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ANIMAL VULNERABLE Y RECONCILIABLE

Juan Masiá Clavel


Animal vulnerable y reconciliable

(Conferencia en la Fundación Oliver, 27, enero, 2007)


Vulnerable y reconciliable. Al elegir, en enero del 2006,
estas dos palabras para titular la conferencia de hoy, no podía
imaginar la actualidad que iban a tener un año después,
cuando, después de meses esforzándonos por promover un
proceso de paz, continuamente obstaculizado por frenos
irresponsables y finalmente interrumpido y congelado por un
cruel atentado, nos encontramos, en enero de 2007, más
necesitados que nunca de reconocer la propia vulnerabilidad
y de poner en juego toda nuestra capacidad de reconciliación.
Dividiré la exposición en dos partes, que consistirán en
hacerme a mí mismo dos preguntas, a la vez que invito a cada
participante a plantearse esas mismas preguntas a solas
consigo, ante el espejo o, si es el caso, ante Dios.
La primera pregunta me la hago como persona dedicada a
la filosofía: ¿Reconozco mi pertenencia a una especie animal
particularmente vulnerable, una especie muy ambigua y
complicada, con una capacidad asombrosa para la violencia?
La segunda pregunta me la planteo como persona creyente
en el Evangelio de Jesús, en el Jesús del Evangelio: ¿Me
ayuda mi fe a descubrir y a practicar lo mejor de la especie
humana: la capacidad de perdonar y reconciliar, de prometer
y empezar de nuevo, de mediar y dialogar para pacificar? ¿He
descubierto y voy a usar lo mejor de la creatividad humana,
que es la creatividad del perdón?
El contexto en que formulo estas dos preguntas es la
situación completamente anómala de crispación que ha ido en
crescendo en la sociedad y en la iglesia en nuestro país en
estos dos años.
Permítanme, a modo de prólogo, recordar un apólogo
oriental. S e cuenta en la tradición budista. Paseaban maestro
y novicio entre los arces del jardín. El aprendiz interpeló al
sabio nonagenario: “Maestro, ¿cuál es el secreto de vuestra
larga vida?” Tras una pausa sosegada, sonrió el Maestro
mostrándole su boca abierta. “Cuenta, por favor, cúantos
dientes me quedan. Maestro, no tenéis ninguno. Fíjate ahora
en mi lengua, ¿cuánta me queda? Maestro, la tenéis intacta.
Pues ese es el secreto. Lo duro perece y lo blando perdura.
No uses tu lengua como si fuera un colmillo para morder a
los demás, úsala para consolar o besar; para animar o
pacificar. Así alargarás tu vida y también la de los demás”.
Este apólogo budista merecería colocarse a la cabecera de
algunos políticos sedicentes cristianos.
Pero entremos ya en la primera parte de la exposición, la
reflexión filosófica sobre la especie humana, particularmente
vulnerable.
Si el ser humano es especialmente un animal vulnerable,
aunque otras especies no carezcan de vulnerabilidad, se debe
a la fragilidad que esta especie lleva en el reverso de su
excelencia cerebral; somos capaces de justificar lo
injustificable, generar autodestrucción y destrucción mutua.
La leyenda del talón de Aquiles ha sido desde antiguo el
ejemplo arquetípico de esta vulnerabilidad. Con la intención
de conferir a su hijo la inmortalidad, Tetis le da masajes con
ambrosía durante el día y cauterizaciones de noche. Luego lo
sumerge en las aguas de Estigia, sujetándolo por el tobillo.
Aquiles se torna invulnerable, excepto por el talón, donde
recibirá en la guerra de Troya la herida fatal.
¿Dónde estriba la vulnerabilidad del ser humano? Desde
luego, no en el talón, como en el caso de Aquiles, ni en la
mayor o menor capacidad muscular, sino en las posibilidades
de esa estructura tan compleja que es nuestro cerebro. Un
cerebro complicadísimo, capaz de dar unos saltos de
creatividad enormes. Algo que parece simple, pero no lo es,
algo tan difícil como contar un chiste con gracia, componer
una metáfora original o decir con habilidad una mentira
supone una capacidad cerebral increíble para dar saltos de
creatividad. Pero esto es un arma de dos filos.¿Reconozco
que llevo siempre conmigo un arma de dos filos, con la que
puedo curar o matar, sanar o herir, que tengo dentro de mí
mismo una capacidad peligrosísima para producir armas de
violencia, de destrucción masiva? ¿Había en Irak armas de
destrucción masiva? Las había en el corazón de Sadán
Hussein y en el de Bush y en el mío, por supuesto.
Estamos capacitados para dar saltos de creatividad hacia
delante o caer en retrocesos de autoengaño. Los filósofos
escolásticos ponían la causa del error en “afirmar más allá de
lo que da de sí la aprehensión perceptiva”. Esta capacidad
humana de ir más lejos y dar un salto injustificado, afirmando
sin fundamento suficiente, es un arma de dos filos. Puede
abrir horizontes poéticos de creatividad o perspectivas
metafísicas de trascendencia; pero también puede convertirse
en fábrica de espejismos e ilusiones o en recurso de
autojustificación y autoengaño.
Lo característico humano no es situarse por encima de
otras especies animales, sino bailar en la cuerda floja de una
doble posibilidad: colocarse por encima o por debajo,
humanizarse o deshumanizarse. El león no es más cruel que
la oveja, ni el tgre que la gacela. Son fieros, pero no crueles.
La crueldad vengativa es caractarerística d ela capacidad
humana de odiar sin sentido… No es cierto lo que decían dos
personas mayores que paseaban por un parque contemplando
a las parejas jóvenes abrazadas. “Se revuelcan en el césped y
hacen el amor como animales”. No Habría que corregirles. Si
lo hicieran como otras especies animales lo harían sin
creatividad, del modo estereotipado que marca su instinto.
Pero tampoco se caracterizan por hacerlo mejor que otras
especies. Ni mejor ni peor. Lo típico humano es poder
hacerlo o bien mejor o bien peor que otras especies, o con
dosis de ternura o con dosis de sadismo, o haciéndose felices
mutuamente o destrozándose mutuamente. Siempre las dos
posibilidades, siempre el arma de dos filos. Por eso el animal
complicado, el animal ambiguo es un animal muy vulnerable
que tiene que elegir, que tiene que aprender a elegir.
Esa sería (permítanme decirlo entre paréntesis) la clave de
la reforma educativa. Una educación para la ciudadanía que
ayude a aprender a elegir. Eso es más importante incluso que
la misma clase de religión… Al animal vulnerable hay que
ayudarle a reconocer su capacidad insospechada de violencia
para que aprenda a elegir la paz y no la guerra, el diálogo y
no la crispación, la compasión y no la venganza, la
pacificación y no el fanatismo. Eso es lo que enseña la
filosofía del ser humano, base de una ética de la ciudadanía:
ser, como decía Zubiri, animal de realidades, animal que se
hace cargo de la realidad, y como decía Ellacuría, animal que
además de hacerse cargo de la realidad carga con ella, el
animal vulnerable hecho animal responsable. O como decía
monseñor Blázquez después del atentado, “esfuerzo por ver
la realidad pese a la confusión y a las interpretaciones”.
Pero no olvidemos el leit motiv de esta exposición, que es
planteame a mí mismo la pregunta y respondérmela
auténticamente: ¿Reconozco mi capacidad ambigua para la
violencia y para la pacificación? ¿Por cuál me decido?
El hambre lleva a comer, pero queda la posibilidad de
sacrificarse por otros ayunando, o de ayunar por un motivo
religioso, o de no comer ahora para comer algo mejor
después, o de vomitar para volver a comer y beber, como en
las bacanales romanas. En estas rupturas de lo espacial y
temporal estaría lo típico humano, acompañado siempre de
ambigüedad: promesa y amenaza. Y yo, ¿qué voy a hacer?
¿Prometer o amenazar? ¿Crear o destruir?
Ciertamente, no sólo somos vulnerables, sino
vulneradores: capaces de destruirnos a nosotros mismos, a
nuestra especie y al entorno. El animal vulnerador humano es
hoy capaz, no sólo de destruir la nación vecina, sino la
humanidad y el conjunto de la biosfera; pretende capacitarse
para manipular la evolución de las especies, incluida la
propia. Cada vez interviene más tecnológicamente -no
siempre de modo responsable-en la manipulación de la vida.
Puede, claro está, y debe intervenir. Pero la pregunta es: ¿Lo
va hacer responsablemente, para crear o para destruir?
.
Pasemos a la segunda parte de la exposición, la segunda
pregunta: ¿He descubierto y voy a poner en juego la
capacidad que hay dentro de mí para reconciliar? Como
animal reconciliable y reconciliador soy capaz de perdonar y
prometer. ¿O es que no lo he descubierto todavía? ¿Será que
aún no me he dado cuenta de que otro yo es posible, otra
manera de ser yo mismo es posible?
Aquí, la perspectiva religiosa, concretamente la
perspectiva cristiana, también la budista o la de otras
religiones, tiene algo que aportar, ayudándonos a descubrir
nuestra humanidad. Cuando en el sermón del monte invita
Jesús a orar por quienes nos persiguen, a entender el perdón
como una forma de orar para que tanto víctimas como
agresores se liberen de la violencia y dejen salir a flote lo
mejor de sí mismas, no está proponiendo algo inhumano o
sobrehumano, sino ayudando al ser humano a redescubrir lo
mejor de su humanidad, lo que tenía olvidado cuando
cometíó la agresión o cuando no fue capaz de pedir perdón a
la víctima, o cuando no fue capaz de otorgar ese perdón al
agresor.
Al reconciliarnos con el pasado, a pesar de lo que ocurrió,
y al apostar creativamente por el futuro, a pesar de la
incertidumbre, nos humanizamos. El ensañamiento
vindicativo y la renuncia a volver a empezar nos
deshumanizan. La justicia rehabilitadora de la memoria
histórica recuerda el mal para que no se repita. La
imaginación creativa capacita para prometer no repetirlo.
Son impresionantes las palabras del climax de la ópera
Adriana Mater:
“No nos hemos vengado, Yonas
Pero nos hemos salvado”
Así habla Adriana, la madre violada, al hijo que no fue
capaz de vengarla cometiendo el parricidio. Esta obra fue
estrenada en la Ópera de la Bastilla de París en abril del 2006.
El escritor libanés Amin Maalouf, autor del libreto, nos
confronta con el enigmas del perdón y el odio. ¿Es valiento o
cobarde el perdonar? Adriana, violada, no quiso abortar.
Ocultó al hijo su origen, pero lleva clavada en el corazón la
cuestión insoluble: ¿Qué sangre corre por las venas del hijo,
de víctima o de verdugo? ¿Será Caín o Abel? ¿Qué va a
alegir cuando sea mayor?
Las circunstancias provocan un giro imprevisible. Los
rumores del vecindario enseñan a Yonas el secreto de su
nacimiento y conoce la presencia en los alrededores del
progenitor, de vuelta del frente. En la escena del encuentro, el
padre está de cara a la pared, fatigado y deprimido. “¡Date la
vuelta! ¡No puedo matarte por la espalda!” Al descubrir su
ceguera, huye el hijo horrorizado. Cuando se excusa por no
haber sido capaz de asesinar a quien le engendró con
brutalidad, pronuncia su madre la catarsis lapidaria: “No nos
hemos vengado, pero nos hemos salvado”.
He leído estos días el texto del libreto de Adriana Mater
mientras releía La memoria, la historia, el olvido, de Paul
Ricoeur (2000; trad. Castellana en Fondo de Cultura
Económica, 2004). Y me han dado que pensar sobre víctimas
y agresores, sobre mí mismo como víctima y como agresor.
Si no me limito a clamar contra el agresor, sino siento que,
incluyéndome a mí, todos somos víctimas con las víctimas,
estoy empezando a caminar hacia la reconciliación. Si
reconozco que, en la medida en que hay en mi interior raíces
o semillas de odio, rencor o venganza, tengo algo que me
asemeja a los agresores, he dado un paso más hacia la
reconciliación: ya no divido el mundo en buenos y malos,
trigo y cizaña. Si reconozco que para construir una sociedad
pacífica hay que desarraigar esos brotes de rencor de todos
los corazones, sin excepción, ya no pediré pena de muerte
para ningún criminal, aunque exija que se le juzgue
debidamente. Rogaré que reconozca el mal que hizo y se
arrepienta. Rogaré que yo me libre de lo que me asemeja a él.
Y rogaré que, incluídas las víctimas, la sociedad entera se
libre de todo rastro de resentimiento.
Así enfocaba este tema el monje budista que dijo, tras el
11 de septiembre: “Una parte mía murió con las víctimas,
pero otra parte mía pilotaba el avión de los agresores”. En la
Conferencia Interreligiosa por la Paz (Kyoto, 2006), al tratar
sobre mediaciones religiosas en procesos de pacificación, me
impresionaron las intervenciones de participantes de Sierra
Leona, Rwanda y Bosnia que, desde su propia experiencia,
propugnaban la implicación reconciliadora de todas las partes
implicadas. Lo recogió la asamblea en su declaración final:
“No basta el enfoque criminal de una justicia compensatoria.
Se requiere una perspectiva de justicia restauradora,
reconciliadora y rehabilitadora de la sociedad”.
En la obra antes citada, sobre memoria y olvido, insiste
Ricoeur en que, al mismo tiempo que se recuerda el pasado,
para evitar que se repita, se fomenta con imaginación creativa
la búsqueda de soluciones sin vencedores ni vencidos, con
capacidad para negociar y ceder de cara al futuro. Nadie
puede perdonar en lugar de la víctima, dice no sólo el
pensador francés, sino el creyente cristiano que era Ricoeur,
ni podemos obligar desde fuera a las víctimas a que
perdonen. Pero tampoco puede nadie sustituir al agresor para
pedir perdón en su lugar, así como de poco servirá imponerle
forzadamente un arrepentimiento que no le brote de dentro.
Pero oramos para que cada persona reconozca que “otro yo es
posible”, que hay, dentro de quien fue capaz de lo peor, la
capacidad de lo mejor. Que despierte en el criminal la
capacidad latente de prometer no repetir la agresión. Que
despierte en la víctima la capacidad de renunciar a la
venganza. Que despierte en la sociedad entera la capacidad
de hacer justicia para rehabilitar, de recuperar la memoria
histórica del mal para no repetirlo y de imaginar
creativamente caminos para volver a empezar siempre de
nuevo.
Así es como se cuidan los procesos de paz. ¿He cuidado
yo el proceso? Esta es la pregunta que me tengo qyue hacer
tras el 30 de diciembre. ¿Quién de nosotros estará libre de
pecado como para atreverse a lanzar la primera piedra?
¿Quién de nosotros podrá decir que no hemos tenido durante
los meses pasados pecado de omisión; que, si no hemos
frenado el proceso de paz -lo cuál nos haría,en parte,
corrresponsables de su congelación- al menos no lo hemos
cuidado positivamente? Cuando unos dijeron l culpa es de A,
otros de B y luego todos se precipitaron a repetir lo
políticamente correcto diciendo “la culpa es sólo de ETA”, yo
pensé que era más sincero decir:”Sí, pero la culpa es también
mía, por mis omisiones y porque aún no me he liberado del
espíritu de venganza, que contribuye a construir una sociedad
violenta y crispada”.
Cuidar el proceso de paz significa embarcarse sin miedo en
un camino largo y difícil que tiene muchas vueltas y revueltas,
encrucijadas y obstáculos insospechados. Por ejemplo: exige
salir de sí y ceder mutuamente, aunque no se tenga razón;
superar la mentalidad dualista y estática que divide a las
personas en víctimas y agresores, vencedores y vencidos, malos
y buenos; renunciar a hurgar continuamente en el pasado para
dilucidar culpas; vivir de cara al futuro, mediante la creatividad
del perdón, de la reconciliación y la esperanza. Es un proceso de
vencer al mal con el bien. Como dice san Pablo (Rom 12, 14-
21).
El bodisatva “Sin resentimiento”, que aparece en el Sutra
del Loto lo ejemplifica:muy bien “Hubo un bodisatva llamado
Jamás Menosprecia o Sin Resentimiento. Este monje
reverenciaba a cuantas personas veía, ya fueran monjes o
monjas, laicos o laicas piadosos, les rendía pleitesía diciéndoles:
“Os respeto profundamente. No os menosprecio, porque todos
camináis por el sendero de los bodisatvas y llegaréis a ser
Budas”. Este monje no se dedicaba a leer y recitar sutras, sino a
reverenciar a los miembros de la cuádruple asamblea. Tan
pronto los veía venir de lejos se dirigía a ellos, reverenciándoles
y alabándoles con estas palabras: “No os menosprecio, porque
todos llegaréis a ser Budas”. Había en los cuatro grupos
personas a quienes les sentaba mal y, enfadados y molestos, le
injuriaban y maltrataban. Pasó así muchos años, siempre
despreciado, pero sin molestarse ni airarse jamás, seguía
diciendo: “Todos vosotros llegaréis a ser budas”. Cuando
hablaba así le maltrataban con golpes de palos o apedreándole.
Pero él, mientras se apartaba a cierta distancia, seguía diciendo
a gritos: “No os menosprecio, llegaréis a convertiros en budas”.
Y por eso, como siempre repetía lo mismo, le pusieron por mote
Jamás Menosprecia. Cuando este monje se acercaba al final de
su vida, oyó una voz desde el cielo que recitaba el Sutra del
Loto. Su vida se prolongó infinidad de años, durante los cuales
se dedicó a predicar a mucha gente este Sutra del Loto.
Entonces los que le habían maltratado y difamado, apodándole
Jamás Menosprecia, al reconocer que estaba dotado de poderes
maravillosos, habiendo escuchado sus enseñanzas, creyeron
todos en él y le siguieron”.
Pero n hace falta recurrir a narraciones mitificadoras. Hay
hoy día bodisatvas vivientes entre nosotros. Como, por ejemplo,
el padre de una de las víctimas del atentado de Oklahoma, que
se convirtió en presidente de la Asociación de víctimas en
contra de la pena de muerte para los agresores. Decía así: “Me
ha costado tiempo cambiar. Al principio quería tomar la
venganza por mi mano. Luego, unos meses después, reconocí
que había que dejar el juicio en manos de los tribunales. Más
adelante, pasé a pedir para los asesinos solamente cadena
perpetua. De pronto caí en la cuenta de que los padres del
agresor habían ido de pequeños a la misma iglesia que yo. Yo
perdí en el atentado a mi hija. Ellos van a perder, con la
ejecución de la pena de muerte, a su hijo. Los muertos ya no
regresan. Mientras aspiremos a la satisfacción de la venganza
no se curará en nuestra vida ni en nuestra sociedad la espiral de
violencia. Al fin cambié de postura.. Pero ha sido un proceso
muy largo”.
En la presente situación en nuestro país, cuando estamos
tanteando para caminar por un proceso de paz, todas las partes
implicadas estamos llamadas a entrar por un camino de éxodo
hacia una tierra de promisión sin vencedores ni vencidos. En ese
camino hay encrucijadas especialmente difíciles. En este
momento la sociedad y la iglesia en el estado español se
encuentra en una de ellas. De ahí la urgencia de preguntarnos:
¿Descubro y pongo en juego la capacidad humana de perdonar
y de prometer?
¿Optamos por aprender a elegir y aprender a prometer y
pacificar? ¿Optamos porque el animal vulnerable y
vulnerador se realice como animal reconciliable y
reconciliador?
La fe cristiana debería ayudar. También otras fés. Budismo
y cristianismo coinciden, entre otros aspectos, en subrayar la
receptividad para lo gratuito de la salvación. El desengaño
budista no debe confundirse con un pesimismo nihilista. Está
impregnado de una gratitud gozosa que es, a la vez, alabanza
por parte de quien está recibiéndolo todo sin merecerlo. De
ahí brota la compasión hacia todos los seres. La figura de los
bodisatvas, en el budismo Mahayana, que tanto recuerdan a
un san Francisco de Asís, encarna esta actitud. Como la
etimología de su mismo nombre indica, son figuras
iluminadas y compasivas, despiertas a la realidad de que
estamos siendo desde siempre agraciados. Su sabiduría se
traduce en japonés como chie (con los caracteres chino-
japoneses de “conocer” y “corazón-gracia”). Se conoce con el
corazón y se percata uno con agradecimiento de que ha sido
agraciado sin merecerlo.
Así es como puede ayudar la espiritualidad, ya sea
cristiana o budista. Pero, de hecho, las religiones quen tienen
tradición de paz, tiene, por desgracia una historia
deviolencias, fanatismos y fundamentalismos. Dos ejemplos:
el uso ideológico del sintoísmo por el militarismo japonés de
preguerra y el uso ideológico del catolicismo para sublimar
como cruzada el conflicto español durante la posguerra
franquista.
La ideología nacional-sintoísta manipuló la religión al
servicio de los militarismos responsables de la masacre de
Nanking, la catástrofe de Pearl Harbour y la locura de la guerra
del Pacífico, que desembocó en la tragedia de Hiroshima y
Nagasaki.
Japón y España son diferentes, pero cuando se habla a los
japoneses del nacional-catolicismo español de postguerra, con
sus consignas de «por el imperio hacia dios» o el patriotismo de
la «unidad de destino en lo universal», les evoca la memoria
histórica del nacional-sintoísmo.
A la inversa, la ideología nipona de los kamikazes nos da
qué pensar sobre la sacralización de conflictos en términos de
cruzada, sea por Franco o por Bush. El P. Juan Sopeña (jesuita
español fallecido en 1991), reconocido en Japón como
especialista sobre la España del 36, orientó sobre este tema a los
historiadores japoneses. Chiaki Watanabe es una discípula suya,
catedrática en la Universidad de Aoyama (Tokyo), que en su
tesis doctoral analiza las posturas exageradas de la Asociación
Católica de Propagandistas en 1931, provocadoras de
reacciones opuestas por parte del anticlericalismo
(Confesionalidad católica y militancia política: La Asociación
Católica Nacional de Propagandistas y la Juventud Católica
Española, 1923-1936, UNED Ediciones, Madrid, 2003). El libro
contiene interesante documentación sobre la iglesia española del
31, pero no me extrañaría que la línea actual de algunos
herederos de aquellas instituciones simpatice poco con el
sensato juicio histórico de la profesora japonesa. Señala esta
autora las reacciones pendulares hispánicas y no quiere que se
repitan los errores del pasado. En una ponencia reciente de un
congreso de historia, manifestaba su preocupación ante el
resurgir del tema de las dos Españas en el discurso de la cúpula
eclesiástica de nuestro país hermanada con la oposición política.
Me parece muy a punto escuchar semejante voz desde el
país del sol naciente: el desastre del nacional-sintoísmo puede
servir de vacuna para que no crezcan los brotes de nacional-
catolicismo.
Me parece que necesitamos un examen de conciencia
histórica como decía Unamuno para hacer esa tercera
transición, que aún es asignatura pendiente. La transición
culutral de reflexionar autocríticamente sobre la tradición
hispánica de envidia, de guerra civil, de odios clericales y
anticlericales, de inquisición, de extremismos y
descalificaciones, de complejo de perseguir y sentirse
perseguidos, de incapacidad para el talante de diálogo. Esa es
la transición que en este país no se ha hecho todavía.
Y para mayor “inri”, cuando estas tradiciones violentas se
revisten de pseudoreligiosidad se hacen más peligrosas.
En una obra notable por el esfuerzo dialogal de un
científico y un filósofo, Jean-Pierre Changeux y Paul
Ricoeur, han contrastado las respectivas posturas
neurobiológica y fenomenológica para acometer el enigma
del cerebro-espíritu humano a la vez desde fuera y desde
dentro (P. Ricoeur, Ce qui nous fait penser: la nature et la
règle, ed. Odile Jacob, Paris 1998). Después de recorrer
diversos aspectos de la relación ente lo neuronal y lo mental
(discurso científico y filosófico sobre cuerpo y espíritu,
conciencia de sí y de los demás, lo analizado y lo vivido,
etc.), desembocan en el último capítulo en el tema de la
violencia y la reconciliación. También la obra de madurez del
filósofo francés, La mémoire, l’histoire, l’oubli (2000), que
he citado antes, alcanza su clímax en el epílogo sobre “El
perdón difícil”. Resulta gratificante comprobar que
neurobiología y filosofía convergen apuntando a una raíz
común de violencia y tolerancia, vulnerabilidad y
reconciliabilidad ancladas en la creatividad ambigua del
cerebro humano.
Ricoeur señala cómo se desvirtúa lo religioso en los
fanatismos fundamentalistas generadores de guerras. Pero
reconoce que hay un peligro inherente en la misma
religiosidad, ya que la fuerza de la convicción puede acabar
por desencadenar exclusivismos intolerantes y dogmatismos
impositivos. Es importante, subraya, recuperar la confianza
originaria en una palabra recibida, en lo gratuito del don.
Cree Ricoeur que hay que desprenderse del énfasis en la
categoría de “omnipotencia”, más teológico-política que
religiosa. Esta categoría ha sido utilizada para justificar
poderes políticos o para atemorizar moralizando. Propone
Ricoeur el neologismo “omni-debilidad” (toute-faiblesse),
para designar el amor que se entrega a la muerte pidiendo el
perdón para los ejecutores.
Capacidad de gratitud y de perdón van íntimamente
unidas, como había reflexionado el mismo Ricoeur al
comentar la Regla de oro en su obra Amor y justicia. La
recomendación de tratar a los demás como quisiéramos que
nos traten es susceptible de una doble interpretación,
interesada y calculadora o desinteresada y agradecida. La
primera sigue la “lógica de la equivalencia”, que se formula
en términos de reciprocidad: “doy para que me den”. La
segunda obedece a la “economía del don”: “agradecido
porque me han dado, doy yo también”. Aplicado al perdón
sería: “no perdono para que me perdonen, sino por haber sido
perdonado yo primero”. Se da gratis lo que gratis se recibió.
Un filósofo japonés que presentó su tesis docoral en
francés, dirigido por Ricoeur, ha analizado la frase “yo pienso
que he hecho mal a alguien”, resaltando, entre otros los
puntos siguientes: somos peores de lo que nos creemos
cuando nos autojustificamos y mejores de lo que nos creemos
cuando nos autocondenamos; somos, como dice el budismo,
gota de agua sucia, pero podemos reflejar la luna; el agresor,
además de perjudicar a la víctima, es víctima de su misma
acción; agresores, agredidos y terceras personas (¡todos
nosotros!) tenemos en común el ser, a la vez, ofensores y
víctimas; al reconocer el mal hecho y al aceptar u otorgar
perdón, rompemos los círculos viciosos de la culpabilidad y
la violencia (T. Hisashige, Phénoménologie de la conscience
de culpabilité, Tokyo, 1983.).
En un estudio sobre biología y violencia, D. Niehoff, un
neurobiólogo, observa que “nuestros cerebros están
construídos para responder rápidamente a las amenazas”, por
lo que los miedos generan aceleradamente agresividades. Sin
embargo, la misma base neural de la violencia posibilita la
reconciliación, que trae ventajas para el individuo y para el
grupo. Coincide en este punto con un antropólogo como F. de
Waal, quien descubría en el comportamiento de los primates
un repertorio de posibilidades que incluye la agresión y la
reconciliación (D. Niehoff, The Biology of Violence, 1999; F.
De Waal, Peacekeeping Among Primates, 1989).
Tras el desmoronamiento de las torres gemelas de Nueva
York por el ataque terrorista del 11 de septiembre del 2001, la
prensa recogía la retórica bélica dictada por sus asesores al
líder político de la superpotencia para justificar la guerra
dividiendo al mundo en buenos y malos como en las películas
del Oeste. El deseo de represalia en unos y el miedo al
terrorismo en otros servían para unificar a la opinión pública
en apoyo de la agresividad disfrazada de libertad o de
justicia.
Fue en ese contexto cuando me impresionó la reacción de
algunos monjes budistas amigos. Comentaba el maestro
Suzuki, budista laico moderno: “Al ver caer las torres, sentí
que yo también había contribuido a su hundimiento. Me
arrepentí de no haber hecho hasta ahora bastante por la paz”.
El Presidente Niwano, cabeza de la asociación budista
Koseikai hizo una declaración: “El avión de los terroristas iba
cargado con el combustible de nuestros pecados de omisión.
No basta orar por la paz. Hay que trabajar positivamente por
ella, colaborando unidas las religiones para hacer posible la
reconciliación”. Y desde su retiro en el monasterio Zen,
respondía el abad Minamizawa a los periodistas:
“Bombardeando a inocentes como represalia sólo se
conseguirá apretar los eslabones de la cadena de la violencia.
Lo mismo me pasa a mí, que a mis noventa años aún no
consigo romper la espiral de violencia dentro de mi propio
corazón”.
¿Estamos ante un callejón si salida? Lo estaríamos si el ser
humano sólo fuera un animal vulnerable y vulnerador; pero
es también un animal esperanzado, por su capacidad de
recibir y de dar gratuitamente; de perdonar y de prometer,
cara al futuro, trascendiendo así el pasado de la culpa y el
presente de la incertidumbre. Para formularlo resumidamente
baste citar, sin ulteriores comentarios, las palabras del
mensaje del Papa Juan Pablo II el primero de enero del 2002:
“Ni paz sin justicia, ni justicia sin perdón… Todo ser humano
acaricia la esperanza de ser capaz de comenzar de nuevo, sin
quedar encerrado definitivamente en el círculo de sus propios
errores y culpas”. Estas palabras me aiman a vivir, como
humano y cristiano, por la paz y el diálogo.
Ocurrió al día siguiente de un sangriento atentado terrorista.
No me había alargado en la homilía. Para condenar la violencia
o para exhortar a la reconciliación, el exceso de palabras parecía
contraproducente. Invité a orar en silencio, reconociendo que
todos tenemos algo de víctimas y agresores. Al concluir la misa,
entró en la sacristía una persona que me habló así:
“Me he sentido muy mal durante la misa, después de lo de
ayer”. “Todos estamos muy conmovidos, le dije,
verdaderamente no hay palabras”. Siguió diciendo: “Si al
menos, nos calláramos, como usted ha dicho. Pero ayer no me
callé. Cuando dieron la noticia, comenté: ¡A esos canallas los
debían fusilar cuando los cojan! Después me sentí mal por
haberlo dicho. Hoy lo recordaba en la misa y me hacía un lío.
Una persona cristiana no debería decir eso. Pero no lo puedo
remediar. Esa gente ha hecho algo imperdonable. Me dirá usted
que Jesús murió perdonando, y lo del Padre nuestro, sí, ya lo sé
sin que me lo digan, pero no puedo… Y si yo no puedo, ¿cómo
van a poder las familias de las víctimas? Entonces, lo de amar a
los enemigos, ¿nos lo saltamos o dejamos la fe cristiana? No sé,
es un lío…”
Estas palabras me recordaban otras parecidas, que he
escuchado otras veces en el consultorio o en el confesonario. He
oído, a menudo, de labios de personas creyentes expresiones
como éstas: “Debo perdonar a quien me hizo tanto daño. Pero
no puedo. Tengo que acusarme de no perdonar. Pero me siento
incapaz de prometer que perdonaré. No se me quita el dolor, ni
la rabia, no puedo olvidar…”
¿No será que confundimos el perdón con el olvido y el amor
al enemigo con el dominio de los sentimientos más viscerales?
Para ayudar a esas personas a deshacer el malentendido sobre el
perdón, suelo hablarles así: “Es natural que no podamos olvidar,
que nos duela y que nos broten sentimientos de venganza, odio
o resentimiento. Pero, al mismo tiempo que tenemos esos
sentimientos y sin reprimirlos, ¿podríamos orar por el agresor,
pedir que algún día reconozca el mal hecho y cambie?” Ante
esta pregunta, más de una persona me ha respondido: “Bueno, si
no es nada más que eso, sí podemos hacerlo, pero amarles… eso
ya es otra cosa…”
A quien me hablaba así le dije: “¿Ha dicho usted “nada más
que eso”? Diga más bien “nada menos que eso”. Si es capaz de
orar por el agresor, aunque no pueda reprimir sus sentimientos
contra él, usted está ya empezando a practicar el perdón
evangélico. Jesús no recomienda que sintamos cariño al agresor,
ni que olvidemos lo que pasó. Tanto en el evangelio según
Mateo como en el de Lucas, cuando habla del amor al enemigo,
aparece en el contexto la frase “orad por los que os persiguen”
(Mt 5, 44 Lc 6, 28). No olvidamos lo que pasó, conviene
recordarlo para que no se repita. Tampoco podemos dominar
nuestros sentimientos contra los agresores. Pero podemos orar y
vivir el perdón en forma de oración.
Podemos decir: “Perdona, Señor, a quienes yo me siento
incapaz de perdonar, haz que se conviertan, perdónalos y hazme
a mí capaz de perdonar, libéralos y libéranos a todos del mal”.
Perdonar es orar, aun sin olvidar. Perdonar es orar, aun
sintiendo odio. En primer lugar, orar por el agresor para que se
libere del mal que le llevó a cometer el crimen. En segundo
lugar, orar por mí mismo, para que también yo me libere del
odio. Y, en tercer lugar, orar para que cese en la sociedad la
espiral de la violencia y todos nos liberemos.
Los humanos compartimos la doble experiencia de ser
autores y víctimas del mal. En el primer caso, a la imputación y
acusación sigue la exigencia de pena y castigo. En el segundo,
el sufrimiento de las víctimas sube en forma de clamor pidiendo
que hagamos algo para remediarlo, evitarlo y que no se vuelva a
repetir.
Una víctima puede, tras un proceso difícil, dar el paso de
perdonar. Pero, antes de recorrer por sí misma ese proceso, no
surtiría efecto aconsejarle que perdone. Sólo desde dentro de la
misma víctima puede brotar la palabra de perdón.
Pero todos somos, a la vez, agresores y víctimas. El criminal
es víctima de su propio crimen. La sociedad entera es víctima,
solidaria con las víctimas. Pero mientras no nos liberemos del
deseo de “hacer pagar las culpas”, somos todos agresores.
La parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30) nos enseña
que dejemos el juicio a Dios, sin dividir el mundo en buenos y
malos; nadie está libre de pecado para tirar la primera piedra (Jn
8, 7). Las palabras de monseñor Blázquez sobre el proceso de
paz y el perdón rezumaban este talante evangélico. Quienes le
criticaron confundían el perdón con la insensibilidad o el
olvido. Perdonar es orar.

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