(Conferencia en la Fundación Oliver, 27, enero, 2007)
Vulnerable y reconciliable. Al elegir, en enero del 2006, estas dos palabras para titular la conferencia de hoy, no podía imaginar la actualidad que iban a tener un año después, cuando, después de meses esforzándonos por promover un proceso de paz, continuamente obstaculizado por frenos irresponsables y finalmente interrumpido y congelado por un cruel atentado, nos encontramos, en enero de 2007, más necesitados que nunca de reconocer la propia vulnerabilidad y de poner en juego toda nuestra capacidad de reconciliación. Dividiré la exposición en dos partes, que consistirán en hacerme a mí mismo dos preguntas, a la vez que invito a cada participante a plantearse esas mismas preguntas a solas consigo, ante el espejo o, si es el caso, ante Dios. La primera pregunta me la hago como persona dedicada a la filosofía: ¿Reconozco mi pertenencia a una especie animal particularmente vulnerable, una especie muy ambigua y complicada, con una capacidad asombrosa para la violencia? La segunda pregunta me la planteo como persona creyente en el Evangelio de Jesús, en el Jesús del Evangelio: ¿Me ayuda mi fe a descubrir y a practicar lo mejor de la especie humana: la capacidad de perdonar y reconciliar, de prometer y empezar de nuevo, de mediar y dialogar para pacificar? ¿He descubierto y voy a usar lo mejor de la creatividad humana, que es la creatividad del perdón? El contexto en que formulo estas dos preguntas es la situación completamente anómala de crispación que ha ido en crescendo en la sociedad y en la iglesia en nuestro país en estos dos años. Permítanme, a modo de prólogo, recordar un apólogo oriental. S e cuenta en la tradición budista. Paseaban maestro y novicio entre los arces del jardín. El aprendiz interpeló al sabio nonagenario: “Maestro, ¿cuál es el secreto de vuestra larga vida?” Tras una pausa sosegada, sonrió el Maestro mostrándole su boca abierta. “Cuenta, por favor, cúantos dientes me quedan. Maestro, no tenéis ninguno. Fíjate ahora en mi lengua, ¿cuánta me queda? Maestro, la tenéis intacta. Pues ese es el secreto. Lo duro perece y lo blando perdura. No uses tu lengua como si fuera un colmillo para morder a los demás, úsala para consolar o besar; para animar o pacificar. Así alargarás tu vida y también la de los demás”. Este apólogo budista merecería colocarse a la cabecera de algunos políticos sedicentes cristianos. Pero entremos ya en la primera parte de la exposición, la reflexión filosófica sobre la especie humana, particularmente vulnerable. Si el ser humano es especialmente un animal vulnerable, aunque otras especies no carezcan de vulnerabilidad, se debe a la fragilidad que esta especie lleva en el reverso de su excelencia cerebral; somos capaces de justificar lo injustificable, generar autodestrucción y destrucción mutua. La leyenda del talón de Aquiles ha sido desde antiguo el ejemplo arquetípico de esta vulnerabilidad. Con la intención de conferir a su hijo la inmortalidad, Tetis le da masajes con ambrosía durante el día y cauterizaciones de noche. Luego lo sumerge en las aguas de Estigia, sujetándolo por el tobillo. Aquiles se torna invulnerable, excepto por el talón, donde recibirá en la guerra de Troya la herida fatal. ¿Dónde estriba la vulnerabilidad del ser humano? Desde luego, no en el talón, como en el caso de Aquiles, ni en la mayor o menor capacidad muscular, sino en las posibilidades de esa estructura tan compleja que es nuestro cerebro. Un cerebro complicadísimo, capaz de dar unos saltos de creatividad enormes. Algo que parece simple, pero no lo es, algo tan difícil como contar un chiste con gracia, componer una metáfora original o decir con habilidad una mentira supone una capacidad cerebral increíble para dar saltos de creatividad. Pero esto es un arma de dos filos.¿Reconozco que llevo siempre conmigo un arma de dos filos, con la que puedo curar o matar, sanar o herir, que tengo dentro de mí mismo una capacidad peligrosísima para producir armas de violencia, de destrucción masiva? ¿Había en Irak armas de destrucción masiva? Las había en el corazón de Sadán Hussein y en el de Bush y en el mío, por supuesto. Estamos capacitados para dar saltos de creatividad hacia delante o caer en retrocesos de autoengaño. Los filósofos escolásticos ponían la causa del error en “afirmar más allá de lo que da de sí la aprehensión perceptiva”. Esta capacidad humana de ir más lejos y dar un salto injustificado, afirmando sin fundamento suficiente, es un arma de dos filos. Puede abrir horizontes poéticos de creatividad o perspectivas metafísicas de trascendencia; pero también puede convertirse en fábrica de espejismos e ilusiones o en recurso de autojustificación y autoengaño. Lo característico humano no es situarse por encima de otras especies animales, sino bailar en la cuerda floja de una doble posibilidad: colocarse por encima o por debajo, humanizarse o deshumanizarse. El león no es más cruel que la oveja, ni el tgre que la gacela. Son fieros, pero no crueles. La crueldad vengativa es caractarerística d ela capacidad humana de odiar sin sentido… No es cierto lo que decían dos personas mayores que paseaban por un parque contemplando a las parejas jóvenes abrazadas. “Se revuelcan en el césped y hacen el amor como animales”. No Habría que corregirles. Si lo hicieran como otras especies animales lo harían sin creatividad, del modo estereotipado que marca su instinto. Pero tampoco se caracterizan por hacerlo mejor que otras especies. Ni mejor ni peor. Lo típico humano es poder hacerlo o bien mejor o bien peor que otras especies, o con dosis de ternura o con dosis de sadismo, o haciéndose felices mutuamente o destrozándose mutuamente. Siempre las dos posibilidades, siempre el arma de dos filos. Por eso el animal complicado, el animal ambiguo es un animal muy vulnerable que tiene que elegir, que tiene que aprender a elegir. Esa sería (permítanme decirlo entre paréntesis) la clave de la reforma educativa. Una educación para la ciudadanía que ayude a aprender a elegir. Eso es más importante incluso que la misma clase de religión… Al animal vulnerable hay que ayudarle a reconocer su capacidad insospechada de violencia para que aprenda a elegir la paz y no la guerra, el diálogo y no la crispación, la compasión y no la venganza, la pacificación y no el fanatismo. Eso es lo que enseña la filosofía del ser humano, base de una ética de la ciudadanía: ser, como decía Zubiri, animal de realidades, animal que se hace cargo de la realidad, y como decía Ellacuría, animal que además de hacerse cargo de la realidad carga con ella, el animal vulnerable hecho animal responsable. O como decía monseñor Blázquez después del atentado, “esfuerzo por ver la realidad pese a la confusión y a las interpretaciones”. Pero no olvidemos el leit motiv de esta exposición, que es planteame a mí mismo la pregunta y respondérmela auténticamente: ¿Reconozco mi capacidad ambigua para la violencia y para la pacificación? ¿Por cuál me decido? El hambre lleva a comer, pero queda la posibilidad de sacrificarse por otros ayunando, o de ayunar por un motivo religioso, o de no comer ahora para comer algo mejor después, o de vomitar para volver a comer y beber, como en las bacanales romanas. En estas rupturas de lo espacial y temporal estaría lo típico humano, acompañado siempre de ambigüedad: promesa y amenaza. Y yo, ¿qué voy a hacer? ¿Prometer o amenazar? ¿Crear o destruir? Ciertamente, no sólo somos vulnerables, sino vulneradores: capaces de destruirnos a nosotros mismos, a nuestra especie y al entorno. El animal vulnerador humano es hoy capaz, no sólo de destruir la nación vecina, sino la humanidad y el conjunto de la biosfera; pretende capacitarse para manipular la evolución de las especies, incluida la propia. Cada vez interviene más tecnológicamente -no siempre de modo responsable-en la manipulación de la vida. Puede, claro está, y debe intervenir. Pero la pregunta es: ¿Lo va hacer responsablemente, para crear o para destruir? . Pasemos a la segunda parte de la exposición, la segunda pregunta: ¿He descubierto y voy a poner en juego la capacidad que hay dentro de mí para reconciliar? Como animal reconciliable y reconciliador soy capaz de perdonar y prometer. ¿O es que no lo he descubierto todavía? ¿Será que aún no me he dado cuenta de que otro yo es posible, otra manera de ser yo mismo es posible? Aquí, la perspectiva religiosa, concretamente la perspectiva cristiana, también la budista o la de otras religiones, tiene algo que aportar, ayudándonos a descubrir nuestra humanidad. Cuando en el sermón del monte invita Jesús a orar por quienes nos persiguen, a entender el perdón como una forma de orar para que tanto víctimas como agresores se liberen de la violencia y dejen salir a flote lo mejor de sí mismas, no está proponiendo algo inhumano o sobrehumano, sino ayudando al ser humano a redescubrir lo mejor de su humanidad, lo que tenía olvidado cuando cometíó la agresión o cuando no fue capaz de pedir perdón a la víctima, o cuando no fue capaz de otorgar ese perdón al agresor. Al reconciliarnos con el pasado, a pesar de lo que ocurrió, y al apostar creativamente por el futuro, a pesar de la incertidumbre, nos humanizamos. El ensañamiento vindicativo y la renuncia a volver a empezar nos deshumanizan. La justicia rehabilitadora de la memoria histórica recuerda el mal para que no se repita. La imaginación creativa capacita para prometer no repetirlo. Son impresionantes las palabras del climax de la ópera Adriana Mater: “No nos hemos vengado, Yonas Pero nos hemos salvado” Así habla Adriana, la madre violada, al hijo que no fue capaz de vengarla cometiendo el parricidio. Esta obra fue estrenada en la Ópera de la Bastilla de París en abril del 2006. El escritor libanés Amin Maalouf, autor del libreto, nos confronta con el enigmas del perdón y el odio. ¿Es valiento o cobarde el perdonar? Adriana, violada, no quiso abortar. Ocultó al hijo su origen, pero lleva clavada en el corazón la cuestión insoluble: ¿Qué sangre corre por las venas del hijo, de víctima o de verdugo? ¿Será Caín o Abel? ¿Qué va a alegir cuando sea mayor? Las circunstancias provocan un giro imprevisible. Los rumores del vecindario enseñan a Yonas el secreto de su nacimiento y conoce la presencia en los alrededores del progenitor, de vuelta del frente. En la escena del encuentro, el padre está de cara a la pared, fatigado y deprimido. “¡Date la vuelta! ¡No puedo matarte por la espalda!” Al descubrir su ceguera, huye el hijo horrorizado. Cuando se excusa por no haber sido capaz de asesinar a quien le engendró con brutalidad, pronuncia su madre la catarsis lapidaria: “No nos hemos vengado, pero nos hemos salvado”. He leído estos días el texto del libreto de Adriana Mater mientras releía La memoria, la historia, el olvido, de Paul Ricoeur (2000; trad. Castellana en Fondo de Cultura Económica, 2004). Y me han dado que pensar sobre víctimas y agresores, sobre mí mismo como víctima y como agresor. Si no me limito a clamar contra el agresor, sino siento que, incluyéndome a mí, todos somos víctimas con las víctimas, estoy empezando a caminar hacia la reconciliación. Si reconozco que, en la medida en que hay en mi interior raíces o semillas de odio, rencor o venganza, tengo algo que me asemeja a los agresores, he dado un paso más hacia la reconciliación: ya no divido el mundo en buenos y malos, trigo y cizaña. Si reconozco que para construir una sociedad pacífica hay que desarraigar esos brotes de rencor de todos los corazones, sin excepción, ya no pediré pena de muerte para ningún criminal, aunque exija que se le juzgue debidamente. Rogaré que reconozca el mal que hizo y se arrepienta. Rogaré que yo me libre de lo que me asemeja a él. Y rogaré que, incluídas las víctimas, la sociedad entera se libre de todo rastro de resentimiento. Así enfocaba este tema el monje budista que dijo, tras el 11 de septiembre: “Una parte mía murió con las víctimas, pero otra parte mía pilotaba el avión de los agresores”. En la Conferencia Interreligiosa por la Paz (Kyoto, 2006), al tratar sobre mediaciones religiosas en procesos de pacificación, me impresionaron las intervenciones de participantes de Sierra Leona, Rwanda y Bosnia que, desde su propia experiencia, propugnaban la implicación reconciliadora de todas las partes implicadas. Lo recogió la asamblea en su declaración final: “No basta el enfoque criminal de una justicia compensatoria. Se requiere una perspectiva de justicia restauradora, reconciliadora y rehabilitadora de la sociedad”. En la obra antes citada, sobre memoria y olvido, insiste Ricoeur en que, al mismo tiempo que se recuerda el pasado, para evitar que se repita, se fomenta con imaginación creativa la búsqueda de soluciones sin vencedores ni vencidos, con capacidad para negociar y ceder de cara al futuro. Nadie puede perdonar en lugar de la víctima, dice no sólo el pensador francés, sino el creyente cristiano que era Ricoeur, ni podemos obligar desde fuera a las víctimas a que perdonen. Pero tampoco puede nadie sustituir al agresor para pedir perdón en su lugar, así como de poco servirá imponerle forzadamente un arrepentimiento que no le brote de dentro. Pero oramos para que cada persona reconozca que “otro yo es posible”, que hay, dentro de quien fue capaz de lo peor, la capacidad de lo mejor. Que despierte en el criminal la capacidad latente de prometer no repetir la agresión. Que despierte en la víctima la capacidad de renunciar a la venganza. Que despierte en la sociedad entera la capacidad de hacer justicia para rehabilitar, de recuperar la memoria histórica del mal para no repetirlo y de imaginar creativamente caminos para volver a empezar siempre de nuevo. Así es como se cuidan los procesos de paz. ¿He cuidado yo el proceso? Esta es la pregunta que me tengo qyue hacer tras el 30 de diciembre. ¿Quién de nosotros estará libre de pecado como para atreverse a lanzar la primera piedra? ¿Quién de nosotros podrá decir que no hemos tenido durante los meses pasados pecado de omisión; que, si no hemos frenado el proceso de paz -lo cuál nos haría,en parte, corrresponsables de su congelación- al menos no lo hemos cuidado positivamente? Cuando unos dijeron l culpa es de A, otros de B y luego todos se precipitaron a repetir lo políticamente correcto diciendo “la culpa es sólo de ETA”, yo pensé que era más sincero decir:”Sí, pero la culpa es también mía, por mis omisiones y porque aún no me he liberado del espíritu de venganza, que contribuye a construir una sociedad violenta y crispada”. Cuidar el proceso de paz significa embarcarse sin miedo en un camino largo y difícil que tiene muchas vueltas y revueltas, encrucijadas y obstáculos insospechados. Por ejemplo: exige salir de sí y ceder mutuamente, aunque no se tenga razón; superar la mentalidad dualista y estática que divide a las personas en víctimas y agresores, vencedores y vencidos, malos y buenos; renunciar a hurgar continuamente en el pasado para dilucidar culpas; vivir de cara al futuro, mediante la creatividad del perdón, de la reconciliación y la esperanza. Es un proceso de vencer al mal con el bien. Como dice san Pablo (Rom 12, 14- 21). El bodisatva “Sin resentimiento”, que aparece en el Sutra del Loto lo ejemplifica:muy bien “Hubo un bodisatva llamado Jamás Menosprecia o Sin Resentimiento. Este monje reverenciaba a cuantas personas veía, ya fueran monjes o monjas, laicos o laicas piadosos, les rendía pleitesía diciéndoles: “Os respeto profundamente. No os menosprecio, porque todos camináis por el sendero de los bodisatvas y llegaréis a ser Budas”. Este monje no se dedicaba a leer y recitar sutras, sino a reverenciar a los miembros de la cuádruple asamblea. Tan pronto los veía venir de lejos se dirigía a ellos, reverenciándoles y alabándoles con estas palabras: “No os menosprecio, porque todos llegaréis a ser Budas”. Había en los cuatro grupos personas a quienes les sentaba mal y, enfadados y molestos, le injuriaban y maltrataban. Pasó así muchos años, siempre despreciado, pero sin molestarse ni airarse jamás, seguía diciendo: “Todos vosotros llegaréis a ser budas”. Cuando hablaba así le maltrataban con golpes de palos o apedreándole. Pero él, mientras se apartaba a cierta distancia, seguía diciendo a gritos: “No os menosprecio, llegaréis a convertiros en budas”. Y por eso, como siempre repetía lo mismo, le pusieron por mote Jamás Menosprecia. Cuando este monje se acercaba al final de su vida, oyó una voz desde el cielo que recitaba el Sutra del Loto. Su vida se prolongó infinidad de años, durante los cuales se dedicó a predicar a mucha gente este Sutra del Loto. Entonces los que le habían maltratado y difamado, apodándole Jamás Menosprecia, al reconocer que estaba dotado de poderes maravillosos, habiendo escuchado sus enseñanzas, creyeron todos en él y le siguieron”. Pero n hace falta recurrir a narraciones mitificadoras. Hay hoy día bodisatvas vivientes entre nosotros. Como, por ejemplo, el padre de una de las víctimas del atentado de Oklahoma, que se convirtió en presidente de la Asociación de víctimas en contra de la pena de muerte para los agresores. Decía así: “Me ha costado tiempo cambiar. Al principio quería tomar la venganza por mi mano. Luego, unos meses después, reconocí que había que dejar el juicio en manos de los tribunales. Más adelante, pasé a pedir para los asesinos solamente cadena perpetua. De pronto caí en la cuenta de que los padres del agresor habían ido de pequeños a la misma iglesia que yo. Yo perdí en el atentado a mi hija. Ellos van a perder, con la ejecución de la pena de muerte, a su hijo. Los muertos ya no regresan. Mientras aspiremos a la satisfacción de la venganza no se curará en nuestra vida ni en nuestra sociedad la espiral de violencia. Al fin cambié de postura.. Pero ha sido un proceso muy largo”. En la presente situación en nuestro país, cuando estamos tanteando para caminar por un proceso de paz, todas las partes implicadas estamos llamadas a entrar por un camino de éxodo hacia una tierra de promisión sin vencedores ni vencidos. En ese camino hay encrucijadas especialmente difíciles. En este momento la sociedad y la iglesia en el estado español se encuentra en una de ellas. De ahí la urgencia de preguntarnos: ¿Descubro y pongo en juego la capacidad humana de perdonar y de prometer? ¿Optamos por aprender a elegir y aprender a prometer y pacificar? ¿Optamos porque el animal vulnerable y vulnerador se realice como animal reconciliable y reconciliador? La fe cristiana debería ayudar. También otras fés. Budismo y cristianismo coinciden, entre otros aspectos, en subrayar la receptividad para lo gratuito de la salvación. El desengaño budista no debe confundirse con un pesimismo nihilista. Está impregnado de una gratitud gozosa que es, a la vez, alabanza por parte de quien está recibiéndolo todo sin merecerlo. De ahí brota la compasión hacia todos los seres. La figura de los bodisatvas, en el budismo Mahayana, que tanto recuerdan a un san Francisco de Asís, encarna esta actitud. Como la etimología de su mismo nombre indica, son figuras iluminadas y compasivas, despiertas a la realidad de que estamos siendo desde siempre agraciados. Su sabiduría se traduce en japonés como chie (con los caracteres chino- japoneses de “conocer” y “corazón-gracia”). Se conoce con el corazón y se percata uno con agradecimiento de que ha sido agraciado sin merecerlo. Así es como puede ayudar la espiritualidad, ya sea cristiana o budista. Pero, de hecho, las religiones quen tienen tradición de paz, tiene, por desgracia una historia deviolencias, fanatismos y fundamentalismos. Dos ejemplos: el uso ideológico del sintoísmo por el militarismo japonés de preguerra y el uso ideológico del catolicismo para sublimar como cruzada el conflicto español durante la posguerra franquista. La ideología nacional-sintoísta manipuló la religión al servicio de los militarismos responsables de la masacre de Nanking, la catástrofe de Pearl Harbour y la locura de la guerra del Pacífico, que desembocó en la tragedia de Hiroshima y Nagasaki. Japón y España son diferentes, pero cuando se habla a los japoneses del nacional-catolicismo español de postguerra, con sus consignas de «por el imperio hacia dios» o el patriotismo de la «unidad de destino en lo universal», les evoca la memoria histórica del nacional-sintoísmo. A la inversa, la ideología nipona de los kamikazes nos da qué pensar sobre la sacralización de conflictos en términos de cruzada, sea por Franco o por Bush. El P. Juan Sopeña (jesuita español fallecido en 1991), reconocido en Japón como especialista sobre la España del 36, orientó sobre este tema a los historiadores japoneses. Chiaki Watanabe es una discípula suya, catedrática en la Universidad de Aoyama (Tokyo), que en su tesis doctoral analiza las posturas exageradas de la Asociación Católica de Propagandistas en 1931, provocadoras de reacciones opuestas por parte del anticlericalismo (Confesionalidad católica y militancia política: La Asociación Católica Nacional de Propagandistas y la Juventud Católica Española, 1923-1936, UNED Ediciones, Madrid, 2003). El libro contiene interesante documentación sobre la iglesia española del 31, pero no me extrañaría que la línea actual de algunos herederos de aquellas instituciones simpatice poco con el sensato juicio histórico de la profesora japonesa. Señala esta autora las reacciones pendulares hispánicas y no quiere que se repitan los errores del pasado. En una ponencia reciente de un congreso de historia, manifestaba su preocupación ante el resurgir del tema de las dos Españas en el discurso de la cúpula eclesiástica de nuestro país hermanada con la oposición política. Me parece muy a punto escuchar semejante voz desde el país del sol naciente: el desastre del nacional-sintoísmo puede servir de vacuna para que no crezcan los brotes de nacional- catolicismo. Me parece que necesitamos un examen de conciencia histórica como decía Unamuno para hacer esa tercera transición, que aún es asignatura pendiente. La transición culutral de reflexionar autocríticamente sobre la tradición hispánica de envidia, de guerra civil, de odios clericales y anticlericales, de inquisición, de extremismos y descalificaciones, de complejo de perseguir y sentirse perseguidos, de incapacidad para el talante de diálogo. Esa es la transición que en este país no se ha hecho todavía. Y para mayor “inri”, cuando estas tradiciones violentas se revisten de pseudoreligiosidad se hacen más peligrosas. En una obra notable por el esfuerzo dialogal de un científico y un filósofo, Jean-Pierre Changeux y Paul Ricoeur, han contrastado las respectivas posturas neurobiológica y fenomenológica para acometer el enigma del cerebro-espíritu humano a la vez desde fuera y desde dentro (P. Ricoeur, Ce qui nous fait penser: la nature et la règle, ed. Odile Jacob, Paris 1998). Después de recorrer diversos aspectos de la relación ente lo neuronal y lo mental (discurso científico y filosófico sobre cuerpo y espíritu, conciencia de sí y de los demás, lo analizado y lo vivido, etc.), desembocan en el último capítulo en el tema de la violencia y la reconciliación. También la obra de madurez del filósofo francés, La mémoire, l’histoire, l’oubli (2000), que he citado antes, alcanza su clímax en el epílogo sobre “El perdón difícil”. Resulta gratificante comprobar que neurobiología y filosofía convergen apuntando a una raíz común de violencia y tolerancia, vulnerabilidad y reconciliabilidad ancladas en la creatividad ambigua del cerebro humano. Ricoeur señala cómo se desvirtúa lo religioso en los fanatismos fundamentalistas generadores de guerras. Pero reconoce que hay un peligro inherente en la misma religiosidad, ya que la fuerza de la convicción puede acabar por desencadenar exclusivismos intolerantes y dogmatismos impositivos. Es importante, subraya, recuperar la confianza originaria en una palabra recibida, en lo gratuito del don. Cree Ricoeur que hay que desprenderse del énfasis en la categoría de “omnipotencia”, más teológico-política que religiosa. Esta categoría ha sido utilizada para justificar poderes políticos o para atemorizar moralizando. Propone Ricoeur el neologismo “omni-debilidad” (toute-faiblesse), para designar el amor que se entrega a la muerte pidiendo el perdón para los ejecutores. Capacidad de gratitud y de perdón van íntimamente unidas, como había reflexionado el mismo Ricoeur al comentar la Regla de oro en su obra Amor y justicia. La recomendación de tratar a los demás como quisiéramos que nos traten es susceptible de una doble interpretación, interesada y calculadora o desinteresada y agradecida. La primera sigue la “lógica de la equivalencia”, que se formula en términos de reciprocidad: “doy para que me den”. La segunda obedece a la “economía del don”: “agradecido porque me han dado, doy yo también”. Aplicado al perdón sería: “no perdono para que me perdonen, sino por haber sido perdonado yo primero”. Se da gratis lo que gratis se recibió. Un filósofo japonés que presentó su tesis docoral en francés, dirigido por Ricoeur, ha analizado la frase “yo pienso que he hecho mal a alguien”, resaltando, entre otros los puntos siguientes: somos peores de lo que nos creemos cuando nos autojustificamos y mejores de lo que nos creemos cuando nos autocondenamos; somos, como dice el budismo, gota de agua sucia, pero podemos reflejar la luna; el agresor, además de perjudicar a la víctima, es víctima de su misma acción; agresores, agredidos y terceras personas (¡todos nosotros!) tenemos en común el ser, a la vez, ofensores y víctimas; al reconocer el mal hecho y al aceptar u otorgar perdón, rompemos los círculos viciosos de la culpabilidad y la violencia (T. Hisashige, Phénoménologie de la conscience de culpabilité, Tokyo, 1983.). En un estudio sobre biología y violencia, D. Niehoff, un neurobiólogo, observa que “nuestros cerebros están construídos para responder rápidamente a las amenazas”, por lo que los miedos generan aceleradamente agresividades. Sin embargo, la misma base neural de la violencia posibilita la reconciliación, que trae ventajas para el individuo y para el grupo. Coincide en este punto con un antropólogo como F. de Waal, quien descubría en el comportamiento de los primates un repertorio de posibilidades que incluye la agresión y la reconciliación (D. Niehoff, The Biology of Violence, 1999; F. De Waal, Peacekeeping Among Primates, 1989). Tras el desmoronamiento de las torres gemelas de Nueva York por el ataque terrorista del 11 de septiembre del 2001, la prensa recogía la retórica bélica dictada por sus asesores al líder político de la superpotencia para justificar la guerra dividiendo al mundo en buenos y malos como en las películas del Oeste. El deseo de represalia en unos y el miedo al terrorismo en otros servían para unificar a la opinión pública en apoyo de la agresividad disfrazada de libertad o de justicia. Fue en ese contexto cuando me impresionó la reacción de algunos monjes budistas amigos. Comentaba el maestro Suzuki, budista laico moderno: “Al ver caer las torres, sentí que yo también había contribuido a su hundimiento. Me arrepentí de no haber hecho hasta ahora bastante por la paz”. El Presidente Niwano, cabeza de la asociación budista Koseikai hizo una declaración: “El avión de los terroristas iba cargado con el combustible de nuestros pecados de omisión. No basta orar por la paz. Hay que trabajar positivamente por ella, colaborando unidas las religiones para hacer posible la reconciliación”. Y desde su retiro en el monasterio Zen, respondía el abad Minamizawa a los periodistas: “Bombardeando a inocentes como represalia sólo se conseguirá apretar los eslabones de la cadena de la violencia. Lo mismo me pasa a mí, que a mis noventa años aún no consigo romper la espiral de violencia dentro de mi propio corazón”. ¿Estamos ante un callejón si salida? Lo estaríamos si el ser humano sólo fuera un animal vulnerable y vulnerador; pero es también un animal esperanzado, por su capacidad de recibir y de dar gratuitamente; de perdonar y de prometer, cara al futuro, trascendiendo así el pasado de la culpa y el presente de la incertidumbre. Para formularlo resumidamente baste citar, sin ulteriores comentarios, las palabras del mensaje del Papa Juan Pablo II el primero de enero del 2002: “Ni paz sin justicia, ni justicia sin perdón… Todo ser humano acaricia la esperanza de ser capaz de comenzar de nuevo, sin quedar encerrado definitivamente en el círculo de sus propios errores y culpas”. Estas palabras me aiman a vivir, como humano y cristiano, por la paz y el diálogo. Ocurrió al día siguiente de un sangriento atentado terrorista. No me había alargado en la homilía. Para condenar la violencia o para exhortar a la reconciliación, el exceso de palabras parecía contraproducente. Invité a orar en silencio, reconociendo que todos tenemos algo de víctimas y agresores. Al concluir la misa, entró en la sacristía una persona que me habló así: “Me he sentido muy mal durante la misa, después de lo de ayer”. “Todos estamos muy conmovidos, le dije, verdaderamente no hay palabras”. Siguió diciendo: “Si al menos, nos calláramos, como usted ha dicho. Pero ayer no me callé. Cuando dieron la noticia, comenté: ¡A esos canallas los debían fusilar cuando los cojan! Después me sentí mal por haberlo dicho. Hoy lo recordaba en la misa y me hacía un lío. Una persona cristiana no debería decir eso. Pero no lo puedo remediar. Esa gente ha hecho algo imperdonable. Me dirá usted que Jesús murió perdonando, y lo del Padre nuestro, sí, ya lo sé sin que me lo digan, pero no puedo… Y si yo no puedo, ¿cómo van a poder las familias de las víctimas? Entonces, lo de amar a los enemigos, ¿nos lo saltamos o dejamos la fe cristiana? No sé, es un lío…” Estas palabras me recordaban otras parecidas, que he escuchado otras veces en el consultorio o en el confesonario. He oído, a menudo, de labios de personas creyentes expresiones como éstas: “Debo perdonar a quien me hizo tanto daño. Pero no puedo. Tengo que acusarme de no perdonar. Pero me siento incapaz de prometer que perdonaré. No se me quita el dolor, ni la rabia, no puedo olvidar…” ¿No será que confundimos el perdón con el olvido y el amor al enemigo con el dominio de los sentimientos más viscerales? Para ayudar a esas personas a deshacer el malentendido sobre el perdón, suelo hablarles así: “Es natural que no podamos olvidar, que nos duela y que nos broten sentimientos de venganza, odio o resentimiento. Pero, al mismo tiempo que tenemos esos sentimientos y sin reprimirlos, ¿podríamos orar por el agresor, pedir que algún día reconozca el mal hecho y cambie?” Ante esta pregunta, más de una persona me ha respondido: “Bueno, si no es nada más que eso, sí podemos hacerlo, pero amarles… eso ya es otra cosa…” A quien me hablaba así le dije: “¿Ha dicho usted “nada más que eso”? Diga más bien “nada menos que eso”. Si es capaz de orar por el agresor, aunque no pueda reprimir sus sentimientos contra él, usted está ya empezando a practicar el perdón evangélico. Jesús no recomienda que sintamos cariño al agresor, ni que olvidemos lo que pasó. Tanto en el evangelio según Mateo como en el de Lucas, cuando habla del amor al enemigo, aparece en el contexto la frase “orad por los que os persiguen” (Mt 5, 44 Lc 6, 28). No olvidamos lo que pasó, conviene recordarlo para que no se repita. Tampoco podemos dominar nuestros sentimientos contra los agresores. Pero podemos orar y vivir el perdón en forma de oración. Podemos decir: “Perdona, Señor, a quienes yo me siento incapaz de perdonar, haz que se conviertan, perdónalos y hazme a mí capaz de perdonar, libéralos y libéranos a todos del mal”. Perdonar es orar, aun sin olvidar. Perdonar es orar, aun sintiendo odio. En primer lugar, orar por el agresor para que se libere del mal que le llevó a cometer el crimen. En segundo lugar, orar por mí mismo, para que también yo me libere del odio. Y, en tercer lugar, orar para que cese en la sociedad la espiral de la violencia y todos nos liberemos. Los humanos compartimos la doble experiencia de ser autores y víctimas del mal. En el primer caso, a la imputación y acusación sigue la exigencia de pena y castigo. En el segundo, el sufrimiento de las víctimas sube en forma de clamor pidiendo que hagamos algo para remediarlo, evitarlo y que no se vuelva a repetir. Una víctima puede, tras un proceso difícil, dar el paso de perdonar. Pero, antes de recorrer por sí misma ese proceso, no surtiría efecto aconsejarle que perdone. Sólo desde dentro de la misma víctima puede brotar la palabra de perdón. Pero todos somos, a la vez, agresores y víctimas. El criminal es víctima de su propio crimen. La sociedad entera es víctima, solidaria con las víctimas. Pero mientras no nos liberemos del deseo de “hacer pagar las culpas”, somos todos agresores. La parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30) nos enseña que dejemos el juicio a Dios, sin dividir el mundo en buenos y malos; nadie está libre de pecado para tirar la primera piedra (Jn 8, 7). Las palabras de monseñor Blázquez sobre el proceso de paz y el perdón rezumaban este talante evangélico. Quienes le criticaron confundían el perdón con la insensibilidad o el olvido. Perdonar es orar.