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El viajero del desierto

—Verá. Vine a Córdoba porque una doncella me cautivó. Ya lo sé… cosas de hombres; tal
parece que nuestra naturaleza es la de un debilucho que no puede contenerse… —decía
sarcástico el joven Lawrence, mientras soltaba su risilla nerviosa—…sabrá usted, es muy
fácil para las damas tomar lo que desean de un hombre. Aquella de la que le hablo, arrebató
de mí un reloj carísimo que me había regalado el Duque de Milán. Y lo que es peor aún de
todo esto es lo que dejan: el interminable dolor del alma que recuerda el dolor del
nacimiento. Pero ella no se limitó a eso, no señor, dejó, además, conmigo, está ilusa
fantasía.
El mercader comenzaba a ver con desagrado al joven, a su edad nunca había visto a
alguien hablar con tanta familiaridad sin ser conocido, y menos a un extranjero. La excesiva
confianza con la que sostenía el pedazo de tela que se disponía a comprar y la manera en
que pretendía hablar, como si fueran de confianza, ponía cada vez más nervioso al
mercader y, sin esperar, hizo traer a los gendarmes. Lawrence, al ver el destino que el
tramposo mercader le había preparado, soltó la tela y corrió tan rápido como pudo hacia el
puerto. Ahí le esperaban Biden y Jacobo, los compañeros con los que había iniciado su
viaje y a quienes pedía consejo todo el tiempo.
Al llegar al puerto, Lawrence intentó avisar a sus compañeros con señas que le
siguieran, pero ellos al ver a los guardias tras de Lawrence, huyeron despavoridos hacia el
centro de la ciudad. Lawrence, envuelto en pánico, no supo qué hacer y corrió tras de ellos
esperando que pudieran escapar de la guardia. Sin embargo al llegar al callejón de los
floristas, un par de guardias, apostados a la salida del callejón, les cerraron el paso y
lograron apresarlos.
— ¡Suéltenme, soy ahijado del Papa, lo lamentarán…! —gritó Lawrence en un
último intento, con la esperanza de que los guardias temerían sus amenazas, pero, para su
inigualable e infame suerte, fue llevado ante el Califa de la región.
Cuando llegaron al palacio, el Califa lo recibió, junto a sus amigos, con todo el lujo
que un Califa tenía permitido poseer y sentándolos al centro de la corte, hizo llamar al
frente a Lawrence para cuestionarlo:

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—Cuatro noches y tres días tú y tus amigos han vagado por Marrakech,
preguntando cosas a los mercaderes y alterando la paz en las plazas. Han sido observados
vendiendo íconos cristianos a los judíos que viven con los musulmanes, haciendo actos de
magia pagana, blasfemando en contra de su Dios y se dice por las calles que el intenso olor
a cáñamo quemado que se huele, proviene siempre del lugar en donde estén. También hay
aquí un mercader que los acusa de haber robado sus telas y dañado su negocio. ¡Quiero
respuestas! —gritó el enfurecido el Califa y, posteriormente, lanzó una mirada penetrante a
Lawrence y le preguntó con un tono más amable, aunque denotando molestia— ¡Por la
piedad de Alá!, ¿quiénes son ustedes y qué cosa les importa saber tanto como para alterar la
paz de mi pueblo? Habla extranjero.
—Mi nombre, señor —tomaba la palabra el joven Lawrence— es Lawrence Ioncini,
de Mantua; y ellos son Biden Vandell, de York, y Jacobo Stramani, de Florencia. Somos
viajeros y exploradores que quieren ver el mundo con sus propios ojos. —Tan pronto como
le fue concedida la palabra el joven viajero, ya tenía preparado un discurso, había pensado
qué decir. Por tanto, el ya común discurso de los viajeros amantes de lo desconocido, brotó
de sus entrañas, con la intensidad que la luz brota de las estrellas.
—Deseamos ver un el mundo —decía Lawrence animosamente— como nadie lo ha
visto, queremos observar los horizontes más bellos que alguien haya visto, convivir con los
hombres más interesantes, comer en la mesa de los más ricos, dormir en las calles con los
más pobres y contemplar, maravillados, los lugares más ajenos a nuestros pueblos y a
nuestro Dios. Queremos saber si Dios mismo se extiende hasta los confines del mundo o si
existe tal cosa como el final del mundo, ser participes de la inmensa creación conociendo
hasta la pared más recóndita de la cueva más profunda y hallar, en un lugar así, la paz que
sólo Dios habría podido preservar ahí.
Ante la mirada confusa de la corte, el mantuano continuó recitando su discurso con
tal exageración que su actuación no sólo no era convincente, sino que era también sosa,
insulsa e inapreciable. Pronto, desesperado por tales estupideces, el Califa, sin ningún gesto
de empatía, lo hizo callar. Hastiado del irreverente comportamiento de su invitado, el Califa
hizo salir a sus compañeros acompañados de guardias hacia el calabozo. A él, lo llevó a la
sala contigua, y, poniendo un vaso de cristalina agua ante él, tomo su lugar en la cabecera

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de la mesa. Ordenó a sus guardias tomar sus posiciones y, sorbiendo de una metálica copa
de vino, dirigió su mirada hacia Lawrence y le dijo:
—El rey Alfonso, el obispo de Roma, Francia, los caballeros de Gibraltar y yo,
tenemos un pacto que impide matar cristianos, judíos o musulmanes sin interrogarlos antes.
Sin embargo, tus tonterías impiden que celebre el juicio y te condene a ti y a tus amigos a
morir en el exilio. Así que habla de una vez, insolente, o los condeno a todos a una
ejecución pública. ¿Qué cosa buscan aquí?
—Oh, señor, —dijo con gran calma el asustadísimo Lawrence— no queríamos
causarle problemas. Venimos viajando de muy lejos y como ya le dije, sólo somos
exploradores. No tenemos intención militar alguna; vendemos y compramos cosas para
ayudarnos en el camino. Y el hombre que dice que le robamos sus telas, miente, yo mismo
arrojé la única tela que tomamos, en el suelo de su local cuando vi a los guardias. Perdone
nuestras vidas y déjenos ir.
—Y por qué habría de hacer eso; ¿por qué mejor no los envío al Sahara sin agua ni
comida a morir?
—Por Alá, a quien tanto adora, tenga misericordia de nosotros… no somos amenaza
para la grandeza de un Califa como usted. —Lawrence esperaba ganarse al hombre
halagándolo—. Si usted nos muestra misericordia será un mejor hombre que todos nosotros
juntos, la piedad emanará de su ser.
—Calla. No quiero tus halagos, ni ovaciones. Mejor responde ya de una vez qué
cosa buscáis y por qué no debería mandarlos a las dunas.
—Buscamos una ciudad, señor mío. Una misteriosa ciudad que escuché de la boca
de una hermosa doncella. Tambectú, la ciudad amurallada… con ese nombre la conocía la
moza. Me habló de una hermosa ciudad nunca antes vista por ningún hombre blanco, en
donde abundaban tesoros de diversos colores, las mujeres más exóticas y hermosas que un
hombre ha visto, y edificios tan hermosos que uno podía romper en llanto al verlos. Me
contó sobre una ciudad llena de inocentes humanos que había sido olvidada por Dios, para
protegerla de nuestras perversiones. Un lugar en donde el éxtasis lo posee a uno desde el
momento en que pisa sus calzadas, un paraíso terrenal. Eso es lo que buscamos.
— ¿Tambectú? ¿La ciudad amurallada? ¿Hogar de grandes riquezas y exquisitas
mujeres?

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Después de lanzar eufóricamente las preguntas, el Califa se echó reír tan
frenéticamente, que algunas lágrimas salieron de sus ojos. Los guardias, en sus puestos,
también se echaron a reír, pero más discretamente. Cuando por fin recobró el aliento,
silenció a sus guardias llamando su atención y tomó la palabra con un tono más sobrio:
—Lawrence el mantuano —la cadencia de su voz indicaba su buen humor— vienes
buscando un sueño que has soñado mal. —Su risa había sido contundente ante Lawrence,
quién al caer en cuenta de su triste suerte, sólo recordó con rabia nostálgica su precioso
reloj. El Califa prosiguió—: Tombuctú, es el nombre de la ciudad que buscas. Una pequeña
ciudad de musulmanes, judíos y nativos del sur, cuya dura muralla de madera y sus
guardias negros custodian su interior, lleno, únicamente, de hombres y mujeres que se
dedican a la ganadería y la agricultura; un lugar donde no existen riquezas, sino sólo trabajo
duro y una religiosa fe que adora a Alá. Ahí no entra ningún hombre blanco y no hay lujos,
ni nada de lo que mencionas. ¿Qué cosa te hizo imaginar que en el mundo existe un lugar
como el que describiste y que serías merecedor de verlo? —El Califa calló, dio un trago a
su copa, miró de pies a cabeza al extranjero y esperó su respuesta—.
—Unos bellos ojos, señor… sólo unos bellos ojos. —Lawrence respondió triste e
impotente.
— ¿Ahora ves? ¿Te has condenado por un par de ojos que no te volverán a ver? Qué
pasional e inútil has resultado a tu dios. ¿Quisieras morir en el desierto de sed o en la plaza
pública sin cabeza? — Preguntó el Califa con un negro humor que no podía disimular.
— Si me lo permite señor, todo lo que dije fue verdad. Así que, aún cuando no
exista esa maravillosa ciudad, quisiera continuar mi viaje para encontrarme con mi Dios en
los confines del mundo. Así que, elijo el desierto, pero no puedo hablar por mis
compañeros.
La pronta resignación de Lawrence causó impresión en el divertido Califa, que al
ver la tranquilidad con que Lawrence aprehendía la decepción, despertó en él algo así como
una profunda compasión. Nunca, en todos sus años de Califa, había visto a un ser vivo
resignarse de tal manera, sin rogar por su vida. La escena que presenciaba le hacía recordar
aquellos lejanos días en que el mundo le parecía un lugar más interesante, cuando él mismo
se preguntaba por la vida. Pronto se percató de que ese momento que vivía era único en su
tipo y en lugar de condenar al joven, levanto la mirada y le dijo:

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—Oh, joven Lawrence, no pasas la edad de Yeshuid, mi difunto hijo, y ya has
recorrido la mitad del mundo en busca de una promesa que hasta ahora descubres que no
existe. ¿Cómo pensabas que sería la vida al cumplir tu deseo? ¿No te habéis dado cuenta de
la ilusa fantasía que te hacías al pensar que lejos de la miseria que veías en casa había un
lugar en que sólo había abundancia? Dime, oh, Lawrence, por qué creíste a esa hermosa
mujer, por qué decidiste emprender este viaje.
Lawrence, con un terrible dolor contenido en el abdomen, tragó amargamente sus
lágrimas y, levantando la mirada para ver al Califa a los ojos, dijo:
—Oh, señor mío, mis padres viajaron de Londres a Roma y, después, a Mantua.
Ahí, me dieron un hogar, me educaron en los mercados, con tutores y con frecuencia visité
Roma y Milán, y pude ver un mundo distinto al de mis amigos. Pero mi padre murió muy
joven, y mi madre, sin saber qué hacer ante la vida, contrajo nuevas nupcias con un señor
feudal de Francia. Yo, habiéndome quedado con la fortuna de mi padre, me dispuse a
gastar, a disfrutar, a sonreír. No había mal recuerdo, pues no recordaba nada sobre mi
padre; entre doblones de oro y monedas de plata, todo lo olvidaba fácilmente. Pero un día,
ella, una majestuosa joven de blanca tez y ojos color miel, se aproximó a mí y el mundo
nuevamente cambió. Viví, como nunca nadie vivió. Los doblones y monedas ya no
interesaban. Sus gestos rebosantes de una confusa mezcla de desprecio e interés, arrobaban
mi sentir de una manera tan extraña que me hicieron ir, sin precaución alguna, tras de ella.
La pretendí como un loco amante, como quien deja todo por un sueño.
Se hizo costumbre a ambos vernos cada día anterior a luna llena y luna nueva frente
a la catedral de Milán, a la hora sexta, inclusive le di mi reloj para que pudiera llegar a
tiempo. Muchas lunas acudimos. Ahí, conversamos de todo aquello que nos fascinaba, de
nuestros sueños y de nuestras ambiciones, y, entre muchas palabras, un día, mientras
hablábamos sobre el futuro, de sus labios oí de Tombuctú. Dijo, adornando el lugar con su
bellísima y melodiosa voz, que era un lugar maravilloso al que le encantaría escapar
conmigo: el paraíso perdido, el lugar donde el hombre perdió su inocencia y el favor de
Dios, el sitio que nadie había visto con sus propios ojos, sino sólo en sueños y al que todos
añoraban llegar para vivir en paz, pues ahí se encontraba. Y yo, enamorado de ella, me
cometí a su fantasía. Pero, oh señor, me fue arrebatada, un día se fue de mis manos. ¡Mi
pobre Ambrosia! Y toda la fortuna de mi padre, la use para intentar salvarla, pero cuando

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no me quedó nada más que un pequeño e insignificante cofre con cientos de monedas, ella
murió y me perdí.
A la moza juré verla un par de veces más por el mercado o la plaza y todos me
decían loco, pero después de un tiempo no la volví a ver más. Y mientras, después de su
muerte, las monedas, una a una, iban esfumándose del cofre, como su recuerdo de mi
mente, y mi condena amenazaba con ser recibida a la brevedad. Así que un día, con la
desconocida cantidad de dinero que me quedaba, me dispuse en una actitud bacanal y salí
de Mantua hacia Milán y de ahí a donde pudiera ir con el dinero que me quedara. Pasé las
mejores juergas de mi vida en Génova, dormí con las más bellas mujeres en París y en
Toledo encontré a los dos idiotas que me acompañan, perdidos igual que yo. Pero en el
camino hasta aquí, me topé con sabios, con idiotas, con malhechores y con hombres justos,
y, de todos ellos, escuché distintas historias sobre lo que debía y no debía hacer después de
lo que pasó. Todos coincidían en algo: encontrar la paz.
Pronto comprendí que el supuesto paraíso que buscaba la mujer que había robado
mi corazón, mi pobre Aurora, y la tranquilidad de la que todos hablaban era la misma. El
paraíso de Dios era un lugar perfecto, el cielo, el nirvana, en donde el pasado y futuro no
importaban, sino sólo el presente; un bellísimo rincón en donde todo lo que te rodeara fuera
excelente y excelso, donde fuera imposible ser pasional por vergüenza a corromperlo y
mancharlo. Y, entonces, oh señor mío, descubrí que el paraíso, sin embargo, existía.
Siempre vivimos en él y di cuenta de que había sido corrupto ya hace mucho tiempo atrás.
Y así, aún más decepcionado, decidí alejarme y meterme en las entrañas más profundas de
la creación, para descubrirme solo. Ahí comencé a ver un camino hacia la tranquilidad, en
Tombuctú, y fui tras él. Sin embargo, cuando usted, oh gran señor, me detuvo para
cuestionar mis objetivos, pude comprender que no sabía a dónde iba y al ofrecerme la
muerte en el desierto, he visto un resquicio de redención en ella. Si en la muerte hay nada, y
el sufrimiento es algo, en la muerte no habrá más sufrimiento. Por eso, señor mío, escojo
morir. —Lawrence terminó haciendo una inclinación y apoyándose sobre una rodilla, en
seguida se paró y miro fijamente al Califa—.
—Reconozco, Lawrence, que tienes seriedad y sabes hablar con propiedad, pero oh,
Lawrence, reconozco la pena de tus palabras y miro, que tu búsqueda inaudita, ha sido en
vano. Sospecho que sabías todo lo que dije sobre Tombuctú y por ello hiciste de bufón en

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las demás cortes, para que te dieran aunque fuera un poco de lástima y pudieras, sobajado,
continuar tu penosísimo viaje. Y advierto, por Alá, que tu supuesto camino tortuoso, ha
sido muy útil para ti: te has forzado a caminar por días y noches enteras con el fin de
encontrar la muerte, pero ella, pendiente de tu rebeldía, se niega a venir por ti. Y el espíritu
aventurero y explorador que te cargas, es en realidad tu temor inmenso a lo desconocido,
que se niega a aprender a vivir y sólo huye.
Aún así, veo que has llegado lejos, pero que ciertamente no morirás y aquellos que
te acompañan no los verás más. Te condeno yo, pues, Lawrence de Mantua, a la vida, a que
la paz que busques no la encuentres, sino sólo hasta que la vida misma vea el final de sus
días y, mientras, vagues conociendo el universo de cabo a rabo, sin entender lo que en él
acontece. Que aquello de lo que huyes lo encuentres aún contenido hasta en la parte más
pequeña y recóndita de tu ser y, que allá donde te escondas, te encuentre; que mientras no
aprendas a vivir y reconocerte como tú mismo, todos los dioses te condenen a vivir
sufriendo, en el gran paraíso al hacer de ti tu propio verdugo. —La voz del Califa sonó
profunda y enorme como trueno, pero muy triste—.
A la hora nona Lawrence fue conducido a las puertas del palacio y cuando las cruzó
el mundo lo deslumbró y durmió. A su alrededor el desierto y el mar desaparecieron.
Cuando despertó, escuchó, en el fondo, voces hablando sobre la ola de violencia en el
mundo y ante sus ojos, que apenas esclarecían su derredor, aparecía una pequeña niña, que
junto al resto de los objetos en la habitación, le resultaba desconocidos. Sus oídos poco a
poco captaban los sonidos del ambiente y retumbe del trueno gigantesco se esfumaba y
poco a poco la apagada voz aguda del niño se dejaba escuchar junto con los de los demás
sonidos de los objetos: emitían un chirrido estático, que tras las voces de los locutores que
surgían en ellos dejaban un eco muy extraño. La infanta, nuevamente preguntó:
— Papá, papá… ¿cuándo volverá mamá? —preguntó con tristeza y desesperación la
niña. Lawrence, comenzaba a recordar algunas cosas y olvidar otras y, justo en el momento
en que todo, absolutamente todo (lo anterior y lo posterior, lo bueno y lo malo), le
cuadraba, logró ver lo excelso y lo magnífico del mundo, y comprendió completa su
condena. Así, con la voz quebrada logró articular y, entendiendo todo lo que le había
acontecido, dijo—: Nunca volverá. —Y abrazó a su hija—.

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