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Los Cuentos Del Viejo Úcil PDF
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Esta historia ocurrió en los tiempos en que el viejo Úcil aún estaba vivo – dijo la
abuela recorriendo con sus ojos nuestras caras –. No digo que ahora esté muerto. ¡No, no,
no! Pero hablo de esos tiempos cuando cualquier persona podía verlo con cualquiera de sus
dos ojos u oírlo con cualquiera de sus dos orejas. Sé que eso ya no es así, no me pongan esas
caritas, si eso lo sabe todo mundo. Lo que importa -continuó dulcemente-, es que esta
Yo no sé bien cuándo sería, pero fue antes, mucho antes. Antes incluso del abuelo
de mi abuelo. Fue hace tanto tiempo que las palabras tenían dueño, o algo parecido. Por
ejemplo, la persona que hacía zapatos tenía la palabra "zapato" sólo para sí, y la andaba
trayendo consigo para todas partes, el que sembraba la tierra llevaba siempre la palabra
"semilla", los que barrían tenían sólo para ellos la palabra "escoba", y así sucesivamente.
¡Hasta el perro era dueño de su "guau" y el gato de su "miau"! Y cada uno llevaba su
palabra en una especie de nubecita, o algo así como un cartelito, que flotaba cerca de su
dueño.
Al principio del principio no hubo problemas, porque la gente era poca y las
palabras menos. Pero con el paso de los años el mundo se fue llenando más y más, y
naturalmente esas nubecitas de las palabras también aumentaron. Además, nadie sabe
cuándo, se hicieron hereditarias. Y ocurrió que, a partir de un día cualquiera, el hijo del
zapatero nació con su nubecita que decía "zapato" y que era casi casi igual que la de su
papá.
Así, llegó a haber muchas palabras en aquellos tiempos, de todos los colores, olores,
formas y tamaños que se puedan imaginar. Había palabras azules como "agua", grandes
como "antigüedad", olorosas como "pan", o palabras juguetonas como "calcetín".
que andaban sueltas por ahí, porque cuando sus dueños murieron, nadie se dio el trabajo
A decir verdad, desde hacía ya varios siglos, nadie se preocupaba en lo más mínimo
de la suya propia. De manera que en el mundo de aquel tiempo existía algo así como... –
la abuela se detuvo en este punto, vacilando, miraba al cielo sacudiendo una mano
concluyó – , una contaminación de palabras. Lo digo así para que me entiendan, quiero
decir que había un verdadero borrón de palabras. ¡Un enredo de padre y señor mío! Si
hasta el sol alumbraba menos con esas nubecitas metidas por todas partes, y las montañas
estaban sucias, y el mar enojado, y la luna perdida. ¡Perdida! Fíjense bien lo que digo:
¡perdida! Nadie había visto la cara blanca y redonda de la lunita durante años y años.
eran el pan de cada día. Muchos de esos choques tenían como horroroso resultado un
montón de palabras quebradas o palabras deformes que nadie comprendía, que a nadie le
servían, o, peor aún, que impedían entenderse bien con los demás. ¡Eran puros garabatos!
¡Pura basura! ¿Y la gente?, se preguntarán ustedes. Bueno, lo único que se les ocurría era
mirar al suelo y hacer como si estas cosas en realidad no estuvieran pasando, pero en el
Como les decía, fue por esos días que Homero nació. Su familia y los amigos de su
familia se reunieron para esperar el nacimiento del niño y celebrarlo con una gran fiesta,
como se acostumbraba en aquellos días. Pero cuando vieron al bebito, padres, invitados,
parteras, mirones, todos callaron: era demasiado pequeño, demasiado delgado, incluso
demasiado feo, pero, lo peor de todo y cosa nunca antes vista, la nubecita de su palabra
estaba vacía.
Apenas un momento después, los mismos hombres y mujeres que habían venido a
-Nada de pobre gente – gruño alguien con su peor mala intención – quién sabe qué maldad
- ¡Está maldito!
Aquel mismo día, los padres de Homero se quedaron solos. Y siguieron solos desde
ellos. Por supuesto, estaban realmente apesadumbrados, muy tristes, pero también
firmemente decididos a cuidar y defender a su pequeño. Soportaron por meses todas esas
a ellos y a su niño.
acercaron para pedirles que le entregaran al niño para deshacerse de él antes de que
“provocara un daño irreparable a la comunidad entera”, así les dijeron. Los padres de
empujones, a toda aquella gente exaltada. La gente, por supuesto, no se retiró. En vez de
- ¡Si no nos entregan al niño hoy mismo, mañana entraremos a la fuerza! – gritó
el presidente del comité, y entre los gritos del grupo aprobando la decisión se alzó una voz
clara y furiosa.
multitud.
Los padres de Homero bloquearon las puertas y las ventanas, aunque sabían que
pequeño. Era una noche sin luna, profundamente oscura y, sumergidos en esa oscuridad,
mucho antes del amanecer, los despertaron los fuertes golpes en las puertas, parecían palos
o patadas.
- ¡Abran ahora!
Los golpes se hacían cada vez más violentos, las puertas ya crujían quebrándose o
La puerta principal y una lateral cedieron a los golpes y cayeron hechas pedazos.
pequeño canasto amarrado con delgadas lienzas que colgaba de un globo que apenas lo
sostenía. Era imposible alcanzarlo, el viento, como un río invisible, se llevaba el globo
Por supuesto, aunque ellos jamás lo reconocieron ni dijeron una palabra al respecto
cuando los interrogaron, fueron los padres de Homero quienes pusieron al niño, bien
abrigadito, en aquella improvisada nave, confiando en que el viento llevaría al niño lejos
II
Cuando el viento se dio cuenta de que llevaba un niño en sus brazos, tomó el globo
y lo condujo suavemente, así, – la abuela se paró y se estiró levantando los brazos imitando
al viento con el globo en sus manos –, suavemente lo llevó hasta el techo de un viejo y
solitario establo en medio de los pastizales, un poco más allá del final del bosque, un poco
más acá del comienzo de las montañas azules –ella aterrizó esta frase muy delicadamente,
al tiempo que se sentaba para continuar contándonos, con un nuevo impulso, mirándonos
ahora a los ojos–. Bien sabía el viento que allí vivían una vaca, una gallina y un cerdo que
habían llegado al lugar huyendo de sus antiguos amos. Los tres animales eran bastante
viejos, pero el viento conocía de sobra su buen corazón, y a ellos les encargó, sin dudarlo, la
crianza del pequeño, contándoles su triste historia. Desde ese día aquellos tres pasaron a
ser Mamá Vaca, Mamá Gallina y el Tío Chanchito.
Así fue como el pequeño pudo criarse y crecer fuerte y sano. Pasaron las primaveras
y los inviernos, los veranos y los otoños. La vieja rueda del tiempo, sagrada y
monótonamente, dio vueltas y más vueltas, y los años se fueron volando entre juegos y
cariños. Hasta que llegó el día en que Homero sintió el irresistible deseo de encontrarse con
sus iguales.
- Ya es el tiempo. Sabíamos que esto pasaría –dijo Mamá Vaca con un nudo en la
- ¡No, no, no! –se opuso pataleando rabiosamente el Tío Chanchito–. No necesitas
conocer a los humanos. Son peligrosos, son extraños, hacen cosas incomprensibles. Además,
no son iguales a ti –dijo esto apuntando con su pezuña la nubecita ausente de Homero –,
todos tienen su nubecita y su palabra y tú no. A ellos no les gusta que seas distinto, quieren
que todos sean iguales y si no… ¡Ay! ¡Te pueden hacer daño, mi niño, y no queremos eso!
partió. No había dado más de diez pasos cuando Mamá Vaca lo alcanzó corriendo.
-Por favor –le rogó sollozando al recordar lo que el viento les había contado–, por
favor, prométeme que NO irás al pueblo. Puedes ir a cualquier otra parte, pero no allá.
¡Prométemelo!
Homero no había visto nunca antes a Mamá Vaca tan afectada, ni al Tío
Chanchito temblando de tanto llorar, ni a su Mamá Gallina tan alterada que no podía
decir ni pío, sólo abría los ojos como si estuvieran a punto de salírsele de la cabeza. Así que
prometió solemnemente que ni siquiera se acercaría a ese lugar y partió caminando justo
en la dirección contraria al pueblo. ¡Pero el viento es un viejo tan mañoso! Claro que sí,
aunque a ustedes les cueste creerlo, lo hizo: el mismo viento que unos años antes había
llevado el globo con el niño hasta el establo, sopló ahora empujándolo en la dirección
porfiadamente y, cada vez que el viento lo daba vuelta con sus manazas, él se devolvía y
caminaba con más fuerza. Así estuvieron forcejeando un buen rato, hasta que el viento se
aburrió de jugar, y en una sola ráfaga –y al decir esto la abuela volvió a ponerse de pie
imitando ahora al viento– levantó al niño enterito del suelo y se lo llevó volando y dando
volteretas hasta el mismo pueblo, y allí por cualquier calle, lo dejó caer suavecito, bien
mareado, revuelto y zamarreado, eso sí, pero lo puso suavecito sobre el suelo.
Y, tal como Mamá Vaca alguna vez le había contado, Homero pudo comprobar
que en el pueblo había mucha gente, todos parecidos a él. Quiero decir que allí nadie andaba
en cuatro patas sino en dos, y que tenían pelo solamente en la cabeza, y otros detalles como
esos, como la cola o la ropa. En esas cosas se le parecían, porque, si uno se fijaba más,
hallaba una importante diferencia: la nubecita de Homero seguía estando vacía, en cambio
hacer nada más que disfrutar de todas ellas. Por el otro lado, quiero decir entre la gente
del pueblo, una que otra persona se fijaba en la nubecita vacía de Homero y comentaba
haciendo alguna fea mueca "¡Qué espanto!". "¡Qué cochino!". "¡Pobre niño!" y otras frases
por el estilo.
Pero, por más cosas que dijeran, Homero no se sentía afectado, pues lo único que
ocupaba toda su atención eran las palabras. Desde el primer momento se dedicó a recorrer
para saber cómo sonaban, oliéndolas y haciendo con ellas mil cosas más, todas las cosas
que a ustedes se les puedan ocurrir y todavía muchas más; porque él se pasó meses, años,
muchos años, haciendo esto de día y de noche, dormido y despierto, sano y enfermo, y la
gente empezó a llamarlo “el loco”, y le daban sobras de comida y ropa vieja, pero Homero
no se daba ni cuenta, pues seguía completamente sumergido en las palabras. Hasta que
- ¡Eso es!, ¡eso es! –y salió corriendo del pueblo como si hubiera terminado de volverse
completamente loco.
III
No volvieron a verlo por esos lados hasta aquella noche en que, junto a Mamá Vaca
y a Mamá Gallina, encendió la que hoy en día se conoce con el nombre de la Gran Fogata
– y cuando la vieja dijo eso, todos nos quedamos un momento mirando aquel cabito de vela,
Las noches en aquel pueblo eran bastante monótonas –volvió a hablarnos la abuela
–, eran realmente muy fomes. Generalmente todos se acostaban temprano, salvo un pequeño
grupo que se reunía a beber algo de vino y a conversar, y otro grupo que se reunía solamente
a beber vino sin conversar ni una palabra. Eso era todo, siempre lo mismo; una noche era
igual a cualquier otra.
Por eso resultó tan extraordinario ver aparecer aquel gran fuego en una de las
salidas del pueblo: una hoguera que levantaba sus brazos temblorosos y rojizos hasta casi
tocar la panza del cielo. Todos, sin excepción, se acercaron. Algunos, asustados, iban
armados con palos, otros llevaban grandes baldes llenos de agua. Pero todo lo que allí
encontraron fue al pequeño Homero, ahora con el pelo blanco, más pequeño que nunca al
lado de tan inmensa hoguera, que los invitaba a sentarse cerca del fuego y a disfrutar de
ese calorcito.
Cuando ya no faltó nadie más, se escuchó la clara voz de aquel viejo niño
contándoles una historia. Nunca nadie antes de esa noche había oído algo así: aquellas
palabras parecían llamas que les calentaban los huesos por dentro, eran como pedacitos de
cada uno encontró algo suyo en esas palabras. Y así era. ¿Cómo no iba aquello a serles
familiar si Homero, les contaba la historia de un pueblo con zapateros y labradores, con
herreros y vendedores, caballos y mulas, perros y gatos y guaus y miaus y casas, calles y
niños? Y los tomó firmemente de la mano y los llevó hasta el final del cuento. Entonces,
cuando llegaron allí al final, se produjo un momento de absoluto silencio –la abuela se
nos hizo saltar con su vozarrón y su dedo levantado –. "¡Esas palabras son mías!", rugió a
toda boca el carnicero blandiendo un gran cuchillo, y agregó con ojos brillosos y su bocaza
-También ha usado mis palabras que son sólo mías –gritó escandalizada, pero
"guaus". Muchos otros se agregaron poniéndose de pie y levantando sus voces y sus puños,
protestando amenazantes por el robo. Nada parecía poder calmarlos, Homero y los
animales se abrazaron esperando el fin. Justo en el momento en que todo parecía perdido,
apareció la luna. Y hacía tanto tiempo que no la veían, que su cara redondita y limpia
-Por supuesto que son tus palabras, carnicero, y también las tuyas, panadero, y
las tuyas, alcalde, zapatero, pescador, sembrador, abuela, madre, hechicera, basurero... son
las palabras de todos ustedes; incluso tus feos "guaus" y tus gruñidos, perro. Es que
Homero es un tejedor de palabras y con todas las vuestras ha tejido este cuento, el cuento
está hecho de ustedes mismos. Homero ha liberado las palabras, las ha hecho cantar por
primera vez. De hoy en adelante podrán contarse muchos cuentos, ustedes serán más
amigos míos y del calorcito de las hogueras, y yo no volveré a esconderme, pues siempre
estaré cerca para escucharlos. Un nuevo tiempo está naciendo: ¡la edad de los cuentos ha
comenzado!
Homero fue levantado en andas –en esta parte la vieja armó la fiesta: se puso a bailar y
saltar tomándonos de las manos y cantando; pero le duró menos de un minuto, después
tuvimos que sentarla entre todos y echarle airecito, para que se le pasara lo colorada y la
tos. De todos modos, nos hizo señas de que nos sentáramos, porque ella iba a seguir con el
cuento, y así lo hicimos. Hasta que por fin pudo continuar, pero hablaba tan suavecito que
nubecitas y el mundo se hizo más espacioso y más luminoso, y porque de nuevo tenían a
El único que dio problemas fue el carnicero, que, aprovechándose de todo el barullo
y la fiesta, buscaba, cuchillo en mano, a Mamá Vaca y a Mamá Gallina. Lo bueno es que
nunca las encontró, porque la Luna se las llevó a las dos, y también al tío Chanchito, a
vivir con ella. Y desde ese entonces están allá arriba y se puede verlas fácilmente si la noche
está clara y uno se fija bien y sabe mirar –la abuela tomó su silla, volvió a ponerla junto
Mamá Vaca, su Mamá Gallina y al Tío Chanchito, y ahora los echa mucho de menos –
la abuela se acomodó dejando caer su cabeza dormida sobre los antebrazos, tal como la
encontramos. Parecía muy cansada. Nos acercamos despacito, sólo para despedirnos. Pero
ella abrió los ojos y nos dijo, con una voz tan débil que creo que sólo yo, que era el que
-No se preocupen, porque cuando la luna está llena y el cielo bien limpiecito,
Homero aprovecha de leerles a Mamá Vaca, a Mamá Gallina y al Tío Chanchito, algún
nuevo cuento que se le ha ocurrido. Y entonces las palabras vuelan, se alargan por el cielo
hasta llegar allá arriba. Esas noches se ve igualito que si la luna se riera, porque de verdad
Volvió a apoyar su cabeza sobre los brazos y esta vez supimos que sería imposible
despertarla. Yo le acomodé el chal de lana sobre la espalda, y les hice a los demás una señal
para que saliéramos calladitos. Di unos cuantos pasos tras mis amigos, pero me devolví a
apagar la vela, y al echarle un último vistazo a la vieja dormida, vi que estaba otra vez
tan completamente cubierta de polvo como si jamás la hubiésemos sacudido. Entonces, miré
el cabo de vela: ni un milímetro se había gastado. Salí de allí muy despacio y esa frágil
De dónde salió, de dónde vino, quién fue su padre; no lo sé. Tampoco importa, basta que
les diga que era encantador. No recuerdo a nadie tan encantador: tan delgadito que bien
podría no estar, tan liviano que no deja huella, tan poquita cosa… y, sin embargo, un
encanto, una sonrisa. Y no tenía nada de nada, ni bolsillos para meter las manos, ni
zapatos para patear las piedras. Era casi una pura rayita que sonreía y caminaba
conversando con las flores. Eso era todo lo que él hacía: caminar sonriente y conversar con
las flores.
"¡Qué tontería!", dirá más de alguno muy grandote e importante, y yo, para
evitarme pasar malos ratos, tendré que contarles el cuento desde el comienzo. Pero, la
verdad, si tuvieran bien abiertos sus ojitos no sería necesario tanto blablá. Ya veo que no
Caminante iba por el mundo conversando cada día con las flores. Ellas, al
escucharlo, levantaban sus caritas al cielo y, mirando al sol, sonreían. Con esos colores tan
lindos alegraban al barbado abuelo sol, que ya está un poco viejo, y lo hacían reír de puro
contento. Las risas del sol son esos mismos rayitos que bajan a hacerles cosquillas a los
árboles para que levanten sus pesados brazos al cielo. ¿De qué otro modo creen ustedes que
podrían hacerlo si no? Como decía, los rayitos de risa del sol caen también sobre los
animales y sobre la gente de los pueblos y de los campos, quienes a su vez se ríen al ver a
los árboles con sus brazos en alto de tan cosquillosos que son.
Así andaba y andaba Caminante, sin dejar rastro alguno, sin detenerse nunca.
Hasta que llegó aquel día en que se quedó parado frente a la casa más hermosa que había
visto en toda su vida: Una grande y lustrosa concha de caracol, llena de habitaciones y
pasillos y escaleras emocionantes. Caminante la rodeó mirándola desde todos los ángulos.
Al volverse, Caminante se encontró con unos ojos de mar, azules, frescos como la
lluvia.
-Ven, pasa.
La siguió, entraron en la concha. Ella era la dueña de casa, la caracola que allí
-Ya sé que es un poco estrecha, pero podría ampliarse mucho –le dijo mientras
Caminante la seguía a través de las numerosas habitaciones. Aquella concha era realmente
alrededor.
-¿Caminar? Pero eso es como hacer nada. Si lo haces ¿qué pasa? …Nada, y si dejas
de hacerlo ¿qué pasara? ...Pues nada. Además, será sólo un día, quizá dos. Será tu
oportunidad de participar en esta gran obra: la casa más hermosa del mundo.
finalmente, se quedó. Pero no sé si lo hizo por la magnífica obra o por el azul de los ojos de
Babi, la caracola.
Durante una semana completa Caminante reparó todo lo que estaba descompuesto
e inició la construcción de una ampliación. Al octavo día, cuando tenía todo listo para
partir, lo despertó el llanto de Babi. La llamó buscándola por todas partes, pero ella no
-No -dijo ella entre sollozos mientras recibía los cariños de Caminante-, es terrible.
He estado mirando todo esto y hay tanto que hacer, y yo sola no puedo. Pero tú no
necesario agrandar esta casa. Ahora que vives aquí estamos todos en peligro - y se puso de
- ¿Yo vivo aquí? ¿Peligro? – y la nariz de Caminante se arrugó aún más – ¿Peligro
de qué?
las conchas deben ser estables, de lo contrario pueden llegar a volcarse o incluso a
carcomerse por algún lado y después de eso, claro, viene la desaparición. Y no queremos que
eso nos ocurra, ¿verdad? Para evitar esa terrible fatalidad hay que trabajar mucho, y, al
desmayarse, pero Caminante la sostuvo del brazo justo a tiempo – Me duele la cabeza. ¡No
sé qué hacer!
- ¿Lo dices en serio? No quisiera molestarte. Pero sería muy bueno. ¡Sería excelente!
encargarás de la casa. Yo traeré los materiales y tú construirás. Aquí tienes los planos de
la nueva ampliación, y estos papeles explican el estilo de las terminaciones y blablá blablá...
Babi fue dándole cada detalle: el color de las ventanas, el ancho de los escalones, los
balcones del segundo piso, el calefactor del subterráneo, el tercer baño, los dormitorios
pequeños; y los adornos: la colección de botellas, las cajas de fósforos, las piedras preciosas,
las piedras semipreciosas, los metales forjados, los candelabros, los tallados de las manillas,
Me imagino que ustedes estarán entendiendo que de este modo siempre había
poco más grande y un poco más bella, y, al mismo tiempo, Babi se hizo cada vez más y
más grande.
Babi dormía durante el día, y por la noche salía a comer y a buscar los materiales
para continuar construyendo (el tercer piso se les hizo imprescindible). Cuando Caminante
le explicaba que tenía ganas de salir de la concha, a caminar un poco, ella lo llenaba de
arrumacos y le explicaba, otra vez, los riesgos y la importancia de la estabilidad sin la cual
no podría existir nuestra linda casa, le decía, y, cuando sentía que ninguna explicación
entonces, despertaba al día siguiente como si hubiese tenido unas largas vacaciones, y
encierro, era feliz. Echaba de menos caminar, claro que sí, pero también le gustaba esa
casa tan grande y hermosa de la que ya se sentía parte, y los arrumacos de Babi que lo
hacían dormir como un rey. Por lo demás, estaba tan ocupado que nunca alcanzaba a
pensar en estas cosas. Bueno, en realidad tampoco alcazaba a pensar en ninguna otra cosa:
sencillamente no tenía tiempo. Cada vez que terminaba algo, Babi le entregaba un plano
nuevo: el cuarto piso, el comedor de los invitados, la sala de juegos, las ventanas en forma
de hoja... Además, y esto es lo más importante, Caminante amaba a Babi con todo su
Entonces podría ser que todo hubiese estado muy bien, pero eso era dentro de la
concha, allí todo marchaba sobre ruedas y era “cada vez más estable", así lo decía Babi,
piso – escuchó viejas voces traídas por el viento... ¿O traídas por su memoria?... Da lo mismo,
porque cualquiera que lo piense un poco se da cuenta de que la memoria es como el viento,
es desordenada, no nos obedece, y muchas veces es un torbellino que nos trae los recuerdos
revueltos desde cualquier rincón lejano. Al final, nadie sabe cómo vino y cómo se fue.
Aquellas voces eran conocidas para él, aunque ahora sonaban muy distintas: se
oían tristes y antes habían sido pura risa. Caminante se asustó, no quería saber nada de
eso, quiso huir, no estar, cerrar la puerta con llave. Por eso fue que comenzó a trabajar
más, con más fuerza y más rápido, a veces se pasaba noches enteras ocupado, siempre
Así, transcurrieron algunos meses más. Babi estaba contenta de que ya estuvieran
construyendo el decimotercer piso, pero de todos modos ella notaba que se les haría un poco
estrecho, así es que quizá tuvieran que agregar un comedor de diario en la azotea. Se sentía
feliz de que su casa-concha fuese lejos la más espléndida de todo el mundo. A decir verdad,
un auténtico edificio-concha, y Babi, a su vez, había crecido tanto que lo ocupaba casi
Pero aquellas voces que Caminante había escuchado meses atrás, no se habían ido,
nunca se fueron. Por el contrario, habían vuelto a esa casa cada día en mayor número,
hasta el punto en que fueron tantas que inevitablemente también Babi las oyó.
furia. Sentía que le quitaban espacio -aunque, como todos sabemos, las voces no ocupan
espacio- que la invadían y agredían. Esto hizo que rápidamente su carácter se agriara por
-Tus amigotas no nos dejan en paz, alteran la estabilidad de esta casa. ¡Échalas,
échalas! -le decía casi a gritos. O lo zamarreaba descontroladamente hablándole muy cerca
de la cara.
- ¿Por qué me dices a mí? - respondía Caminante-. También puede ser que esas
- ¡No! Yo jamás he tenido nada que ver con ellas. – Babi se retiró mascullando –
Ni para comérmelas.
Caminante se quedó solo y hubo un enorme silencio. Y en medio de aquel silencio tan
- ¿Comía qué? -se preguntó Caminante parado solo en medio de la sala de estar del
octavo piso. Y se dio cuenta en ese momento de que nunca antes había pensado qué comía
Babi. Y, además, de dónde sacaba tantos materiales de todas clases para agrandar más y
más su edificio-concha. "¿Qué come Babi?", era una pregunta complicada, puntiaguda,
filosa.
Por primera vez Caminante notó lo grande que estaba ella. Entonces, debía de
comer mucho. ¿Pero qué? ¿Qué comía Babi? Otra vez le dolió el pinchazo de la pregunta.
cocina nueva: Un tubo, cuatro tornillos, una curva, otro tubo, ¡cuidado, que no vaya a
quedar torcido!, otro tornillo, ¿qué comía Babi?, ahora el tubo debe salir por la ventana,
otra curva, se sube a la ventana, conecta el tubo, pero no mete bien, hay que martillarlo
un poco, parándose en la cornisa es más fácil, todo el cuerpo en el aire del décimo cuarto
piso, martillo, un golpe, otro golpe, ¿qué comía Babi?, el martillo se suelta, las manos tratan
de alcanzarlo, el cuerpo de Caminante cae restando pisos, tres, dos, uno, ¡PAF! Su espalda
golpea secamente contra la tierra y levanta una nube de polvo que lo pone todo muy oscuro.
-Buenos días, buen Caminante -lo saludó el árbol con una voz casi imperceptible.
-Buenos días, árbol viejo. ¿Cómo van tus ramas? -pregunta de protocolo obligatoria
-Pues si tú estás aquí todo está bien. Acércate -el árbol miró los ojos de Caminante
largo rato y se quedó pensando un rato aún más largo-. Sí, sí –continuó después-, debes
escucharme con mucho cuidado. Todo mundo tiene una adivinanza y ésta es la tuya, así
¿Qué es?...
¿Qué es?...
¿Qué es?...
- ¡Las flores! -Caminante abrió los ojos y vio el cielo azul y despejado. Sin embargo,
sintió frío.
- ¿Flores? -dijo Caminante, le costaba reconocerlas- ¿Qué pasa con ustedes? ¿Dónde
-Qué pasa con todo, Caminante, abre tus ojos y mira alrededor: la tierra está
- ¿Pero qué pasa? ¡No entiendo! -escondió su cabeza entre las manos confundido,
Caminante.
-Bueno ¿y qué tiene que ver todo esto conmigo? -preguntó muy enojado agitando
sus brazos- ¿Para qué me lo cuentan? Yo vivo en esta casa hermosa que he levantado con
mis propias manos sin molestar a nadie. ¿Por qué ustedes me molestan?
dijo.
todos.
Entonces, Caminante volvió a repetirles lo mismo, sólo que esta vez a gritos, unos
gritos tan fuertes y desagradables que cuando terminó quedaban apenas una docena de
voces a su alrededor.
-Estamos perdidos, no queda nada por hacer -se oyó a otra alejándose.
Caminante dio media vuelta y, corriendo, entró en el edificio. Al entrar sintió cierta
nostálgica emoción, pues hacía muchísimo tiempo que no estaba en el primer piso: era el
mismo lugar donde había conocido a Babi. Recordó cuando recién había llegado a esa casa,
¡qué días tan felices! Las cosas habían cambiado desde entonces, sin duda, aunque no sabía
exactamente cómo ni cuándo había ocurrido aquello. Ahora trabajaba tanto que
caracola para recorrer varios pisos y pensar un rato, cosa que tampoco había hecho en
tanto tiempo. Caminó lentamente, observando todo con cuidado. Aquél, realmente era un
edificio admirable y, además, muchos de esos rincones le recordaban a Babi. Recorrió cada
uno de esos rinconcitos y sonrió recordando. Babi era en verdad tan bella y blandita, tan
agradable y amorosa, tan… Pero ¿qué comía? La pregunta se le clavó muy hondo y le
- ¡Esas voces! ¡Esa nube de locas voces me tienen harta! - la voz de Babi hizo temblar
-Ya tengo los materiales para los dormitorios dobles del decimosexto piso -dijo al
ver a Caminante, y continuó de inmediato con sus reclamos-. Esas porquerías se atrevieron
a atacarme. ¡Te das cuenta a lo que hemos llegado! ¡Y tú no sirves para nada! Peor que no
servir, porque estoy segura de que te buscan a ti, ¿no es cierto?
Yo no sé si a ustedes les habrá pasado alguna vez esto, pero a Caminante le pasó
por primera vez esa tarde: su boca habló sola. Lo único que él hizo fue escucharla preguntar
Y Babi se quedó muda. Por unos instantes no supo qué hacer ni qué decir.
- ¿Te vas? -dijo retomando el control de la situación-. Bien. Bien, hace tiempo ya
me di cuenta de que no sirves para nada, inútil. Hablaste con ellas, ¿cierto? Pero nada de
eso es verdad. O sí, lo es. ¡Y qué! Una buena porción de lo que ya no está allá afuera forma
parte de esta casa. No dirás que está mal usado, ¿verdad? Y otro tanto me lo he comido yo,
empecé por supuesto con todo lo delicioso: las flores, las hojas tiernas, los brotecitos, ¡mmhh!
¡Qué apetitoso recuerdo! – Babi se puso babosa, muy babosa – Pero luego seguí con todo lo
demás, no me importaba mucho lo que fuera. Ahora hay mucho menos qué elegir, pero
respuestas.
-Te irás tal como llegaste: sin nada, que te quede bien claro. Te aseguro que tendrás
muchos problemas sin mi protección. Pero qué importa si eres tan poca cosa. ¡Fuera!
Caminante lloraba, la cabeza gacha, se limpiaba el moco con la mano. Apenas pudo
- ¡Mírame! ¡Soy la más grande, soy la dueña de todo esto! ¿Y tú?... Tú eres NA-
DA -se burló. Y cerró después la puerta de un golpe.
Él se puso de pie y echó a andar sin rumbo. El cuerpo le temblaba lleno de sollozos,
y se sentía enfermo. Llevaba meses sintiéndose enfermo, pero ahora ese gran golpe de la
caída y las flores y Babi burlándose. ¡Todo le estaba dando vueltas! Caminaba, es cierto,
y eso lo hacía sentirse mejor, pero el mundo por el que caminaba era tan distinto al que
Y volvió a sentirse enfermo, todo le dio vueltas, y esta vez le dio vueltas de verdad,
y muchas vueltas, porque un ventarrón oscuro y frío lo atrapó envolviéndolo junto con un
montón de hojas secas, palos y piedras y lo revolvió todo como una gran juguera,
levantándolo del suelo y llevándolo en un viaje rápido y violento hacia cualquier parte, y
exactamente allí -en cualquier parte- lo fue a botar, sepultado bajo una gruesa capa de
polvo y toda clase de pequeños desperdicios silvestres. Ahí quedó por días y días...y días... y
días…
III
haciendo sonar sus bototos amarillos sobre el polvo. Silbaba una canción, mientras buscaba
un lugar agradable para desayunarse. Gró era el chanchito más optimista y alegre que
ustedes hayan conocido -si es que ustedes se han dado un tiempo en la vida para conocer
chanchitos de tierra-. Como bien se sabe, los de su especie tienen la desagradable costumbre
de quejarse de su mala suerte todo el santo día, pero Gró no era así, no, todo lo contrario.
En lo que sí se parecía a los demás chanchitos, era en su escasa inteligencia, claro que él lo
compensaba con creces con un optimismo tan grande que no le cabía ni en el pecho, ni en
la guata, ni en sus numerosas patitas con bototos, ni en ningún bolsillo por más grande
que fuera, y todo aquel optimismo terminaba saliéndosele inevitablemente por la boca
convertido en canciones. Así es, Gró se pasaba todo el día inventando canciones (por
supuesto, que eran canciones tontas, eran las canciones de un chanchito de tierra). Y
Esa mañana estaba particularmente contento y no sólo cantaba, sino que también
bailaba practicando unos giros muy difíciles sobre un sólo pie, al tiempo que en una
pequeña fogata calentaba para el desayuno un poco de agua en una teterita muy abollada
y completamente negra de tizne. En uno de esos giros Gró se equivocó de pie y perdió el
- ¿Quién gritó? ¿Qué pasó? -dijo Gró buscando por todas partes. Con asombro fijó
- ¿Qué es esto? -cantó Gró como en una ópera y se acercó a mirar con más detalle.
Y, como era un chanchito de acción, de un solo gran tirón desenterró el resto del cuerpo.
se sacudía el polvo.
-Oye -dijo Gró que estaba boquiabierto-, pero, pero tú te pareces... ¡No, no puede
- ¿Qué dices? ¿Qué haces? -Caminante no pudo evitar reírse de Gró que indicaba
-Mira, mira -el chanchito sacó de su morral un libro viejo y amarillento, lo abrió
y mostró una de sus páginas en la que se veía un desteñido dibujo de Caminante sonriendo
rodeado de flores.
-Sí, soy yo. O sea, era yo -dijo triste Caminante-, antes era así.
libro y Caminante- ¿Antes?, pero si estás igualito. Yo creía que no existías, o sea, que eras
puro de los cuentos que cuentan los viejitos y los libros, igual que ésas- agregó indicando el
dibujo.
- ¿Esas? Esas son flores. ¿Acaso no conoces las flores? -Caminante cerró el libro y
-Mira -le dijo. Y, luego, como le pareció que Caminante se estaba entristeciendo al
- ¡A tomar desayuno! - y sirvió un poco de café y un pedazo de pan muy duro que
tenía en su morral.
de zapatos (esa clase de historias son las más populares entre los chanchitos de tierra. ¿Por
qué?, bueno, eso pregúntenselo a los estudiosos de chanchitos de tierra, no a mí).
Por fin llegó el momento en que se quedó callado, y, como Caminante tampoco decía
nada, se produjo un largo silencio. Todo ese tiempo Gró estuvo mirándolo incrédulo, le
parecía imposible estar tomando desayuno con el dibujo de su libro (así lo pensaba él), pero
a la vez eso lo ponía muy contento, así es que no le importaba que fuera imposible.
-Oye -le dijo- quiero regalarte algo. Es que a mí se me ocurre que te gustan las
canciones viejas, y ésta es la canción más que vieeeeja que me sé. Se la enseñó a mi abuelo
una oruga chascona y colorida. Déjame cantártela ¿ya? Antes de que te vayas.
Dos veces trató de comenzar la canción, pero la risa no lo dejaba. Después, cuando
se le pasó la risa...se le olvidó la canción. Para recobrar la memoria, según él, no había
nada mejor que darse unos buenos cabezazos contra una piedra grande y bien dura, y -
por más que Caminante trató de disuadirlo- se dio muy fuerte. Por supuesto, quedó
aturdido, así que Caminante debió reanimarlo. Pero debo reconocer que al parecer el
remedio es efectivo - ¡a ustedes ni se les ocurra probarlo, que es cosa de lesos! - porque, en
Vacilaba, no podía seguir. Gró tomó una piedra del suelo y se dio otro buen golpe
en la cabeza, se sacudió un poco y volvió a empezar la estrofa.
No había caso, no podía recordarlo; menos mal que Gró no insistió en los golpes -si
no se hubiera quedado sin cabeza- y se puso a dar vueltas repitiendo esa última línea
La canción hizo que Caminante sintiera como una picazón por dentro, ¡imposible
rascarse!, pero sintió que tenía que hacer algo. Sin razón alguna tomó, entonces, el viejo
libro de Gró y buscó ansiosamente el dibujo. Nada, las páginas estaban en blanco. Sintió
que el libro se le ocultaba mañosamente, que no quería mostrarle, y sus ojos se nublaron de
rojo. Furioso, lanzó lejos el grueso volumen. ¡Mala suerte para Gró: fue a pegarle justo en
- ¡Ay! -dijo Gró-, fue un buen golpe, pero igual no recuerdo nada. ¿Con qué me
pegaste?
-Con el libro.
Leyó Caminante y, en seguida, le mostró a Gró las hojas del libro: en cada una de
Al ver esa sonrisa, Gró, como siempre, no entendió nada, pero sintió unas
irresistibles ganas de seguir sonriendo él, a su vez, a todo el resto del mundo. Y, en efecto,
así lo hizo desde aquel día y hasta el día de su muerte acontecida muchos años después
rio de buena gana con sólo sentir de nuevo las cosquillas de esos imperceptibles pasos
recorriendo sus caminos. Luego sonrió a las semillas y a los árboles que debían levantarse
poderosos.
Sin embargo, algo pasaba. Todo era demasiado lento. Revisó otra vez cada detalle
con cuidado. Pero no lograba entender. Sólo cuando levantó la vista al cielo halló la
respuesta: el sol. ¿Por qué no calentaba como antes? ¿Por qué se veía anaranjado al
de viento y escarcha. Es cierto que es el camino más peligroso, pero también el más breve.
Cuando llegó allá arriba, encontró al barbado abuelo sol sentado, envuelto en una
gruesa manta, con los pies metidos en un humeante lavatorio con agua caliente y, aun así,
temblando de frío. Lo peor de todo era que no le respondía, es más, parecía no verlo, parecía
Caminante lo intentó una y otra vez de mil modos, pero fue inútil. Ya se devolvía
cuando notó que el viejo movía los labios. Se le acercó despacito –tuvo que tener cuidado de
no quemarse, de todos modos, aún era el sol-. Sí, hablaba, pero tan suavecito que había que
-Rayitos de cosquilla, levanten su carita -eso decía, y lo repetía una y otra vez. Y
- ¡Claro! ¡La cadena de la risa! Pero qué tonto, cómo no lo pensé. La cadena de la
árboles, era más pequeño y delicado lo que se necesitaba con urgencia. Corrió por todas
partes, por todo el mundo, hasta encontrar, en un pequeño jardín casi al llegar al fin del
mundo en el más pequeño de los pueblitos, las últimas flores, agonizantes a pesar de los
innumerables cuidados y la dedicación del jardinero quien, como último recurso, quizá
semillas. Era tanta la alegría reunida que hasta de los pétalos caídos nacieron nuevas
flores. El jardinero, en medio de todas ellas, se sentía igual que si estuviera al centro del
estallido de una bomba de colores que lo iba llenando todo de aromas y de caritas sonrientes
levantadas justo hacia el sol que, en cuánto las vio se sintió recuperado y empezó a reírse
otra vez, y a arrojar sus rayitos de cosquillas que hicieron que los árboles crecieran de
nuevo con sus brazos en alto. Por todas partes crecieron hierbas y flores, incluso los desiertos
Al día siguiente, una fresca y abundante lluvia alimentó a los bichitos que también
estaban de regreso. Llovió mucho, pero Caminante nunca se detuvo ni dejó de sonreír.
¿Y Babi? Babi se quedó encerrada muchos días y muchas noches sola en su gran
edificio-concha. Volvió a ser pequeña rápidamente: una vez que todos estuvieron bien
despiertos, conseguir cada comida fue otra vez una lucha en la que no siempre salía
victoriosa.
A veces ella piensa en Caminante. Saben, yo creo que sí lo quiso, lo quiso a su modo
Caminante es tan pequeñito, tan flaquito, apenas una rayita y su voz es tan
Todos los días mira las montañas y les hace una pregunta: “¿Todas las piedras
tienen buena memoria?” “Los volcanes no se ponen sombrero ¿porque se les quema?”
“Las montañas más altas son blancas arriba ¿porque son tan viejas que les salieron
muchas canas?”
Todos los días, Utis se para en la puerta de su cabañita de techo rojo y, abriendo
grandes los ojos, juega a mirar hasta muy muy lejos. ¡Llega a poner cara de telescopio!
escuchar el jugueteo del agüita en las piedras o el murmullo de las estrellas dibujando
Todos los días antes de dormirse, Utis juega con el viejo reloj de madera que su
padre le regaló hace ya muchos años. De las pocas cosas que ella posee, éste es su mayor
tesoro.
Y todos los días, con una elegante, reverencia, la pequeña Utis se despide del sol.
valle.
Asustada, Utis sale corriendo de la cabaña. ¡Nunca antes se oyó algo parecido
por aquí! Y ve que, apenas a unos metros de su puerta, un río baja desde las montañas
Utis mira al cielo y no encuentra ni una sola nube. ¡Qué raro!... ¡Hummmm!...
Pero por más que piensa y busca, no entiende lo que está pasando.
Un grito muy fuerte, casi un rugido, se oye desde el río y la saca de sus
pensamientos.
¿Qué animal es ése?... Utis fuerza los ojos tratando de ver mejor (y se ve igualita
que cuando está jugando a ver muy muy lejos), hasta que al fin puede distinguirlo.
Absolutamente sorprendida ve una pequeña y muy rústica embarcación a vela que baja
por el río conducida con gran habilidad por un hombrecito barbado, de pelo medio rojo
y ceño muy fruncido, más o menos del mismo tamaño que Utis, que se las arregla para
Se quedan mirando un momento, Utis nota de inmediato que los ojos del
hombrecito están enrojecidos y húmedos. Como si hubiera estado llorando. Pero no dice
- ¿Qué dices? ¿Dices que tú y el río, o tal vez que el río y tú…? –. Utis arruga la
interrumpe.
Utis da un respingo y sin esperar nada corre y mete el dedo en el agua para
probar su gusto triste. Pero entonces se acuerda que el hombrecito se ha quedado parado
-Me llamo Katrón – dice él con firmeza, tratando de que no se note el temblor de
su voz.
-Mucho gusto.
Y se hacen, casi al mismo tiempo, una amable reverencia. Hay un silencio, muy
breve, pero a Katrón le parece terrible, así que habla mucho y atropelladamente.
inútilmente, me senté en una piedrota allá arriba, y me largué a llorar y a gritar como
un salvaje. Para que sepas, no me dio ninguna vergüenza, porque estaba solito y,
además, porque tenía mucha rabia – y, mientras dice esto, Katrón se va poniendo cada
vez más rabioso –. Y lloré y lloré tanto que se formó este río. Y seguí llorando mientras
daba palo sobre palo para construir mi barca de palo – ahora ya grita furioso y agita
sus brazos haciendo un montón de gestos torpes –. Y seguí llorando y gritando mientras
bajaba navegando furiosamente sobre mis lágrimas. Y sólo cuando vi el techo rojo de tu
Utis acerca su cara a la de Katrón, lo mira con curiosidad y toca su barba rojiza
para ver si en verdad es tan suave como se ve. Katrón se sorprende, la mira con cara de
asustado.
unos cuantos pasos, parece cambiar de idea y sin decir palabra camina derechito hasta
-Le pasa algo raro, está enfermo o descompuesto, malo… ¡Qué sé yo! Mejor velo
reloj de madera.
cuerda. Las manecillas del reloj – como si hubieran sido dos bichitos que estaban
Se produce aquí otro momento de silencio. Esta vez de verdad es largo, Katrón
espera un comentario y a Utis no se le ocurre nada qué decir. Pero el silencio le molesta,
es como si le quemara, así que deja que su lengua diga lo primero que salga.
- ¡No se trata de eso! ¡No entiendes! ¡Nadie entiende! – y ahora patea el suelo
con ambos pies dando saltos como un canguro rabioso –. ¡Escúchalo! Pon tu oreja aquí
y es-cu-cha.
Utis escucha:
entrar y Katrón, curioso, se acerca unos pasos siguiéndola para saber qué pretende.
Pero no alcanza a llegar a la puerta cuando ella ya sale de vuelta corriendo con algo
Katrón escucha:
- ¡Qué horror! Ahora el problema es doble: Tenemos dos relojes malos – Katrón
llora, se arranca los pelos, patea piedras, manotea, ruge. Por eso no ve cuando Utis toma
ambos relojes, los junta y sonríe al escucharlos. Y tampoco se da cuenta cuando ella
…y se queda calladito y muy quieto para poder sentirlo mejor. Después una
una y otra vez, y grita para todo el viento – ¡Por fin está completo! Un reloj que sólo
-Tampoco se puede vivir con uno que sólo hace TIC – le susurra Utis al oído. Él
los ojos y se quedan así, quietecitos, escuchando el baile acompasado del tiempo, aquel
viejo tictac perfectamente balanceado que a ratos se confunde con el sonido de sus propios
corazones.