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PAPEL ALPHA I n.

º8 (2010)

Notas sobre el amor y la fotografía*

EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA

Cuando mi mirada se topa con la tuya, veo tu mirada y tus ojos, amor de pura fas-
cinación, y tus ojos no solo están viendo, sino que también están visibles. Y puesto que
están visibles (como cosas u objetos del mundo) a la par que viendo (en el origen del
mundo), podía tocarlos, con mi dedo, mis labios e incluso con mis ojos, mis pestañas
y párpados, al acercarme… si es que me atreviese a aproximarme a ti de esta forma,
si es que algún día me atreviese.

Derrida, El tacto

Te deseo. Solo te deseo a ti. [...] ¿Dónde estás? Juego a las cuatro esquinitas con los
fantasmas.

Pero acabaré por encontrarte y el mundo entero se iluminará de nuevo porque nosotros
nos amamos, porque una cadena de iluminaciones nos traspasa.

André Bretón, El amor loco [Trad.: Juan Malpartida]

Estar en una isla habitada por fantasmas artificiales era la más insoportable de las
pesadillas; estar enamorado de una de esas imágenes era peor que estar enamorado
de un fantasma (tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una
existencia de fantasma).

Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel

¿Sueña Roland Barthes mientras escribe La cámara lúcida? ¿Piensa cada día en su
madre, o en la madre con la que sueña cada día (en determinado momento nos cuenta que
solo sueña con su madre); o en la madre que, a un tiempo, conoció y no conoció, vio y no vio;
o en la madre que nunca fue ella misma? ¿Le persigue la idea de que, al escribir el libro,
se desmoronen todos los recuerdos que él deseaba recuperar de ella, para cada día y para
siempre? ¿O lo que le persigue es lo que ocurre un día entre la tecnología fotográfíca y la

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luz que ayuda a dar vida a una fotografía de su madre cuando esta tenía cinco años (una
fotografía en la que según él encuentra la verdad del rostro que él amó, y de la cual busca
«sacar» toda la Fotografía)? ¿O más bien ocurre todo a la vez (en el interior del flujo de
sus pensamientos y de su escritura, y en relación con su propio cuerpo), entre la fotografía, su
inconsciente, la espectral experiencia de la música, las traumáticas experiencias de la muerte
y el duelo, y las punzadas del amor? Barthes sueña (y escribe) su visión (ofreciéndonos algo
así como la fotografía en sí misma: lo que denomina «una nueva forma de alucinación»),
el fuego de una declaración de amor que, como él dice, lo quema y lo consume, un «fogo-
nazo que flota» que, cegándolo, desorientándolo, le permite experimentar y tocar su propia
finitud. Y si escuchamos el silencio de su triste canción, el grito de su escritura, tal vez lo
oigamos decir:

Me acerco a mí mismo mientras te espero, hoy, amor mío, y para siempre; pero sé que
con tu muerte, pero también durante tu vida, el yo al que me aproximo se ha perdido
y no puede volver a encontrarse. En medio de esta pérdida, experimento la locura
de un único deseo: afectar al tiempo con el tiempo, secretamente, durante la noche, y
con la esperanza de que, como el clic de una cámara, pueda vivir para archivar la
música de mi amor por ti. Te amo, te deseo. Quiero ver y tocar tu cuerpo. No puedo
vivir sin ti. Y, con tu muerte, he dejado de ser yo mismo, aun cuando sé que, incluso
antes de tu muerte, y debido a mi amor por ti, yo ya no era yo. Si he quedado herido
por tu muerte, si me ha lacerado y golpeado, es porque esta herida era ya «mía»: era
ya la señal de mi amor. Como el punctum, sobre el que pronto te hablaré, tu muerte
se ha añadido a mi vida, aun cuando, desde el principio, ya estuviera allí. Sin estar
simplemente vivo, pero sin estar todavía muerto, sino en el umbral entre la vida y
la muerte, te ofrezco este libro con la esperanza de que suspenda y perturbe el tiempo,
y, confesándote mi amor eterno, mi herida eterna, pueda transformar «el cuerpo que
necesito» en «el cuerpo que veo», el cuerpo que toco.

La fotografía es locura, y, en el mundo de La cámara lúcida de Roland Barthes,


el delirio y el peligro de la fotografía están relacionados con la experiencia del
amor, y más concretamente con lo que Barthes llama «las punzadas del amor»,
el «amor extremo»1 (p. 43). Pero ¿qué es el amor? ¿Y de qué modo nos hace
daño, nos atraviesa, nos golpea y nos permite ver, siquiera fugazmente, nuestra
propia mortalidad? ¿Cuál es su relación con la muerte, el duelo, la música y la
fotografía? ¿Qué relación hay entre el amor, las ruinas, la pérdida y la disolución
del yo? ¿Qué significa amar una fotografía, y qué significa que el amor no sea

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otra cosa que amar una fotografía (o es acaso posible amar otra cosa que no sea
una fotografía)? ¿Qué relación hay, dentro del espacio de la fotografía, entre el
«sujeto que mira» y el «sujeto que es mirado», y en qué medida esta relación, al
menos según Barthes, exige una reconceptualización tanto de la fotografía como
del amor? Estas son las preguntas que se plantea Barthes en esta extraña pero
emotiva reflexión sobre la fotografía y la muerte de su amada madre. El texto de
Barthes es una vigilia, pero es mucho más que la mera experiencia del duelo, más
que un simple testimonio o una reflexión sobre la fotografía, puesto que, como
se desprende de cada una de sus frases, el texto sigue estando apasionadamente
ligado a una madre que ha muerto (tal vez más de una vez), pero que todavía vive,
y no solo en su memoria. En efecto, podríamos incluso decir que, dentro de la
lógica del libro, es la supervivencia de su madre, el hecho de que siga viviendo,
lo que indica que las cosas pasan, que cambian y se transforman, aunque sea mí-
nimamente, porque esta supervivencia nos exige pensar no en la imposibilidad de
un retorno a la vida sino en la imposibilidad de morir; no en la vida o en la muerte
sino en la vida y en la muerte, o quizás, más exactamente, en la «vida muerte». Es
esta supervivencia espectral (como una metonimia de todas esas supervivencias) lo
que define la locura de la fotografía, porque es ahí, en el medio fotográfico, donde
experimentamos simultáneamente la ausencia del «sujeto que es mirado» y el hecho
de su «haber-estado-ahí», la relación entre la vida y la muerte, entre el testimonio
y su imposibilidad, entre el yo y el otro, y entre el pasado, el presente y el futuro.
En el delirante espacio de la fotografía, todas estas aparentes oposiciones quedan en
suspenso y se disuelven para replantearse a renglón seguido en relación con la locura
del amor «en sí mismo», puesto que la experiencia del amor también rompe y hace
añicos esas mismas oposiciones y otras muchas (por ejemplo, la relación entre in-
terioridad y exterioridad, presencia y ausencia, singularidad y repetición, lucidez y
ceguera o necesidad y azar). Esto significa, entre otras cosas, que este opúsculo sobre
la fotografía es también, y quizás esencial y significativamente, un texto sobre el
amor y el erotismo. Es el verdadero «discurso amoroso» de Barthes, porque, como
sugiere este autor, hablar de la fotografía es siempre hablar del amor.

Barthes incide en esta idea al confesar, en las primeras páginas del libro, que cuan-
do mira una fotografía no ve más «que el referente, el objeto deseado, el cuerpo
querido» (p. 35). Como explica, es precisamente el «amor», «el amor extremo»,
lo que le permite «quitarle peso a la imagen» (p. 43), hacer la fotografía «invi-
sible» (p. 34), y así despejar el camino para ver, no la fotografía, sino el objeto
de deseo, el cuerpo de la persona amada. Si, a primera vista, podría parecer que
la fuerza del amor, y especialmente del «amor extremo», le permite atravesar la

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superficie fotográfica para alcanzar el referente, traspasar los límites del medio
fotográfico para ver al ser querido, Barthes enseguida aclara que no puede haber
amor sin fotografía ni fotografía sin amor. Con todo, plantear este quiasmo no es
más que articular el principio de un misterio, pues lo que de verdad está en juego
en este caso es la posibilidad de entender lo que «amor» y «fotografía» significan
aquí, sobre todo porque estas dos palabras o conceptos (como el resto de términos
que utiliza en este texto, entre ellos «studium», «punctum», «música», «muerte»,
«duelo», «identidad» e incluso «madre», a los que nos gustaría llamar «barthemas»
para destacar su esfuerzo por singularizar el uso que hace de ellos, para hacerlos
«suyos») no se entienden sino en relación con otras palabras y conceptos.

Como el amante que desea abordar la singularidad de la persona amada sin re-
currir al discurso amoroso que ha heredado, Barthes quiere inventar un lenguaje
que sea más fiel a lo que, según «percibe», es la naturaleza singular, paradójica
y contradictoria de la fotografía2. Así, sugiere que, con el fin de someternos a la
aventura fotográfica, de abandonarnos a la experiencia sin precedentes de la foto-
grafía, debemos inventar un lenguaje con el que acercarnos a ella, aun a sabiendas
de que nunca llegaremos a apresarla ni hacerla totalmente nuestra. Como todos
los amantes, el amante barthesiano intenta por lo tanto dar nombre a un mundo
que nunca antes ha existido ante sus ojos, como si su lenguaje pudiera tocarlo por
primera vez al invocarlo. Efectivamente, y como sabemos por su análisis previo
del discurso amoroso, el lenguaje no desea otra cosa que tocar el cuerpo de la ama-
da y el mundo en el que existe.

Igual que el lenguaje del amante desea acercarse y tocar a la persona amada, Bar-
thes desea acercarse y tocar la fotografía: tocar su esencia, tocar lo que la diferencia
de otras formas de representación. En el primer párrafo de su texto confiesa, con
una formulación maravillosamente ambigua que hace referencia tanto a la singu-
laridad de la fotografía como a su íntima relación con el cine: «Decreté que me
gustaba la fotografía en detrimento del cine, del cual, a pesar de ello, nunca llegué
a separarla. La cuestión permanecía. Me embargaba, con respecto a la Fotografía,
un deseo “ontológico”: quería, costase lo que costase, saber lo que aquella era “en
sí”, qué rasgo esencial la distinguía de la comunidad de imágenes» (pp. 29-30).
Abrumado por el deseo, el escritor intenta descubrir la «ontología» de la fotogra-
fía, pero, en vez de buscar conceptos que distingan y definan los elementos fun-
damentales con los que poder determinar su singularidad, sugiere que no puede
haber reflexión sobre la fotografía que no pase previamente por la revisión de las
palabras o conceptos que articulan nuestra forma de hablar y pensar acerca de

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las imágenes, y a través de los cuales las miramos. Así, para poner de relieve
que tales «barthemas», «sus» palabras o conceptos, designan algo distinto a
lo que normalmente esperaríamos que significasen, Barthes utiliza una serie de
técnicas ortotipográficas, entre ellas el empleo de las mayúsculas, la cursiva y el
uso estratégico de las comillas3. Dado el modo en que cada barthema condensa y
codifica una serie de asociaciones que evitan que sea idéntico a sí mismo, podría-
mos decir que su condición de posibilidad puede ser solo la imposibilidad de que
llegue a tener un contenido semántico fijo.

Precisamente por eso Barthes suele utilizar comillas (en el fragmento citado, en la
palabra «ontológico» y en la locución «en sí»): a fin de subrayar que la palabra, el
nombre o el concepto encerrado en ellas nunca es unívoco sino que está más bien
(como el sujeto cuya entrada en el espacio fotográfico anuncia el «advenimiento»
de sí mismo como otro) siempre en el proceso de convertirse en otra cosa. Como
ocurre muchas veces en la obra de Barthes, todos los elementos de su escritura
(sus excentricidades tipográficas, su ritmo y su movimiento, su ecolalia y repe-
ticiones, su dicción y distribución) contribuyen a la representación de lo que él
desea transmitir.

Si Barthes crea un texto cuyo movimiento y circulación, cuyas palabras y nom-


bres, personifican y materializan su deriva semántica, en este caso es porque quie-
re sugerir que lo que convierte el amor y la fotografía en el amor y la fotografía
es que ni ellos ni sus sujetos (amorosos o fotográficos) son siempre los mismos.
Esto significa, entre otras cosas, que, ante todo, el texto de Barthes es un ataque
contra la constitución de una «zona de seguridad» que posibilitase a cualquier
teoría de la fotografía dibujar límites estrictos a fin de separar, definir y establecer
los elementos que serían indispensables para reflexionar sobre la fotografía «en sí
misma». Entre las palabras que se han convertido en esenciales para cualquier co-
mentario sobre la fotografía cabe citar las de «sujeto», «imagen» y «referencia».
Barthes inventa un lenguaje herético que cuestiona y rearticula esta «Santísima
Trinidad» con el fin de desestabilizar la unidad e integridad de cada uno de sus
componentes (primando los procesos y no las posiciones, las formas múltiples de
llegar-a-ser frente a los elementos unitarios idénticos a sí mismos), y en último
extremo con el de volver a pensar la fotografía. Podría decirse que, al disolver la
distinción entre un componente y otro, la forma de proceder de La cámara lúcida
pertenece a la experiencia del amor: propone una teoría fotográfica del devenir se-
gún la cual la fotografía es una fuerza transformadora: los modelos se transforman
en imágenes, las imágenes en sujetos y los sujetos en fotografías.

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Conforme a esta lógica de transformaciones y metamorfosis, es imposible sostener


la abstracción que llamamos «referencia». La relación entre el objeto representado
y su representación, entre referencia e imagen, no presupone un objeto cuyo ser y
existencia sean anteriores al proceso a través del cual se convierte en imagen o
estén al margen de él. Por el contrario, Barthes sugiere que la representación fo-
tográfica escenifica (hace absolutamente «literal») el elemento central de la repre-
sentación moderna, que no es otra cosa que el poner en crisis un orden temporal
en el que hay primero un objeto y después su representación. Lo que está delante
del aparato fotográfico (un objeto o sujeto que da lugar a un retrato) no «existe»
antes del clic de la cámara. Como dice Barthes, «cuando me siento observado por
el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de “posar”, me fabrico instan-
táneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen» (pp. 40-41).
Esta transformación «activa» no es la de alguien que se ofrece a la cámara, como
si se tratara de una víctima sacrificial, para ser reproducido, sino la de alguien que
sabe que lo que él «es» (y por tanto también lo que le impide ser simplemente «él
mismo») es la multiplicidad que puebla ese «yo». Igual que el ser de un objeto no
existe antes de su representación, tampoco existe nunca un objeto único y homo-
géneo que, incluso antes de ser colocado delante de la cámara, coincida consigo
mismo. Lo que Barthes plantea en este libro, con extraordinario rigor, no es otra
cosa que el origen de las dificultades de todas las reflexiones contemporáneas so-
bre la fotografía: la ausencia del sujeto. Sin embargo, y como él mismo sugiere,
esa ausencia no es el resultado de una desaparición sino, muy al contrario, de la
multiplicación y proliferación:

Ante el objetivo soy a la vez: aquel que creo ser, aquel que quisiera que
crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para
exhibir su arte. Dicho de otro modo, una acción curiosa: no ceso de imitar-
me, y es por ello por lo que cada vez que me hago (que me dejo) fotografiar,
me roza indefectiblemente una sensación de inautenticidad, de impostura a
veces (tal como pueden producir ciertas pesadillas) (pp. 45-46).

La fotografía, y el retrato como género por excelencia, supone una radical y ab-
soluta desestabilización del sujeto cartesiano, comparable a «ciertas pesadillas»,
y no muy diferente a la sugerida por el psicoanálisis, en la que «pienso donde
no soy, luego soy donde no pienso»4. Como el psicoanálisis, la fotografía hace
añicos el sujeto de la razón, un sujeto que estaría completo y coincidiría con él
mismo, en la medida en que introduce una pluralidad que no es fruto de la fuerza
metonímica del deseo subconsciente sino de los afectos y la mirada: «veo, siento,
luego noto, miro y pienso» (p. 58). La fotografía me dice que no existo antes de

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la imagen, que existo solo como imagen o, más exactamente, solo como una
serie de imágenes, ninguna de las cuales son nunca una sola. Me redime de la
inmovilidad de un «yo» y me dice que el yo que aparece reproducido en cada
nueva imagen, y en cada copia de cada una de estas imágenes, no ha sido uno ni
en el momento en el que posa ante la cámara: «Solo me parezco a otras fotos de
mí, y esto hasta el infinito: nadie es jamás otra cosa que la copia de una copia,
real o mental» (p. 174). Al minar las bases de cualquier acto contemplativo que
presuma cierta distancia entre «él mismo» y la imagen que focaliza, La cámara
lúcida hace tambalearse la categoría del observador entendida como sujeto neutral
de un proceso que presumiblemente ocurre fuera de él.

La provocativa afirmación de que «una foto es siempre invisible» (p. 34), porque
es posible atravesarla para ir directamente hasta el referente, no debería enten-
derse como una manera de devaluar o superar la materialidad de la imagen, sino
como una forma de poner en entredicho las interpretaciones históricas y socio-
lógicas acerca de esa imagen. Si Barthes dice desde el principio que está «“cien-
tíficamente” solo y desarmado» (p. 36), es porque se niega a imaginarse como
alguien que, protegido por una distancia crítica, sociológica, histórica e incluso,
en último extremo, afectiva, analiza con rigor un corpus fotográfico. El yo que ha-
bla en La cámara lúcida contempla las fotografías que sostiene entre las manos sin
imaginar que es testigo neutral de una relación o vínculo que le ha excluido: por
el contrario, la singular adhesión que vincula la imagen a su referente también le
incluye a él. Por eso, lejos de subrayar la asunción de una diferencia ontológica
entre la subjetividad (la «humanidad») del observador y la materialidad del papel
químico o de la placa de metal que forma una fotografía, La cámara lúcida intenta
desestabilizar esta frontera: la imagen se convierte en sujeto y el sujeto en imagen.
Están ligados en una relación que, al adquirir una cierta privacidad o intimidad,
se revela amorosa: el encuentro entre el sujeto y la fotografía que este sostiene
entre las manos produce un chispazo que subjetiviza la imagen, que la «anima» y
que simultáneamente ilumina su propio ser fotográfico5.

Más cerca del placer que de la ciencia, el acto de mirar una fotografía no diferen-
cia, por tanto, entre el sujeto y la imagen sino que une «dos experiencias»: la del
sujeto que mira y la del que es mirado (p. 40). Observar una fotografía es también
reconocer la dimensión fotográfica de mi «yo», identificar una particularidad que
atrae mi mirada, registrar o reconocer lo que ya soy, y, por adelantado, una especie
de fotografía6. De ahí que, como sugiere Barthes en las primeras páginas de su
texto, pueda tomarse «a sí mismo» como «medida del “saber” fotográfico» (p. 38).

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Esta es también la razón por la que la representación o el testimonio nunca son


inocentes: la cámara no está aquí o allí para registrar la «realidad», y la imagen
no existe para confirmar lo diferente que es de nosotros. Por el contrario, Barthes
sugiere que la esencia de la fotografía está en el devenir. La fotografía nombra (sin
nombrar) el proceso mediante el cual algo deja de ser lo que «es» para transfor-
marse en «algo más». Representa «ese momento tan sutil en que, a decir verdad,
no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto:
vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me convierto
verdaderamente en espectro» (p. 46). Entre la vida y la muerte, el sujeto y el ob-
jeto, el sujeto y la imagen, en una especie de paréntesis, el espectro en el que me
estoy convirtiendo declara que la única imagen o sujeto que podría ser realmente
una imagen o sujeto sería aquel que muestra su imposibilidad, su desaparición y
destrucción, su ruina.

Por lo tanto, mirar una fotografía significa contemplar la singular adhesión que
me transforma en imagen y lo que la imagen me demuestra (sin demostrar nada
en absoluto) sobre lo que significa ser un sujeto fotográfico. La relación entre
el objeto y su imagen, entre la imagen-objeto, el objeto-imagen y mi mirada,
me une a la aventura de experimentar el fragmento fotográfico como un espejo
que me devuelve mi propia imagen. Así lo explica Barthes: «Soy el punto de
referencia de toda fotografía, y es por ello por lo que esta me induce al asombro
dirigiéndome la pregunta fundamental: ¿por qué razón vivo yo aquí y ahora?» (p.
147). Dicho de otro modo, ¿por qué no estoy allí, en el fragmento de papel que
sostengo en la mano o en el lugar en el que se tomó la fotografía? ¿Por qué no
estoy allí entonces, en el momento en que se oyó el clic del disparador, en el preciso
instante en el que lo que la imagen me mostraba se convertía en esta imagen? Si la
fotografía es «una disociación ladina de la conciencia de identidad» (p. 44), no es
solo porque la fotografía señala una crisis en la identidad del sujeto sino también
porque introduce una mediación y una ruptura en el interior del concepto mismo
de identidad. Dentro del espacio fotográfico «descubro» que nunca soy idéntico a
mí mismo y que no hay objeto ni acto ni instante que coincida «consigo mismo».
Cada vez que sostenemos una imagen entre las manos, la magia de la fotografía
vuelve para repetirse a sí misma, y lo fotografiado y el aparato fotográfico se en-
cuentran una vez más, como si fuera la primera vez, en parte porque el observador,
obsesionado y constituido por este encuentro anterior, es él mismo un aparato
fotográfico. La fotografía impide que reconozcamos esta o aquella identidad, la
nuestra, pero también la de alguien o algo, porque la destrucción de cualquier
conciencia de identidad lleva por nombre «fotografía».

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Esta ley, tanto del amor como de la fotografía, una ley que interrumpe la identi-
dad al marcarla con la señal de la diferencia y de la transformación, entra dentro
de lo que convierte la reflexión de Barthes sobre el amor y la fotografía en algo
tan radicalmente provocador: frente a la idea de que lo característico de la foto-
grafía tiene que ver con su capacidad de fijar y conservar, de detener, lo que está
ante la cámara, el autor pone en marcha toda una red de asociaciones que, de
manera práctica y textual, tratan de desorganizar y desestabilizar la oposición o
diferencia entre términos opuestos como estatismo y movimiento, conservación y
destrucción, supervivencia y muerte, memoria y duelo. Que esta labor de desor-
ganización y desestabilización se encuentra en el corazón mismo de la experiencia
del amor (pues, para decirlo con Barthes, el amor no es más que un proceso de
desorganización y desestabilización) es lo que tenemos que buscar, como si estu-
viéramos buscando y escuchando una especie de secreto, siguiendo siempre el hilo
de Ariadna, que, como la Foto del Invernadero de su madre cuando era una niña,
une la fotografía, el amor y la muerte.

II

¿Qué significaría articular una ontología para la fotografía, para ese medio que,
según Barthes, se caracteriza solo por «contingencia, singularidad, aventura» (p.
56)? La cámara lúcida empieza con este deseo ontológico; a medida que el texto
avanza, la ontología deja paso a un espacio totalmente dedicado al deseo: «solo
me interesaba por la Fotografía por “sentimiento”; y yo quería profundizarlo no
como una cuestión (un tema), sino como una herida» (p. 58). Si la fotografía
no es un tema (o una pregunta a la que podamos dar una respuesta) es porque no
puede reducirse a un tema; porque es «inclasificable» (p. 31): destroza la posibi-
lidad misma de ser un tema y, en particular, del tema o concepto de la fotografía.
Por eso el lenguaje y los conceptos movilizados en este texto exigen una lectura
atenta de lo que el autor llama, al final de la primera parte del libro, su «palino-
dia», el repliegue de su deseo para nombrar o conceptualizar la fotografía de una
determinada manera. Podríamos incluso decir que esta palinodia, como forma de
aserción que refrenda una especie de retractación de lo que se está afirmando, es
una de las características del texto. Refleja un esfuerzo de conceptualización que
hace avanzar el texto en una dirección para después seguir el camino opuesto, en
busca de un lenguaje que desee aceptar comprometerse con una fuerza, el afecto,
un lenguaje que, como él dice, solo pueda «hablar de deseo o de duelo» (p. 57).

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En otras palabras, toda La cámara lúcida es la búsqueda de un lenguaje acorde con


la naturaleza paradójica de la fotografía, un lenguaje guiado e interrumpido por
el deseo de la cosa misma, y que, siempre perdido y nunca entendido, permanece
para que lloremos por él: la fotografía misma.

La importante distinción que hace Barthes entre el punctum y el studium de la foto-


grafía –distinción que, como veremos, es solo el simulacro de una distinción (aun
cuando, al mismo tiempo, estos dos términos siempre permanecen diferentes el
uno del otro)– parece ser el ejemplo más relevante de este paradójico compromiso
con el deseo o el duelo. Para decirlo con Barthes, el studium es un campo de pre-
visibilidad y repetición, «remite siempre a una información clásica» (p. 63); es lo
que «yo percibo bastante familiarmente en función de mi saber, de mi cultura»
(p. 63). Crea (o configura) una totalidad que siempre se refiere a algo que precede
a la imagen: la intención que puede gobernar la producción de la fotografía, ya
esté generada por el fotógrafo, la tecnología o el objeto captado en la imagen. Este
campo está perturbado por un detalle que Barthes llama punctum, que en su opi-
nión está excluido del campo de las intenciones, ya sea en el sentido más marcado
de la palabra «intencionalidad» (es decir, como la voluntad de expresar de un
sujeto), ya en el sentido de lo que esta o aquella tecnología asociada a la fotografía
o sujeto fotografiado puede o desea decir. «Ciertos detalles podrían “punzarme”.
Si no lo hacen, es sin duda porque han sido puestos allí intencionadamente por el
fotógrafo» (p. 95). Así, el punctum escapa a lo que se cuantifica como el arte
del fotógrafo, pero también a lo que podríamos denominar el arte de la técnica
fotográfica o del objeto (la captura del momento presente, la precisión de los
procesos técnicos, la exposición de cosas fuera de lo común), precisamente porque
punctum es el nombre con el que Barthes intenta designar lo que no puede verse
de antemano, «ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me
punza)» (p. 65). Definido como un detalle que asombra y a la par como una heri-
da que interrumpe el studium, que divide o viene a escandir la imagen y la mirada
corpórea que la ve, el punctum apunta directamente hacia ese campo de los afectos
que abren las imágenes, un campo que siempre evoca gozo, tanto placentero como
doloroso.

Si el studium está en el lado de la legibilidad, el efecto de «un adiestramiento» (p.


64) o «educación» (p. 67), si evoca el abanico de contextos históricos y culturales
a partir de los cuales podemos extraer la información que nos permite abordar
una fotografía (siquiera de forma general), el punctum es lo que perturba esta legi-
bilidad, lo que despunta o punza a través de la superficie de reproducción: «es él

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quien sale de la escena como una flecha y viene a punzarme» (p. 64); «perturba»
el studium (p. 65). Emergiendo con la fuerza espectral del suplemento, el punctum
aparece como una especie de tránsito o relevo entre la fotografía y el observador
que, a pesar de su violencia y a pesar de su singularidad, puede incorporarse a una
red de asociaciones. Como el lenguaje relacionado con el afecto, con el deseo y el
duelo, el punctum opera en relación con el studium. Según explica Derrida en la
elegía que escribió poco después de la muerte de Barthes:

Desde el momento en que cesa de oponerse al studium manteniéndose al


mismo tiempo heterogéneo, desde el momento en que no puede siquiera
distinguir entre dos lugares, dos contenidos o dos cosas, el punctum no se
somete completamente al concepto, si entendemos por ello una determina-
ción predicativa distinta y oponible. Ese concepto del fantasma es tan poco
aprehensible, en persona, como el fantasma de un concepto. Ni la vida ni
la muerte, sino el asedio de uno por el otro.

Y añade: «El versus de la oposición conceptual es tan inconsciente como el obtu-


rador fotográfico»7.

Aunque a primera vista podría parecer que el binomio punctum/studium se refiere a


la oposición entre un canon cultural o histórico y su interrupción o entre lo que es
predecible y lo que es irreductiblemente singular, algo que parece apoyar Barthes
cuando asegura que «el studium está siembre en definitiva codificado, el punctum
no lo está» (p. 100), el paréntesis que sigue a esta afirmación, «(espero no abusar
de esas palabras)», disuelve esta antítesis pura para matizar y reformular no solo la
oposición entre singularidad y previsibilidad, contingencia y repetición, detalle
y totalidad, sino también entre intencionalidad y falta de intencionalidad. En La
cámara lúcida, la oposición punctum/studium no nos habla de elementos antagóni-
cos, de dos fuerzas opuestas una a la otra e idénticas a sí mismas; antes bien, se
refiere a la «co-presencia» (p. 88), en el aquí y ahora del espacio de cada imagen,
de dos fuerzas en transformación, que tienden la una hacia la otra, sin coincidir
jamás entre sí. Por eso, si el studium hace referencia a una clase de educación, de
bagaje, de conocimiento, que origina un interés general, un efecto común, lo hace
en forma de simulacro: «la fotografía solo puede significar (tender a una genera-
lidad) adoptando una máscara» (p. 76), dice Barthes refiriéndose a un retrato de
Richard Avedon. El studium designa una impostura, esa ficción de la generalidad
que solo puede adoptar la forma de mito. «Es por ello que los grandes retratistas
son grandes mitólogos» (p. 77), añade antes de explicar que son capaces de cap-
tar un rostro (el rasgo absoluto de la peculiaridad) o un gesto (un acto de pura

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contingencia) y presentarlo como si fuera el rostro de una raza, nación o clase. Efec-
tivamente, igual que la generalidad no es sino su mascarada, en las imágenes es
imposible concebir un espacio de absoluta transgresión. El lenguaje amoroso de
Barthes busca una diferencia radical, un objeto capaz de interrumpir el ámbito
de lo-de-siempre, y lo encuentra en ese detalle que capta la mirada y que él llama
punctum. Pero igual que el azar pertenece a la repetición apasionada, el punctum
está lejos de ser pura contingencia o pura singularidad: su aparición con regula-
ridad en cada imagen adopta la regla de lo «suficientemente plausible» (p. 63)
como para sistematizarse en calidad de uno de los dos «temas en la Fotografía»
(p. 65).

Que Barthes conserva y disuelve a un tiempo esta oposición entre diferencia y


repetición, que trata de poner de manifiesto la naturaleza paradójica de la fo-
tografía, resulta tal vez aún más evidente si escudriñamos cómo se manifiesta
dicha oposición en su texto. Por ejemplo, es evidente en el momento en el que se
enfrenta a la Foto del Invernadero y admite: «ante la Foto del Invernadero yo me
abandonaba a la Imagen, a lo Imaginario. Podía, pues, comprender mi generali-
dad; pero, habiéndola comprendido, huía implacablemente de ella. En la Madre
había un núcleo radiante, irreductible: mi madre» (p. 133). Al certificar que su
relación con esta foto de su madre (antes de que fuera su madre) está formada
y moldeada por lo Imaginario (y este tal vez sea otro nombre para el studium),
Barthes sugiere, no obstante, que lo que diferencia su sufrimiento del de otra perso-
na en circunstancias parecidas, lo que lo agrava incluso, es el hecho de que él se haya
pasado la vida entera con ella y que su pena «proviene del hecho de ser ella quien
era» (p. 133). Precisamente para articular y mantener la especificidad de su duelo,
Barthes confiesa que, «igual que el Narrador proustiano a la muerte de su abuela:
“no me empeñaba solo en sufrir, sino también en respetar la originalidad de mi
sufrimiento”; pues esa originalidad era el reflejo de lo que en ella había de absolu-
tamente irreducible, y por ello mismo perdido de una vez para siempre» (pp. 133-
134). Pero ¿cómo es posible creer en la originalidad del sufrimiento de Barthes
si él mismo nos dice que es «como» el sufrimiento de Proust tras la muerte de su
abuela? ¿Cómo creer en la originalidad de alguien que, lejos de ser una figura sin
precedentes en su vida, es una persona repetida en la vida de otros, una figura
casi arquetípica como puede ser la madre? Al referirse a la originalidad a través
de las palabras de otro, Barthes pone de manifiesto la naturaleza paradójica del
duelo. Efectivamente, sugiere que el dolor que experimentamos ante una pérdida
es siempre contradictorio: cada vez que perdemos a alguien, pasamos, al menos de
manera estructural (aunque tal vez no en todos los detalles), exactamente por las

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

mismas experiencias que otras personas que han sufrido una pérdida similar: nos
abandonamos a los mismos rituales, reproducimos las mismas frases y fórmulas.
Al mismo tiempo, y como todo el mundo, pensamos que nuestro sufrimiento es
absolutamente único. Y en ese sentido tenemos razón, porque, paradójicamente,
lo que se repite cada vez que nos enamoramos o que perdemos a alguien es pre-
cisamente la radical originalidad del amor o de la pérdida. La fotografía, como el
amor o la muerte, es la experiencia de la singularidad que se repite, o de la repe-
tición que se nos aparece como algo singular8.

Esa relación estructural entre la singularidad y la repetición reaparece de otra


forma en la reflexión de Barthes acerca de la oposición entre punctum y studium.
Estos no pertenecen totalmente a la imagen o al modo de percibirla (no son ni
solo atributos de la imagen ni únicamente una proyección de la mirada), sino que
más bien son puntos de conexión entre la historia de la imagen y la historia de la
mirada. Por eso Barthes puede decir que el punctum es «lo que añado a la fotografía
y que sin embargo está ya en ella» (p. 105). Entre «lo que añado» y lo que «está ya

Cubierta de la edición española de La cámara lúcida,


de Roland Barthes (Barcelona, Paidós, 1990).

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

en ella», o más exactamente entre «lo que añado» y lo que «estaba ya en ella» hay
siempre una disimetría temporal: cada imagen es como un reloj que está siempre
un poco atrasado o un poco adelantado. Por eso el verdadero punctum llega a
veces un poco tarde. No hay «nada de extraño, entonces, en que a veces, a pesar
de su nitidez, solo aparezca después, cuando, estando la foto lejos de mi vista,
pienso en ella de nuevo. Sucede algunas veces que puedo conocer mejor una foto
que recuerdo que otra que estoy viendo, como si la visión directa orientase mal el
lenguaje, induciéndolo a un esfuerzo de descripción que siempre dejará escapar
el punto del efecto, el punctum» (p. 103). Tal y como sugiere Barthes, toda expe-
riencia fotográfica es siempre una experiencia del pasado, de aquello que se con-
vierte en una experiencia, no en el presente de los vivos, no en el ahora del clic de
la cámara o de la mirada, sino más tarde, cuando (como sucede en la respuesta
de Barthes a la foto de Van der Zee, que analiza al abordar el punctum) esta o aque-
lla fotografía sigue persiguiéndole obsesivamente, cuando, como él mismo dice,
esa foto «ha fermentado en mí» (p. 103). Al analizar esta fotografía de una familia
negra tomada en 1926, y tras identificar su punctum en un primer momento como
el cinturón y después como «los zapatos con tiras de la negra endomingada»
(p. 103), afirma al final que «el verdadero punctum era el collar que la negra
llevaba a ras de cuello; pues (sin duda) se trataba del mismo collar (un delgado
cordón de oro trenzado) que había visto siempre llevar por una persona de mi
familia y que, una vez desaparecida aquella, permaneció guardado en una caja
familiar de joyas antiguas (esta hermana de mi padre nunca se había casado, había
vivido siempre soltera con su madre, y siempre me había dado pena, pensando
en la tristeza de su vida provinciana)» (pp. 103-104). El hecho de que iden-
tifique este punctum mediante una serie de asociaciones y desplazamientos que
evocan su historia, sus afectos y su inscripción en un lenguaje, una cultura y una
red familiar que le preceden significa que el punctum surge siempre en relación
con elementos del studium. Si este detalle le conmueve, si registra esta particular
herida, es porque esta herida está ya en él, en algún lugar de su historia, aunque
sea de una manera desplazada, críptica e ilegible. Es porque esta herida aparece,
tras un periodo de latencia, como un «rayado inesperado» (p. 164) dentro de su
psique y en su memoria. Es más, esta secuencia de asociaciones y desplazamientos
–desde el cinturón hasta los zapatos y el collar, desde el collar de la negra hasta el
collar de su tía, desde la fotografía que tiene ante él hasta una fotografía anterior de
la historia de su familia y desde la tristeza o muerte asociada a una imagen hasta la
que hay inscrita en otra– pone en marcha la «fuerza de expansión» (p. 90) que
ya había relacionado con el punctum. Dicho de otro modo, el punctum, con toda su
singularidad, en su absoluta irreductibilidad, codifica toda una red de sustituciones

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

que, al mismo tiempo componiendo y descomponiéndola, no le permiten ser lo que


es, ser idéntica a sí misma. Sin embargo, lo que hace posible esta serie de sustitucio-
nes (y Barthes es aquí muy riguroso) es el tiempo «en sí mismo», y no es casual que
el término que relaciona con accidente y contingencia, el punctum, sea otra palabra
para tiempo. Efectivamente, como explica, «existe otro punctum (otro “estigma”)
distinto del “detalle”. Este nuevo punctum, que no está ya en la forma, sino que es de
intensidad, es el Tiempo, es el desgarrador énfasis del noema (“esto-ha-sido”), su re-
presentación pura» (pp. 164-165). Si el tiempo lacera la superficie de la fotografía,
esta fotografía herida también interrumpe el movimiento del tiempo de un modo
que tiene, no la forma del tiempo, sino más bien la de la interrupción del tiempo, la
forma de una «inmovilidad viviente» (p. 97), de una explosión. Así, hiere la forma del
tiempo, intensamente y sin posibilidad de recuperación. Sin embargo, la fotografía
introduce este desorden desde el principio, en tanto cada fotografía está marcada
por el momento singular en el que se ha tomado, un momento que, en tanto no
puede ser ni reproducido ni repetido, en tanto no puede redimirse en el presente,
habita en él como una especie de fantasma. Por eso cada fotografía trae consigo «el
retorno de lo muerto» (p. 39), un retorno en el que lo fotografiado se convierte en
«Todo-Imagen, es decir, en la Muerte en persona» (p. 47).

Por tanto, la fotografía no solo es una mirada hacia atrás, no solo evoca el tiempo
pasado y la melancolía, sino que también se abre al futuro: de hecho, está despla-
zada hacia el futuro. Como dice Barthes, la fuerza metonímica del detalle abre la
fotografía a «una especie de sutil más-allá-del-campo» (p. 109). Este más allá no
es espacial ni supone traspasar los límites del conocimiento codificado o de los
sentimientos culturales; es una especie de «campo ciego» (p. 106), un más allá
que, compuesto de tiempo, es como el futuro, algo ante lo que siempre perma-
necemos ciegos. Es el campo de lo posible, de lo que, dentro de la fotografía, no
puede decirse que esté simplemente aquí y ahora, sino algo que se evoca, como
una promesa, en relación con el pasado y con un futuro desconocido que todavía
está por llegar, pero que contiene, como horizonte, nuestra futura muerte. Por
eso, ligados como la copia y su negativo, el punctum y el studium son los dos polos
ficticios de la fotografía: cada imagen parece alcanzar a cada uno de ellos, pero
nunca lo consigue del todo. Punctum y studium son dos hilos que, juntos, cons-
tituyen la materialidad del lenguaje fotográfico: contingencia, azar, gratuidad,
singularidad y diferencia, por un lado, y necesidad, previsibilidad, mezcla, regu-
laridad y repetición, por otra. Así, cada fotografía no solo muestra lo que enseña,
no solo muestra una relación entre un sujeto que mira y otro que es mirado, sino
que también dice, enseña o representa lo que la fotografía es. La fotografía es una

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

experiencia amorosa, mágica y paradójica: un azar objetivo, una necesaria gratui-


dad, «la repetición incansable de la contingencia» (p. 33).

III

En cada fotografía hay algo asombroso, una fuerza desestabilizadora, algo que nos
deja en suspenso al tiempo que nos fascina, tal vez porque, cuando miramos una
imagen encontramos ante nosotros, por esquivo que sea, la primera señal de azar
y contingencia (una vez más, lo que Barthes llama puntum). Y, como todos los
encuentros con la contingencia, este también produce cierto pavor y deslumbra-
miento. Pero tal vez se trate de algo más: quizá la fotografía se distancia de todo
acto de contemplación civilizado y empático e interroga directamente el goce,
porque de lo que nos percatamos al mirar una imagen es de la peculiar relación
que una fotografía mantiene con lo que estaba antes (pero ya no) ante la cámara.
En el universo fotográfico de La cámara lúcida, la fotografía nos permite disfrutar
de una experiencia del placer, porque promete la posibilidad de que seamos ca-
paces de conjurar, y tal vez incluso de tocar, lo que queda del cuerpo perdido del
referente. Y, si el referente ya no está presente o vivo (esta ausencia o muerte es
lo que nos hiere, aun si, como nos recuerda Barthes, nunca experimentamos esta
herida sin un cierto placer), la huella del «haber-estado-allí» se engloba en lo que
hace que una fotografía sea una fotografía. Por eso la fotografía siempre aparece
como una forma de aparición espectral que, al evocar una huella material del pa-
sado, condensa, entre otras muchas cosas, la relación entre el pasado y el presente,
los muertos y los vivos, la destrucción y la supervivencia.

A diferencia de otras formas de representación, la fotografía establece una relación


existencial con el objeto, porque, en la fotografía, aun cuando solo podamos hallar
sus restos espectrales, «la presencia de la cosa (en cierto momento del pasado)
nunca es metafórica» (p. 139). Esta presencia real, no metafórica, no garantiza
que la imagen sea el «testimonio» de cualquier cosa o que ofrezca una represen-
tación «objetiva» o «fiel» del objeto. La relación entre indicialidad y verdad o
testimonio no es una característica del índice sino una manera muy concreta de
interpretar o percibir la imagen fotográfica, que por otra parte aúna una con-
cepción del sujeto, del lenguaje y de la representación. La cámara lúcida toma
distancia frente a esta relación entre fotografía y verdad precisamente al destacar
que el cuerpo que posa para la cámara es un cuerpo fotográfico, una subjetividad

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

que no existe antes de su representación, que, por el contrario, se constituye en el


acto de sentarse frente a la cámara. Si, en la semiótica clásica, el proceso de repre-
sentación empieza y termina con la estabilidad del «referente», Barthes deshace
esta certidumbre desde el momento en que identifica este punto de partida y de
llegada con una subjetividad plural, cuando lo bautiza como «pequeño simula-
cro», el «Spectrum de la Fotografía» (pp. 38-39). Lejos de demostrar la verdad de
la referencia, el carácter indicial de la fotografía escenifica su índole espectral, su
presencia en el pasado y su ausencia en el presente. La fotografía es un índice de lo
fotografiado, igual que el olor, las huellas dactilares o las huellas que se dejan en
la arena son índices de uno mismo. Son huellas o fragmentos que deja tras de sí
un cuerpo y que funcionan como «un certificado de presencia» (p. 151), como un
signo de algo que estuvo presente pero que ya no lo está. El índice es un signo aso-
ciado al duelo y la melancolía; nunca a la verdad ni al testimonio. Efectivamente,
rememorar cómo se entendía la fotografía en sus comienzos en el siglo XIX nos
permite confirmar que la idea de que la tecnología tiene el poder de hacer visible
una «verdad» oculta no es sino el resultado de una percepción histórica. Dicho
de otro modo, la seguridad de que lo que llamamos el referente o el sujeto de una
imagen es una entidad estable e idéntica a sí misma, una presencia plena que exis-
te con anterioridad a su representación, que se pone frente a la cámara y del que
esta (o el lenguaje) nos da una representación «fiel» o «verdadera», constituye no
una característica de la fotografía sino un uso de la tecnología asociada a ella con
fines de vigilancia y control. Naturalizar tal uso de dicha tecnología y convertir
esta interpretación de la fotografía en «la» interpretación válida es, como cual-
quier operación ideológica, el resultado de una descontextualización de los múlti-
ples modos en los que la imagen fotográfica se interpreta y se pone en circulación.
No obstante, precisamente porque no hay una manera única de interpretar la
indicialidad, un índice (por ejemplo, un retrato fotográfico o un mechón de pelo)
revela algo diferente al detective de una historia policíaca que al protagonista de
una novela de amor. Por eso Alphonse Bertillon y Francis Galton buscaron una
manera de poner orden en lo que a sus ojos parecía evidente: la correspondencia
entre un sujeto y su imagen. Como respuesta, y por el contrario, Barthes confiesa
que «es “yo” lo que no coincide nunca con mi imagen» (pp. 42-43)9.

La indicialidad no está ligada ni a la verdad ni al testimonio sino al cuerpo. En


tanto que índice, la fotografía mantiene, según Barthes, una relación material con
el cuerpo de lo fotografiado; de ahí que sugiera que en la fotografía nunca pueda
ser metafórica la presencia de ese cuerpo en un único momento del pasado: «me
encanta (o me ensombrece) saber que la cosa de otro tiempo tocó realmente con

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

sus radiaciones inmediatas (sus luminancias) la superficie que a su vez toca hoy mi
mirada» (p. 143). El índice fotográfico es una huella corpórea, una «emanación»
luminosa captada gracias a un proceso químico. Desde el punto de vista de su
materialidad más absoluta, es decir, como efecto químico producido por la luz, la
fotografía adquiere una dimensión mágica. El índice fotográfico despliega su ma-
gia, su alquimia, al unir, como si de «una especie de cordón umbilical» (p. 143) se
tratara, el cuerpo que antes dejara en esa placa fotográfica la marca de su presencia
y el cuerpo que sostiene la imagen en sus manos y la mira con los ojos. Lo que
fascina y a la vez deprime es la doble naturaleza de la huella fotográfica. Por un
lado, la imagen es un fragmento real (no metafórico) de un cuerpo que perteneció
al pasado. Esto significa que desde el principio el carácter indicial de la fotogra-
fía ofrece la promesa de la inmortalidad. Esta utópica esperanza de interrumpir
o detener el tiempo, de inmovilizar el presente y congelarlo en una superficie
bidimensional, está clara en los primeros usos de la fotografía, sobre todo en esa
costumbre decimonónica de retratar a los muertos; sigue estando inscrita en el
deseo de toda la tecnología asociada a la fotografía y, desde luego, se palpa en cada
imagen que toma la cámara. Por eso una fotografía se puede considerar un índice,
igual que un fósil o una ruina también lo son: un fragmento que nos llega del
pasado y que nos permite soñar que la totalidad que lo produjo está todavía ahí
y, sobre todo, aún nos pertenece. Por otro lado, como huella, como emanación de
un cuerpo, un índice (por ejemplo, una fotografía o una huella en la playa) nunca
nos da información precisa sobre el cuerpo que posó para la cámara o que hundió
los pies en la arena. Sin embargo, hay que tener en cuenta que se nos deja solo con
una ausencia, ante la cámara y sobre la arena. Un índice mantiene una relación
existencial con el cuerpo fotografiado solo porque descubre, con una imprevista
«punzada», el hecho de su desaparición.

Si la doble naturaleza del índice fascina y deprime a la vez es porque dice que el
cuerpo que estuvo allí estuvo de una forma tan convincente que fue capaz de dejar
un pequeño fragmento de sí mismo, un fragmento que tocamos con la mirada,
como si tocáramos el cuerpo en sí. Pero todo índice es también la señal de una
fatalidad (p. 34), porque hace referencia, al mismo tiempo, a un tiempo irrecupe-
rable y a un objeto perdido. Tal vez por eso la fotografía evoca más que cualquier
otro objeto indicial la melancolía: «en la Foto algo se ha posado» (p. 139) ante la
cámara, y ese algo no se ha esfumado sino que parece haberse quedado allí, parece
haberse detenido siquiera por un instante. Tal vez sea esta promesa de postración
que hace efectiva el objeto inmóvil ante el pequeño agujero de la cámara lo que
devuelve con mayor aflicción esta ausencia. También la sensación de estabilidad

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

que trae consigo la fotografía cuando, embalsamando el tiempo, nos hace imagi-
nar, mientras contemplamos un retrato fotográfico, que estamos ante un cuerpo
embalsamado.

Esta es la razón por la que en cada fotografía hay algo asombroso, una fuerza de
desestabilización, algo que nos deja en suspenso a la vez que nos fascina. Como un
«fogonazo que flota», su «efecto es seguro, pero ilocalizable, no encuentra su
signo, su nombre; es tajante, y sin embargo recala en una zona incierta de mí
mismo; es agudo y reprimido, grita en silencio» (pp. 100, 103). Es la fuerza
de una marca, la fuerza del índice o de esa existencia pasada que solo tiene
una imagen por huella, la fuerza del punctum o el azar que lacera cada imagen.
La fuerza de la fotografía reside en su capacidad de fascinarnos y de dejarnos
indefensos, porque la fotografía, que a menudo se ha asociado con el campo
de lo Imaginario, no hace otra cosa que apuntar hacia el centro mismo de lo
Real, hacia ese lugar en el que nos quedamos sin palabras o sin mirada. Por
eso nos quedamos tantas veces mudos frente a una imagen: como si, durante
una décima de segundo, estuviéramos mirando lo que no puede ser nombra-
do. También por eso la frase de Kafka, según la cual «fotografiamos las cosas
para quitárnoslas de la mente», relaciona la necesidad de fotografiar, no con
la necesidad de registrar o de poseer el mundo, sino con la posibilidad de no
verlo, porque en último extremo, o en el límite, la fotografía apunta hacia lo
Real mismo, hacia aquello que no deseamos nombrar, hacia lo que no quere-
mos ver: el punctum, el índice, la contingencia, la muerte. No obstante, por
mucho que sellemos nuestros labios, cerremos los ojos o tomemos fotografías
de todo, no desaparecerá ni se difuminará ese «fogonazo que flota». Tal vez
para ver una fotografía no necesitemos abrir los ojos a su brutalidad literal,
aunque tampoco tenemos que cerrarlos. En último extremo, o en el límite,
quizá la mejor manera de ver una fotografía sea mirarla con los ojos entrece-
rrados, como cuando miramos hacia el sol.

IV

En tanto que índice, toda imagen es la emanación de un cuerpo del pasado que,
aunque haya desaparecido y ya no esté aquí, ha dejado tras él un fragmento de sí
mismo. Al contemplar este vestigio, es decir, esta fotografía, la miramos rápida-
mente para detener la mirada en un nuevo fragmento, en un detalle que Barthes

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

llama el punctum. Así, índice y punctum son dos términos con los que designar la
experiencia del fragmento o la fragmentación de la experiencia que llamamos
«fotografía». En tanto que fragmento, una fotografía se ofrece para ser interpre-
tada como una especie de vestigio o cadáver; es lo que queda de una totalidad ya
ausente. Sin embargo, como otra totalidad nueva, pone de manifiesto la violencia
aparejada a cada acto fotográfico y al propio lenguaje de la fotografía. Al fin y
al cabo, una fotografía es un corte que el ojo o la cámara hace en el mundo, aun
cuando solo sea de manera fragmentaria. Como sugiere Barthes mientras mira una
serie de fotografías de su madre e intenta descubrir su esencia en ellas: «Según van
apareciendo esas fotos reconozco a veces una parte de su rostro, tal similitud de la
nariz y de la frente, el movimiento de sus brazos, de sus manos. Solo la reconocía
por fragmentos, es decir, dejaba escapar su ser y, por consiguiente, dejaba escapar
su totalidad» (p. 119). Estos fragmentos fotográficos le permiten soñar con ella,
pero no soñarla: «sueño con ella, pero no la sueño» (p. 120). O, más bien, si «la
sueñan» solo pueden soñarla fragmentada, como si estuviera únicamente presente
en la ausencia que Barthes, insistente y apasionadamente, desea superar. El resul-
tado de este sueño fragmentado es el objeto que, ingrato y sin memoria, llamamos
imagen, un fragmento que aparece ante nuestros ojos únicamente como «contra-
rrecuerdo» (p. 159), y como si remitiera a un todo autónomo.

La cámara lúcida identifica perfectamente la violencia ontológica característica


de la tecnología asociada a la fotografía y la traduce en una especie de gramática
que nombra los efectos de la imagen sobre el cuerpo del sujeto que mira y del que
es mirado: atraviesa, punza, escinde y agujerea. No obstante, Barthes interpreta
esta violencia fotográfica (que es quizás otra forma de denominar la fuerza de
la descontextualización que libera cualquier fotografía) en relación, no solo con la
melancolía o la tragedia, sino también con el placer. Así pues, la imagen es com-
parable al haiku. Comparte con esta forma poética «una esencia (de herida)», ese
rasgo del fragmento en el que no falta nada porque «todo viene dado, sin provocar
deseos o incluso la posibilidad de expansión retórica» (p. 97). Esta identificación
entre la imagen fotográfica y el haiku es recurrente en los escritos de Barthes:
se da también en el ensayo «El tercer sentido», en el libro sobre Japón titulado
El imperio de los signos y en el texto casi autobiográfico Roland Barthes por Roland
Barthes10. En todos los casos, el haiku, como la imagen, es una especie de «gesto
anafórico» donde el significado es tan solo «una fulguración» y donde lo que se
desarrolla es, como dice Barthes, «indesarrollable» (p. 97), y donde «la estela del
signo que parecía haber sido trazada» dentro de la imagen fotográfica «se borra»11.
Algo distinta de la melancolía y de la tragedia, y en tanto que fragmento que se

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

convierte en una nueva totalidad y no pide ser ampliada, la imagen adquiere, por
tanto, la brillantez y esplendor del haiku y, en este contexto, del fetiche12.

Efectivamente, el fetiche es ese fragmento que inicialmente recibe especial aten-


ción porque remite a un objeto ausente con el fin de ocultarlo y ocupar su lugar.
La imagen se convierte en fetiche cuando el delgado hilo que la une al objeto se
trunca y la mirada se zambulle en ella en busca de un detalle cada vez más di-
minuto cuya «sola presencia cambia mi lectura» (p. 87). Ante las imágenes de
Mapplethorpe, Barthes no se siente conmovido por el espectáculo que ofrece la
fotografía; al contrario, se centra en la imagen de la ropa interior tomada muy de
cerca para certificar «la rugosidad del tejido» (p. 87). Al igual que el detective
que se preocupa solo por aquellos detalles que son pertinentes para la resolución
del crimen, el analista que investiga el diminuto slip que le llevará a la verdad y
el amante que aísla una característica o un rasgo con el cual se entrega al objeto
amado, los primeros planos fragmentan el mundo y recopilan detalles que nos
hacen olvidar la totalidad a la que pertenecieron en un momento dado.

La mirada fotográfica es fetichista. Funciona como una ampliación infinita; am-


plía la imagen para buscar «“un detalle”, es decir, un objeto parcial» (p. 89). Sin
embargo, según confirma la película de Michelangelo Antonioni o el relato de
Julio Cortázar, ampliar una imagen, acercarse a sus detalles, supone tal vez ir
en busca del misterio de nuestra propia imagen: «dar ejemplos de punctum es, en
cierto modo, entregarme» (p. 89), confiesa Barthes. En La cámara lúcida hay un
detalle que capta la mirada de Barthes con gran regularidad, como si cada retra-
to fuese una especie de imán. Al principio surge como una cuestión «cultural o
histórica»: «muchos de los hombres fotografiados por Nadar llevaban las uñas
largas: pregunta etnográfica: ¿cómo se llevaban las uñas en tal o tal época?» (p.
68). Pero más tarde este detalle vuelve a aparecer con otro tono, cuando Barthes
contempla un retrato de Tristan Tzara de joven. Lo que le llama la atención no
es su rostro, ni siquiera el hecho de que lleve un monóculo; antes bien, sugiere
Barthes, «la gracia del punctum es la mano de Tzara puesta sobre el marco de la
puerta». Después se centra en algo incluso más pequeño, el verdadero punctum
de la fotografía: la «mano grande de uñas poco limpias» (p. 90) parecería ser la
analogía más adecuada para expresar lo que nos seduce de una imagen. Lo que nos
deslumbra, lo que nos hiere, cuando miramos una fotografía es un detalle mar-
ginal e inesperado, una especie de emanación del inconsciente dentro del cuerpo
o en la imagen, que está excluido de la intencionalidad del fotógrafo o del sujeto
u objeto fotografiado y que, por lo tanto, abre la puerta para que entre el azar. El

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

punctum es un fetiche, un detalle fulgurante que, al irradiar su luz, no oculta nada,


pero que sin embargo torna opaco el resto de la imagen. Esto es lo que al pare-
cer ocurre con la fotografía que hace Duane Michals de Andy Warhol, en la que
Warhol se tapa la cara con las manos y en cambio no oculta nada. Warhol «me da
a leer abiertamente sus manos; y el punctum no es el gesto»; más bien, como ocu-
rre en la imagen anterior, es «la materia algo repulsiva de esas uñas espatuladas,
suaves y contorneadas al mismo tiempo» (p. 93). El punctum es ese detalle suave
y espatulado que nos atrae; es, al mismo tiempo, «la materia algo repulsiva», los
restos que deja tras sí un cuerpo, un objeto o instante que amamos como fetiche,
como índice o fotografía. Y el hecho de que este interés por las uñas obedezca en
el caso de Barthes a una especie de curiosidad permanente (aparecía ya en «El
tercer sentido») tal vez se deba a que las uñas parecen encarnar el fetiche: el hecho
de que sigan creciendo incluso después de que el cuerpo al que pertenecen haya
muerto –podríamos decir incluso que constituyen esa parte del cuerpo vivo que
más se parece a la materia muerta– significa que, como la fotografía y como los
fetiches, desdibujan el límite entre la vida y la muerte, entre la presencia y la
ausencia. Como fragmentos que son del cuerpo, atraen la atención y el deseo de
Barthes porque, entre otras muchas cosas, forman parte de sus reflexiones sobre la
naturaleza contradictoria de la fotografía. Si una fotografía es un fragmento que
resta protagonismo a la totalidad que tiempo atrás lo había albergado, es porque
lo que nos sorprende en una fotografía es, como las uñas de Barthes, marginal, un
detalle que destella en la imagen para dejar todo lo demás en sombra. Este detalle
fugaz y esquivo está cargado de gran fuerza metonímica. Condensa la imagen y
la desplaza como un espectro, se puede ver en un sitio y después en otro, aparece
en un momento dado y reaparece después. El fragmento que llamamos fotografía
y el fragmento que la ilumina tienen el poder de rasgar tanto el tiempo como
nuestra mirada: «es fantasmático, deriva de una especie de videncia que parece
impulsarme hacia delante, hacia un tiempo utópico, o volverme hacia atrás, no sé
adónde de mí mismo» (p. 84). La fotografía es el fetiche amoroso por excelencia,
un fragmento del presente que, como la relación entre dos amantes, une el pasado
y el futuro y, con ello, perturba el tiempo mismo.

Al reflexionar sobre la cuestión de los parecidos, Barthes sostiene que, cuando se


acerca a una fotografía, cuando siente que casi puede tocar su «objeto de deseo,

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

el cuerpo de la persona amada», siente como si se quemase (p. 173), como si es-
tuviese próximo a quedar consumido por una especie de fuego. Esta experiencia
incendiaria certifica no solo el grado extremo de su deseo y de su amor, sino tam-
bién, en el filo de este grado extremo, la quema de su identidad. De hecho, toda
esta reflexión sobre los parecidos se integra en la polémica general que aborda
Barthes sobre la identidad. Tal y como sugiere este autor, si una fotografía lleva
implícito un parecido con una identidad, esta identidad es siempre «imprecisa» e
«incluso imaginaria»; algo que es solo «irrisorio, puramente civil, incluso penal»
(pp. 173, 176). Por esta razón un retrato siempre «se parece a cualquiera excepto
a aquel a quien representa», y de ahí también que el autor pueda experimentar el
«deslumbramiento» de la verdad de su madre en la Foto del Invernadero (p. 176).
En esta «foto perdida, lejana» (en la que la niñita que él nunca conoció, que no
se asemeja ni «se le parece» a su madre, evoca sin embargo «los lineamentos de la
verdad» de esta última), Barthes halla un principio de la fotografía. Así, constata:
«Ante la foto de mi madre de niña me digo: ella va a morir: me estremezco, como
el psicótico de Winnicott, a causa de una catástrofe que ya ha tenido lugar. Tanto
si el sujeto ha muerto como si no, toda fotografía es siempre esta catástrofe» (p.
165). Si la fotografía de su madre de niña lleva de antemano la huella de su futuro
fallecimiento se debe sin duda a que, en el momento en que Barthes la encuentra
y observa, ya está muerta (la catástrofe «ya ha tenido lugar», de manera que solo
puede ver la foto a través de esa lente que es su muerte), pero también al hecho de
que la fotografía, en el momento de tomarse, ya mortificó e inmovilizó al sujeto
(la catástrofe «ya había tenido lugar», y no ya antes de que él viera la fotografía,
sino antes incluso de su nacimiento y de la muerte de su madre). Tanto si la madre
«ya está muerta» (en un sentido literal) como si no, ya habrá experimentado (una
clase de) muerte.

La fotografía siempre traslada la muerte a los fotografiados, pues la muerte es el


«eidos» de la fotografía (p. 48)13. Lo que sobrevive de una fotografía, lo que regresa
de ella, supone por tanto siempre la supervivencia de los difuntos, la aparición de
un fantasma o espectro. De ahí que, en el espacio de la fotografía, los muertos
estén siempre vivos y los vivos estén muertos sin estarlo. Este axioma permite a
Barthes hacer una afirmación general sobre la fotografía a partir de su experien-
cia particular de la Foto del Invernadero, pero también le lleva a interpretar su
propia muerte no solo en relación con la de su madre sino con la muerte que toda
fotografía anuncia: en sus palabras, en toda foto «hay siempre […] ese signo im-
perioso de mi muerte futura» (p. 168). Al observar una fotografía, el sujeto que
mira adquiere una condición espectral por mor de una muerte que, a través de

49
EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

un proceso de identificación incierto y fantasmático, a partir de ese momento le


persigue y obsesiona, toca y habita su vida, pasa a ver como «suya»: una muerte
que es la vida de su vida y en la que existe y vive, no muerto, pero muriéndose.
Existe, como los primeros actores que «se destacaban de la sociedad represen-
tando el papel de Muertos», en un «cuerpo vivo y muerto al mismo tiempo»
(p. 72). La experiencia de vivir en el umbral de la vida y la muerte es otra forma de
denominar la experiencia del amor (en virtud de lo que ocurre en nuestra relación
con la persona amada), como confirma en la siguiente confesión de Fragmentos de
un discurso amoroso: «me he proyectado en el otro con tal fuerza que, cuando me
falta, no puedo recuperarme: estoy perdido, para siempre»14. Y si bien Barthes
sugiere que esta pérdida de identidad del yo ocurre especialmente en relación
con el otro que está ausente, también da a entender que ocurre incluso cuando su-
puestamente está «presente», pues la relación misma entre un yo y otro significa
que, dado que cada cual habita ya en el otro, ni el yo ni el otro pueden entonces
regresar a sí mismos (o, en el caso de su madre, a «sí misma»): el yo y el otro se
desconstruyen mutuamente precisamente en virtud de su relación.

Si ni Barthes ni su madre pueden seguir siendo simplemente ellos mismos se debe


a que, dado que portan la huella del otro, ambos pueden identificarse con el otro.
La posibilidad de que se produzca esta transformación por la cual uno se transforma
en el otro se confirma de manera extraordinaria en otro pasaje en el que Barthes
asegura, en una inversión extrema de los tiempos, que ha dado a luz a su madre y
que se ha convertido, por tanto, en la madre de sí mismo. Tras recordar que los
griegos «penetraban en la Muerte andando hacia atrás», al descubrir la Foto del
Invernadero en la que aparecía su madre en «la imagen de una niña», Barthes
asegura en relación con esa fotografía haber llegado «remontando»; «remontando
yo toda una vida, no la mía, sino la de aquella a quien yo amaba». Es más, llega a
sugerir que, mientras cuida de su madre enferma, «al final de su vida», es capaz
de experimentar «en la realidad» el «movimiento de la Foto» hacia atrás, su capa-
cidad para retrotraerle a la infancia de su madre (p. 127). Así, explica: «Durante
su enfermedad yo la cuidaba, le daba el tazón de té que a ella le gustaba porque
podía beber más cómodamente en él que en una taza, se había convertido en mi
niña, identificándose para mí con la criatura esencial que era en su primera foto.
[…] Ella, tan fuerte, que constituía mi Ley interior, yo la vivía para acabar como
si fuese mi niña. Resolvía así, a mi manera, la Muerte. […] Si, después de haberse
reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado
y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfer-
medad a mi madre» (pp. 128-129). Tras reconocer que su madre siempre había

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

sido su «Ley interior», Barthes sugiere que ella ya estaba en él antes de que él
llegara a ser él mismo; era ya más fuerte o más poderosa que él. Desde el princi-
pio, había dejado una impronta en él y por tanto le había dado la vida, le había
reproducido, «como otro que sí mismo». Como mecanismo reproductor y al igual
que la cámara, la madre reproduce no lo mismo sino otra cosa: por tanto, mata
(Barthes dice que «muere») al mismo tiempo que engendra, produce, da a luz,
trae al mundo y crea algo digno de ser visto. Él confirma esta muerte –esta muerte
que acompaña al nacimiento– cuando, como ocurre en este pasaje, se descubre a
sí mismo en la figura de la madre. Al experimentar la alteridad de la madre y en
la madre, experimenta «en él» una alteración que desplaza su singularidad hasta
el infinito y al tiempo la delimita. Precisamente por esta razón, desde el instante
mismo en el que nace, Barthes ya experimenta una especie de muerte en relación
con el cuerpo materno, un cuerpo cuyos restos tangibles perviven en su cuerpo y
por tanto confirman retrospectivamente no solo el pasaje de su propio cuerpo por
el de su madre, sino también la capacidad que tiene de conservar una relación
con el cuerpo de su madre, incluso tras la muerte de esta. Encarnando el pasado
y el presente, la vida y la muerte a un tiempo, el cuerpo de Barthes porta las
huellas del lugar donde vivió (y donde vivió para empezar a morir): la oscuridad
del vientre de su madre (o, por decirlo de otra manera, el «cuarto oscuro» de su
madre). Como recalca, «Freud dice del cuerpo materno que “no hay ningún otro
lugar del que se pueda decir con tanta certidumbre que se ha estado ya en él”»
(p. 84). En tanto condición de posibilidad misma de un proceso reproductor que
crea algo digno de ser visto, el cuerpo de la madre es a la vez cámara, revelador y
cuarto oscuro del fotógrafo. En la medida en que da a luz una imagen, la madre es
otra denominación para la fotografía. Este vínculo entre la fotografía y la madre
es visible en todo el texto de Barthes, y no se restringe a los momentos en los
que se hace una referencia explícita a la madre: el autor estructura la totalidad
del texto en torno a una fotografía de su madre difunta que no reproduce, pero
a partir de la cual pretende «sacar» toda la Fotografía; más aún, conceptualiza la
fotografía con imaginería relativa a lo maternal, como un proceso de reproducción
que, como la madre y por mediación de la química, da a luz una serie de imágenes
que crean, conservan y destruyen a los sujetos que en ellas aparecen, y que están
unidos al sujeto que observa por una especie de cordón umbilical. En el universo
de La cámara lúcida, la madre es un incunable repleto de imágenes.

Si la madre de Barthes sigue estando «en él» incluso después de su muerte,


desaparición y tránsito, es porque, aparte de las huellas materiales, de la impronta
tangible que ha dejado su cuerpo en el de su hijo, sigue presente en su interior

51
EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

como una serie de recuerdos y escenas que no son otra cosa que imágenes: de he-
cho, lo único que deja «en él» son imágenes15. Al recordar a su madre (pues ¿qué
otra cosa podemos recordar más que nuestra madre?), Barthes la asocia con una
serie de imágenes diferentes pero relacionadas entre sí: en primer lugar, la de su
enfermedad; luego, aquella en la que se convierte cuando pasa a ser su «niña» o
«criatura»; y finalmente la imagen de quien él ha «engendrado». Sin embargo,
no es accidental que se identifique con la madre, con la función maternal, en ese
preciso momento en el que su «madre», que aún no es madre, es la «criatura esen-
cial» que era en su «primera foto». Igual que la madre que reproduce el yo como
otro, Barthes también reproduce a su madre como otro (una serie de otros). Al
incorporar a su madre difunta a su propia identidad espectral, Barthes posibilita
una especie de «resurrección» (p. 145), otro «nacimiento», y así contrarresta la
muerte de su madre con un elemento lleno de vida (tal vez la suya propia), pero de
una vida que ya estaba presente en la muerte en vida de la madre. Si la fotografía
expresa cierto horror, Barthes hace notar que se debe a que «certifica […] que el
cadáver es algo viviente, en tanto que cadáver: es la imagen viviente de una cosa
muerta» (p. 139); es porque, en otras palabras, los muertos y los vivos se convier-
ten en cadáveres vivientes16.

Este vaivén entre la fotografía y la madre sugiere que la primera –y, en este caso,
la foto que reconocemos como la del hijo que se convierte en la madre– está dota-
da de una capacidad de procreación mágica y asombrosa. Así se confirma en uno
de los pasajes más significativos de La cámara lúcida, en el cual se concitan la luz,
el cuerpo, la mirada, el yo, el referente y el cuerpo materno. En palabras de Bar-
thes: «La foto es literalmente una emanación del referente. De un cuerpo real, que
se encontraba allí, han salido unas radiaciones que vienen a impresionarme a mí,
que me encuentro aquí; importa poco el tiempo que dura la transmisión; la foto
del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los rayos diferidos de una
estrella. Una especie de cordón umbilical une el cuerpo de la cosa fotografiada a
mi mirada: la luz, aunque impalpable, es aquí un medio carnal, una piel que com-
parto con aquel o aquella que han sido fotografiados» (pp. 142-143)17. Invocando
a Demócrito y su teoría atómica de los eidola, según la cual los cuerpos despiden
efluvios, vestigios materiales del sujeto, que viajan por el medio luminoso hasta
los ojos del espectador18, Barthes sugiere que la fotografía aúna el pasado lejano
y algún instante del presente de la misma manera en que «los rayos diferidos de
una estrella» unen lo más remoto con lo más cercano, y que también están unidas,
por una especie de cordón umbilical compuesto de luz, la imagen y la mirada del
espectador. Como sugiere Elissa Marder en su interpretación de este pasaje:

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

la fotografía, que etimológicamente quiere decir «escritura con luz», por


efecto de la alquimia transforma la luz en carne. En semejante transfor-
mación, la fotografía pasa a ser un medio materno que, por arte de magia,
vuelve a conectar a través de un cordón umbilical el cuerpo del sujeto que
mira con el del referente. Y este cordón, a su vez, crea un nuevo corpus
que envuelve tanto al sujeto que mira como al objeto fotografiado bajo una
misma piel. En el acto por el cual la luz se transforma en piel, la fotografía
transubstancia el cuerpo del referente y lo transporta a través del tiempo
y del espacio19.

Si la fotografía transforma a los vivos y a los muertos en muertos vivientes –si une
a vivos y a muertos en una especie de «inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno
mismo del mundo en movimiento»; si los elementos de la vida y la muerte están
«pegados el uno al otro, miembro a miembro, como el condenado encadenado a
un cadáver en ciertos suplicios» (p. 33)– también se debe a que, como la madre,
la fotografía mata y da a luz a la vez. En palabras del propio Barthes: «cuando
me siento observado por el objetivo, todo cambia; […] siento que la Fotografía
crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho» (pp. 40-41). Como la madre, la
existencia de la fotografía se sitúa entre la vida y la muerte, entre el pasado y el
presente, entre la interioridad y la exterioridad, el cuerpo y la imagen, el sujeto y
la imagen. Se abre a un futuro cuyos designios todavía se desconocen, aun cuando
lo que puede conocerse nos permite perfilar los bordes del horizonte y el límite
de la muerte. Por esta razón la madre (la de Barthes, pero en general todas) no es
ni más ni menos que una figura que representa el nacimiento y la muerte de la
fotografía.

VI

Si la Foto del Invernadero es, de hecho, el «punctum invisible» de la obra elegíaca


de Barthes20 (aun cuando no forme parte de la serie de fotografías que se muestran
y analizan, su presencia espectral recorre todo el libro y podríamos decir incluso
que, como la herida que lo «firma», no hay frase en todo el libro en el que esta
imagen no se palpe), el autor se apresura a dejar de manifiesto que, al pensar en
la fotografía, debemos pensar en algo más que en una mera fotografía o que en la
luz: debemos pensar en lo que denomina las «últimas notas», la melodía de su
madre y la de su propia aflicción como hijo en el momento de su defunción, y,
en general, en una especie de concordancia o correspondencia. En este sentido,

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

subraya: «esa Fotografía del Invernadero constituía para mí algo así como las
últimas notas que escribiese Schumann antes de hundirse, ese primer Canto del
Alba que concuerda a la vez con la esencia de mi madre y con la tristeza que su
muerte produce en mí; solo podría expresar esta concordancia mediante una suce-
sión infinita de adjetivos» (p. 126)21. Si bien ya había puesto de relieve la relación
entre la fotografía y la música al abordar la cuestión del studium y del punctum –no
en vano, escribe que «habiendo así distinguido dos temas en Fotografía (pues en
definitiva las fotos que me gustaban estaban construidas al modo de una sonata
clásica), podía ocuparme sucesivamente de uno y de otro» (p. 65), la referencia a
las últimas notas que compuso Schumann trae consigo particulares resonancias,
pues, entre otras cosas, recuerda su ensayo de 1979 titulado «Amar a Schumann»
y otro anterior, de 1976, sobre Schumann y Schubert, titulado «La canción ro-
mántica». En este último, Barthes explica que, al escuchar el lied de Schumann,
se dirige a «una Imagen: imagen del ser amado, en la que me pierdo, y que me
devuelve mi propia, abandonada imagen». Y luego apostilla, anticipando la ma-
nera en que posteriormente interpretará su relación con la Foto del Invernadero:
«lucho con una imagen que es, a la vez, la imagen del otro, deseada, perdida, y
mi propia imagen, deseante, abandonada»22. A raíz de la muerte de su madre, sin
embargo, la figura del otro, «deseada, perdida», y que es evocada por la música
de Schumann, pasa a asociarse de manera específica con su madre y el fallecimien-
to de esta, y con la pérdida de identidad del yo que originan esta relación y la
muerte. En «Amar a Schumann», hace más explícita esta tesis cuando sostiene
que Schumann es «el músico de la intimidad solitaria, del alma enamorada y
enclaustrada, que se habla a sí misma [...], o sea, del niño que no tiene más que a
su Madre», y cuando afirma que la de este compositor es «una música dispersa y
unitaria a la vez, refugiada de continuo en la sombra luminosa de la Madre (el lied,
muy abundante en Schumann, es [...] la expresión de esta unidad maternal»23. En
la medida en que sugiere que nos relacionamos con la Madre aun cuando estamos
solos y hablamos solo con nosotros mismos (y así sucede porque interiorizamos su
huella igual que interiorizamos la huella de la música que escuchamos), la música
de Schumann, como la fotografía, une el amor a una fuerza capaz de detenernos,
y la «Madre» a la fotografía. Asociada como está a la luz y a la oscuridad de la
que surge la fotografía, la Madre también resulta estar vinculada a los ritmos y
escansiones de la música «en sí misma».

Tal vez lo más sobresaliente de esta serie de asociaciones entre la música, el amor,
la muerte, el duelo y la madre es que transcribe la música para convertirla en
una representación sombría de la mortalidad y la finitud. Esta relación entre la

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

música y la muerte se evoca en La condición humana, la obra de 1933 centrada en


los albores de la Revolución China en la que André Malraux subraya que «solo la
música puede hablar de la muerte»24. Y si, por un lado, la afirmación sugiere que
de todas las artes es únicamente la música la que puede hablar de la muerte, por
otro nos dice que la música solo puede hablar de la muerte, de nada más que la
muerte. Lo que convierte la música en música, en otras palabras, radica en que, en
nuestra forma de experimentarla, nos enfrentamos a lo que siempre está pronto
a esfumarse. Por eso, para Barthes, está ligada al duelo; y, en particular, en La
cámara lúcida, a la relación entre el amor y el duelo. De hecho, precisamente esta
última relación es la que evoca la Foto del Invernadero y la que le atrae hacia la
Fotografía, puesto que es por esta foto en concreto por la que afirma entender que
debe «interrogar lo evidente de la Fotografía […] en relación con lo que llamaría-
mos románticamente el amor y la muerte» (p. 130). Como el amor y la muerte, el
carácter fugitivo y transitorio de la música comienza con la imposibilidad misma
de que podamos comprenderla. Por eso a menudo se ha considerado «un arte más
allá de la significación»25. En nuestra experiencia de la música, siempre hallamos
una sobresignificación aleatoria (aunque sonora, audible, evocadora). Podemos
incluso afirmar que la música es, en cierto sentido, la materia menos proclive a
la incorporación. Como el otro que siempre se retacea a nuestra comprensión (es
sabido que esta incomprensión es, para Barthes, una condición del amor y de sus
muchos enigmas), la música sigue estando, incluso después de que la escuche-
mos, incluso después de que incorporemos su huella, en algún lugar más allá de
nosotros, resonando en la distancia, en una exterioridad que se extiende en todas
las direcciones y que experimentamos como la apertura del mundo. La música
no tiene cara oculta, aunque pase inadvertida; como la madre de Barthes, aparece
«sin mostrarse ni esconderse» (p. 123). Es fugitiva y evanescente. Como el amor
y la muerte, tiene la capacidad de desposeer a los sujetos; por otra parte, puesto
que nos determina en la medida en que nos desplaza, nos desapropia de nosotros
mismos, haciéndonos inaccesibles a nosotros mismos, podríamos decir incluso
que implica el desvanecimiento del sujeto.

Decir que «solo la música puede hablar de la muerte» equivale, por tanto, a soste-
ner que, como la fotografía y el amor, siempre marca nuestra propia partida, nues-
tra muerte inminente. También equivale a afirmar que la música siempre ha sido
una forma de experimentar huellas, una forma de inscripción o escritura. Como la
fotografía, tiene la capacidad de dejar una impronta o huella; y la tiene porque, en-
tre otras cosas, es ritmo en sí misma. Cuando Mallarmé dice en La música y las letras
que «toda alma es un nudo de ritmos»26, en el fondo está invocando el significado

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

arcaico de la palabra «música», ritmo, a saber: «tipo», «letra», «carácter» e in-


cluso «esquema». Por eso, la música siempre trae aparejada la imposición violenta
de cierta forma; da la impresión de que, en algún material maleable (cera o vinilo,
por ejemplo) –y, de nuevo, de una manera no muy distinta de lo que ocurre con
la fotografía–, produce una efigie. Para designar tal operación, los griegos utiliza-
ban el verbo tupein, que se derivaba de tupos: la marca, la impronta, los caracteres
grabados. Así lo confirma en un ensayo de 1966 titulado «La noción de “ritmo”
en su expresión lingüística» Emile Benveniste, a quien Barthes a menudo afirmó
admirar y amar27. En él, hace notar que rhuthmos significaba originalmente skhema
(forma, figura, esquema) y que también caracteriza (y pertenece) a un proceso de
diferenciación y distinción que con frecuencia ilustran las letras del alfabeto28.

Esta relación entre el ritmo y la inscripción, y entre el ritmo y las letras, evoca
de manera general la cuestión de la escritura, a partir de la cual parece posible,
con la obra de Barthes como acompañante, reflexionar sobre la preinscripción del
sujeto en la escritura. Sin embargo, como hace notar Philippe Lacoue-Labarthe en
su análisis del artículo de Benveniste, no deberíamos extraer conclusiones adelan-
tadas a partir de la argumentación de Benveniste29. De hecho, Benveniste insiste
en que skhema es solo una aproximación a rhuthmos. Mientras skhema designa «una
forma fija y realizada que se presenta como objeto», rhuthmos sería «la forma en
el momento en que está tomada por lo que está en movimiento, móvil, en flujo,
la forma que no tiene consistencia orgánica». Es, añade este autor, una forma
«improvisada, provisional, modificable»30. Entre otras cosas, esto significa que
la forma del ritmo está atravesada por el tiempo o, por decirlo de otro modo, el
tiempo es su condición de posibilidad. Con Lacoue-Labarthe podemos afirmar
que el vocablo «ritmo» ya implica –en el límite mismo de la capacidad que tiene
el sujeto para figurarse o representarse– la marca, la estampa, la impronta que
nos inscribe con ese mismo movimiento y simultáneamente nos impide volver a
nosotros mismos definitivamente, nos envía de vuelta a la noche y el caos que,
a pesar de que nosotros no lo hayamos impuesto, nos permite aparecer tal como
somos, y tal como no somos: nosotros mismos31. Este proceso de inscripción e
impresión también caracteriza el espacio fotográfico, uno en el que, como sugiere
Barthes, siempre experimentamos nuestro «advenimiento» como otros. En este
sentido, tal vez, «toda alma es un nudo de ritmos», una convergencia de estatis-
mo y movimiento, de estabilidad e inestabilidad, de singularidad y repetición.
Somos, por tanto, efectos del ritmo32, lo que significa que nos hemos convertido
en una impresión, en concreto en una impresión fotográfica. En Fragmentos de
un discurso amoroso, Barthes confirma esta transformación (situándola además

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

en relación con la voz y el cuerpo de la amada) cuando expresa lo siguiente: «En


la imagen fascinante, lo que me impresiona (como si fuera ya un papel sensible)
no es la suma de sus detalles sino tal o cual inflexión. Del otro, lo que llega brus-
camente a tocarme es la voz, la caída de los hombros, la esbeltez de su silueta, la
tibieza de la mano, el sesgo de una sonrisa, etc.»33. Como ese detalle o punctum que
le punza y le hiere, los detalles del cuerpo del ser amado penetran en él y le trans-
forman para convertirle en el registro, la impronta, la serie de impresiones que,
como el «papel sensible» que registra la huella del otro, confirman su carácter
fotográfico, su inscripción en un proceso fotográfico. El cuerpo que él ama no es
distinto de la música que también ama, puesto que ambos penetran en su cuerpo
y, así, impiden que sigan siendo meramente «suyas», aun cuando, como él mismo
sugiere, «él» y su cuerpo pasan a ser una especie de órgano musical que «inter-
preta» esa música procedente de otro lugar como si en realidad surgiese desde su
propio interior (como el punctum, la música viene a añadirse a su cuerpo a pesar de
estar ya allí). Barthes explica lo siguiente: «la música de Schumann llega mucho
más lejos que a los oídos; llega al cuerpo, a los músculos, a golpes de ritmo, y hasta
a las vísceras, gracias a la voluptuosidad de sus melos: podría decirse que, cada vez, el
fragmento ha sido escrito para una sola persona, la que lo está tocando». Y a esto
apostilla que «el auténtico pianista de Schuman» es él: «soy yo»34. Al entrar en
él y herirle como el punctum de una fotografía, la música le transforma y le anima
y, con el ritmo de este proceso, él pasa a ser el único que puede experimentar e
interpretar la música de una manera singular, de un modo que guarda fidelidad a
la locura de su movimiento. Como un «efecto del ritmo» de esta particular ma-
nera, es bamboleado repetidamente hasta que parece convertirse en una especie
de luz que, rebotando en las diversas superficies donde choca, garantiza que su
«identidad» no sea más que lo que en otro lugar denomina el «índice» o «indicio
que pasa»35. Como explica en su análisis del discurso amoroso, en el que desvía su
atención de intereses musicales a otros fotográficos, «en el encuentro amoroso, me
reanimo incesamentemente, soy ligero»36.

En una conferencia de 1977 titulada «La música, la voz, la lengua», Barthes


corrobora este vaivén entre el amor y la música al sugerir que esta última –en el
imaginario del compositor, a menudo más asociada a la noche que al día– en rea-
lidad «tiene que ver» con un discurso enamorado. Así, afirma que «toda relación
“satisfactoria” –satisfactoria en cuanto consigue decir lo implícito sin articularlo,
saltar por encima de la articulación sin caer en la censura del deseo o en la subli-
mación de lo indecible– puede con justicia recibir el calificativo de musical»37.
La música del amor pertenece por tanto a un espacio de relación y silencio –un

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

espacio sin articulación– pero cuyo silencio está vinculado al «afecto del sujeto
perdido, abandonado». Barthes subraya esta tesis en La cámara lúcida en un pa-
saje exquisito sobre la música, la ceguera, la noche y, una vez más, cierto tipo
de correspondencia. Inmediatamente después de recalcar que el punctum puede
«conformarse con cierta latencia», que puede aparecer cuando ni siquiera está él
mirando la foto, dice lo siguiente: «En el fondo –o en el límite– para ver bien
una foto vale más levantar la cabeza a cerrar los ojos. “La condición previa de la
imagen es la vista”, decía Janouch a Kafka. Y Kafka, sonriendo, respondía: “Fo-
tografiamos cosas para ahuyentarlas del espíritu. Mis historias son una forma de
cerrar los ojos”. La fotografía debe ser silenciosa […]: no se trata de una cues-
tión de “discreción”, sino de música. La subjetividad absoluta solo se consigue
mediante un estado, un esfuerzo de silencio (cerrar los ojos es hacer hablar la
imagen en el silencio). La foto me conmueve si la retiro de su charloteo ordinario:
“Técnica”, “Realidad”, “Reportaje”, “Arte”, etc.: no decir nada, cerrar los ojos, dejar
subir sólo el detalle hasta la conciencia afectiva» (pp. 104-105). El encuentro con
una fotografía (al igual que el encuentro con la música, según sugiere Barthes) re-
quiere de cierto silencio y ceguera, y estos dos elementos sugieren conjuntamente
una especie de repliegue frente a otras formas de entender la fotografía más con-
vencionales (o menos sorprendentes). Si compara el silencio de la fotografía con
la experiencia de cerrar los ojos a lo que no queremos ver ni deseamos nombrar,
y a la propia música (pues hay que recordar que el silencio, como dice el autor,
es a pesar de todo muy elocuente) es porque la música nunca deja nada a la vista:
no dice nada, no puede inmovilizarse; es, en palabras de Marie-Louise Mallet, un
«objeto “rebelde”», y esto no es sino porque, ante todo, nunca puede convertirse
en objeto38. Como el amor, la muerte y la fotografía, escapa a toda mirada con
pretensiones teóricas; sigue en la oscuridad. Por eso Nietzsche llama a la música
un «arte de la noche», y por eso la asocia con la «noche» de la propia filosofía39.
En la conceptualización de Barthes, si bien la música puede pertenecer al orden de
los «acontecimientos», al igual que el objeto o el sujeto fotográfico solo aparece
para desaparecer, y por eso necesita, en todo momento, una labor de duelo. Simple
y llanamente esto equivale a decir que la música nombra, si es que nombra algo,
una pérdida sin retorno; nos trae la muerte a la memoria, y, puesto que la noche
siempre tiene reminiscencias de muerte, podríamos decir, en términos barthesia-
nos, que no hay música sin noche ni muerte. Como dice este autor a cuenta de su
amor por Schumann: «Amar a Schumann [...] es, en cierta medida, asumir una
filosofía [...], utilizando una palabra de Nietzsche, de la Inactualidad o, mejor,
utilizando ahora la palabra más schumanniana posible: de la Noche»40. Esto signi-
fica, entre otras cosas, que abordar la relación entre música y noche, y entre música

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

y muerte, ya implica sugerir algo «inactual», puesto que este enfoque pone en
entredicho los proyectos de la filosofía, el conocimiento y la verdad. Como ese
Barthes que afirma poder responder a las fotografías simplemente rechazando
«todo saber, toda cultura» y absteniéndose de «heredar otra mirada» (p. 98), el
Barthes que ama a Schumann lo hace «contra la época actual», que es, tal y como
sugiere, la única manera responsable de amar. El amor es ir contra la época actual,
pues «arrastra al que lo siente y lo decide a situarse en su tiempo de acuerdo con
las órdenes de su deseo y no con las de su carácter social»41 y esta, sugiere el autor,
es la única forma de tener la más mínima posibilidad de abordar la singularidad
del ser amado, su adorado cuerpo.

¿Qué ocurre, sin embargo, se pregunta Barthes, cuando nuestros ojos se topan con
lo que no pueden ver, o cuando se encuentran con lo que no puede encontrarse,
ya sea la música, el amor, la muerte, la fotografía o incluso la singularidad de la
persona amada? ¿Qué puede tener que ver esta experiencia de ceguera y sombras
con lo que convierte la fotografía en fotografía? ¿De qué manera esencial está vin-
culada la vista a la experiencia del duelo, una experiencia que no solo guarda duelo
por la experiencia, sino por la propia vista? ¿Por qué sucede que solo el duelo más
profundo puede convertirse en música? ¿Por qué únicamente es tan expresiva la
música cuando ocurre en el silencio de la noche? Como diría Barthes: desde el
momento en que existe la tecnología de la imagen, la vista ya está tocada por la
noche. Está inscrita en un cuerpo cuyos secretos pertenecen a la noche. Irradia una
luz nocturna. Nos advierte que está cayendo la noche en nosotros. En todo caso,
explica Derrida:

Aun si no lo hace, estamos ya en ella, desde el momento en que nos captan


instrumentos de óptica que ni siquiera necesitan la luz del día. Somos ya
los espectros […]. En el espacio nocturno en que se describe la imagen
que se está «tomando», esa imagen nuestra, ya es de noche. Por otra parte,
como sabemos que una vez tomada, una vez capturada, esa imagen podrá
reproducirse en nuestra ausencia, como ya lo sabemos, ya nos atormenta ese
futuro que trae nuestra muerte. Nuestra desaparición ya esta allí42.

La cámara lúcida comienza en la noche sombría de esta relación con la muerte, en


este juego rítmico entre la vida y la muerte, la presencia y la ausencia, la luz y la
oscuridad. Como trata de demostrar Barthes –aunque siempre en consonancia con
la locura de lo que él denomina una metafísica «corta» (p. 149)–, desde ahí puede
interpretarse toda la lógica de nuestra relación con el mundo, y puede interpre-
tarse como la lógica de la fotografía. Como el mundo, la fotografía se presta a ser

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

experimentada únicamente como fragmento, como vestigio, como lo que rehúye


la experiencia. Esta experiencia –y si fuese distinta no sería experiencia en abso-
luto– es la de la imposibilidad de la experiencia. Por esa razón, tras la muerte de
su madre, tras su propia muerte en relación con su madre (una muerte que, como
nos dice, ni siquiera tuvo que esperar al fallecimiento de su madre, ni siquiera al
suyo propio), Barthes sugiere que seguimos totalmente desposeídos en un mundo
en el que debemos sobrevivir a la imposibilidad de la experiencia, en el que la
fotografía –tal y como la entendemos normalmente, pero también esa fotografía
que en este punto podemos denominar «Barthes»– nos dice, si es que dice algo, que
es con pérdida y muerte como tenemos que vivir, amar y experimentar lo que no
puede experimentarse. Esta música de amor y muerte (pues no hay otra posi-
ble) puede llamarse, a falta de mejor nombre, «fotografía».**

* Quisiéramos expresar aquí nuestro agradecimiento a Hal Foster y a Benjamin Buchloch por la
ayuda y ánimo constantes que nos han proporcionado; y también a Roger Bellin por su dili-
gente ayuda en la investigación. [Para una versión ampliada de este artículo, véase el volumen
editado por Geoffrey Batchen con el título Photography Degree Zero (MIT Press, 2009)].

** Publicado originalmente en: Eduado Cadava y Paola Cortés-Rocca, «Notes on Love and Photog-
raphy», October, 116 (primavera 2006), pp. 3-34.

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

NOTAS cuando sugiere que «en este sombrío desierto,


tal foto, de golpe, me llega a las manos; me
1 Todas las citas de la presente edición están
anima y yo la animo» (p. 55), Barthes da a
extraídas de la versión española de la obra de
entender que el riesgo del aventurero nunca es
Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotogra-
el de perder su vida sino el de tener una expe-
fía (trad. Joaquim Sala-Sanahuja), Barcelona,
riencia que, al borde de la muerte, le «anima»,
Paidós, 1990.
le da la vida que no tuvo, otra vida. Por otra
2 Además de acuñar una serie de neologismos parte, este riesgo es al mismo tiempo, como la
a partir del latín, Barthes también marca y aventura del amor, muy trivial. De ahí que lo
vuelve a marcar términos cotidianos de una que convierte una experiencia fotográfica en
manera tal que, con las particularidades de aventura sea precisamente la materialización
cada caso, terminan alejándose de su signifi- de una increíble hazaña que transforma esta
cado habitual. Su elección del latín como la trivialidad en un campo donde el potencial de
«lengua materna» de la fotografía –una len- la aventura puede materializarse de formas in-
gua arcaica con la que describir una tecnolo- esperadas y metamórficas. Decir que no puede
gía moderna, una lengua muerta para evocar haber fotografía sin aventura significa, entre
una tecnología constituida alrededor de la otras cosas, que no puede haber aventura sin
muerte– se debe a que solo es posible enten- una fuerza de animación y transformación. Por
der la modernidad en relación con el pasado eso cabe decir que el amor (por utilizar otro
a partir del cual surge. Para una excelente nombre para la aventura fotográfica) significa
explicación de esta idea, véase Elissa Marder, aventura, animación, una transformación que
«Nothing to Say: Fragments on the Mother desplaza al amante hasta un nuevo territorio,
in the Age of Mechanical Reproduction», en el cual ni él ni la persona amada (ni el suje-
L’Esprit Créateur, 40, núm. 1 (primavera de to que mira ni el que es mirado) pueden seguir
2000), esp. pp. 28-30. siendo lo que eran «antes» del encuentro.
3 Se ha escrito mucho sobre las estrategias estilís- 6 Por eso la posibilidad misma del amor depen-
ticas de Barthes y, en particular, sobre su uso de de de que seamos capaces de amar una fotogra-
las mayúsculas. Tal vez la explicación más deta- fía. Para Barthes, amar una fotografía es expe-
llada sea la de Andrew Brown, Roland Barthes: rimentar «una agitación interior, una fiesta»
The Figures of Writing (Oxford, Clarendon Press, (p. 53), experimentar la aventura de aquello
1992), especialmente los capítulos 1 y 2. de lo que no se puede hablar ni conocer, «ro-
deando con los brazos lo que está muerto, lo
4 Jacques Lacan, «La instancia de la letra en el que va a morir» (p. 196). Amar una fotografía
inconsciente o la razón desde Freud», en Es- es abrazar la mortalidad del otro, experimen-
critos. Volumen I (trad. Tomás Segovia; rev. Ar- tar una especie de locura y encontrarse y per-
mando Suárez), México, Buenos Aires, Siglo derse uno mismo en relación con la persona
XXI, [1971] 2003, p. 498. amada, y dentro de esa persona, porque, como
5 En esta relación amorosa, lo que evoca y atrae sabemos, esta, como el que observa una foto-
la mirada se llama «aventura» (p. 54). Como grafía, ha interiorizado una huella del aman-
cualquier aventura, la fotográfica está ligada te, la «punzada» del amante, el punctum del
a la particularidad –los términos «contingen- amante. Amar a otro, amar a otra persona viva,
cia, singularidad, aventura» (p. 56) forman significa amar una fotografía, amar lo que, hi-
una serie en La cámara lúcida– y al encuentro riéndonos, atravesándonos y traspasándonos,
de quien protagoniza la aventura con el otro. ya no puede pensarse ni experimentarse como
Como cualquier aventura, la fotográfica trae totalmente ajeno a nosotros.
consigo el riesgo de una «agitación interior, 7 Véase Jacques Derrida, Las muertes de Roland
una fiesta, o también una actividad, la presión Barthes (trad. Raymundo Mier), México D.F.,
de lo indecible que quiere ser dicho» (p. 53). Taurus, 1999, pp. 7-8.
Como la música, la fotografía irrumpe en el
sujeto produciendo una especie de agitación e 8 Como manifestación en la que se visualiza esta
interrupción que (y aquí está el efecto del ries- paradoja cabe mencionar la cubierta de la edi-
go) transforma el sujeto y en consecuencia le ción española de La cámara lúcida, que muestra
impide que siga siendo «él mismo». Por eso, la imagen de una cámara antigua (una máquina

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

que nos recuerda el daguerrotipo o cierta época Barthes: «La fotografía era muy antigua. En-
aurática) durante el proceso de copiar o tomar cartonada, las esquinas comidas, de un color
una fotografía. La cámara está allí, en el centro sepia descolorido» (pp. 121-122). Como todas
de la portada, entre dos enormes comillas que, las fotografías, «corre comúnmente la suerte
como la cita, el amor, el duelo o la fotografía, del papel (perecedero)» e «incluso si ha sido
reproducen infinitamente su originalidad. fijada sobre soportes más duros, no es por ello
menos mortal: como un organismo viviente,
9 Para otras reflexiones previas sobre el concep- nace a partir de los granos de plata que ger-
to de indexicalidad, véase Rosalind Krauss, minan, alcanza su pleno desarrollo durante
«Notes on the Index», en The Originality of un momento, luego envejece. Atacada por la
the Avant-Garde and Other Modernist Myths luz, por la humedad, empalidece, se extenúa,
(Cambridge, Mass., The MIT Press, 1985), desaparece» (p. 162).
pp. 196-219 [trad. esp.: «Notas sobre el índi-
ce», en La originalidad de la vanguardia y otros 14 Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amo-
mitos modernos (trad. Adolfo Gómez Cedillo), roso (trad. Eduardo Molina), Madrid, Siglo
Madrid, Alianza, 2009], y Jean-Marie Schae- XXI, [1988] 2007, p. 55.
ffer, L’image précaire. Du dispositif photographi-
que (París, Seuil, 1987) [trad. esp.: La imagen 15 Sobre este particular, véase Jacques Derri-
precaria. Del disposotivo fotográfico (trad. Dolo- da, «By Force of Mourning», en The Work of
res Jiménez), Madrid, Cátedra, 1990]. Aun- Mourning (ed. Pascale-Anne Brault y Michael
que hemos recogido muchos aspectos tratados Naas), p. 159.
por estos autores, también hemos intentado, 16 Si el deseo de Barthes es resucitar a su ma-
siguiendo a Barthes, distanciarnos de ellos. dre, recuperar y hacer revivir su cuerpo, no
10 Véase Roland Barthes, «El tercer sentido» debería sorprendernos el esfuerzo visible por
[1970], en Lo obvio y lo obtuso (trad. C. Fer- invertir la trayectoria vital de su progenito-
nández Medrano), Barcelona/Buenos Aires, ra, devolverla a la vida y, tal vez, adoptar su
Paidós, 1986, pp. 49-67; El imperio de los signos muerte como punto de inicio. Este esfuerzo se
(prol. y trad. Adolfo García Ortega), Madrid, hace patente, de una manera secreta y oculta,
Mondadori, 1991; Roland Barthes por Roland en la estructura misma de La cámara lúcida,
Barthes (trad. Julieta Fombona de Sucre), Bar- al menos por cuanto podemos asegurar (y nos
celona, Paidós, [1975] 2004. creemos facultados para ello) que su deseo
se encarna en la estructura y escritura de este
11 En esta frase, aparte de la cita tomada de La texto. Así, en primer lugar, puede destacarse
cámara lúcida, la primera frase citada es de «El la división del texto en dos partes, cada una
tercer sentido» (p. 49) y las dos últimas de El de las cuales se compone de 24 capítulos, lo
imperio de los signos, p. 20. que suma un total de 48. La obra se escri-
bió en el periodo comprendido entre el 15 de
12 Para un comentario sobre el carácter feti- abril y el 3 de junio de 1979, a saber, en 48
chista de la fotografía, véase Christian Metz, días. En el libro se reproducen 25 fotografías,
«Disavowal, Fetishism», en The Imaginary pero, dado que la primera, la foto en color de
Signifier: Psychoanalysis and the Cinema ([trad. 1979 de Daniel Boudinet titulada Polaroid,
Ben Brewster et al.], Indiana, Indiana Uni- desde un punto de vista estricto se encuentra
versity Press, 1986), pp. 69-80 [trad. esp.: fuera del texto, son 24 las fotografías inser-
el significante imaginario. Psicoanálisis y cine tas en el cuerpo del texto. Esta cifra reviste
(trad. Josep Elías Palti y Carles Roche Suá- una significación especial en el contexto en
rez), Barcelona, Paidós, 2001]; y también su el que se inscribe el libro, pues recuerda el
ensayo «Photography and Fetish», October, 34 número de imágenes fijas o fotogramas que
(otoño de 1985), pp. 81-91 [trad. esp.: «Fo- pasan por el proyector cinematográfico por
tografía y fetiche», Signo y pensamiento, VI, segundo, así como las horas del día, es decir,
núm. 11 (1987)]. las horas que conforman el ciclo entre noche
13 La muerte de la madre también es percepti- y día, luz y oscuridad. El 48 cobra, si cabe,
ble, en clave de prolepsis y a modo de ana- mayor significación si recordamos que la
logía, en la mortalidad del soporte mismo de edad a la que falleció la madre de Barthes,
la Foto del Invernadero. A este respecto dice 84 años, leída del revés, da como resultado

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

dicha cifra. Esta identificación por inversión 18 Para un estudio que relaciona la teoría de los
podría parecer mera coincidencia; tal vez solo eidolas de Demócrito con la fotografía en gene-
un juego numérico y del azar, pero tal hipó- ral, véase Branka Arsic, «The Home of Shame»,
tesis pierde peso si recordamos que Barthes en Cities Without Citizens (ed. Eduardo Cadava y
asegura haber descubierto la Foto del Inver- Aaron Levy), Filadelfia, Slought Books; Rosen-
nadero, la que asocia de manera más íntima a bach Museum and Library, 2003, p. 36.
la «esencia» de su madre, «remontándome en
el Tiempo». Es más, el autor parece reforzar 19 Marder, «Nothing to Say: Fragments on the
este movimiento inverso cuando hace notar Mother in the Age of Mechanical Reproduc-
que «los griegos penetraban en la Muerte tion», op. cit., p. 32.
andando hacia atrás: tenían ante ellos el pasa- 20 La expresión está tomada de Derrida, «Las
do. Así he remontado yo toda una vida, no la muertes de Roland Barthes», op. cit., p. 10.
mía, sino la de aquella a quien yo amaba» (p.
127). Si bien podría hablarse largo y tendido 21 Reviste especial importancia que Barthes solo
sobre estas correspondencias, cabe señalar al pueda «expresar» esta concordancia median-
menos que, de una manera muy real, la apa- te «una sucesión infinita de adjetivos», es-
rente intención de Barthes –por el amor que pecialmente teniendo en cuenta su forma de
profesa a su madre, por su deseo de tenerla entender el carácter fotográfico del adjetivo en
con vida a su lado– es conseguir que su texto general. Barthes formula esta «corresponden-
encarne la trayectoria vital de su madre, pero cia» entre los adjetivos y la fotografía en las
a la inversa, como si de esta forma pudiera, conferencias que pronuncia en el Collège de
al invertir el curso de su existencia desde la France sobre «Lo neutro» en 1978, es decir, no
vida a la muerte y al trocar por tanto la muerte mucho después del fallecimiento de su madre
por la vida, recuperarla mágicamente para él. (un acontecimiento cuya huella se percibe, de
De la misma manera que asegura haber parti- hecho, en las conferencias) y únicamente dos
do de la «última imagen» de su madre, «to- años antes de su propia defunción. Barthes ex-
mada el verano anterior a su muerte» y haber plica que, como contrapartida a la tendencia a
llegado «remontando tres cuartos de siglo, fijar y a las asociaciones de muerte que trae el
a la imagen de una niña» (p. 127), Barthes adjetivo, en el discurso amoroso la tendencia
declara que, cuando la cuidaba durante su en- del sujeto amoroso a cubrir al otro con adje-
fermedad, cuando la cuidaba como si se hu- tivos laudatorios lleva finalmente al amante a
biera convertido en su hija, él experimentaba experimentar una falta desgarradora «que su-
esta regresión de manera muy real. Es esta fre la predicación» y a «buscar un medio lin-
experiencia de desplazamiento e inversión güístico para señalar lo siguiente: que el con-
temporal la que le anima a intentar evocar a junto de los predicados imaginables no puede
su madre a través de la actividad de la escri- alcanzar ni agotar la especificidad absoluta del
tura, que es en la misma proporción un acto objeto de su deseo». Cuando afirma que, salvo
narrativo y un acto de deseo y amor. «mediante una sucesión infinita de adjetivos»,
no puede expresar esta correspondencia entre
17 Este juego entre la luz y la piel, entre la foto- las «últimas notas que escribiese Schumann»,
grafía y las emanaciones, queda de manifiesto la esencia de su madre y la pena que él siente
en la palabra francesa pellicule. Derivada de pe- por su muerte, da a entender que todos los in-
llis (piel), pellicule tiene, en ambas acepciones tentos por fijar o detener esta correspondencia
de película y film, el mismo significado origi- están inevitablemente abocados al fracaso; de
nal: una piel pequeña o delgada, una especie ahí que dicho intento deba repetirse hasta el
de membrana. Aunque en este pasaje Barthes infinito. Por otra parte, la particular impor-
utiliza originalmente el vocablo peau y no pe- tancia que reviste esta reflexión sobre el ad-
llicule, en Roland Barthes por Roland Barthes jetivo respecto de las preocupaciones que ex-
(trad. Julieta Fombona de Sucre), Barcelona, presa en La cámara lúcida queda aún más de
Paidós, [1975] 2004. demuestra estar al co- manifiesto cuando afirma, de una manera que
rriente de este vínculo etimológico, que por evoca a su madre y su fallecimiento, que «en
otra parte motiva la relación entre este «medio el lenguaje como cultura» se entiende que son
carnal» y el fotograma. «dos objetos» los que «superan la predicación,

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EDUARDO CADAVA Y PAOLA CORTÉS-ROCCA PAPEL ALPHA I N.º8 (2010)

ya sea en horror o en deseo», a saber, «el cadá- 25 Esta es la tesis que sostiene Philippe Lacoue-
ver […] y el cuerpo deseado». Véase Roland Labarthe en su interpretación de los textos
Barthes, Lo neutro. Notas de cursos y seminarios de Adorno sobre la música. Véase Philippe
en el Collège de France (1977-1978) (texto es- Lacoue-Labarthe, Musica Ficta (Figures of Wag-
tablecido, anotado y presentado por Thomas ner) (trad. Felicia McCarren), Stanford, Stan-
Clerc bajo la dirección de Eric Marty y editado ford University Press, 1994, p. 144.
en español por Beatriz Sarlo; trad. Patricia Wil-
son), México, Siglo XXI, 2004, pp. 103, 109. 26 Stéphane Mallarmé, «La musique et les let-
tres», en Oeuvres complètes, París, Gallimard,
22 Roland Barthes, «La canción romántica», en 1945, p. 644.
Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, op. cit.,
p. 283. 27 Véase a este respecto, por ejemplo, el artículo
de Barthes de 1974 «Por qué me gusta Ben-
23 Roland Barthes, «Amar a Schumann», en Lo veniste» (en el que explícitamente trae a co-
obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, op. cit., lación a este autor en unas reflexiones sobre
pp. 286, 290. la relación entre el amor y la música), en El
susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la
24 Malraux, La condición humana, Santiago de escritura ([trad. Cristina Fernández Medrano],
Chile, Andrés Bello, 1990, p. 318. Aunque Madrid, Paidós, 2009).
rara vez Barthes hace referencia a China y a su
historia revolucionaria, se ocupa de ambas en 28 Véase Benveniste, «La notion de “rythme”
un breve pero jugoso texto de 1975 que lleva dans son expression linguistique», en Problè-
por título Alors la Chine? En una coda de dos mes de linguistique generale, vol. 1, París, Galli-
páginas que escribió para responder a las reac- mard, 1966, p. 330. [Trad. esp.: «La noción
ciones negativas que suscitó la obra, Barthes de “ritmo” en su expresión lingüística», en
sugiere que, con la alucinación de China como Problemas de Lingüística general I (trad.: Juan
objeto, trata de interpretarla como el «infinito Almela), México, Siglo XXI, (1971) 2004].
femenino (¿tal vez maternal?) del objeto mis-
mo». Esta alucinación, explica, no es «gratui- 29 Véase Lacoue-Labarthe, «The Echo of the
ta»: su intención es atacar la alucinación occi- Subject», en Typography: Mimesis, Philosophy,
dental generalizada del discurso dogmático y Politics (ed. Christopher Fynsk; trad. Barbara
«directamente político» de China. Llegado a Harlow), Cambridge, Mass., Harvard Uni-
este punto, en una destacable afirmación vin- versity Press, 1989, pp. 196-203. En muchos
cula, como Malraux, el pensamiento de China aspectos, nuestra interpretación del trabajo
con la música. A partir de la convicción de de Benveniste –y de la noción de «ritmo» en
que el intelectual o el escritor siempre avanza general– es una fotografía en miniatura de la
mediante la indirección, hace notar que la in- tesis de este autor, una tesis sobre la que inci-
tención de su breve texto no es sino ofrecer un de de manera un tanto telegráfica en Musica
discurso que pudiera ser justo (y de una forma Ficta, especialmente pp. 77-83. En este pun-
«musical») en relación con la indirección de to nos permitimos sugerir que, aunque en La
la política china. Y a partir de la afirmación cámara lúcida Barthes menciona el trabajo de
de que solo una cierta musicalidad puede ser Lacoue-Labarthe titulado «La cesura de lo es-
«justa» al carácter indescifrable de la política peculativo» (véase la p. 157), en esta obra tal
china, extrae la conclusión de que «es necesario vez resuenan más los argumentos del otro ar-
amar la música» y «también a los chinos». En tículo citado, que es a su vez una lectura de La
este caso, pues (y en línea con lo que sugiere melodía encantada de Theodor Reik [publicada
en La cámara lúcida), la música y el amor están asimismo en español con el título Variaciones
en el plano de la indirección, en el plano de lo psicoanalíticas sobre un tema de Mahler], y que
que escapa a nuestra comprensión y tal vez in- reflexiona sobre la música, el duelo y la auto-
cluso en el plano de lo que este autor trata de biografía.
evocar, aunque sea a modo de pregunta, como 30 Benveniste, «La notion de “rhythme” dans
lo «maternal». Véase Roland Barthes, Alors son expression linguistique», op. cit., p. 333.
la Chine?, París, Christian Bourgois, 1975, [Trad. esp.: «La noción de “ritmo” en su ex-
pp. 8, 13-14. presión lingüística», op. cit.].

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PAPEL ALPHA I N.º8 (2010) NOTAS SOBRE EL AMOR Y LA FOTOGRAFÍA

31 Véase Lacoue-Labarthe, «Echo of the Sub- 38 Mallet, La musique en respect, París, Galilée,
ject», op. cit., p. 202. 2002, p. 11.
32 Lacoue-Labarthe también sostiene esta tesis 39 Nietzsche, Daybreak: Thoughts on the Prejudices
(ibídem., p. 202). of Morality (trad. R. J. Hollingdale), Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1982.
33 Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, op. p. 143. [Trad. esp.: Aurora: Reflexiones sobre la
cit., p. 208. moral como prejuicio (estudio previo de Enrique
34 Barthes, «Amar a Schumann», op. cit., p. 246. López Castellón), Madrid, M.L., 1994].
35 Barthes, «El acto de escuchar», en Lo obvio y lo 40 Barthes, «Amar a Schumann», op. cit., p. 291.
obtuso, op. cit., p. 248. 41 Ibídem.
36 Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, op. 42 Jacques Derrida (con Bernard Stiegler), Eco-
cit., p. 109. grafías de la televisión. Entrevistas Filmadas
37 Barthes, «La música, la voz, la lengua», en Lo (trad. Horacio Pons), Buenos Aires, EUDEBA,
obvio y lo obtuso, op. cit., p. 278. 1998, p. 145.

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