Está en la página 1de 46

Benitos

Los Cuentos del Viejo Úcil

Ilustrado con grabados de Elena Ramírez

Proyecto financiado por el Fondo de Fomento del Libro y la Lectura

Santiago de Chile, marzo de 2017


La Edad de los Cuentos
I

Esta historia ocurrió en los tiempos en que el viejo Úcil aún estaba vivo – dijo la

abuela recorriendo con sus ojos nuestras caras –. No digo que ahora esté muerto. ¡No, no,

no! Pero hablo de esos tiempos cuando cualquier persona podía verlo con cualquiera de sus

dos ojos u oírlo con cualquiera de sus dos orejas. Sé que eso ya no es así, no me pongan esas

caritas, si eso lo sabe todo mundo. Lo que importa -continuó dulcemente-, es que esta

historia me la contó el mismísimo Úcil con su voz de árbol antiguo.

Yo no sé bien cuándo sería, pero fue antes, mucho antes. Antes incluso del abuelo

de mi abuelo. Fue hace tanto tiempo que las palabras tenían dueño, o algo parecido. Por

ejemplo, la persona que hacía zapatos tenía la palabra "zapato" sólo para sí, y la andaba

trayendo consigo para todas partes, el que sembraba la tierra llevaba siempre la palabra

"semilla", los que barrían tenían sólo para ellos la palabra "escoba", y así sucesivamente.

¡Hasta el perro era dueño de su "guau" y el gato de su "miau"! Y cada uno llevaba su

palabra en una especie de nubecita, o algo así como un cartelito, que flotaba cerca de su

dueño.

Al principio del principio no hubo problemas, porque la gente era poca y las

palabras menos. Pero con el paso de los años el mundo se fue llenando más y más, y

naturalmente esas nubecitas de las palabras también aumentaron. Además, nadie sabe

cuándo, se hicieron hereditarias. Y ocurrió que, a partir de un día cualquiera, el hijo del

zapatero nació con su nubecita que decía "zapato" y que era casi casi igual que la de su

papá.

Así, llegó a haber muchas palabras en aquellos tiempos, de todos los colores, olores,

formas y tamaños que se puedan imaginar. Había palabras azules como "agua", grandes
como "antigüedad", olorosas como "pan", o palabras juguetonas como "calcetín".

¡Imagínense!: todo lleno de palabras -o sea, de nubecitas-, incluso había palabras

que andaban sueltas por ahí, porque cuando sus dueños murieron, nadie se dio el trabajo

de enterrarlas con ellos.

A decir verdad, desde hacía ya varios siglos, nadie se preocupaba en lo más mínimo

de ellas, sencillamente estaban ahí y se usaban; había quienes ni siquiera se preocupaban

de la suya propia. De manera que en el mundo de aquel tiempo existía algo así como... –

la abuela se detuvo en este punto, vacilando, miraba al cielo sacudiendo una mano

mientras buscaba la palabra precisa, y nosotros, tratando de ayudarla, abrimos bien

grandes los ojos y contuvimos la respiración – ...como una con-ta-mi-na-ción, eso es –

concluyó – , una contaminación de palabras. Lo digo así para que me entiendan, quiero

decir que había un verdadero borrón de palabras. ¡Un enredo de padre y señor mío! Si

hasta el sol alumbraba menos con esas nubecitas metidas por todas partes, y las montañas

estaban sucias, y el mar enojado, y la luna perdida. ¡Perdida! Fíjense bien lo que digo:

¡perdida! Nadie había visto la cara blanca y redonda de la lunita durante años y años.

Y bien, en el tiempo en que el pequeño Homero nació, los choques de palabras ya

eran el pan de cada día. Muchos de esos choques tenían como horroroso resultado un

montón de palabras quebradas o palabras deformes que nadie comprendía, que a nadie le

servían, o, peor aún, que impedían entenderse bien con los demás. ¡Eran puros garabatos!

¡Pura basura! ¿Y la gente?, se preguntarán ustedes. Bueno, lo único que se les ocurría era

mirar al suelo y hacer como si estas cosas en realidad no estuvieran pasando, pero en el

fondo, todos estaban hasta la coronilla con este asunto.

Como les decía, fue por esos días que Homero nació. Su familia y los amigos de su

familia se reunieron para esperar el nacimiento del niño y celebrarlo con una gran fiesta,
como se acostumbraba en aquellos días. Pero cuando vieron al bebito, padres, invitados,

parteras, mirones, todos callaron: era demasiado pequeño, demasiado delgado, incluso

demasiado feo, pero, lo peor de todo y cosa nunca antes vista, la nubecita de su palabra

estaba vacía.

Apenas un momento después, los mismos hombres y mujeres que habían venido a

celebrarlo, salieron corriendo de allí.

-¡Nada bueno puede esperarse de un niño así! – decían asustados.

-Un mal presagio, sin duda – y levantaban los ojos al cielo.

-Pobre gente – comentaban con lástima.

-Nada de pobre gente – gruño alguien con su peor mala intención – quién sabe qué maldad

hicieron para merecer esto.

-Es verdad, se nota que el niño es tonto.

- ¡No! Peor que eso ¡es un monstruo!

- ¡Está maldito!

Aquel mismo día, los padres de Homero se quedaron solos. Y siguieron solos desde

ese instante en adelante. La voz se corrió velozmente y todos en el pueblo se apartaron de

ellos. Por supuesto, estaban realmente apesadumbrados, muy tristes, pero también

firmemente decididos a cuidar y defender a su pequeño. Soportaron por meses todas esas

miradas de lástima y esos susurrantes comentarios malintencionados de la gente en torno

a ellos y a su niño.

Hasta que un día, un grupo de honestos ciudadanos reunidos en un comité, se les

acercaron para pedirles que le entregaran al niño para deshacerse de él antes de que

“provocara un daño irreparable a la comunidad entera”, así les dijeron. Los padres de

Homero se opusieron rotundamente, pero el comité de ciudadanos no aceptó retirarse sin


el niño y la discusión terminó con el padre de Homero sacando de su casa, a patadas y a

empujones, a toda aquella gente exaltada. La gente, por supuesto, no se retiró. En vez de

eso, tal como les habían advertido, rodearon la casa.

- ¡Si no nos entregan al niño hoy mismo, mañana entraremos a la fuerza! – gritó

el presidente del comité, y entre los gritos del grupo aprobando la decisión se alzó una voz

clara y furiosa.

- ¡Y si no podemos entrar quemaremos la casa! – ¡Sí!, aprobó entusiasmada la

multitud.

Los padres de Homero bloquearon las puertas y las ventanas, aunque sabían que

no podrían resistir demasiado. Esperaron. Las horas pasaron y dormitaron abrazados al

pequeño. Era una noche sin luna, profundamente oscura y, sumergidos en esa oscuridad,

mucho antes del amanecer, los despertaron los fuertes golpes en las puertas, parecían palos

o patadas.

- ¡Abran ahora!

Los golpes se hacían cada vez más violentos, las puertas ya crujían quebrándose o

arrancándose de los marcos.

- ¡Abran! – rugía la multitud.

La puerta principal y una lateral cedieron a los golpes y cayeron hechas pedazos.

El tropel de gente furiosa entró corriendo, pero no encontraron a nadie en la primera

habitación. Corrieron al dormitorio. La puerta estaba trancada y debieron derribarla.

Cuando lograron entrar encontraron a los padres de Homero solos sentados

tranquilamente en la cama, abrazados.

- ¿Dónde está el monstruo? ¡Entréguenlo!

Pero los padres de Homero sonrieron en silencio. En ese momento se escucharon


gritos fuera de la casa y todos salieron corriendo. En la calle la gente miraba en el cielo un

pequeño canasto amarrado con delgadas lienzas que colgaba de un globo que apenas lo

sostenía. Era imposible alcanzarlo, el viento, como un río invisible, se llevaba el globo

chiquitito por el cielo y al niño dormido en su frágil cuna.

Por supuesto, aunque ellos jamás lo reconocieron ni dijeron una palabra al respecto

cuando los interrogaron, fueron los padres de Homero quienes pusieron al niño, bien

abrigadito, en aquella improvisada nave, confiando en que el viento llevaría al niño lejos

de allí a algún lugar donde podría crecer y vivir.

II

Cuando el viento se dio cuenta de que llevaba un niño en sus brazos, tomó el globo

y lo condujo suavemente, así, – la abuela se paró y se estiró levantando los brazos imitando

al viento con el globo en sus manos –, suavemente lo llevó hasta el techo de un viejo y

solitario establo en medio de los pastizales, un poco más allá del final del bosque, un poco

más acá del comienzo de las montañas azules –ella aterrizó esta frase muy delicadamente,

al tiempo que se sentaba para continuar contándonos, con un nuevo impulso, mirándonos

ahora a los ojos–. Bien sabía el viento que allí vivían una vaca, una gallina y un cerdo que

habían llegado al lugar huyendo de sus antiguos amos. Los tres animales eran bastante

viejos, pero el viento conocía de sobra su buen corazón, y a ellos les encargó, sin dudarlo, la

crianza del pequeño, contándoles su triste historia. Desde ese día aquellos tres pasaron a
ser Mamá Vaca, Mamá Gallina y el Tío Chanchito.

Así fue como el pequeño pudo criarse y crecer fuerte y sano. Pasaron las primaveras

y los inviernos, los veranos y los otoños. La vieja rueda del tiempo, sagrada y

monótonamente, dio vueltas y más vueltas, y los años se fueron volando entre juegos y

cariños. Hasta que llegó el día en que Homero sintió el irresistible deseo de encontrarse con

sus iguales.

- Ya es el tiempo. Sabíamos que esto pasaría –dijo Mamá Vaca con un nudo en la

garganta –. Si tu corazón lo pide debes partir, hijito.

- ¡No, no, no! –se opuso pataleando rabiosamente el Tío Chanchito–. No necesitas

conocer a los humanos. Son peligrosos, son extraños, hacen cosas incomprensibles. Además,

no son iguales a ti –dijo esto apuntando con su pezuña la nubecita ausente de Homero –,

todos tienen su nubecita y su palabra y tú no. A ellos no les gusta que seas distinto, quieren

que todos sean iguales y si no… ¡Ay! ¡Te pueden hacer daño, mi niño, y no queremos eso!

El Tío Chanchito abrazó llorando a Homero y el niño lo consolaba dándole

golpecitos cariñosos en la espalda.

-Tendré mucho cuidado, Tío Chanchito, te lo prometo.

Homero, entonces, besó a Mamá Vaca, a Mamá Gallina y al Tío Chanchito, y

partió. No había dado más de diez pasos cuando Mamá Vaca lo alcanzó corriendo.

-Por favor –le rogó sollozando al recordar lo que el viento les había contado–, por

favor, prométeme que NO irás al pueblo. Puedes ir a cualquier otra parte, pero no allá.

¡Prométemelo!

Homero no había visto nunca antes a Mamá Vaca tan afectada, ni al Tío

Chanchito temblando de tanto llorar, ni a su Mamá Gallina tan alterada que no podía

decir ni pío, sólo abría los ojos como si estuvieran a punto de salírsele de la cabeza. Así que
prometió solemnemente que ni siquiera se acercaría a ese lugar y partió caminando justo

en la dirección contraria al pueblo. ¡Pero el viento es un viejo tan mañoso! Claro que sí,

aunque a ustedes les cueste creerlo, lo hizo: el mismo viento que unos años antes había

llevado el globo con el niño hasta el establo, sopló ahora empujándolo en la dirección

opuesta, derechito hacia el pueblo. Homero, decidido a cumplir su promesa, luchó

porfiadamente y, cada vez que el viento lo daba vuelta con sus manazas, él se devolvía y

caminaba con más fuerza. Así estuvieron forcejeando un buen rato, hasta que el viento se

aburrió de jugar, y en una sola ráfaga –y al decir esto la abuela volvió a ponerse de pie

imitando ahora al viento– levantó al niño enterito del suelo y se lo llevó volando y dando

volteretas hasta el mismo pueblo, y allí por cualquier calle, lo dejó caer suavecito, bien

mareado, revuelto y zamarreado, eso sí, pero lo puso suavecito sobre el suelo.

Y, tal como Mamá Vaca alguna vez le había contado, Homero pudo comprobar

que en el pueblo había mucha gente, todos parecidos a él. Quiero decir que allí nadie andaba

en cuatro patas sino en dos, y que tenían pelo solamente en la cabeza, y otros detalles como

esos, como la cola o la ropa. En esas cosas se le parecían, porque, si uno se fijaba más,

hallaba una importante diferencia: la nubecita de Homero seguía estando vacía, en cambio

todas las demás se veían bulliciosamente llenas de palabras.

Y había tantas palabras que Homero, se quedó contemplándolas admirado, sin

hacer nada más que disfrutar de todas ellas. Por el otro lado, quiero decir entre la gente

del pueblo, una que otra persona se fijaba en la nubecita vacía de Homero y comentaba

haciendo alguna fea mueca "¡Qué espanto!". "¡Qué cochino!". "¡Pobre niño!" y otras frases

por el estilo.

Pero, por más cosas que dijeran, Homero no se sentía afectado, pues lo único que
ocupaba toda su atención eran las palabras. Desde el primer momento se dedicó a recorrer

silenciosamente el pueblo observándolas, tocándolas, acariciándolas, dándoles golpecitos

para saber cómo sonaban, oliéndolas y haciendo con ellas mil cosas más, todas las cosas

que a ustedes se les puedan ocurrir y todavía muchas más; porque él se pasó meses, años,

muchos años, haciendo esto de día y de noche, dormido y despierto, sano y enfermo, y la

gente empezó a llamarlo “el loco”, y le daban sobras de comida y ropa vieja, pero Homero

no se daba ni cuenta, pues seguía completamente sumergido en las palabras. Hasta que

un día, un día después de miles y miles de días, gritó:

- ¡Eso es!, ¡eso es! –y salió corriendo del pueblo como si hubiera terminado de volverse

completamente loco.

III

No volvieron a verlo por esos lados hasta aquella noche en que, junto a Mamá Vaca

y a Mamá Gallina, encendió la que hoy en día se conoce con el nombre de la Gran Fogata

– y cuando la vieja dijo eso, todos nos quedamos un momento mirando aquel cabito de vela,

poquito más grande que éste – .

Las noches en aquel pueblo eran bastante monótonas –volvió a hablarnos la abuela

–, eran realmente muy fomes. Generalmente todos se acostaban temprano, salvo un pequeño

grupo que se reunía a beber algo de vino y a conversar, y otro grupo que se reunía solamente

a beber vino sin conversar ni una palabra. Eso era todo, siempre lo mismo; una noche era
igual a cualquier otra.

Por eso resultó tan extraordinario ver aparecer aquel gran fuego en una de las

salidas del pueblo: una hoguera que levantaba sus brazos temblorosos y rojizos hasta casi

tocar la panza del cielo. Todos, sin excepción, se acercaron. Algunos, asustados, iban

armados con palos, otros llevaban grandes baldes llenos de agua. Pero todo lo que allí

encontraron fue al pequeño Homero, ahora con el pelo blanco, más pequeño que nunca al

lado de tan inmensa hoguera, que los invitaba a sentarse cerca del fuego y a disfrutar de

ese calorcito.

Cuando ya no faltó nadie más, se escuchó la clara voz de aquel viejo niño

contándoles una historia. Nunca nadie antes de esa noche había oído algo así: aquellas

palabras parecían llamas que les calentaban los huesos por dentro, eran como pedacitos de

fuego que se quedaban encendidos en su memoria. Escucharon atentamente a Homero, y

cada uno encontró algo suyo en esas palabras. Y así era. ¿Cómo no iba aquello a serles

familiar si Homero, les contaba la historia de un pueblo con zapateros y labradores, con

herreros y vendedores, caballos y mulas, perros y gatos y guaus y miaus y casas, calles y

niños? Y los tomó firmemente de la mano y los llevó hasta el final del cuento. Entonces,

cuando llegaron allí al final, se produjo un momento de absoluto silencio –la abuela se

detuvo pacientemente a mirar a cada uno de nosotros, y luego respiró profundamente y

nos hizo saltar con su vozarrón y su dedo levantado –. "¡Esas palabras son mías!", rugió a

toda boca el carnicero blandiendo un gran cuchillo, y agregó con ojos brillosos y su bocaza

boca llena de saliva, "¡y esa vaca y esa gallina también!"

Mamá Vaca y Mamá Gallina se escondieron temblorosas detrás de Homero.

-También ha usado mis palabras que son sólo mías –gritó escandalizada, pero

siempre elegante, la esposa del alcalde.


Y los perros ladraron y gruñeron mostrando los dientes, reclamando por sus

"guaus". Muchos otros se agregaron poniéndose de pie y levantando sus voces y sus puños,

protestando amenazantes por el robo. Nada parecía poder calmarlos, Homero y los

animales se abrazaron esperando el fin. Justo en el momento en que todo parecía perdido,

apareció la luna. Y hacía tanto tiempo que no la veían, que su cara redondita y limpia

bastó para hacerlos callar y calmarlos a todos.

En aquella época la gente aún no había olvidado el lenguaje plateado de la luna,

así que entendieron clarito lo que ella les dijo.

-Por supuesto que son tus palabras, carnicero, y también las tuyas, panadero, y

las tuyas, alcalde, zapatero, pescador, sembrador, abuela, madre, hechicera, basurero... son

las palabras de todos ustedes; incluso tus feos "guaus" y tus gruñidos, perro. Es que

Homero es un tejedor de palabras y con todas las vuestras ha tejido este cuento, el cuento

está hecho de ustedes mismos. Homero ha liberado las palabras, las ha hecho cantar por

primera vez. De hoy en adelante podrán contarse muchos cuentos, ustedes serán más

amigos míos y del calorcito de las hogueras, y yo no volveré a esconderme, pues siempre

estaré cerca para escucharlos. Un nuevo tiempo está naciendo: ¡la edad de los cuentos ha

comenzado!

Espontáneamente estallaron los gritos y los aplausos celebrando, y el pequeño

Homero fue levantado en andas –en esta parte la vieja armó la fiesta: se puso a bailar y

saltar tomándonos de las manos y cantando; pero le duró menos de un minuto, después

tuvimos que sentarla entre todos y echarle airecito, para que se le pasara lo colorada y la

tos. De todos modos, nos hizo señas de que nos sentáramos, porque ella iba a seguir con el

cuento, y así lo hicimos. Hasta que por fin pudo continuar, pero hablaba tan suavecito que

nos costaba escucharla.


-Todos estaban felices. Celebraban porque desde aquel día desaparecieron las

nubecitas y el mundo se hizo más espacioso y más luminoso, y porque de nuevo tenían a

la luna, pero, sobre todo, porque contar cuentos es hermoso.

El único que dio problemas fue el carnicero, que, aprovechándose de todo el barullo

y la fiesta, buscaba, cuchillo en mano, a Mamá Vaca y a Mamá Gallina. Lo bueno es que

nunca las encontró, porque la Luna se las llevó a las dos, y también al tío Chanchito, a

vivir con ella. Y desde ese entonces están allá arriba y se puede verlas fácilmente si la noche

está clara y uno se fija bien y sabe mirar –la abuela tomó su silla, volvió a ponerla junto

al mesón y se sentó muy lentamente–.

Lo malo –continuó diciéndonos– es que Homero tampoco pudo encontrar a su

Mamá Vaca, su Mamá Gallina y al Tío Chanchito, y ahora los echa mucho de menos –

la abuela se acomodó dejando caer su cabeza dormida sobre los antebrazos, tal como la

encontramos. Parecía muy cansada. Nos acercamos despacito, sólo para despedirnos. Pero

ella abrió los ojos y nos dijo, con una voz tan débil que creo que sólo yo, que era el que

estaba más cerca, pude escuchar.

-No se preocupen, porque cuando la luna está llena y el cielo bien limpiecito,

Homero aprovecha de leerles a Mamá Vaca, a Mamá Gallina y al Tío Chanchito, algún

nuevo cuento que se le ha ocurrido. Y entonces las palabras vuelan, se alargan por el cielo

hasta llegar allá arriba. Esas noches se ve igualito que si la luna se riera, porque de verdad

se ríe. ¡Y se ríe mucho!

Volvió a apoyar su cabeza sobre los brazos y esta vez supimos que sería imposible

despertarla. Yo le acomodé el chal de lana sobre la espalda, y les hice a los demás una señal

para que saliéramos calladitos. Di unos cuantos pasos tras mis amigos, pero me devolví a

apagar la vela, y al echarle un último vistazo a la vieja dormida, vi que estaba otra vez
tan completamente cubierta de polvo como si jamás la hubiésemos sacudido. Entonces, miré

el cabo de vela: ni un milímetro se había gastado. Salí de allí muy despacio y esa frágil

llamita nunca dejó de iluminarme.


El Caminante
A mi padre

Sé que él no tiene nombre, pero yo le digo el Caminante, siempre le he llamado así.

De dónde salió, de dónde vino, quién fue su padre; no lo sé. Tampoco importa, basta que

les diga que era encantador. No recuerdo a nadie tan encantador: tan delgadito que bien

podría no estar, tan liviano que no deja huella, tan poquita cosa… y, sin embargo, un

encanto, una sonrisa. Y no tenía nada de nada, ni bolsillos para meter las manos, ni

zapatos para patear las piedras. Era casi una pura rayita que sonreía y caminaba

conversando con las flores. Eso era todo lo que él hacía: caminar sonriente y conversar con

las flores.

"¡Qué tontería!", dirá más de alguno muy grandote e importante, y yo, para

evitarme pasar malos ratos, tendré que contarles el cuento desde el comienzo. Pero, la

verdad, si tuvieran bien abiertos sus ojitos no sería necesario tanto blablá. Ya veo que no

me entienden, ¡qué se le va hacer! Mejor vamos con el cuento.


I

Caminante iba por el mundo conversando cada día con las flores. Ellas, al

escucharlo, levantaban sus caritas al cielo y, mirando al sol, sonreían. Con esos colores tan

lindos alegraban al barbado abuelo sol, que ya está un poco viejo, y lo hacían reír de puro

contento. Las risas del sol son esos mismos rayitos que bajan a hacerles cosquillas a los

árboles para que levanten sus pesados brazos al cielo. ¿De qué otro modo creen ustedes que

podrían hacerlo si no? Como decía, los rayitos de risa del sol caen también sobre los

animales y sobre la gente de los pueblos y de los campos, quienes a su vez se ríen al ver a

los árboles con sus brazos en alto de tan cosquillosos que son.

Así andaba y andaba Caminante, sin dejar rastro alguno, sin detenerse nunca.

Hasta que llegó aquel día en que se quedó parado frente a la casa más hermosa que había

visto en toda su vida: Una grande y lustrosa concha de caracol, llena de habitaciones y

pasillos y escaleras emocionantes. Caminante la rodeó mirándola desde todos los ángulos.

Y se quedó después asombrado y quieto frente a la puerta.

- ¿Te gustaría verla por dentro? – lo acarició una voz a su lado.

Al volverse, Caminante se encontró con unos ojos de mar, azules, frescos como la

lluvia.

-Ven, pasa.

La siguió, entraron en la concha. Ella era la dueña de casa, la caracola que allí

vivía, una caracola con cachitos y todo.

-Ya sé que es un poco estrecha, pero podría ampliarse mucho –le dijo mientras

Caminante la seguía a través de las numerosas habitaciones. Aquella concha era realmente

hermosa y estaba llena de detalles en cada rincón.


-Yo hago todo lo que puedo, pero con un poquito más de trabajo ésta podría llegar

a ser la casa más hermosa del mundo, ¿No te parece?

-Es muy hermosa -contestó Caminante, mirando tanto a la caracola como a su

alrededor.

- ¿Te gustaría ayudarme? -contestó ella coquetamente y cuando se le acercó sus

ojos encantadores se hicieron más azules. Pero Caminante, confundido, no contestaba. –

Sólo un poquito, dime que sí.

-Es que yo debo…

-¿Caminar? Pero eso es como hacer nada. Si lo haces ¿qué pasa? …Nada, y si dejas

de hacerlo ¿qué pasara? ...Pues nada. Además, será sólo un día, quizá dos. Será tu

oportunidad de participar en esta gran obra: la casa más hermosa del mundo.

La caracola siguió describiendo balcones y escaleras maravillosas y Caminante,

finalmente, se quedó. Pero no sé si lo hizo por la magnífica obra o por el azul de los ojos de

Babi, la caracola.

Durante una semana completa Caminante reparó todo lo que estaba descompuesto

e inició la construcción de una ampliación. Al octavo día, cuando tenía todo listo para

partir, lo despertó el llanto de Babi. La llamó buscándola por todas partes, pero ella no

respondía. Por fin la encontró en la cocina llorando sin pausa.

- Babi, ¿qué te pasa? ¿Te sientes bien?

-No -dijo ella entre sollozos mientras recibía los cariños de Caminante-, es terrible.

He estado mirando todo esto y hay tanto que hacer, y yo sola no puedo. Pero tú no

quieres… No importa, déjame sola.

- ¿Yo no quiero…qué? No entiendo – Caminante arrugó la nariz como hacía

siempre que no entendía.


-Bueno -dijo ella con firmeza, pero sin que su voz dejara de ser encantadora- es

necesario agrandar esta casa. Ahora que vives aquí estamos todos en peligro - y se puso de

pie mostrando alrededor.

- ¿Yo vivo aquí? ¿Peligro? – y la nariz de Caminante se arrugó aún más – ¿Peligro

de qué?

- ¡Ay! – se quejó Babi un poco impaciente – Peligro de que se desestabilice. Tú sabes,

las conchas deben ser estables, de lo contrario pueden llegar a volcarse o incluso a

carcomerse por algún lado y después de eso, claro, viene la desaparición. Y no queremos que

eso nos ocurra, ¿verdad? Para evitar esa terrible fatalidad hay que trabajar mucho, y, al

mismo tiempo, yo necesito alimentarme y crecer. ¡Ay! – Babi se bamboleó a punto de

desmayarse, pero Caminante la sostuvo del brazo justo a tiempo – Me duele la cabeza. ¡No

sé qué hacer!

-Bueno, si no te molesta, yo podría ayudarte.

- ¿Lo dices en serio? No quisiera molestarte. Pero sería muy bueno. ¡Sería excelente!

Entonces, para que conservemos la estabilidad, yo me encargaré de la comida, y tú te

encargarás de la casa. Yo traeré los materiales y tú construirás. Aquí tienes los planos de

la nueva ampliación, y estos papeles explican el estilo de las terminaciones y blablá blablá...

Babi fue dándole cada detalle: el color de las ventanas, el ancho de los escalones, los

balcones del segundo piso, el calefactor del subterráneo, el tercer baño, los dormitorios

pequeños; y los adornos: la colección de botellas, las cajas de fósforos, las piedras preciosas,

las piedras semipreciosas, los metales forjados, los candelabros, los tallados de las manillas,

las plumas exóticas... ¡UF!

Me imagino que ustedes estarán entendiendo que de este modo siempre había

mucho qué hacer y que el tiempo pasó...


La casa-concha – con el trabajo permanente de Caminante – se hizo cada día un

poco más grande y un poco más bella, y, al mismo tiempo, Babi se hizo cada vez más y

más grande.

Babi dormía durante el día, y por la noche salía a comer y a buscar los materiales

para continuar construyendo (el tercer piso se les hizo imprescindible). Cuando Caminante

le explicaba que tenía ganas de salir de la concha, a caminar un poco, ella lo llenaba de

arrumacos y le explicaba, otra vez, los riesgos y la importancia de la estabilidad sin la cual

no podría existir nuestra linda casa, le decía, y, cuando sentía que ninguna explicación

era suficiente, lo envolvía entre sus brazos y él se dormía plácidamente. Caminante,

entonces, despertaba al día siguiente como si hubiese tenido unas largas vacaciones, y

postergaba otra vez sus ganas de caminar.

Y debo decirles que, en mi opinión, Caminante, a pesar de todo el trabajo y el

encierro, era feliz. Echaba de menos caminar, claro que sí, pero también le gustaba esa

casa tan grande y hermosa de la que ya se sentía parte, y los arrumacos de Babi que lo

hacían dormir como un rey. Por lo demás, estaba tan ocupado que nunca alcanzaba a

pensar en estas cosas. Bueno, en realidad tampoco alcazaba a pensar en ninguna otra cosa:

sencillamente no tenía tiempo. Cada vez que terminaba algo, Babi le entregaba un plano

nuevo: el cuarto piso, el comedor de los invitados, la sala de juegos, las ventanas en forma

de hoja... Además, y esto es lo más importante, Caminante amaba a Babi con todo su

corazón. Lo repito: Caminante amaba a Babi con todo su corazón.

Entonces podría ser que todo hubiese estado muy bien, pero eso era dentro de la

concha, allí todo marchaba sobre ruedas y era “cada vez más estable", así lo decía Babi,

pero fuera de ella las cosas eran muy distintas.


II

Un día Caminante – mientras subía desde la cuarta bodega subterránea al séptimo

piso – escuchó viejas voces traídas por el viento... ¿O traídas por su memoria?... Da lo mismo,

porque cualquiera que lo piense un poco se da cuenta de que la memoria es como el viento,

es desordenada, no nos obedece, y muchas veces es un torbellino que nos trae los recuerdos

revueltos desde cualquier rincón lejano. Al final, nadie sabe cómo vino y cómo se fue.

Aquellas voces eran conocidas para él, aunque ahora sonaban muy distintas: se

oían tristes y antes habían sido pura risa. Caminante se asustó, no quería saber nada de

eso, quiso huir, no estar, cerrar la puerta con llave. Por eso fue que comenzó a trabajar

más, con más fuerza y más rápido, a veces se pasaba noches enteras ocupado, siempre

ocupado, para no escuchar. Y le resultaba.

Así, transcurrieron algunos meses más. Babi estaba contenta de que ya estuvieran

construyendo el decimotercer piso, pero de todos modos ella notaba que se les haría un poco

estrecho, así es que quizá tuvieran que agregar un comedor de diario en la azotea. Se sentía

feliz de que su casa-concha fuese lejos la más espléndida de todo el mundo. A decir verdad,

la construcción hace tiempo había dejado de ser casa-concha y se había transformado en

un auténtico edificio-concha, y Babi, a su vez, había crecido tanto que lo ocupaba casi

hasta el último rincón.

Pero aquellas voces que Caminante había escuchado meses atrás, no se habían ido,

nunca se fueron. Por el contrario, habían vuelto a esa casa cada día en mayor número,

hasta el punto en que fueron tantas que inevitablemente también Babi las oyó.

Si a Caminante aquellas voces lo entristecieron, en Babi despertaron la más terrible

furia. Sentía que le quitaban espacio -aunque, como todos sabemos, las voces no ocupan
espacio- que la invadían y agredían. Esto hizo que rápidamente su carácter se agriara por

completo...y empezó a desquitarse con Caminante.

-Tus amigotas no nos dejan en paz, alteran la estabilidad de esta casa. ¡Échalas,

échalas! -le decía casi a gritos. O lo zamarreaba descontroladamente hablándole muy cerca

de la cara.

- ¡Mírate esos ojos de sonámbulo! Así no puedes trabajar, no te dejan ni dormir.

¡Échalas! No eres capaz, ¿verdad? No sirves para nada.

- ¿Por qué me dices a mí? - respondía Caminante-. También puede ser que esas

voces te busquen a ti.

- ¡No! Yo jamás he tenido nada que ver con ellas. – Babi se retiró mascullando –

Ni para comérmelas.

La voz de Babi siguió reclamando hasta perderse en las habitaciones. Entonces,

Caminante se quedó solo y hubo un enorme silencio. Y en medio de aquel silencio tan

grande y claro como el mar apareció una pregunta.

- ¿Comía qué? -se preguntó Caminante parado solo en medio de la sala de estar del

octavo piso. Y se dio cuenta en ese momento de que nunca antes había pensado qué comía

Babi. Y, además, de dónde sacaba tantos materiales de todas clases para agrandar más y

más su edificio-concha. "¿Qué come Babi?", era una pregunta complicada, puntiaguda,

filosa.

Por primera vez Caminante notó lo grande que estaba ella. Entonces, debía de

comer mucho. ¿Pero qué? ¿Qué comía Babi? Otra vez le dolió el pinchazo de la pregunta.

Mejor se puso a trabajar sin pausa en el sistema de ventilación de la gigantesca

cocina nueva: Un tubo, cuatro tornillos, una curva, otro tubo, ¡cuidado, que no vaya a

quedar torcido!, otro tornillo, ¿qué comía Babi?, ahora el tubo debe salir por la ventana,
otra curva, se sube a la ventana, conecta el tubo, pero no mete bien, hay que martillarlo

un poco, parándose en la cornisa es más fácil, todo el cuerpo en el aire del décimo cuarto

piso, martillo, un golpe, otro golpe, ¿qué comía Babi?, el martillo se suelta, las manos tratan

de alcanzarlo, el cuerpo de Caminante cae restando pisos, tres, dos, uno, ¡PAF! Su espalda

golpea secamente contra la tierra y levanta una nube de polvo que lo pone todo muy oscuro.

En aquella oscuridad, Caminante anduvo otra vez por campos y caminos y se

encontró muchos años atrás con un árbol moribundo y muy viejo.

-Buenos días, buen Caminante -lo saludó el árbol con una voz casi imperceptible.

-Buenos días, árbol viejo. ¿Cómo van tus ramas? -pregunta de protocolo obligatoria

si se quiere iniciar cualquier conversación con un árbol.

-Pues si tú estás aquí todo está bien. Acércate -el árbol miró los ojos de Caminante

largo rato y se quedó pensando un rato aún más largo-. Sí, sí –continuó después-, debes

escucharme con mucho cuidado. Todo mundo tiene una adivinanza y ésta es la tuya, así

que escucha bien:

Hay algo del aire que no se respira

Algo de la tierra que no germina

Hay algo del agua que no alimenta

- ¡Ah, fácil! Eso es la nada - interrumpió Caminante muy seguro.

- ¡Epa! ¡Silencio! Termina de escuchar...

Hay algo del fuego que no calienta

Hay algo de la roca que no sostiene

Y, sin embargo, nunca puede faltarnos

¿Qué es?...
¿Qué es?...

¿Qué es?...

El eco del tiempo repetía la pregunta en la oscuridad del desmayo de Caminante.

- ¡Despierta! ¡Ven! ¡Ven con nosotras! -le gritaban las voces.

- ¡Las flores! -Caminante abrió los ojos y vio el cielo azul y despejado. Sin embargo,

sintió frío.

Se sentó sobre la tierra y millones de voces lo rodearon.

- ¿Flores? -dijo Caminante, le costaba reconocerlas- ¿Qué pasa con ustedes? ¿Dónde

están sus pétalos, y sus tallos, y sus raíces? ¿Qué pasa?

-Qué pasa con todo, Caminante, abre tus ojos y mira alrededor: la tierra está

muriendo, sólo piedras y alimañas logran aferrarse a la vida.

- ¿Pero qué pasa? ¡No entiendo! -escondió su cabeza entre las manos confundido,

Caminante.

-El sol ya no calienta -dijo una voz. Y otra agregó:

-La tristeza reina sobre la tierra.

Caminante, que seguía con la cabeza escondida, se puso bruscamente de pie.

-Bueno ¿y qué tiene que ver todo esto conmigo? -preguntó muy enojado agitando

sus brazos- ¿Para qué me lo cuentan? Yo vivo en esta casa hermosa que he levantado con

mis propias manos sin molestar a nadie. ¿Por qué ustedes me molestan?

Dio un par de pasos hacia la casa, pero se detuvo.

- ¡Yo no sé qué hacer, no sé cómo ayudarlos, no es mi culpa ni mi problema! -les

dijo.

-Pero éste sí es tu problema – contestó una flor enojada –, porque es el problema de

todos.
Entonces, Caminante volvió a repetirles lo mismo, sólo que esta vez a gritos, unos

gritos tan fuertes y desagradables que cuando terminó quedaban apenas una docena de

voces a su alrededor.

-Ya no te buscaremos más -dijo una voz llorosa.

-Estamos perdidos, no queda nada por hacer -se oyó a otra alejándose.

Caminante dio media vuelta y, corriendo, entró en el edificio. Al entrar sintió cierta

nostálgica emoción, pues hacía muchísimo tiempo que no estaba en el primer piso: era el

mismo lugar donde había conocido a Babi. Recordó cuando recién había llegado a esa casa,

¡qué días tan felices! Las cosas habían cambiado desde entonces, sin duda, aunque no sabía

exactamente cómo ni cuándo había ocurrido aquello. Ahora trabajaba tanto que

prácticamente no dormía y a Babi la veía bastante poco y, además, cuando se encontraban

ella lo trataba como si no sirviera para nada.

Decidió, dejándose llevar por esa nostalgia, que aprovecharía la ausencia de la

caracola para recorrer varios pisos y pensar un rato, cosa que tampoco había hecho en

tanto tiempo. Caminó lentamente, observando todo con cuidado. Aquél, realmente era un

edificio admirable y, además, muchos de esos rincones le recordaban a Babi. Recorrió cada

uno de esos rinconcitos y sonrió recordando. Babi era en verdad tan bella y blandita, tan

agradable y amorosa, tan… Pero ¿qué comía? La pregunta se le clavó muy hondo y le

dolió, porque le pareció que ya sabía la respuesta.

- ¡Esas voces! ¡Esa nube de locas voces me tienen harta! - la voz de Babi hizo temblar

las paredes del edificio.

-Ya tengo los materiales para los dormitorios dobles del decimosexto piso -dijo al

ver a Caminante, y continuó de inmediato con sus reclamos-. Esas porquerías se atrevieron

a atacarme. ¡Te das cuenta a lo que hemos llegado! ¡Y tú no sirves para nada! Peor que no
servir, porque estoy segura de que te buscan a ti, ¿no es cierto?

Yo no sé si a ustedes les habrá pasado alguna vez esto, pero a Caminante le pasó

por primera vez esa tarde: su boca habló sola. Lo único que él hizo fue escucharla preguntar

"¿qué comes, Babi?", y después de un silencio su boca dijo, "me voy".

Y Babi se quedó muda. Por unos instantes no supo qué hacer ni qué decir.

- ¿Te vas? -dijo retomando el control de la situación-. Bien. Bien, hace tiempo ya

me di cuenta de que no sirves para nada, inútil. Hablaste con ellas, ¿cierto? Pero nada de

eso es verdad. O sí, lo es. ¡Y qué! Una buena porción de lo que ya no está allá afuera forma

parte de esta casa. No dirás que está mal usado, ¿verdad? Y otro tanto me lo he comido yo,

empecé por supuesto con todo lo delicioso: las flores, las hojas tiernas, los brotecitos, ¡mmhh!

¡Qué apetitoso recuerdo! – Babi se puso babosa, muy babosa – Pero luego seguí con todo lo

demás, no me importaba mucho lo que fuera. Ahora hay mucho menos qué elegir, pero

siempre se encuentra alguna cosita.

Caminante no dijo nada, y su silencio le pareció a Babi la más hiriente de las

respuestas.

-Te irás tal como llegaste: sin nada, que te quede bien claro. Te aseguro que tendrás

muchos problemas sin mi protección. Pero qué importa si eres tan poca cosa. ¡Fuera!

Y comenzó a correrlo a empujones.

Caminante lloraba, la cabeza gacha, se limpiaba el moco con la mano. Apenas pudo

decir una última frase.

-Te echaré de menos.

Babi no se detuvo, siguió empujándolo hasta lanzarlo fuera de su casa-edificio-

concha de ya no sé cuántos pisos.

- ¡Mírame! ¡Soy la más grande, soy la dueña de todo esto! ¿Y tú?... Tú eres NA-
DA -se burló. Y cerró después la puerta de un golpe.

Él se puso de pie y echó a andar sin rumbo. El cuerpo le temblaba lleno de sollozos,

y se sentía enfermo. Llevaba meses sintiéndose enfermo, pero ahora ese gran golpe de la

caída y las flores y Babi burlándose. ¡Todo le estaba dando vueltas! Caminaba, es cierto,

y eso lo hacía sentirse mejor, pero el mundo por el que caminaba era tan distinto al que

conoció, éste estaba hecho de piedras y tierras desiertas.

-Todo parece estar aquí -pensó-, pero algo no funciona.

Y volvió a sentirse enfermo, todo le dio vueltas, y esta vez le dio vueltas de verdad,

y muchas vueltas, porque un ventarrón oscuro y frío lo atrapó envolviéndolo junto con un

montón de hojas secas, palos y piedras y lo revolvió todo como una gran juguera,

levantándolo del suelo y llevándolo en un viaje rápido y violento hacia cualquier parte, y

exactamente allí -en cualquier parte- lo fue a botar, sepultado bajo una gruesa capa de

polvo y toda clase de pequeños desperdicios silvestres. Ahí quedó por días y días...y días... y

días…
III

Era muy temprano en la mañana cuando Gró, el chanchito de tierra, caminaba

haciendo sonar sus bototos amarillos sobre el polvo. Silbaba una canción, mientras buscaba

un lugar agradable para desayunarse. Gró era el chanchito más optimista y alegre que

ustedes hayan conocido -si es que ustedes se han dado un tiempo en la vida para conocer

chanchitos de tierra-. Como bien se sabe, los de su especie tienen la desagradable costumbre

de quejarse de su mala suerte todo el santo día, pero Gró no era así, no, todo lo contrario.

En lo que sí se parecía a los demás chanchitos, era en su escasa inteligencia, claro que él lo

compensaba con creces con un optimismo tan grande que no le cabía ni en el pecho, ni en

la guata, ni en sus numerosas patitas con bototos, ni en ningún bolsillo por más grande

que fuera, y todo aquel optimismo terminaba saliéndosele inevitablemente por la boca

convertido en canciones. Así es, Gró se pasaba todo el día inventando canciones (por

supuesto, que eran canciones tontas, eran las canciones de un chanchito de tierra). Y

cantando fue que se sentó por fin a tomar su desayuno.

Esa mañana estaba particularmente contento y no sólo cantaba, sino que también

bailaba practicando unos giros muy difíciles sobre un sólo pie, al tiempo que en una

pequeña fogata calentaba para el desayuno un poco de agua en una teterita muy abollada

y completamente negra de tizne. En uno de esos giros Gró se equivocó de pie y perdió el

equilibrio, al caer golpeó la tetera y el agua, que ya hervía, se derramó.

- ¡Ay! -se escuchó un grito.

- ¿Quién gritó? ¿Qué pasó? -dijo Gró buscando por todas partes. Con asombro fijó

su vista en el suelo: dos piernitas muy delgadas se asomaban pataleando.

- ¿Qué es esto? -cantó Gró como en una ópera y se acercó a mirar con más detalle.
Y, como era un chanchito de acción, de un solo gran tirón desenterró el resto del cuerpo.

Se quedó mirándolo, se restregaba los ojos mientras Caminante sentado en la tierra

se sacudía el polvo.

-Oye -dijo Gró que estaba boquiabierto-, pero, pero tú te pareces... ¡No, no puede

ser! -se dio unas cachetadas.

- ¿Qué dices? ¿Qué haces? -Caminante no pudo evitar reírse de Gró que indicaba

para todos lados haciendo morisquetas, rascándose la cabeza.

-Mira, mira -el chanchito sacó de su morral un libro viejo y amarillento, lo abrió

y mostró una de sus páginas en la que se veía un desteñido dibujo de Caminante sonriendo

rodeado de flores.

-Sí, soy yo. O sea, era yo -dijo triste Caminante-, antes era así.

- ¿Antes? -puso cara de pregunta Gró alternando su mirada rápidamente entre el

libro y Caminante- ¿Antes?, pero si estás igualito. Yo creía que no existías, o sea, que eras

puro de los cuentos que cuentan los viejitos y los libros, igual que ésas- agregó indicando el

dibujo.

- ¿Esas? Esas son flores. ¿Acaso no conoces las flores? -Caminante cerró el libro y

se quedó mirando al chanchito.

Gró mostró a su alrededor.

-Mira -le dijo. Y, luego, como le pareció que Caminante se estaba entristeciendo al

ver ese paisaje desolado, cantó alegremente:

- ¡A tomar desayuno! - y sirvió un poco de café y un pedazo de pan muy duro que

tenía en su morral.

Mientras desayunaban no paró de hablar contando historias tontas de abanicos y

de zapatos (esa clase de historias son las más populares entre los chanchitos de tierra. ¿Por
qué?, bueno, eso pregúntenselo a los estudiosos de chanchitos de tierra, no a mí).

Por fin llegó el momento en que se quedó callado, y, como Caminante tampoco decía

nada, se produjo un largo silencio. Todo ese tiempo Gró estuvo mirándolo incrédulo, le

parecía imposible estar tomando desayuno con el dibujo de su libro (así lo pensaba él), pero

a la vez eso lo ponía muy contento, así es que no le importaba que fuera imposible.

-Oye -le dijo- quiero regalarte algo. Es que a mí se me ocurre que te gustan las

canciones viejas, y ésta es la canción más que vieeeeja que me sé. Se la enseñó a mi abuelo

una oruga chascona y colorida. Déjame cantártela ¿ya? Antes de que te vayas.

- ¿Irme? ¿Adónde? –arrugó su naricita Caminante.

- ¿Adónde? -repitió Gró poniendo su voz en falsete. Y se rio como si Caminante le

hubiera contado el mejor de los chistes.

Dos veces trató de comenzar la canción, pero la risa no lo dejaba. Después, cuando

se le pasó la risa...se le olvidó la canción. Para recobrar la memoria, según él, no había

nada mejor que darse unos buenos cabezazos contra una piedra grande y bien dura, y -

por más que Caminante trató de disuadirlo- se dio muy fuerte. Por supuesto, quedó

aturdido, así que Caminante debió reanimarlo. Pero debo reconocer que al parecer el

remedio es efectivo - ¡a ustedes ni se les ocurra probarlo, que es cosa de lesos! - porque, en

cuanto recuperó el conocimiento, Gró cantó con voz potente y afinada:

Hay algo del aire que no se respira

Algo de la tierra que no germina

Hay algo del agua que no alimenta

Algo del fuego que no calienta

Hay algo de la roca... que...

Vacilaba, no podía seguir. Gró tomó una piedra del suelo y se dio otro buen golpe
en la cabeza, se sacudió un poco y volvió a empezar la estrofa.

...algo de la roca que...la roca....y...

No había caso, no podía recordarlo; menos mal que Gró no insistió en los golpes -si

no se hubiera quedado sin cabeza- y se puso a dar vueltas repitiendo esa última línea

inconclusa una y otra vez y en cualquier orden.

La canción hizo que Caminante sintiera como una picazón por dentro, ¡imposible

rascarse!, pero sintió que tenía que hacer algo. Sin razón alguna tomó, entonces, el viejo

libro de Gró y buscó ansiosamente el dibujo. Nada, las páginas estaban en blanco. Sintió

que el libro se le ocultaba mañosamente, que no quería mostrarle, y sus ojos se nublaron de

rojo. Furioso, lanzó lejos el grueso volumen. ¡Mala suerte para Gró: fue a pegarle justo en

la cabeza! Y por segunda vez Caminante debió ayudarle a reanimarse.

-Perdóname, Gró, fue un accidente…No, fue mi culpa.

- ¡Ay! -dijo Gró-, fue un buen golpe, pero igual no recuerdo nada. ¿Con qué me

pegaste?

-Con el libro.

Ambos vieron el libro abierto tirado a un par de pasos. Caminante se acercó y lo

miró con cuidado, después lo recogió lentamente.

Hay algo del fuego que no calienta

algo de la roca que no sostiene

y, sin embargo, nunca puede faltarnos

Leyó Caminante y, en seguida, le mostró a Gró las hojas del libro: en cada una de

ellas estaba perfectamente escrita la canción.

- ¡Bien! -celebró Gró saltando con su libro en la mano- ¡Bien!

Se detuvo preocupado y echó un vistazo a las páginas


-Pero si yo no sé leer... ¡Bah! ¡No importa! ¡Está súper requete bieeeen!...

Y Caminante continuó el canto, esta vez de memoria:

...nunca puede faltarnos

Camina, camina, viejo Caminante

Camina, porque no puedes faltarnos

- ¡Oh! -dijo Gró muy exageradamente y aplaudió repitiendo- "Camina, camina,

viejo Caminante/ Camina, porque no puedes faltarnos"

Caminante ya había echado a andar.

- ¿Qué harás? -preguntó Gró corriendo tras él.

-Caminaré, está claro -respondió Caminante y volvió a sonreír limpiamente por

primera vez después de todo aquel tiempo.

Al ver esa sonrisa, Gró, como siempre, no entendió nada, pero sintió unas

irresistibles ganas de seguir sonriendo él, a su vez, a todo el resto del mundo. Y, en efecto,

así lo hizo desde aquel día y hasta el día de su muerte acontecida muchos años después

(pero eso es parte de otro cuento).

Caminante les sonrió primero a las grandes piedras y a la tierra. La tierra ya se

rio de buena gana con sólo sentir de nuevo las cosquillas de esos imperceptibles pasos

recorriendo sus caminos. Luego sonrió a las semillas y a los árboles que debían levantarse

poderosos.

Sin embargo, algo pasaba. Todo era demasiado lento. Revisó otra vez cada detalle

con cuidado. Pero no lograba entender. Sólo cuando levantó la vista al cielo halló la

respuesta: el sol. ¿Por qué no calentaba como antes? ¿Por qué se veía anaranjado al

mediodía? El único modo de saberlo era preguntárselo a él mismo.


Y sin dudarlo se encaramó hasta el sol por la gran escalera del Sur, hecha de trozos

de viento y escarcha. Es cierto que es el camino más peligroso, pero también el más breve.

Cuando llegó allá arriba, encontró al barbado abuelo sol sentado, envuelto en una

gruesa manta, con los pies metidos en un humeante lavatorio con agua caliente y, aun así,

temblando de frío. Lo peor de todo era que no le respondía, es más, parecía no verlo, parecía

que ya no veía nada, parecía más muerto que vivo.

Caminante lo intentó una y otra vez de mil modos, pero fue inútil. Ya se devolvía

cuando notó que el viejo movía los labios. Se le acercó despacito –tuvo que tener cuidado de

no quemarse, de todos modos, aún era el sol-. Sí, hablaba, pero tan suavecito que había que

escuchar muy cuidadosamente para entenderle.

-Rayitos de cosquilla, levanten su carita -eso decía, y lo repetía una y otra vez. Y

para Caminante fue suficiente.

- ¡Claro! ¡La cadena de la risa! Pero qué tonto, cómo no lo pensé. La cadena de la

risa está rota, eso es lo que pasa.

De dos ágiles saltos estuvo de vuelta en la tierra, y ya no buscó grandes rocas ni

árboles, era más pequeño y delicado lo que se necesitaba con urgencia. Corrió por todas

partes, por todo el mundo, hasta encontrar, en un pequeño jardín casi al llegar al fin del

mundo en el más pequeño de los pueblitos, las últimas flores, agonizantes a pesar de los

innumerables cuidados y la dedicación del jardinero quien, como último recurso, quizá

como despedida, se había sentado en medio de ellas para hablarles.

Caminante entró en el lugar, sonriente, y ellas de inmediato levantaron sus caritas

y se llenaron de colores y de risas, y llamaron a gritos a otras flores dormidas y a las

semillas. Era tanta la alegría reunida que hasta de los pétalos caídos nacieron nuevas

flores. El jardinero, en medio de todas ellas, se sentía igual que si estuviera al centro del
estallido de una bomba de colores que lo iba llenando todo de aromas y de caritas sonrientes

levantadas justo hacia el sol que, en cuánto las vio se sintió recuperado y empezó a reírse

otra vez, y a arrojar sus rayitos de cosquillas que hicieron que los árboles crecieran de

nuevo con sus brazos en alto. Por todas partes crecieron hierbas y flores, incluso los desiertos

florecieron para celebrar el término de aquella misteriosa enfermedad.

Al día siguiente, una fresca y abundante lluvia alimentó a los bichitos que también

estaban de regreso. Llovió mucho, pero Caminante nunca se detuvo ni dejó de sonreír.

¿Y Babi? Babi se quedó encerrada muchos días y muchas noches sola en su gran

edificio-concha. Volvió a ser pequeña rápidamente: una vez que todos estuvieron bien

despiertos, conseguir cada comida fue otra vez una lucha en la que no siempre salía

victoriosa.

A veces ella piensa en Caminante. Saben, yo creo que sí lo quiso, lo quiso a su modo

de caracola babosa, claro, pero igual lo quiso.

Caminante también la recuerda, pero no la extraña. No la culpa por esos años de

encierro, pero le es imposible encontrar en todo aquello algo valioso.

La casa de Babi es tan grande y hermosa, y se ve de todos lados. Y todo mundo -

incluso las flores más bellas- la admiran y se toman fotos a su lado.

Caminante es tan pequeñito, tan flaquito, apenas una rayita y su voz es tan

suave... casi daría lo mismo que no estuviera...casi.


Viaje al Corazón de un Reloj
Todos los días, con una elegante reverencia, la pequeña Utis saluda al sol.

Todos los días mira las montañas y les hace una pregunta: “¿Todas las piedras

tienen buena memoria?” “Los volcanes no se ponen sombrero ¿porque se les quema?”

“Las montañas más altas son blancas arriba ¿porque son tan viejas que les salieron

muchas canas?”

Todos los días, Utis se para en la puerta de su cabañita de techo rojo y, abriendo

grandes los ojos, juega a mirar hasta muy muy lejos. ¡Llega a poner cara de telescopio!

El valle de Utis es hermoso. Allí se puede disfrutar del viento al atardecer,

escuchar el jugueteo del agüita en las piedras o el murmullo de las estrellas dibujando

el cielo por la noche.

Todos los días antes de dormirse, Utis juega con el viejo reloj de madera que su

padre le regaló hace ya muchos años. De las pocas cosas que ella posee, éste es su mayor

tesoro.

Y todos los días, con una elegante, reverencia, la pequeña Utis se despide del sol.

& & &

Una mañana un ruido grande y desconocido interrumpe la tranquilidad del

valle.

Asustada, Utis sale corriendo de la cabaña. ¡Nunca antes se oyó algo parecido

por aquí! Y ve que, apenas a unos metros de su puerta, un río baja desde las montañas

revolcándose furiosa y desordenadamente.

Utis mira al cielo y no encuentra ni una sola nube. ¡Qué raro!... ¡Hummmm!...

Pero por más que piensa y busca, no entiende lo que está pasando.
Un grito muy fuerte, casi un rugido, se oye desde el río y la saca de sus

pensamientos.

¿Qué animal es ése?... Utis fuerza los ojos tratando de ver mejor (y se ve igualita

que cuando está jugando a ver muy muy lejos), hasta que al fin puede distinguirlo.

Absolutamente sorprendida ve una pequeña y muy rústica embarcación a vela que baja

por el río conducida con gran habilidad por un hombrecito barbado, de pelo medio rojo

y ceño muy fruncido, más o menos del mismo tamaño que Utis, que se las arregla para

maniobrar la nave sobre el torrente y desembarcar de un salto a su lado.

Se quedan mirando un momento, Utis nota de inmediato que los ojos del

hombrecito están enrojecidos y húmedos. Como si hubiera estado llorando. Pero no dice

nada, sabe que no estaría bien preguntar sobre eso.

-Disculpa lo del río – dice él muy aproblemado y respirando ruidosamente –.

Yo… en realidad no sabía que alguien vivía por aquí.

- ¿Qué dices? ¿Dices que tú y el río, o tal vez que el río y tú…? –. Utis arruga la

nariz, muy confundida, no entiende. No alcanza a decir más porque el hombrecito la

interrumpe.

-Sí – dice avergonzado, y apuntando el río le explica medio gruñendo –, es que

no pude evitar llorar tanto.

- ¡¿CÓMO?! ¡Entonces es un verdadero río de lágrimas!

Utis da un respingo y sin esperar nada corre y mete el dedo en el agua para

probar su gusto triste. Pero entonces se acuerda que el hombrecito se ha quedado parado

allí, quieto como si estuviera congelado. Lo mira otra vez y le pregunta.

- ¿Pero por qué lloras tanto?

Él esconde la cara entre las manos y habla entre sollozos.


-He perdido algo que es imposible de encontrar – parece triste o avergonzado,

pero aprieta los puños y casi gruñe – ¡Me da mucha rabia!

Utis lo consuela con dulzura y lo abraza.

-Ya, ya, tranquilo – le dice y le ayuda a sentarse –. ¿Cómo te llamas?

-Me llamo Katrón – dice él con firmeza, tratando de que no se note el temblor de

su voz.

- ¡Qué bonito nombre! Yo me llamo Utis, mucho gusto.

-Mucho gusto.

Y se hacen, casi al mismo tiempo, una amable reverencia. Hay un silencio, muy

breve, pero a Katrón le parece terrible, así que habla mucho y atropelladamente.

-Vengo de esas montañas. Después de buscar por mucho, muuucho tiempo

inútilmente, me senté en una piedrota allá arriba, y me largué a llorar y a gritar como

un salvaje. Para que sepas, no me dio ninguna vergüenza, porque estaba solito y,

además, porque tenía mucha rabia – y, mientras dice esto, Katrón se va poniendo cada

vez más rabioso –. Y lloré y lloré tanto que se formó este río. Y seguí llorando mientras

daba palo sobre palo para construir mi barca de palo – ahora ya grita furioso y agita

sus brazos haciendo un montón de gestos torpes –. Y seguí llorando y gritando mientras

bajaba navegando furiosamente sobre mis lágrimas. Y sólo cuando vi el techo rojo de tu

casa dejé de llorar.

Utis acerca su cara a la de Katrón, lo mira con curiosidad y toca su barba rojiza

para ver si en verdad es tan suave como se ve. Katrón se sorprende, la mira con cara de

asustado.

-Entiendo – le dice ella –. ¿Pero qué estás buscando?

- ¡Arrrrh! – gruñe molesto Katrón– ¡Tú nunca lo entenderías!


Lo dice con total seguridad y se pasea molesto de allá para acá. Pero, después de

unos cuantos pasos, parece cambiar de idea y sin decir palabra camina derechito hasta

su barca de palo y de allá vuelve con una caja.

-Le pasa algo raro, está enfermo o descompuesto, malo… ¡Qué sé yo! Mejor velo

tú misma. – Levanta bruscamente la tapa de la caja y Utis puede ver en su interior un

reloj de madera.

Katrón, sollozando y limpiándose el moco con la manga de la camisa, le da

cuerda. Las manecillas del reloj – como si hubieran sido dos bichitos que estaban

dormidos – despiertan y se ponen de nuevo a caminar su interminable ruta circular.

Se produce aquí otro momento de silencio. Esta vez de verdad es largo, Katrón

espera un comentario y a Utis no se le ocurre nada qué decir. Pero el silencio le molesta,

es como si le quemara, así que deja que su lengua diga lo primero que salga.

-Eeem… Es muy linda la madera – comenta torpemente. Y Katrón se larga a

gritar dando puñetazos en el suelo con furia.

- ¡No se trata de eso! ¡No entiendes! ¡Nadie entiende! – y ahora patea el suelo

con ambos pies dando saltos como un canguro rabioso –. ¡Escúchalo! Pon tu oreja aquí

y es-cu-cha.

Utis escucha:

…TAC… TAC…TAC… TAC… TAC… TAC… TAC… TAC…

… y entiende de inmediato. Katrón no alcanza a escucharla decir “espérame

aquí” porque Utis ya ha partido corriendo hacia su cabañita. No cierra la puerta al

entrar y Katrón, curioso, se acerca unos pasos siguiéndola para saber qué pretende.
Pero no alcanza a llegar a la puerta cuando ella ya sale de vuelta corriendo con algo

entre las manos.

-Escucha – dice ella, respirando agitada y le acerca a Katrón su viejo reloj de

madera –. Ahora tú pon tu oreja aquí.

Katrón escucha:

…TIC …TIC … TIC… TIC… TIC… TIC… TIC… TIC… TIC...

…y grita como un salvaje desconsolado:

- ¡Qué horror! Ahora el problema es doble: Tenemos dos relojes malos – Katrón

llora, se arranca los pelos, patea piedras, manotea, ruge. Por eso no ve cuando Utis toma

ambos relojes, los junta y sonríe al escucharlos. Y tampoco se da cuenta cuando ella

acerca los relojes para que él también pueda oírlos.

Katrón, en medio de su rabieta, escucha:

…TIC… TAC… TIC… TAC… TIC… TAC… TIC… TAC…

…y se queda calladito y muy quieto para poder sentirlo mejor. Después una

gran sonrisa llena de lado a lado toda su peluda cara.

-¡Sí! – celebra bullicioso y poniéndose a bailar. “Tic-tac-tic-tac-tic-tac…” repite

una y otra vez, y grita para todo el viento – ¡Por fin está completo! Un reloj que sólo

dice TAC es insoportable.

-Tampoco se puede vivir con uno que sólo hace TIC – le susurra Utis al oído. Él

la mira con dulzura.


En un muro de la cabaña cuelgan los dos relojes bien juntitos. Después cierran

los ojos y se quedan así, quietecitos, escuchando el baile acompasado del tiempo, aquel

viejo tictac perfectamente balanceado que a ratos se confunde con el sonido de sus propios

corazones.

También podría gustarte