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14 Párrafos

Es verdad que me pongo nervioso y me hago el indiferente,


aunque muchas veces sí que soy indiferente. Supongo que la
gracia está en que los demás no sepan advertir la diferencia
(supongo que a eso le llaman actuación, histrionismo, falsedad o
etc.). Aún así, siempre que te veo siento como que se me inflara
el pecho; me convierto en una especie de campeón subhumano,
héroe de cloacas, comandante de ocho ejércitos de cerebro-
corazones pseudoalgo. No, claro que no. Por favor, ni siquiera he
pensado alguna vez tamaño patetismo, y es que tú sabes, los
filtros, en cuanto escribes, se incrementan en dígamos un treinta
y tres por ciento y el resultado es obvio, no puedes andar por allí
mintiendo o hablando cosas sobre ti porque te parece
abominable, vomitivo…

No es que creas que eres mejor haciendo lo que haces, llevando


esta, digámoslo así, especie de vida monacal en donde polarizas
la vida en hondo y bajo, superfluo y profundo, como si las cosas
no fueran parte de mecanismos altamente complejos,
indescifrables para un ser mínimo como tú, de inteligencia
limitada. Quizás algún genio podría entender por qué se levanta
una hoja y baja otra a la vez, decodificando la racionalidad
oculta en el azar.

Azar, hijito, así le decimos a lo que no entendemos no más. Todo


tiene que pasar por algo, pero eso no quiere decir que haya una
finalidad grandísima. Sucede porque a. el destino b. Dios o c. la
física cuántica así lo trazó. Pero es cierto que las certezas acerca
de los grandes nombres ocultos detrás de los grandes actos (por
qué cae una hoja y otra se levanta del suelo, aparentemente de
forma involuntaria) están fuera de nuestro alcance; o siendo un
poco más realistas, dentro de “mí” alcance. Existe la
probabilidad de que entre los vivos de ahora destaque alguna
lumbrera oculta que nos aclare los caminos ha seguir, o que nos
explique de una vez por todas para qué es la cadena de la que
somos un eslabón.

Pero para qué nos vamos a meter en esos senderos escabrosos


que sortean los interesados en el sentido último de las cosas.
Mejor nos declaramos desde ya incapacitados para entender los
macroprocesos que mueven, según nosotros, a través de nuestra
voluntad nuestras acciones (o las que llamamos “conscientes”).
Para qué, si no vamos a obtener respuestas sino solamente
sentirnos bien por el rato, ilusionados en estar rozando el paso
siguiente, el que deslumbrará al siglo, el que le dará finalidad
creible y comprobable a tu burda existencia graciosa (no porque
seas gracioso, precisamente).

¿Sabes, entonces, por qué te cuento todas estas cosas? ¿Por qué
te cuento que pienso que pensar estos pensamientos es
innecesario? Porque la esencia de esto, que se origina en un
sentimiento, es la misma que promueve mi indiferencia.

Qué más da al final que tú y yo nos entendamos y hablemos


entre risas, o nos confesemos todo lo que pensamos en
búsqueda de un cándido sentido de pertenencia a esa masa
abstracta, imprecisa e incontrolable que responde ante el
significante de “amor”, si al fin y al cabo ni siquiera entendemos
por qué una hoja sube y la otra se levanta… (podría esbozar con
facilidad unos tres o cuatro argumentos más, igual de
engrupidos, para expresar lo mismo).
¿Cuándo nos volvimos tan arrogantes como para decir que
sabemos lo que sentimos, que creemos que esto o lo otro es lo
correcto? (o para creer que si confesamos que algo no es verdad
se transforma en algo verdadero).

¿Sabes qué? Mejor ni siquiera decir algo, porque el mismo hecho


de reflexionar, o intentar hacerlo, buscando vanamente
conseguir un poco de seriedad, o un poco de sinceridad o
sucedáneos, no es alcanzable porque la premisa está
contaminada. Mucho mejor es que nos quedemos callados
largos periodos de tiempo fingiendo que no pasa nada, que nos
sentimos bien, que todo marcha a la maravilla y que estamos a
punto de asumir del todo el humor vital de los argentinos,
etcétera.

Es mejor deambular sin saber que deambulas. Incluso


humillarte. Aceptar que no tienes respuestas y no las vas a
encontrar por ti mismo (como alguna ves creíste que
conseguirías si te esforzabas de verdad). No puedes, ni siquiera
aunque te partas el lomo trabajando (imaginariamente, claro, la
vagancia es más cómoda en la vida real). Como te decía, mejor
quedarse así, bien estático, y dejarse arrastrar por la corriente
lentamente: comenzar a estudiar con la cabeza gacha, tratar de
ir más a clases, reírse, hablar, juntarse con la gente…

Eso sí, como tú bien sabes, nada de eso es verdad si no dejas de


lado el cinismo, ¿no? Y dime, ¿dejarás de lado a tu amigo fiel, a
tus nauseas particulares ante tal o cual cosa; que la profesora es
eyaculada en la cara; que terroristas anónimos asesinan a la
gente de la micro; que este es absolutamente estúpido y ese ni
siquiera se da cuenta de su bajeza; que nada importa y todo es
reducible, reciclable, informal, intrascendente, indolente,
insensible? (Ganas de patearte me darían, y otras veces, de
llorar abrazado junto a ti).

¿Cierto que no? Así como tampoco tus felicidades chiquititas


que flotan de repente: esas excéntricas muestras de cariño, la
demagogia de momentos particulares, la, quien lo niega, sincera
complicidad fraternal con algunos seres humanos…
(¿Imaginación mía o te estás escudando en puros puntos
suspensivos?).

Carraspea no más, si total, nadie se va a dar cuenta. Piensa lo


mejor. Que nadie va a leer tus declaraciones patéticas, o bien
serán pocos, y tenlo por seguro, ellos las tomarán como
simpáticas expresiones prometedoras de un utópico y en
realidad bastante inalcanzable sueño de expresión artística (por
favor), o como una manifestación bastante esnob y falseada, por
no decir totalmente melodramática, de una personalidad
hedonista. Y curiosamente tú te abanderizarás con este último
grupo (el escéptico, el cabrón, el borracho, el que te odia) sin ni
siquiera pensarlo, porque racionalmente juras que dándole
rienda suelta a la autocrítica se purifican las cosas, se hacen
reales, y quizás de esta forma, o sólo de esta forma, los
entrañables sujetos del primer grupo puedan ver satisfechas las
tiernas, pero cándidas, suposiciones acerca de ti.

Y sí, en el fondo actúas de esa forma, piensas esas sandeces (y te


las dices), porque eres demasiado optimista. Porque tienes la
esperanza de remota de que sí puedes corregirte y convertirte en
lo que un par de sueños infantiles repetitivos y tópicos
anhelaban, o rozar con la punta de los dedos la máxima
felicidad-tristeza-sensación. Sí, no hay nada más simple que esa
bella ilusión, frágil y transparente, que debe ser intensamente
cínica y sarcástica para validarse; debe necesariamente apuntar
desde el escepticismo para buscar las razones verdaderas y
etcétera. Tú sabes que crees en eso, tienes esa fe escondida en un
rincón (y ese vestigio te hace dulce, tonto, pero bueno;
dejémoslo en imbécil).

Ah, viste que no paras de suspirar, como si las tripas, la sangre,


los nervios y el planeta fueran en síntesis un poema o una
invención de Bach o Chopin; algo endiablamente emocionante,
perturbador, tenso, pero en el fondo clarividente, promisorio,
oscuro ahora porque claro mañana, nudo gordiano hoy, etcétera
mañana. Ni aunque mueras, ni aunque te azoten, ni aunque
termines en la cárcel más pestilente siendo violado tres veces al
día por un montón de retrasados mentales agresivos dejarás de
creer que nada de eso importa, no importa, y no importa porque
después de un acto viene otro, y otro, y nacen galaxias que
chocan entre sí y pasa el tiempo.

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