo. Quiero hacer un pequeño anuncio al respecto. Tengo un regalo
muy especial que hacerte, a cambio del colgante —Patti parecía muy entusiasmada.
Pero Becky no estaba de humor para esas cosas. Hacía un rato que Mark había
soltado una noticia bomba en la mesa: cuando el barco atracara en Miami, volaría de
regreso a Los Ángeles en compañía de Jan Milton.
Era la sorpresa de su supuesta fiesta de cumpleaños: a partir de ese momento,
Estelle había dejado de dirigirle la palabra.
Dylan y Connor habían desaparecido entre la multitud de gente que
frecuentaba los bufetes de los postres. Kim estaba ocupada saboreando su tercer
martini de vodka con vainilla, mientras Sarah contemplaba hipnotizada la gran
pantalla de vídeo, donde se proyectaban continuamente fotografías y fragmentos de
películas.
Además, el hecho de volver a ver a Dylan la había llenado de una tristeza que
estaba intentando sacudirse… en vano. No era justo. Pero ésa era una lección que ya
había aprendido. Que la vida no era justa.
—No tendré que pronunciar un discurso, ¿verdad?

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—No si no quieres, pero va a ser divertido. Te lo aseguro —Patti hizo una seña
a Bob, que fingió no verla mientras se dirigía a la mesa de los Montgomery.
—¡Bob!—lo llamó Becky.
Laura apareció de pronto al lado de Patti.
—Espero que lo haya encontrado.
—Y yo —añadió Patti—. Dime, Laura… ¿has disfrutado del crucero?
—Muchísimo —respondió, pero Becky podía ver que toda su atención estaba
concentrada en Bob. Caminaba rápidamente y, pese a que no sonreía, parecía
extrañamente contento. Y eso que tenía un brazo en cabestrillo y cuatro costillas
rotas.
—¿Estás segura de que dejaste el colgante en tu camarote? —le preguntó a
Laura.
—Sí. ¿Por qué? Tenía que estar o en mi tocador o en el joyero de la mesilla.
—Pues no estaba ni ahí ni en ninguna otra parte —repuso, encogiéndose de
hombros.
Justo en aquel instante aparecieron Connor y Dylan, cargados de platos con
dulces. Becky se volvió hacia ellos.
—¿Dónde os habíais metido? Todo el mundo os estaba buscando.
—Es que había mucha cola —Connor se dirigió a la mesa para dejar los platos,
acompañado de Dylan.
—Espera un momento —le dijo Laura a Bob—. ¿Estás diciendo que no has
encontrado el colgante?
Para entonces Dylan y Connor ya habían vuelto a reunirse con ellos. Dylan
estaba al lado de Patti, que le lanzó una mirada apesadumbrada, mientras Connor
buscaba la mano de su madre.
—No. Lo siento. A lo mejor se te cayó del bolso en algún momento —Bob
desvió la mirada hacia la mesa—. Guau. Esos dulces tienen muy buena pinta. Me
muero de hambre.
Se disponía a dirigirse a la mesa cuando Sarah se acercó corriendo al grupo,
toda entusiasmada.
—Mira, mamá, estamos saliendo en la tele —y señaló la pantalla.
Había una fotografía de Sarah y Becky acariciando a las rayas, y después
apareció otra de Mark en el velero, haciendo nudos. Siguieron diversas instantáneas
del castillo de arena ganador del concurso, y un breve videoclip de Sarah bailando
alrededor, aferrada a su trofeo.
La sala entera prorrumpió en aplausos y carcajadas.
—Son unas fotografías magníficas, Connor —le felicitó Becky—. Maravillosas.

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Todo el mundo estaba atento a la pantalla. También había fotografías de Estelle


en su fiesta navideña, saludando a Thanasi, a Patti y a Jan Milton. Becky podía
imaginar perfectamente lo que estaría sintiendo su suegra en aquel instante: un
violento odio contra sí misma por haber invitado a su rival a aquella fiesta…
Entonces apareció otra foto: Bob y Kim comiendo unos enormes helados. Becky
se echó a reír cuando recordó la ocasión en que su cuñada se había metido con ella
por hacer lo mismo.
—Estamos muy bien —le dijo Bob a Kim, que acababa de reunirse con ellos—.
Pero no recuerdo haberte visto sacándonos esa foto, Connor.
—Las fotos espontáneas son las mejores.
—¿Encontraste el colgante? —le preguntó Kim a Bob.
—No. No estaba en el camarote. Y te aseguro que he mirado por todas partes.
Entonces apareció otro fragmento de vídeo en el que Bob aparecía solo, dentro
de un camarote.
—¿Qué diablos…? —exclamó mientras se veía a sí mismo rebuscar entre peines,
cepillos y frascos de perfume—. ¿Qué es esto?
—Eres tú en la suite de la tía Kim —explicó Sarah—. Pero no pareces muy
contento.
—¿Quién ha grabado esto? ¿Qué está pasando aquí? —Bob parecía aterrado.
—Espera —dijo Dylan—. Ahora viene lo bueno.
Bob lo fulminó con la mirada antes de clavarla de nuevo en la pantalla. En la
imagen aparecía abriendo un joyero y sacando algo de su interior. Becky reconoció
inmediatamente el colgante.
Para entonces la mayor parte de los presentes no estaba prestando atención a la
pantalla. O, si lo hacían, lo disimulaban muy bien. Y lo mismo valía para Patti
Kennedy. Estaba ocupada charlando con unos pasajeros delante de la fuente de
chocolate.
Pero en la mesa de los Montgomery…
—Mentiroso —lo acusó Kim.
—No, yo… —balbuceaba el verdadero Bob.
—¡Hija de…! —murmuró el Bob de la pantalla.
Sarah se llevó una mano a la boca, escandalizada.
—Tío Bob, has dicho una palabrota.
—No lo entiendo —se quejó Kim—. ¿Por qué nos mentiste con lo de…?
Pero Bob ya estaba iniciando la retirada. Que no pudo consumar porque
tropezó con Dylan, que de repente se había interpuesto en su camino.

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Tambaleándose, intentó apoyarse en la esquina de una mesa. Lo consiguió por


un momento, pero resbaló, y mientras caía a la piscina, tuvo la pésima ocurrencia de
agarrarse al mantel.
Como resultado, arrastró en su caída todo un surtido de tartas, bombones y
esculturas de chocolate que fueron a parar a la piscina… encima de él.
Sin pensárselo dos veces, Connor se quitó la chaqueta y los zapatos y saltó para
socorrerlo, antes de que Becky pudiera evitarlo.

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Capítulo 20
Unas diez personas llegaron a saltar a la piscina ya teñida de chocolate con la
intención de ayudar a Bob, pero fue Connor quien consiguió arrastrarlo con gran
sangre fría hasta la zona donde podía hacer píe.
Los pasajeros que rodeaban la piscina felicitaron a Connor cuando terminó de
socorrer a la víctima. Dylan y otros dos pasajeros ayudaron a sacarlo del agua. El
niño no salió de la piscina, sino que se quedó nadando. Ya tenía ganas.
Kim se dirigió entonces al semiahogado Bob, le soltó cuatro gritos y abandonó
muy enfadada la sala, del brazo de Laura. Estelle no se había movido de su mesa.
Tranquilamente se sirvió otra copa de vino y continuó comiendo como si no hubiera
sucedido nada extraordinario.
La orquesta seguía tocando, pero habían terminado las proyecciones en la
pantalla. Cuando Becky buscó a Mark con la mirada, lo encontró con Jan, felicitando
a Connor en el otro extremo de la piscina.
Quiso llamar a su hijo y decirle que saliera del agua, pero no lo hizo. En lugar
de ello, lo contempló emocionada mientras buceaba en la zona profunda. Todavía se
sumergió varias veces en el agua teñida de chocolate hasta que de repente emergió
eufórico… con el colgante en la mano. Estaba feliz.
Volvía a ser el Connor de antes. Becky no sabía si reír o llorar.
—No llores, mami —le dijo Sarah, tomándole una mano—. Connor no se
ahogará. Sabe nadar muy bien. Papá le enseñó, ¿recuerdas?
—Claro que sí, cariño —y la estrechó en sus brazos.
Dylan se acercó a ellas, con la camisa pegada al cuerpo y los pantalones
empapados. Alguien le lanzó una toalla para que pudiera secarse al menos la cara.
Becky le quitó una cereza bañada en chocolate del pelo.
—No puedo creer que se haya montado todo este lío por culpa de ese estúpido
colgante. ¿Para qué diablos lo quería Bob?
—Es una larga historia —repuso Dylan—. Digamos que se equivocó al pensar
que tenía algún valor.
—¿No lo tiene?
—Según la leyenda, sí. Por lo demás, no es más que una imitación barata.
—¿Grabaste tú ese vídeo?
—No, el artista fue Connor.
—¿Pero cómo…?
—Es algo complicado de contar —se limpió el cuello con la toalla—. Pero te
adelantaré que la cosa llegó a ponerse muy difícil, hasta que a Connor se le ocurrió
que nos escondiéramos en la terraza en el último momento. Incluso consiguió activar

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el mecanismo de la cámara segundos antes de que Bob entrara en el camarote. De


hecho, la trampa fue idea de Connor y de Laura.
—Bueno, ahora Kim ya sabe cómo es ese tipo. No parecía muy contenta cuando
vio a Bob guardarse el colgante en la pantalla, después de habernos dicho que no lo
había encontrado.
—Para no hablar de lo que le dijo antes de marcharse con Laura.
—¿Qué le dijo?
Dylan lanzó una rápida mirada a Sarah.
—No me atrevo a repetirlo.
Becky sonrió, consciente de que Kim jamás volvería con Bob, por mucho que le
insistiera Estelle. Y se alegraba también por Laura.
Dylan se giró para contemplar a Connor, que seguía en la piscina.
—Tiene usted un hijo muy valiente, señora Montgomery.
—Lo sé —repuso ella—. Sólo necesitaba al mentor adecuado que lo sacara de su
cueva… —le tomó una mano—. Gracias por haberme devuelto a mi hijo, Dylan.
—Créeme, el mérito fue todo suyo.
Becky sonrió de nuevo, convencida de que gracias a Dylan, Laura, Mark e
incluso Sarah, Connor había vuelto a ser el que era.
Levantó en brazos a Sarah, que ya estaba empezando a adormilarse. La niña se
quedó inmediatamente dormida. Connor salió por fin de la piscina.
—¡Mamá! ¿Me has visto, mamá? He salvado a Bob. Papá no estaba para
enseñarme, y por un momento creí que no podría hacerlo, pero lo hice. ¿Quieres
saber cómo? —le preguntó, atropellando las palabras.
—Claro, pero primero tranquilízate un poco.
Se sentaron ante una mesa vacía y Connor, eufórico, dejó encima el colgante.
—Vamos, cuéntamelo todo —le pidió Becky.
—Eso, amiguito. Soy todo oídos —añadió Dylan.
—Bueno, primero recordé todo lo que papá me había enseñado, luego lo que
nos dijo el monitor cuando estuvimos en el velero, y después lo que comentó Sarah
cuando Bob nos dejó abandonados en la playa, cuando nos aseguró que podíamos
ganar el concurso de castillos. Lo junté todo y, cuando salté a la piscina… ¡ya sabía
cómo salvar a Bob!
La sala se iba vaciando de gente y acababa de entrar el equipo de limpieza.
Becky estaba agotada. El incidente la había puesto muy tensa, y sólo ahora estaba
empezando a relajarse.
—No entiendo muy bien…
Connor miró a Dylan, que lo animó a continuar.

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—La conclusión es que puedo aprender cosas de todo el mundo —abrió los
brazos, entusiasmado con su descubrimiento.
Un descubrimiento, pensó Becky, insólito y precoz para un niño de diez años.
Aunque Connor casi tenía ya once, y quizá eso tuviera algo que ver. Sonrió. Su hijo
estaba camino de convertirse en un hombre… con la misma mente lógica y analítica
que su padre. No podía estar más contenta.
—Bueno, jovencito —dijo Mark, acercándose a ellos acompañado de Jan—.
Tienes que sentirte muy orgulloso. No sólo has salvado a una persona de morir
ahogada, sino que además has ayudado a tu tía Kim a tomar una importantísima
decisión.
—Hago lo que puedo —repuso Connor, encogiéndose de hombros.
Todo el mundo se echó a reír. Mark le dio un beso en la frente y se marchó del
brazo de Jan.
Estelle abandonó la sala un par de minutos después, ignorando
deliberadamente a Becky y a los niños. Afortunadamente, Connor no se dio cuenta.
Becky no sabía con quién podía estar enfadada Estelle: si con Connor, con Mark
o con ella. Quizá un poco con los tres. En cualquier caso, su comportamiento
resultaba decepcionante.
—Hay personas que no cambian nunca —murmuró.
—¿Perdón? —inquirió Dylan.
—Nada. Es una historia que al parecer siempre tiene que terminar igual. Con
un final triste.
—Pero eso solamente pasa si se trata de un libro o de una película, mamá —dijo
Sarah, desperezándose de pronto—. La señorita Carol me dijo que no podíamos
cambiar ese tipo de historias tristes, pero sí que podemos cambiar la vida real todo el
tiempo.
Justo cuando Sarah estaba pronunciando aquellas palabras, la luz de la sala
arrancó un cegador reflejo azulado a la lágrima del colgante. Sólo duró un instante,
pero Becky se quedó impresionada.
—¿Habéis visto eso?
—Sí. Es muy raro —comentó Connor.
Sarah alzó la mirada hacia su madre.
—Era la diosa de la luna, mamá. Nos estaba hablando. Quiere que todos seamos
felices otra vez —le acarició una mejilla.
—¿Tú crees que es eso lo que nos está diciendo?
—Claro que sí. La diosa de la luna lanzó un hechizo de felicidad sobre el
colgante, y tú lo encontraste.

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—Tienes toda la razón, cariño —Becky pensó en Estelle y en la manera en que


se había marchado, ignorándolos. Se volvió hacia Dylan—. ¿Te importaría quedarte
un momento con los niños? Tengo algo que hacer.
Y corrió en pos de Estelle. La alcanzó justo cuando estaba subiendo al ascensor.
—No quiero hablar contigo —fue lo primero que le dijo su suegra, una vez
dentro.
—Como quieras, pero a tus nietos no tienes derecho a ignorarlos de esta
manera.
Se cerraron las puertas.
—Sarah puede venir a visitarme cuando quiera, pero tú has envenenado a
Connor y no pienso dirigirle la palabra hasta que se disculpe con Bob.
—Después de lo de esta noche, dudo que Bob quiera seguir formando parte de
esta familia.
—Eso no es cierto. Sólo ha sido un pequeño malentendido con Kim y…
—Ese hombre es un mentiroso y un ladrón, y ahora tu hija lo sabe. Si vuelve
con él por tu culpa, será una desgraciada toda su vida. ¿Es eso lo que quieres para
Kim?
—Por supuesto que no, pero…
—Déjalo ya, Estelle. Deja ya de intentar controlar a esta familia. Sé que tus
intenciones son buenas, pero deja de hacerlo o terminarás perdiendo a todos tus
seres queridos. Ya has perdido a un hijo y a un marido. ¿Realmente quieres
perdernos al resto de nosotros?
Estelle se le encaró.
—Tú nunca has formado parte de esta familia. Si te toleré fue únicamente por
Ryder, pero ahora ya no hace falta que lo haga. Sobre todo después de que te hayas
liado con ese chico.
Becky se la quedó mirando fijamente. Ansiaba decirle exactamente lo que
pensaba, pero al final se apiadó de ella. La profesora de Sarah estaba equivocada.
Había determinadas circunstancias que no podían cambiarse en la vida real, y el
cerril empecinamiento de Estelle era una de ellas.
—Muy bien, Estelle —pulsó un botón y se abrieron las puertas—. Pero no
vuelvas a ponerte en contacto con ninguno de mis hijos hasta que te sientas capaz de
quererlos por igual y a aceptarlos tal como son —una vez fuera del ascensor, se
volvió de nuevo hacia ella—. Gracias por este crucero, Estelle. Me ha permitido
conocer a un hombre bueno y generoso… al que tengo intención de seguir viendo, si
él me lo permite.
Las puertas se cerraron por fin, y Becky se quedó inmóvil por un momento,
reflexionando sobre lo que acababa de decir.
—¿Eso lo has dicho en serio?
Era Dylan. Estaba detrás de ella, flanqueado por Connor y por Sarah.

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—Puedes estar seguro de ello —respondió.


—Entonces toma esto —se quitó un anillo de plata del dedo meñique de la
mano izquierda y se lo tendió—: Era de mi padre.
—No, no puedo… —intentó devolvérselo, pero él se lo impidió.
—Quiero que lo tengas tú. Ya me lo devolverás cuando los niños y tú subáis a
Newfoundland. Es hora de que regrese a casa. ¿Irás a verme?
Becky asintió mientras se ponía el anillo. Le encajaba perfectamente en el dedo
índice. Estaba encantada de escuchar que regresaba a su hogar.
—Pero… ¿irás tú a visitarme alguna vez a San Diego?
—Por supuesto. Ya te dije que los inviernos en Newfoundland son un poco fríos
—replicó con tono bromista, exagerando su acento nativo.
—Venga, bésalo ya, mami —la urgió Sarah—. La diosa de la luna está
esperando el final feliz de esta historia.
—Y ya sabes que no puedes decepcionar a la diosa de la luna —añadió Dylan,
dando un paso hacia ella.
La estrechó en sus brazos, inclinándola hacia atrás en beneficio de su público…
y la besó tiernamente.
—Desde la invención del beso, ha habido cinco besos… pero éste es el mejor de
todos —dijeron Sarah y Connor, entre risas.
Dylan se volvió hacia ellos.
—Eh, conozco esa frase. Es de La novia princesa.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Becky mientras llamaba al ascensor.
Dylan se ruborizó.
—Tengo el DVD.
—¿Lo tienes? —exclamó Becky, abriendo mucho los ojos.
—Bueno… es mi película favorita.
Llegó el ascensor y se abrieron las puertas, pero nadie se movió. Los niños
miraban expectantes a su madre. Becky los miró a su vez y, sin vacilar, tomó a Dylan
y a Connor de cada mano mientras Sarah revoloteaba de alegría a su alrededor.
—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que he dicho? —inquirió Dylan, confuso por su
reacción.
—Déjame que te cuente la historia de esta familia con esa película —repuso
Becky mientras entraban todos en el ascensor, riendo.

Tracy se despertó con un sobresalto cuando oyó a la enfermera Brenda reñir a


alguien en el cubículo contiguo, al otro lado de la cortina.

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—Si consigue relajarse un poco, le pondré una inyección para que pueda
descansar. Ahora mismo debe de estar doliéndole mucho y esto lo ayudará.
—Pero ya le he dicho que no quiero que me pinchen. Odio las inyecciones —era
un hombre el que protestaba—. Sólo quiero salir de aquí.
Tracy todavía estaba algo adormilada por la medicación, pero habría jurado que
aquella voz era la de Bob.
—No le servirá de nada resistirse. Es una orden de la doctora Latsis y yo tengo
que cumplirla.
—Déjeme tranquilo. Soy mucho más fuerte que usted. Puedo levantarme y
marcharme de aquí cuando quiera.
Tracy rió entre dientes, consciente de que nadie podía resistirse a la enfermera
Brenda. Se oyó un forcejeo. La cortina se movió y cayeron varias cosas al suelo.
Finalmente Tracy escuchó un profundo suspiro y apartó levemente la cortina
para ver a Bob tendido boca abajo, vestido con un camisón de hospital. Justo en aquel
momento la enfermera Brenda le clavaba una larguísima jeringa en la nalga
izquierda.
Bob gritó como si lo estuvieran matando. Hasta que descubrió a Tracy
mirándolo desde la otra cama.
—Maldita sea…
—Cuide su lenguaje, señor —lo reprendió Brenda mientras sacaba la aguja.
Bob esbozó una mueca de dolor. La enfermera giró sobre sus talones y se
marchó mientras su paciente se apresuraba a cubrirse con la sábana. Estaba claro que
Bob se sentía fatal, mientras que Tracy no podía sentirse mas contenta.
—¿Qué tal, Bob? Un día duro, ¿eh?

Al día siguiente, mientras el barco atracaba en Miami Beach, Becky todavía


estaba haciendo las maletas. Tarea poco menos que imposible, dada la cantidad de
cosas que tenían.
Connor le enseñó un tarro lleno de veneras.
—En mi mochila ya no caben más cosas. ¿Podrías llevarme esto, mamá?
—Vivimos en San Diego. Allí podrás recoger todas las veneras que quieras.
—Pero estas veneras son de Santo Tomás. Son diferentes —intervino Sarah.
—Tienes razón —repuso Becky, cediendo como siempre a la particular lógica
de su hija. Por un lado entendía su necesidad de llevarse a casa algo tangible y,
ciertamente, aquellas veneras eran distintas de aquéllas que solían recoger en las
playas de La Jolla y Coronado. Por suerte había traído una segunda maleta plegable
para llenarla con toda la ropa que había comprado. Fue allí donde metió el tarro:
apenas cabía.

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—Pero no podemos dejar esto fuera… —protestó Sarah aferrándose a su delfín


de peluche, que casi abultaba tanto como ella.
—Pero, cariño, tendrás que llevarlo en la mano. Podrás usarlo como almohada
en el avión, ¿de acuerdo? Y ahora… ¿lo tenemos todo ya?
—Eso creo —dijo Connor desde la puerta, cargando con su abultada mochila.
Becky revisó la suite por última vez, mirando el cuarto de baño, debajo de las
mesas, detrás de los sofás… Cuando abrió el armario de su dormitorio y vio al fondo
la percha de satén acolchado, se acordó del colgante. Se le encogió el estómago.
—¿Alguno de vosotros recuerda haber tomado el colgante anoche? Estaba sobre
la mesa.
Los niños se miraron asombrados.
—No —respondieron al unísono.
Becky no entendía cómo podía haberse olvidado de recogerlo, ni por qué Patti
no le había preguntado al respecto. Al fin y al cabo, habían pasado el día siguiente en
la piscina y se había encontrado con ella al menos un par de veces. Dylan había
dejado su trabajo y había pasado la mayor parte de aquel día con ellos, para disgusto
de la propia Patti.
Becky suspiró. Aquello no estaba bien.
—Bueno, tendremos que decirle a Patti que lo hemos perdido y ofrecernos a
comprarle otro.
—Pero ése era especial, mami —dijo Sarah—. Uno nuevo no será igual de
mágico.
—Ya, cariño, pero sobre eso no podemos hacer nada.
Abrió la puerta y abandonaron la suite.
—Quizá alguien haya encontrado el colgante —comentó Connor mientras se
dirigían hacia los ascensores.
—Sí. Así le tocará a otra persona tener suerte —apuntó Sarah.
Becky no quería que los niños se preocuparan demasiado.
—Apuesto a que es eso mismo lo que ha sucedido. Alguien lo habrá encontrado
y la diosa de la luna estará obrando su magia sobre esa persona.

A Patti le gustaba despedirse personalmente de los pasajeros. Sabía que podía


parecer un poco sensiblero, pero si había conseguido aquel trabajo había sido
precisamente por aquellos detalles de cortesía. No debía olvidarlo.
Mientras permanecía al pie de la escalerilla, despidiéndose de cada pasajero,
Thanasi Kaldis se le acercó sonriendo. No era propio de Thanasi despedirse de los

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viajeros. Habitualmente en esos momentos estaba ocupado resolviendo problemas de


última hora con los camarotes.
Tenía algo en la mano… sospechosamente parecido a su colgante.
—¿No has olvidado algo? —inquirió mientras se lo entregaba.
—¿Dónde lo has encontrado?
—Un miembro de los equipos de limpieza lo encontró debajo de una mesa, en
la Laguna de la Sirena —explicó.
—¿Y como es que me lo devuelves ahora? —lo reprendió—. La señora
Montgomery se negó a llevarse sus regalos y hace un rato se deshizo en disculpas
conmigo por haberlo perdido. Incluso sus hijos se disculparon.
—Yo he pasado todo el día en la sección de objetos perdidos. Si me he enterado
es porque alguien del equipo de limpieza me avisó hace unos minutos y fui a
recogerlo.
—Perdona. Gracias por habérmelo traído.
A Patti le costaba creer que Thanasi se hubiera acercado personalmente a
devolvérselo después de haber protestado tanto por la idea desde un principio. No
salía de su asombro.
—De nada —le sonrió.
Patti se guardó el colgante en un bolsillo de la chaqueta mientras veía a Thanasi
despedirse de los pasajeros.
Luego, justo antes de marcharse, se giró en redondo y le lanzó otra sonrisa. Una
sonrisa tan sensual que la hizo ruborizarse.
¿Eran imaginaciones suyas o estaba flirteando con ella? Fuera como fuese, Patti
no podía sentirse más feliz…

Fin

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